Indice
1.
Introducción
2. De la idea de los dos
caminos
3. Asimilar y modernizar: Dos versiones
del contacto
"¡ay, Dios mío, sí, la memoria del
asco es mayor que la memoria de la
ternura!"
Milan Kundera,
El libro de la
risa y el olvido (1978)
A pesar de todo lo que se ha dicho del 1898
puertorriqueño, se me antoja que todavía se le
sigue observando a través de un cristal opaco que no
permite la visibilidad que yo quisiera respecto de un
fenómeno de tanta trascendencia. Personalmente debo
confesar que aprendí mi primera versión de aquella
invasión de un testigo de ella que en ese entonces
tendría alrededor de nueve años. Cuando yo
crecí pude darme cuenta de todo el respeto y todo el
miedo que él sintió cuando las tropas americanas
pasaron cerca de la finca de su padre rumbo a Hormigueros.
Venían de Yauco, San Germán e iban rumbo a
Mayagüez y el Guasio.
Pero también percibí todo el descrédito en
que aquel niño, anciano ya cuando me contaba esas cosas,
tenía a Luis Muñoz Rivera y a Práxedes Mateo
Sagasta como símbolos de un poder
envejecido, de un pasado remoto y superado al cual no
quería regresar. Y supe la ancestral gracia
caribeña con que recordaban cerca de mi casa, en el
barrio, el encontronazo verbal entre Mateo Fajardo, el líder
anexionista, y el cura González, el sacerdote de raigambre
hispana de la Iglesia de la
Monserrate. Aquel testigo se llamaba Manuel Sepúlveda
Morales y era mi abuelo.
Después la aprendí en los libros, con la
pasión de quien toca algo que se ama. Transformada en
historia
llegó a perder algo de su encanto, atrapada en los
laberintos de la lógica
posible. La multiplicidad de significados del 1898 sorprende al
curioso. Lo que para los Estados Unidos
fue la consolidación de los viejos proyectos
monroístas nacidos en la década de 1820, y la
demostración cabal del papel que la
Divina Providencia les había encomendado en el juego de las
relaciones
internacionales; para el Caribe en general y para Puerto Rico en
particular significó la fijación de este territorio
como la nueva frontera del poder
norteamericano. Fueron Alfred T. Mahan y Theodore Roosevelt los
que se encargaron entre 1890 y 1904, de darle sentido a esas
relaciones desde la perspectiva del país del norte. El
1898 estadounidense fue el momento de un triunfalismo
cuestionable pero avasallador que convirtió a aquel poder
en parte, policía y juez del orden de las
repúblicas y territorios del sur por medio del
Caribe.
Para España el
1898 planteó la reverente necesidad de una
reevaluación del pasado. La pérdida de los
últimos reductos de uno de los imperios más grandes
de la historia de la
humanidad a manos de un poder "bárbaro" y ensoberbecido de
raíces sajonas y protestantes, fue la simiente de una
refrescante revisión que encontró excelentes voces
en José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y aun,
diría yo, en el castellanismo lírico de un Antonio
Machado. La revisión podía darse mirando hacia
"adentro", o pasando juicio sobre el papel de las
masas en el mundo llamado moderno que España
apenas comenzaba a tomar por asalto cuando entraba en crisis, o
pensando en la relación de España con el resto de
Europa. Pero
tenía que pensarse imaginando el destino y el papel de una
España derrotada en el siglo porvenir, este siglo XX que
me ha correspondido ver terminar para hacerme preguntas
similares.
Para Puerto Rico el
asunto era distinto. El país no perdía ni ganaba.
En última instancia era lo ganado o lo perdido por otros y
ya eso llamaba a confusión. La guerra entre
España y los Estados Unidos,
desde la declaración de guerra hasta
el retiro de la última tropa española, había
sido inventada de un modo coherente en la prensa colonial
para que la gente tuviese una impresión concreta del
enemigo y del imperio español, y
unas nociones específicas de qué eran los insulares
en el contexto de su relación con España. De hecho,
me temo que el Boletín Mercantil, La democracia, El
País, La Gaceta, El liberal, entre otros, coincidieron en
la creación de una imagen
equívoca de los Estados Unidos, y coincidieron
también en la necesidad de fortalecer unos lazos con
España y una imagen de una
España invencible y poderosa que sólo cabía
en la mente enferma de un militar enajenado o en la de un soldado
que pensase que honor y machetes era suficientes para hundir el
"Gloucester".
