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historietas - Notas
En esta monografía
me refiero a la presencia en testimonios, biografías y obras
literarias de los inmigrantes que en la Argentina fueron
conocidos como "rusos", aunque provenían de diferentes
naciones. Incluyo asimismo a Witold Gombrowicz y Stephan Erzia,
quienes, aunque regresaron a sus países de origen,
vivieron aquí durante décadas.
En 1998, la novela Virgen,
de Gabriel Báñez, resultó finalista del
Premio Planeta. En ella evoca la confusión reinante, en la
década del 30, en lo que respecta a las nacionalidades de
los inmigrantes, y señala quiénes eran llamados
‘rusos’: "los ucranianos, judíos, rumanos,
lituanos y polacos eran rusos (…). Había llegado a un
país de tanos y gallegos y de rusos y turcos, y todo lo
que no entrara en el dos por cuatro de esa conclusión
elemental era una rareza de apellido pero nunca de nacionalidad"
(1).
Marcos Alpersohn fue pionero en la colonia Mauricio, en
la provincia de Buenos Aires, y
primer cronista de un asentamiento judío en la Argentina.
"Dejó escrito su interesante testimonio sobre la llegada
al país, en 1891", en el que manifiesta: "el vapor
alemán Tioko me trajo a Buenos Aires de
Hamburgo, junto con otros trescientos inmigrantes, después
de una travesía de treinta y dos días. Aún
antes de que el barco entrara en el puerto, al divisar desde
lejos la ciudad envuelta por palmeras, nos sentimos dominados por
la alegría. Las madres levantaban en alto a sus
pequeñuelos, diciéndoles jubilosamente: -Miren,
chicos; ahí está el paraíso, la tierra
bella y verde que el bondadoso Barón de Hirsch ha comprado
para vosotros" (2). Días después advertirían
que la realidad poco tenía que ver con sus
expectativas.
Relata el pampista Mauricio Chajchir, en sus memorias: en
1891 "se abrió el comité del Barón de
Hirsch. Fue una salvación para los judíos y
empezó el registro de las
familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que
no los tenían, se daban maña. Hacían
inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba".
El Galatz, buque de carga de bandera francesa alquilado
por el Barón Hirsch, emprende su viaje hacia la Argentina.
El cuarto día "empezó la tormenta con lluvia
huracanada. El buque se hamacaba cada vez más fuerte. En
la bodega el pasaje empezó a rodar mezclándose con
los bultos y fardos. Se levantaban olas de casi ocho metros de
alto que barrían la cubierta y se metían en la
bodega, cubriendo con agua salada a
los niños y
mayores. (…) De repente llegó una orden urgiendo a todos
los barones a subir a cubierta para rezar. Rezaron los Teilim
(salmos) de memoria, con
tanto fervor como nunca más he visto en mi vida. Entre
nosotros venían tres hermanos Kaplán. El menor de
ellos estaba entre los mástiles, seguramente agarrado para
no caerse, y al romperse un palo le pegó en la cabeza y lo
mató. Después de tres días cesó la
tormenta y amaneció un día de sol. Salimos a
cubierta a secar las ropas, mientras los marineros barrían
y limpiaban los objetos destrozados".
Los inmigrantes dejan el Galatz para continuar el viaje
en tren, y luego abordan el Pampa, el cual "llevaba unas 5 o 6
vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y tener carne
kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas
eran treif (impuras)".
Cuando llegaron fueron alojados en el Hotel de
Inmigrantes: "No sé de dónde surgió la
versión que los cocineros y el personal eran
judíos españoles y por consiguiente todo era
kosher. Y ¡ah! Por primera vez durante todo el viaje, todo
el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día
siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la
cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una
cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y tratando de
vomitar lo que habían comido la noche
anterior".
De Buenos Aires viajaron a Miramar y fueron hospedados
en el Hotel Atlántico, donde permanecieron hasta que se
inició el traslado a Entre Ríos. Chajchir escribe
en sus memorias: "Lo
que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy
día, es el gusto del té recocido y endulzado con
azúcar
negra, la que no era refinada y que hoy la llaman azúcar
rubia. Ah! Hasta me parece que siento el gusto y el olor del
té recocido con azúcar negra".
Recuerda en otro pasaje: "Nos habían dado matze
para cuatro días, por lo que una delegación
viajó a Villaguay y regresó al otro día en
el tren con 5 bolsas de harina. De inmediato, al primer
día hábil de la semana de Pésaj, jal-amoed,
o mejor dicho la noche antes, calentaron y amasaron con palos
improvisados. Una espuela de bota que se quitó un
peón sirvió para cortar las hojas".
Cuenta una travesura que hizo con otros
compañeros: "Yo sí que tomé clandestinamente
un vaso de leche. Un
día nos juntamos tres muchachos y fuimos por una senda a
una casita, de la que habíamos oído que
convidaban con leche a los
visitantes. Fuimos repitiendo todo el camino la palabra leche
para no olvidarnos. Llegamos, el más grande de nosotros
dijo –leche-, largaron una carcajada y nos dieron un vaso
de leche a cada uno. Como no sabíamos cómo decir
gracias, hicimos una reverencia en señal de
agradecimiento. Y hubo más carcajadas".
Luego de pasar un tiempo en
Miramar, los inmigrantes fueron conducidos a Entre Ríos:
"En 8 carretas tiradas por tres yuntas de bueyes nos trasladaron
a los lotes que después se llamaron Rosh-Pina. Era un
día de mayo, de mucho calor y
sofocante. Se acomodaron a los gringos en las carretas, mujeres,
hombres, niños,
cachivaches, leña y además 8 chapas de zinc para
cada familia, para
hacer las viviendas, porque en el lugar no había
absolutamente nada. Todos iban arriba en las carretas. (…) No
había alambrado alguno. La primera carreta volteaba los
cardos altos que crecen en tierra virgen.
La última ya marchaba por una huella. (…) Se armaron las
carpas, una para cada familia. A eso de
la medianoche se largó a llover. Por suerte no era
fría. El temporal siguió como unos ocho
días. Cuando paró el temporal, la JCA mandó
maderas de sauce y blanquillo, también paja. Un capataz
con varios peones empezaron a hacer los ranchos. Las paredes
tenían que hacerlas los mismos colonos con adobes o de
chorizos según el gusto. Algunos se ingeniaron para hacer
las paredes cortando directamente de la tierra
húmeda y colocándolos con las raíces y
pastos que aún tenían. Y estos transformados en
paredes seguían creciendo" (3).
Entre los inmigrantes que arribaron a nuestro
país llegó Alberto Gerchunoff, de origen ruso,
nacido en Tulchin, Vinnitsa, en 1883, quien se estableció
con su familia en una colonia de Villaguay, Entre Ríos,
después de que el padre fuera asesinado en Moisés
Ville, Santa Fe. "En aquellos años ya distantes
–recuerda en su "Autobiografía" (4), escrita en
1914-, los judíos no emigraban, y la tentativa de
colonización del Barón Hirsch iluminaba a los
israelitas de Tulchin, como la esperanza mesiánica del
retorno al reino de Israel".
En sus páginas autobiográficas, se
describe a sí mismo vestido a la usanza de la nueva
tierra: "como
todos los mozos de la colonia, tenía yo aspecto de gaucho.
Vestía amplia bombacha, chambergo aludo y bota con espuela
sonante. Del borrén de mi silla pendía el lazo de
luciente argolla y en mi cintura, junto al cuchillo, colgaban las
boleadoras".
En la colonia entrerriana a la que se trasladan luego de
que el padre es asesinado, manifiesta un profundo gusto por el
folklore: "En
Rajil fue donde mi espíritu se llenó de leyendas
comarcanas. La tradición del lugar, los hechos memorables
del pago, las acciones
ilustres de los guerreros locales llenaron mi alma a
través de los relatos pintorescos y rústicos de los
gauchos, rapsodas ingenuos del pasado argentino, que abrieron mi
corazón
a la poesía
del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo
autóctono, saturándome de esa libertad
orgullosa, de ese amor a lo
criollo, a lo nativo que debió, más tarde, fijar mi
inclinación mental. En aquella naturaleza
incomparable, bajo aquel cielo único, en el vasto sosiego
de la campiña surcada de ríos, mi existencia se
ungió de fervor, que borró mis orígenes y me
hizo argentino".
El 21 de agosto de 1939, el escritor Witold Gombrowicz
desembarcó en Buenos Aires; había sido invitado a
la travesía inaugural del transatlántico Chorbry.
El estallido de la segunda guerra
mundial y la invasión de Polonia por las tropas
alemanas lo obligaron a desterrarse; fue así como un corto
viaje se transformó en un exilio de más de veinte
años.
Durante esos años, Gombrowicz vivió la
difícil experiencia de integrarse a un país nuevo,
que suscitaba en él juicios personalísimos referidos a diversos
aspectos de su cultura. El
extranjero nos observaba y surgía la inevitable
comparación con la tierra que había abandonado; de
esa comparación, algunas veces salíamos
beneficiados, otras no. Alrededor de 1960, Radio Europa Libre le
encargó que ofreciera una serie de charlas destinadas a
sus compatriotas; Peregrinaciones argentinas (5) recoge aquellas
referidas a nuestro país y a su realidad política y
económica, así como también a sus bellezas
naturales.
A nuestro criterio, son tres los temas que pueden
considerarse fundamentales en estas charlas. En primer lugar, la
confrontación entre polacos y argentinos; algunos rasgos
nuestros desconciertan al autor, ya que no logra entenderlos.
Sobre la forma de encarar las dificultades, afirma: "Todas esas
noticias me habrían aterrorizado de verdad si las hubiese
leído en un periódico
europeo, pero desde aquí todos esos sobresaltos toman un
aire
exótico, como si no se refiriesen a la Argentina, sino
precisamente a Europa u otro
continente lejano. Los paisajes de nuestra nación
despertaron también la admiración del escritor;
para dar una idea más clara de cuanto describe a sus
oyentes polacos, habla de los ríos y los lugares
argentinos comparándolos con aquellos que los
radioescuchas conocen directamente. Por último, cinco
capítulos se ocupan del existencialismo, al que Gombrowicz analiza en
Polonia y en América.
