Que de la verdadera inexistencia de Dios se sigue su
existencia.
1) Toda verdad remite a otra. De lo contrario, el
límite de la verdad sería una no-verdad, en la que
aquélla encontraría su comienzo y su fin. Lo falso
engendraría a lo cierto, y lo cierto a lo
falso.
2) Las verdades, pues, sean cuales sean, nos conducen,
mediante un encadenamiento infinito, a la Verdad suprema e
inalcanzable, que es Dios.
3) Afirmar una sola verdad que sea tal, y no sólo
de nombre, supone negar el límite que la
cancelaría, afirmar la infinitud de la progresión
y, por consiguiente, afirmar a Dios.
4) Luego, aunque esa supuesta verdad fuera "Dios no
existe", al predicarse como verdad, de ella se sigue que Dios, es
decir la Verdad, existe.
5) Pero, si Dios existe, la mayor es falsa, y si no
existe también, pues no existe la Verdad ni tampoco las
verdades. Luego, de un modo u otro, Dios existe.
¿Qué es la verdad?
No debe definirse la verdad: tienes que perseguirla. Ni
debe, digo, ni puede ser definida. En efecto, para lograrlo
deberías presuponer que tu definición es verdadera,
lo que te haría incurrir en petición de principio.
De lo que deduzco que la verdad, indefinible, es aquello que los
racionalistas llamaron "luz natural",
"certeza" o incluso "intuición", aunque este
término sea propiamente romántico.
Ahora bien, sólo puedes esbozar la verdad, nunca
poseerla completamente. Nace de ahí el vocablo
'filosofía', donde el
conocimiento se plantea como atracción (amor), en
oposición al dominio
ciego.
No sabes, pues, qué es la verdad exactamente,
pero la percibes entre tinieblas, y estás persuadido de
que el error absoluto no puede existir. Si el error absoluto
existiera, entonces no existiría, puesto que su existencia
sería cierta o certificable (y la verdad es ante todo
certeza, como se ha dicho antes). Luego, la verdad y el error no
pueden tener, en puridad, la misma condición, aunque nunca
recibas verdades o errores puros.
Toda afirmación contiene la verdad parcializada,
distorsionada. Así, un ecléctico toma de cada
sistema lo que
considera más pertinente, excluyendo al resto. Y, en el
mismo sentido, una revolución
científica o epistemológica que introduzca una
"nueva verdad" estará, en realidad, ensanchando el
anterior sistema de
verdades, aunque haya que presuponer idealmente que éste
permaneció siempre ahí.
La verdad del hombre es una
ficción mudable, o, si prefieres una expresión
más tranquilizadora, es una anticipación o
pregustación de la verdad absoluta. Hay una diferencia de
grado y no de naturaleza entre
ambas clases de verdad: tan necesaria es la verdad absoluta como
aquellas que, coeternas con ella, nos permiten ir a
alcanzarla.
Causa y agente.
I.
Dios es la primera y la última verdad, el Alfa y
el Omega, creador de todo cuanto existe y, en tanto que existe,
es verdadero.
Del efecto (la creación) a la causa (Dios) y de
la causa (Dios) al efecto (la creación) la sucesión
de verdades es infinita, progresiva y regresivamente. Y lo es
porque Dios creó al mundo de una sola vez, sin límites ni
espacios más allá del propio mundo, es decir,
infinito en extensión y, por consiguiente, en
variedad.
Esto explica también que no pueda llegarse a Dios
por la razón, ya que ésta toma siempre como
referencia al mundo. Sí, no obstante, por la
mística, a saber: abstrayéndonos del mundo y
contemplando a Dios como si sólo Él y nuestra alma
existieran, que es lo que Leibniz concibió como
armonía preestablecida.
Reitero, pues, que referirnos a Dios como verdad
"primera" o "última" obedece, respectivamente, a adoptar
el plano ontológico o el epistemológico en nuestro
análisis.
II.
La creación no parte de Dios como primer
eslabón de una cadena causal, sino que, en un orden
totalmente distinto, es Dios mismo el que genera la cadena ex
nihilo. Y esto es así porque, como sabes, Dios no
está en el tiempo, ni es
causado, ni es compuesto, ni es tangible, por lo que tampoco
puede ser causa de ningún ente.
Dios CREA, no causa. La causalidad PRESUPONE al ser, la
creación lo PONE. Evidentemente, Dios no se crea a
sí mismo. Dios, pues, no empieza a ser, sino que es
siempre. De ahí extraigo que Dios no es término
inicial de nada, ya que ni siquiera el mundo empezó EN el
tiempo, sino,
más bien, CON el tiempo. Dios es la condición de
todo origen y de todo fin, es decir, de todo orden.
