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Enviado por esfingenegra28



    Indice
    1.
    Descripción

    2. Los objetivos del anunciante: ventas
    versus premios de publicidad

    3. Objetivos de
    comunicación: eficacia

    4. La realidad frente al contenido del
    mensaje


    6. Nadie compra marcas

    1.
    Descripción

    Como consecuencia del contexto en el que la publicidad se
    mueve hoy en día, el anunciante se enfrenta a un descenso
    en la eficacia de sus
    prácticas comunicativas. El exceso de información y la superficialidad con que
    los anuncios son atendidos, así como el desconocimiento de
    las causas que explican la percepción
    y la valoración que el espectador hace de la marca,
    justifican, entre otras cosas, la elaboración de este
    texto para la
    toma de
    decisiones que resulten eficaces.

    Se ofrece al lector un marco íntegro de las
    relaciones entre la eficacia publicitaria y el comportamiento del
    consumidor en sus modos de procesar la publicidad, así
    como también se exponen aquellas recomendaciones que
    fundamentan el diseño
    de las estrategias
    publicitarias con mayores probabilidades de éxito.

    En definitiva, este libro permite
    conocer los conceptos que actualmente ocupan los primeros lugares
    de la discusión científica y profesional y
    participar de las nuevas líneas de debate sobre
    eficacia en publicidad marcadas por el Marketing
    Science Institute.

    eficacia s.f. Cualidad de eficaz

    eficaz adj. Que actúa satisfactoriamente o es
    adecuado para producir un determinado efecto.

    El problema de la eficacia publicitaria se plantea
    cuando dos o más anunciantes persiguen unos objetivos
    (efectos) diferentes con su publicidad. Por tanto, qué
    efectos puede -o debe- pedírsele a la publicidad
    comercial? La publicidad, ante todo, representa una inversión de dinero que,
    dentro de la lógica
    empresarial que debe gobernar en toda actividad comercial, debe
    ser justificada mediante un posterior beneficio económico
    derivado de sus efectos.

    La eficacia publicitaria, a diferencia de lo que trata
    de establecer la inmensa mayoría de autores (Ortega
    Martínez, Martín Armario, Billorou…), no depende
    de los objetivos planteados; pues si así fuera, para
    alcanzarla bastaría asignar unos objetivos nada
    difíciles, y obviamente esto no debe ser así.
    Permitir que el propio anunciante señale los objetivos de
    la
    comunicación publicitaria implica que decida a su
    antojo el principio y el final de la eficacia de cualquier
    campaña. Los objetivos del anunciante no pueden determinar
    la eficacia publicitaria si entendemos ésta como la
    eficacia de la inversión publicitaria, ya que el objeto de
    toda inversión es su rentabilidad.

    El hecho de que la publicidad sea una forma de comunicación no legitima que sólo
    deba plantearse objetivos de este tipo, ya que una
    comunicación técnicamente perfecta entre emisor y
    receptor no necesariamente ha de contribuir al beneficio
    económico del anunciante. Medir la eficacia de la
    publicidad en términos exclusivamente comunicacionales
    (informar de la aparición de un nuevo producto en el
    mercado, advertir
    de una promoción especial, detallar unas características funcionales, explicar
    nuevos usos, etcétera) no ayuda a establecer el
    rendimiento económico de la inversión
    realizada.

    La eficacia publicitaria, como la eficacia de la
    gestión
    empresarial, es una cuestión de rentabilidad en el
    tiempo: tanto
    se invierte, tanto esa inversión produce en tanto tiempo.
    Dada una inversión (publicitaria o no), cualquier
    añadido a ésta que tarde o temprano cristalice en
    beneficios es rentable, es eficaz. Así, la eficacia
    máxima corresponderá a aquella fracción de
    la inversión que haya conseguido la rentabilidad
    más alta en el plazo más breve. Los tests de
    áreas (o zonas de prueba) proporcionan toda la
    información necesaria para evaluar el potencial comercial
    de una determinada campaña en comparación con otras
    y con ninguna (grupo de
    control), y con
    estos datos puede
    conocerse o estimarse la rentabilidad de una campaña o, lo
    que es lo mismo, su eficacia. La cosa es bien simple.

    Pero no para todas las campañas se realizan
    pruebas de
    este tipo; es más, sistemáticamente tiende a no
    hacerse para ninguna. El problema, pues, se agrava. Pero a falta
    de cifras reales, de datos empíricos acerca de los
    resultados comerciales de una campaña, la solución
    la presta la intuición razonada: cada pieza o campaña
    publicitaria habrá de ser evaluada y calificada
    considerando sus puntos fuertes y débiles, e intuyendo su
    rendimiento comercial diferencial con respecto a otras
    alternativas posibles (en cuanto a mensajes, estrategias,
    herramientas…) para ese mismo producto o
    marca.