Con la amenidad típica de una exposición
destinada a un público amplio y distante, las charlas del
autor de Ferdydurke plantean importantes cuestiones para pensar,
en un mundo convulsionado por sus contrastes y sus confusas
ambiciones.
María Arcuschín escribió De Ucrania
a Basavilbaso (6) obra en la que rinde homenaje a sus antepasados
y a quienes llegaron a América
en busca de un futuro mejor, al tiempo que narra
su propia vida en el seno de la colectividad judía
entrerriana.
Esta colectividad, hábilmente retratada en su
obra, tiene muchos rasgos en común con otras
colectividades que, desde lugares remotos del mundo, llegaron al
país impulsadas por el anhelo de una existencia digna, la
que por distintas razones no podían tener en sus tierras
de origen. En este cúmulo de inmigrantes, sin embargo, los
extranjeros presentados por Arcuschín son indudablemente
singulares.
La escritora evoca la gesta de quienes cruzaron el mar y
los ecos que tuvo en los argentinos. Recuerda los relatos
familiares sobre la razón que los llevó a emigrar:
los antepasados ""Fueron casa por casa, puerta por puerta
alertando sobre el peligro del próximo pogrom y la
urgencia de partir hacia América en busca de libertad y de
paz".
En la obra se observa la incidencia del momento
histórico y el ámbito geográfico en los
personajes; la presencia de la autora en el texto; la
religión y
la
educación, el trabajo y
las diversiones, como así también las reiteradas
agresiones que sufrieron los judíos de esa provincia, y
las consecuencias que trajeron a la autora y su
familia.
Rosalía de Flichman escribió Rojos y
blancos. Ucrania (7). En esta obra en evoca su infancia, en
la que la amargura era una realidad cotidiana. Las persecuciones,
la revolución, la guerra civil,
las violaciones y los asesinatos –a los que se suman las
inundaciones y el tifus- son el cuadro con el que Rosalía
debe enfrentarse a muy corta edad: "Los blancos están en
la ciudad, persiguen sin cesar a los judíos. Matan a los
hombres, se apoderan de las mujeres jóvenes y hasta de las
niñas. Estoy cansada de tanto horror. Y los cambios
continúan. Hoy los blancos, mañana los rojos. Como
somos despreciables burgueses, estos invaden la casa y nos
reducen a dos habitaciones. El hambre se hace sentir,
duele".
Más adelante manifestará una preferencia,
en su desgracia: "Quiero que vuelvan los rojos; cantan la
‘internacional’ y nos asustan, pero que vengan
pronto. Los blancos son peores, ignorantes, desalmados,
asesinos". Afirma que ella y su familia eran perseguidos en su
país de origen por dos motivos: su condición de
judíos y de burgueses. Si estas dos causas motivaron la
amenaza constante a la que estaban sometidos, también
significaron la posibilidad de radicarse en nuestra tierra, ya
que la madre se apoyó "en instituciones
judías que ayudan a los emigrantes fugitivos que salen de
Rusia", y el hecho de ser pudientes les permitió una
salvación que a otros estuvo negada.
Agobiada por la tristeza, la niña piensa en el
padre, al que no ve desde hace años. Después de
muchos trámites, emigran para reencontrarse con él.
Por fin, llegan a Mendoza. Ha comenzado para Rosalía "una
larga vida en la Argentina, una vida plena y feliz".
"El gran cambio en las
costumbres de los judíos ortodoxos se produjo cuando la
segunda generación en el país, o sea la de mi padre
–señala Benedicto Kaplan-. Así como los de la
primera generación todos llevaban largas barbas, salvo
algunos elegantes que se las recortaban en punta, los de la
segunda generación se afeitaron casi sin excepción,
cambiaron sus hábitos alimentarios, adoptando los de los
gauchos. La religión se
siguió practicando en las grandes fiestas. Aparecieron los
primeros gauchos verdaderos: bombachas anchas en lugar de
pantalones, faja con tiradores y facón, asados, mate y
carreras cuadreras. En la generación tercera, o sea la
mía, este tipo humano pintoresco se multiplicó en
todas las colonias" (8).
Mario Diament realizó un extenso reportaje a
Máximo Yagupsky, que fue publicado con el título de
Conversaciones con un judío. Entre otros conceptos, el
entrevistado manifestó: "¿Cómo han venido
aquí nuestros judíos? Escapando,
prácticamente, de pogroms. Los que han venido a la
Argentina, sobre todo. No los movía, como a los italianos,
el buscar una vida más confortable o huir de la miseria.
Allá los judíos eran pobres, pero estaban
acostumbrados a la pobreza.
Amaban la vida en el ghetto porque significaba la vida en
común, en la gran familia, a tal extremo que mi abuela
murió a los noventa y tantos años y hablando de su
país de origen decía siempre ‘allí, en
mi casa’. A pesar de que vivían en la miseria, era
su hogar".
Yagupsky afirma que "A los colonos, no acostumbrados a
la vida en esas vastas llanuras, les resultaba muy difícil
soportar la soledad, lejos de los centros de civilización.
El único aliento a su angustia era ver que el gaucho los
acogía con beneplácito. Y se estableció una
amistad con el
gaucho y hasta, por momentos, un afecto casi fraternal"
(9).
En Postales
Imaginarias/2. Nuevos viajes
alrededor de la Tierra antes de Internet, Ricardo Feierstein
no refleja sólo la historia de sus mayores,
sino asimismo la suya propia y la de quienes lo rodean, a
través de una diversificada gama de recursos
estilísticos.
Encontramos aquí al autobiógrafo, que se
refiere con nostalgia y ternura a Villa Pueyrredón, barrio
al que llama -en una dedicatoria a Humberto Costantini- la
"patria común" de ambos. En una visión
retrospectiva, que se inicia en 1957 y se cierra en 1945,
recuerda su adolescencia y
su infancia
–así, de acuerdo al recurso temporal elegido-, en
las que tienen incidencia el despertar sexual, la familia,
las raíces que llegan en la forma de viejos discos
encontrados fortuitamente…
El autor aparece también en el episodio acaecido
en Córdoba, en 1963, en el que a una provocación
antisemita le sucede un insulto, luego una puñalada; en
fin, la historia de
siempre, aunque cambien los personajes. Cuenta en "Primera
sangre":
"teníamos un poco de miedo, pro mezclado con sorpresa, esa
sorpresa producida por algo inesperado, uno de esos hechos que
escapan a la rutina y desconciertan; no entendíamos por
qué gritaron "heil Hitler" cuando
pasaron marchando con paso rígido por el camino,
vociferaron una, dos, tres veces, cerca de nuestro grupo que
conversaba y cantaba sentado en el césped. Y nos
levantamos de un salto, porque esas voces recordaban una noche
turbulenta, ancianos y niños marchando arracimados,
aterrorizados; viejos rabinos con expresión de horror,
fuego, sangre, una
horrible pesadilla que habían contado nuestros mayores y
que guiñaba sus ojos en las películas"
(10).
El doctor Nicolás Rapoport narra sus recuerdos de
la época en la que, siendo estudiante de medicina,
colaboraba en la atención de los recién llegados en
el hospital del Hotel de Inmigrantes. El relata: "Los que
cursábamos medicina, a
diario comprobábamos la angustia de los infelices,
ignorantes del idioma, no entendiendo las preguntas que les
dirigían los médicos en sus habituales
interrogatorios. Los ojos tristes de los cuitados, las miradas
despavoridas de los enfermos, nos sumían en íntima
congoja y conmiseración. Todos los días los cuatro
o cinco estudiantes judíos que asistíamos a los
hospitales servíamos de intérpretes para llenar las
historias clínicas. Era conmovedor ver cómo se
iluminaban los ojos de los míseros al oír una
palabra en idish o ruso. Revivían, lloraban dando escape a
su dolor moral"
(11).
Un documento falso permitió indirectamente la
llegada al país de Pedro Roth, "el mayor cronista
gráfico de la plástica argentina", nacido en
Budapest en 1938. El vivió en Hungría durante la
Segunda Guerra
Mundial y llegó a Buenos Aires –explica-
"gracias a un negocio algo oscuro del doctor Liber, un primo
segundo de Rosalía, mi madre, que le compró un
pasaporte falso al cónsul argentino en Montecarlo el
año de mi nacimiento. Puede que el funcionario fuese algo
informal, pero le salvó la vida y nunca dejaremos de
recordarlo. Bueno, Liber llegó e instaló una
fábrica de jabón en San Martín. Mi madre, mi
abuela Eugenia y yo llegamos en 1954 y nos establecimos en
Florida" (12).
En "La mesa de mis abuelos",
Carlos Szwarcer evoca el Pésaj de los judìos
inmigrantes: "Vivíamos en el corazón de
Villa Crespo, un barrio del centro geográfico de la ciudad
de Buenos Aires. (…) de todas las fiestas celebradas en
ese espacioso comedor espejado, fue Pesaj la que dejó en
mí la huella más profunda. Desde chico, algo simple
y contundente me marcó en cada conmemoración: el
significado de libertad que emanaba de su historia.
Trascendió más allá de lo religioso, de la
tradición o de lo simbólico, y cada año fue
adquiriendo mayor dimensión".
"Me aferro frecuentemente a la imagen de una
familia que se encuentra en algún lugar de la memoria que
hoy me parece paradisíaco, eran grandes momentos
iluminados por la felicidad. Pasaron entremezclados en un
carrusel interminable los Roshashaná, las Navidades, el
Bar Mitzvá, los Años Nuevos, los cumpleaños
o las Siete Candelas, pero además, irremediablemente, los
midrash, los kadish y los entierros, mientras deshojábamos
los fugaces calendarios, dagas del destino" (13).
Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en
que ella y sus hijos salvaron la vida: "Ana Dubroff vino
vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una
señora que viajaba en el mismo barco se enfermó
gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el
capitán del barco decidió que la enferma
debía bajar en Génova por la gravedad de su
estado, Ana
decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a
cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar
jamas a Argentina. Eso explica por que la familia
Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la
mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco"
(14).
La escritora María Esther de Miguel conservaba en
su casa un samovar que había pertenecido a sus
antepasados. Ella dijo a Cristina Pizarro: "por parte de madre
era más bien de las colonias que rodeaban a Basavilbaso,
las moscas (…) En mi familia no eran católicos pero casi
toda la familia después se hizo católica. Pero
tengo una hermana que no es bautizada, mi única hermana".
