Indice
1.
Descripción
2. Los objetivos del anunciante: ventas
versus premios de publicidad
3. Objetivos de
comunicación: eficacia
4. La realidad frente al contenido del
mensaje
6. Nadie compra marcas
Como consecuencia del contexto en el que la publicidad se
mueve hoy en día, el anunciante se enfrenta a un descenso
en la eficacia de sus
prácticas comunicativas. El exceso de información y la superficialidad con que
los anuncios son atendidos, así como el desconocimiento de
las causas que explican la percepción
y la valoración que el espectador hace de la marca,
justifican, entre otras cosas, la elaboración de este
texto para la
toma de
decisiones que resulten eficaces.
Se ofrece al lector un marco íntegro de las
relaciones entre la eficacia publicitaria y el comportamiento del
consumidor en sus modos de procesar la publicidad, así
como también se exponen aquellas recomendaciones que
fundamentan el diseño
de las estrategias
publicitarias con mayores probabilidades de éxito.
En definitiva, este libro permite
conocer los conceptos que actualmente ocupan los primeros lugares
de la discusión científica y profesional y
participar de las nuevas líneas de debate sobre
eficacia en publicidad marcadas por el Marketing
Science Institute.
eficacia s.f. Cualidad de eficaz
eficaz adj. Que actúa satisfactoriamente o es
adecuado para producir un determinado efecto.
El problema de la eficacia publicitaria se plantea
cuando dos o más anunciantes persiguen unos objetivos
(efectos) diferentes con su publicidad. Por tanto, qué
efectos puede -o debe- pedírsele a la publicidad
comercial? La publicidad, ante todo, representa una inversión de dinero que,
dentro de la lógica
empresarial que debe gobernar en toda actividad comercial, debe
ser justificada mediante un posterior beneficio económico
derivado de sus efectos.
La eficacia publicitaria, a diferencia de lo que trata
de establecer la inmensa mayoría de autores (Ortega
Martínez, Martín Armario, Billorou…), no depende
de los objetivos planteados; pues si así fuera, para
alcanzarla bastaría asignar unos objetivos nada
difíciles, y obviamente esto no debe ser así.
Permitir que el propio anunciante señale los objetivos de
la
comunicación publicitaria implica que decida a su
antojo el principio y el final de la eficacia de cualquier
campaña. Los objetivos del anunciante no pueden determinar
la eficacia publicitaria si entendemos ésta como la
eficacia de la inversión publicitaria, ya que el objeto de
toda inversión es su rentabilidad.
El hecho de que la publicidad sea una forma de comunicación no legitima que sólo
deba plantearse objetivos de este tipo, ya que una
comunicación técnicamente perfecta entre emisor y
receptor no necesariamente ha de contribuir al beneficio
económico del anunciante. Medir la eficacia de la
publicidad en términos exclusivamente comunicacionales
(informar de la aparición de un nuevo producto en el
mercado, advertir
de una promoción especial, detallar unas características funcionales, explicar
nuevos usos, etcétera) no ayuda a establecer el
rendimiento económico de la inversión
realizada.
La eficacia publicitaria, como la eficacia de la
gestión
empresarial, es una cuestión de rentabilidad en el
tiempo: tanto
se invierte, tanto esa inversión produce en tanto tiempo.
Dada una inversión (publicitaria o no), cualquier
añadido a ésta que tarde o temprano cristalice en
beneficios es rentable, es eficaz. Así, la eficacia
máxima corresponderá a aquella fracción de
la inversión que haya conseguido la rentabilidad
más alta en el plazo más breve. Los tests de
áreas (o zonas de prueba) proporcionan toda la
información necesaria para evaluar el potencial comercial
de una determinada campaña en comparación con otras
y con ninguna (grupo de
control), y con
estos datos puede
conocerse o estimarse la rentabilidad de una campaña o, lo
que es lo mismo, su eficacia. La cosa es bien simple.
Pero no para todas las campañas se realizan
pruebas de
este tipo; es más, sistemáticamente tiende a no
hacerse para ninguna. El problema, pues, se agrava. Pero a falta
de cifras reales, de datos empíricos acerca de los
resultados comerciales de una campaña, la solución
la presta la intuición razonada: cada pieza o campaña
publicitaria habrá de ser evaluada y calificada
considerando sus puntos fuertes y débiles, e intuyendo su
rendimiento comercial diferencial con respecto a otras
alternativas posibles (en cuanto a mensajes, estrategias,
herramientas…) para ese mismo producto o
marca.
