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Consolidación y Crisis de Representación




Enviado por fgarcia



    1. Crisis y cambios en el sistema
      de representación
    2. Los factores económicos
      de la crisis
    3. El agotamiento de las
      tradiciones políticas y la crisis de
      identidades
    4. Crisis del Estado
      ampliado
    5. Una aproximación a los
      nuevos liderazgos
    6. El nuevo estilo de
      representación: Neopopulismo
    7. ¿Pueden los nuevos
      líderes consolidar las
      instituciones?

    Hace pocos años, en el contexto del debate sobre
    la evolución de la pobreza en el
    país, el entonces presidente Carlos S. Menem
    sorprendió a propios y extraños con esta frase: "el
    plan
    económico me lo dicta Dios". Ante las lógicas
    reacciones de la oposición y algunos obispos, el
    presidente, respaldado esta vez por sus ministros,
    ratificó la mística encarnación de lo divino
    en sus actos y decisiones de gobierno. Al poco
    tiempo, y tras
    una serie de encontronazos verbales, el asunto pareció
    quedar en el olvido. ¿Fue sólo otro "desliz"
    presidencial, un episodio divertido pero políticamente
    irrelevante o, por el contrario, esta presentación como
    "mandatario de Dios" expresa la voluntad de encarnar una autoridad
    trascendente, de legitimar el poder en un
    principio indiscutible?
    Téngase en cuenta que no fue éste un episodio
    aislado: Menem ha
    demostrado una afición crónica por este tipo de
    expresiones. Y que tampoco es ésta una "manía"
    exclusivamente presidencial: los líderes que lograron
    cierta popularidad de 1989 a esta parte, curiosamente un
    período marcado por la desconfianza de la gente hacia los
    partidos y la política en general,
    comparten esa "vocación soberana" y recurren
    frecuentemente a gestos de ribetes mágicos. Los nuevos
    líderes peronistas como Ramón
    Ortega, Carlos Reutemann y José Escobar, los ex militares
    que lideran nuevos partidos (Domingo Bussi, Roberto Ulloa,
    José Ruiz Palacios y Aldo Rico), incluso algunos
    radicales, como Horacio Massaccesi, gustan de presentarse como
    hombres providenciales guiados por designios sobrehumanos, por lo
    tanto infalibles e inobjetables.
    ¿Existe alguna relación entre su éxito
    electoral y esos gestos y expresiones? A modo de hipótesis podemos arriesgar que
    precisamente ellos les permiten diferenciarse de la
    desprestigiada clase política tradicional
    y ser tenidos como los únicos capaces de superar la
    gravísima crisis
    económica y estatal en curso durante los últimos
    años, generando en torno de
    sí vínculos de identificación y
    consentimiento originales. Aquella asombrosa sentencia
    presidencial vendría a ser, entonces, la expresión
    hiperbólica de una peculiar forma de concebir la
    política, y en particular la representación
    política, hoy en boga, que tiene base en la confianza y
    autoridad que
    inspiran figuras personalistas y ejecutivistas. A partir de esta
    hipótesis,
    intentaremos reconstruir el proceso que
    lleva de la crisis de las identidades heredadas, la
    frustración del electorado y el descrédito de
    quienes encabezaron la transición democrática,
    desencadenados en 1989, a la emergencia de estos "nuevos
    liderazgos", para luego comparar su estilo de
    representación con el caudillismo
    populista tradicional y proponer algunos interrogantes respecto
    de las consecuencias de estos cambios en la vida política.
    Para ello, es conveniente advertirlo desde ya, deberemos tomar
    distancia tanto del exitismo y la pretendida necesariedad que
    envuelve a esos líderes, como de su contraparte, las
    visiones mefistofélicas atadas a la "desilusión
    democrática" en la que, precisamente, aquellos se
    originan.

    Crisis y cambios en
    el sistema de
    representación

    El año de 1989 significó el cierre de la
    transición y la parcial frustración de la
    expectativa que albergaran sus protagonistas de romper con el
    pasado y poner las bases de una democracia de
    partidos estable. Ello se evidenció en la
    reaparición de una serie de problemas que,
    desde 1983 y hasta entonces, se había creído,
    injustificadamente por cierto, nuestro sistema
    político había superado. Entre estos problemas
    figura el ya clásico de la representación, que una
    vez más se constituyó en referencia obligada en
    todo tipo de análisis: votantes y políticos
    decepcionados, periodistas y analistas sorprendidos por
    acontecimientos inesperados, todo el mundo se refería
    ahora a este asunto, en cuanta oportunidad se le presentaba y
    para explicar o justificar las cuestiones más diversas.
    Con todo, se estaban refiriendo a un mismo conjunto de
    fenómenos: el abismo creciente entre las opiniones e
    intereses de la gente y las instituciones
    políticas, la muy baja estima en que se
    tenía a los políticos y la política, y en
    especial a los procedimientos
    partidarios para seleccionar candidatos y tomar decisiones y a
    cierta sensación general de que las expectativas
    depositadas en los representantes habían sido, y
    volverían a ser una y otra vez, defraudadas.
    Aunque existe acuerdo general acerca de la gravedad de este
    desapego entre representantes y representados, encontramos que
    difieren enormemente las explicaciones sobre sus causas y
    consecuencias, planteándose una cantidad de interrogantes
    al respecto: ¿en qué medida esos sentimientos de
    frustración y desconfianza dan lugar a la
    despolitización de la sociedad?,
    ¿implican un deterioro de los valores
    democráticos, la extinción de la
    participación y de las identidades partidarias?,
    ¿suponen un reclamo de mayor transparencia o exigencias de
    eficiencia y
    autoridad?, ¿es éste un fenómeno electoral y
    coyuntural o el emergente de transformaciones estructurales de
    largo aliento? y, por último, ¿1989 significa un
    regreso a la situación previa a 1983, abre una nueva etapa
    de la democratización entonces iniciada o es el punto de
    partida de un proceso de
    otro tipo?
    Para encarar estas cuestiones es conveniente tener en cuenta,
    ante todo, que nuestra crisis de representación es
    sólo un caso más, y por cierto no el más
    extremo, de una tendencia general que afecta prácticamente
    a todo el mundo (Dahrendorf, 1990; Pecaut y Sorj, 1991) y que es
    particularmente intensa en América
    latina. A fines de los 80, el curso de los procesos de
    transición y estabilización institucional en esta
    región se vio profundamente alterado: los partidos hasta
    entonces mayoritarios fueron derrotados en las elecciones y su
    credibilidad quedó muy debilitada; la crisis social y
    económica despertó sentimientos de
    frustración y decepción hacia las instituciones
    políticas y la demanda de
    libertades de los primeros años fue remplazada por una
    demanda de
    eficacia,
    autoridad y "más gobierno"; y, lo
    que más nos interesa aquí, esa situación
    favoreció la emergencia de liderazgos personalistas que
    recibieron amplias prerrogativas y desplazaron a las dirigencias
    tradicionales: los casos más notables han sido los de
    Fujimori y Collor de Melo, aunque podría incluirse en esta
    categoría a otros presidentes, como Salinas de Gortari, y
    a infinidad de líderes locales y regionales.
    Como consecuencia de todo esto, el optimismo que hasta entonces
    había animado los estudios sobre la transición
    pareció agotarse y la crisis de representación se
    convirtió en el principal foco de atención. Se intuyó que la brecha
    que se abría entre la política y la sociedad
    podría desembocar en situaciones de ingobernabilidad,
    violencia e
    incluso en el derrumbe de las aún débiles
    instituciones de la democracia.
    Por otro lado, la emergencia inesperada de nuevos líderes
    se interpretó como indicio de la situación de
    disponibilidad en que habrían caído amplios
    sectores cuyas identidades tradicionales se habían
    disgregado y como un anuncio de cambios profundos en los sistemas de
    partidos y las articulaciones
    entre éstos y la sociedad. Ello motivó el replanteo
    del problema del populismo,1 y
    sembró nuevas dudas tanto sobre la viabilidad de la
    democracia en nuestros países como sobre las vías
    más adecuadas para lograr la ansiada consolidación
    institucional: ¿la delegación de la suma del
    poder a
    figuras de corte populista que prometían resolver la
    crisis no nos retrotraía a la situación vivida en
    la región décadas atrás, alejándonos
    por lo tanto de la meta de
    consolidar un régimen auténticamente
    democrático, representativo y pluralista?
    La pertinencia de la pregunta para el caso argentino salta a la
    vista, pero antes de introducirnos en el intrincado laberinto que
    ella nos plantea, conviene examinar detenidamente el terreno y el
    tipo de problemas involucrados. Ellos nos son, en gran parte,
    desconocidos: pese a que nadie ignora que desde 1989 vienen
    produciéndose grandes cambios en nuestro país y
    que, como dijimos, la temática de la crisis de
    representación se ha difundido ampliamente, ni el impacto
    del fenómeno menemista en el peronismo y el
    sistema político en general, ni los efectos de la
    hiperinflación y las reformas posteriores en la cultura
    política han sido aún suficientemente estudiados. Y
    poco sabemos sobre las consecuencias de las terribles tensiones a
    que fueron sometidos los grupos
    sociales y las provincias periféricas durante estos
    años. Mucho de lo que se dice, además, está
    demasiado teñido por las expectativas frustradas de 1983 o
    por las expectativas abiertas en 1989. Sin ánimo de
    resolver estas cuestiones, revisaremos a continuación las
    explicaciones disponibles sobre los distintos componentes de la
    crisis, para, a partir de ellas, componer una visión lo
    más amplia posible del asunto.