Reducir, sin embargo, la imagen del 1898 en Puerto Rico
a polaridades aceptables es tarea de magos o de atrevidos
inventores. Como yo, para bien o para mal, me considero un poco
de ambas cosas voy a intentar una, amparado solamente en el
mito de la
literatura y en el de la historia, las dos grandes hermanas
germanas.
2. De la idea de los dos
caminos
Yo creo que el 1898 puertorriqueño ha sido
sentido y analizado por las dos rutas en que desemboca un curioso
camino bifurcado. La teoría
y la ciencia son
siempre amigas de este tipo de conclusiones porque ello le sirve
para facilitarse el problema de enfrentar la vida real. Por un
lado encuentro la ruta que conduce a enfatizar las
discontinuidades, las rupturas, las agonías, los cambios
de cielo, las noches tristes que impusieron la llegada del
invasor aquel 25 de julio. La variedad de las metáforas de
la tragedia puede ser infinita. Hablar de la alteración en
la ruta de la historia insular que significó el 1898
cuando hacía apenas seis años se había
celebrado con alguna euforia cívica el Cuarto Centenario
del Descubrimiento de
América y Puerto Rico, fue quizá el lugar
común más notable de las generaciones de pensadores
puertorriqueños que inventaron sus propias versiones para
la afirmación de lo nacional bajo el ala protectora de una
hispanidad, hispanismo o hispanofilismo imprescindibles a una
cultura de
resistencia.
Cualquier lectura
detenida de los intérpretes de lo nacional de la
generación de 1910, la que se debatió entre los
modernismos hispanoamericanistas, los romanticismos
tardíos y las vanguardias renovadoras; de la
generación de 1930, la que se impuso la tarea de responder
la pregunta del origen del ser insular; y la del 1950, que
creyó concretarlas en una fórmula mágica,
las tres razas abiertas a lo nuevo del siglo XX; traducen un
protagonismo de lo hispano que para muchos es todavía el
único elemento que mantiene a la cultura
nacional anclada en la convicción de que es "otra" y
"distinta". Aquel 1898 construido sobre la imagen de la nostalgia
por un pasado perdido o el de un doloroso cambio,
sobrevive desde la Crónica de la Guerra Hispanoamericana
(1922), y aun antes, hasta buena parte de la
historiografía del protestatario 1960 y del cuestionador y
cientificista 1970.
Por otro lado encuentro una ruta que conduce a enfatizar
las continuidades, los elementos en común, los puntos de
contacto entre el ser social insular y el estadounidense a
través del 1898 y en la cual las rupturas que hacen de la
historia un cínico o afiebrado antes y después se
desmadeja día tras día. De hecho la historia
común de estos dos países, Puerto Rico y Estados
Unidos, desde el siglo XVIII es un asunto innegable. Ya Arturo
Santana, Arturo Morales Carrión, Gervasio L.
García, Manuel Moreno Fraginals, Philip Foner, entre
otros, han demostrado que sería una inmensa ficción
pensar que el 1898 fue un acto sorpresivo y sin antecedentes en
un remoto pasado. Por eso resulta a veces gracioso el
protagonismo que se autoimpusieron personas como José
Julio Henna y Roberto H. Todd, en el proceso de
"traer la guerra a Puerto Rico".
Un lazo que se llamó caña de azúcar
y economías agro-exportadoras, mantuvo ligados a ambos
territorios durante el siglo XIX y el siglo XX. Además una
imagen, la de los Estados Unidos como refugio de un exilio
político y de una emigración económica es
patente, a pesar de las reservas que provocó
ocasionalmente, en los documentos de
Ramón E.
Betances, Segundo Ruiz Belvis,, José F. Basora,
José Martí, Tomás Estrada Palma, José
Julio Henna, Bernardo Vega, Arturo Alfonso Schomburg, por
sólo mencionar un puñado al azar.