Dios no es ni algo ni nada, es el ser inefable por
antonomasia. Si el número uno te despista, cámbialo
por un cero, mucho más propio. Dios es el cero absoluto
(inconmensurable con todo lo creado) que pone el uno, su
creación. El uno es germen del infinito, pues todo
número es una agregación de unidades. Luego, por el
infinito no se llega a Dios, pero se requiere a Dios, dado que si
el mundo fuera finito también sería eterno, sin
comienzo, recurrente. No siéndolo, es temporal, creado,
interminable.
El fin del mundo, el fin de los tiempos, no será,
entonces, un fin absoluto, sino una transformación
suprahistórica.
Análisis genético del principio de
razón suficiente
El principio de razón suficiente viene a
decir:
1) Todo es por una razón (según el axioma:
de la nada, nada sale);
2) Todo lo que es tiene más razones para ser que
para no ser;
3) Todo lo que es también es mejor que lo que no
es (por el punto 1: al ser más racional, contiene
más ser), y, por consiguiente, es lo mejor posible (en
base al axioma: lo que contiene más ser es mejor que lo
que contiene menos ser).
De ahí la tesis del
mejor de los mundos, esto es, aquel "dotado de mayor variedad de
fenómenos en base al menor número de principios", que
el simple de Voltaire no
entendió ni por asomo.
Dios y lo real
I.
Premisas epistemológicas
Las ideas no son simples sememas, piezas aleatorias de
un gran juego de
construcción lingüística.
Existe una correlación natural entre ellas.
Como dije en otra ocasión, cualquier palabra
presupone todo el lenguaje
que la soporta. El valor de
verdad de una idea se toma en relación a un sistema
verificativo.
Así pues, los conceptos claros y distintos,
aunque no tengan correlato real o empírico, son siempre
verdaderos. Sólo por el hecho de no entrañar
contradicción hemos de considerarlos tales.
La música (y
también la idea de música) es verdadera
porque es. Un gato (y también la idea de gato) es
verdadero porque es.
Y no hay verdad sin coherencia, ni coherencia sin
verdad.
La verdad, además, ha de ser siempre
apriorizable. Eso le da el carácter
universal que la distingue de la opinión.
II.
Inferencias ontológicas
No hay 'posibles' que hayan quedado fuera de la
realidad, excepto por una exclusión de sistema. Hablo,
claro está, de la realidad sub specie aeterni.
No entiendo la posibilidad como mera imaginabilidad
(opinión), sino como idea clara y distinta, es decir, no
contradictoria, y en consecuencia verdadera
(existente).
Todo lo posible existe, pero -y esto es una prueba en
favor de la Inteligencia
ordenadora del mundo- sólo lo mejor deviene
real.
La Inteligencia,
pues, es lo único que restringe el ser real de lo
intrínsecamente posible; lo único que establece un
límite entre lo real y lo idealmente existente. Es,
propiamente hablando, el demiurgo.
Sólo lo mejor, digo, deviene real. Entiendo por
"mejor" aquello que permite la máxima expresión de
fenómenos. Y ahí me baso en el axioma, que doy por
sabido y aceptado, "lo lleno es mejor que lo
vacío".
Nuestro mundo comprende el máximo despliegue de
fenomenos, y lo hace en tanto que un mundo que sólo no
admita lo contradictorio es más rico que otro que
añada a ésta, que es la mínima, otras
restricciones de tipo moral o
estético (las críticas ateas o gnósticas al
demiurgo por el mal existente en el mundo serían de esa
índole).
Se me podría objetar que un mundo que
también admita lo contradictorio será más
rico en fenómenos que el anterior. Pero eso es un absurdo,
porque lo contradictorio no puede darse nunca, como ya he
argumentado.
Todo lo cual nos conduce a un problema de teodicea, y es
si Dios debió excluir el mal (o bien menor) cuando
éste no es contradictorio con el mayor bien.
Mi previsible respuesta es que no, que el mal forma
parte de la creación perfecta, esto es, de la mejor
creación posible.
Arriba es abajo
Debemos aproximarnos a Dios con la metodología de las matemáticas o, en su defecto, con la de la
teología y la metafísica. Así, sostengo que Dios
es incomprensible, pero no completamente absurdo, como pretenden
los ateos. Y a continuación expongo el
porqué.