    Los factores
    económicos de la crisis

    La crisis política se ha asociado en nuestro
    país, principalmente, a la agudización de los
    problemas económicos registrada desde 1987. Esta
    habría sido determinante tanto en la frustración de
    las expectativas depositadas en la transición
    democrática como en la decepción respecto de los
    líderes y partidos que la habían encabezado. El
    déficit fiscal, la
    recesión y la inflación habrían actuado como
    disolventes de las lealtades que se venían consolidando
    desde 1983 y que se esperaba perdurarían durante "cien
    años de democracia". La caída en desgracia de
    Raúl Alfonsín, derrotado en los comicios de 1987 y
    1989, el inesperado revés del renovador Antonio Cafiero
    ante Carlos Menem en las internas del Partido Justicialista en
    1988, y otras sorpresas electorales, como el éxito
    meteórico de nuevos partidos provinciales, destruyeron esa
    ilusión. Y pusieron en evidencia el rechazo de la gente
    hacia quienes habían fundado su popularidad en un programa de
    democratización y consolidación partidaria e
    institucional muy amplio, pero se mostraban incapaces de proveer
    a sus electores satisfacciones concretas inmediatas, en especial
    en el terreno económico.
    Refrendaría esta explicación el hecho de que los
    cambios en las preferencias políticas se correspondieron
    con una repentina pérdida de interés de
    la población por la consolidación
    institucional y la democratización, urgida ahora por
    nuevos y alarmantes problemas: todas las encuestas de
    la época registran que los temas
    político-institucionales (derechos humanos,
    democratización de la Justicia,
    la
    educación y los sindicatos,
    reforma constitucional) fueron desplazados de la atención de la opinión
    pública por problemas socio-económicos
    (inflación, bajos salarios,
    desocupación, etc.). Dahrendorf ha
    explicado cómo la legitimidad de los gobiernos de la
    transición, en un principio superavitaria gracias al bajo
    nivel de demandas económicas y de seguridad,
    rápidamente deja de serlo cuando ellas comienzan a
    aumentar, impulsadas por las crecientes dificultades y la
    desorganización de la sociedad. Cuando la legitimidad pasa
    a ser un bien escaso, surgen los problemas de
    representación, y si los gobiernos no reaccionan, como
    sucede en la mayor parte de los países latinoamericanos
    (Torre, 1991), el descrédito pronto acaba con ellos. La
    explicación cabe perfectamente para el caso argentino,
    donde las instituciones democráticas debieron enfrentar la
    crisis económica y social más profunda de las
    últimas décadas cuando aún no se
    habían consolidado.
    Ahora bien, sin desconocer la relevancia de estos factores,
    conviene advertir las limitaciones de una explicación
    basada exclusivamente en ellos: simplifica la relación
    entre satisfacción de demandas y actitudes
    políticas,2 ignorando la fragmentación y
    reagregación de identidades, la opción por valores y
    otras cuestiones fundamentales;3 por lo tanto, no puede captar
    adecuadamente los problemas de representación en un
    momento en que los "esquemas de reconocimiento" (Paramio, 1993) y
    las mismas identidades de los actores se descomponen y son
    remplazadas por otras nuevas. Siguiendo a Torre, cabría
    decir que lo que debilitó a los gobernantes argentinos, al
    igual que a otros en Latinoamérica, más que la gravedad
    de la crisis económica fue su incapacidad para formar una
    mayoría que respaldara políticas de reforma para
    enfrentarla. Como tampoco podían volver a una
    situación anterior, se sumieron en el inmovilismo y la
    confusión, alentando la desafección de los
    ciudadanos. Esto afectó a las instituciones y más
    fuertemente aun a los actores políticos que las
    sostenían, puesto que crecía la incertidumbre sobre
    su capacidad para gobernar la sociedad, al tiempo que se
    fragmentaban y desorganizaban.
    El problema con las explicaciones economicistas, además,
    es que, como consideran la representación un mero proceso
    de expresión de intereses particulares, suponen que su
    crisis afecta a los sectores que no logran que sus intereses sean
    mediados en forma transparente, cuyos mandatos fueron
    "traicionados". Y esperan, o bien la emergencia de una demanda de
    participación y el apoyo a una alternativa que garantice
    mayor fidelidad del poder político a los "intereses
    reales" de los representados o bien, o también, la
    despolitización y desactivación de los
    decepcionados. En nuestro caso encontramos, sin embargo, junto a
    ciertos fenómenos de este tipo, otros que no responden a
    esta lógica
    y que por lo tanto no pueden explicarse con estos criterios: los
    que cambian su voto no son necesaria ni únicamente los
    damnificados por el gobierno anterior o por el ajuste y muchos
    parecen votar contra sus "intereses inmediatos", apoyando
    reformas que afectan sus derechos adquiridos, porque
    descreen de los políticos y las políticas
    tradicionales (por ejemplo, los despedidos de la administración
    pública y las empresas
    privatizadas que siguen votando a quienes han actuado como sus
    verdugos). Tal vez por ello no se produjo la tantas veces
    anunciada dispersión de votos peronistas como resultado
    del ajuste aplicado desde 1989.