    Así, llegamos a una doble manera de entender la
    eficacia publicitaria. Por un lado, la eficacia la determina la
    rentabilidad económica de una campaña: la
    campaña A de un producto es mejor que la campaña B
    de un competidor porque la primera consigue una rentabilidad de
    la inversión publicitaria por encima del 80% frente al 60%
    de la segunda.

    Pero por otro lado, la eficacia de una campaña
    viene dada por el grado de perfección de ésta, es
    decir, por la dificultad o imposibilidad de mejorarla y mejorar
    así sus resultados comerciales. Volviendo al ejemplo
    anterior: se puede estimar que la campaña A presenta
    numerosas deficiencias y que habría formas de mejorar su
    rentabilidad en un 200%, sin embargo la campaña B es
    presumiblemente inmejorable. El problema que se plantea ahora es
    el de concretar el efecto (u objetivo) que
    persigue la publicidad según la definición de
    eficacia contemplada: máxima rentabilidad de la
    inversión o máxima calidad
    publicitaria. O lo que sería mejor aún, la
    combinación óptima de ambas.

    Yendo un poco más lejos, para ser más
    justos y al mismo tiempo reconocer el esfuerzo del profesional
    publicitario, podemos terminar de rizar el rizo considerando una
    tercera y última variable más: el grado de
    dificultad que ha sido superado para satisfacer los objetivos de
    rentabilidad y calidad publicitarias mencionados. De tal modo
    que, finalmente, la eficacia publicitaria vendrá
    determinada en función de
    su rentabilidad comercial en el tiempo, de su proximidad a la
    perfección intuida y del grado de dificultad superado para
    conseguir esa rentabilidad y ese acercamiento a la máxima
    calidad publicitaria.

    Por desgracia, vemos que para evaluar la eficacia
    publicitaria se hace preciso recurrir a la subjetividad de un
    jurado, con lo cual se corre el riesgo de
    convertir los Premios EFI'97 a la Eficacia de la
    Comunicación Comercial en un Festival más de
    Creatividad
    Publicitaria. Esperemos que esto no suceda

    2. Los objetivos del
    anunciante: ventas versus
    premios de publicidad

    Es habitual compartir un rato entre amigos y escuchar a
    alguien que comenta lo bueno que es -o le ha parecido- tal
    anuncio. Se refiere a que le ha gustado el anuncio, no a querer
    comprar el producto anunciado.

    Algo similar ocurre con los festivales y premios de
    publicidad. Cuando lo lógico sería no presentar las
    piezas de publicidad sino las cifras de venta o, mejor
    aún, los resultados de los tests de áreas, y
    premiar al verdadero ganador en función del tipo de
    producto anunciado, se hace casi lo contrario: se premia la
    publicidad más espectacular, divertida (en Cannes 96 se
    impuso la de corte humorístico o con chascarrillo),
    original, o aquella que ha trabajado una idea al gusto del
    jurado.

    Incluso hay agencias de publicidad (y tras ellas,
    anunciantes) que preparan piezas de publicidad con
    vocación netamente "festivalesca" -truchos o, según
    Lorente, prototipos inexistentes-; y puesto que la
    difusión mediática es requisito imprescindible para
    participar en dichos certámenes, se publicita una o dos
    veces cada pieza, y listo. Lo peor es que esa publicidad es la
    que se lleva el premio, porque no ha tenido que vender
    ningún producto, nadie ha tenido que comprar nada. Si esa
    publicidad era buena y por eso se premió,
    ¿qué sentido tiene limitar su difusión
    mediática a lo estrictamente necesario para participar en
    un festival de publicidad? Félix Muñoz ya lo
    advierte: "en un festival se valora más la originalidad
    que la eficacia".

    Después hay quienes, premio en mano, se
    vanaglorian de los éxitos cosechados; "éxitos" que
    se hacen extensivos a toda la agencia donde trabajan y que se
    utilizan como reclamo para ganar nuevos clientes y
    mantener otros. Mas no se sabe por qué (seguramente ocurre
    por la ignorancia supina y el despiste de muchos), pero hay
    anunciantes que valoran positivamente esos premios y quienes -a
    juicio del autor de este texto- los detentan.

    Es cierto, claro está, que ganar premios y que se
    difunda periodísticamente la noticia consigue publicidad
    para la agencia, el anunciante y la misma publicidad premiada.
    Obviamente esto es ventajoso para todos ellos, y como trabajo de
    relaciones
    públicas tiene todo el mérito. Pero no hay que
    confundir premios y buena publicidad. Lo que realmente premia a
    la publicidad y a sus creadores son los beneficios que obtiene el
    anunciante a través de las ventas propiciadas por
    ésta.

