Religión
Discernimiento moral
La Verdad del hombre y el
pecado del mundo
- "Peligros" del
pensamiento - El desencuentro con Dios. La
desorientación - Adherir a la
Verdad - No acostumbrarse al mal.
¿Qué es lo bueno? - Libertad del hombre y ley de
Dios - La trascendencia y los actos
concretos - El esplendor de la Verdad:
luces para avanzar en el discernimiento
moral - Bibliografía
consultada
La humanidad necesita ser mirada con el objetivo del
profeta: "anunciar el Reino de Dios en la santidad de la vida en
el mundo y denunciar la negación del amor en los
pecados de una época y lugar o de una situación
histórica. Necesitamos preguntarnos: ¿Cuáles
son los pecados de nuestra época que alejan a los hombres
del Dios vivo y verdadero? ¿Cómo se propone el
pecado en nuestro mundo? ¿Cómo hay que denunciarlo
llamando a la conversión? ¿Con qué estrategia
combatir el Pecado del Mundo y su cultura?"
Necesita el mundo el discernimiento moral a la
luz del
Evangelio y la Iglesia, para
acercar al hombre a la
verdad completa de su existencia.
Son muchas las expresiones del pecado en el mundo. Son
muchas las "mentiras" que se cree el mundo. De ellas, se propone
abrir caminos de reflexión sobre la negación de la
verdad integral del hombre y de la trascendencia, la
desorientación de la vida, el relativismo moral, el
desconocimiento de la voluntad amorosa de Dios para sus hijos y
la "rebeldía" de la libertad,
verdaderos flagelos de la vida personal y
social.
La Filosofía Cristiana, iluminada sobre todo por
la encíclica "Veritatis Splendor" -S.S. Juan Pablo II,
1993- nos permitirá clarificar puntos claves en la
dirección propuesta.
Lo que se piensa sobre Dios, sobre sí mismo,
sobre el otro, se proyecta al plano de las relaciones.
¿Qué relación puede tener el hombre con
Dios si la imagen que tiene
es la del injusto opresor? A nadie le gusta relacionarse con
quien lo oprime y le exige cosas "injustas". ¿Qué
puede el hombre
valorizar en sí mismo y donar si no se cree hijo del
Padre, creado de "la nada" por amor y amado
por Él incondicionalmente? El hombre, si no se ve desde
Dios, no se encuentra, se equivoca respecto a él mismo. Y
un hombre equivocado respecto a él mismo,
¿qué idea tiene del otro? ¿Otro es uno que
tampoco vale? ¿Otro es uno que vale mientras se comporte
como amigo, como yo quiero y mejor si es parecido a
mí?
Es evidente: las desviaciones del pensamiento
enferman la raíz de los vínculos. Los falsos
razonamientos envenenan la naturaleza humana
hecha para el amor mutuo,
pues distorsionan el
conocimiento, la elección, y el obrar del BIEN
común.
Cuando el hombre no busca conocer el bien, elige lo que
se "parece" a lo mejor y obra lo que se le "aparece" como
conveniente. Deja de usar su inteligencia y
de orientar su voluntad desde la verdad.
El desencuentro con Dios. La
desorientación
Indicadores de la desorientación general de la
vida hay sobrados: el aborto, la
manipulación genética,
la legitimación del divorcio, el
materialismo
consumista en contrapartida con la pobreza
integral de muchos, y tantas otras expresiones de la
desvalorización de la vida propia y ajena.
¿Cómo surge este desencuentro del hombre
con su propio BIEN, con el bien común?
¿Se puede seguir hablando del "sistema", de
los medios de
comunicación, de la inmoralidad que transmiten los
padres, de las circunstancias "dolorosas" de la vida como causas
en sí mismas poderosas y decisivas? ¿Se puede decir
que se trata de algo "mundial" porque sistemas hay en
todo el mundo, porque los medios
abundan, porque padres y dolor hay en todos lados? ¿Por
qué no ver lo universal desde el plan de Dios para
este mundo y el plan del Enemigo
del bien?
No basta mirar los hechos sociales, e incluso flagelos a
escala mundial,
desde una, dos, tres o hasta una gran cantidad de variables
posibles de medirse e interrelacionar, según desde
qué "marco
teórico" se intente abarcar la realidad.
Como humanidad, necesitamos sacarnos las escamas de los
ojos y agudizar la mirada.
Esto implica no solamente que nos reconozcamos
creación de Dios sino que seamos conscientes de la
presencia de Otro que quiso separarse de ese amor creador y se
auto-condenó al empeño eterno de que los
demás hijos de Dios también lo neguemos.
Desde esta consciencia, tenemos que rechazar las
inspiraciones del "Príncipe" de este mundo, que tiene
poder y busca
arruinar nuestra salvación. ÉSE es el GRAN
INSPIRADOR del mal y el desorden. Es el que procura
permanentemente el desencuentro de la persona con el
proyecto de
plenitud de Dios para cada uno de sus hijos.
