- Crisis y cambios en el sistema
de representación - Los factores económicos
de la crisis - El agotamiento de las
tradiciones políticas y la crisis de
identidades - Crisis del Estado
ampliado - Una aproximación a los
nuevos liderazgos - El nuevo estilo de
representación: Neopopulismo - ¿Pueden los nuevos
líderes consolidar las
instituciones?
Hace pocos años, en el contexto del debate sobre
la evolución de la pobreza en el
país, el entonces presidente Carlos S. Menem
sorprendió a propios y extraños con esta frase: "el
plan
económico me lo dicta Dios". Ante las lógicas
reacciones de la oposición y algunos obispos, el
presidente, respaldado esta vez por sus ministros,
ratificó la mística encarnación de lo divino
en sus actos y decisiones de gobierno. Al poco
tiempo, y tras
una serie de encontronazos verbales, el asunto pareció
quedar en el olvido. ¿Fue sólo otro "desliz"
presidencial, un episodio divertido pero políticamente
irrelevante o, por el contrario, esta presentación como
"mandatario de Dios" expresa la voluntad de encarnar una autoridad
trascendente, de legitimar el poder en un
principio indiscutible?
Téngase en cuenta que no fue éste un episodio
aislado: Menem ha
demostrado una afición crónica por este tipo de
expresiones. Y que tampoco es ésta una "manía"
exclusivamente presidencial: los líderes que lograron
cierta popularidad de 1989 a esta parte, curiosamente un
período marcado por la desconfianza de la gente hacia los
partidos y la política en general,
comparten esa "vocación soberana" y recurren
frecuentemente a gestos de ribetes mágicos. Los nuevos
líderes peronistas como Ramón
Ortega, Carlos Reutemann y José Escobar, los ex militares
que lideran nuevos partidos (Domingo Bussi, Roberto Ulloa,
José Ruiz Palacios y Aldo Rico), incluso algunos
radicales, como Horacio Massaccesi, gustan de presentarse como
hombres providenciales guiados por designios sobrehumanos, por lo
tanto infalibles e inobjetables.
¿Existe alguna relación entre su éxito
electoral y esos gestos y expresiones? A modo de hipótesis podemos arriesgar que
precisamente ellos les permiten diferenciarse de la
desprestigiada clase política tradicional
y ser tenidos como los únicos capaces de superar la
gravísima crisis
económica y estatal en curso durante los últimos
años, generando en torno de
sí vínculos de identificación y
consentimiento originales. Aquella asombrosa sentencia
presidencial vendría a ser, entonces, la expresión
hiperbólica de una peculiar forma de concebir la
política, y en particular la representación
política, hoy en boga, que tiene base en la confianza y
autoridad que
inspiran figuras personalistas y ejecutivistas. A partir de esta
hipótesis,
intentaremos reconstruir el proceso que
lleva de la crisis de las identidades heredadas, la
frustración del electorado y el descrédito de
quienes encabezaron la transición democrática,
desencadenados en 1989, a la emergencia de estos "nuevos
liderazgos", para luego comparar su estilo de
representación con el caudillismo
populista tradicional y proponer algunos interrogantes respecto
de las consecuencias de estos cambios en la vida política.
Para ello, es conveniente advertirlo desde ya, deberemos tomar
distancia tanto del exitismo y la pretendida necesariedad que
envuelve a esos líderes, como de su contraparte, las
visiones mefistofélicas atadas a la "desilusión
democrática" en la que, precisamente, aquellos se
originan.
Crisis y cambios en
el sistema de
representación
El año de 1989 significó el cierre de la
transición y la parcial frustración de la
expectativa que albergaran sus protagonistas de romper con el
pasado y poner las bases de una democracia de
partidos estable. Ello se evidenció en la
reaparición de una serie de problemas que,
desde 1983 y hasta entonces, se había creído,
injustificadamente por cierto, nuestro sistema
político había superado. Entre estos problemas
figura el ya clásico de la representación, que una
vez más se constituyó en referencia obligada en
todo tipo de análisis: votantes y políticos
decepcionados, periodistas y analistas sorprendidos por
acontecimientos inesperados, todo el mundo se refería
ahora a este asunto, en cuanta oportunidad se le presentaba y
para explicar o justificar las cuestiones más diversas.
Con todo, se estaban refiriendo a un mismo conjunto de
fenómenos: el abismo creciente entre las opiniones e
intereses de la gente y las instituciones
políticas, la muy baja estima en que se
tenía a los políticos y la política, y en
especial a los procedimientos
partidarios para seleccionar candidatos y tomar decisiones y a
cierta sensación general de que las expectativas
depositadas en los representantes habían sido, y
volverían a ser una y otra vez, defraudadas.
Aunque existe acuerdo general acerca de la gravedad de este
desapego entre representantes y representados, encontramos que
difieren enormemente las explicaciones sobre sus causas y
consecuencias, planteándose una cantidad de interrogantes
al respecto: ¿en qué medida esos sentimientos de
frustración y desconfianza dan lugar a la
despolitización de la sociedad?,
¿implican un deterioro de los valores
democráticos, la extinción de la
participación y de las identidades partidarias?,
¿suponen un reclamo de mayor transparencia o exigencias de
eficiencia y
autoridad?, ¿es éste un fenómeno electoral y
coyuntural o el emergente de transformaciones estructurales de
largo aliento? y, por último, ¿1989 significa un
regreso a la situación previa a 1983, abre una nueva etapa
de la democratización entonces iniciada o es el punto de
partida de un proceso de
otro tipo?
Para encarar estas cuestiones es conveniente tener en cuenta,
ante todo, que nuestra crisis de representación es
sólo un caso más, y por cierto no el más
extremo, de una tendencia general que afecta prácticamente
a todo el mundo (Dahrendorf, 1990; Pecaut y Sorj, 1991) y que es
particularmente intensa en América
latina. A fines de los 80, el curso de los procesos de
transición y estabilización institucional en esta
región se vio profundamente alterado: los partidos hasta
entonces mayoritarios fueron derrotados en las elecciones y su
credibilidad quedó muy debilitada; la crisis social y
económica despertó sentimientos de
frustración y decepción hacia las instituciones
políticas y la demanda de
libertades de los primeros años fue remplazada por una
demanda de
eficacia,
autoridad y "más gobierno"; y, lo
que más nos interesa aquí, esa situación
favoreció la emergencia de liderazgos personalistas que
recibieron amplias prerrogativas y desplazaron a las dirigencias
tradicionales: los casos más notables han sido los de
Fujimori y Collor de Melo, aunque podría incluirse en esta
categoría a otros presidentes, como Salinas de Gortari, y
a infinidad de líderes locales y regionales.
Como consecuencia de todo esto, el optimismo que hasta entonces
había animado los estudios sobre la transición
pareció agotarse y la crisis de representación se
convirtió en el principal foco de atención. Se intuyó que la brecha
que se abría entre la política y la sociedad
podría desembocar en situaciones de ingobernabilidad,
violencia e
incluso en el derrumbe de las aún débiles
instituciones de la democracia.
