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Defender el bien del hombre ante el relativismo moral




Enviado por vivianaendelman



    Religión

    Discernimiento moral

    La Verdad del hombre y el
    pecado del mundo

    1. "Peligros" del
      pensamiento
    2. El desencuentro con Dios. La
      desorientación
    3. Adherir a la
      Verdad
    4. No acostumbrarse al mal.
      ¿Qué es lo bueno?
    5. Libertad del hombre y ley de
      Dios
    6. La trascendencia y los actos
      concretos
    7. El esplendor de la Verdad:
      luces para avanzar en el discernimiento
      moral
    8. Bibliografía
      consultada

    Introducción

    La humanidad necesita ser mirada con el objetivo del
    profeta: "anunciar el Reino de Dios en la santidad de la vida en
    el mundo y denunciar la negación del amor en los
    pecados de una época y lugar o de una situación
    histórica. Necesitamos preguntarnos: ¿Cuáles
    son los pecados de nuestra época que alejan a los hombres
    del Dios vivo y verdadero? ¿Cómo se propone el
    pecado en nuestro mundo? ¿Cómo hay que denunciarlo
    llamando a la conversión? ¿Con qué estrategia
    combatir el Pecado del Mundo y su cultura?"

    Necesita el mundo el discernimiento moral a la
    luz del
    Evangelio y la Iglesia, para
    acercar al hombre a la
    verdad completa de su existencia.

    Son muchas las expresiones del pecado en el mundo. Son
    muchas las "mentiras" que se cree el mundo. De ellas, se propone
    abrir caminos de reflexión sobre la negación de la
    verdad integral del hombre y de la trascendencia, la
    desorientación de la vida, el relativismo moral, el
    desconocimiento de la voluntad amorosa de Dios para sus hijos y
    la "rebeldía" de la libertad,
    verdaderos flagelos de la vida personal y
    social.

    La Filosofía Cristiana, iluminada sobre todo por
    la encíclica "Veritatis Splendor" -S.S. Juan Pablo II,
    1993- nos permitirá clarificar puntos claves en la
    dirección propuesta.

    "Peligros" del pensamiento

    Lo que se piensa sobre Dios, sobre sí mismo,
    sobre el otro, se proyecta al plano de las relaciones.
    ¿Qué relación puede tener el hombre con
    Dios si la imagen que tiene
    es la del injusto opresor? A nadie le gusta relacionarse con
    quien lo oprime y le exige cosas "injustas". ¿Qué
    puede el hombre
    valorizar en sí mismo y donar si no se cree hijo del
    Padre, creado de "la nada" por amor y amado
    por Él incondicionalmente? El hombre, si no se ve desde
    Dios, no se encuentra, se equivoca respecto a él mismo. Y
    un hombre equivocado respecto a él mismo,
    ¿qué idea tiene del otro? ¿Otro es uno que
    tampoco vale? ¿Otro es uno que vale mientras se comporte
    como amigo, como yo quiero y mejor si es parecido a
    mí?

    Es evidente: las desviaciones del pensamiento
    enferman la raíz de los vínculos. Los falsos
    razonamientos envenenan la naturaleza humana
    hecha para el amor mutuo,
    pues distorsionan el
    conocimiento, la elección, y el obrar del BIEN
    común.

    Cuando el hombre no busca conocer el bien, elige lo que
    se "parece" a lo mejor y obra lo que se le "aparece" como
    conveniente. Deja de usar su inteligencia y
    de orientar su voluntad desde la verdad.

    El desencuentro con Dios. La
    desorientación

    Indicadores de la desorientación general de la
    vida hay sobrados: el aborto, la
    manipulación genética,
    la legitimación del divorcio, el
    materialismo
    consumista en contrapartida con la pobreza
    integral de muchos, y tantas otras expresiones de la
    desvalorización de la vida propia y ajena.

    ¿Cómo surge este desencuentro del hombre
    con su propio BIEN, con el bien común?

    ¿Se puede seguir hablando del "sistema", de
    los medios de
    comunicación, de la inmoralidad que transmiten los
    padres, de las circunstancias "dolorosas" de la vida como causas
    en sí mismas poderosas y decisivas? ¿Se puede decir
    que se trata de algo "mundial" porque sistemas hay en
    todo el mundo, porque los medios
    abundan, porque padres y dolor hay en todos lados? ¿Por
    qué no ver lo universal desde el plan de Dios para
    este mundo y el plan del Enemigo
    del bien?