Entre los objetos que atesora, se cuentan "esa dulcera con todas
las cucharitas, era de la familia de mi madre. Por ahí
teníamos un samovar ruso de la familia. Un banco de mi
abuela materna" (15).
La actriz Mariana Briski recuerda que en Córdoba,
su abuela tenía unas tacitas de té que había
traido desde Rusia (16).
En la nueva tierra, había reglamentos que
cumplir. Samuel Watch, polaco, había llegado años
antes; al arribar Raquel, "para poder bajar
del barco se tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi
sin conocerse" (17).
Jacobo Randler, polaco, recuerda que el dormitorio del
Hotel de Inmigrantes "era un salón enorme con cuchetas de
a tres camas. Cuando vimos las camas perdimos las ganas de
acostarnos. Con Melcer convinimos dormir afuera sobre unos
bancos de
cemento que
había. (…) Al día siguiente nos levantamos muy
temprano. El barco de piedra era muy duro y estábamos a la
intemperie pero las camas estaban tan sucias y tenían
tantos bichos que teníamos miedo de amanecer de nuevo en
Polonia".
Va a visitar a unos paisanos: "Al salir del Hotel de
Inmigrantes, el bulto con mis cosas estaba en el depósito.
Las personas de la Asociación de ayuda a los inmigrantes
me habían anotado en un papel en
castellano la
dirección y el apellido de la familia que
buscaba. Era una especie de volante donde estaba impreso que era
un inmigrante recién llegado y se pedía a la gente
que lo leyera me ayudara a llegar a esa dirección, que era en la calle Jean
Jaurés de la ciudad de Buenos Aires. Me indicaron tomar el
tranvía número 2 y que le mostrase el papel que
llevaba al motorman para que me indicara dónde
bajar".
Encuentra a la familia que buscaba, uno de cuyos
miembros le asegura el empleo y
promete pasar a buscarlo al día siguiente. "Al volver al
Hotel, Meltzer me estaba esperando. Me contó que
había vuelto una de las personas de la Asociación
de ayuda, que a él le habían conseguido en la casa
de un relojero, a otros los habían ubicado con carpinteros
o sastres, cada uno según su profesión y que a
todos los iban a ir a buscar al día siguiente"
(18).
En septiembre de 2000, se inauguró Casa FOA en el
Hotel de Inmigrantes. El estudio de Laura Ocampo y Fabián
Tanferna, que tuvo a su cargo la ambientación de uno de
los dormitorios, "antes que una reconstrucción
histórica, prefirió hacer un homenaje a todos
aquellos que vinieron con el coraje de iniciar una nueva vida"
(19). Para ello, contaron con la colaboración de algunos
de los inmigrantes que se hospedaron en el Hotel, quienes narran
sus historias en sendas grabaciones. Entre estos hombres y
mujeres estuvieron los húngaros Antonieta Rubido Zichy de
Eicket, Américo de Gosztonyi, Esteban Bergner y Eugenio
Weisz; y Ana Wasinger de Schaab, nieta de ruso
alemanes.
Después de viajar durante cuatro años, los
húngaros Horogh llegaron al Hotel de Inmigrantes
porteño. "Por fortuna apareció allí un
señor descendiente de suizos –propietario de un
molino harinero- que buscaba emplear a un técnico
electricista, la profesión de Béla. Así fue
que de inmediato consiguió trabajo y la familia se
trasladó a Estación Matilde, un pequeño
pueblo del interior de la provincia de Santa Fe" (20).
En el Hotel de Puerto Madero, un panel reproducía
las palabras del polaco Pablo Nowak (21). Este hombre,
llegado a la Argentina en 1949 recuerda los magníficos
asados que se hacían al mediodía y agradece las que
califica como sus primeras buenas comidas en toda la
vida.
Relatado por el profesor Ochoa, conocemos el testimonio
de una húngara: "Es curioso algún recuerdo de una
muchacha, hoy día una señora ya de edad que vino a
los trece años con sus padres y contaba que en el desayuno
se le servían unos enormes tazones de café
con leche o mate cocido con leche –cosa que ellos no
conocían, el sabor a la yerba mate- y se servían en
regaderas –ése era el concepto de ella.
Se refería a esas enormes cafeteras que tienen mango de
costado con un pico largo, por supuesto sin la regadera, pero el
pico estaba y para la mentalidad de la chica se servía con
regaderas. (…) Ella estaba muy enojada cuando llegó
porque no había visto las palmeras y cocoteros que
imaginaba en el Puerto de Buenos Aires –era la
visión europea de América- y después, como
había estado en muy
buena posición y habían quebrado en Hungría
tuvieron que venirse acá sin nada, pero les quedaba el
recuerdo de la vida de buen pasar y pensó que ella
venía a un hotel de tres o cuatro estrellas actuales y se
encontró con que venía a este hotel de cantidad de
personas, grandes dormitorios para todos –los hombres de un
lado, las mujeres y los niños de otro- y sintió
desagrado, desagrado que dice que se le fue cuando empezaron a
comer. Dice que nunca habían comido –ni aún
en su posición buena primaria en Hungría- como
habían comido en el Hotel de Inmigrantes" (22).
Entre los picapedreros de Tandil había yugoslavos
y montenegrinos. Hugo Nario ha recogido testimonios de estos
inmigrantes: "Algunos de los pobladores más antiguos que
entrevisté, recordaban que la hora del desayuno
(generalmente mate cocido con leche, galleta y queso) era
anunciada por un empleado de la cantera que recorría sus
inmediaciones tocando un largo cuerno. Al toque de cuerno los
chicos dejaban sus juegos y se
congregaban tras quien lo portaba, en una extraña
procesión que se repitió diariamente mientras se
mantuvo aquella relación de dependencia" (23).
Aurora Alonso de Rocha evoca a los padres de Alejandra
Pizarnik: "Sus padres eran judíos polacos; el padre,
corredor de joyerías. Buma estudiaba hebreo y, como le
gustaba todo lo extremado, contaba historias de pogromos,
cosascos, incendios de
aldeas. (…) Sus padres le hablaban con interés de
dos presuntos pretendientes, hijos de un almacenero alemán
uno, y de un sedero sefaradí el otro. Buma se burlaba o
enojaba. Un día le dijo a su madre que se iba a casar con
los dos para tener aseguradas ropa y comida, la madre la
miró ceñuda y disparó una rápida
respuesta en idish. Me tradujo: ‘Que sean tres, así
también hay vivienda’. Creo que, por lo menos en
parte, las sutilezas de Buma nacían de la
dialéctica, escondida en un mal castellano, de
los Pizarnik" (24).
Los padres de Daniel Goldman, "ambos polacos, fueron
sobrevivientes del Holocausto. Su padre fue un partisano
(guerrilla que luchaba contra el nazismo en la
Segunda Guerra Mundial) y
su madre vivió tres años en un sótano
después de escapar de un gueto. Se conocieron en Polonia y
en 1948 emigraron juntos a un país que parecía
sinónimo de una nueva vida. Pero en las valijas se
trajeron todo el miedo, el espanto ante cualquier autoritarismo y
un sentido profundo de que la vida es un tesoro a resguardar.
Así es que en el hogar de los Goldman casi no se
dormía: por las noches su madre visitaba los cuartos para
asegurarse de que él y su hermana estuvieran bien, y a las
4 de la mañana todos estaban desayunando. De día,
las pesadillas se contrarrestaban con una educación amiga del
idealismo"
(25).
Alejandro Kokocinski manifestó: " ‘Yo tengo
una gran pasión por la Argentina. Me siento muy argentino
(…) Mis padres eran dos refugiados corridos por la guerra, un
polaco y una judía rusa’. (…) Los dos tuvieron la
gran fortuna de que descarrilara el tren que los llevaba al campo
de exterminio nazi de Treblinka ‘porque si no yo no
estaría aquí’. Huyeron entre mil peripecias,
estuvieron un año escondidos y llegaron a un campo de
refugiados en Italia. (…)
‘En ese contexto dramático yo vine al mundo en
1948’. (…) Papá Kokocinski organizó con
otros soldados la liberación de su pareja. Escaparon
todos. Llegaron a Génova y se escondieron. Querían
ir a la Argentina. ‘El cónsul se apiadó y los
dio un salvoconducto’. Una carreta del mar los trajo a
Buenos Aires" (26).
Norma Manzur afirma: "Aunque en ese entonces lo
ignoré, fueron años de mucho dolor y tristeza en
nuestra familia. Las cosas importantes, serias y sobre todo las
tristes se hablaban en idisch, idioma que nunca aprendí.
La guerra en Europa mataba a los judíos y los padres,
hermanos y otros parientes de mamá y papá no
escaparon a ese destino. Sólo después que Gerardo
viajó a Polonia al 50 aniversario del Levantamiento del
Ghetto de Varsovia, supe que mis abuelos maternos murieron en el
campo de concentración de Treblinka. Qué
pasó con el resto de la familia, mi abuela paterna y mis
dos tías y otros parientes cuyo registro nunca
tuve, no lo sé" (27).
"Yo tenía quince años cuando empezó
la Segunda Guerra
Mundial, y fui encerrado en el gueto de Lodz, con mi familia
y miles de judíos más –dice el polaco Jack
Fuchs. Allí estuve hasta que el gueto fue liquidado y nos
deportaron a Auschwitz". Para este hombre, que
tanto ha sufrido, el viaje tiene una connotación muy
especial: "Hoy sé que volver a Lodz es como una
peregrinación" (28), afirma, convencido de que debe viajar
a su tierra también con su hija.
En Villa Gesell vive Valeria Rodziewicz, "una
encantadora ex enfermera polaca, sobreviviente de la Segunda Guerra
Mundial". La anciana "nació en Wilno (Vilna hoy),
Lituania, el 27 de diciembre de 1913. Por entonces, el territorio
lituano pertenecía a la Rusia zarista".
Recuerda la guerra. En Polonia, en 1939, "La comida
escaseaba, sólo teníamos arroz y la carne de los
caballos muertos esparcidos por las calles. Cuando los alemanes
llegaron al hospital, me echaron, con el pretexto de que no
figuraba como enfermera estable. De golpe me quedé sin
trabajo y me instalé en un albergue para estudiantes. Para
poder comer
tenía que vender mi sangre para las transfusiones"
(29).