Por otro lado, la emergencia inesperada de nuevos líderes
se interpretó como indicio de la situación de
disponibilidad en que habrían caído amplios
sectores cuyas identidades tradicionales se habían
disgregado y como un anuncio de cambios profundos en los sistemas de
partidos y las articulaciones
entre éstos y la sociedad. Ello motivó el replanteo
del problema del populismo,1 y
sembró nuevas dudas tanto sobre la viabilidad de la
democracia en nuestros países como sobre las vías
más adecuadas para lograr la ansiada consolidación
institucional: ¿la delegación de la suma del
poder a
figuras de corte populista que prometían resolver la
crisis no nos retrotraía a la situación vivida en
la región décadas atrás, alejándonos
por lo tanto de la meta de
consolidar un régimen auténticamente
democrático, representativo y pluralista?
La pertinencia de la pregunta para el caso argentino salta a la
vista, pero antes de introducirnos en el intrincado laberinto que
ella nos plantea, conviene examinar detenidamente el terreno y el
tipo de problemas involucrados. Ellos nos son, en gran parte,
desconocidos: pese a que nadie ignora que desde 1989 vienen
produciéndose grandes cambios en nuestro país y
que, como dijimos, la temática de la crisis de
representación se ha difundido ampliamente, ni el impacto
del fenómeno menemista en el peronismo y el
sistema político en general, ni los efectos de la
hiperinflación y las reformas posteriores en la cultura
política han sido aún suficientemente estudiados. Y
poco sabemos sobre las consecuencias de las terribles tensiones a
que fueron sometidos los grupos
sociales y las provincias periféricas durante estos
años. Mucho de lo que se dice, además, está
demasiado teñido por las expectativas frustradas de 1983 o
por las expectativas abiertas en 1989. Sin ánimo de
resolver estas cuestiones, revisaremos a continuación las
explicaciones disponibles sobre los distintos componentes de la
crisis, para, a partir de ellas, componer una visión lo
más amplia posible del asunto.
Los factores
económicos de la crisis
La crisis política se ha asociado en nuestro
país, principalmente, a la agudización de los
problemas económicos registrada desde 1987. Esta
habría sido determinante tanto en la frustración de
las expectativas depositadas en la transición
democrática como en la decepción respecto de los
líderes y partidos que la habían encabezado. El
déficit fiscal, la
recesión y la inflación habrían actuado como
disolventes de las lealtades que se venían consolidando
desde 1983 y que se esperaba perdurarían durante "cien
años de democracia". La caída en desgracia de
Raúl Alfonsín, derrotado en los comicios de 1987 y
1989, el inesperado revés del renovador Antonio Cafiero
ante Carlos Menem en las internas del Partido Justicialista en
1988, y otras sorpresas electorales, como el éxito
meteórico de nuevos partidos provinciales, destruyeron esa
ilusión. Y pusieron en evidencia el rechazo de la gente
hacia quienes habían fundado su popularidad en un programa de
democratización y consolidación partidaria e
institucional muy amplio, pero se mostraban incapaces de proveer
a sus electores satisfacciones concretas inmediatas, en especial
en el terreno económico.
Refrendaría esta explicación el hecho de que los
cambios en las preferencias políticas se correspondieron
con una repentina pérdida de interés de
la población por la consolidación
institucional y la democratización, urgida ahora por
nuevos y alarmantes problemas: todas las encuestas de
la época registran que los temas
político-institucionales (derechos humanos,
democratización de la Justicia,
la
educación y los sindicatos,
reforma constitucional) fueron desplazados de la atención de la opinión
pública por problemas socio-económicos
(inflación, bajos salarios,
desocupación, etc.). Dahrendorf ha
explicado cómo la legitimidad de los gobiernos de la
transición, en un principio superavitaria gracias al bajo
nivel de demandas económicas y de seguridad,
rápidamente deja de serlo cuando ellas comienzan a
aumentar, impulsadas por las crecientes dificultades y la
desorganización de la sociedad. Cuando la legitimidad pasa
a ser un bien escaso, surgen los problemas de
representación, y si los gobiernos no reaccionan, como
sucede en la mayor parte de los países latinoamericanos
(Torre, 1991), el descrédito pronto acaba con ellos. La
explicación cabe perfectamente para el caso argentino,
donde las instituciones democráticas debieron enfrentar la
crisis económica y social más profunda de las
últimas décadas cuando aún no se
habían consolidado.
Ahora bien, sin desconocer la relevancia de estos factores,
conviene advertir las limitaciones de una explicación
basada exclusivamente en ellos: simplifica la relación
entre satisfacción de demandas y actitudes
políticas,2 ignorando la fragmentación y
reagregación de identidades, la opción por valores y
otras cuestiones fundamentales;3 por lo tanto, no puede captar
adecuadamente los problemas de representación en un
momento en que los "esquemas de reconocimiento" (Paramio, 1993) y
las mismas identidades de los actores se descomponen y son
remplazadas por otras nuevas. Siguiendo a Torre, cabría
decir que lo que debilitó a los gobernantes argentinos, al
igual que a otros en Latinoamérica, más que la gravedad
de la crisis económica fue su incapacidad para formar una
mayoría que respaldara políticas de reforma para
enfrentarla. Como tampoco podían volver a una
situación anterior, se sumieron en el inmovilismo y la
confusión, alentando la desafección de los
ciudadanos. Esto afectó a las instituciones y más
fuertemente aun a los actores políticos que las
sostenían, puesto que crecía la incertidumbre sobre
su capacidad para gobernar la sociedad, al tiempo que se
fragmentaban y desorganizaban.
El problema con las explicaciones economicistas, además,
es que, como consideran la representación un mero proceso
de expresión de intereses particulares, suponen que su
crisis afecta a los sectores que no logran que sus intereses sean
mediados en forma transparente, cuyos mandatos fueron
"traicionados". Y esperan, o bien la emergencia de una demanda de
participación y el apoyo a una alternativa que garantice
mayor fidelidad del poder político a los "intereses
reales" de los representados o bien, o también, la
despolitización y desactivación de los
decepcionados. En nuestro caso encontramos, sin embargo, junto a
ciertos fenómenos de este tipo, otros que no responden a
esta lógica
y que por lo tanto no pueden explicarse con estos criterios: los
que cambian su voto no son necesaria ni únicamente los
damnificados por el gobierno anterior o por el ajuste y muchos
parecen votar contra sus "intereses inmediatos", apoyando
reformas que afectan sus derechos adquiridos, porque
descreen de los políticos y las políticas
tradicionales (por ejemplo, los despedidos de la administración
pública y las empresas
privatizadas que siguen votando a quienes han actuado como sus
verdugos). Tal vez por ello no se produjo la tantas veces
anunciada dispersión de votos peronistas como resultado
del ajuste aplicado desde 1989.