Así, llegamos a una doble manera de entender la
eficacia publicitaria. Por un lado, la eficacia la determina la
rentabilidad económica de una campaña: la
campaña A de un producto es mejor que la campaña B
de un competidor porque la primera consigue una rentabilidad de
la inversión publicitaria por encima del 80% frente al 60%
de la segunda.
Pero por otro lado, la eficacia de una campaña
viene dada por el grado de perfección de ésta, es
decir, por la dificultad o imposibilidad de mejorarla y mejorar
así sus resultados comerciales. Volviendo al ejemplo
anterior: se puede estimar que la campaña A presenta
numerosas deficiencias y que habría formas de mejorar su
rentabilidad en un 200%, sin embargo la campaña B es
presumiblemente inmejorable. El problema que se plantea ahora es
el de concretar el efecto (u objetivo) que
persigue la publicidad según la definición de
eficacia contemplada: máxima rentabilidad de la
inversión o máxima calidad
publicitaria. O lo que sería mejor aún, la
combinación óptima de ambas.
Yendo un poco más lejos, para ser más
justos y al mismo tiempo reconocer el esfuerzo del profesional
publicitario, podemos terminar de rizar el rizo considerando una
tercera y última variable más: el grado de
dificultad que ha sido superado para satisfacer los objetivos de
rentabilidad y calidad publicitarias mencionados. De tal modo
que, finalmente, la eficacia publicitaria vendrá
determinada en función de
su rentabilidad comercial en el tiempo, de su proximidad a la
perfección intuida y del grado de dificultad superado para
conseguir esa rentabilidad y ese acercamiento a la máxima
calidad publicitaria.
Por desgracia, vemos que para evaluar la eficacia
publicitaria se hace preciso recurrir a la subjetividad de un
jurado, con lo cual se corre el riesgo de
convertir los Premios EFI'97 a la Eficacia de la
Comunicación Comercial en un Festival más de
Creatividad
Publicitaria. Esperemos que esto no suceda
2. Los objetivos del
anunciante: ventas versus
premios de publicidad
Es habitual compartir un rato entre amigos y escuchar a
alguien que comenta lo bueno que es -o le ha parecido- tal
anuncio. Se refiere a que le ha gustado el anuncio, no a querer
comprar el producto anunciado.
Algo similar ocurre con los festivales y premios de
publicidad. Cuando lo lógico sería no presentar las
piezas de publicidad sino las cifras de venta o, mejor
aún, los resultados de los tests de áreas, y
premiar al verdadero ganador en función del tipo de
producto anunciado, se hace casi lo contrario: se premia la
publicidad más espectacular, divertida (en Cannes 96 se
impuso la de corte humorístico o con chascarrillo),
original, o aquella que ha trabajado una idea al gusto del
jurado.
Incluso hay agencias de publicidad (y tras ellas,
anunciantes) que preparan piezas de publicidad con
vocación netamente "festivalesca" -truchos o, según
Lorente, prototipos inexistentes-; y puesto que la
difusión mediática es requisito imprescindible para
participar en dichos certámenes, se publicita una o dos
veces cada pieza, y listo. Lo peor es que esa publicidad es la
que se lleva el premio, porque no ha tenido que vender
ningún producto, nadie ha tenido que comprar nada. Si esa
publicidad era buena y por eso se premió,
¿qué sentido tiene limitar su difusión
mediática a lo estrictamente necesario para participar en
un festival de publicidad? Félix Muñoz ya lo
advierte: "en un festival se valora más la originalidad
que la eficacia".
Después hay quienes, premio en mano, se
vanaglorian de los éxitos cosechados; "éxitos" que
se hacen extensivos a toda la agencia donde trabajan y que se
utilizan como reclamo para ganar nuevos clientes y
mantener otros. Mas no se sabe por qué (seguramente ocurre
por la ignorancia supina y el despiste de muchos), pero hay
anunciantes que valoran positivamente esos premios y quienes -a
juicio del autor de este texto- los detentan.
Es cierto, claro está, que ganar premios y que se
difunda periodísticamente la noticia consigue publicidad
para la agencia, el anunciante y la misma publicidad premiada.
Obviamente esto es ventajoso para todos ellos, y como trabajo de
relaciones
públicas tiene todo el mérito. Pero no hay que
confundir premios y buena publicidad. Lo que realmente premia a
la publicidad y a sus creadores son los beneficios que obtiene el
anunciante a través de las ventas propiciadas por
ésta.