Las continuidades de la historia chica, puestas en
planta por el historiador Fernando Picó en la
década de 1980, también han despertado la
curiosidad de los historiadores jóvenes. Los
tránsitos del poder a nivel local antes y después
del 1898 no parecen haber representado un problema mayor para sus
ejecutores. Las élites locales, que antes de la
intervención americana eran pro-españoles confesos,
terminaron pronto del lado de los vencedores disfrutando de los
mismos privilegios que les había garantizado el antiguo
régimen. Sobre ese asunto he trabajado personalmente en la
zona oeste y mi única sorpresa fue lo quebradiza y
frágil que podía ser una fidelidad nacional ante la
presencia de un nuevo poder. Por último, la
situación del ser humano común antes y
después del 1898, muestra
lamentables paralelos de miseria y opresión hasta muy
entrado el siglo XX que nadie puede tampoco pasar por alto. Lo
que quiero decir es que en la vida cotidiana, una bandera arriada
y otra puesta, un acto heroico de Illescas en Coamo o de Cervera
en altamar, o un Eduardo Lugo Viñas al frente de los
"Porto Rican Scouts" tienen un significado distinto que en el
tablero del historiador o del poeta.
Si las gentes hablaran a través del discurso de
sus intelectuales, su élites o sus líderes, el
problema se podría resolver por medio de una
revisión crítica de la literatura, la escritura y el
discurso que
hemos canonizado como el que significa la nación
puertorriqueña. El asunto tal vez podría limitarse
al complejo juego
metafórico generacional que construyeron aquellas
élites para expresar sus desavenencias con lo nuevo del
siglo XX o, por qué no decirlo, sus avenencias que
también fueron muchas y significativas. Lo que sucede es
que continuidades y discontinuidades facilitan la evasión
hacia esferas y terrenos extraños y no permiten al
analista escuchar las "otras voces" de la nación.
Hoy yo sólo quisiera compartir mi percepción
acerca de algunas de esas "otras voces" caminando la ruta alterna
de esa literatura no canónica que muy poca gente
mira.
3. Asimilar y modernizar:
Dos versiones del contacto
Cuando pienso la cultura puertorriqueña del
cambio de
siglo y el impacto de aquel momento sobre el hacer cultural
forzosamente debo deslindar mínimamente el campo de
trabajo. La cuestión liminar radica en tratar de definir a
través de la literatura menor los niveles de
comprensión que el pueblo o la gente tenía de los
Estados Unidos antes y después del año 1898; y
sintetizar el sistema de
interpretaciones y reacciones ante la invasión hasta donde
sea posible. Para ello no voy a depender de la literatura
canónica, de aquélla que se ha impuesto como la
coordinadora de los significados de lo nacional en las excelentes
obras de Carmen Gómez Tejera, Francisco Manrique Cabrera,
Luis Hernández Aquino o Josefina Rivera de Alvarez, entre
otros. De hecho, el asunto no representaría un dilema
mayor porque en estas interpretaciones los acuerdos son
más notables que los desacuerdos.
De lo que se trata es de mirar esa otra
expresión, llámese menor, marginal o
no-canónica que imprimió otros significados no
sólo al fenómeno de lo histórico en general
sino al 1898 en particular. Tal vez mi verdadera intención
es revisar una versión semi-silenciada de la vida, un
discurso obscurecido por el tiempo que, como
el testimonio del abuelo quedó atrapada entre los
borgianos laberintos del olvido que son los laberintos en que
encuentras a la gente y tratas de responder a la pregunta de por
qué está allí. No se trata ni significa, en
consecuencia, que me voy a centrar en la literatura de una clase
social como la obrera; o en la que la cronología impone
como literatura de la transición porque maduró
alrededor del cambio de siglo. De hecho, mucha de ella no hizo
caso del 1898 o simplemente no enfatizó en él tanto
como el testimonio o la crónica periodística.
Tampoco se trata de encarcelar la literatura en las trampas de
los géneros tradicionales. Testimonio, discurso
histórico, crónica periodística: todo puede
ser de utilidad para lo
que me propongo.
Yo creo que el Puerto Rico de principios del
siglo XX se caracterizó por la consolidación de
toda una red de
posiciones contradictorias visto el asunto de la
definición de lo nacional ante el mundo. Conceptualizar la
nación dentro de unos parámetros tradicionales y
que a la vez se ajustaran a las apetencias del siglo se
convirtió en la meta de un
significativo sector de los intelectuales. Urdir el canon, como
quien ritualiza o domestica, fue, en cierto modo, la meta de un
siglo que todavía confunde a pesar de que muere delante de
todos nosotros.