El agotamiento de
las tradiciones políticas y la crisis de
identidades
En segundo lugar la crisis aparece asociada a cierto
agotamiento de las tradiciones políticas nacionales: el
desajuste entre lo esperado y lo efectivamente realizado por los
primeros gobiernos democráticos (el nacional y los
provinciales) no sólo correspondería atribuirlo a
la crisis económica y a las transformaciones en curso en
el modelo de
acumulación social, a las que se ha referido Nun (1987),
sino también al modelo
tradicional de acción partidaria y gestión
pública, cuyos rasgos fundamentales eran un cierto tipo de
clientelismo y caudillismo. Los
partidos mayoritarios no fueron capaces de adaptar sus
comportamientos y costumbres con los que ya habían
fracasado en otras oportunidades, a una coyuntura particularmente
complicada. Mucho menos supieron dar respuestas adecuadas a las
transformaciones producidas en los años previos en la
sociedad
civil, la economía, el Estado y el
contexto internacional. Quedaron entonces atrapados en el fuego
cruzado de los mandatos que se derivaban de sus tradiciones,
todas ellas más o menos populistas, y las demandas y
presiones de los distintos grupos de
interés, que trataban de acelerar, desviar
o detener la reconversión económica y estatal. Se
generó de este modo una creciente confusión e
inmovilismo en ellos, adoptando posturas ambiguas cuando no
contradictorias ante la crisis de las redes de distribución social y del modelo
proteccionista, las privatizaciones, el papel del
mercado y otros
asuntos de fundamental importancia. Los tibios intentos de
reforma impulsados por alfonsinistas y renovadores no lograron
superar esta confusión, tal vez porque no pudieron
convencer a la sociedad, ni a sus propios seguidores, de la
necesidad de los cambios. Y todo esto afectó la
efectividad y luego la legitimidad de los gobiernos encabezados
por ellos, y en particular a sus partidos, naufragando su
proyectado fortalecimiento como instrumentos confiables para la
mediación de demandas y la toma de
decisiones.
Existen muchos indicios del efecto disolvente de esta crisis
sobre las identidades heredadas: las encuestas
hablan de una baja disposición a participar en cualquier
actividad política y de un abrupta disminución de
la confianza y el sentido de pertenencia a los partidos, y se
registran altos porcentajes de votantes independientes,
indecisos, votos en blanco y abstenciones en las últimas
elecciones.4 Esto es considerado generalmente como
expresión de la indiferencia e indefinición del
electorado y su desconfianza en lo que dicen los
"políticos profesionales", originada en la
sensación de que los que resulten electos harán
más lo que les convenga a ellos, a sus jefes o a los
grupos de
poder que los respaldan, o lo que les parezca más correcto
de acuerdo a las circunstancias, que lo que hayan prometido o
establezcan sus programas. En
suma, estaríamos ante un amplio proceso de
desafección, despolitización y retiro a la vida
privada de los ciudadanos (Paramio, 1993).
Curiosamente, esto es acompañado por el traspaso de la
confianza a líderes carismáticos relativamente
autonomizados de sus partidos y sus tradiciones, como Menem o
Massaccesi, o que carecen de antecedentes partidarios (ex jueces
como Piotti, militares como Bussi, Rico, Ulloa y Ruiz Palacios,
etc.), e incluso de cualquier antecedente político
(artistas como Ortega, deportistas como Reutemann o empresarios
exitosos como el ex gobernador sanjuanino Escobar). Según
una opinión extendida, ellos estarían más
aggiornados y se adaptarían mejor a las actuales
circunstancias que los dirigentes tradicionales; son capaces de
"hacer lo que hay que hacer" y terminar con el statu quo,
asumiendo el pragmatismo
más extremo como ideología aun a riesgo de
agudizar la crisis de los partidos y las identidades heredadas,
desactivando de paso las polaridades sobre las que se
venía asentando la competencia
política (peronismo-antiperonismo, liberalismo–nacionalismo,
etc.), que habrían perdido toda validez.5 Y por eso los
electores los prefieren. Esta versión de los hechos es,
como puede imaginarse, la preferida por esos líderes a la
mode, pues exagera sus virtudes y da por cierta su supuesta
superación de los vicios del estilo tradicional de hacer
política, denostado como populista, demagógico y
clientelista, ocultando que ellos también participan de la
"cultura"
populista e incluso refuerzan muchos de sus rasgos autoritarios.
En cambio, desde
una posición crítica, se considera la confianza
casi ciega que se deposita en ellos como una reacción
antipolítica de los electores, producto de la
desesperación y la combinación de un deseo de
"castigar" a los políticos tradicionales con
identificaciones emocionales e irracionales,6 que naturalmente
tenderán a desaparecer cuando mejore la situación.
Pero, ¿la crisis de liderazgos que hasta poco antes
parecían muy sólidos, como los de Alfonsín y
Cafiero a nivel nacional, Riera y Chebaia en Tucumán,
León y Bittel en el Chaco, para citar sólo algunos
casos, es sólo un fenómeno coyuntural?, ¿el
apoyo logrado por militares lanzados a la política expresa
simplemente un momentáneo rebrote autoritario, un "voto
castigo"? Por último, ¿basta para explicar los
éxitos electorales de 1991 y 1993 de Menem, Ortega o
Reutemann la referencia a estrategias
manipulatorias de base emotiva o a la estabilidad
económica lograda tras la hiperinflación?
Nuevamente, el problema es que se maneja una noción muy
limitada de la representación y su crisis. Digamos ante
todo que las adhesiones recogidas por los nuevos líderes
demuestran lo inadecuado del diagnóstico de la despolitización de
la sociedad y la desarticulación entre ella y el sistema
político: tras el primer momento de desafección y
fragmentación de identidades, los sectores que quedaron en
disponibilidad fueron incluidos en nuevos vínculos de
consentimiento e identificación. Dicha
rearticulación fue el resultado de las estrategias
representativas de estos líderes, que interpelaron a los
grupos disponibles, resignificando los componentes disgregados de
sus identidades y tradiciones en crisis. Esto explica que, en
ocasiones, los que votan a los nuevos partidos y figuras
carecieran hasta entonces de afinidad ideológica o de
intereses con ellos: es común encontrar que electores
alfonsinistas, renovadores o incluso de izquierda votan ahora a
Bussi, Ruiz Palacios o Rico. Que los que votan a Menem en 1991 y
1993 lo hacen con argumentos opuestos a los que los movieron a
votarlo en 1989. Y también que muchos vean en esos
personajes alternativas de renovación del sistema
político, consolidación de las instituciones e
incluso de democratización: la circunstancia de la crisis
y su hábil diferenciación de los políticos
tradicionales les permite canalizar el reclamo de autoridad y de
recuperación de la eficacia de lo
político, la apuesta por una "nueva política",
combinando valores y
principios
republicanos, liberales y populistas e invocando el bien
común frente a los intereses particulares.
Como dijimos más arriba, la constitución de identidades es siempre
parte fundamental de los procesos
representativos y con mayor razón lo es durante una crisis
tan profunda como la que hemos vivido: dado que en ella los
intereses e identidades preexistentes se disgregan, surge la
necesidad de reemplazarlos; muchos se incorporan entonces a
vínculos políticos que niegan o redefinen los que
solían ser sus reclamos. De modo que lo que antes era
"representativo" ya no lo es, porque lo que buscaba ser
representado ya no existe. Desde esta perspectiva se comprende
que los reclamos no satisfechos que se manifiestan al comienzo de
la crisis sean disueltos al fracturarse los vínculos
políticos tradicionales o sean resignificados en las
estrategias representativas de los nuevos actores; que
éstos puedan construir identificaciones en forma
relativamente independiente de la atención de aquellas
demandas y que lo que es representado tras la crisis no pueda
explicarse a partir de lo que era representado con anterioridad a
ella.