Ante todo, hay que saber distinguir entre estos dos
verbos: pensar y comprender. Dios sólo puede pensarse,
porque es Espíritu; pero no puede comprenderse, puesto que
es infinito. En un sentido análogo, podemos contemplar el
océano sin abarcarlo en nuestro limitado campo de
visión, pero de ahí no se sigue que el
océano sea invisible o quimérico.
Luego, concluyo, tampoco Dios, ni la Verdad, ni el
Infinito son absurdos por resultar incomprensibles.
La Trinidad y el conocimiento
No se sigue de ningún modo que Dios "genere las
verdades" ex nihilo, sino que, más bien, Él, Verdad
autosubsistente y eterna, escoge entre ellas, coeternas, para
componer el orden del mundo y realizarlas en el mismo.
Tenemos, pues, tres verbos: realizar, crear y causar.
Dios realiza en el universo
algunas de las verdades preexistentes, que integran su
Sabiduría (del mismo modo que el pintor selecciona sus
acuarelas entre una gama infinita de colores); crea
también desde la nada y junto con el tiempo, a partir de
dichas nociones previas, todas las realidades mutables.
Éstas, por su condición, se despliegan
continuamente y causan el sinnúmero de fenómenos
comprensibles para las inteligencias limitadas.
Lo que el Padre realiza, el Hijo lo crea y el
Espíritu Santo lo vincula con su primer origen.
Ahora bien, ni la realización de las ideas, esto
es, el proyecto de Dios
entre los infinitos posibles, ni la creación del mundo
resultan accesibles a nuestra razón. Nuestro conocimiento
habitual es, pues, de tercer grado, mientras que la fe es un
grado superior del conocimiento en estado
embrionario.
Genealogía mística del
amor
I.
¿Amamos algo porque está en nosotros o
está en nosotros porque lo amamos?
Si lo amamos porque está en nosotros,
¿cómo llegó a nosotros sin amor?
¿Cómo empezamos a amar?
Es decir, se postula que amamos la imagen ideal que
nos formamos de alguien; que esa imagen es nuestra
propia imagen; que, en consecuencia, sin autoimagen no podemos
amar.
En ese caso, si el amor
depende de la autoimagen o autoconciencia, ¿pueden amar
los bebés o los animales?
¿No aman éstos nunca? ¿Empiezan
aquéllos a amar en un momento determinado, dando el salto,
por así decirlo, del no-amor al amor? ¿Es
inopinado, es azaroso ese salto?
Hasta aquí la formulación del
problema.
II.
A pesar de las aporías, creo que es posible fijar
un denominador común para ambos "amores", humano y animal,
que no es la proyección de una autoimagen, sino la
atracción hacia aquello de lo que carecemos y consideramos
innatamente como bueno. Nosotros intelectualmente, aunque no
siempre con la misma distinción; los animales,
irracionalmente.
Ahora admitidme la siguiente ecuación, basada en
la economía
de palabras: conocer es amar y amar es conocer.
Sólo podemos conocer lo positivo, de modo que no
odiamos el mal porque lo conozcamos, sino porque nos priva del
conocimiento de un bien mayor. Hablando con propiedad, no
odiamos el mal, sino que lo queremos menos.
Dicho esto, aclaro: amar significa atraer hacia
sí, y el
conocimiento no es otra cosa. Es la interiorización de
lo externo, el acercamiento de lo lejano o el desvelamiento de lo
oculto.
Conocer y amar se dan al mismo tiempo, en un procedimiento
único.
Entonces, volviendo a la problemática que nos
ocupa, ¿cómo podríamos empezar a amar si
nuestro amor depende de la autoconciencia y ésta
sólo se forma en base a la experiencia? Habría que
esperar, en efecto, a que nuestra conciencia se
formara para empezar a amar.
Pero hemos convenido en que conocer y amar es lo mismo,
y huelga decir
que consciencia y conocimiento participan de una misma
raíz etimológica.
Entonces, concluyo, conocemos y amamos gracias a ideas
innatas, previas a toda experiencia, aunque la experiencia nos
dé la ocasión de amar y conocer.
La idea de todas las ideas, el fundamento de su
cognoscibilidad y, por consiguiente, de su ser, es Dios, el Dios
del Amor y del Conocimiento.
III.
Resolvamos una posible objeción antes de
proseguir con las consecuencias de todo lo razonado.
No avanzamos nada al considerar que la tendencia al amor
que manifestamos está "programada" en nuestro mapa
genético.
La programación genética
vendría a ser la versión empirista de las ideas
innatas. Pero así como la evolución explica los genes, los genes no
explican la evolución.