Una lectura del
"Diario…" y de la Crónica de la Guerra Hispanoamericana
(1898 / 1922) de Angel Rivero Méndez no le deja duda al
lector respecto a todo el magnánimo respeto que
despertaron las tropas de los Estados Unidos entre los soldados
españoles y puertorriqueños, especialmente
después del bombardeo de San Juan en mayo de 1898 y del
desembarco del 25 de julio. Aquella actitud,
honorable y honrada en cierto sentido, no condujo a la total y
ciega aceptación de los códigos morales, culturales
y éticos del vencedor.
El 1898 planteó a las élites
puertorriqueñas el asunto de una nueva relación de
poder con el dueño del mismo. Hasta esa fecha, imperio y
colonia podían considerarse como co-partícipes de
un oscuro pasado europeo y americano que se hundía tras el
velo de una Edad Media mal
conocida, y conducía a unas míticas simientes
indígenas. La "madre patria" y la "patria chica"
idealizadas en las mentes de los amigos de España,
servían de base ideológica a una relación
firme en la cual la tradición y la comunidad de las
estructuras
espirituales estaban fuera de discusión. Ello no
había impedido, sin embargo, el surgimiento de una
generación anexionista en Puerto Rico y el este y el
sureste de los Estados Unidos que sirvió, según
algunas versiones, de apoyo a los invasores del 25 de
julio.
A nadie debe sorprender, por lo tanto, el lenguaje
aparentemente nacionalista, comprometido, esperanzador y confiado
que predominaba en la prensa, fuese
autonomista o conservadora entre enero y febrero de 1898. "La
obra del Gobierno
será nuestra obra", decía El liberal del 20 de
enero. La identificación de aquel foro autonomista con el poder era
total. Para los ideólogos de El liberal, ellos eran el
poder, tal y como insiste el viejo mito de la
democracia
plural y popular. Por eso el autonomismo se "halla pronto al
sacrificio", como quien piensa que la lealtad que se inventa es
suficiente garantía para el triunfo que se
sueña.
Del mismo modo, el hecho de que el Boletín
mercantil publicara un artículo titulado "¡Viva
España!" el 9 de abril, no debe causar algazara. Ese era
uno de los foros de los incondicionales y del gobierno. Pero el
que La democracia del 21 de abril, periódico
que era la voz de Luis Muñoz Rivera y de los sagastinos en
Puerto Rico, ofreciera "en cada puertorriqueño un soldado"
en un documento titulado "Todo por la Patria", sí resulta
patético. Resulta patético especialmente cuando al
cabo de los años, el historiador está en
posición de mirar los caminos múltiples que tomaron
los autonomistas después de la invasión del 1898.
La reverencia casi religiosa al heroísmo español,
heroísmo también imaginado y construido durante
cuatrocientos años de coloniaje, dio contra el muro de una
modernidad
avasalladora en 1898 para hacer de la lealtad a la nación
un juego impredescible. El heroísmo americano se
re-construiría bajo otros criterios muy distintos a los de
la tradición hispánica.
Lo que sucedió fue que el 1898 forzó a las
élites a negociar un arreglo con aquel nuevo poder. Y en
el arreglo las élites no estaban dispuestas a perder sus
privilegios de siglos. Aceptar una fórmula de
americanización no pareció, a la larga,
problemático para los sectores de poder en la colonia.
Después de todo, la definición que ellos le daban a
aquel fenómeno se circunscribía a los cambios
materiales, al
progreso económico, a la modernización que los
Estados Unidos significaban para Puerto Rico, El Caribe y el
mundo, y eso nadie iba a rechazarlo en 1898. El "progreso" era
uno de los preceptos consagrados en el lenguaje de la
política y
la economía
de la época lo mismo entre conservadores que entre
liberales, llámense ortodoxos, puros o liberales.
"Progreso" y "orden" iban de la mano en el discurso del poder. La
verdadera apostasía hubiese sido no ser un amigo de estos
principios en
el siglo del "progreso".
Lo que parecía difícil negociar era el
proyecto
cultural paralelo de algunos que pretendían que la
americanización así entendida, y la
asimilación cultural a los Estados Unidos eran asuntos
inseparables. Dos de los autores mas evidentemente comprometidos
con este tipo de proyecto fueron
Paul G. Miller, el historiador, y Juan B. Huyke, el pedagogo y el
polígrafo. Miller y Huyke coincidieron en la construcción, en las décadas del
1920 y el 1930, de una literatura de fines pedagógicos y
edificantes que la tradición canónica ha
despachado, a veces, con suma facilidad por su trasfondo
abiertamente americanizador y asimilista. Esos compromisos,
evidentes en la vida política de ambos, no
impidieron su convivencia ideológica con la realidad del
campo que ya había sido tomada como la mejor
traducción de lo nacional por sus
coetáneos.