Por último encontramos que, contra lo que se esperaba, la
demanda implícita en el apoyo a esos líderes no
consiste en un incremento de la participación, el
cumplimiento de compromisos o fidelidad a intereses particulares,
sino todo lo contrario: se refuerza la delegación, la
confianza en el representante, a quien se reclama mayor
ejecutividad y centralización del poder. Pero, ¿no
es acaso ésta una forma de "representar"? El carácter
representativo de este "nuevo animal político"
(O’Donnell, 1992) se constata en el hecho de que, a
raíz de la crisis de las identidades tradicionales, los
lazos de pertenencia y los comportamientos rutinarios a ellas
asociados, se colocó en el centro de la actividad
política la rearticulación entre los electores y
los elegidos, inicialmente distorsionada por el clima de
emergencia pero definitivamente asentada en las opiniones de los
votantes. Otro problema es que los ciudadanos no compartan
aún una gran cultura cívica ni muchos valores de
los que enorgullecerse, que muchos estén coercionados por
una situación de extrema necesidad y que los beneficiarios
de esta "nueva política" hayan sido figuras en
consecuencia. Mientras en el punto anterior se planteaba una
oposición entre 1989 y 1983 (el tiempo de las
instituciones vs. el tiempo de la economía), desde esta
perspectiva, ¿no hay acaso cierta continuidad entre la
"política de ciudadanos" (Paramio, 1991) que intentara
instalar Alfonsín en el país y la "nueva
política" menemista?7
Cambios en el sistema de mediación y
videopolítica
En tercer lugar se señala que, en los
últimos años, los partidos han perdido
gravitación frente a otras formas de mediación y
producción de imágenes,
como son los medios masivos
de comunicación, fundamentalmente la
televisión. No es que los partidos utilicen los
medios para
publicitar su discurso y sus
candidatos, sino que ahora la política se decide y se
ejecuta en un ámbito massmediático donde
interactúan nuevos actores (líderes, empresas, grupos
de opinión, etc.) a través de mecanismos de
mercadotecnia
(Achache, 1992). Este nuevo sistema de toma de
decisiones y procesamiento de conflictos,
producto de un
largo proceso que la crisis de 1989 sólo ha agudizado,
tendería a remplazar al antiguo sistema político,
conformado por partidos de masas, asociaciones sectoriales
voluntarias, el Parlamento y otros actores cuyas debilidades
históricas la transición no pudo resolver. Si bien
ya Alfonsín, y muchos otros antes que él,
habían utilizado intensamente los recursos
massmediáticos, no puede ignorarse que tanto el
alfonsinismo como la renovación peronista intentaron
configurar la escena pública y la identidad de
los representados con base en un sistema de partidos. La crisis
de representación significó precisamente el fracaso
de esa estrategia, a
consecuencia de lo cual hoy se acepta como un dato el hecho de
que para triunfar en la competencia
electoral y conformar un liderazgo
sólido es mucho más relevante la construcción de la imagen que
la
organización de militantes o la presentación de
un programa
partidario y que, incluso, éstos pueden ser
obstáculos antes que instrumentos en tal empresa.
El efecto de los cambios en los mecanismos de
mediatización sobre la relación entre representados
y representantes es tan indisimulable como difícil de
valorar. Por un lado se registra un creciente distanciamiento de
éstos respecto de las opiniones y deseos de
aquéllos: a medida que los partidos y organizaciones de
intereses pierden posiciones en la mediación y el control del
acceso a la agenda pública, la función de
gate keeper (Morlino, 1986) va quedando en manos de
técnicos y líderes autónomos de dichas
estructuras,
que toman decisiones y median demandas a través de la
intrincada conjunción de criterios tecnocráticos de
eficiencia,
acuerdos con grupos de presión y
vínculos de fidelidad personal entre
funcionarios. La experiencia menemista y las de sus gobernadores
más fieles están plagadas de ejemplos al respecto.
Por otro lado, aparecen o se fortalecen formas de contacto
más directas entre gobernantes y gobernados: en la
política massmediatizada un velo de aparente transparencia
envuelve todas las decisiones y actos de gobierno. Los
gobernantes deben extremar sus recursos e
imaginación para conservar vínculos de confianza
que se han concentrado, pero son frágiles, discontinuos y
poco integrados. Como consecuencia de la
massmediatización, la acción y el discurso se
intersectan en un espacio mucho más amplio que el
tradicional, se ponen en juego recursos
de deliberación, información e identificación que
exceden en mucho los instrumentos con que se construían
los esquemas movilizatorios nacional-populares, y como, gracias a
ello, pueden acceder a la visibilidad pública una
diversidad inmensa de intereses -que sobrepasan la capacidad de
absorción de la representación institucional-,
adquiere creciente importancia la representación no
institucional, que puede proveer imágenes
unificadoras, aunque más no sea efímeras. He
aquí uno de los motivos por los que se refuerza la
personalización de los vínculos políticos al
tiempo que se acelera la circulación de las figuras y los
discursos, de
modo que los líderes políticos se ven obligados a
revalidar constantemente sus títulos en la
autopresentación ante el público
massmediático.
El alcance de esta transformación, que tampoco es una
particularidad argentina, es
exagerado o relativizado, criticado o bienvenido alternativamente
por quienes en distintas partes del mundo lo han analizado. Ferry
(1992) sostiene que el imperio de la manipulación
massmediática significa la desaparición del
ciudadano, el eclipse de las identidades y de lo político
mismo. En cambio otros
declaran que la "democracia audiovisual" no conlleva ninguna
consecuencia grave; antes bien, el ingreso de lo político
a lo audiovisual enriquece su discursividad, la hace, junto a los
sondeos y otras técnicas
de expresión, más visible, más expuesta a
los acontecimientos, más atenta a la opinión
pública (Wolton, 1992) y, sobre todo, más
transparente. Más allá de estas distintas
valoraciones se plantea nuevamente el interrogante respecto de si
esto significa el fin de la representación. Muchos
así lo creen y señalan que la
comunicación y la información son las encargadas de
remplazarla; en cambio otros sostienen que se remplazan formas
partidistas de representación por un nuevo estilo
representativo, en el que los medios, la opinión
pública y la imagen de los
gobernantes cumplen funciones
centrales (Manin, 1991). Incluso Leibholz (1981) sugiere que, a
diferencia de la democracia de partidos (y, agregamos nosotros,
los regímenes populistas tradicionales) asentados en
vínculos de identidad, y
por lo tanto plebiscitarios más que representativos, el
estilo que ahora se va conformando instala como fundamento de
legitimidad el vínculo de representación entre
electores y elegidos. Volveremos en seguida sobre este
asunto.
Crisis del Estado
ampliado
Por último no puede obviarse la relación
existente, en Argentina al
igual que en otros países, entre la crisis del Estado y la de
representación. En este sentido, la hiperinflación
experimentada aquí en 1989 debería considerarse,
además de como fenómeno económico, como
punto culminante del deterioro de la autoridad estatal,
desarticulación de su unidad política, su capacidad
operativa y financiera. En Europa,
situaciones mucho menos críticas han provocado el
descentramiento respecto de la sociedad y el derrumbe de la
identidad política-Estado (Marramao, 1990), pero en
países como Argentina, donde la crisis afecta con
particular virulencia a los actores sociales y la sociedad civil
era muy débil ya antes de la crisis, las consecuencias han
sido muy distintas: en cierto sentido la función
del Estado como centro de la vida política se refuerza,
porque es más necesario que nunca para la construcción de identidades y sólo
sobreviven aquellas que logran vincularse a él
(Zermeño, 1989). La rápida disgregación de
muchos de los llamados nuevos movimientos sociales así lo
demuestra.