Y no se trata de detectar los truchos que participan en
estos festivales y penalizarlos, como pretendió
Joaquín Lorente en el Festival de Cannes 96 del que
formó parte como jurado. Trucho o no, cada pieza
publicitaria debe ser calificada intuyendo su rendimiento
comercial diferencial con respecto a otros mensajes posibles para
ese mismo producto o marca, considerando sus puntos fuertes y
débiles: la buena publicidad es la que vende más
que las demás.
Luis Bassat, en su Libro rojo de la publicidad, titula
un epígrafe "La publicidad que gusta vende más", y
justifica esta aseveración aportando datos sobre una
investigación al respecto llevada a cabo
por la agencia publicitaria estadounidense J. Walter Thompson.
Realmente, los resultados obtenidos no arrojan una mayor venta
para los productos cuya
publicidad gusta, sino un cambio de
actitud en
favor del producto anunciado con una publicidad considerada
atractiva, lo cual difiere sustancialmente con el título
del epígrafe.
Sin cuestionar la validez de la investigación en
cuanto a su rigor científico, queda sin conocerse las
dimensiones de actitud consideradas, así como la magnitud
del cambio producido, lo cual descubriría el valor real del
experimento. En cualquier caso, los resultados obtenidos fueron
los siguientes:
Un 8,2% de los que se mostraban "neutrales" ante el
gusto hacia la publicidad modificaron positivamente sus actitudes
hacia el producto anunciado. Un 9,5% de quienes "les gustaba
bastante" también lo hicieron así. Y la cifra
llegó al 16,2% para los entusiastas, los cuales
reconocieron que esa publicidad "les gustaba muchísimo".
(Sólo un 3% de los encuestados se manifestó en
contra del anuncio).
3. Objetivos de
comunicación: eficacia
El anunciante que decide hacer publicidad y pagar por
ello pretende conseguir beneficios por encima de la
inversión realizada y rentabilizarla al máximo.
Asesorado o no por el profesional publicitario,
establecerá unos objetivos realistas de
comunicación, es decir: informar sobre la aparición
de un nuevo producto en el mercado, advertir de una
promoción especial, seducir mediante una
presentación atractiva del producto, persuadir apelando a
la razón, estar presente en la mente de los receptores,
etcétera.
Si la publicidad es una forma de comunicación,
los objetivos que ha de plantearse serán, evidentemente,
objetivos de comunicación. Pero no se trata solamente de
que los receptores perciban los mensajes publicitarios tal cual
pretende el emisor: una buena publicidad no es únicamente
una comunicación técnicamente perfecta (teoría
matemática
de la comunicación) ni una transmisión de ideas
absolutamente nítida y fiel. El receptor puede entender
perfectamente el mensaje y no ver su comportamiento
influido por éste -y acaso, tampoco, sus actitudes-, bien
por carecer de recursos
económicos suficientes, por no interesarle el producto
anunciado, por no dar credibilidad al anunciante, o bien porque
el mensaje difundido no es el adecuado o persigue metas
inalcanzables.
La comunicación publicitaria ha de promover un
comportamiento por parte de los consumidores que justifique el
gasto realizado. No basta comunicar o informar si ello no deriva
en consecuencias lucrativas para el anunciante. ¿Objetivos
de comunicación? Sí, pero capaces de provocar una
respuesta de consumo que
produzca beneficios; porque si los objetivos de
comunicación se satisfacen sin conseguir provecho
económico alguno, habrá que cuestionar la
oportunidad de la publicidad o la pertinencia de las propuestas
publicitarias.
4. La realidad frente al
contenido del mensaje
Para comprender los efectos que produce la publicidad,
basta con aislarla del resto de fuentes de
información y analizar la influencia que tiene o puede
tener sobre el público en comparación con el resto
de experiencias sensibles.
Valga, pues, la distinción entre, por un lado,
publicidad y, por otro: mundo, vida, experiencia, cultura,
sociedad…
todo aquello que no es publicidad.
La publicidad es una fuente de información para
el individuo como lo es, también, el mundo y sus
experiencias personales en la vida. Acerca del mundo y de las
cosas, cada cual tiene su punto de vista y su juicio, y
éste se forma conciliando diversas informaciones y
experiencias referidas a cada objeto, situación, persona o idea en
cuestión. Así, la influencia de la publicidad sobre
las percepciones, creencias, juicios y valores de los
individuos, caso de producirse, ha de hacerlo superando la de la
influencia de la experiencia previa de éstos en el mundo,
la cual ha configurado su persona(lidad).