    Y no se trata de detectar los truchos que participan en
    estos festivales y penalizarlos, como pretendió
    Joaquín Lorente en el Festival de Cannes 96 del que
    formó parte como jurado. Trucho o no, cada pieza
    publicitaria debe ser calificada intuyendo su rendimiento
    comercial diferencial con respecto a otros mensajes posibles para
    ese mismo producto o marca, considerando sus puntos fuertes y
    débiles: la buena publicidad es la que vende más
    que las demás.

    Luis Bassat, en su Libro rojo de la publicidad, titula
    un epígrafe "La publicidad que gusta vende más", y
    justifica esta aseveración aportando datos sobre una
    investigación al respecto llevada a cabo
    por la agencia publicitaria estadounidense J. Walter Thompson.
    Realmente, los resultados obtenidos no arrojan una mayor venta
    para los productos cuya
    publicidad gusta, sino un cambio de
    actitud en
    favor del producto anunciado con una publicidad considerada
    atractiva, lo cual difiere sustancialmente con el título
    del epígrafe.

    Sin cuestionar la validez de la investigación en
    cuanto a su rigor científico, queda sin conocerse las
    dimensiones de actitud consideradas, así como la magnitud
    del cambio producido, lo cual descubriría el valor real del
    experimento. En cualquier caso, los resultados obtenidos fueron
    los siguientes:

    Un 8,2% de los que se mostraban "neutrales" ante el
    gusto hacia la publicidad modificaron positivamente sus actitudes
    hacia el producto anunciado. Un 9,5% de quienes "les gustaba
    bastante" también lo hicieron así. Y la cifra
    llegó al 16,2% para los entusiastas, los cuales
    reconocieron que esa publicidad "les gustaba muchísimo".
    (Sólo un 3% de los encuestados se manifestó en
    contra del anuncio).

    3. Objetivos de
    comunicación: eficacia

    El anunciante que decide hacer publicidad y pagar por
    ello pretende conseguir beneficios por encima de la
    inversión realizada y rentabilizarla al máximo.
    Asesorado o no por el profesional publicitario,
    establecerá unos objetivos realistas de
    comunicación, es decir: informar sobre la aparición
    de un nuevo producto en el mercado, advertir de una
    promoción especial, seducir mediante una
    presentación atractiva del producto, persuadir apelando a
    la razón, estar presente en la mente de los receptores,
    etcétera.

    Si la publicidad es una forma de comunicación,
    los objetivos que ha de plantearse serán, evidentemente,
    objetivos de comunicación. Pero no se trata solamente de
    que los receptores perciban los mensajes publicitarios tal cual
    pretende el emisor: una buena publicidad no es únicamente
    una comunicación técnicamente perfecta (teoría
    matemática
    de la comunicación) ni una transmisión de ideas
    absolutamente nítida y fiel. El receptor puede entender
    perfectamente el mensaje y no ver su comportamiento
    influido por éste -y acaso, tampoco, sus actitudes-, bien
    por carecer de recursos
    económicos suficientes, por no interesarle el producto
    anunciado, por no dar credibilidad al anunciante, o bien porque
    el mensaje difundido no es el adecuado o persigue metas
    inalcanzables.

    La comunicación publicitaria ha de promover un
    comportamiento por parte de los consumidores que justifique el
    gasto realizado. No basta comunicar o informar si ello no deriva
    en consecuencias lucrativas para el anunciante. ¿Objetivos
    de comunicación? Sí, pero capaces de provocar una
    respuesta de consumo que
    produzca beneficios; porque si los objetivos de
    comunicación se satisfacen sin conseguir provecho
    económico alguno, habrá que cuestionar la
    oportunidad de la publicidad o la pertinencia de las propuestas
    publicitarias.

    4. La realidad frente al
    contenido del mensaje

    Para comprender los efectos que produce la publicidad,
    basta con aislarla del resto de fuentes de
    información y analizar la influencia que tiene o puede
    tener sobre el público en comparación con el resto
    de experiencias sensibles.

    Valga, pues, la distinción entre, por un lado,
    publicidad y, por otro: mundo, vida, experiencia, cultura,
    sociedad
    todo aquello que no es publicidad.

    La publicidad es una fuente de información para
    el individuo como lo es, también, el mundo y sus
    experiencias personales en la vida. Acerca del mundo y de las
    cosas, cada cual tiene su punto de vista y su juicio, y
    éste se forma conciliando diversas informaciones y
    experiencias referidas a cada objeto, situación, persona o idea en
    cuestión. Así, la influencia de la publicidad sobre
    las percepciones, creencias, juicios y valores de los
    individuos, caso de producirse, ha de hacerlo superando la de la
    influencia de la experiencia previa de éstos en el mundo,
    la cual ha configurado su persona(lidad).