Pero ya no es más el Estado
ampliado de antaño. Como consecuencia de la crisis de las
organizaciones
de masas (partidarias y sectoriales) y las políticas de
reforma del aparato estatal (privatizaciones,
desregulación, racionalización), que entre 1989 y
1993 significaron el despido de miles de empleados y la
eliminación de incontables reparticiones, agencias y
empresas, se han desactivado los canales tradicionales de
formación y transmisión de demandas (que
venían debilitándose desde los 70), y se
concentró y tecnificó la gestión
pública (al seleccionarse los funcionarios fuera de los
partidos, con criterios empresarios o técnicos). Esto
repercutió en los actores de la representación
tanto como en las formas de relación entre ellos: el
Estado ya no se vincula con las viejas organizaciones sino con
actores más heterogéneos y disgregados (poblaciones
empobrecidas, ciudadanos en general, lobbies, grupos de presión y
de opinión) a través de mecanismos muy diversos
sólo articulables por el líder,
que puede encontrarse tal vez en una situación más
frágil que la de algunos de sus predecesores (Menem no
podría confiar en su liderazgo
natural sobre la comunidad
organizada, y mucho menos en la cohesión de ésta,
como sí podía hacerlo Perón),
pero cumple un rol tanto o más importante que el de
aquellos.
Se produce así un reordenamiento general de la
división del trabajo y de las funciones de
representación dentro del Estado, orientado a superar las
tensiones y la amenaza de desorden social generalizado. Es casi
natural que como resultado, los parlamentos pierdan parte del
poco poder que conservaban, desplazados por los ejecutivos, que
se asocian en forma directa a la opinión pública y
a los grupos de presión. La subsecuente
subordinación de la deliberación y el consenso a la
ejecutividad es un fenómeno que se verifica en muchos
lugares (D’Arcy y Saez, 1985) pero que aquí se
agrava al partir de una situación ya marcadamente
presidencialista. Al mismo tiempo, también en la sociedad
se produce una gran concentración de poder. La crisis del
Estado evidentemente favorece a actores poderosos, entre los que
se destacan los lobbies empresarios, que logran una llegada
directa con la toma de decisiones, aunque esto no significa que
se fortalezca un modelo corporatista: los líderes
emergentes se muestran renuentes a institucionalizar
ámbitos de concertación, no sólo con
sindicatos
sino con las corporaciones en general.
En conclusión, la crisis de representación en
nuestro país no supuso solamente un cambio coyuntural ni
un proceso de "desafección política": tal vez
porque ningún régimen político puede
sobrevivir largo tiempo en ausencia de vínculos más
o menos eficaces de representación, al debilitamiento de
los partidos, el quiebre de sistemas de
procesamiento de demandas y resolución de conflictos que
habían operado durante décadas en nuestro
país, al menos desde el surgimiento del peronismo,
sobreviviendo a su "larga agonía" (Halperin Donghi, 1994),
no sólo le siguió frustración y
despolitización, sino también la
conformación de nuevos vínculos con líderes
que están acompañando o impulsando cambios de
enorme alcance en la economía, la política, la
sociedad y el Estado, cambios que no pueden dejar de afectar a
los protagonistas de la representación, ni a las formas de
relación entre ellos. Concentraremos ahora nuestra
atención en esos nuevos líderes y en el pasaje del
estilo de representación tradicional, fundado en partidos
de masas, un Estado distribucionista y mecanismos populistas de
agregación de demandas, a un nuevo estilo, personalista y
ejecutivista, que da cuenta de las transformaciones registradas o
en curso en los partidos, las identidades, las formas de
competencia y gestión pública.
2. Una aproximación
a los nuevos liderazgos
Los nuevos líderes, ¿representan?
Suele afirmarse que, debido a la crisis de representación,
hoy ya no hay vínculos de identificación y
confianza entre gobernantes y gobernados en la política
argentina, que sólo el consentimiento fáctico y la
creciente despolitización de los ciudadanos permiten que
un sistema político con graves déficit de consenso
y legitimidad siga funcionando. También se dice que la
actual personalización de los vínculos
políticos, consecuencia de esa crisis, borra de ellos todo
rastro de representación: O’Donnell la explica como
parte de la "democracia delegativa", forma política basada
en la autorización a los elegidos para que gobiernen
según su criterio, que estaría imponiéndose
en América
latina en lugar de la democracia representativa. En otros
estudios se advierte que la massmediatización de la vida
política y la continua circulación de
imágenes determinan la falta de respeto a los
mandatos, vaciando de contenido los vínculos
representativos.
A partir de la crisis de 1989 se han profundizado además
en Argentina ciertos rasgos tradicionales de la vida
política y se han agregado algunos nuevos que
podrían reforzar esta idea de que asistimos al fin de la
representación: las promesas pierden valor y las
decisiones tienden a generar consentimiento ex post facto
más que como resultado de la agregación de
voluntades. El presidente Menem es el principal impulsor de esta
modalidad de acción que debilita la función
agregativa del poder en favor de una lógica
demostrativa: instaura una "política del éxito" y
los "resultados concretos" en la cual la autoridad se legitima
por su capacidad de producir efectos, que crean la necesidad de
nuevas intervenciones, garantizándose así a la vez
su permanencia. Vemos también como, al personalizarse las
opciones electorales en detrimento de los programas y
concentrarse la confianza en los nuevos líderes, se
incrementa el poder de prerrogativa (la capacidad de tomar
decisiones en ausencia de leyes) del
Ejecutivo, lo que queda avalado además por la complejidad
de las situaciones y los conflictos que él debe enfrentar.
El predominio de las imágenes y las personalidades por
sobre los textos no obsta para que el accionar gubernamental sea
relevante para la opinión pública y ésta
cumpla una función muy dinámica, generalizando y diversificando
los debates. Pero, dado que los actores sociales en que
podría encarnarse esa activa opinión se han
disgregado, ya no existe una demanda previa e independiente de la
oferta y los
líderes pueden articularla, activarla o desactivarla a
discreción.
Sin desconocer estos fenómenos, ni negarles validez a los
análisis recién citados, hemos
propuesto en este estudio utilizar una noción más
abarcativa de lo que es "representación", a partir de la
cual la delegación, la
comunicación y la teatralización podrían
considerarse aspectos de un particular estilo de la misma, en
lugar de formas antirrepresentativas. Un estilo gracias al cual,
paradójicamente, la representación cumple hoy una
función mucho más amplia que la que
tradicionalmente cumplía en la política
argentina.
En los últimos años la personalización y la
teatralización dieron lugar a nuevos vínculos de
identificación, nuevos liderazgos e, incluso, a procesos
de repolitización de amplios sectores. No pueden ignorarse
los contenidos políticos e ideológicos de las
imágenes personales de esos nuevos líderes, ni la
paulatina adaptación "transformista" de los partidos, las
identidades y los mecanismos de agregación de demandas a
la nueva situación. Tampoco el hecho de que, lejos de
imposibilitar la representación, todos estos cambios han
puesto en el tapete su dimensión activa: ella aparece,
como en general sucede en los momentos de crisis y
transformación, como el resultado del poder, que crea su
público, sus instrumentos de gobierno e "impersona" (es
decir, pone en forma) el bien común, dando unidad a la
sociedad (Lefort, 1991).8 Dado que los grupos de intereses se han
disgregado, deben ser reagregados por el representante para poder
expresarse. No puede por lo tanto operar la lógica del
mandato y la representación simbólica gana terreno
a costa de la expresiva (Miglio, 1985). Pierden consistencia
así algunos de los mitos de las
teorías
clásicas: no siempre un gobierno representativo concilia
intereses divergentes, ni las elecciones y demás procedimientos
institucionales bastan para controlar su accionar. Esta
función nueva y ampliada de la representación se
vincula con un cambio en las identidades políticas al que
ya nos hemos referido someramente y que ahora podemos analizar en
profundidad.