La publicidad normal no permite la experiencia directa
con el producto sino de forma vicaria u observacional, o mediante
información; y en su función moldeadora de las
personas -o de sus hábitos de consumo, que son
también parte de las personas-, pierde efectividad en
comparación con la experiencia real con el producto, que
es mucho más confiable y genera actitudes más
firmes y consistentes con la conducta.
Conocido, además, el carácter
interesado y manipulador de la publicidad, el individuo
procurará protegerse de su influencia,
consiguiéndolo en alguna medida como lo demuestran las
diferentes investigaciones.
Aun sin contar con esto último, mientras que el individuo
percibe y experimenta -aprehende- en el entorno real durante toda
su vida, la presencia de la publicidad apenas representa una
minúscula parte de ésta. La publicidad -como el
cine– en
muchos casos presenta personajes y escenas de ficción
ajenos a lo más o menos conocido y posible en la
cotidianidad; y en la medida que el individuo sea capaz de
detectar esa irrealidad, rechazará tales informaciones
como explicadoras del mundo y de las cosas: podrán ser
entretenimiento, ocio, diversión, pero no parte de la
realidad.
Cada nueva información entrante -publicidad o no-
se negocia con la ya existente en los esquemas cognitivos de la
persona para darle cabida en éstos o rechazarla;
así, se mantiene un equilibrio en
cuanto a la interpretación del mundo (teoría de la
disonancia cognitiva). Y en este sentido, es poco probable que se
acepte la realidad que presenta la publicidad para un producto
concreto si
ésta difiere sustancialmente de la que se manifiesta de
hecho en el mundo.
Quienes conducen un Renault Clío no son JASP
(Jóvenes, aunque sobradamente preparados): hay muchos
adultos, con y sin preparación, que también lo
hacen. Locos y cuerdos beben Pepsi. Don Limpio no hace
resplandecer la casa como en el anuncio. Y los hijos no se
santifican por llevar a casa una Telepizza. Esto es obvio. Y
quien crea lo contrario precisa de ayuda médica,
psiquiátrica.
Los mensajes publicitarios no se descodifican de forma
literal y objetiva, no: se interpretan. El coche desde cuyo
interior se ve un mundo ideal en lugar de la estresante
civilización (Renault Laguna), no es una ventana al
paraíso, es un coche confortable y acogedor. Pero hay que
entenderlo así para negociar ese significado y poderlo
aceptar, porque el mensaje primero se rechazaría
automáticamente, no es creíble. En cualquier caso,
ese significado neto que queda finalmente, el que sea, ha de
enfrentarse a la realidad que el individuo conoce para determinar
su aceptación o rechazo, su aceptación parcial, o
la duda acerca de su veracidad.
Es claro que la realidad vence ante la publicidad en
cuanto a la influencia que ejerce sobre la manera en que las
personas interpretan el mundo y viven en él. Nadie cabal
esperará conquistar a una dama por usar tal marca de
desodorante, ni abrigará esperanzas de saborear la
aventura al fumar Camel. Porque conoce por experiencia que las
cosas no son así. En todo caso, antes de probar un
producto, sí puede fantasear e imaginar de éste las
mil maravillas; pero si su consumo no le proporciona la
satisfacción esperada, seguro que
cambiará el concepto que
tiene del producto y lo adecuará a la realidad.
Marlboro encarna una serie de valores diferentes: "La
marca para el hombre
independiente que labora a la intemperie, recio, la persona que
tiene criterio propio, que es autónoma y que sabe lo que
quiere". Pero lo más destacado es que el posicionamiento
de Marlboro está configurado más por el perfil del
consumidor
(solamente cierto tipo de hombre fuma
Marlboro) que por los beneficios explícitos del producto.
Los deseos que satisface están ligados a la
autoimagen.
(David Arnold, en "Cómo gestionar una
marca")
El hombre de Marlboro, como se le llamó, fue un
éxito inmediato. Los adultos jóvenes e inseguros
buscaron la marca porque deseaban ser tan fríos, serenos y
seguros de
sí como aquel cowboy. Y además deseaban ser duros y
libres.