    La publicidad normal no permite la experiencia directa
    con el producto sino de forma vicaria u observacional, o mediante
    información; y en su función moldeadora de las
    personas -o de sus hábitos de consumo, que son
    también parte de las personas-, pierde efectividad en
    comparación con la experiencia real con el producto, que
    es mucho más confiable y genera actitudes más
    firmes y consistentes con la conducta.

    Conocido, además, el carácter
    interesado y manipulador de la publicidad, el individuo
    procurará protegerse de su influencia,
    consiguiéndolo en alguna medida como lo demuestran las
    diferentes investigaciones.
    Aun sin contar con esto último, mientras que el individuo
    percibe y experimenta -aprehende- en el entorno real durante toda
    su vida, la presencia de la publicidad apenas representa una
    minúscula parte de ésta. La publicidad -como el
    cine– en
    muchos casos presenta personajes y escenas de ficción
    ajenos a lo más o menos conocido y posible en la
    cotidianidad; y en la medida que el individuo sea capaz de
    detectar esa irrealidad, rechazará tales informaciones
    como explicadoras del mundo y de las cosas: podrán ser
    entretenimiento, ocio, diversión, pero no parte de la
    realidad.

    Cada nueva información entrante -publicidad o no-
    se negocia con la ya existente en los esquemas cognitivos de la
    persona para darle cabida en éstos o rechazarla;
    así, se mantiene un equilibrio en
    cuanto a la interpretación del mundo (teoría de la
    disonancia cognitiva). Y en este sentido, es poco probable que se
    acepte la realidad que presenta la publicidad para un producto
    concreto si
    ésta difiere sustancialmente de la que se manifiesta de
    hecho en el mundo.

    Quienes conducen un Renault Clío no son JASP
    (Jóvenes, aunque sobradamente preparados): hay muchos
    adultos, con y sin preparación, que también lo
    hacen. Locos y cuerdos beben Pepsi. Don Limpio no hace
    resplandecer la casa como en el anuncio. Y los hijos no se
    santifican por llevar a casa una Telepizza. Esto es obvio. Y
    quien crea lo contrario precisa de ayuda médica,
    psiquiátrica.

    Los mensajes publicitarios no se descodifican de forma
    literal y objetiva, no: se interpretan. El coche desde cuyo
    interior se ve un mundo ideal en lugar de la estresante
    civilización (Renault Laguna), no es una ventana al
    paraíso, es un coche confortable y acogedor. Pero hay que
    entenderlo así para negociar ese significado y poderlo
    aceptar, porque el mensaje primero se rechazaría
    automáticamente, no es creíble. En cualquier caso,
    ese significado neto que queda finalmente, el que sea, ha de
    enfrentarse a la realidad que el individuo conoce para determinar
    su aceptación o rechazo, su aceptación parcial, o
    la duda acerca de su veracidad.

    Es claro que la realidad vence ante la publicidad en
    cuanto a la influencia que ejerce sobre la manera en que las
    personas interpretan el mundo y viven en él. Nadie cabal
    esperará conquistar a una dama por usar tal marca de
    desodorante, ni abrigará esperanzas de saborear la
    aventura al fumar Camel. Porque conoce por experiencia que las
    cosas no son así. En todo caso, antes de probar un
    producto, sí puede fantasear e imaginar de éste las
    mil maravillas; pero si su consumo no le proporciona la
    satisfacción esperada, seguro que
    cambiará el concepto que
    tiene del producto y lo adecuará a la realidad.

    Marlboro encarna una serie de valores diferentes: "La
    marca para el hombre
    independiente que labora a la intemperie, recio, la persona que
    tiene criterio propio, que es autónoma y que sabe lo que
    quiere". Pero lo más destacado es que el posicionamiento
    de Marlboro está configurado más por el perfil del
    consumidor
    (solamente cierto tipo de hombre fuma
    Marlboro) que por los beneficios explícitos del producto.
    Los deseos que satisface están ligados a la
    autoimagen.

    (David Arnold, en "Cómo gestionar una
    marca")

    El hombre de Marlboro, como se le llamó, fue un
    éxito inmediato. Los adultos jóvenes e inseguros
    buscaron la marca porque deseaban ser tan fríos, serenos y
    seguros de
    sí como aquel cowboy. Y además deseaban ser duros y
    libres.