Sobre la base de la interesante distinción propuesta por
Genovese (1983), podría decirse que mientras que en la
"Argentina Peronista", y aun en la reciente transición
(pese a los esfuerzos del alfonsinismo por terminar de disolver
los agrupamientos tradicionales, esfuerzos que para su desgracia
sólo el menemismo coronó con el éxito)
predominaron identidades por alteridad, hoy encontramos en la
vida política principalmente identificaciones por
escenificación. En las primeras, la identificación
era un principio activo en sí mismo que operaba en
relación con un alter intersubjetivo: a partir de la
distinción entre amigos y enemigos se constituía
una identidad que involucraba existencialmente a los sujetos.
Esta modalidad proveía un sustrato muy sólido y
estable a los agrupamientos y conflictos políticos y
reducía la dinámica representativa a su
"expresión", porque aunque las identidades resultantes no
eran naturales, tendían a naturalizarse como esencias
originarias compuestas de intereses, valores y formas culturales
contrapuestos a los de otras identidades equivalentes, que se
"reflejaban" como ellas en el plano político. De
allí que, siguiendo nuevamente a Leibholz, pueda
considerarse la contraposición entre peronistas y
antiperonistas, y en general el clásico enfrentamiento
entre fuertes identidades partidarias predominante en nuestro
país hasta hace unos años (Cavarozzi, 1984), como
evidencias de un largo predominio de la lógica de la
identidad sobre la de la representación, algo que
llegó a su fin al descomponerse esos agrupamientos y ser
sustituidos por "identificaciones por escenificación".
Estas unifican lo heterogéneo de una sociedad polimorfa
(Galli, 1990), desarticulada y dispersa, refiriéndolo a
una escena de simbolización y a un actor que personifica
algo común a todos los individuos, para que ellos puedan
reconciliarse con una imagen de sí. Obviamente esta
escenificación se apoya en la movilización de
recursos simbólicos que la preceden; pero más
allá de eso, lo importante es que ahora las
identificaciones se construyen a través de la
representación, que actúa como nuevo principio
activo y lógica fundante de lo político.
En la Argentina de Menem, una vez descompuestas definitivamente
las tradiciones de solidaridad y
comunidad de
intereses, y aceptado el carácter
irreversible de este hecho, difícilmente la sociedad
recobre su imagen de cuerpo unido, aunque obtiene un sustituto
bastante eficiente al ser representada por nuevas figuras.
Sólo que para lograr efectos de identificación y
consentimiento, por cierto menos activos, perennes
e integrados que los precedentes, ellas deben movilizar una
enorme cantidad de recursos de interpelación. Es decir
que, tras la crisis de las identidades heredadas, que
permitían limitar el juego
representativo a la interacción entre elites, partidos y
demás organizaciones, ocupa su lugar, en el corazón de
la vida política, un interrogante permanentemente abierto
respecto de la relación entre electores y elegidos. La
función representativa recibe así la ardua tarea de
construir y preservar vínculos en constante
disgregación. Esto no supone sólo un cambio de
intensidad, sino también de modalidad, puesto que al
desprenderse de su corsé "expresivo", la
representación ya no puede reducirse a mero procedimiento
fijado en las normas
electorales: se presenta como un vínculo concreto entre
gobernantes y gobernados que canaliza decisiones en una
diversidad de cuestiones muy complejas. Esto, sumado a la ya
aludida debilidad de las instituciones, exige que para lograr
niveles mínimos de consentimiento e identificación
los vínculos se apoyen en la confianza en los
líderes, comprobándose de paso, contra la
ilusión procedimentalista de 1983 (cuyos defensores,
paradójicamente, al mismo tiempo avalaban a un líder
providencial), que la política no es posible sin
personas.
Ahora bien, esta personalización de la política,
¿no conlleva el peligro de que el representante se
convierta en la materia misma
de la representación y encarne el bien común,
relegando a segundo plano la mediación organizada y
suprimiendo la distinción, fundamental para la democracia,
entre la representación del poder y la
representación ante el poder? Condensadas ambas en
liderazgos que el clima de
inestabilidad y la brevedad del tiempo político vuelven
efímeros y a la vez omnímodos, ¿en
qué medida esto implica una amenaza para la democracia,
una regresión a formas autoritarias o la formación
de un régimen nuevo que hay que definir? Para responder
conviene antes preguntarse cuánto hay de nuevo en este
estilo y cuánto de continuidad o restauración,
considerando que el ejecutivismo y el personalismo han sido
componentes básicos de la extendida tradición
populista argentina.
El nuevo estilo de
representación: Neopopulismo
Si regía hasta la crisis de 1989 algo así
como un estilo tradicional de representación,
¿acaso no se caracterizaba por un alto grado de
ejecutivismo y personalización? Más allá de
las distintas coyunturas en que les tocó actuar y las
evidentes distancias ideológicas, ¿existe realmente
una diferencia de estilos entre Perón y
Menem que permita distinguir los vínculos representativos
que cada uno de ellos estableció? Todos los líderes
importantes de nuestra historia política han
concentrado la confianza y las identificaciones de los votantes,
han recurrido al contacto directo con sus seguidores y han
reclamado ser voceros del bien común. Por lo tanto,
siguiendo a Ducatenzeiler y Oxhorn (1994), tal vez podría
decirse que los nuevos líderes, y en especial los que
provienen del peronismo, encarnan simplemente el resurgir de las
tradiciones caudillistas y autoritarias que ya en el pasado
impidieron la consolidación de la democracia en nuestro
país. Esta afirmación incluye dos tesis que
intentaremos ahora discutir. Respecto de la primera, referida a
la originalidad de los líderes emergentes en estos
años 90, intentaremos mostrar, a partir del recién
expuesto análisis de los cambios derivados de la crisis de
representación, que se caracterizan por una particular
modalidad de apropiación de las tradiciones populista,
conservadora y liberal-republicana, y por la incorporación
a ellas de ciertas novedades. Ordenaremos la argumentación
a partir de la comparación entre los rasgos del populismo
tradicional y los del nuevo estilo, en tres dimensiones, la
primera de las cuales corresponde a las identidades y las formas
de competencia inter e intrapartidaria.
En el punto anterior distinguimos las actuales identificaciones
por escenificación de las identidades por alteridad que
dominaron la vida política durante la larga etapa de
vigencia del populismo tradicional. Estas daban lugar a
antagonismos sociales y comportamientos electorales muy estables,
sólidos lazos de pertenencia partidaria y lentos recambios
dirigenciales. El triunfo de Alfonsín comenzó a
modificar esa situación, que habría de
desarticularse definitivamente a partir de la llegada de Menem a
la presidencia. Desde entonces asistimos a una veloz
circulación de elites y rápidos cambios en las
actitudes de
los votantes, guiados más por sus opiniones que por
vínculos de pertenencia a los partidos. En algunas
provincias donde el impacto de la crisis fue particularmente
contundente (Chaco, Tucumán, Catamarca, Santa Fe), y con
cierto retraso en otras y a nivel nacional, desembocó en
un sistema de competencia más abierto, que junto a la
reforma de los regímenes electorales (ley de lemas
mediante) ha favorecido el remplazo del control
partidario de las candidaturas por un esquema basado sobre
figuras con respaldo de la opinión pública. El auge
del corte de boletas es otro indicio de ello.