(William Meyers, en "Los creadores de imagen)
La publicidad de Marlboro sí puede ser la del
cowboy, y lo es. Pero la
personalidad del consumidor de cigarrillos Marlboro no puede
ser la del solitario feliz y rudo vaquero americano si todo tipo
de gente -incluidos homosexuales, señoritas y
beneficiarios del Imserso- fuma dicha marca. Asociar Marlboro al
cowboy es vincular la marca a su publicidad; pero de ahí a
considerar que dicha asociación -universal- manifiesta el
motivo de compra y consumo del gran público, hay un buen e
insalvable trecho.
Se puede argumentar que este tipo de asociaciones
actúa en un estadio inconsciente de la estructura
mental humana, que la publicidad produce sus mayores efectos por
debajo del nivel consciente. En ese caso, cualquier mensaje
sería creíble: cualquiera, pues el inconsciente
parece no percatarse de la disonancia existente entre la
publicidad de Marlboro y su realidad social; es más,
según esto, prefiere creer la ficción de la
publicidad.
De cualquier forma, si la influencia de la publicidad se
produce de manera inconsciente, también la influencia del
entorno social ha de producirse de esta forma. Sería
pueril considerar que solamente la publicidad tiene acceso al
inconsciente. Todas las asociaciones que se puedan hacer
-consciente e inconscientemente- entre un producto o marca y las
imágenes de su publicidad son nada en
comparación con las que permite establecer la realidad no
publicitaria.
David Arnold considera -aunque sin datos
empíricos a su favor- que "ni siquiera los mismos
consumidores son conscientes de la naturaleza de su
relación con una marca, en muchos casos porque las razones
subyacen en el inconsciente" y que "la percepción de
imagen de marca subyace en el inconsciente". Si el Hombre
Marlboro resultara tan atractivo a nivel inconsciente como
sotiene este autor, sólo habría que publicitar
todas las marcas y
productos con personajes y escenarios del lejano
Oeste.
El Hombre Marlboro, además de encender un
cigarrillo en cada spot publicitario, también lleva un
sombrero, un caballo, unas botas de piel, un
pañuelo en el cuello, una manta y una soga. La
asociación que se produjo entre el cowboy y Marlboro, que
tanto incidió en las ventas de estos cigarrillos,
¿acaso favoreció también el consumo de
pañuelos y botas de piel por parte de los fumadores que
expresaban -inconscientemente- su forma de ser a través de
lo que habían aprendido viendo publicidad?
La contratación de tiempo y espacios
publicitarios requiere una muy considerable inversión de
dinero que no debe desperdiciarse. Actualmente, hay una cantidad
enorme de propuestas publicitarias que asaltan diaria e
incesantemente a cada individuo. Y todavía es mayor el
número de marcas y productos que se exhiben en
público y, por tanto, consiguen publicidad y crean imagen;
porque cuando esos productos y marcas aparecen reconocibles en
programas de
televisión
o películas de cine, se habla de "publicidad encubierta",
y la única razón de ello es que hay un anunciante
detrás, aunque algunas veces pueda no haberlo.
Hay quien prefiere utilizar el concepto de ruido para
referirse a este bombardeo publicitario -cifrado en torno a los
300.000 mensajes percibidos por persona y año-, el cual
impide a los anunciantes alcanzar los niveles de visibilidad
pública que quisieran.
La audiencia de un soporte o medio -en un lugar y tiempo
concretos- equivale al total de personas que perciben los
estímulos difundidos por ese medio o soporte. Los mensajes
publicitarios difundidos mediáticamente tienen una
audiencia, que se corresponde, en el mejor de los casos, con la
del soporte donde se insertan. En este sentido, y para
rentabilizar al máximo la inversión en medios, los
mensajes habrán de estar orientados hacia esa audiencia
concreta, considerando sus gustos y necesidades; claro que ni los
perfiles de audiencia que declaran los diferentes soportes se
concretan lo suficiente como para convertir la
comunicación de masas en otra más personal o
íntima -y, en consecuencia, persuasiva-, ni los soportes
tienen una audiencia homogénea en cuanto a preferencias y
hábitos de consumo en general.
En cualquier caso, puesto que no existen soportes con
una audiencia idónea, hay que determinar los más
adecuados para la difusión de cada pieza publicitaria, por
lo que habrá que predefinir un público objetivo o
target al que tratar de alcanzar: los consumidores potenciales
del producto o marca objeto de publicidad, y preferentemente -por
limitaciones presupuestarias- aquellos cuya intensidad de consumo
sea mayor. Pero ¿quiénes son los consumidores
potenciales, o a través de qué soportes son
accesibles publicitariamente?