Los genes no son eternos, y la historia no puede rotar en
ellos. En cambio, las
ideas sí lo son.
Es más: el primer humano conoció y
amó tanto como el último, de manera que la
evolución tampoco añade nada.
La evolución explica que unos genes determinados
hayan prevalecido sobre los otros. No explica, sin embargo, la
tendencia de los genes a hacernos actuar, que es lo que realmente
está en cuestión.
IV.
Jesucristo dijo: ama a tus enemigos, porque amar
sólo a los amigos es propio de paganos y
pecadores.
Este precepto, el más dulce para el hombre, no
nos fuerza a nada
contra natura, ya que, como hemos expuesto, no podemos más
que amar todo lo que conocemos.
Jesucristo nos insta a incrementar nuestra capacidad de
amar y, por consiguiente, a intensificar nuestra facultad de
conocer.
Podríamos añadir: no sólo amamos
todo lo que conocemos, en la medida en que lo conocemos, sino
que, además, lo conocemos todo, aunque no seamos
conscientes de ello.
En el mismo sentido, afirmamos que la razón es
auxiliar de la revelación, y que sin ella va a la deriva.
Por otro lado, la revelación sin razón, es decir,
sin conocimiento, sin amor, se convierte en mera Ley, en la
carnalidad y vetustez que denunciaron los cristianos en el
Antiguo Testamento.
Amar es tomar contacto con el conocimiento y con
nosotros mismos. Pero no mediante nuestra sola imagen, sino a
través de la imagen sin imagen de Dios.
El Espíritu como origen del
Universo
1) Nada es sin una causa que lo determine, de lo que se
sigue que todo lo que existe tiene una causa. No podemos, sin
embargo, proceder así hasta el infinito, ya que de lo
contrario nada tendría una causa y nada existiría
de una determinada manera (cfr. Aristóteles).
2) La eternidad de la materia (cfr.
Averroes, Giordano Bruno) no puede probarse. Esto se muestra del modo
siguiente: si la propiedad
esencial de la materia es su
reproducción y multiplicidad,
¿qué características habría de tener una
supuesta materia primordial y originaria? Debería ser
increada e inmutable, en tanto que no tendría causa que la
determinara, pero no se ha encontrado una propiedad tal en el
mundo, que está en continuo devenir.
3) Pero aún alguien podría decir:
¿por qué no concebimos la materia y todo lo
existente como un inmenso ciclo cerrado sobre sí mismo,
sin comienzo ni fin, que en tanto que cambia siempre no cambia
nunca? (cfr. Heráclito). Nuestra respuesta sería:
porque esto que se predica de un todo indiferenciado
debería poder
afirmarse de la menor partícula de materia. Pero una cosa
tal sería contradictoria, ya que nos obligaría a
decir que dicha partícula es determinada e indeterminada
al mismo tiempo.
4) Todavía alguien podría intentar valerse
de la física
cuántica para mantener que las partículas son,
efectivamente, determinadas e indeterminadas al mismo tiempo
(cfr. Heisenberg). No obstante, esto, que puede alegarse de una
partícula de modo gnoseológico, es decir, desde el
conocimiento limitado del hombre, no
puede sostenerse del todo ontológico, al que corresponde
la sabiduría infinita del Creador. Pues si el todo fuera
determinado e indeterminado al mismo tiempo, y no
reconociéramos más que materialidad en ese todo, el
conjunto de la materia tanto podría existir como no
existir, con lo cual se destruye la hipótesis de los adversarios, que queda
reducida al absurdo según su propia cadena de
razonamientos. Ya que, de ser así, la materia no
podría ser eterna, increada y necesaria como pretenden,
sino que habría de ser forzosamente temporal, creada y
contingente.
5) En consecuencia, deducimos que la causa primera de la
existencia del mundo no es material, ni puede lógicamente
serlo, sino que es forzosamente espiritual, esto es,
Dios.
La necesidad de Dios
Si todo lo que tiene causa tiene efecto, y causa y
efecto, prescindiendo del factor tiempo, son
equivalentes
Si lo que es un fin en sí, teóricamente,
no puede moverse
Teniendo en cuenta que el Universo se
mueve, entonces
El Universo no es ni
su propio fin ni su propia causa.
Que un fin en sí mismo no puede moverse es una
verdad analítica, ya que todo se mueve hacia algo y no
hacia sí mismo. Así que, si el Universo es
finito y se expande, entonces su movimiento no
es meramente interno o ilusorio, sino que obedece a una
razón que le precede. Se expande hacia algo que no es
él mismo.