Con la fragmentación y desactivación de las
identidades partidarias tradicionales se debilitó la
concertación de intereses que a partir de ellas
practicaban los caudillos desde los partidos. Esto afectó
especialmente el rol de los militantes y dirigentes de niveles
intermedios, que fueron subordinados o aun remplazados por
"operadores" y funcionarios técnicos a las órdenes
de los nuevos líderes, dispuestos igual que sus jefes a
pasar por alto el funcionamiento orgánico y las lealtades
de partido. Estos ven debilitarse así su rol en la
mediación y en el manejo de los recursos públicos,
aunque incorporan al mismo tiempo formas de funcionamiento
empresariales que les permiten actuar como comités
electorales muy eficaces en manos de quienes concentran la
capacidad de decisión y las funciones de
representación. Los partidos de masas tradicionales se
transforman por lo tanto en aparatos electorales dóciles
que no movilizan a la gente y pueden estar muy fragmentados por
abajo y al mismo tiempo férreamente controlados por
arriba, permitiendo a sus jefes colocarse más allá
de toda división de la sociedad para gobernarla sin tener
que agregar los intereses y demandas de los grupos en conflicto.
Es en el peronismo donde más ha avanzado este proceso,
gracias al éxito de la estrategia
menemista. Recordemos que Menem se mostró desde un
principio dispuesto a recurrir a personas ajenas a su partido (y
a cualquier otro) para ocupar cargos en el gobierno nacional y en
las candidaturas. La concentración del poder partidario en
la conducción nacional, controlada por sus incondicionales
desde 1991, y la fragmentación y desactivación de
las líneas internas (incluso de aquellas que lo
habían apoyado), le permitió adaptar al PJ a sus
necesidades. El ha funcionado eficientemente desde entonces como
comité electoral y mecanismo de control de la dirigencia
de las provincias (ejemplos de ello son las intervenciones a los
distritos de Tucumán, Catamarca, Corrientes,
Córdoba y Santiago del Estero). Ese éxito no se
contrapone, sino que se complementa, con su simultáneo
vaciamiento político y la fragmentación y
dispersión que sufre en la base,9 puesto que así se
libera una masa de maniobras disponible para las estrategias
implementadas desde la cúspide y se impide la
formación de grupos de presión internos que puedan
condicionar las decisiones.
Los cambios en este nivel tienen impacto en una segunda
dimensión: los procesos de toma de decisiones y
gestión pública. El populismo tradicional
había dado lugar a una multiplicación de canales de
acceso a las agencias estatales, a través de los cuales
éstas eran colonizadas por grupos de intereses y
partidarios. Esto provocó una creciente
fragmentación de la
administración, agudizada por los acuerdos
coyunturales de distribución patrimonialista/clientelar de
los recursos, a los que los caudillos que actuaban como gate
keepers en el gobierno recurrían para evitar el bloqueo y
veto mutuo de sus pares, tan usuales en la "competencia simulada"
que protagonizaban. Este sistema de competencia inter e
intrapartidaria, vinculado a mecanismos de scambio entre
caudillos y corporaciones que reflejaban la profunda
interpenetración entre partidos, gobierno y grupos de
interés, está siendo remplazado por otro, que
autonomiza a estos actores, concentra el acceso a los recursos en
los Ejecutivos y desorganiza los intereses antes agregados,
permitiéndole a los líderes interpelar a los
ciudadanos sin mediaciones. Aquellos recuperan así el
control centralizado y personal de la
toma de decisiones, que el populismo en su origen había
establecido, pero en una forma que se aleja considerablemente de
este antecedente, distancia que se profundiza a medida que
avanzan las reformas en el aparato estatal (a las que ya nos
hemos referido), dirigidas no sólo a fortalecer al
Ejecutivo sobre los otros poderes y sobre la sociedad, sino a
modificar el sistema tradicional de agregación y
reconocimiento de demandas.
Esto repercutió en un tercer aspecto, al que
también nos referimos: los actores sociales involucrados
en la representación y las formas de relación entre
ellos. El remplazo de las redes clientelares
competitivas y con clientelas agregadas, clientelismo de partidos
en la terminología de Hermet, por mecanismos de
distribución centralizados en el Ejecutivo con clientelas
desagregadas, sumado a la disminución de recursos y la
simple exclusión de una serie de bienes y
servicios
antes distribuidos clientelarmente a partir de las
privatizaciones y la reducción de las incumbencias y
funciones estatales, refuerza el relegamiento de los grupos de
intereses organizados (principalmente los sindicatos) y su
remplazo por actores que sólo pueden expresarse como
votantes. Esto se comprueba en la multiplicación de planes
sociales controlados desde la cúspide, sin interferencias
de las redes partidarias y dirigidos a poblaciones focalizadas y
o dispersas (imitando los programas chilenos, el FONCODES peruano
y el PRONASOL mexicano). Y se empalma con el papel de
los medios de
comunicación en la constitución de demandas e
identificaciones. Se constituyen así una pluralidad de
escenarios de conflicto e
interacción, cada uno con sus propios actores y mecanismos
de funcionamiento. Por un lado, los actores social y
económicamente más poderosos, que disfrutan del
acceso privilegiado a quienes monopolizan las funciones de gate
keeper, acceso antes extendido a todo tipo de actores. Por otro,
los votantes del llano, que sólo pueden influir a
través de la movilidad de sus preferencias y la
opinión pública, cuya importancia de todos modos se
acrecienta en detrimento de formas agregadas de expresión
de voluntades e intereses.
En suma, el populismo tradicional, vigente mientras
existió crecimiento sostenido, integración social e igualación,
aquí tanto como en otros países de América
latina (Weffort, 1993), y que entró en crisis junto
con el modelo de desarrollo y
de Estado que había ayudado a gestar y, con cierto
retraso, con las identidades a él asociadas, habría
sido sustituido por una suerte de neopopulismo (Zermeño,
1989), que a diferencia de aquél, no moviliza ni integra a
las masas, no articula a los grupos de interés con los
partidos y el Estado, ni promueve la igualación, sino
incluso lo contrario, pero se las arregla para imponer dolorosas
políticas de cambio y ganar al mismo tiempo elecciones. Y
es precisamente en cuanto al papel de las elecciones que hallamos
la diferencia tal vez fundamental entre el viejo populismo y el
nuevo: tal como sostiene Halperin Donghi, Perón
fundó su legitimidad en el reconocimiento popular a su
liderazgo "natural" y en un vínculo de pertenencia
derivado de ello que los resultados electorales tenían por
función simplemente evidenciar; mientras que el liderazgo
de Menem carece de esos soportes y depende casi exclusivamente
del éxito electoral.
Ante este "populismo de la escasez" no deja de asombrarnos la
paradoja señalada por Torre: contra todas las previsiones,
el resurgir populista del cual aquél es producto, no se
orienta a impedir el ajuste, las reformas del Estado y la
economía, sino a facilitarlas. Más allá de
lo que opinemos de sus orientaciones, no puede negársele
cierto mérito en la recuperación de la autoridad
del Estado y la reagregación de voluntades, que
permitieron atravesar el "valle de lágrimas" de la crisis
(Dahrendorf, 1990), obligando a la sociedad a resignar los
reclamos particulares en nombre del interés nacional, la
estabilidad y un futuro de crecimiento. No es seguramente ajeno a
este fenómeno el hecho de que no se trata del mismo
populismo de antaño, ni de algo totalmente distinto, sino
de su versión adaptada a los tiempos que corren. Su
éxito podría considerarse, en resumidas cuentas, como el
resultado de una reacción adaptativa ante la crisis.