    (William Meyers, en "Los creadores de imagen)

    La publicidad de Marlboro sí puede ser la del
    cowboy, y lo es. Pero la
    personalidad del consumidor de cigarrillos Marlboro no puede
    ser la del solitario feliz y rudo vaquero americano si todo tipo
    de gente -incluidos homosexuales, señoritas y
    beneficiarios del Imserso- fuma dicha marca. Asociar Marlboro al
    cowboy es vincular la marca a su publicidad; pero de ahí a
    considerar que dicha asociación -universal- manifiesta el
    motivo de compra y consumo del gran público, hay un buen e
    insalvable trecho.

    Se puede argumentar que este tipo de asociaciones
    actúa en un estadio inconsciente de la estructura
    mental humana, que la publicidad produce sus mayores efectos por
    debajo del nivel consciente. En ese caso, cualquier mensaje
    sería creíble: cualquiera, pues el inconsciente
    parece no percatarse de la disonancia existente entre la
    publicidad de Marlboro y su realidad social; es más,
    según esto, prefiere creer la ficción de la
    publicidad.

    De cualquier forma, si la influencia de la publicidad se
    produce de manera inconsciente, también la influencia del
    entorno social ha de producirse de esta forma. Sería
    pueril considerar que solamente la publicidad tiene acceso al
    inconsciente. Todas las asociaciones que se puedan hacer
    -consciente e inconscientemente- entre un producto o marca y las
    imágenes de su publicidad son nada en
    comparación con las que permite establecer la realidad no
    publicitaria.

    David Arnold considera -aunque sin datos
    empíricos a su favor- que "ni siquiera los mismos
    consumidores son conscientes de la naturaleza de su
    relación con una marca, en muchos casos porque las razones
    subyacen en el inconsciente" y que "la percepción de
    imagen de marca subyace en el inconsciente". Si el Hombre
    Marlboro resultara tan atractivo a nivel inconsciente como
    sotiene este autor, sólo habría que publicitar
    todas las marcas y
    productos con personajes y escenarios del lejano
    Oeste.

    El Hombre Marlboro, además de encender un
    cigarrillo en cada spot publicitario, también lleva un
    sombrero, un caballo, unas botas de piel, un
    pañuelo en el cuello, una manta y una soga. La
    asociación que se produjo entre el cowboy y Marlboro, que
    tanto incidió en las ventas de estos cigarrillos,
    ¿acaso favoreció también el consumo de
    pañuelos y botas de piel por parte de los fumadores que
    expresaban -inconscientemente- su forma de ser a través de
    lo que habían aprendido viendo publicidad?

    5. Audiencia y
    target

    La contratación de tiempo y espacios
    publicitarios requiere una muy considerable inversión de
    dinero que no debe desperdiciarse. Actualmente, hay una cantidad
    enorme de propuestas publicitarias que asaltan diaria e
    incesantemente a cada individuo. Y todavía es mayor el
    número de marcas y productos que se exhiben en
    público y, por tanto, consiguen publicidad y crean imagen;
    porque cuando esos productos y marcas aparecen reconocibles en
    programas de
    televisión
    o películas de cine, se habla de "publicidad encubierta",
    y la única razón de ello es que hay un anunciante
    detrás, aunque algunas veces pueda no haberlo.

    Hay quien prefiere utilizar el concepto de ruido para
    referirse a este bombardeo publicitario -cifrado en torno a los
    300.000 mensajes percibidos por persona y año-, el cual
    impide a los anunciantes alcanzar los niveles de visibilidad
    pública que quisieran.

    La audiencia de un soporte o medio -en un lugar y tiempo
    concretos- equivale al total de personas que perciben los
    estímulos difundidos por ese medio o soporte. Los mensajes
    publicitarios difundidos mediáticamente tienen una
    audiencia, que se corresponde, en el mejor de los casos, con la
    del soporte donde se insertan. En este sentido, y para
    rentabilizar al máximo la inversión en medios, los
    mensajes habrán de estar orientados hacia esa audiencia
    concreta, considerando sus gustos y necesidades; claro que ni los
    perfiles de audiencia que declaran los diferentes soportes se
    concretan lo suficiente como para convertir la
    comunicación de masas en otra más personal o
    íntima -y, en consecuencia, persuasiva-, ni los soportes
    tienen una audiencia homogénea en cuanto a preferencias y
    hábitos de consumo en general.

    En cualquier caso, puesto que no existen soportes con
    una audiencia idónea, hay que determinar los más
    adecuados para la difusión de cada pieza publicitaria, por
    lo que habrá que predefinir un público objetivo o
    target al que tratar de alcanzar: los consumidores potenciales
    del producto o marca objeto de publicidad, y preferentemente -por
    limitaciones presupuestarias- aquellos cuya intensidad de consumo
    sea mayor. Pero ¿quiénes son los consumidores
    potenciales, o a través de qué soportes son
    accesibles publicitariamente?