Si ese algo es la nada, y acordamos que causa y fin son
lo mismo, tendremos que deducir ambas cosas: que el Universo
surgió de la nada y que se dirige a la nada. Pero de la
nada nada sale, luego es necesario presuponer una inteligencia
inmaterial y creadora que haga posible dicha generación
primordial.
Refutación racional del eterno
retorno
Si partimos de un mundo limitado (es decir, aceptamos la
existencia de átomos o partículas últimas de
realidad) en un tiempo infinito (esto es, damos por buena la
hipótesis de la eternidad de la materia,
que existiría sin principio ni fin demostrables), ENTONCES
el eterno retorno es un hecho y una necesidad.
Analicemos esto:
1) Si la materia es finita, no podemos obtener de ella
infinitas combinaciones distintas.
2) La materia es finita, luego el ciclo también
será finito. Habrá infinitos ciclos
idénticos.
Bien hasta aquí. Habiendo explicado lo que toca
rebatir, procedemos a ello alegando los siguientes
contraargumentos:
1) En primer lugar, la finitud del hombre y de todo lo
corruptible. Porque, de ser cierto el eterno retorno, ¿no
sería nuestra limitación temporal poco más
que una ilusión, procedente de la limitación de
nuestros sentidos? En efecto, al repetirnos en los distintos
eones de un tiempo infinito, moriríamos y
renaceríamos un número indefinido de veces;
seríamos de facto eternos por el mero hecho de haber
existido en una ocasión. Nunca naceríamos, sino que
habríamos nacido siempre. Nunca moriríamos, porque
ya habríamos muerto tantas otras veces, sin sufrir un
cambio de
estado
tangible.
2) En segundo lugar, el libre albedrío humano.
Pocos renunciarían a él en favor de una
ficción que presupone que todo se repite eternamente. Si
la repetición es eterna, no tiene principio ni fin. Si no
tiene principio, la voluntad no interviene en ella, no hay
incoación del acto en ningún momento, sino que algo
es porque es. Si no tiene fin, no hay intencionalidad en nuestro
proceder, sino mera imitación inconsciente de un
inflexible hado. De nuevo, al negar el tiempo, nos vemos
reducidos a entelequias, a seres carentes de dynamis, reflejo de
lo que siempre fue pero nunca comenzó a ser.
3) En tercer y último lugar, el principio de
identidad de
los indiscernibles. Pues, si todo vuelve sin cesar y de un modo
idéntico, ¿por qué no decimos más
bien que nada vuelve y que todo es desde siempre? Dado que un
mundo que en nada se distinga de otro es, en realidad, el mismo
mundo en tiempos distintos. Y, bien mirado, el factor tiempo no
añade nada nuevo aquí, pues, en este caso,
suponemos tiempos exactamente iguales en sucesiones
regulares; luego estaríamos hablando del mismo mundo y no
de infinitos mundos, que sólo se diferenciarían en
el nombre equívocamente asignado.
Concluimos: si negamos el eterno retorno, negamos
también las premisas que conducen a él
irremediablemente, a saber: 1) la existencia de partículas
últimas de realidad y 2) la eternidad del universo, su no
creación en el tiempo. Al negar el punto 1) posibilitamos
la libertad; al
negar el punto 2) presuponemos a Dios.
Epílogo 1
Todo es contingente, necesariamente. La necesidad
sólo se da fuera del tiempo, sub specie aeternitatis. En
cambio, en el tiempo, todo lo que no ha llegado a ser es siempre
relativamente contingente, en contra del eterno retorno, por un
lado, y del caos, por el otro.
El principio de causalidad es la ley, Dios el
legislador. Sujeto a ella en el tiempo es, en tanto que
precondición de la misma, superior a ella fuera del
tiempo.
Epílogo 2
Una cosa es presuponer la infinita divisibilidad de la
materia, otra la infinita causalidad. Por la primera sólo
afirmamos no haber nada que limite al mundo en su homogeneidad,
negamos en consecuencia el vacío. Por la segunda anulamos
el movimiento
mismo. La solución a esta aporía estriba en
suprimir la causalidad material, cuyo principio nos resulta
incomprensible, y presuponer la armonía entre substancias,
al modo de Leibniz.
Epílogo 3
Filosofar es indagar la esencia de la verdad. El mundo
no es verdadero ni falso, simplemente "es". Pero su ser es
derivado, es una "apariencia" o "reflejo" de la auténtica
realidad, realidad que nosotros asociamos con la verdad y con el
Ser.