En "Breve historia de la llegada de mi abuelo a la
Argentina", relata un nieto: "Nicolas Kot, hombre de origen ruso,
más precisamente polaco, ya que en esos momentos (principios de
1900) esas tierras de Rusia eran Polonia; llegó a la
Argentina escapando de la guerra, creo, durante los años
1927-1929, ya que nació en 1909 y a los 18 años se
despidió de su novia y demás familia que hoy viven
en Bielorusia. Llegó al hotel de los Inmigrantes en Buenos
Aires, en donde se alojó por unos días y
después salió rumbo a Córdoba, en busca de
trabajo. Ahí conoció a mi Abuela Segunda Funes
(nació en 1917, Córdoba). Durante el viaje …. le
dió Fiebre Tifus, por lo cuál tuvo que hacer
escala (…) en
el Hotel Lloyd en Holanda. En la foto que encontré en
Internet, se
observa su estado actual, en su momento funcionó como
hotel de inmigrantes, luego como reformatorio de chicos y luego
como hotel. Es increíble el estado en
que se encuentra…. y lo bien conservado. Hoy en la actualidad
todos sus hermanos y los hijos de sus hermanos viven en
Bielorusia, más precisamente en la ciudad de Pinsk y sus
alrededores. Sus hijos, nietos, y bisnietos viven y vivieron en
Argentina" (30).
La disponibilidad de los alimentos antes
negados provoca algunos incidentes, como el que relata Jorge
Barón Biza. Su gobernanta era una refugiada del Este, a
quien trajeron de su paseo por la ciudad de Río en una
camilla. Ella "Nunca había probado bananas. Antes de la
guerra las había visto, en confiterías europeas,
envueltas en celofán. En las calles de Río, los
vendedores le ofrecieron docenas de bananitas de oro por
centavos" (31). Comió tantas que tuvieron que asistirla.
Era la consecuencia del contraste entre la pobreza europea y
la realidad americana.
En una calle porteña vivió doña
Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida
evocación que escribe poco después de la muerte de
la rumana, la hija comenta que la anciana "De sus vecinos
-españoles, italianos, argentinos del interior-,
había descubierto que el mejor arroz con pollo lo
hacía doña María, la gallega, pero sin
panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como
los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer
verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de
doña Pepa eran mejores que con la picada común"
(32).
Alina Diaconú dijo en un reportaje: "A mí
me obligaron un poco a vivir en el presente, porque si me quedaba
pegada a la nostalgia, todavía seguiría escribiendo
en rumano. Me gusta mucho la idea del desapego. Yo de
algún modo creo que las cosas que me tocaron –dejar
mi país natal, venir acá- me impulsaron a aprender
eso. Me gustaría viajar con un bolsito de mano, nada
más, como viaja Lucila. No necesitar demasiado de las
cosas, de nada material. Cuando llegué a Buenos Aires,
durante un año más o menos escribí en
francés. Pero nunca dejé de escribir. Yo
sabía que los idiomas podían cambiar, pero mi
vocación no" (33).
Escribe Diego Paszkowski: "Pienso con infinita tristeza
en la gente que desprecia al distinto, al extranjero, al
inmigrante, que hoy se refiere a, por ejemplo, coreanos,
japoneses y chinos con las mismas expresiones miserables que hace
cincuenta años habrán utilizado para con mi abuelo,
judío polaco. ‘Hablan en su idioma’,
escuché decir de unos y de otros a modo de excusa para
segregarlos, pero sé por experiencia que, sólo dos
generaciones después, quien esto escribe, nieto de aquel
abuelo, enseña a escribir a jóvenes futuros
artistas en la mismísima Universidad de
Buenos Aires" (34).
Por la ciudadanía argentina optó el polaco
León Poch, quien en la nueva tierra se propuso transmitir
las tradiciones judías por medio del dibujo, su
"lenguaje". En
su libro Cosas y
casos judíos manifiesta: "Espero lograr transmitir a los
lectores el amor y el
orgullo que siento por el rico quehacer de mi pueblo, sobre todo
a los jóvenes, porque ellos han de continuarlo"
(35).
Al regresar de la tierra de sus mayores, dijo Julia
Zenko: "Un instante puede mostrarte lo que pesan tus antepasados.
Eso lo vi en esta última gira: conocí Letonia y
Lituania, y también Estambul, donde vivió varios
años una de mis abuelas, y reconocí olores de las
comidas de mi casa, músicas, acentos. Es que soy una
argentina tanguera sin una gota de sangre criolla"
(36).
La música era la
pasión de un antepasado de Ana María Shua: "un
muchacho joven, polaco, bohemio, pobre y enamorado de la música.
También un excelente tejedor, especialista en fajas, ducho
en la destreza textilera de entrelazar los hilos de goma con los
de algodón. No sólo de pan vive el hombre: el
tío vivía también de su amor a la
música. Se las había arreglado para que lo tomaran
como comparsa en el Colón. Sus patrones apreciaban su
trabajo, pero cuando había ensayo
general, el hombre
desaparecía. Inútil amenazarlo con el despido: nada
le producía tanta felicidad como estar disfrazado,
compartiendo el escenario con los mejores tenores del mundo.
¡Estuve a un metro de Tchaliapin! Gritaba entusiasmado.
¡Ian Kepura me cantó casi al oído!
decía, con una alegría inmensa" (37).
El Chango Spasiuk es el responsable de Polcas de mi
tierra, "relevamiento de un siglo de música traída
por los inmigrantes ucranianos" (38). Al fallecer su padre, el
Chango Spasiuk lo despidió con lo que el hombre amaba: la
música: "Cuando todos se fueron, le pregunté a
mamá qué le parecía y ella me dijo que si
quería tocar, que tocara. Entonces le metí
nomás. Le dí duro. Te imaginás –dice a
Leila Guerriero-, a las tres de la mañana, tocando el
acordeón en el velorio de mi papá, es una imagen loca y se
puede interpretar mal, pero por qué no iba a tocar, si mi
papá amaba la música" (39).
Juan Szychowski, de once años de edad, y una
veintena de familias polacas pioneras, "Luego de permanecer
algún tiempo en el legendario ‘Hotel de los
Inmigrantes’ arribaron al puerto de Posadas, y desde
ahí marcharon a pie durante varios días hasta la
recién fundada Colonia de Apóstoles, recorriendo
los 80 km que los separaban de su destino tras los carros que
transportaban sus pocas pertenencias. Fueron tiempos
difíciles para esos hombres, mujeres y niños que no
estaban acostumbrados al abrasador calor tropical
y a los mosquitos que laceraban su piel. Debieron
esperar dos años para poder comer pan, ya que las hormigas
y los carpinchos diezmaban los plantíos de maíz. Se
alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y
aprovechaban la abundancia de animales
silvestres que les proveían de carne. Enfermedades como el
paludismo y el
cólera y las picaduras de serpientes segaron las vidas de
muchos hijos de aquellos primeros colonos, y los productos
logrados no siempre compensaban los sacrificios realizados"
(40).
"El 1° de julio de 1897 llegó al puerto de
Buenos Aires el vapor Antoñina, cargado con catorce
familias integradas por sesenta y nueve personas. Diez familias
eran ucranias y cuatro polacas. Llegaban con sus muebles, sus
semillas y sus arados. (…)Se embarcaron en el puerto de Buenos
Aires en un viaje de una semana hasta Posadas y de ahí los
llevaron en carretones del Ejército al interior de la
provincia durante otra semana de viaje. Ellos dieron nacimiento a
la ciudad de Apóstoles, en Misiones, bajando el monte a
puro machetazo. (…) ‘El 27 de agosto de 1897, hace cien
años, este grupo
llegó a la antigua Reducción Jesuita de San Pedro y
San Pablo Apóstoles, donde se les dieron dos lotes por
familia, cada uno de 25 hectáreas, a pagar durante diez
años a un valor de un
peso por mes’ (…) Los comienzos para los inmigrantes
ucranios no fueron fáciles: los campos estaban repletos de
inmensos termiteros que atacaban los sembrados, como os que
aún se pueden ver en los campos correntinos. Los ucranios
tuvieron que instalarse en carpas que les facilitó el
gobierno y
refugios hechos con ramas. Más trabajo les costó
preparar los campos con plaguicidas e insecticidas que el
gobernador Lanusse les vendió a pagar en cuotas. La
intensa fe cristiana del pueblo ucraniano organizó la
construcción de una iglesia en
cada asentamiento" (41).
En Jujuy se afincó el yugoslavo evocado por
María Edith Lardapide Olmos en "Historia de vida": "Don
Milo tomó contacto con la empresa de
Joseph Kennedy y allí tuvo una importante responsabilidad: hacían el trazado de las
líneas férreas en el inmenso altiplano boliviano,
donde, cuando cae el sol, pareciera
poderse tocar con las manos. Sus empleados eran nativos
aimaráes y quichuas" (42).
En El angel del Capitán, de Chuny Anzorreguy,
Miro Kovacic decide exiliarse. Un amigo le sugiere dirigirse al
Instituto Croata de Cirilo y Método,
donde se entera de que "Un país sudamericano había
puesto a disposición del Instituto diez mil visas para los
croatas que la necesitaran. No a los largos trámites. No a
las profundas investigaciones.
No al interminable papelerío". A fines del 47, en Trieste,
se completa el viaje iniciado mucho antes: "Subimos al tren Nada,
Mía y yo. Nos internábamos en la oscuridad absoluta
buscando al sol" (43).
En Mis dos abuelas. 100 años de historias, de
Nora Ayala, aparece el botero Mihanovich, que llegaría a
ser un poderoso empresario.
En 1868, dos inmigrantes conversan: "-Eugenio, estuve
pensando en una cosa que podemos hacer –dijo
Nicolás, el compañero de cuarto-. Los barcos que
llegan a este puerto de Buenos Aires no pueden arrimar al muelle,
que por otra parte es muy precario, y mi idea es comprar un bote
para trasladar a la gente. Los que hay son pocos, viejos e
inseguros, y quién te dice que no sea ése el camino
para hacer una pequeña fortuna, ésa que
soñamos en el barco que nos trajo de Europa. He visto un
bote que podríamos comprar con los pocos ahorros que
tenemos entre los dos. Yo, de eso entiendo porque en mi
país, mis parientes siempre fueron marinos".