    Marçal Moliné asegura que "no faltan
    estudios sobre los consumidores que pueden convertirse en
    target", y define target como "comprador final, fuente de
    negocio, o el que va a pagar". ¿Significa esto que es
    posible que una investigación prediga quiénes
    consumirán un producto y quiénes no? Moliné
    habla de "posibilidad", de quienes pueden convertirse en
    compradores. Desde luego, quienes tienen capacidad adquisitiva
    suficiente tienen la potencialidad de ser compradores; por tanto,
    si tales estudios se limitan a descubrir a estas personas,
    serán poco o nada útiles, porque el target para la
    mayoría de los productos sería la población entera.

    Cabe suponer, pues, que esos estudios localizan a
    quienes pagarán por los productos que tengan una
    publicidad de cierta calidad; de lo contrario, o sobraría
    esa publicidad porque el nivel de demanda de los
    productos sería el mismo aun sin éstos anunciarse,
    o sobrarían esos estudios dada su incapacidad de
    solucionar problemas de
    determinación de target. Pero ¿acaso es posible
    predecir quién consumirá cada producto, cada nuevo
    producto?

    No existen diferencias objetivables entre los
    compradores/consumidores de televisores Panasonic, Grundig,
    Philips y Thomson; seguramente la mayoría de los que tiene
    dos o más aparatos receptores en casa, tiene
    también marcas diferentes. Es bien difícil que haya
    (o se puedan llevar a cabo) estudios científicamente
    válidos, y cuyos resultados faciliten la tarea del
    profesional publicitario, que determinen quiénes pueden
    convertirse en consumidores de cualesquiera productos y marcas, y
    quiénes no.

    Sobre este respecto -explica León-, "debe
    destacarse que la investigación publicitaria actual, en
    cualquiera de sus vertientes, apenas tiene en cuenta unos
    criterios mínimos de validez y fiabilidad para certificar
    sus conclusiones. Contrastan los grandes presupuestos
    dedicados a la investigación con la falta de inquietudes
    científicas, al menos en lo que a investigación
    publicitaria comercial se refiere".

    Para el caso (hipotético) del Fiat Brava,
    Moliné desaconseja un target tipo "mujeres entre 25 y 40
    años, de clases
    sociales media y media-alta, y de hábitat urbano": lo
    considera "demasiado vago". ¿Demasiado vago excluir a los
    hombres como potenciales compradores del Fiat Brava? Sin duda,
    caso de establecer la comunicación publicitaria
    exclusivamente con ese target, se perderían copiosos
    ingresos.
    ¿Y aún prefiere Moliné precisar más
    el target?

    Un ejemplo real. Antaño, los cigarrillos Marlboro
    pasaron por las más diversas mezclas de
    tabaco y
    presentaciones tratando de no extinguirse del mercado, pero sin
    éxito comercial. En la actualidad se expenden en
    más de veinte modalidades de presentación en todo
    el mundo para adaptarse a las preferencias locales, pero los
    cigarrillos que hoy conocemos se (re)concibieron en 1954 para los
    recién iniciados en el consumo de tabaco, para un
    público masculino joven que adolecía de falta de
    autoconfianza y buscaba su identidad en
    el mundo. ¿Cabe suponer que la planificación de medios persiguiera ese
    target o uno similar?

    Si el éxito de Marlboro se debió
    fundamentalmente a su comunicación pública
    (colores,
    diseño del paquete, publicidad…) y no tanto al producto
    en sí, lo cierto es que insistiendo en su estilo de
    comunicación -supuestamente dirigida y planificada
    mediáticamente para un grupo extremadamente reducido de
    consumidores-, llegó a ser número uno en el mundo;
    y, lógicamente, no porque fueran exclusivamente adolescentes
    quienes fumaran Marlboro.

    Si para la creación y planificación
    publicitarias se consideró un target, esto no
    incidió en los resultados comerciales: no los
    limitó. Todos, pequeños y grandes, hombres y
    mujeres, con identidad en el mundo o sin ella, fumaron Marlboro.
    ¿Hubiese preferido la gerencia de
    Philip Morris haber establecido el contacto publicitario
    sólo con ese target tan ilógico y poco
    próspero que planteó?

    Precisar demasiado un target, dos o más, implica
    iniciar una búsqueda de soportes con audiencias lo
    más parecidas al target propuesto, y se corre el riesgo
    de, por esa concreción desmedida, desatender buena parte
    de consumidores potenciales, lo cual puede traducirse en una
    rentabilidad menor para la inversión, pues los soportes
    con mayor audiencia (y, casi necesariamente, menor homogeneidad
    de ésta) tienen un coste por impacto publicitario
    más bajo. Hay que ser realistas en cuanto al mercado
    actual y potencial que tiene un producto.