Marçal Moliné asegura que "no faltan
estudios sobre los consumidores que pueden convertirse en
target", y define target como "comprador final, fuente de
negocio, o el que va a pagar". ¿Significa esto que es
posible que una investigación prediga quiénes
consumirán un producto y quiénes no? Moliné
habla de "posibilidad", de quienes pueden convertirse en
compradores. Desde luego, quienes tienen capacidad adquisitiva
suficiente tienen la potencialidad de ser compradores; por tanto,
si tales estudios se limitan a descubrir a estas personas,
serán poco o nada útiles, porque el target para la
mayoría de los productos sería la población entera.
Cabe suponer, pues, que esos estudios localizan a
quienes pagarán por los productos que tengan una
publicidad de cierta calidad; de lo contrario, o sobraría
esa publicidad porque el nivel de demanda de los
productos sería el mismo aun sin éstos anunciarse,
o sobrarían esos estudios dada su incapacidad de
solucionar problemas de
determinación de target. Pero ¿acaso es posible
predecir quién consumirá cada producto, cada nuevo
producto?
No existen diferencias objetivables entre los
compradores/consumidores de televisores Panasonic, Grundig,
Philips y Thomson; seguramente la mayoría de los que tiene
dos o más aparatos receptores en casa, tiene
también marcas diferentes. Es bien difícil que haya
(o se puedan llevar a cabo) estudios científicamente
válidos, y cuyos resultados faciliten la tarea del
profesional publicitario, que determinen quiénes pueden
convertirse en consumidores de cualesquiera productos y marcas, y
quiénes no.
Sobre este respecto -explica León-, "debe
destacarse que la investigación publicitaria actual, en
cualquiera de sus vertientes, apenas tiene en cuenta unos
criterios mínimos de validez y fiabilidad para certificar
sus conclusiones. Contrastan los grandes presupuestos
dedicados a la investigación con la falta de inquietudes
científicas, al menos en lo que a investigación
publicitaria comercial se refiere".
Para el caso (hipotético) del Fiat Brava,
Moliné desaconseja un target tipo "mujeres entre 25 y 40
años, de clases
sociales media y media-alta, y de hábitat urbano": lo
considera "demasiado vago". ¿Demasiado vago excluir a los
hombres como potenciales compradores del Fiat Brava? Sin duda,
caso de establecer la comunicación publicitaria
exclusivamente con ese target, se perderían copiosos
ingresos.
¿Y aún prefiere Moliné precisar más
el target?
Un ejemplo real. Antaño, los cigarrillos Marlboro
pasaron por las más diversas mezclas de
tabaco y
presentaciones tratando de no extinguirse del mercado, pero sin
éxito comercial. En la actualidad se expenden en
más de veinte modalidades de presentación en todo
el mundo para adaptarse a las preferencias locales, pero los
cigarrillos que hoy conocemos se (re)concibieron en 1954 para los
recién iniciados en el consumo de tabaco, para un
público masculino joven que adolecía de falta de
autoconfianza y buscaba su identidad en
el mundo. ¿Cabe suponer que la planificación de medios persiguiera ese
target o uno similar?
Si el éxito de Marlboro se debió
fundamentalmente a su comunicación pública
(colores,
diseño del paquete, publicidad…) y no tanto al producto
en sí, lo cierto es que insistiendo en su estilo de
comunicación -supuestamente dirigida y planificada
mediáticamente para un grupo extremadamente reducido de
consumidores-, llegó a ser número uno en el mundo;
y, lógicamente, no porque fueran exclusivamente adolescentes
quienes fumaran Marlboro.
Si para la creación y planificación
publicitarias se consideró un target, esto no
incidió en los resultados comerciales: no los
limitó. Todos, pequeños y grandes, hombres y
mujeres, con identidad en el mundo o sin ella, fumaron Marlboro.
¿Hubiese preferido la gerencia de
Philip Morris haber establecido el contacto publicitario
sólo con ese target tan ilógico y poco
próspero que planteó?
Precisar demasiado un target, dos o más, implica
iniciar una búsqueda de soportes con audiencias lo
más parecidas al target propuesto, y se corre el riesgo
de, por esa concreción desmedida, desatender buena parte
de consumidores potenciales, lo cual puede traducirse en una
rentabilidad menor para la inversión, pues los soportes
con mayor audiencia (y, casi necesariamente, menor homogeneidad
de ésta) tienen un coste por impacto publicitario
más bajo. Hay que ser realistas en cuanto al mercado
actual y potencial que tiene un producto.