El Ser es, y todo es por el Ser. Todo es porque el Ser
es verdad, pero no es verdad el Ser porque todo sea. Diferencia
entre monoteísmo y panteísmo.
Átomos y Dios
Silogismo:
1) Todo lo divisible en el tiempo es causado.
2) Todo lo causado es móvil.
3) Todo lo divisible en el tiempo es
móvil.
A sensu contrario:
1) Todo lo indivisible en el tiempo es
incausado.
2) Todo lo incausado es inmóvil.
3) Todo lo indivisible en el tiempo es
inmóvil.
Justificación:
Por este motivo los atomistas estarán siempre
equivocados, pues, aunque imaginan átomos en movimiento,
son incapaces de explicar quién o qué los puso en
movimiento.
Si el átomo es
uno consigo mismo, si no puede descomponerse,
entonces:
1) O bien goza de libre albedrío y facultad de
autodeterminarse;
2) O bien ha de ser movido desde fuera.
Si goza de libre albedrío, que en su caso
equivaldría a la total indeterminación, la ciencia se
encuentra indefensa para comprender este tipo de
fenómenos. Serán un perpetuo Ignotum X para el
conocimiento humano.
Si ha de ser movido desde fuera, entonces todo átomo
necesita alguna cosa que no sea un átomo y que obre por
él como causa primera. Siendo el motor distinto al
átomo, deberá ser a su vez infinitamente divisible.
Es decir, el atomista o bien se contradice (la materia es y no es
infinitamente divisible), o bien se ve obligado a presuponer a
Dios de todos modos.
Conclusión:
Si los átomos existieran, no se moverían.
Aquello a que llamamos átomos se mueve, de modo que no son
átomos. Luego, los átomos no existen, ya que todo
en la naturaleza
está en continuo movimiento.
Si la materia es infinitamente divisible, el hombre,
cuyo entendimiento es finito, jamás podrá dominar
completamente el cosmos (principio de indeterminación
relativa).
Sobre la infinita divisibilidad de la
materia
Silogismo 1:
Lo inmóvil es siempre incausado.
En el Universo nada es inmóvil.
En el Universo nada es incausado.
Prosilogismo a sensu contrario (tertium non
datur):
Lo móvil es siempre causado.
En el Universo todo es móvil.
En el Universo todo es causado.
Silogismo 2:
Todo lo múltiple es divisible.
Todo lo causado es múltiple.
Todo lo causado es divisible.
Prosilogismo:
Todo lo causado es divisible.
En el Universo todo es causado.
En el Universo todo es divisible.
Postulación de la primera premisa
Silogismo 1
Todo efecto tiene movimiento
Toda causa tiene efecto
Toda causa tiene movimiento.
A sensu contrario, tertium non datur:
Todo lo incausado carece de movimiento.
Silogismo 2
Todo lo inmóvil* es incausado (premisa
falsable)
Todo lo incausado carece de efecto
Todo lo inmóvil carece de efecto.
A sensu contrario, tertium non datur:
Todo lo móvil tiene efecto.
Silogismo 3
Todo lo móvil es causado (a sensu contrario,
tertium non datur; mientras no se false la anterior)
Todo efecto tiene movimiento
Todo efecto es causado.
¿Qué son las
mónadas?
I. Fundamento racional de las mónadas
Las mónadas tienen cuatro fundamentos:
1) matemático
2) físico
3) psicológico
4) metafísico
El mecanicismo sólo puede mantenerse desde el
atomismo. Disuelto el atomismo, es necesario presuponer
mónadas. De lo contrario, todo tendería al
infinito, pero nada llegaría a ser, lo cual es un absurdo.
Es decir, nunca empezaríamos a hacer algo (fundamento
metafísico), ni acabaríamos de percibir nada
(fundamento psicológico); la materia sería
puramente pasiva, sin fuerza
(fundamento físico) y la pluralidad no sería
más que una ilusión de nuestros sentidos, ya que la
naturaleza carecería de unidades reales (fundamento
matemático).
Hay que deslindar hipótesis como el
éter y el espacio absoluto, de Newton, de
otras como las mónadas o la armonía preestablecida,
formuladas por Leibniz. Las primeras son puras negaciones,
abstracciones del cálculo
tomadas en sí y trasladadas al mundo. Las mónadas,
en cambio, tienen cualidades positivas, como la fuerza y la
percepción.