"Eugenio se quedó un rato pensativo. Allá
en Bagnasco había quedado Irene con el pequeño
César, hacía casi un año, y las calles de
Buenos Aires no estaban empedradas con monedas de oro. Tampoco la
fortuna esperaba a los muchachos jóvenes como él,
con muchas ganas de trabajar. Hasta ahora, privándose
hasta de lo indispensable, sólo había juntado unos
pocos pesos que no le alcanzaban para traer a Irene y el
bebé. La estadía enla pobre pensión de La
Boca, que había imaginado breve, se había
prolongado, y amigos, sólo tenía a ése que
había conocido en la tercera clase del ‘Conte
Biancamano’, que también venía solo y que al
igual que Eugenio soñaba con traer a su familia, aunque en
su caso, soltero, se tratara de sus padres y hermanos que
habían quedado en Doli, un pequeño pueblo de
Yugoeslavia. (…) Eugenio Gemesio había venido para
‘hacerse la América’ y confiaba que lo
lograría, ya se vería cómo. Con el
compañero de pensión seguirían siendo
amigos, pero socios, no. La propuesta de remar con Mihanovich no
le interesaba" (44).
Sobre la vida y la obra del artista ruso Stephan Erzia,
escribió Ignacio Gutiérrez Zaldívar. En su
libro Erzia,
leemos: "En el mes de abril de 1927 Stephan Erzia, con 50
años de edad, llegó a la Argentina. El Presidente
de la Nación
Marcelo Torcuato de Alvear, que lo conoció y admiró
en París facilitó su entrada al país.
Así lo expresó el artista en una carta dirigida al
Ministro de Educación de Rusia,
en mayo de ese mismo año: ‘Acá en Buenos
Aires, me recibieron muy bien, tienen gran interés
por el arte ruso. Quiero
hacer acá una gran exposición
que se abrirá a principios de
junio. Los críticos de arte me
ofrecieron un muy buen lugar para la exposición en forma
gratuita y hasta el Presidente de la República
aceptó estar en la inauguración. Nosotros llegamos
primero a Montevideo, sin tener la visa para entrar en la
Argentina, pero la prensa nos dio
tanta atención que recibimos muchas
invitaciones’ ".
"Erzia, pensaba quedarse aquí una corta
temporada, pero finalmente se radicó por 23 años…
Aquí descubrió, al poco tiempo de llegar, la
madera que se
convirtió en su material predilecto para sus esculturas:
el quebracho, que venía desde el Chaco para ser utilizado
como combustible de las cocinas y calderas
porteñas; madera que por
su dureza fue bautizada por los ingleses como ‘hulla
roja’. Dijo el artista en una nota publicada en la revista
‘Aquí está’, en abril de 1938:
‘Adiviné al instante las posibilidades que
ofrecía para la escultura. La variación de sus
coloraciones, rojo, negro, blanco, dan a las figuras un encanto
especial…’ ".
El afirmó, en otra oportunidad: ‘Pero yo
soy buen ruso y buen argentino. Y quiero a este país que
me ha dado su hospitalidad y me ha brindado el material
más hermoso que pude obtener para mi trabajo’ ".
(45).
En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro Orgambide presenta
–ademàs de muchos inmigrantes de diferentes
nacionalidades- a un narrador nieto de un ruso, quien afirma:
"descubro que Ziller se parece de una manera cruel a mi propio
abuelo, al pobre abuelo loco, al chiflado que vivìa en un
triste y oscuro cuartito cercano a la terraza, donde, a los cinco
años yo lo vi sin comprender la tempestad y el
desgarramiento del exilio (…) oculto por la enfermedad y la
locura del mundo que arrastra a los hombres lejos de su tierra, y
que un dìa los devuelve, crèame, como las olas de
la `playa" (46).
En Donde sopla la nostalgia, novela de
Mauricio Goldberg, Max Gurovitz, su esposa Fany y su hijo David
emigran de Polonia, donde "Otra vez los gritos de
‘yid’ atronaban la calle. El viaje había sido
inútil. Se culpó por haberla dejado sola mientras
él iba al mercado.
Aún tenía el uniforme ruso de inválido, si
no ya estaría hecho pedazos. Para ellos la guerra
había terminado pero no su odio por los judíos.
(…) el celo polaco podía dejar atrás a los
alemanes si de matar judíos se trataba. (…)
También de Polonia debían irse" (47).
En 1988, durante la Feria del Libro, el doctor
Renè Baròn entregò personalmente a Jorge
Isaac el premio que lleva su nombre, distinguiendo a Una ciudad
junto al rìo (48) como la mejor novela editada
durante los años 1986 y 1987. El jurado que lo
otorgò -designado por la Sociedad
Argentina de Escritores- estuvo integrado por Luis Ricardo
Furlàn, Raùl Larra y Juan Josè
Manauta.
La novela fue presentada en la Uniòn Arabe por el
profesor Elio C. Leyes -"escritor
y presidente de la Universidad
Popular, autor de Voz telùrica de Gerchunoff, editado por
el Ateneo Judeo Argentino ‘19 de abril’ de Rosario",
quien "señalò que el libro bien podìa
llamarse ‘Los gauchos àrabes’, en justo
parangòn –según dijo-con la celebrada obra de
Gerchunoff, en la cual no debe haber escritor que haya
profundizado tanto como èl" (49).
El Gobierno de Entre
Rìos la declarò, por iniciativa del Consejo General
de Educaciòn, de lectura
complementaria en las escuelas superiores de la provincia, a
partir del sèptimo grado, recomendando su
utilizaciòn en la enseñanza.
La obra està dedicada "a los inmigrantes
àrabes –sirios y libaneses- y, por natural
extensiòn, a españoles, italianos, alemanes,
judìos, suizos, rusos, polacos, yugoslavos, y de cuanto
otro origen y procedencia màs, que se lanzaron un
dìa por los riesgosos caminos del mar a la aventura de
‘hacer la Amèrica’ ".Partiendo de su propia
etnia, la mirada de Isaac se vuelve abarcadora, hasta incluir a
hombres de diversa procedencia, cuya gesta evoca.
Se refiere al arribo a la nueva tierra: "Los
inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden
aquí de manera diferente según sea su origen que
nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin
oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de
equivocarnos". Seguidamente, describe el desembarco de italianos,
alemanes, españoles, judíos y árabes,
señalando las peculiares características de cada grupo.
Describe el desembarco de un polaco enfermo:
"Llegó la segunda tanda de ‘polacos’. Uno,
vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron
casi arrastrándolo sobre la larga planchada y luego,
alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los
árboles
donde se hallaban, en varios grupos, los
demás. (…) De vez en cuando retorcíase y
gemía, sin abrir los ojos. (…) Media hora
después, llegó la ambulancia. Un carretón
tétrico, tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy
parecido a otro que sirve de fúnebre pero del que tiran
unos caballos renegridos. Casi podría decirse que la
variante consiste tan sólo en el color de los
animales. Lo
cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta.
Mantenía los ojos cerrados y los miembros blandos, sin
fuerza,
exhalando de vez en cuando un gemido corto". Un largo rato
después, el narrador recibe el legado del polaco: una
bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos por
el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases
(50).
Hay rusos en el Chaco. Magdalena Kramenenko, uno de los
personajes de Mempo Giardinelli en Santo Oficio de la Memoria, se
interesa por los platos de diferentes colectividades y, cuando
los cocina, es digna de elogios: "Todas cosas judías,
deliciosas, bien condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes,
madre mía, para chuparse los dedos. Y no solamente
judías porque también hacía unas paellas que
te dejaban de cama. Y no te cuento las
mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de
granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o
la Príncipe di Nápoli, mamma mía.
También hacía unos guisos carreros que le
enseñó tu papá, muy delicados, porque
tenían las dosis exactas de hierbas, especias
exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor,
el morfi con amor es otra cosa" (51).
El libro de los recuerdos, de Ana María Shua, "es
la novela de
una familia argentina, con sus abuelos inmigrantes, hijos
comerciantes y nietos atorrantes. Una sucesión de afectos
y de envidias, de nacimientos y de penas, de matrimonios
públicos y de amores prohibidos. Sin grandes
escándalos, sin secretos horrendos ni crímenes
brutales: con la cuota de humor, de fracaso y ternura que
corresponde al país que, vaya uno a saber por qué,
eligieron nuestros abuelos o sus padres para sufrir y gozar"
(52).
Es el patriarca de esta familia el abuelo que, en la
juventud,
debió empezar a llamarse Gedalia Rimetka, dejando de lado
su nombre verdadero. En Polonia, donde comía papas todos
los días, esperó escondido que falleciera
algún paisano más o menos parecido para heredar su
identidad, y
poder así emigrar: "Murió Gedalia Rimetka,
medianamente joven, de bigotes. Con su documento fue el abuelo al
consulado de América, la verdadera, la del Norte, y le
dijeron que no. No lo bastante joven murió Gedalia, no lo
bastante joven como para pasar por el abuelo. En Polonia siempre
hacía frío, siempre había nieve. Cuando se
derretía la nieve, había mucho barro. El barro
también era frío. El barro de Tomachevo
cruzó el abuelo, que quería cruzar el mar. Y
llegó al consulado de esta pobre América.
Allí, le habían dicho, no se fijan mucho, no
entienden nada, les da lo mismo. Allí también es
América, aunque no tanto. Lo que vale es salir de Europa,
lo que vale es cruzar el mar. Desde una América ya
será posible llegar a la otra. Y no se fijaron, o no les
importó, o no entendían nada, y el abuelo pudo
ponerse en camino para cruzar el mar" (53).
En La isla se expande, Carolina de Grinbaum presenta a
una familia judeo-polaca: "No puedo dejar extraviados en el
ingrato olvido al matrimonio
judeo-polaco y su hija, gnomos que poblaban uno de los cuartos
intermedios dentro de esa casa de sorpresas. La mujer, aun en
su corpulencia y aparente acritud, era modesta hasta lo
invisible, tan hacendosa y esforzada que lindaba con lo
increíble. El hombre, como corresponde a su naturaleza de
duende, siempre oculto. Enfermo y resignado trataba de cubrir con
su propio y esmirriado cuerpo el panorama tétrico de los
frecuentes accesos, escupitajos y demás síntomas
evidentes del mal que lo volcaría inexorablemente al fin.