Exitosa, al menos hasta ahora, porque no sólo logró
preservar al peronismo, sino al sistema político en su
conjunto, de un nuevo cataclismo.
No es casual que esta reacción haya provenido
principalmente del movimiento
fundado por Perón: la conjunción en 1989 de la
crisis de gestión y la de representación
significó el replanteo de la recurrente pregunta sobre la
viabilidad de la democracia y su eficacia gubernativa en un
contexto de debilidad institucional y precario desarrollo
económico (Calderón y Dos Santos, 1993), que
precisamente había una vez dado origen a aquel movimiento.
Sólo que, al igual que entonces, la "solución" a
ese problema impulsada por el peronismo implicó
alteraciones importantes en la vida democrática.
Respecto de esto último, si bien es cierto que, contra
todas las expectativas, las instituciones siguieron funcionando
durante la emergencia económica y social y los
líderes surgidos de la crisis fueron capaces de revalidar
sus títulos aun al tiempo que aplicaban un duro programa
de reformas, sin perseguir a los opositores (recurso que el
peronismo había utilizado profusamente en los 50 y los
70), no sólo se debilitó deliberadamente a los
partidos, ayudando a frustrar la esperada consolidación de
un sistema pluripartidista de representación, sino que se
recurrió a las más variadas artimañas para
desactivar toda oposición (entre las cuales la
extorsión que precedió al Pacto de Olivos fue tal
vez la más audaz) y el Presidente no se privó de
dictar decretos de necesidad y urgencia (que sumaron más
de 300 en cuatro años), manipular a la Justicia y
relegar al Legislativo. Aunque las instituciones no han sufrido
una catástrofe comparable a la vivida en coyunturas
similares en otros países, gracias a su adaptación
transformista a la nueva situación impulsada precisamente
por los nuevos líderes, ¿acaso puede concluirse que
ellos han contribuido a consolidar las instituciones
democráticas?
¿Pueden los
nuevos líderes consolidar las
instituciones?
Weffort sostiene que la experiencia de Argentina, junto
a las de Uruguay,
Chile, la
India y otros
países, demuestra que las contradicciones entre un sistema
institucional basado en la igualdad
política de los ciudadanos y la creciente desigualdad
social, sumadas a distorsiones institucionales, inestabilidad y
violencia, no
necesariamente conducen al quiebre de la democracia, pero impiden
que ella se consolide, al perdurar una baja
institucionalización de los partidos, impasses
intermitentes entre la Presidencia y el Congreso y la presencia
militar, herencia del
régimen autoritario anterior, a lo que se agregan los
efectos de la crisis en las conductas políticas, los valores y
formas de identificación, que pueden significar el
deterioro de reglas de convivencia recién incorporadas y
el incremento de la segregación. Según
Ducatenzeiler y Oxhorn, como vimos, los nuevos líderes
latinoamericanos son los principales responsables de estas trabas
para la consolidación, pues con ellos rejuvenece el
atávico caudillismo vernáculo.
Contra estas visiones mefistofélicas cabría
advertir muestras de mejoría en algunos rubros de nuestra
democracia entre 1989 y 1993. Los partidos, luego de un dura
etapa de desarticulación, están demostrando cierta
capacidad de adaptación, redefiniendo su función en
la vida política. Los conatos de golpe que se sucedieron a
partir de 1987 fueron suprimidos tras la represión a los
carapintadas en diciembre de 1990. Y se recuperó la
autoridad, unidad y efectividad de la gestión
pública, con una renovada autonomía frente a los
grupos de interés, que resulta imprescindible para llevar
a cabo cualquier política en el futuro (Paramio, 1993). Es
evidente además que si no hubieran surgido los
líderes en cuestión, la desintegración
social resultante del desgobierno y la hiperinflación
podría haber tenido consecuencias mucho más graves
que las verificadas. Hemos mostrado por otra parte que, si bien
estos líderes no satisfacen la accountability horizontal
(responsabilidad del presidente ante el Congreso,
el partido, la Justicia, etc.), precisamente por la
superposición de la representación ante el poder y
la representación del poder, sí se verifica la
accountability vertical, la responsabilidad del gobernante ante el gobernado.
Prueba de ello es que en cuanto pierden apoyo electoral, su poder
se derrumba (el caso de Collor es el más elocuente en este
sentido y, como ya señalamos, es ésta una
diferencia esencial entre Menem y Perón). A la
afirmación de O’Donnell de que estos gobiernos son
más democráticos y menos liberales que los
regímenes representativos clásicos, le
cabría incluso la observación de que ellos resultan ser
más liberales que la mayor parte de las experiencias
previas de nuestros países, al apoyarse en lazos
representativos entre electores y elegidos.
Torre sostiene que aun cuando logran en el corto plazo
reinstaurar la autoridad estatal e impulsar importantes reformas,
lo hacen al precio del no
respeto de los
procedimientos democráticos y tienden a hacer depender de
sus personas el funcionamiento de las instituciones.
También señala que estimulan el abandono de las
preferencias democráticas al ofrecer soluciones
inmediatas a cambio de que se les tolere su autoritarismo y
discrecionalidad. No es seguro, sin
embargo, que la sociedad desconozca estos peligros o haya tirado
por la borda la conciencia
respecto del estrecho vínculo existente entre vida
cotidiana y régimen institucional, dolorosamente
incorporada en los años 70. Más que un resultado en
particular, pareciera que lo que la sociedad viene reclamando son
procedimientos seguros y
confiables e identificaciones transparentes entre electores y
elegidos. Los líderes emergentes han satisfecho este
reclamo, respondiendo al fracaso de las instituciones heredadas.
En conclusión, mientras no se constate que ellos no pueden
remplazarlas por algo mucho mejor, y no surjan alternativas que a
sus ventajas comparativas les agreguen rasgos democráticos
que a ellos les faltan, encarnarán el cambio necesario y
la democracia posible. Motivo suficiente para que el juicio
respecto de la consolidación sea más equilibrado y
para discriminar de este asunto el atinente a la
profundización de la democracia.
¿Cuáles son las limitaciones que enfrentan los
nuevos líderes para hacer de esta democracia, que
más mal que bien se consolida, una democracia deseable?
Ellos han tendido a avanzar por el peligroso camino de aprovechar
las ventajas que supone la disolución de las formas
políticas tradicionales, y al mismo tiempo impedir el
pleno desarrollo de
una política de ciudadanos. Aunque es difícil
predecir las consecuencias de su recorrido, la pretensión
de ejercer un poder sin límites,
la búsqueda de referentes sustantivos de legitimidad para
un discurso cada vez más monopolizado de lo
político (la alusión al destino, la "voluntad del
pueblo", el "mandato de Dios", etc.) y la desertificación
de una esfera pública donde se debatan derechos, aparecen como
síntomas alarmantes de la "vocación soberana" que
los embarga. Esto bien puede llevarlos a deteriorar las
instituciones. Pero también a su autodestrucción:
buscando preservar su rol como única alternativa frente al
caos, podrían terminar minando la confianza que una vez
inspiraran a la sociedad y la eficacia de las reformas
introducidas.
Gaston Amor
Diego Garcia