II. Las mónadas como vida
Un mecanicista es incapaz de distinguir entre lo vivo y
lo muerto, ya que si la vida es mera organización y la muerte mera
desorganización (de la materia, se entiende), entonces lo
vivo y lo inerte no se distinguen sustancialmente, sino
sólo accidentalmente. En dos palabras: para el
mecanicista, o todo está vivo o todo está muerto,
sin que pueda hablarse de vida y muerte en
términos absolutos.
En mi opinión, todo lo complejo debe organizarse
en virtud de principios
superiores. Esto es, entiendo la
organización de la materia en los organismos vivos
como una subordinación de la multiplicidad (funciones
corporales) a la unidad (mónada central, cuya sede
física es
el cerebro).
Según la monadología, existen estructuras
totalmente sumidas en la materia y en la pasividad, mientras que
otras se muestran activas e incluso inteligentes. Aunque las
mónadas estén indiferentemente desparramadas por
toda la naturaleza, sea ésta viva o inerte, yo sólo
llamaría "vida" strictu sensu a aquella capaz de imprimir
fuerza al movimiento y de modificarse
autónomamente.
Consideremos esto también: la vida propiamente no
surge, sino que se desarrolla a partir de su existencia
preformada. El hombre, pues, jamás creará vida del
vacío, y se limitará, en cambio, a ver de
qué modo puede favorecer dicho desarrollo.
Por último, no hay que confundir la esencia de la
vida, que es la fuerza, con la condición de la vida
orgánica, es decir, la reproducción. Puedo perder mi capacidad
reproductora y no por ello dejar de estar vivo. Sin embargo, al
conservarse la fuerza por la eternidad, asimismo se conserva la
mónada más allá de su muerte
orgánica, de su desaparición como cuerpo
visible.
La hipótesis de la armonía
preestablecida
I.
Libertad se opone a fatalidad; contingencia a necesidad.
Todo acto libre ha de ser, pues, contingente. Por lo que nos
encontramos ante el siguiente dilema: Si la omnisciencia se basa
en el conocimiento necesario de las cosas, ¿cómo
puede respetar la libertad? Y si
la libertad se fundamenta en la contingencia de los actos,
¿cómo puede tolerar la omnisciencia?.
La solución de Leibniz es la armonía, es a
saber: Hay dos órdenes totalmente predeterminados, el de
las voliciones y el de las causas. Dios "ajusta" ambos para que
se den simultáneamente en cada caso, aunque no exista un
contacto efectivo entre ellos, puesto que sus naturalezas son
completamente disímiles. En virtud del principio de no
contradicción (por el que nada es y no es al mismo tiempo)
y el de razón suficiente (por el que nada carece de causa)
Dios conoce a priori los dos órdenes; mas no por ello deja
sin efecto la contingencia de los actos libres, sino que la
conserva. Y algo así es posible a través del
vínculo metafísico mencionado, cuya efectividad la
providencia de Dios fijó para que sirviera como mediador
entre ambos reinos desde los albores de la
creación.
La armonía sería, pues, la razón
del orden y de la libertad, ya que la presciencia (orden) se da
de suyo tanto en los procesos
naturales y espirituales, de un modo apreciable, como,
inapreciablemente, en los sobrenaturales, pero sólo a los
primeros se constriñe el ámbito de las causas
libres. Podríamos definirla, en resumen, como una especie
de fenómeno contingente en grado máximo (superior a
la naturaleza y continuamente milagroso) decretado para mantener
la posibilidad y la necesidad dentro de la omnisciencia divina, a
pesar del antagonismo lógico que las enfrenta.
Concluimos ya con estas palabras a guisa de corolario.
La mente está determinada a pensar lo que piensa, aunque
sea consciente de ello y lo haga libremente, sin
compulsión. Los cuerpos están también
necesariamente determinados a moverse de un modo y no de otro.
Ahora bien, todo aquello que afecta al reino de la libertad, esto
es, allí donde entran en juego los
principios simples o substancias (mentes, mónadas) con los
compuestos o extensos (cuerpos), goza de un estado de
contingencia permanente sostenido por la armonía
preestablecida; régimen que, a su vez, se articula con
carácter indefectible en el plan de Dios
sobre las criaturas racionales, revelándolo como el mejor
de los monarcas.
II.