    No basta mirar los hechos sociales, e incluso flagelos a
    escala mundial,
    desde una, dos, tres o hasta una gran cantidad de variables
    posibles de medirse e interrelacionar, según desde
    qué "marco
    teórico" se intente abarcar la realidad.

    Como humanidad, necesitamos sacarnos las escamas de los
    ojos y agudizar la mirada.

    Esto implica no solamente que nos reconozcamos
    creación de Dios sino que seamos conscientes de la
    presencia de Otro que quiso separarse de ese amor creador y se
    auto-condenó al empeño eterno de que los
    demás hijos de Dios también lo neguemos.

    Desde esta consciencia, tenemos que rechazar las
    inspiraciones del "Príncipe" de este mundo, que tiene
    poder y busca
    arruinar nuestra salvación. ÉSE es el GRAN
    INSPIRADOR del mal y el desorden. Es el que procura
    permanentemente el desencuentro de la persona con el
    proyecto de
    plenitud de Dios para cada uno de sus hijos.

    Podemos decir que hay un Rey del bien y un
    Príncipe del desvío. Dios es la fuente del amor y
    Satanás es el que inspira la desviación del camino
    hacia el gozo eterno del hombre.

    Para referirnos a algo como desviado, desordenado, lo
    hacemos desde la certeza de que existe el BIEN del hombre y tiene
    un solo fundamento, que es Dios:

    "(…) el ente creado no es perfecto: está
    "inacabado" u ordenado a un fin. El bien del ente creado es,
    pues, un "bien de orden", en concreto es el
    orden dirigido a un fin. Así, no se trata de un bien sino
    en la medida en que se dirige hacia el fin, que es la causa
    "final". Tal "bien de orden" del ente creado es su
    ordenación a Dios, como Fin Último de todo el ser.
    Cuando el hombre pierde esta ordenación, se aparta de su
    bien, dañándose a sí mismo y a la sociedad: el "mal
    de desorden" reemplaza al "bien de orden".

    Así, "(…) el mal consiste estrictamente en no
    alcanzar el fin: todo lo que impide el movimiento
    hacia el fin es malo (todo lo que separa a un hombre de Dios es
    malo). En otros términos, el mal es un desorden o
    desplazamiento de la dirección hacia un fin."

    Con este desplazamiento tiene que ver el desencuentro
    del hombre con la identidad
    profunda que Dios ha querido imprimir en él. Se trata de
    vivir desde la mentira.

    Adherir a la Verdad

    Necesitamos afirmar la dignidad de la persona humana,
    basada en su relación con el Creador y el sentido
    trascendente que Él ha querido darle. Y esta necesidad se
    hace patente al ver que adherimos a cosas contrarias a esa
    dignidad y rechazamos muchas veces lo que es coherente con
    ésta. Vamos acostumbrándonos a desvirtuar lo
    virtuoso y verdadero, a tal punto que cuando se quiere
    "custodiar" la dignidad del hombre, el hombre se "defiende" y
    reacciona con términos como "anticuado", "exagerado".
    ¿Por qué se reacciona contra el bien?
    ¿Podemos abrirnos a pensar que el Enemigo del Bien busca
    inspirar esta reacción? ¿Podemos "defendernos" del
    verdadero enemigo?

    Tenemos que aprender a no dejarnos conquistar por la
    mentira, ni por la más evidente ni por la mentira
    disfrazada de relativismo. Si hay algo que a nosotros nos toca
    rechazar es justamente el recorte de la Verdad. Tenemos que
    defender la Verdad completa, que es la marca divina (la
    esencia) que el Creador imprimió en el alma de cada
    hombre.

    Nos toca adherir a aquello que el corazón
    humano necesita en términos de plenitud. Pero, muchas
    veces, discutimos esta misma "ley" que nos
    salva, discutimos nuestra propia dignidad.

    ¿Por qué el hombre se enfrenta consigo
    mismo? Quiere ser libre y justamente se cierra a los mandatos que
    muestran el camino para vivir esa libertad.

    Semejante contradicción no puede ser sólo
    sostenida por la persona humana. Cuando creamos que existe un
    enemigo poderoso de nuestra plenitud entonces podremos comenzar a
    defender el auténtico bien propio-común y huir de
    las obras del mal.

    No nos tiene que asustar hablar de esto, nos tiene que
    AVIVAR. Nos tiene que ayudar a crecer en sabiduría y
    discernimiento social, para salir de las explicaciones de corto
    alcance que muchas veces traen el efecto negativo de tapar la
    raíz de los hechos. Buscar la verdad es un compromiso
    urgente de la humanidad.