Marianita sentía cariño y respeto, en
especial hacia esa esposa y madre, geniecillo movido por el amor. En un
afán constante por tratar de alimentar y alegrar a la
familia, la señora Matilde –ése era su
nombre- pasaba largas horas dentro de la cocina, manipulando
ollas y sartenes de las que finalmente extraía los mejores
manjares elaborados a la manera europea. Al suponer que para
obtener esos excelentes resultados frotaba las cazuelas como lo
hiciera el legendario Aladino con su lámpara maravillosa,
no dejaba de observarla. Gracias a Matilde adquirió buen
gusto y habilidad para la cocina" (54).
En la Semana Trágica de 1919 –cuenta uno de
los personajes de Vázquez Ríal- "se desató
la caza del ruso. Asi lo llamó la prensa. Eso del
ruso… es un término muy amplio, que alude al
judío, el polaco, el húngaro, al que se supone
comerciante, o bolchevique, o terrorista, no importa lo
incongruentes que parezcan estos términos… (…) los
jóvenes que poco después serían organizados
en la Liga Patriótica, armados, tomaron al asalto el
barrio de Once, el barrio judío, identificándose
con un brazalete celeste y blanco, apedreando tiendas y
deteniendo a cuanto peatón con barba se les pusiera a
tiro" (55).
Gabriel Báñez relata que la Zwi Migdal era
una organización de trata de blancas que
tenía en Ensenada el centro de sus operaciones. Casi
todas las pupilas "venían de Varsovia, engañadas
por un correo que les prometía casamiento y fortuna en la
nueva tierra y con el cual refrendaban un contrato que
avalaban los padres de las jóvenes. En cuanto pisaban
puerto, debían enfrentarse sin embargo con la letra chica
del contrato: la
prostitución o el remate" (56).
Ricardo Feierstein es el autor de La logia del umbral
(Buenos Aires, Galerna, 2001), novela sobre la inmigración judía a lo largo de cien
años. Entre los personajes están los pioneros que
llegaron a la Argentina en el vapor Weser, con destino a
Moisésville. Ellos se alojaron en el Hotel de Inmigrantes,
al que describían como un edificio "enorme, vetusto,
dividido en muchas habitaciones. Con largas mesas y bancos
laterales". Se referían a los huéspedes como
"cientos y cientos de bocas hambrientas. (…) sin idioma,
cansados, confundidos".
No acompañó la suerte a los pioneros.
Cuando fueron al campo, pasaron "Días y días sin
masticar. Los niños enfermaban…". Se refiere el escritor
a la colonia santafesina a la que se trasladaron desde el Hotel.
Allí comprobaron que no tenían alimento ni
dónde guarecerse: "Nada hay donde todo debiera estar: ni
carpas, ni elementos de labranza, ni semillas. Ni siquiera un
hombre del lugar, en representación del propietario, para
entregar esas tierras tan laboriosamente adquiridas a
través del cónsul comercial argentino en
París, que actuaba en nombre del
terrateniente".
En la obra cuenta el proyecto de
cuatro generaciones de una familia, que se propone llegar a
caballo desde Moisesville, provincia de Santa Fe, mediante postas
de dos jinetes por vez, con una caja de madera de cerezo que
contiene tierra de la primera colonia judìa en la
Argentina y ‘una mezuzà, estuche de hueso con un
trozo de papel escrito con letras hebreas’, hasta la Plaza
de Mayo, donde la enterraràn bajo la
Piràmide.
Cuando el miembro màs joven de este grupo
està por concretar la iniciativa de su familia y de
èl mismo, al pasar frente a la AMIA, una terrible
explosiòn lo "revolea por el aire. Todo se
vuelve negro –rememora-, el rugido ensordecedor parece
indicar que, con la oscuridad de un eclipse gigante, ha llegado
el fin del mundo. En ese instante, cien años de vida
familiar y comunitaria se atropellan para desfilar ante los ojos
desorbitados de mi conciencia en
fuga" (57).
En la Argentina, Stéfano, el protagonista que da
nombre a la novela de María Teresa Andruetto, trabaja en
un circo, en el que trabaja también un húngaro: "A
Stéfano le asombran las costumbres de esta gente, lo que
comen, la ropa que usan, el modo en que hablan; gente venida de
todas partes que se ha ido sumando al circo. Uno de los payasos
es húngaro, son de Lignano el domador y el viejo Lucca, y
la contorsionista es brasileña" (58).
José Martín Weisz relata en …mientras
los violines tocaban csárdás. Un viaje a
Hungría, la historia de un judío húngaro que
debió dejar su tierra, y el viaje que él realiza
con su hijo, muchos años después. Martín "ha
viajado con frecuencia a Europa debido a su trabajo, y en esos
viajes siempre
ha pensado en acercarse a Hungría, pero lo ha detenido el
temor a enfrentarse por sí solo con el pasado de su
familia. Lo ha asediado una irracional fantasía de que los
nazis lo apresarían y lo harían jabón. (…)
Quería ir a Hungría a visitar la tierra de sus
ancestros, pero había llegado a la conclusión de
que no podía hacer ese viaje solo, necesitaría de
la compañía de su padre para realizarlo. No tanto
la de su madre, que también era húngara, sino
sólo la de su padre. Quería que fuese un viaje de
hombres, de amigos, de compañeros, en esta
excursión a ese pasado. (…) El paso siguiente era
cómo convencer a este hombre de ochenta y cuatro
años, que siempre había expresado su desprecio por
ese país que no había dudado en apoyar al invasor
nazi y que había colaborado para mandar tantos
judíos a la muerte. No iba
a ser fácil" (59).
Pensión "La Rosales" se titula la novela de Juan
Jorge Nudel. "Nacido en Remedios de Escalada, el barrio
constituye uno de sus temas preferidos, asì como la
interacciòn de los grupos y el
impacto de la vida cotidiana en la interioridad de sus
personajes". Sobre estos temas versa la novela que nos ocupa, en
la que presenta a muchos seres humanos que poco tienen en
comùn, salvo vivir en el mismo lugar. "Aunque los lectores
ingresaràn en una calle donde nunca estuvieron, es posible
que encuentren algùn vecino relatando un recorrido que
podrìa ser el propio".
El autor evoca "historias de barrio que muestran, en el
quehacer cotidiano, caminos que se abren y cierran, soledades y
compañìas (buenas y malas), diàlogos y
monòlogos en busca de una escucha que acompañe el
deseo de continuar hablando". Por la obra desfilan los
responsables de un cineclub, en el que se proyecta la
pelìcula "Titanic", hecho que da lugar a las
consideraciones de uno de los personajes. Encontramos
tambièn a los Goldman, una familia judìa que
sòlo observa tres de las fiestas de su religiòn, y
a la prostituta que llegò desde Europa engañada,
pensando que su futuro serìa muy distinto del que
encontrò en Amèrica.
Nudel presenta asimismo la carta de un
torturador a su hijo, en la que le dice, en resumidas cuentas, que
sòlo quiso apartarlo del mal camino, y una sesiòn
de terapia en la que una mujer se queja de
la vida que lleva junto a su marido y a su hijo, situaciòn
en la que se evidencian las falencias de la paciente.
Como estas, otras tantas historias, escritas con agudeza
y don de observaciòn por este hombre que ingresa a la
literatura con
condiciones que el lector advertirà desde el inicio de la
novela (60).
Alberto Gerchunoff dejò, en el cuento "El
dìa de las grandes ganancias", testimonio de su
època de vendedor ambulante, durante la adolescencia.
"Necesitaba poco para abandonar el comercio a que
me dedicaba. Era yo entonces alumno del colegio nacional.
Habìa dado examen de primer año,
encontràndome imposibilitado para continuar los cursos. Me
faltaba el dinero para
la matrìcula, carecìa de libros, del
traje de cierta apariencia, a fin de que los camaradas de aula no
se burlasen demasiado de mi aspecto gringo. Fueron estas
circunstancias que me relacionaron con el jocundo Rondelli y
nuestro convenio comercial quedò establecido sin
intervenir leyes ni
escribanos" (61).
En "Las noches de Goliadkin", H. Bustos Domecq
–seudónimo de Jorge Luis Borges
y Adolfo Bioy Casares- evoca el exilio argentino de una princesa
rusa. Goliadkin relata su historia: "pretendió haber sido
caballerizo, y después amante, de la princesa Clavdia
Fiodorovna; con un cinismo que me recordó las
páginas más atrevidas de Gil Blas de Santillana,
declaró que, burlando la confianza de la princesa y de su
confesor, el padre Abramowicz, le había sustraído
un gran diamante de roca antigua, un nonpareil que, por un simple
defecto de talla, no era el más valioso del mundo. Veinte
años lo separaban de esa noche de pasión, de robo y
de fuga; en el interín, la ola roja había expulsado
del Imperio de los Zares a la gran dama despojada y al
caballerizo infidente".
"En la frontera misma empezó la triple odisea: la
de la princesa, en busca del pan cotidiano; la de Goliadkin, en
busca de la princesa, para restituirle el diamante; la de una
banda de ladrones internacionales en busca del diamante robado
–en implacable persecución de Goliadkin. Este, en
las minas del Africa del Sur,
en los laboratorios de Brasil y en los
bazares de Bolivia,
había conocido los rigores de la aventura y de la miseria;
pero jamás quiso vender el diamante, que era su
remordimiento y su esperanza. Con el tiempo, la princesa Clavdia
fue para Goliadkin el símbolo de esa Rusia amable y
fastuosa, pisoteada por los palafreneros y los utopistas. A
fuerza de no
encontrar a la princesa, cada día la quería
más; hace poco supo que estaba en la República
Argentina, regenteando, sin abdicar su morgue de
aristócrata, un sólido establecimiento en
Avellaneda. Sólo a último momento, sacó el
diamante del secreto rincón donde yacía escondido;
ahora, que sabía el paradero de la princesa, hubiera
preferido morir a perderlo" (62).