    El agotamiento de
    las tradiciones políticas y la crisis de
    identidades

    En segundo lugar la crisis aparece asociada a cierto
    agotamiento de las tradiciones políticas nacionales: el
    desajuste entre lo esperado y lo efectivamente realizado por los
    primeros gobiernos democráticos (el nacional y los
    provinciales) no sólo correspondería atribuirlo a
    la crisis económica y a las transformaciones en curso en
    el modelo de
    acumulación social, a las que se ha referido Nun (1987),
    sino también al modelo
    tradicional de acción partidaria y gestión
    pública, cuyos rasgos fundamentales eran un cierto tipo de
    clientelismo y caudillismo. Los
    partidos mayoritarios no fueron capaces de adaptar sus
    comportamientos y costumbres con los que ya habían
    fracasado en otras oportunidades, a una coyuntura particularmente
    complicada. Mucho menos supieron dar respuestas adecuadas a las
    transformaciones producidas en los años previos en la
    sociedad
    civil, la economía, el Estado y el
    contexto internacional. Quedaron entonces atrapados en el fuego
    cruzado de los mandatos que se derivaban de sus tradiciones,
    todas ellas más o menos populistas, y las demandas y
    presiones de los distintos grupos de
    interés, que trataban de acelerar, desviar
    o detener la reconversión económica y estatal. Se
    generó de este modo una creciente confusión e
    inmovilismo en ellos, adoptando posturas ambiguas cuando no
    contradictorias ante la crisis de las redes de distribución social y del modelo
    proteccionista, las privatizaciones, el papel del
    mercado y otros
    asuntos de fundamental importancia. Los tibios intentos de
    reforma impulsados por alfonsinistas y renovadores no lograron
    superar esta confusión, tal vez porque no pudieron
    convencer a la sociedad, ni a sus propios seguidores, de la
    necesidad de los cambios. Y todo esto afectó la
    efectividad y luego la legitimidad de los gobiernos encabezados
    por ellos, y en particular a sus partidos, naufragando su
    proyectado fortalecimiento como instrumentos confiables para la
    mediación de demandas y la toma de
    decisiones.
    Existen muchos indicios del efecto disolvente de esta crisis
    sobre las identidades heredadas: las encuestas
    hablan de una baja disposición a participar en cualquier
    actividad política y de un abrupta disminución de
    la confianza y el sentido de pertenencia a los partidos, y se
    registran altos porcentajes de votantes independientes,
    indecisos, votos en blanco y abstenciones en las últimas
    elecciones.4 Esto es considerado generalmente como
    expresión de la indiferencia e indefinición del
    electorado y su desconfianza en lo que dicen los
    "políticos profesionales", originada en la
    sensación de que los que resulten electos harán
    más lo que les convenga a ellos, a sus jefes o a los
    grupos de
    poder que los respaldan, o lo que les parezca más correcto
    de acuerdo a las circunstancias, que lo que hayan prometido o
    establezcan sus programas. En
    suma, estaríamos ante un amplio proceso de
    desafección, despolitización y retiro a la vida
    privada de los ciudadanos (Paramio, 1993).
    Curiosamente, esto es acompañado por el traspaso de la
    confianza a líderes carismáticos relativamente
    autonomizados de sus partidos y sus tradiciones, como Menem o
    Massaccesi, o que carecen de antecedentes partidarios (ex jueces
    como Piotti, militares como Bussi, Rico, Ulloa y Ruiz Palacios,
    etc.), e incluso de cualquier antecedente político
    (artistas como Ortega, deportistas como Reutemann o empresarios
    exitosos como el ex gobernador sanjuanino Escobar). Según
    una opinión extendida, ellos estarían más
    aggiornados y se adaptarían mejor a las actuales
    circunstancias que los dirigentes tradicionales; son capaces de
    "hacer lo que hay que hacer" y terminar con el statu quo,
    asumiendo el pragmatismo
    más extremo como ideología aun a riesgo de
    agudizar la crisis de los partidos y las identidades heredadas,
    desactivando de paso las polaridades sobre las que se
    venía asentando la competencia
    política (peronismo-antiperonismo, liberalismonacionalismo,
    etc.), que habrían perdido toda validez.5 Y por eso los
    electores los prefieren. Esta versión de los hechos es,
    como puede imaginarse, la preferida por esos líderes a la
    mode, pues exagera sus virtudes y da por cierta su supuesta
    superación de los vicios del estilo tradicional de hacer
    política, denostado como populista, demagógico y
    clientelista, ocultando que ellos también participan de la
    "cultura"
    populista e incluso refuerzan muchos de sus rasgos autoritarios.
    En cambio, desde
    una posición crítica, se considera la confianza
    casi ciega que se deposita en ellos como una reacción
    antipolítica de los electores, producto de la
    desesperación y la combinación de un deseo de
    "castigar" a los políticos tradicionales con
    identificaciones emocionales e irracionales,6 que naturalmente
    tenderán a desaparecer cuando mejore la situación.
    Pero, ¿la crisis de liderazgos que hasta poco antes
    parecían muy sólidos, como los de Alfonsín y
    Cafiero a nivel nacional, Riera y Chebaia en Tucumán,
    León y Bittel en el Chaco, para citar sólo algunos
    casos, es sólo un fenómeno coyuntural?, ¿el
    apoyo logrado por militares lanzados a la política expresa
    simplemente un momentáneo rebrote autoritario, un "voto
    castigo"? Por último, ¿basta para explicar los
    éxitos electorales de 1991 y 1993 de Menem, Ortega o
    Reutemann la referencia a estrategias
    manipulatorias de base emotiva o a la estabilidad
    económica lograda tras la hiperinflación?
    Nuevamente, el problema es que se maneja una noción muy
    limitada de la representación y su crisis. Digamos ante
    todo que las adhesiones recogidas por los nuevos líderes
    demuestran lo inadecuado del diagnóstico de la despolitización de
    la sociedad y la desarticulación entre ella y el sistema
    político: tras el primer momento de desafección y
    fragmentación de identidades, los sectores que quedaron en
    disponibilidad fueron incluidos en nuevos vínculos de
    consentimiento e identificación. Dicha
    rearticulación fue el resultado de las estrategias
    representativas de estos líderes, que interpelaron a los
    grupos disponibles, resignificando los componentes disgregados de
    sus identidades y tradiciones en crisis. Esto explica que, en
    ocasiones, los que votan a los nuevos partidos y figuras
    carecieran hasta entonces de afinidad ideológica o de
    intereses con ellos: es común encontrar que electores
    alfonsinistas, renovadores o incluso de izquierda votan ahora a
    Bussi, Ruiz Palacios o Rico. Que los que votan a Menem en 1991 y
    1993 lo hacen con argumentos opuestos a los que los movieron a
    votarlo en 1989. Y también que muchos vean en esos
    personajes alternativas de renovación del sistema
    político, consolidación de las instituciones e
    incluso de democratización: la circunstancia de la crisis
    y su hábil diferenciación de los políticos
    tradicionales les permite canalizar el reclamo de autoridad y de
    recuperación de la eficacia de lo
    político, la apuesta por una "nueva política",
    combinando valores y
    principios
    republicanos, liberales y populistas e invocando el bien
    común frente a los intereses particulares.
    Como dijimos más arriba, la constitución de identidades es siempre
    parte fundamental de los procesos
    representativos y con mayor razón lo es durante una crisis
    tan profunda como la que hemos vivido: dado que en ella los
    intereses e identidades preexistentes se disgregan, surge la
    necesidad de reemplazarlos; muchos se incorporan entonces a
    vínculos políticos que niegan o redefinen los que
    solían ser sus reclamos. De modo que lo que antes era
    "representativo" ya no lo es, porque lo que buscaba ser
    representado ya no existe. Desde esta perspectiva se comprende
    que los reclamos no satisfechos que se manifiestan al comienzo de
    la crisis sean disueltos al fracturarse los vínculos
    políticos tradicionales o sean resignificados en las
    estrategias representativas de los nuevos actores; que
    éstos puedan construir identificaciones en forma
    relativamente independiente de la atención de aquellas
    demandas y que lo que es representado tras la crisis no pueda
    explicarse a partir de lo que era representado con anterioridad a
    ella.
    Por último encontramos que, contra lo que se esperaba, la
    demanda implícita en el apoyo a esos líderes no
    consiste en un incremento de la participación, el
    cumplimiento de compromisos o fidelidad a intereses particulares,
    sino todo lo contrario: se refuerza la delegación, la
    confianza en el representante, a quien se reclama mayor
    ejecutividad y centralización del poder. Pero, ¿no
    es acaso ésta una forma de "representar"? El carácter
    representativo de este "nuevo animal político"
    (O’Donnell, 1992) se constata en el hecho de que, a
    raíz de la crisis de las identidades tradicionales, los
    lazos de pertenencia y los comportamientos rutinarios a ellas
    asociados, se colocó en el centro de la actividad
    política la rearticulación entre los electores y
    los elegidos, inicialmente distorsionada por el clima de
    emergencia pero definitivamente asentada en las opiniones de los
    votantes. Otro problema es que los ciudadanos no compartan
    aún una gran cultura cívica ni muchos valores de
    los que enorgullecerse, que muchos estén coercionados por
    una situación de extrema necesidad y que los beneficiarios
    de esta "nueva política" hayan sido figuras en
    consecuencia. Mientras en el punto anterior se planteaba una
    oposición entre 1989 y 1983 (el tiempo de las
    instituciones vs. el tiempo de la economía), desde esta
    perspectiva, ¿no hay acaso cierta continuidad entre la
    "política de ciudadanos" (Paramio, 1991) que intentara
    instalar Alfonsín en el país y la "nueva
    política" menemista?7