"Morse" (1925) y "Lincoln, padre" (1925), pensados desde
Puerto Rico al lado de "Hostos" (1925) por Huyke; o un "Cuento de
Santa Claus" (1925) del mismo autor totalmente distinto del
"Santa Cló va a la Cuchilla" de Abelardo Díaz
Alfaro, son elementos que hablan de una ideología mas compleja que la que se han
inventado las polarizaciones simplistas.
Un texto de
Matías González García, el gran expositor de
un jibarismo literario que pululaba entre el romanticismo
tardío y el realismo
atenuado de Manuel Zeno Gandía aclara, me parece, lo que
pretendo decir. En su relato "A raíz de la
invasión" (1922), el autor parodia la actitud de
Cornelia Azafrán y Pancho Rasqueta, dos jíbaros de
su pueblo, Gurabo, que querían hablar y escribir en
inglés.
Al sugerirse el tema de la relación de Puerto Rico con los
Estados Unidos, el poeta es definitivo: "De esa manera me
resisto". González García traduce una actitud
significativa: se podía transigir con la
americanización material del país -la
modernización y el progreso- pero difícilmente con
la asimilación cultural de la tierra. La
actitud no es aislada ni inexplicable. Desde 1898 los
"vocabularios" tales como el "Idioma inglés
en siete lecciones", los periódicos, los rótulos y
el interés
en aprender aquel lenguaje se
multiplicaron en ciudades como San Juan y Mayagüez. Pero en
Ponce también, por otro lado, yo sé que hubo
escuelas de español para soldados americanos, como lo fue
la casa de la familia de
Olivia Paoli Vda. de Braschi en la cual, por un dólar
diario, se enseñaba el español elemental a los
llamados conquistadores.
Las formas de la resistencia son
múltiples, como puede observarse. Antonio Oliver Frau,
cuentista descendiente y traductor de las posturas de un sector
cafetalero derrotado, es capaz de reconocer esa derrota el "La
simiente roja" (c. 1938). Una sola frase, "¡Nos echan!",
sirve para comprender la sensación de abandono que permea
todo aquel libro de
relatos titulado Cuentos y
leyendas del
cafetal (1938). Lo que sucede es que a veces Oliver, yaucano
olvidado, evade el lenguaje
colorido y jibarista para levantar un proyecto que aún
provocaba temor en 1938: el de un populismo de
corte socialista y planificador que tradujera las mínimas
aspiraciones de las masas a la dignidad. Tuerce ese lenguaje para
ponerlo al servicio de la
causa que representa: la de las víctimas del cambio de
siglo y de la depresión.
Ahora bien, lo que el historiador de la cultura descubre
de inmediato es el hecho de que cuando la llamada "Madre Patria"
desapareció en el horizonte de los puertorriqueños,
se hizo necesario asignar un papel a los Estados Unidos en toda
aquella urdimbre cultural nueva. La distancia entre "nosotros" y
"ellos" era patente. La necesidad de explicar un tutelaje de
categorías distintas al hispánico, y de hacer
comprender a la gente por qué personas como Eduardo Lugo
Viñas o Mateo Fajardo Cardona eran anexionistas,
también era un tema complejo. Más difícil
fue explicar el que individuos como Luis Muñoz Rivera,
José Celso Barbosa, Rosendo Matienzo Cintrón o
Rafael López Landrón, con todo el mosaico de ideas
que representaban, habiendo sido sinceramente amigos de
España antes del 1898, siendo sinceramente amigos de los
Estados Unidos después del 1898, seguían
soñando con la maduración definitiva de una "Patria
Regional" distinta a la de la gente del norte.