"Con El agua
publicada póstumamente en 1968, culmina la importante
producción de Enrique Wernicke (1915-1968)"
(63). En este libro, el escritor evoca el menosprecio que un
personaje evidencia por su descendencia: "Era una casa para vivir
bien. Ahora que las chicas crecían, tal vez hubiese venido
bien otro baño o, por lo menos, un toilette. Pero don
Julio pensaba que las chicas algún día se iban a
casar y además, no olvidaba, él también
tendría que morir. Un baño es suficiente cuando se
convive con gente bien educada… como él. O Julito. No se
podía decir lo mismo de las nietas, hijas de una hija de
un judío polaco, sin eso imperceptible, casi
diríamos inexplicable, que se llama ‘tener sangre
inglesa en las venas’. (…) El viejo, esta noche, duerme
solo. Julio está en el Norte. Bertita, su nuera, y las dos
nietas, han ido al centro. Se quedarán ‘donde vive
la polaca’ (nunca osó decirlo en voz alta don
Julio). Y lo dejarán tranquilo" (64).
En un cuento de Susana Goldemberg, dice un inmigrante al
despedirse de su familia: "Argentina. El nombre raro. Otro
país. Del otro lado del mar. Papá trató de
explicarme: -Es un país grande, rico, generoso.
Allí respetan a todos los hombres del mundo que quieran
trabajar sus tierras. No importa en qué templo o en
qué idioma le hablen a Dios" (65).
En su cuento "El cardenal", Márgara Averbach
escribe: "Yo siempre habìa querido un cardenal. En ese
entonces, habìa muchos en los àrboles de la casa de
las tìas, como flores rojas màs ràpidas que
las otras. Y el abuelo, -que había nacido en una ciudad de
Europa y después se había visto obligado a
convertirse en gaucho judío, una conjunción
inimaginable para él, supongo- me habìa prometido
cazar uno para mì ese verano. Era el mejor de los
cazadores, un hombre alto, lento. Se agachaba para tocarme con
una gracia infinita que mi torpeza iba a envidiarle para siempre.
El me había enseñado a andar a caballo. Me
había subido a ese paraíso de crines y cuero de
oveja, me había puesto las riendas en la mano izquierda,
me había mirado con confianza y me había dicho
Adelante. La promesa, el pájaro, era solamente, uno de sus
muchos trucos de magia" (66).
De otro agricultor judío, "Aarón" y su
esposa dice María Inés Krimer: "Vivía en un
campito con su mujer, Clara.
Nadie pudo explicar por qué terminaron ahí,
perdidos en el medio de la pampa, cuando parientes y amigos se
habían dirigido a las colonias de Santa Fe, Entre Rios y Chaco"
(67).
El bisabuelo de Zahira Juana Ketzelman llegó a
Azul con su familia, pero, molesto por la actitud de los
lugareños para con sus hijas casaderas, se fue de esa
localidad (68).
Marcelo Birmajer evoca su experiencia en la primaria. A
propósito de un hecho que está relatando, dice: "La
historia transcurre en el colegio Doctor Hertzl, una
institución judío-laica donde cursé hasta el
cuarto grado de la escuela primaria.
No pasé de cuarto grado porque el estudio
simultáneo del inglés,
el hebreo y el castellano, sumado a una confusa situación
familiar, me dejó varado en una dislexia
consistente en escribir el castellano de derecha a izquierda,
como el hebreo; y el hebreo de izquierda a derecha, como el
castellano. Sin duda podría haberme presentado como
atracción en un circo grafológico, pero no era la
habilidad más indicada para cursar regularmente el cuarto
grado" (69).
Los inmigrantes padecen las secuelas de la guerra. En un
cuento de Sebastián Jorgi, un hombre dice a su mujer: "A
la semana de vivir juntos, mamá Freda se largaba a llorar
todas las noches en la habitación contigua. Vos me
explicaste que estuvo en el Ghetto de Varsovia y no quiere dormir
sola porque tiene mucho miedo de sólo pensar que los nazis
la llevarán a la casona del fondo del campo"
(70).
En "El baile", Jorgi relata: "Había sido
Mariuska, hija de una princesa rusa con veleidades de artista
plástica, la que lo inició en pormenores del arte.
Con tal de conquistarla al fin, le siguió el tren.
Después de haberla conocido –recién
finalizada la Segunda Guerra Mundial-
en un bailongo de la Boca, simuló interesarse por la
pintura"
(71).
El pequeño protagonista de "Historia con tango y
misterio", de Oche Califa, pregunta por qué sus abuelos
emigraron de Rusia. El padre le contesta: "Por el ejército
del zar. Cada vez que aparecían por la aldea donde
vivía era para llevarse a los jóvenes a pelear en
alguna guerra en la otra punta del país" (72).
En "Hamlet en el
gueto", Samuel Pecar, el "Sholem Aleijem argentino", evoca los
años que pasan mientras el padre de familia medita acerca
de la posibilidad de emigrar. El narrador expone la
situación del protagonista: "Máximo Jirik no se
dirige a Israel para hacer
negocios.
Máximo Jirik es un idealista, señor. Si él
ha resuelto dejar la Argentina, donde siempre vivió bien,
¡más que bien!, no será por el sucio
afán de apilar dinero en otro
país, enclavado, para colmo, en la barriga de Asia, y cercado
de enemigos con el alfanje entre los dientes. No; a Máximo
Jirik no le interesan los business. Israel lo atrae con la magia
de sus múltiples lazos históricos, sentimentales,
telúricos…". Al finalizar el cuento, el hombre
aún sigue evaluando las ventajas y desventajas, mientras
su familia sufre las consecuencias (73).
Hilel Resnizky dedica Peregrinación entre patrias
a la memoria de sus
padres y su hermano, "como homenaje a la judería
argentina, que supo unir valores". El
volumen consta
de tres partes, cada una de las cuales muestra "características distintas que van de un
realismo
sentimental a un surrealismo
–o metarrealismo- de mirada alerta".
"Argentino y Judío a mucha honra pretende
presentar esbozos, aunque sean aislados, de la epopeya de la
colonización judía en la Argentina". Aparecen
entonces los gauchos judíos, los conservadores y
radicales, la discriminación, el tesón, la
victoria y la desazón que caracterizaron a toda una
época. "Vieja Patria y Hombres Nuevos es también
realista, pero por ser más cercana en el tiempo y el lugar
a los hechos que describe es tal vez menos piadosa, como una
fotografía
tomada de cerca, que no escatima el detalle de las arrugas".
Algunos descendientes de los colonos, perseguidos y torturados
por motivos racistas o ideológicos viajan a Israel, y
encuentran allí salvación, aunque la convivencia no
es del todo sencilla. "Un Poco Más Acá del
Más Allá es abiertamente surrealista" y trata
cuestiones inherentes al ser humano en general, ubicadas en
escenarios muy distintos de aquellos en los que
transcurría la acción de las narraciones
anteriores, utilizando recursos
relacionados con lo onírico y lo
fantástico.
La llegada a la Argentina, huyendo de una tierra
inhóspita; la partida a Israel, en amargas condiciones, y
algunos relatos en los que se indaga otra realidad, son la
esencia de este volumen
interesante tanto para judíos cuanto para gentiles
(74).
Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las
mieses’ muestra una
expansión jubilosa en la exaltación de la tierra,
los hombres y los frutos, sin rehuir prosaísmos certeros
de cordial resonancia. Desde el diálogo
pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo
o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y
conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una
convivencia con el mundo humano, animal o de humildad
biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el
diminutivo y las imágenes
justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese
vivo universo"
(75).
En la "Oda a los ganados y las mieses", Leopoldo Lugones
canta al ruso Elìas, que vive en paz en la nueva tierra:
"Pasa por el camino el ruso Elías/ Con su gabán
eslavo y con sus botas,/ En la yegua cebruna que ha vendido/ Al
cartero rural de la colonia,/ Manso vecino que fielmente guarda/
Su sábado y sus raras ceremonias,/ Con sencillez sumisa
que respetan/ Porque es trabajador y a nadie estorba"
(76).
En su poema "En el día de la recolección
de los frutos", Alfredo Bufano homenajea a los rusos con estos
versos: "Salud, hijos
del Volga y de Siberia,/ y de todas las tierras que ayer fueron
del Zar;/ salud, mas no
al que viene/ haciendo tremolar/ banderas empapadas de sangre,
fuego y muerte/ sino
al que viene a amar y a trabajar,/ y al que llega con sed de
justicia/ o
fatigado en busca de un regazo cordial;/ porque esta tierra
nuestra, grande, sagrada y bella,/también la damos para
descansar" (77).
De Rusia parte Jacobo Fijman, a los cuatro años
de edad, en 1898. Mucho tiempo después escribiría:
"¡Ah! Yo soy uno de esos caminantes/ Que aún no han
encontrado su camino;/ Pero he gustado un luminoso vino/ en
huertos generosos y fragantes" (78).
Tamara Kamenszain, descendiente de rusos, es la autora
de El ghetto. Ese libro, dedicado a su padre, incluye el poema
"Arbol de la vida", en el que expresa: "Mi duelo, lo que estoy
viendo/ es el Gran Buenos Aires desde un cementerio
judío./ Con cara de cansado pasa arrugando un rabino/ la
página de kaddish en el bolsillo./ En mangas de camisa
lejos de esta pira de piedras/ asará los restos del
domingo sobre otro mausoleo./ En la puerta la florista se
persigna/ ante un cortejo de parientes y vecinos/ solideos
improvisados, mujeres de llanto fácil/ se congregan en la
fila de los deudos/ no es por mi duelo, me segregan, los estoy
viendo/ no me sumo a esa muchedumbre abatatada/ me resta a
contramano mi pérdida solitaria/ por Quilmes y Ezpeleta
hasta La Tablada flotando/ bajo el humo de chorizos arrebatados,/
de calles barrosas sin apisonar/ vías muertas y, al final,
una tarima evangelista. ‘Pare de sufrir’ anuncia la
humorada del cartel/ cuando piedra sobre piedra entierro/ mal
traducida la fotocopia de kaddish/ en el fondo de mi cartera que
me dice/ la tradición a expensas de tu muerte/ una verdad
menos que revelada/ no hay rabino que ayune ganas de saber/ no
hay duelo lo que estoy viendo es lo que es/ calles del Gran
Buenos Aires transidas de domingo/ un vehículo negro pasea
en relieve el
nombre de su cochería/ de éste al otro lado del
suburbio lo que estuve viendo/ se distancia. En el campo sin
límites
de la mirada/ verde sobre verde avanza el paisaje de todos/ todos
cuelgan sobre ese horizonte la esperanza de estar vivos/ somos
una muchedumbre abatatada volcando sobre los colectivos/ un
pasaje de salida. Me fui del cementerio/ yo tampoco merezco otro
domingo en tinieblas./ Mi duelo, lo que estoy viendo/ será
de aquí en más este verdor que te dedico./ Hoy
florecen en las copas de los árboles
todas mis raíces" (79).