    Cambios en el sistema de mediación y
    videopolítica

    En tercer lugar se señala que, en los
    últimos años, los partidos han perdido
    gravitación frente a otras formas de mediación y
    producción de imágenes,
    como son los medios masivos
    de comunicación, fundamentalmente la
    televisión. No es que los partidos utilicen los
    medios para
    publicitar su discurso y sus
    candidatos, sino que ahora la política se decide y se
    ejecuta en un ámbito massmediático donde
    interactúan nuevos actores (líderes, empresas, grupos
    de opinión, etc.) a través de mecanismos de
    mercadotecnia
    (Achache, 1992). Este nuevo sistema de toma de
    decisiones y procesamiento de conflictos,
    producto de un
    largo proceso que la crisis de 1989 sólo ha agudizado,
    tendería a remplazar al antiguo sistema político,
    conformado por partidos de masas, asociaciones sectoriales
    voluntarias, el Parlamento y otros actores cuyas debilidades
    históricas la transición no pudo resolver. Si bien
    ya Alfonsín, y muchos otros antes que él,
    habían utilizado intensamente los recursos
    massmediáticos, no puede ignorarse que tanto el
    alfonsinismo como la renovación peronista intentaron
    configurar la escena pública y la identidad de
    los representados con base en un sistema de partidos. La crisis
    de representación significó precisamente el fracaso
    de esa estrategia, a
    consecuencia de lo cual hoy se acepta como un dato el hecho de
    que para triunfar en la competencia
    electoral y conformar un liderazgo
    sólido es mucho más relevante la construcción de la imagen que
    la
    organización de militantes o la presentación de
    un programa
    partidario y que, incluso, éstos pueden ser
    obstáculos antes que instrumentos en tal empresa.
    El efecto de los cambios en los mecanismos de
    mediatización sobre la relación entre representados
    y representantes es tan indisimulable como difícil de
    valorar. Por un lado se registra un creciente distanciamiento de
    éstos respecto de las opiniones y deseos de
    aquéllos: a medida que los partidos y organizaciones de
    intereses pierden posiciones en la mediación y el control del
    acceso a la agenda pública, la función de
    gate keeper (Morlino, 1986) va quedando en manos de
    técnicos y líderes autónomos de dichas
    estructuras,
    que toman decisiones y median demandas a través de la
    intrincada conjunción de criterios tecnocráticos de
    eficiencia,
    acuerdos con grupos de presión y
    vínculos de fidelidad personal entre
    funcionarios. La experiencia menemista y las de sus gobernadores
    más fieles están plagadas de ejemplos al respecto.
    Por otro lado, aparecen o se fortalecen formas de contacto
    más directas entre gobernantes y gobernados: en la
    política massmediatizada un velo de aparente transparencia
    envuelve todas las decisiones y actos de gobierno. Los
    gobernantes deben extremar sus recursos e
    imaginación para conservar vínculos de confianza
    que se han concentrado, pero son frágiles, discontinuos y
    poco integrados. Como consecuencia de la
    massmediatización, la acción y el discurso se
    intersectan en un espacio mucho más amplio que el
    tradicional, se ponen en juego recursos
    de deliberación, información e identificación que
    exceden en mucho los instrumentos con que se construían
    los esquemas movilizatorios nacional-populares, y como, gracias a
    ello, pueden acceder a la visibilidad pública una
    diversidad inmensa de intereses -que sobrepasan la capacidad de
    absorción de la representación institucional-,
    adquiere creciente importancia la representación no
    institucional, que puede proveer imágenes
    unificadoras, aunque más no sea efímeras. He
    aquí uno de los motivos por los que se refuerza la
    personalización de los vínculos políticos al
    tiempo que se acelera la circulación de las figuras y los
    discursos, de
    modo que los líderes políticos se ven obligados a
    revalidar constantemente sus títulos en la
    autopresentación ante el público
    massmediático.
    El alcance de esta transformación, que tampoco es una
    particularidad argentina, es
    exagerado o relativizado, criticado o bienvenido alternativamente
    por quienes en distintas partes del mundo lo han analizado. Ferry
    (1992) sostiene que el imperio de la manipulación
    massmediática significa la desaparición del
    ciudadano, el eclipse de las identidades y de lo político
    mismo. En cambio otros
    declaran que la "democracia audiovisual" no conlleva ninguna
    consecuencia grave; antes bien, el ingreso de lo político
    a lo audiovisual enriquece su discursividad, la hace, junto a los
    sondeos y otras técnicas
    de expresión, más visible, más expuesta a
    los acontecimientos, más atenta a la opinión
    pública (Wolton, 1992) y, sobre todo, más
    transparente. Más allá de estas distintas
    valoraciones se plantea nuevamente el interrogante respecto de si
    esto significa el fin de la representación. Muchos
    así lo creen y señalan que la
    comunicación y la información son las encargadas de
    remplazarla; en cambio otros sostienen que se remplazan formas
    partidistas de representación por un nuevo estilo
    representativo, en el que los medios, la opinión
    pública y la imagen de los
    gobernantes cumplen funciones
    centrales (Manin, 1991). Incluso Leibholz (1981) sugiere que, a
    diferencia de la democracia de partidos (y, agregamos nosotros,
    los regímenes populistas tradicionales) asentados en
    vínculos de identidad, y
    por lo tanto plebiscitarios más que representativos, el
    estilo que ahora se va conformando instala como fundamento de
    legitimidad el vínculo de representación entre
    electores y elegidos. Volveremos en seguida sobre este
    asunto.