Yo recuerdo que ya para el año 1912, cuando la
paciencia de algunos se había agotado, pienso en Matienzo
Cintrón, López Landrón y Luis Lloréns
Torres, entre otros; y se fundaba el natimuerto y variable
Partido de la Independencia,
una caricatura del periódico
capitalino El tiempo del 6 de
febrero, demostraba que la imagen que aquel foro se había hecho era que
los Estados Unidos veían al país como una barahunda
de "Muchos pobres juntos…" reclamando sin sentido ni orden el
reconocimiento de ese espíritu regional. La presencia de
un gigantesco Tío Sam tratando de ordenar el caos
ideológico resulta soberbia. ¿En qué se
habían convertido los Estados Unidos sino en la
"Nación Adoptiva" de la cual había que esperar la
especial dádiva del orden y el progreso
soñados?
El honor o el compromiso o el valor de la
"Patria Regional" que fue uno de los ideales de José Celso
Barbosa, quizá el anexionista de corte popular más
significativo del siglo XX, no está en entredicho desde mi
punto de vista. Después de todo, él tampoco
transigió con aquella burda asimilación cultural
que en Puerto Rico no fue el lugar común de muchos. Los
significados de la americanización como proyecto y los de
la asimilación estaban descaminados
evidentemente.
Cuando pienso en el 1898 tal y de qué modo se
vierte en el contexto de lo que llamo literatura menor o
no-canónica me sorprenden, por otro lado, ciertas
tendencias que hablan del impacto del pueblo americano sobre un
Puerto Rico profundamente hispanizado en el sentido que ese
concepto
podía tener a fines del siglo XIX. Si una voz como la de
Angel Rivero Méndez, testigo y puertorriqueño,
había hecho todos los esfuerzos por destacar el carácter
bélico, castrense y militar de aquel proceso desde
una perspectiva española, las tendencias de otras voces
eran totalmente distintas. Claro que a Rivero Méndez le
iba el honor en el relato y ese no era el caso de muchas de las
otras voces. Para Rivero Méndez, Voluntario e
incondicional, la necesidad de salvar ese honor y el valor de sus
soldados estaba por encima de todo. La guerra como tal
tenía que ser salvada para que él se salvara como
soldado.
Esa no fue la forma de ver el proceso de otros testigos
de la época. Luis Sánchez Morales, miembro del
gabinete autonómico como subsecretario de hacienda y autor
del tomo De antes y de ahora (1936), tiende a trivializar el
episodio bélico hasta transformarlo en una parodia de
sí mismo. La teoría
del "desembarco pacífico" contra "la invasión
violenta" encuentra en estas versiones y narrativas un fuerte
cimiento. El relato testimonial "El sombrero militar",
curiosamente firmado el 4 de julio de 1933, es en gran medida el
mejor ejemplo de ello. El honor de la milicia española es
burlado cuando el sombrero, que debe representar la dignidad
militar le queda grande a un soldado recién inventado para
una guerra grande. El soldado es Sánchez Morales. El
único héroe salvable para Sánchez Morales es
el Capitán Frutos López, de Coamo, ser de quien "el
espíritu de Don Quijote se
posesionó" pero "todo tirando a Sancho". La paradoja es
obvia es un héroe indeciso entre arieles.
De lo que se trata es de una impertinente tendencia a
reconocer, como Rivero Méndez, con cierta tonalidad
cervantina y caballeresca, la "desigual lucha", según un
texto de 1933;
o la "desigual batalla", según otro de 1923. La derrota
estaba escrita en el libro de la vida. Toda forma de resistencia
es una resistencia a la manera de un Quijote mal entendido. La
actitud quijotesca, para este tipo de testigo, es la del soldado
que se sabe de antemano derrotado y aún así se
enfrenta a su Carrasco.
La parodia del heroísmo es evidente en el "El
bombardeo" firmado el 9 de julio de 1933, relato en el cual el
único personaje que se salva por su valor al continuar
remando en medio de un chubasco de balas que no explotan, es el
mulato Naguabo y este precisamente es el que no recibe el
reconocimiento oficial del poder español. La España
decadente, se sugiere, es incapaz de reconocer al verdadero
héroe. Debo recordar que el Sánchez Morales que
habla ha reevaluado su imagen de España y ha aceptado
buena parte de los valores de
los Estados Unidos. Es parte de una interesante generación
de amigos de aquel país.
El otro elemento, y esto me parece clave para entender
el 1898 de la literatura menor o no-canónica, es que en la
misma medida en que se desmerece el carácter
bélico del episodio se tiende a folclorizar cada vez
más un fenómeno de obvia trascendencia universal.