    No acostumbrarse al mal. ¿Qué es lo
    bueno?

    Hay situaciones en las que una madre dice firmemente NO.
    Cómo una madre diría: "hijo: no te mates, salvo que
    te deprimas" / "no te metas en las drogas, salvo
    que no encuentres salida" / "no dañes al otro, salvo que
    necesites algo de él y no te animes a pedírselo o
    no muestre interés en
    dártelo"… La humanidad tiene que asumir esta actitud; como
    una madre, decir que "no", aspirar a lo bueno y especialmente
    negarse a lo malo sin condiciones.

    El punto a discernir es "qué es lo bueno". Esta
    es una cuestión moral en la que necesitamos madurar como
    sociedad y que
    exige reconocer primero este "no", poner de relieve las
    exigencias auténticas de la humanidad en cuanto creada por
    Dios. Él la constituyó con toda posibilidad de bien
    y por lo tanto con toda posibilidad de no dar lugar al
    mal.

    La humanidad necesita mirar su origen y descubrir los
    rasgos de Dios para buscar identificarse con esa imagen y rechazar
    lo que la desfigura.

    En orden a esta identificación, contamos con la
    "ley natural"
    que está inscrita en la naturaleza
    racional de la persona y por eso implica la universalidad e
    inmutabilidad. "En cuanto inscrita en la naturaleza racional de
    la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que
    vive en la historia."
    ¿Dónde, pues, están escritas estas reglas
    -se pregunta san
    Agustín- si no en el libro de
    aquella luz que se llama
    verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y
    actúa rectamente en el corazón
    del hombre que obra la justicia, no
    saliendo de él, sino como imprimiéndose en
    él, como la imagen pasa del anillo de la cera, pero sin
    abandonar el anillo".

    "Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios,
    darle el culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos
    preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y
    cultivar ciertas actitudes,
    obligan universalmente; son inmutables [Cf. Conc. Ecum. Vat II,
    Const. past. sobre la Iglesia en el
    mundo actual Gaudium et spes, 10]; unen en el mismo bien
    común a todos los hombres de cada época de la
    historia, creados
    para ‘la misma vocación y destino
    divino’.[Gaudium et spes, 29] (…)

    Los preceptos negativos de la ley natural son
    universalmente válidos: obligan a todos y cada uno,
    siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de
    prohibiciones que vetan una determinada acción
    ‘semper et pro semper’, sin excepciones, porque la
    elección de un determinado comportamiento
    en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad
    de la persona que actúa, con su vocación a la vida
    con Dios y a la comunión con el prójimo.
    Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos
    que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender en
    nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y
    común a todos.

    Por otra parte, el hecho de que solamente los
    mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia,
    no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean
    más importantes que el compromiso para hacer el bien, como
    viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es
    más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y
    del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún
    límite superior, sino más bien uno inferior, por
    debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se
    debe hacer en una determinada situación depende de las
    circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con
    antelación; por el contrario, se dan comportamientos que
    nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta
    adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En
    último término, siempre es posible que al hombre,
    debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible
    realizar determinadas acciones
    buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas
    acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que
    hacer el mal."

    "(…) En el caso de los preceptos morales positivos, la
    prudencia ha de jugar siempre el papel de
    verificar su incumbencia en una determinada situación, por
    ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás
    más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales
    negativos, es decir, aquéllos que prohiben algunos actos o
    comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no
    admiten ninguna excepción legítima; no dejan
    ningún espacio moralmente aceptable para la
    creatividad’ de alguna determinación
    contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de
    una acción prohibida por una norma universal, el acto
    moralmente bueno es sólo aquél que obedece a la ley
    moral y se abstiene de la acción que dicha ley
    prohibe."

    Estos párrafos de "Veritatis Splendor" nos traen
    una enseñanza moral que hay que reflexionar
    detenidamente, sin anteponer prejuicios, estructuras,
    criterios individualistas y sobre todo con la actitud
    humilde de abrirse a crecer en la verdad. Aceptar la
    corrección es un paso decisivo para no acostumbrarse al
    mal y rechazarlo, aprendiendo en cambio a dejar
    de negarse al bien y de llamar falso a lo que es verdadero. Esta
    enseñanza moral defiende la esencia del ser
    y ha sido dada por Dios con el fin exclusivo de nuestro
    bien.