    Crisis del Estado
    ampliado

    Por último no puede obviarse la relación
    existente, en Argentina al
    igual que en otros países, entre la crisis del Estado y la de
    representación. En este sentido, la hiperinflación
    experimentada aquí en 1989 debería considerarse,
    además de como fenómeno económico, como
    punto culminante del deterioro de la autoridad estatal,
    desarticulación de su unidad política, su capacidad
    operativa y financiera. En Europa,
    situaciones mucho menos críticas han provocado el
    descentramiento respecto de la sociedad y el derrumbe de la
    identidad política-Estado (Marramao, 1990), pero en
    países como Argentina, donde la crisis afecta con
    particular virulencia a los actores sociales y la sociedad civil
    era muy débil ya antes de la crisis, las consecuencias han
    sido muy distintas: en cierto sentido la función
    del Estado como centro de la vida política se refuerza,
    porque es más necesario que nunca para la construcción de identidades y sólo
    sobreviven aquellas que logran vincularse a él
    (Zermeño, 1989). La rápida disgregación de
    muchos de los llamados nuevos movimientos sociales así lo
    demuestra.
    Pero ya no es más el Estado
    ampliado de antaño. Como consecuencia de la crisis de las
    organizaciones
    de masas (partidarias y sectoriales) y las políticas de
    reforma del aparato estatal (privatizaciones,
    desregulación, racionalización), que entre 1989 y
    1993 significaron el despido de miles de empleados y la
    eliminación de incontables reparticiones, agencias y
    empresas, se han desactivado los canales tradicionales de
    formación y transmisión de demandas (que
    venían debilitándose desde los 70), y se
    concentró y tecnificó la gestión
    pública (al seleccionarse los funcionarios fuera de los
    partidos, con criterios empresarios o técnicos). Esto
    repercutió en los actores de la representación
    tanto como en las formas de relación entre ellos: el
    Estado ya no se vincula con las viejas organizaciones sino con
    actores más heterogéneos y disgregados (poblaciones
    empobrecidas, ciudadanos en general, lobbies, grupos de presión y
    de opinión) a través de mecanismos muy diversos
    sólo articulables por el líder,
    que puede encontrarse tal vez en una situación más
    frágil que la de algunos de sus predecesores (Menem no
    podría confiar en su liderazgo
    natural sobre la comunidad
    organizada, y mucho menos en la cohesión de ésta,
    como sí podía hacerlo Perón),
    pero cumple un rol tanto o más importante que el de
    aquellos.
    Se produce así un reordenamiento general de la
    división del trabajo y de las funciones de
    representación dentro del Estado, orientado a superar las
    tensiones y la amenaza de desorden social generalizado. Es casi
    natural que como resultado, los parlamentos pierdan parte del
    poco poder que conservaban, desplazados por los ejecutivos, que
    se asocian en forma directa a la opinión pública y
    a los grupos de presión. La subsecuente
    subordinación de la deliberación y el consenso a la
    ejecutividad es un fenómeno que se verifica en muchos
    lugares (D’Arcy y Saez, 1985) pero que aquí se
    agrava al partir de una situación ya marcadamente
    presidencialista. Al mismo tiempo, también en la sociedad
    se produce una gran concentración de poder. La crisis del
    Estado evidentemente favorece a actores poderosos, entre los que
    se destacan los lobbies empresarios, que logran una llegada
    directa con la toma de decisiones, aunque esto no significa que
    se fortalezca un modelo corporatista: los líderes
    emergentes se muestran renuentes a institucionalizar
    ámbitos de concertación, no sólo con
    sindicatos
    sino con las corporaciones en general.
    En conclusión, la crisis de representación en
    nuestro país no supuso solamente un cambio coyuntural ni
    un proceso de "desafección política": tal vez
    porque ningún régimen político puede
    sobrevivir largo tiempo en ausencia de vínculos más
    o menos eficaces de representación, al debilitamiento de
    los partidos, el quiebre de sistemas de
    procesamiento de demandas y resolución de conflictos que
    habían operado durante décadas en nuestro
    país, al menos desde el surgimiento del peronismo,
    sobreviviendo a su "larga agonía" (Halperin Donghi, 1994),
    no sólo le siguió frustración y
    despolitización, sino también la
    conformación de nuevos vínculos con líderes
    que están acompañando o impulsando cambios de
    enorme alcance en la economía, la política, la
    sociedad y el Estado, cambios que no pueden dejar de afectar a
    los protagonistas de la representación, ni a las formas de
    relación entre ellos. Concentraremos ahora nuestra
    atención en esos nuevos líderes y en el pasaje del
    estilo de representación tradicional, fundado en partidos
    de masas, un Estado distribucionista y mecanismos populistas de
    agregación de demandas, a un nuevo estilo, personalista y
    ejecutivista, que da cuenta de las transformaciones registradas o
    en curso en los partidos, las identidades, las formas de
    competencia y gestión pública.