La madre de Susana Szwarc, nacida en Polonia,
vivió en Siberia. En "Declive", la poeta expresa: "Por el
ojo de la cerradura vemos/ cómo deja la palangana en el
suelo: tiene
agua. Ahora/
no se ve. Hasta que levanta la mano/ blanca, la misma con que la
prisionera (jovencita/ en Siberia) llevaba maderos hacia el
barco.// ¿Y las niñas?, en la escuela/
atrás de la vía.// Tiene una gillette y el ojo
apoyado en la cerradura mira/ su negra axila de abeja-madre.
Arrasa. Algo se corre./ En el encuadre, un ojo mira al otro./Si
me estiro veo/ la palangana (llena) de estrellas y abedules/
también blancos: habría nevado./ ( El hermano,
sobre la nieve, corre/ a la muchachita y ahora los ojos ya no
ven.)// Atrás de la vía:/ campanas.// Va a salir.
Hay que correrse. Abre la puerta y desparrama/ el agua
(turbia) al gallinero. Nubes la alejan, hacen pasillos./ hasta
que tiende más ropa en punta de pie. Los brazos en alto.
Abrocha.// ¿Cómo hallar ahí donde
posarse?".
En "Bíblica", evoca: "Madre es anciana./ Madre es
anciana y se ha/ embarazado./ Habrá una hermana nueva. //
Madre embarazada/ vomita y sus dedos aprietan./alambres/ del
gallinero.// Por su boca sale la nieve/ de Siberia y aquí
-lejísimo-/el pueblo entero se llena de blanco/ barro.//
Madre ríe y las hijas reímos/ mientras mascamos/ un
poco de brea/ como si el mundo la nieve la brea/ fueran/ nuestra
pertenencia.// Y madre/ sabia en los vagones/ nos avisa:/ si uno
tiene que vivir vive/ si uno tiene que morir se/ muere.//
¿Porqué? le decimos las nacidas/ pero ella se
distrae por el buey/ quieto entre las vías./ Y anuncia:/
este tren habrá de detenerse/ Podremos parir"
(80).
Enrique Novick describe, en "Balada para un padre
ausente", el efecto que la música de su tierra
tenía en el padre enfermo de Alzheimer:
"Cuando le/ cantaba,/ próximo/ a su lecho,/ canciones/
antiguas/, sin nombre/ ni dueño,/ que hablan/ de una
aldea/ con hornos/ de piedra,/ cerca de las/ casas,/ sus pisos/
de tierra,/ Marc Chagall/ brotando/ de acequias/ y techos;/ que
él/ acompañaba/ con su voz/ pausada,/ rescatando/
estrofas/ tras un gesto/ austero,/ y un temblor/ extraño/
que escurría/ en su cuerpo,/ peces
abismales/ y negros,/ hasta ser un eco/ más/ entre los
ecos,/ que suelen/ merodear/ por mi cerebro"
(81).
Paulina Vinderman habla a su padre en un poema: "-Anoche
soñé que sacaba un pasaje para Bulgaria-/ quiero
decirle./ Llego a una ciudad amplia y resuelta, apoyada en un/
mar interior (un mar de manual, con
muchos barcos enhiestos.)/ Inexplicablemente la ciudad
está callada/ y resuenan mis pasos sobre las calles./
Universidad, dice un cartel,/ y otro me envía a las ruinas
de un templo griego/ que instala la armonía en mi
ceguera." (82).
En su poemario Las huecos de tu cuerpo, Manuela
Fingueret evoca a su madre, llegada desde otra tierra, que
vivió entre los años 1917 y 1988. La hija le dice:
"Suspendida del verano/ como las/ glicinas de la calle Leiva/
‘flor quieta y desnuda’*/ tus pies se arrastran/ en
la noche/ como una alucinación/ que se desliza/ por las
paredes/ del hotel de inmigrantes y/ tu cuerpo se estremece/ hija
entre tantas/ en una aldea/ de Lituania".
En otra estrofa, expresa: "Es sólo/ un
mediodía de febrero/ el calor impacienta/ exige/ un
espacio entre las piedras/ donde encuentro/ tus juegos
inconclusos/ en esa aldea de Lituania/ cuando/ sólo eras
Basia/ una joven en tránsito/ hacia otras calles.
¿Cómo hacer de la distancia un soplo’/
¿Un leve movimiento
pendular/ para abrazarnos?"". Más adelante, se lamenta:
"¡Soy tu madre!, decías, ¡sólo
mírame!/ Y no pude/ Eloim/ con ese modo callado de ser
mujer/ con esa máscara suplicante/ plegada sobre/ la vieja
tabla de lavar/ al ritmo/ del barco a vapor/ buscando/ una aldea
de Lituania" (83).
En "Corrientes esquina gueto", evoca la realidad del
inmigrante polaco: "Cada quien/ con las voces del mercado/
recién llegado de Varsovia/ pepinos en vinagre/ o el
buzón de la esquina// Una tierra prometida/ untada sobre
pan Goldstein/ entre pastrom caliente/ y el mar rojo atravesado/
por Corrientes/ o por Serrano/ a la espera de Moisés/ que
no sabe idish/ para descifrar los mandamientos" (84).
Mónica Sifrim escribe: "No señor. En mis
antepasados no hay diabéticos, hipertensos,/
cardíacos ¿Cómo explicarle? De cada diez
antepasados míos,/ uno moría en las revoluciones,
otro en las cámaras de gas/ y cuatro o
cinco de melancolía./ Ya sé que no se heredan tales
males. La mandrágora deja/ ese letargo de naranjas agrias.
Luego talco, y a mover los/ genes fresquecitos./ Pero cuando
llegan oleajes de dolor oleajes de dolor oleajes/ se descubre un
vago parecido: ¡Mire qué bonita!/ Mete el brazo en
el horno como lo hacía su tatarabuela" (85).
"La urbe no consigue absorber del todo el aluvión
tumultuoso que avanza desde el puerto –afirma Luis Ordaz-,
y si bien el inmigrante se va incorporando al medio que habita e
integra. Éste (el medio) se conforma, asimismo, con dicha
participación e incidencia. El inmigrante se adapta o no,
pero, a la vez, impone un nuevo sentido a las cosas y hasta las
nombra y condimenta con vocablos y giros que componen una nueva
jerga de frontera. Italianos y españoles, particularmente,
pero también ‘turcos’, polacos,
‘rusos’ (judíos de variadas procedencias),
animan una población pintoresca por el enfrentamiento,
habitualmente apacible y sin prejuicios de ninguna índole,
de todas las nacionalidades, razas y credos. Todo esto resalta,
de manera natural, en el ‘sainete porteño’ "
(86).
"En Mustafá, sainete que Armando Discépolo
y Rafael José De Rosa escriben en colaboración, y
estrenan en 1921, don Gaetano (tano típico del género) se
entusiasma ante la fusión, la
‘mescolanza’, que se logra en las bulliciosas casas
de vecindad porteñas" (87). Conversando con el turco que
da nombre a la obra destaca el clima amistoso
del conventillo: "E lo lindo ese que en medio de esto batifondo
nel conventillo todo ese armonía, todo se
entiéndano: ruso co japonese; francese con tedesco;
italiano co africano; gallego co marrueco. ¿A qué
parte del mondo se entiéndono como acá: catalane co
españole, andaluce co madrileño, napoletano co
genovese, romañolo
co calabrese? A nenguna parte. Este e no paraíso. Ese ne
jauja. ¡Ne queremo todo!" (88).
A criterio de Ordaz, "Don Gaetano se refiere, efusivo, a
una parte verdadera e importante del conventillo, mientras la
otra parte, que sirve para completar la visión, queda
soslayada: ¿quiénes habitan las enormes casonas,
cómo se vive en un conventillo?" (89).
Alberto Gerchunoff escribió Los gauchos
judíos en 1910, para celebrar un momento culminante de
nuestra historia. Décadas más tarde, el libro fue
llevado al cine. Al
respecto, Jorge Miguel Couselo afirma que "La briosa
versión de Los gauchos judíos (Jusid, 1975), con la
originalidad de una interrelación folclórica nunca
tocada por el cine
argentino, sufrió el torpe tronchamiento de la censura,
que no admitió en imágenes
pasajes que cuatro generaciones de estudiantes leyeron en la
prosa de Alberto Gerchunoff" (90). Sobre el film escribe Ricardo
Manetti: "La pantalla también devuelve (…) el retrato
nostálgico y épico de la gesta de los inmigrantes"
(91).
En abril de 2001 se estrenó Un amor en
Moisésville (92), film dirigido por Antonio Ottone
–que también escribió el guión- y
protagonizado por Víctor Laplace y Cipe Lincovsky. Sobre
esa película se afirmó: "Antonio Ottone regresa al
cine de la mano de una historia ambientada en tiempos en los que
un contingente de la colectividad judía procedente de
Europa desembarcaba a principios de siglo en la provincia de
Santa Fe. Víctor Laplace y Cipe Lincovsky hacen un
homenaje desde sus personajes" (93).
En Caras y Caretas, "en 1927 Hersfield publicó a
‘Abraham Kancha, experto en Uper’ un personaje mitad
criollo, mitad judío, que lo presentaba así:
‘¿Romperme una hoieso? Ni vos, ni la negro Kin
Charol, ni Firpo, ni nadie mi dieja groggy’ "
(94).
…..
Procedentes de diversas naciones, los inmigrantes que en
la Argentina fueron llamados "rusos" contribuyeron al
engrandecimiento de la nueva tierra.
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Trabajo enviado por
María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional
Matriculada