La acción en el mundo crea hechos contingentes a
partir de variables
necesarias. Es decir, una volición intencional totalmente
determinada que opere objetivamente -aunque no realmente- sobre
un elemento físico a su vez totalmente determinado
generará, por la mera razón de interactuar con
él, un hecho completamente nuevo afectado por la
contingencia. Y esto es así porque la
transformación en el cuerpo y en el alma a resultas de
dicho acto libre no puede derivarse de un modo lógico ni
de la causalidad en los entes dotados de extensión y de
impenetrabilidad relativa, ni de la sucesión de
pensamientos en el espíritu. Tampoco es posible deducir
tal transformación de la actuación del uno sobre el
otro. Si así fuera, se confundirían ambos
órdenes, y las determinaciones del alma resultarían
una continuación de las de la materia, al tiempo que
éstas concurrirían a las voliciones de
aquélla, algo de por sí contradictorio. Ahora bien,
por añadidura, en el primer caso todo queda reducido a
pasión, mientras que en el segundo no hay más que
acción; conclusiones estas que no podemos considerar
conformes con la experiencia vulgar, y que -como se verá-
tampoco encajan en el conocimiento
científico. En efecto, somos incapaces de reducir a
causas eficientes nuestros actos libres, y nunca encontraremos,
entre las infinitas determinaciones físicas por las que
transcurre el cauce de la acción espontánea,
aquella que nos haya inclinado a actuar de un modo más
bien que de otro; no sirviendo para ello un mero análisis a posteriori, puesto que, al ser
sus variables
irrepetibles, ninguna nueva experiencia podría confirmarlo
un número indefinido de veces. Inversamente, no observamos
en la naturaleza ejemplos de actos puros, esto es, en absoluto
carentes de efectos que los precedan e interfieran en su curso.
La única salvedad a este respecto la constituye, por un
lado, nuestra idea de la creación divina del Universo, que
se estima enteramente indeterminada y exenta de cualquier causa
anterior ("creatio ex nihilo"). En segundo lugar, la
noción que tenemos de la creación continua, en
tanto que operada por una inteligencia suprema conciliadora de
órdenes opuestos. A la vista, pues, de los contrasentidos
e inconsecuencias enunciados debemos desechar la
interacción real entre substancias o la reducción
de una a la otra y optar decididamente por el sistema de la
armonía.
Demostración reductiva de la
inmortalidad
Reductio:
Sin inmortalidad no hay libertad, porque nada se dirige
a un buen fin, sino al único fin: el fin absoluto. Y sin
libertad no puede haber moral.
Retorsio:
Pero la moral
existe, creemos algunos. No sólo como convención.
Existe substancialmente. Luego, para el hombre libre, hay fines
mejores que otros en sentido absoluto. Y, si existe la moral,
todo forma parte de la misma cadena: entonces también
existen la libertad y la inmortalidad.
Sorites:
Hay cosas, en sentido absoluto, mejores que otras. Mejor
es lo lleno que lo vacío, por ejemplo. Ergo, existe la
libertad, que es la posibilidad a priori de escoger entre lo
mejor y lo peor. Por consiguiente, existe también la
inmortalidad, que permite que esos fines y esa libertad sean
verdaderos y no mera apariencia.
Reductio:
Si la vida, en cambio, es efímera y no perdura
más allá de la muerte, en
ese caso todas nuestras acciones han
de plantearse no como si fueran eternas y parte de nuestro ser,
sino como la consecuencia fatal de nuestro actuar.
Si morimos, lo perdemos todo. Es más, antes de
morir no tenemos nada, porque carecemos de substancia. Somos un
cúmulo de accidentes sin
dirección, movidos por el choque azaroso de
infinitos corpúsculos.
Nadie, excepto un loco, plantea así su vida. El
ateo sostiene en lo teorético lo que rechaza en la
práctica.
Corolario: A los que rechazan el axioma "lo lleno es
siempre mejor que lo vacío".
Alguien podría objetar, en efecto, que para
mí y para muchos puede ser mejor dormir en una
habitación vacía que en otra llena de
escorpiones.
¿Por qué, sin embargo, no es mejor, en
sentido absoluto, una habitación sin escorpiones que otra
repleta de ellos?
Porque lo que realmente te perjudicaría en una
habitación llena de escorpiones es tu incapacidad relativa
para librarte de ellos, es decir, tu carencia de ser o de conato
frente a ellos.
No es mala, pues, la abundancia de escorpiones, sino la
insuficiencia de nuestros medios contra
los mismos, patente en dicha situación.
Luego lo lleno es siempre preferible a lo vacío,
que es lo que tenía que demostrarse. De donde derivamos
que hay fines buenos, que existe la libertad capaz de
discernirlos, y que la inmortalidad es el fundamento de ambas,
libertad y bondad.
G.W. Leibniz. Ensayos de Teodicea.
Autor:
Daniel Vicente
irichc23[arroba]hotmail.com
Licenciado en Derecho.