    2. Una aproximación
    a los nuevos liderazgos

    Los nuevos líderes, ¿representan?
    Suele afirmarse que, debido a la crisis de representación,
    hoy ya no hay vínculos de identificación y
    confianza entre gobernantes y gobernados en la política
    argentina, que sólo el consentimiento fáctico y la
    creciente despolitización de los ciudadanos permiten que
    un sistema político con graves déficit de consenso
    y legitimidad siga funcionando. También se dice que la
    actual personalización de los vínculos
    políticos, consecuencia de esa crisis, borra de ellos todo
    rastro de representación: O’Donnell la explica como
    parte de la "democracia delegativa", forma política basada
    en la autorización a los elegidos para que gobiernen
    según su criterio, que estaría imponiéndose
    en América
    latina en lugar de la democracia representativa. En otros
    estudios se advierte que la massmediatización de la vida
    política y la continua circulación de
    imágenes determinan la falta de respeto a los
    mandatos, vaciando de contenido los vínculos
    representativos.
    A partir de la crisis de 1989 se han profundizado además
    en Argentina ciertos rasgos tradicionales de la vida
    política y se han agregado algunos nuevos que
    podrían reforzar esta idea de que asistimos al fin de la
    representación: las promesas pierden valor y las
    decisiones tienden a generar consentimiento ex post facto
    más que como resultado de la agregación de
    voluntades. El presidente Menem es el principal impulsor de esta
    modalidad de acción que debilita la función
    agregativa del poder en favor de una lógica
    demostrativa: instaura una "política del éxito" y
    los "resultados concretos" en la cual la autoridad se legitima
    por su capacidad de producir efectos, que crean la necesidad de
    nuevas intervenciones, garantizándose así a la vez
    su permanencia. Vemos también como, al personalizarse las
    opciones electorales en detrimento de los programas y
    concentrarse la confianza en los nuevos líderes, se
    incrementa el poder de prerrogativa (la capacidad de tomar
    decisiones en ausencia de leyes) del
    Ejecutivo, lo que queda avalado además por la complejidad
    de las situaciones y los conflictos que él debe enfrentar.
    El predominio de las imágenes y las personalidades por
    sobre los textos no obsta para que el accionar gubernamental sea
    relevante para la opinión pública y ésta
    cumpla una función muy dinámica, generalizando y diversificando
    los debates. Pero, dado que los actores sociales en que
    podría encarnarse esa activa opinión se han
    disgregado, ya no existe una demanda previa e independiente de la
    oferta y los
    líderes pueden articularla, activarla o desactivarla a
    discreción.
    Sin desconocer estos fenómenos, ni negarles validez a los
    análisis recién citados, hemos
    propuesto en este estudio utilizar una noción más
    abarcativa de lo que es "representación", a partir de la
    cual la delegación, la
    comunicación y la teatralización podrían
    considerarse aspectos de un particular estilo de la misma, en
    lugar de formas antirrepresentativas. Un estilo gracias al cual,
    paradójicamente, la representación cumple hoy una
    función mucho más amplia que la que
    tradicionalmente cumplía en la política
    argentina.
    En los últimos años la personalización y la
    teatralización dieron lugar a nuevos vínculos de
    identificación, nuevos liderazgos e, incluso, a procesos
    de repolitización de amplios sectores. No pueden ignorarse
    los contenidos políticos e ideológicos de las
    imágenes personales de esos nuevos líderes, ni la
    paulatina adaptación "transformista" de los partidos, las
    identidades y los mecanismos de agregación de demandas a
    la nueva situación. Tampoco el hecho de que, lejos de
    imposibilitar la representación, todos estos cambios han
    puesto en el tapete su dimensión activa: ella aparece,
    como en general sucede en los momentos de crisis y
    transformación, como el resultado del poder, que crea su
    público, sus instrumentos de gobierno e "impersona" (es
    decir, pone en forma) el bien común, dando unidad a la
    sociedad (Lefort, 1991).8 Dado que los grupos de intereses se han
    disgregado, deben ser reagregados por el representante para poder
    expresarse. No puede por lo tanto operar la lógica del
    mandato y la representación simbólica gana terreno
    a costa de la expresiva (Miglio, 1985). Pierden consistencia
    así algunos de los mitos de las
    teorías
    clásicas: no siempre un gobierno representativo concilia
    intereses divergentes, ni las elecciones y demás procedimientos
    institucionales bastan para controlar su accionar. Esta
    función nueva y ampliada de la representación se
    vincula con un cambio en las identidades políticas al que
    ya nos hemos referido someramente y que ahora podemos analizar en
    profundidad.
    Sobre la base de la interesante distinción propuesta por
    Genovese (1983), podría decirse que mientras que en la
    "Argentina Peronista", y aun en la reciente transición
    (pese a los esfuerzos del alfonsinismo por terminar de disolver
    los agrupamientos tradicionales, esfuerzos que para su desgracia
    sólo el menemismo coronó con el éxito)
    predominaron identidades por alteridad, hoy encontramos en la
    vida política principalmente identificaciones por
    escenificación. En las primeras, la identificación
    era un principio activo en sí mismo que operaba en
    relación con un alter intersubjetivo: a partir de la
    distinción entre amigos y enemigos se constituía
    una identidad que involucraba existencialmente a los sujetos.
    Esta modalidad proveía un sustrato muy sólido y
    estable a los agrupamientos y conflictos políticos y
    reducía la dinámica representativa a su
    "expresión", porque aunque las identidades resultantes no
    eran naturales, tendían a naturalizarse como esencias
    originarias compuestas de intereses, valores y formas culturales
    contrapuestos a los de otras identidades equivalentes, que se
    "reflejaban" como ellas en el plano político. De
    allí que, siguiendo nuevamente a Leibholz, pueda
    considerarse la contraposición entre peronistas y
    antiperonistas, y en general el clásico enfrentamiento
    entre fuertes identidades partidarias predominante en nuestro
    país hasta hace unos años (Cavarozzi, 1984), como
    evidencias de un largo predominio de la lógica de la
    identidad sobre la de la representación, algo que
    llegó a su fin al descomponerse esos agrupamientos y ser
    sustituidos por "identificaciones por escenificación".
    Estas unifican lo heterogéneo de una sociedad polimorfa
    (Galli, 1990), desarticulada y dispersa, refiriéndolo a
    una escena de simbolización y a un actor que personifica
    algo común a todos los individuos, para que ellos puedan
    reconciliarse con una imagen de sí. Obviamente esta
    escenificación se apoya en la movilización de
    recursos simbólicos que la preceden; pero más
    allá de eso, lo importante es que ahora las
    identificaciones se construyen a través de la
    representación, que actúa como nuevo principio
    activo y lógica fundante de lo político.
    En la Argentina de Menem, una vez descompuestas definitivamente
    las tradiciones de solidaridad y
    comunidad de
    intereses, y aceptado el carácter
    irreversible de este hecho, difícilmente la sociedad
    recobre su imagen de cuerpo unido, aunque obtiene un sustituto
    bastante eficiente al ser representada por nuevas figuras.
    Sólo que para lograr efectos de identificación y
    consentimiento, por cierto menos activos, perennes
    e integrados que los precedentes, ellas deben movilizar una
    enorme cantidad de recursos de interpelación. Es decir
    que, tras la crisis de las identidades heredadas, que
    permitían limitar el juego
    representativo a la interacción entre elites, partidos y
    demás organizaciones, ocupa su lugar, en el corazón de
    la vida política, un interrogante permanentemente abierto
    respecto de la relación entre electores y elegidos. La
    función representativa recibe así la ardua tarea de
    construir y preservar vínculos en constante
    disgregación. Esto no supone sólo un cambio de
    intensidad, sino también de modalidad, puesto que al
    desprenderse de su corsé "expresivo", la
    representación ya no puede reducirse a mero procedimiento
    fijado en las normas
    electorales: se presenta como un vínculo concreto entre
    gobernantes y gobernados que canaliza decisiones en una
    diversidad de cuestiones muy complejas. Esto, sumado a la ya
    aludida debilidad de las instituciones, exige que para lograr
    niveles mínimos de consentimiento e identificación
    los vínculos se apoyen en la confianza en los
    líderes, comprobándose de paso, contra la
    ilusión procedimentalista de 1983 (cuyos defensores,
    paradójicamente, al mismo tiempo avalaban a un líder
    providencial), que la política no es posible sin
    personas.
    Ahora bien, esta personalización de la política,
    ¿no conlleva el peligro de que el representante se
    convierta en la materia misma
    de la representación y encarne el bien común,
    relegando a segundo plano la mediación organizada y
    suprimiendo la distinción, fundamental para la democracia,
    entre la representación del poder y la
    representación ante el poder? Condensadas ambas en
    liderazgos que el clima de
    inestabilidad y la brevedad del tiempo político vuelven
    efímeros y a la vez omnímodos, ¿en
    qué medida esto implica una amenaza para la democracia,
    una regresión a formas autoritarias o la formación
    de un régimen nuevo que hay que definir? Para responder
    conviene antes preguntarse cuánto hay de nuevo en este
    estilo y cuánto de continuidad o restauración,
    considerando que el ejecutivismo y el personalismo han sido
    componentes básicos de la extendida tradición
    populista argentina.