    Billorou advierte, además, que el target no debe
    ser sólo el comprador final, sino también aquellas
    personas que deciden la compra o la influencian de alguna forma
    (audiencia subobjetivo); son los casos de compra de inmuebles,
    vehículos, mobiliario para el hogar,
    electrodomésticos de uso familiar (TV, vídeo,
    equipo de música,
    parabólica…), vacaciones organizadas, ordenadores
    personales, etcétera. Sobre este aspecto, merecen especial
    mención los "líderes de opinión", que son
    aquellas personas percibidas por el grupo como conocerdoras o
    expertas en temas particulares y ejercen sobre éste gran
    influencia, pues se presentan como una fuente de
    información apropiada.

    Siempre habrá quienes, por falta de recursos
    económicos, por sus características personales
    (sexo, edad,
    minusvalías…) o por otros motivos e impedimentos, no
    podrán comprar o consumir un producto o cierto tipo de
    productos. Aún así, persuadirlos de que el consumo
    de tal marca o producto concretos conviene frente al resto de la
    oferta,
    obrará en favor de la empresa
    anunciante si estos individuos llegan a comunicarse con otros que
    sí están en disposición de comprar o
    consumir esos productos y marcas.

    La manifestación de deseo hacia un producto por
    parte de quienes no tienen capacidad adquisitiva suficiente, hace
    aumentar el valor social del producto en cuestión gracias
    a ese aprecio que le tienen quienes no pueden comprarlo. Al igual
    que ocurre en la Bolsa, el deseo generalizado hacia algo hace que
    aumente su cotización.

    Del conjunto total de consumidores potenciales de un
    producto o marca, evidentemente, hay unas características
    en sus integrantes que superan porcentualmente a otras (edad,
    nivel de ingresos, sexo, estatus, hábitat, rasgos de
    personalidad,
    hábitos, estilos de vida, etcétera). Y dichas
    características, según qué casos, consiguen
    agrupar a estos individuos de manera ventajosa para el
    profesional publicitario, facilitando su acceso y guiando el
    estilo y la forma de comunicación.

    El target publicitario teóricamente más
    aconsejable, suponiendo un presupuesto
    limitado o la imposibilidad de alcanzar a todos los consumidores
    potenciales, vendría dado por el grupo más numeroso
    de ese conjunto total de potenciales consumidores cuyos costes de
    acceso y persuasión consiguieran el máximo de
    beneficios para una inversión viable, un grupo que
    habría de ser afín respecto al consumo del producto
    anunciado. Asimismo, tendrían que considerarse
    también los objetivos empresariales del
    anunciante.

    Pero como no es factible establecer ese target perfecto,
    en la práctica hay que trabajar principalmente con
    intuición y sentidos común y crítico -y
    cuantos datos estadísticos y empíricos haya-,
    ponderando cada una de las variables
    relevantes para la determinación del perfil del target y
    controlables para el acceso a éste. Esto es así
    porque se conocen las necesidades del anunciante y el presupuesto
    máximo que está dispuesto a invertir en publicidad,
    así como el coste de alcanzar a ciertos grupos de la
    población; pero, aunque se intuye, se ignora el coste de
    persuadir a los diferentes receptores de la comunicación
    publicitaria y, lo que es peor aún, se desconoce
    quiénes conforman exactamente el universo de
    potenciales consumidores.

    Existen programas informáticos de
    optimización de la inversión publicitaria con los
    que esta tarea se simplifica enormemente: basta con asignar pesos
    a las diferentes variables que definen el target y establecer el
    presupuesto máximo invertible en medios. El ordenador
    determinará, consultando su base de datos,
    cuáles son los soportes óptimos para cada caso
    concreto, considerando las duplicaciones entre soportes, el
    rendimiento marginal de cada añadido en la
    inversión hasta superar el presupuesto disponible, la
    cobertura alcanzada, los costes por mil impactos y por mil
    individuos, la frecuencia media, la cobertura ponderada, los
    GRP's y la eficacia del plan.

    El problema fundamental en la determinación del
    target es conocer las variables controlables que mejor explican
    la conducta de compra, las cuales, por supuesto,
    dependerán del tipo de producto de que se trate. Por lo
    general, las variables con que los medios describen sus
    audiencias son de tipo demográfico y
    socioeconómico: sexo, edad, hábitat y/o
    región, rol familiar, estado civil y
    clase social. Por lo tanto, será conveniente que las
    variables que caractericen al target coincidan con las que
    utilizan los medios y soportes en la elaboración y
    posterior presentación de los perfiles de sus audiencias.
    De cualquier forma, cualesquiera otros datos referidos al mercado
    potencial de un producto (estilos de vida, hábitos,
    actitudes…) servirán para determinar otras oportunidades
    y posibles acciones
    paralelas de comunicación, así como para crear
    mensajes mejor adaptados a su público. La
    investigación -caso de llevarse a cabo o existir ya y
    aún vigente- o la intuición serán las que
    determinen el target publicitario preferente: aquella
    porción de la población donde se agrupan las
    mayores posibilidades de negocio.