Billorou advierte, además, que el target no debe
ser sólo el comprador final, sino también aquellas
personas que deciden la compra o la influencian de alguna forma
(audiencia subobjetivo); son los casos de compra de inmuebles,
vehículos, mobiliario para el hogar,
electrodomésticos de uso familiar (TV, vídeo,
equipo de música,
parabólica…), vacaciones organizadas, ordenadores
personales, etcétera. Sobre este aspecto, merecen especial
mención los "líderes de opinión", que son
aquellas personas percibidas por el grupo como conocerdoras o
expertas en temas particulares y ejercen sobre éste gran
influencia, pues se presentan como una fuente de
información apropiada.
Siempre habrá quienes, por falta de recursos
económicos, por sus características personales
(sexo, edad,
minusvalías…) o por otros motivos e impedimentos, no
podrán comprar o consumir un producto o cierto tipo de
productos. Aún así, persuadirlos de que el consumo
de tal marca o producto concretos conviene frente al resto de la
oferta,
obrará en favor de la empresa
anunciante si estos individuos llegan a comunicarse con otros que
sí están en disposición de comprar o
consumir esos productos y marcas.
La manifestación de deseo hacia un producto por
parte de quienes no tienen capacidad adquisitiva suficiente, hace
aumentar el valor social del producto en cuestión gracias
a ese aprecio que le tienen quienes no pueden comprarlo. Al igual
que ocurre en la Bolsa, el deseo generalizado hacia algo hace que
aumente su cotización.
Del conjunto total de consumidores potenciales de un
producto o marca, evidentemente, hay unas características
en sus integrantes que superan porcentualmente a otras (edad,
nivel de ingresos, sexo, estatus, hábitat, rasgos de
personalidad,
hábitos, estilos de vida, etcétera). Y dichas
características, según qué casos, consiguen
agrupar a estos individuos de manera ventajosa para el
profesional publicitario, facilitando su acceso y guiando el
estilo y la forma de comunicación.
El target publicitario teóricamente más
aconsejable, suponiendo un presupuesto
limitado o la imposibilidad de alcanzar a todos los consumidores
potenciales, vendría dado por el grupo más numeroso
de ese conjunto total de potenciales consumidores cuyos costes de
acceso y persuasión consiguieran el máximo de
beneficios para una inversión viable, un grupo que
habría de ser afín respecto al consumo del producto
anunciado. Asimismo, tendrían que considerarse
también los objetivos empresariales del
anunciante.
Pero como no es factible establecer ese target perfecto,
en la práctica hay que trabajar principalmente con
intuición y sentidos común y crítico -y
cuantos datos estadísticos y empíricos haya-,
ponderando cada una de las variables
relevantes para la determinación del perfil del target y
controlables para el acceso a éste. Esto es así
porque se conocen las necesidades del anunciante y el presupuesto
máximo que está dispuesto a invertir en publicidad,
así como el coste de alcanzar a ciertos grupos de la
población; pero, aunque se intuye, se ignora el coste de
persuadir a los diferentes receptores de la comunicación
publicitaria y, lo que es peor aún, se desconoce
quiénes conforman exactamente el universo de
potenciales consumidores.
Existen programas informáticos de
optimización de la inversión publicitaria con los
que esta tarea se simplifica enormemente: basta con asignar pesos
a las diferentes variables que definen el target y establecer el
presupuesto máximo invertible en medios. El ordenador
determinará, consultando su base de datos,
cuáles son los soportes óptimos para cada caso
concreto, considerando las duplicaciones entre soportes, el
rendimiento marginal de cada añadido en la
inversión hasta superar el presupuesto disponible, la
cobertura alcanzada, los costes por mil impactos y por mil
individuos, la frecuencia media, la cobertura ponderada, los
GRP's y la eficacia del plan.
El problema fundamental en la determinación del
target es conocer las variables controlables que mejor explican
la conducta de compra, las cuales, por supuesto,
dependerán del tipo de producto de que se trate. Por lo
general, las variables con que los medios describen sus
audiencias son de tipo demográfico y
socioeconómico: sexo, edad, hábitat y/o
región, rol familiar, estado civil y
clase social. Por lo tanto, será conveniente que las
variables que caractericen al target coincidan con las que
utilizan los medios y soportes en la elaboración y
posterior presentación de los perfiles de sus audiencias.