    Otro paso decisivo es dejar de justificarnos, de
    disfrazar de "buenas" las elecciones contrarias a la ley divina y
    natural.

    Libertad del hombre y ley de
    Dios

    La pregunta que surge es cómo puede la humanidad
    percibir racionalmente la universalidad del verdadero bien si va
    proclamando y asumiendo la separación entre la libertad
    humana y la ley divina. De esta separación surgen
    incoherencias de vida que se podrán ir madurando si
    buscamos conciliar los actos humanos con la "ley inscripta en
    nuestros corazones desde el principio". Tal conciliación
    es el camino auténtico para la libertad y su fruto
    genuino, el
    amor.

    "La moralidad de los actos está definida por la
    relación de la libertad del hombre con el bien
    auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por
    la Sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta
    ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural
    del hombre (y, de esta manera, es ‘ley natural’),
    cuanto -de modo integral y perfecto- por medio de la
    revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada
    ‘ley divina’). El obrar es moralmente bueno cuando
    las elecciones de la libertad están conformes con el
    verdadero bien del hombre y expresan así la
    ordenación voluntaria de la persona hacia su fin
    último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual
    el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta
    inicial del diálogo
    del joven con Jesús: ‘¿Qué he de hacer
    de bueno para conseguir la vida eterna?’ [Mt 19, 16]
    evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el
    valor moral de
    un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su
    respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el
    cumplimiento de actos buenos, mandados por Aquél que
    ‘sólo es el Bueno’, constituye la
    condición indispensable y el camino para la felicidad
    eterna: ‘Si quieres entrar en la vida, guarda los
    mandamientos’ [Mt 19, 17]. La respuesta de Jesús
    remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el
    camino hacia el fin está marcado por el respeto de las
    leyes divinas
    que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien
    puede ser camino que conduce a la vida.

    La ordenación racional del acto humano hacia el
    bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este
    bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por
    tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno
    sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin
    que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto
    sea buena.[Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
    II-II, q. 148, a. 3.] El obrar es moralmente bueno cuando
    testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la
    persona al fin último y la conformidad de la acción
    concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad
    por la razón. Si el objeto de la acción concreta no
    está en sintonía con el verdadero bien de la
    persona, la elección de tal acción hace moralmente
    mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente,
    nos pone en contradicción con nuestro fin último,
    el bien supremo, es decir, Dios mismo."

    Cabe pensar que el hombre opone libertad y ley porque en
    algún punto, o en su totalidad, desconoce el verdadero
    contenido de esta última. ¿O cómo negarse,
    si no por desconocimiento y engaño, a la ley de amor
    infinito, dada por quien sólo quiere el bien eterno de
    cada criatura hecha de la nada? Es una ley dada para la plenitud
    del ser; por eso cuando el hombre la desconoce, cuando se cierra
    al amor pleno, se daña a sí mismo y daña la
    comunión con los otros, a imagen de AQUEL que se
    rebeló y se condenó a vivir eternamente desde la
    mentira.

    La trascendencia y los actos
    concretos

    "La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo
    muestra por la
    historicidad y por la cultura, lleva
    a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y
    por tanto de la existencia de ‘normas objetivas
    de moralidad’ [Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la
    Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16] válidas
    para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana.
    ¿Es acaso posible afirmar como universalmente
    válidas para todos y siempre permanentes ciertas
    determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se
    ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho
    sucesivamente?

    No se puede negar que el hombre existe siempre en una
    cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se
    agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de
    las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las
    transciende. Este ‘algo’ es precisamente la
    naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida
    de la cultura y es la condición para que el hombre no sea
    prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su
    dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de
    su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales
    permanentes del hombre, relacionados también con la misma
    dimensión corpórea, no sólo entraría
    en conflicto con
    la experiencia común, sino que haría incomprensible
    la referencia que Jesús hizo al ‘principio’,
    precisamente allí donde el contexto social y cultural del
    tiempo
    había deformado el sentido originario y el papel de
    algunas normas morales
    [cf. Mt. 19, 1-9]. En este sentido ‘afirma además la
    Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no
    cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que
    es El mismo ayer, hoy y por los siglos’.[Gaudium et spes,
    10]. Él es el ‘Principio’ que, habiendo
    asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus
    elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y
    el prójimo. [Cf. S. Tomás de Aquino, Summa
    Theologiae I-II, q. 108, a. 1]"

    Este fundamento último en Cristo, el sentido
    eterno que Dios quiso dar a la vida humana, lejos de tratarse de
    algo genérico o una orientación vacía,
    está vinculado con los actos particulares a través
    de los cuales el hombre es coherente o no con el llamado divino
    al amor y la eternidad. Por eso es preocupante la actitud de
    cerrarse a la trascendencia, de negarla o de intentar "hacerla a
    medida del yo histórico".