Justificarlo no ha resultado difícil para muchos
escritores. Amparados en la búsqueda de los héroes
anónimos de la historia chica, también se pueden
traicionar muchas cosas. Por eso a veces la literatura de
Sánchez Morales pareció para los constructores del
canon un dardo dirigido a desviar la atención de las llamadas "realidades
reales".
Esa trivialización es evidente en el lenguaje de
otra testigo: Olivia Paoli Vda. de Braschi. A Paoli el 1898 le
sirvió para tipificar las "pequeñas libertades" que
habían representado los supuestos logros del Partido
Autonomista Puertorriqueño en 1897. El paternalismo del
americano aparece reflejado como espejo, también opaco, en
el fantasioso maternalismo de Olivia quien terminó
llamando a los invasores "My American boys". Tolerancia,
respeto y miedo ante el "otro" aparecen en extraño
entretejido en el discurso de esta curiosa mujer que, en
última instancia, se encaminó hacia las rutas del
ocultismo y la teosofía.
Las versiones revisadas y otras como por ejemplo las de
Roberto H. Todd o Bernardo Vega, inventan un 1898 cimentado sobre
el criterio del episodio crucial y el personaje que se constituye
en el eje central de un momento. Se trata de un procedimiento
literario que invita a la reiteración y a la construcción de patrones protagonistas. La
vuelta sobre el bombardeo de San Juan de mayo de 1898 y la
utilización del mismo como un punto de contacto clave
entre el león hispano y el águila yanki se hace
evidente en Todd y Sánchez Morales. El mismo Todd, junto
José Julio Henna, pretende constituirse en el "negociador"
y el "intermediario" entre americanos y puertorriqueños.
Desde mi punto de vista, lo único que queda claro en todo
esto es que una cosa era Mateo Fajardo, el hacendado arraigado al
valle de San Germán, y otra muy distinta el conspirador
exiliado Roberto H. Todd.
Por último, la tradición literaria de los
años cincuenta, tan poco investigada en su ámbito
menor o no-canónico, muestra unas
tendencias que voy a apuntar someramente por lo curioso de las
mismas. En la muestra, fundamentalmente textos del centro-oeste
del país, se tiende a re-inventar un heroísmo que
se reconoce el 1898 ha perdido desde la perspectiva de Puerto
Rico y de España. Por eso es importante la lectura de
La muerte
anduvo por el Guasio (1960) de Luis Hernández Aquino. En
este caso, debo aclarar, no se trata de un literato menor pero
sí de una obra lastimosamente olvidada por la historia
literaria tradicional. La "muerte" es
muchas cosas pero sobre todo es "resistencia" a la
múltiple agresión del otro.
El deseo de reconstituir un pasado heroico se radica en
personajes como Frutos, no el Frutos López de la
resistencia de Coamo, sino el camarero de "La Mallorquina" que
presenció el bombardeo y vivió para
contárselo a José Arnaldo Meyners. Su
heroísmo es su condición de testigo y su capacidad
de recordar el cambio de siglo desde adentro del siglo que
cambia. La nostalgia no abandona a este Frutos, como tampoco
abandona la versión novelada de la invasión de
Ernesto Juan Fonfrías en Raíz y espiga (1970).
Fonfrías se duele y explica a través del texto.
Pero ya su versión se ha ajustado al mundo social del 1950
y, aunque él es un autor marginal, su obra no representa
un reto real al proyecto que se urde desde el poder que es el
proyecto cultural del populismo.
¿Qué concluir?
Yo creo que la conclusión mas seria a la que se puede
llegar, en todo caso, es a la misma propuesta con que iniciamos
este comentario. Hay que volver sobre la crítica
histórica de la literatura referente al 1898 desde una
perspectiva más allá de la literatura
canónica. Y ese retorno hay que hacerlo pensando en que la
literatura no termina en la lírica o en la narrativa sino
en que allí apenas comienza. La redefinición de los
proyectos
nacionales antes y después del 1898, la reevalución
del papel jugado por ciertos sectores que siempre se han
considerado ajenos a un proyecto nacional, también. Espero
que estas palabras tengan alguna utilidad en ese
sentido.
Autor:
Prof. Mario R. Cancel
Catedrático Auxiliar
Departamento de Ciencias
Sociales
Recinto Universitario de Mayagüez-U.P.R.
URL http://ceci.uprm.edu/~mcancel/
URL http://www.marcas1pr.net/
URL http://www.geocities.com/todos_losgatos/