De cualquier forma, cualesquiera otros datos referidos al mercado
potencial de un producto (estilos de vida, hábitos,
actitudes…) servirán para determinar otras oportunidades
y posibles acciones
paralelas de comunicación, así como para crear
mensajes mejor adaptados a su público. La
investigación -caso de llevarse a cabo o existir ya y
aún vigente- o la intuición serán las que
determinen el target publicitario preferente: aquella
porción de la población donde se agrupan las
mayores posibilidades de negocio.
Probablemente no sea necesario hacer aquí cita
alguna: hay demasiados autores y profesionales que defienden el
valor de las marcas por encima -o a expensas incluso- de los
propios productos. Las marcas, es innegable, tienen un valor
importantísimo para el consumidor, pero éstas no
sustituyen a los productos. Las marcas en sí no pueden ser
objeto de transferencia comercial.
Lo que se comercializa son, por un lado y generalmente,
productos y servicios -con
y sin marca-, y por otro, derechos sobre una
denominación comercial (marca registrada) y empresas,
negocios. Las
marcas acompañan a los productos y los dotan o no de
atractivo según la valoración que el consumidor
haga de la marca en cuestión, pero nunca las marcas suplen
íntegramente a los productos en una operación de
compraventa. Esto es imposible. Las marcas, como señales
que son, necesitan de un soporte con entidad física para existir:
una señal no puede serlo sin que una materialidad la
exprese. En el sector servicios, la marca acompaña
igualmente a la prestación contratada, pero no ya en forma
de objeto mismo, sino como identificación de la
procedencia del servicio
prestado. En cualquier caso, aquí tampoco es posible
comprar únicamente una marca, porque el intercambio
quedaría incompleto al no recibir nada a
cambio.
Todas las marcas, también las mejores del mundo,
en definitiva son productos, productos que identifican su
procedencia o a su fabricante. En 1985 Coca-Cola endulzó
el sabor de su refresco; alteró el producto sin variar la
marca, y se encontró con el rechazo frontal de los
consumidores: la compañía recibió cientos de
miles de cartas y llamadas
telefónicas exigiendo volver a la vieja fórmula.
Tres meses después se recuperó el sabor tradicional
de Coca-Cola bajo la denominación de Coca-Cola Classic. Se
estima que la compañía perdió
aproximadamente cuatro millones de dólares en aquella
operación de marketing.
Si la marca es importante, el producto quizá lo
sea aún más. BMW, Sony, Levi's, IBM y Kodak son
grandes marcas, sí. Pero productos de hace dos
décadas de estas marcas serían detestables para el
consumidor de hoy. Entre las marcas y los consumidores no hay una
relación puramente afectiva a través de la cual
éstos se expresan como personas. Conducir un Mercedes,
más que un orgullo y una exhibición de clase, puede
suponer un bochorno espantoso según el modelo de que
se trate y el estado de
éste. Lo mismo pasaría con un traje Yves Saint
Laurent deteriorado hasta lo haraposo. Ambos productos tienen la
misma marca que los que se pueden ver actualmente en las tiendas
más exclusivas, pero ni mucho menos su valor es
comparable.
Es el momento, pues, de revisar aquellos textos -no
pocos- sobre los efectos de la publicidad en los que se asegura
que los consumidores se identifican con las marcas y viven un
sinfín de experiencias harto satisfactorias gracias a
ellas. De esto ser así, Coca-Cola -puesto que la marca
había permanecido intacta- no tendría por
qué haber fracasado en su intento por acercarse al gusto
dulzón de Pepsi (con mejores resultados en tests ciegos de
sabor) ni el resto de grandes marcas tendría que adoptar
en sus productos los avances
tecnológicos y las nuevas tendencias en moda y
diseño. La relación de las personas con las marcas
no es tan espiritual y sublime como defienden algunos autores,
sino que es mucho más sana, lógica y normal. Esta
relación debe entenderse desde el punto de vista de marcas
ligadas necesariamente a productos, pues la realidad se presenta
de esta manera. Así pues, dependiendo en cada caso de las
demás características del producto de que se trate,
la marca de éstos orientará, no sólo al
consumidor sino a las personas en general, sobre su presunta
calidad y su precio
originales.
Pretender llegar más lejos de aquí en la
significación de las marcas probablemente
conllevaría caer en muchos de los inconvenientes y errores
que supone generalizar, universalizar al tratar un
tema.
Autor:
Esfingenegra