    En todo tiempo la
    humanidad necesita testigos de la Revelación de Dios que
    expresen con actos coherentes la dignidad y vocación de
    hijos que Dios ha querido dar a cada persona. "Esto vale no
    sólo para los cristianos (…). Cristo murió por
    todos, y la vocación última del hombre es realmente
    una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos mantener
    que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
    que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este
    misterio pascual (…)."

    El Espíritu Santo camina en la historia. En todo
    tiempo, y a todo hombre, es posible entonces vivir en fidelidad a
    Dios, vivir como hijos.

    Y la medida de nuestra fidelidad a Dios es elegir el
    bien en cada acto, así como la medida de nuestro amor
    hacia Él es la del amor que le tenemos al prójimo.
    Perseverar en la gracia de Dios implica ordenar, desde la
    libertad, la propia vida a Él, sumo bien, fin
    último del hombre. No basta la intención. Ni la fe
    basta.

    "Cuando el apóstol Pablo recapitula el
    cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo
    como a sí mismo [cf. Rom 13, 8-10], no atenúa los
    mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el
    momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y
    el amor al prójimo son inseparables de la observancia de
    los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de
    Jesucristo y en el don del Espíritu Santo." Coherentes con
    esta fe vivieron lo santos y santas, "reconocidos como tales por
    haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto
    particular contrario a la fe o la virtud", busquemos obedecer a
    Dios."

    "Es precisamente mediante sus actos como el hombre se
    perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar
    espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente,
    mediante su adhesión a El, la perfección feliz y
    plena.[Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en
    el mundo actual Gaudium et spes, 17.]"

    El esplendor de la Verdad: luces para avanzar en
    el discernimiento moral

    "La razón por la que no basta la buena
    intención, sino que es necesaria también la recta
    elección de las obras, reside en el hecho de que el acto
    humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es
    ‘ordenable’ a Dios, a Aquel que ‘sólo es
    bueno’, y así realiza la perfección de la
    persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con
    el bien de la persona en el respeto de los
    bienes
    moralmente relevantes para ella."

    "Ahora bien, la razón testimonia que existen
    objetos del acto humano que se configuran como
    ‘no-ordenables’ a Dios, porque contradicen
    radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los
    actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido
    denominados ‘intrínsecamente malos’: lo son
    siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto,
    independientemente de las ulteriores intenciones de quien
    actúa y de las circunstancias. Por esto, sin negar en
    absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las
    circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia
    enseña que ‘existen actos que, por sí y en
    sí mismos, independientemente de las circunstancias, son
    siempre gravemente ilícitos por razón de su
    objeto’.[Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et
    paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985),221] El mismo
    Concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona
    humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos:
    ‘Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de
    cualquier género,
    los genocidios, el aborto, la
    eutanasia y el
    mismo suicidio
    voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana,
    como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
    incluso los intentos de coacción psicológica; todo
    lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones
    infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
    deportaciones, la esclavitud, la
    prostitución, la trata de blancas y de
    jóvenes; también las condiciones ignominiosas de
    trabajo en las que los obreros son tratados como
    meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
    responsables; todas estas cosas y otras semejantes son
    ciertamente oprobios que, al corromper la civilización
    humana, deshonran más a quienes los practican que a
    quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al
    honor debido al Creador’.[Const. past. sobre la Iglesia en
    el mundo actual Gaudium et spes, 27]"

    "(…) Si los actos son intrínsecamente malos,
    una intención buena o determinadas circunstancias
    particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden
    suprimirla: son actos ‘irremediablemente’ malos, por
    sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al
    bien de la persona: ‘En cuanto a los actos que son por
    sí mismos pecados -dice san
    Agustín-, como el robo, la fornicación, la
    blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién
    osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos,
    ya no serían pecados o -conclusión más
    absurda aún- que serían pecados
    justificados?’.[Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; Cf.
    S. Tomás de Aquino, Quaestiones quodlibetades, IX, q. 7,
    a. 2; Catecismo de la Iglessia Católica, nn.
    1753-1755]

    Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca
    podrán transformar un acto intrínsecamente
    deshonesto por su objeto en un acto ‘subjetivamente’
    honesto o justificable como elección."