    6. Nadie compra
    marcas

    Probablemente no sea necesario hacer aquí cita
    alguna: hay demasiados autores y profesionales que defienden el
    valor de las marcas por encima -o a expensas incluso- de los
    propios productos. Las marcas, es innegable, tienen un valor
    importantísimo para el consumidor, pero éstas no
    sustituyen a los productos. Las marcas en sí no pueden ser
    objeto de transferencia comercial.

    Lo que se comercializa son, por un lado y generalmente,
    productos y servicios -con
    y sin marca-, y por otro, derechos sobre una
    denominación comercial (marca registrada) y empresas,
    negocios. Las
    marcas acompañan a los productos y los dotan o no de
    atractivo según la valoración que el consumidor
    haga de la marca en cuestión, pero nunca las marcas suplen
    íntegramente a los productos en una operación de
    compraventa. Esto es imposible. Las marcas, como señales
    que son, necesitan de un soporte con entidad física para existir:
    una señal no puede serlo sin que una materialidad la
    exprese. En el sector servicios, la marca acompaña
    igualmente a la prestación contratada, pero no ya en forma
    de objeto mismo, sino como identificación de la
    procedencia del servicio
    prestado. En cualquier caso, aquí tampoco es posible
    comprar únicamente una marca, porque el intercambio
    quedaría incompleto al no recibir nada a
    cambio.

    Todas las marcas, también las mejores del mundo,
    en definitiva son productos, productos que identifican su
    procedencia o a su fabricante. En 1985 Coca-Cola endulzó
    el sabor de su refresco; alteró el producto sin variar la
    marca, y se encontró con el rechazo frontal de los
    consumidores: la compañía recibió cientos de
    miles de cartas y llamadas
    telefónicas exigiendo volver a la vieja fórmula.
    Tres meses después se recuperó el sabor tradicional
    de Coca-Cola bajo la denominación de Coca-Cola Classic. Se
    estima que la compañía perdió
    aproximadamente cuatro millones de dólares en aquella
    operación de marketing.

    Si la marca es importante, el producto quizá lo
    sea aún más. BMW, Sony, Levi's, IBM y Kodak son
    grandes marcas, sí. Pero productos de hace dos
    décadas de estas marcas serían detestables para el
    consumidor de hoy. Entre las marcas y los consumidores no hay una
    relación puramente afectiva a través de la cual
    éstos se expresan como personas. Conducir un Mercedes,
    más que un orgullo y una exhibición de clase, puede
    suponer un bochorno espantoso según el modelo de que
    se trate y el estado de
    éste. Lo mismo pasaría con un traje Yves Saint
    Laurent deteriorado hasta lo haraposo. Ambos productos tienen la
    misma marca que los que se pueden ver actualmente en las tiendas
    más exclusivas, pero ni mucho menos su valor es
    comparable.

    Es el momento, pues, de revisar aquellos textos -no
    pocos- sobre los efectos de la publicidad en los que se asegura
    que los consumidores se identifican con las marcas y viven un
    sinfín de experiencias harto satisfactorias gracias a
    ellas. De esto ser así, Coca-Cola -puesto que la marca
    había permanecido intacta- no tendría por
    qué haber fracasado en su intento por acercarse al gusto
    dulzón de Pepsi (con mejores resultados en tests ciegos de
    sabor) ni el resto de grandes marcas tendría que adoptar
    en sus productos los avances
    tecnológicos y las nuevas tendencias en moda y
    diseño. La relación de las personas con las marcas
    no es tan espiritual y sublime como defienden algunos autores,
    sino que es mucho más sana, lógica y normal. Esta
    relación debe entenderse desde el punto de vista de marcas
    ligadas necesariamente a productos, pues la realidad se presenta
    de esta manera. Así pues, dependiendo en cada caso de las
    demás características del producto de que se trate,
    la marca de éstos orientará, no sólo al
    consumidor sino a las personas en general, sobre su presunta
    calidad y su precio
    originales.

    Pretender llegar más lejos de aquí en la
    significación de las marcas probablemente
    conllevaría caer en muchos de los inconvenientes y errores
    que supone generalizar, universalizar al tratar un
    tema.

     

     

     

     

    Autor:

    Esfingenegra

     

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