    El nuevo estilo de
    representación: Neopopulismo

    Si regía hasta la crisis de 1989 algo así
    como un estilo tradicional de representación,
    ¿acaso no se caracterizaba por un alto grado de
    ejecutivismo y personalización? Más allá de
    las distintas coyunturas en que les tocó actuar y las
    evidentes distancias ideológicas, ¿existe realmente
    una diferencia de estilos entre Perón y
    Menem que permita distinguir los vínculos representativos
    que cada uno de ellos estableció? Todos los líderes
    importantes de nuestra historia política han
    concentrado la confianza y las identificaciones de los votantes,
    han recurrido al contacto directo con sus seguidores y han
    reclamado ser voceros del bien común. Por lo tanto,
    siguiendo a Ducatenzeiler y Oxhorn (1994), tal vez podría
    decirse que los nuevos líderes, y en especial los que
    provienen del peronismo, encarnan simplemente el resurgir de las
    tradiciones caudillistas y autoritarias que ya en el pasado
    impidieron la consolidación de la democracia en nuestro
    país. Esta afirmación incluye dos tesis que
    intentaremos ahora discutir. Respecto de la primera, referida a
    la originalidad de los líderes emergentes en estos
    años 90, intentaremos mostrar, a partir del recién
    expuesto análisis de los cambios derivados de la crisis de
    representación, que se caracterizan por una particular
    modalidad de apropiación de las tradiciones populista,
    conservadora y liberal-republicana, y por la incorporación
    a ellas de ciertas novedades. Ordenaremos la argumentación
    a partir de la comparación entre los rasgos del populismo
    tradicional y los del nuevo estilo, en tres dimensiones, la
    primera de las cuales corresponde a las identidades y las formas
    de competencia inter e intrapartidaria.
    En el punto anterior distinguimos las actuales identificaciones
    por escenificación de las identidades por alteridad que
    dominaron la vida política durante la larga etapa de
    vigencia del populismo tradicional. Estas daban lugar a
    antagonismos sociales y comportamientos electorales muy estables,
    sólidos lazos de pertenencia partidaria y lentos recambios
    dirigenciales. El triunfo de Alfonsín comenzó a
    modificar esa situación, que habría de
    desarticularse definitivamente a partir de la llegada de Menem a
    la presidencia. Desde entonces asistimos a una veloz
    circulación de elites y rápidos cambios en las
    actitudes de
    los votantes, guiados más por sus opiniones que por
    vínculos de pertenencia a los partidos. En algunas
    provincias donde el impacto de la crisis fue particularmente
    contundente (Chaco, Tucumán, Catamarca, Santa Fe), y con
    cierto retraso en otras y a nivel nacional, desembocó en
    un sistema de competencia más abierto, que junto a la
    reforma de los regímenes electorales (ley de lemas
    mediante) ha favorecido el remplazo del control
    partidario de las candidaturas por un esquema basado sobre
    figuras con respaldo de la opinión pública. El auge
    del corte de boletas es otro indicio de ello.
    Con la fragmentación y desactivación de las
    identidades partidarias tradicionales se debilitó la
    concertación de intereses que a partir de ellas
    practicaban los caudillos desde los partidos. Esto afectó
    especialmente el rol de los militantes y dirigentes de niveles
    intermedios, que fueron subordinados o aun remplazados por
    "operadores" y funcionarios técnicos a las órdenes
    de los nuevos líderes, dispuestos igual que sus jefes a
    pasar por alto el funcionamiento orgánico y las lealtades
    de partido. Estos ven debilitarse así su rol en la
    mediación y en el manejo de los recursos públicos,
    aunque incorporan al mismo tiempo formas de funcionamiento
    empresariales que les permiten actuar como comités
    electorales muy eficaces en manos de quienes concentran la
    capacidad de decisión y las funciones de
    representación. Los partidos de masas tradicionales se
    transforman por lo tanto en aparatos electorales dóciles
    que no movilizan a la gente y pueden estar muy fragmentados por
    abajo y al mismo tiempo férreamente controlados por
    arriba, permitiendo a sus jefes colocarse más allá
    de toda división de la sociedad para gobernarla sin tener
    que agregar los intereses y demandas de los grupos en conflicto.
    Es en el peronismo donde más ha avanzado este proceso,
    gracias al éxito de la estrategia
    menemista. Recordemos que Menem se mostró desde un
    principio dispuesto a recurrir a personas ajenas a su partido (y
    a cualquier otro) para ocupar cargos en el gobierno nacional y en
    las candidaturas. La concentración del poder partidario en
    la conducción nacional, controlada por sus incondicionales
    desde 1991, y la fragmentación y desactivación de
    las líneas internas (incluso de aquellas que lo
    habían apoyado), le permitió adaptar al PJ a sus
    necesidades. El ha funcionado eficientemente desde entonces como
    comité electoral y mecanismo de control de la dirigencia
    de las provincias (ejemplos de ello son las intervenciones a los
    distritos de Tucumán, Catamarca, Corrientes,
    Córdoba y Santiago del Estero). Ese éxito no se
    contrapone, sino que se complementa, con su simultáneo
    vaciamiento político y la fragmentación y
    dispersión que sufre en la base,9 puesto que así se
    libera una masa de maniobras disponible para las estrategias
    implementadas desde la cúspide y se impide la
    formación de grupos de presión internos que puedan
    condicionar las decisiones.
    Los cambios en este nivel tienen impacto en una segunda
    dimensión: los procesos de toma de decisiones y
    gestión pública. El populismo tradicional
    había dado lugar a una multiplicación de canales de
    acceso a las agencias estatales, a través de los cuales
    éstas eran colonizadas por grupos de intereses y
    partidarios. Esto provocó una creciente
    fragmentación de la
    administración, agudizada por los acuerdos
    coyunturales de distribución patrimonialista/clientelar de
    los recursos, a los que los caudillos que actuaban como gate
    keepers en el gobierno recurrían para evitar el bloqueo y
    veto mutuo de sus pares, tan usuales en la "competencia simulada"
    que protagonizaban. Este sistema de competencia inter e
    intrapartidaria, vinculado a mecanismos de scambio entre
    caudillos y corporaciones que reflejaban la profunda
    interpenetración entre partidos, gobierno y grupos de
    interés, está siendo remplazado por otro, que
    autonomiza a estos actores, concentra el acceso a los recursos en
    los Ejecutivos y desorganiza los intereses antes agregados,
    permitiéndole a los líderes interpelar a los
    ciudadanos sin mediaciones. Aquellos recuperan así el
    control centralizado y personal de la
    toma de decisiones, que el populismo en su origen había
    establecido, pero en una forma que se aleja considerablemente de
    este antecedente, distancia que se profundiza a medida que
    avanzan las reformas en el aparato estatal (a las que ya nos
    hemos referido), dirigidas no sólo a fortalecer al
    Ejecutivo sobre los otros poderes y sobre la sociedad, sino a
    modificar el sistema tradicional de agregación y
    reconocimiento de demandas.
    Esto repercutió en un tercer aspecto, al que
    también nos referimos: los actores sociales involucrados
    en la representación y las formas de relación entre
    ellos. El remplazo de las redes clientelares
    competitivas y con clientelas agregadas, clientelismo de partidos
    en la terminología de Hermet, por mecanismos de
    distribución centralizados en el Ejecutivo con clientelas
    desagregadas, sumado a la disminución de recursos y la
    simple exclusión de una serie de bienes y
    servicios
    antes distribuidos clientelarmente a partir de las
    privatizaciones y la reducción de las incumbencias y
    funciones estatales, refuerza el relegamiento de los grupos de
    intereses organizados (principalmente los sindicatos) y su
    remplazo por actores que sólo pueden expresarse como
    votantes. Esto se comprueba en la multiplicación de planes
    sociales controlados desde la cúspide, sin interferencias
    de las redes partidarias y dirigidos a poblaciones focalizadas y
    o dispersas (imitando los programas chilenos, el FONCODES peruano
    y el PRONASOL mexicano). Y se empalma con el papel de
    los medios de
    comunicación en la constitución de demandas e
    identificaciones. Se constituyen así una pluralidad de
    escenarios de conflicto e
    interacción, cada uno con sus propios actores y mecanismos
    de funcionamiento. Por un lado, los actores social y
    económicamente más poderosos, que disfrutan del
    acceso privilegiado a quienes monopolizan las funciones de gate
    keeper, acceso antes extendido a todo tipo de actores. Por otro,
    los votantes del llano, que sólo pueden influir a
    través de la movilidad de sus preferencias y la
    opinión pública, cuya importancia de todos modos se
    acrecienta en detrimento de formas agregadas de expresión
    de voluntades e intereses.
    En suma, el populismo tradicional, vigente mientras
    existió crecimiento sostenido, integración social e igualación,
    aquí tanto como en otros países de América
    latina (Weffort, 1993), y que entró en crisis junto
    con el modelo de desarrollo y
    de Estado que había ayudado a gestar y, con cierto
    retraso, con las identidades a él asociadas, habría
    sido sustituido por una suerte de neopopulismo (Zermeño,
    1989), que a diferencia de aquél, no moviliza ni integra a
    las masas, no articula a los grupos de interés con los
    partidos y el Estado, ni promueve la igualación, sino
    incluso lo contrario, pero se las arregla para imponer dolorosas
    políticas de cambio y ganar al mismo tiempo elecciones. Y
    es precisamente en cuanto al papel de las elecciones que hallamos
    la diferencia tal vez fundamental entre el viejo populismo y el
    nuevo: tal como sostiene Halperin Donghi, Perón
    fundó su legitimidad en el reconocimiento popular a su
    liderazgo "natural" y en un vínculo de pertenencia
    derivado de ello que los resultados electorales tenían por
    función simplemente evidenciar; mientras que el liderazgo
    de Menem carece de esos soportes y depende casi exclusivamente
    del éxito electoral.
    Ante este "populismo de la escasez" no deja de asombrarnos la
    paradoja señalada por Torre: contra todas las previsiones,
    el resurgir populista del cual aquél es producto, no se
    orienta a impedir el ajuste, las reformas del Estado y la
    economía, sino a facilitarlas. Más allá de
    lo que opinemos de sus orientaciones, no puede negársele
    cierto mérito en la recuperación de la autoridad
    del Estado y la reagregación de voluntades, que
    permitieron atravesar el "valle de lágrimas" de la crisis
    (Dahrendorf, 1990), obligando a la sociedad a resignar los
    reclamos particulares en nombre del interés nacional, la
    estabilidad y un futuro de crecimiento. No es seguramente ajeno a
    este fenómeno el hecho de que no se trata del mismo
    populismo de antaño, ni de algo totalmente distinto, sino
    de su versión adaptada a los tiempos que corren. Su
    éxito podría considerarse, en resumidas cuentas, como el
    resultado de una reacción adaptativa ante la crisis.
    Exitosa, al menos hasta ahora, porque no sólo logró
    preservar al peronismo, sino al sistema político en su
    conjunto, de un nuevo cataclismo.
    No es casual que esta reacción haya provenido
    principalmente del movimiento
    fundado por Perón: la conjunción en 1989 de la
    crisis de gestión y la de representación
    significó el replanteo de la recurrente pregunta sobre la
    viabilidad de la democracia y su eficacia gubernativa en un
    contexto de debilidad institucional y precario desarrollo
    económico (Calderón y Dos Santos, 1993), que
    precisamente había una vez dado origen a aquel movimiento.
    Sólo que, al igual que entonces, la "solución" a
    ese problema impulsada por el peronismo implicó
    alteraciones importantes en la vida democrática.
    Respecto de esto último, si bien es cierto que, contra
    todas las expectativas, las instituciones siguieron funcionando
    durante la emergencia económica y social y los
    líderes surgidos de la crisis fueron capaces de revalidar
    sus títulos aun al tiempo que aplicaban un duro programa
    de reformas, sin perseguir a los opositores (recurso que el
    peronismo había utilizado profusamente en los 50 y los
    70), no sólo se debilitó deliberadamente a los
    partidos, ayudando a frustrar la esperada consolidación de
    un sistema pluripartidista de representación, sino que se
    recurrió a las más variadas artimañas para
    desactivar toda oposición (entre las cuales la
    extorsión que precedió al Pacto de Olivos fue tal
    vez la más audaz) y el Presidente no se privó de
    dictar decretos de necesidad y urgencia (que sumaron más
    de 300 en cuatro años), manipular a la Justicia y
    relegar al Legislativo. Aunque las instituciones no han sufrido
    una catástrofe comparable a la vivida en coyunturas
    similares en otros países, gracias a su adaptación
    transformista a la nueva situación impulsada precisamente
    por los nuevos líderes, ¿acaso puede concluirse que
    ellos han contribuido a consolidar las instituciones
    democráticas?