    "Por otra parte, la intención es buena cuando
    apunta al verdadero bien de la persona con relación a su
    fin último. Pero los actos, cuyo objeto es
    ‘no-ordenable’ a Dios e ‘indigno de la persona
    humana’, se oponen siempre y en todos los casos a este
    bien. En este sentido, el respeto a las normas que
    prohíben tales actos y que obligan sin excepción
    alguna, no sólo no limita la buena intención, sino
    que hasta constituye su expresión fundamental.

    (…) Sin esta determinación racional de la
    moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un
    ‘orden moral objetivo’ [Conc. Ecum. Vat. II,
    Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis
    humanae, 7] y establecer cualquier norma determinada, desde el
    punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto
    sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad
    sobre el bien (…)"

    "(…) Ante todo, debemos mostrar el fascinante
    esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En El, que
    es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos
    buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su
    vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina,
    que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al
    prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu
    Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en El nos
    es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el
    dinamismo de la verdadera libertad personal: ‘la ley
    perfecta de la libertad’. (Sant 1, 25)."

    LA IGLESIA y las normas morales
    universales e inmutables al
    servicio de la
    persona y de la sociedad

    "La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza
    en defender la validez universal y permanente de los preceptos
    que prohíben los actos intrínsecamente malos, es
    juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia
    intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas
    y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad
    actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la
    condición maternal de la Iglesia. Esta -se dice- no
    muestra
    comprensión y compasión. Pero, en realidad, la
    maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su
    misión
    docente, que ella debe realizar siempre como Esposa fiel de
    Cristo, que es la Verdad en persona: ‘Como Maestra, no se
    cansa de proclamar la norma moral… De tal norma la Iglesia no
    es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a
    la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza
    y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la
    norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad,
    sin esconder las exigencias de radicalidad y de
    perfección’. [Exhort. ap. Familiaris consortio (22
    noviembre 1981), 33: AAS 74 (1982), 120.]"

    En realidad, la verdadera comprensión y la
    genuina compasión deben significar amor a la persona, a su
    verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da,
    ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino
    proponiéndola con su profundo significado de
    irradiación de la Sabiduría eterna de Dios,
    recibida por medio de Cristo, y de servicio al
    hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de
    su felicidad.[Cf. Familiaris consortio, 34: l.c.,
    123-125.]

    (…) El Papa Pablo VI ha escrito: ‘No disminuir
    en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de
    caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado
    siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor
    mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no
    para juzgar sino para salvar [cf. Jn 3, 17], El fue ciertamente
    intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las
    personas’. [Carta enc.
    Humanae vitae (25 julio 1968), 29: AAS 60 (1968),
    501.]"

    "La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales
    universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está
    sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado
    que no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa
    categórica -esto es, sin concesiones o compromisos-, de
    las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad
    personal del hombre, debe considerarse camino y condición
    para la existencia misma de la libertad.(…)"

    "De este modo, las normas morales, y en primer lugar las
    negativas que prohíben el mal, manifiestan su significado
    y su fuerza
    personal y social. Protegiendo la inviolable dignidad personal de
    cada hombre, ayudan a la conservación misma del tejido
    social humano y a su desarrollo
    recto y fecundo. (…)"

    Gracia y obediencia a la ley de
    Dios

    "Incluso en las situaciones más difíciles,
    el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al
    sacro mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad
    personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad
    postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un
    alto precio: puede
    conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la
    experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a
    romper esta armonía: ‘No hago lo que quiero, sino
    que hago lo que detesto… No hago el bien que quiero, sino que
    obro el mal que no quiero.’ [Rom 7, 15. 19].

    ¿De dónde proviene, en última
    instancia, esta división interior del hombre? Este inicia
    su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor
    como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con
    total independencia,
    sobre lo que es bueno y lo que es malo. ‘Seréis como
    dioses, conocedores del bien y del mal’ [Gén 3, 5]:
    ésta es la primera tentación, de la que se hacen
    eco todas las demás tentaciones a las que el hombre
    está inclinado a ceder por las heridas de la caída
    original.

    Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se
    pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor
    nos da la posibilidad de observarlos: ‘Sus ojos
    están sobre los que le temen, él conoce todas las
    obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha
    dado licencia de pecar’ [Eclo 15, 19-20]. La observancia de
    la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser
    difícil, muy difícil: sin embargo jamás es
    imposible. Esta es una enseñanza constante de la
    tradición de la Iglesia, expresada así por el
    Concilio de Trento: ‘Nadie puede considerarse desligado de
    la observancia de los mandamientos, por muy justificado que
    esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y
    condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son
    imposibles de cumplir por el hombre justificado. ‘Porque
    Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda,
    te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas’ y
    te ayuda para que puedas. ‘Sus mandamientos no son
    pesados’ [1 Jn 5, 3], ‘su yugo es suave y su carga
    ligera’ [Mt 11, 30]’. [Ses. VI, Decreto sobre la
    justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS, 1536; cf. can.
    18: DS, 1568. El conocido texto de San
    Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De
    natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60, 270).]"

    "El ámbito espiritual de la esperanza siempre
    está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y
    con la colaboración de la libertad humana.

    Es en la Cruz salvífica de Jesús, en el
    don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del
    costado traspasado del Redentor [cf. Jn 19, 34], donde el
    creyente encuentra la gracia y la fuerza para
    observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las
    dificultades más graves. (…)

    Sólo en el misterio de la Redención de
    Cristo están las posibilidades ‘concretas’ del
    hombre. ‘Sería un error gravísimo concluir
    que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma
    un ideal que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a
    las se dice posibilidades concretas del hombre: según un
    equilibrio de
    los varios bienes en
    cuestión. Pero, ¿cuáles son las
    posibilidades concretas del hombre? ¿Y de qué
    hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la
    concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de
    esto: de la realidad de la redención de Cristo.
    ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que El nos ha dado
    la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha
    liberado nuestra libertad del dominio de la
    concupiscencia. Y si el hombre redimido todavía peca, esto
    no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo,
    sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que
    brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está
    proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las
    capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu
    Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede
    obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del
    Espíritu’. [Discurso a los
    participantes en un curso sobre la procreación responsable
    (1 marzo 1984), 4: Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.]"

    "En este contexto se abre el justo espacio a la
    misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte,
    y a la comprensión por la debilidad humana. Esta
    comprensión jamás significa comprometer y
    falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las
    circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo
    pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las
    propias culpas, en cambio es
    inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el
    criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede
    sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de
    recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe
    la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar
    de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las
    prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos,
    y termina por confundir todos los juicios de valor.

    En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la
    parábola evangélica del fariseo y del publicano
    [cf. Lc. 18, 9-14]. El publicano quizás podía tener
    alguna justificación por los pecados cometidos, la cual
    disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se
    limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende
    también a su propia indignidad ante la santidad infinita
    de Dios: ‘¡Oh Dios! Ten compasión de
    mí, que soy pecador’ (Lc. 18, 13). En cambio, el
    fariseo se justifica él solo, encontrando quizás
    una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues,
    ante dos actitudes
    diferentes de la conciencia moral
    del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una
    conciencia
    ‘penitente’ que es plenamente consciente de la
    fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias
    faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones subjetivas,
    una confirmación del propio ser necesitado de
    redención. El fariseo nos presenta una conciencia
    ‘satisfecha de sí misma’, la cual se cree que
    puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está
    convencida de no necesitar la misericordia."

    "Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse
    contagiar con la actitud farisaica, que pretende eliminar la
    conciencia del propio límite y del propio pecado, y que
    hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la
    norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses,
    e incluso en el rechazo del concepto mismo de
    norma. Al contrario, aceptar la
    ‘desproporción’ entre ley y capacidad humana,
    o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre
    dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y
    predispone a recibirla. ‘¿Quién me
    librará de este cuerpo que me lleva a la
    muerte?’, se pregunta san Pablo. Y con una
    confesión gozosa y agradecida responde:
    ‘¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
    Señor!’ [Rom 7, 24-25].(…)"

    Viviana Endelman Zapata.

    Oct. 2000

    E-Mail: vivianaendelman[arroba]hotmail.com

    Bibliografía consultada

    Juan Pablo II (1993), Encíclica Veritatis
    Splendor

    San Agustín, De Trinitate, XIV, 15, 21: CCL
    50/A.

    Torre , José M. De (1990), Filosofía
    Cristiana, Ediciones Palabra S.A., 4° edición, Avila,
    España

    Viviana Endelman Zapata

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