    ¿Pueden los
    nuevos líderes consolidar las
    instituciones?

    Weffort sostiene que la experiencia de Argentina, junto
    a las de Uruguay,
    Chile, la
    India y otros
    países, demuestra que las contradicciones entre un sistema
    institucional basado en la igualdad
    política de los ciudadanos y la creciente desigualdad
    social, sumadas a distorsiones institucionales, inestabilidad y
    violencia, no
    necesariamente conducen al quiebre de la democracia, pero impiden
    que ella se consolide, al perdurar una baja
    institucionalización de los partidos, impasses
    intermitentes entre la Presidencia y el Congreso y la presencia
    militar, herencia del
    régimen autoritario anterior, a lo que se agregan los
    efectos de la crisis en las conductas políticas, los valores y
    formas de identificación, que pueden significar el
    deterioro de reglas de convivencia recién incorporadas y
    el incremento de la segregación. Según
    Ducatenzeiler y Oxhorn, como vimos, los nuevos líderes
    latinoamericanos son los principales responsables de estas trabas
    para la consolidación, pues con ellos rejuvenece el
    atávico caudillismo vernáculo.
    Contra estas visiones mefistofélicas cabría
    advertir muestras de mejoría en algunos rubros de nuestra
    democracia entre 1989 y 1993. Los partidos, luego de un dura
    etapa de desarticulación, están demostrando cierta
    capacidad de adaptación, redefiniendo su función en
    la vida política. Los conatos de golpe que se sucedieron a
    partir de 1987 fueron suprimidos tras la represión a los
    carapintadas en diciembre de 1990. Y se recuperó la
    autoridad, unidad y efectividad de la gestión
    pública, con una renovada autonomía frente a los
    grupos de interés, que resulta imprescindible para llevar
    a cabo cualquier política en el futuro (Paramio, 1993). Es
    evidente además que si no hubieran surgido los
    líderes en cuestión, la desintegración
    social resultante del desgobierno y la hiperinflación
    podría haber tenido consecuencias mucho más graves
    que las verificadas. Hemos mostrado por otra parte que, si bien
    estos líderes no satisfacen la accountability horizontal
    (responsabilidad del presidente ante el Congreso,
    el partido, la Justicia, etc.), precisamente por la
    superposición de la representación ante el poder y
    la representación del poder, sí se verifica la
    accountability vertical, la responsabilidad del gobernante ante el gobernado.
    Prueba de ello es que en cuanto pierden apoyo electoral, su poder
    se derrumba (el caso de Collor es el más elocuente en este
    sentido y, como ya señalamos, es ésta una
    diferencia esencial entre Menem y Perón). A la
    afirmación de O’Donnell de que estos gobiernos son
    más democráticos y menos liberales que los
    regímenes representativos clásicos, le
    cabría incluso la observación de que ellos resultan ser
    más liberales que la mayor parte de las experiencias
    previas de nuestros países, al apoyarse en lazos
    representativos entre electores y elegidos.
    Torre sostiene que aun cuando logran en el corto plazo
    reinstaurar la autoridad estatal e impulsar importantes reformas,
    lo hacen al precio del no
    respeto de los
    procedimientos democráticos y tienden a hacer depender de
    sus personas el funcionamiento de las instituciones.
    También señala que estimulan el abandono de las
    preferencias democráticas al ofrecer soluciones
    inmediatas a cambio de que se les tolere su autoritarismo y
    discrecionalidad. No es seguro, sin
    embargo, que la sociedad desconozca estos peligros o haya tirado
    por la borda la conciencia
    respecto del estrecho vínculo existente entre vida
    cotidiana y régimen institucional, dolorosamente
    incorporada en los años 70. Más que un resultado en
    particular, pareciera que lo que la sociedad viene reclamando son
    procedimientos seguros y
    confiables e identificaciones transparentes entre electores y
    elegidos. Los líderes emergentes han satisfecho este
    reclamo, respondiendo al fracaso de las instituciones heredadas.
    En conclusión, mientras no se constate que ellos no pueden
    remplazarlas por algo mucho mejor, y no surjan alternativas que a
    sus ventajas comparativas les agreguen rasgos democráticos
    que a ellos les faltan, encarnarán el cambio necesario y
    la democracia posible. Motivo suficiente para que el juicio
    respecto de la consolidación sea más equilibrado y
    para discriminar de este asunto el atinente a la
    profundización de la democracia.
    ¿Cuáles son las limitaciones que enfrentan los
    nuevos líderes para hacer de esta democracia, que
    más mal que bien se consolida, una democracia deseable?
    Ellos han tendido a avanzar por el peligroso camino de aprovechar
    las ventajas que supone la disolución de las formas
    políticas tradicionales, y al mismo tiempo impedir el
    pleno desarrollo de
    una política de ciudadanos. Aunque es difícil
    predecir las consecuencias de su recorrido, la pretensión
    de ejercer un poder sin límites,
    la búsqueda de referentes sustantivos de legitimidad para
    un discurso cada vez más monopolizado de lo
    político (la alusión al destino, la "voluntad del
    pueblo", el "mandato de Dios", etc.) y la desertificación
    de una esfera pública donde se debatan derechos, aparecen como
    síntomas alarmantes de la "vocación soberana" que
    los embarga. Esto bien puede llevarlos a deteriorar las
    instituciones. Pero también a su autodestrucción:
    buscando preservar su rol como única alternativa frente al
    caos, podrían terminar minando la confianza que una vez
    inspiraran a la sociedad y la eficacia de las reformas
    introducidas.

      

    Gaston Amor

    Diego Garcia

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