Podemos decir que hay un Rey del bien y un
Príncipe del desvío. Dios es la fuente del amor y
Satanás es el que inspira la desviación del camino
hacia el gozo eterno del hombre.
Para referirnos a algo como desviado, desordenado, lo
hacemos desde la certeza de que existe el BIEN del hombre y tiene
un solo fundamento, que es Dios:
"(…) el ente creado no es perfecto: está
"inacabado" u ordenado a un fin. El bien del ente creado es,
pues, un "bien de orden", en concreto es el
orden dirigido a un fin. Así, no se trata de un bien sino
en la medida en que se dirige hacia el fin, que es la causa
"final". Tal "bien de orden" del ente creado es su
ordenación a Dios, como Fin Último de todo el ser.
Cuando el hombre pierde esta ordenación, se aparta de su
bien, dañándose a sí mismo y a la sociedad: el "mal
de desorden" reemplaza al "bien de orden".
Así, "(…) el mal consiste estrictamente en no
alcanzar el fin: todo lo que impide el movimiento
hacia el fin es malo (todo lo que separa a un hombre de Dios es
malo). En otros términos, el mal es un desorden o
desplazamiento de la dirección hacia un fin."
Con este desplazamiento tiene que ver el desencuentro
del hombre con la identidad
profunda que Dios ha querido imprimir en él. Se trata de
vivir desde la mentira.
Necesitamos afirmar la dignidad de la persona humana,
basada en su relación con el Creador y el sentido
trascendente que Él ha querido darle. Y esta necesidad se
hace patente al ver que adherimos a cosas contrarias a esa
dignidad y rechazamos muchas veces lo que es coherente con
ésta. Vamos acostumbrándonos a desvirtuar lo
virtuoso y verdadero, a tal punto que cuando se quiere
"custodiar" la dignidad del hombre, el hombre se "defiende" y
reacciona con términos como "anticuado", "exagerado".
¿Por qué se reacciona contra el bien?
¿Podemos abrirnos a pensar que el Enemigo del Bien busca
inspirar esta reacción? ¿Podemos "defendernos" del
verdadero enemigo?
Tenemos que aprender a no dejarnos conquistar por la
mentira, ni por la más evidente ni por la mentira
disfrazada de relativismo. Si hay algo que a nosotros nos toca
rechazar es justamente el recorte de la Verdad. Tenemos que
defender la Verdad completa, que es la marca divina (la
esencia) que el Creador imprimió en el alma de cada
hombre.
Nos toca adherir a aquello que el corazón
humano necesita en términos de plenitud. Pero, muchas
veces, discutimos esta misma "ley" que nos
salva, discutimos nuestra propia dignidad.
¿Por qué el hombre se enfrenta consigo
mismo? Quiere ser libre y justamente se cierra a los mandatos que
muestran el camino para vivir esa libertad.
Semejante contradicción no puede ser sólo
sostenida por la persona humana. Cuando creamos que existe un
enemigo poderoso de nuestra plenitud entonces podremos comenzar a
defender el auténtico bien propio-común y huir de
las obras del mal.
No nos tiene que asustar hablar de esto, nos tiene que
AVIVAR. Nos tiene que ayudar a crecer en sabiduría y
discernimiento social, para salir de las explicaciones de corto
alcance que muchas veces traen el efecto negativo de tapar la
raíz de los hechos. Buscar la verdad es un compromiso
urgente de la humanidad.
No acostumbrarse al mal. ¿Qué es lo
bueno?
Hay situaciones en las que una madre dice firmemente NO.
Cómo una madre diría: "hijo: no te mates, salvo que
te deprimas" / "no te metas en las drogas, salvo
que no encuentres salida" / "no dañes al otro, salvo que
necesites algo de él y no te animes a pedírselo o
no muestre interés en
dártelo"… La humanidad tiene que asumir esta actitud; como
una madre, decir que "no", aspirar a lo bueno y especialmente
negarse a lo malo sin condiciones.
El punto a discernir es "qué es lo bueno". Esta
es una cuestión moral en la que necesitamos madurar como
sociedad y que
exige reconocer primero este "no", poner de relieve las
exigencias auténticas de la humanidad en cuanto creada por
Dios. Él la constituyó con toda posibilidad de bien
y por lo tanto con toda posibilidad de no dar lugar al
mal.
La humanidad necesita mirar su origen y descubrir los
rasgos de Dios para buscar identificarse con esa imagen y rechazar
lo que la desfigura.
En orden a esta identificación, contamos con la
"ley natural"
que está inscrita en la naturaleza
racional de la persona y por eso implica la universalidad e
inmutabilidad. "En cuanto inscrita en la naturaleza racional de
la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que
vive en la historia."
¿Dónde, pues, están escritas estas reglas
-se pregunta san
Agustín- si no en el libro de
aquella luz que se llama
verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y
actúa rectamente en el corazón
del hombre que obra la justicia, no
saliendo de él, sino como imprimiéndose en
él, como la imagen pasa del anillo de la cera, pero sin
abandonar el anillo".
"Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios,
darle el culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos
preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y
cultivar ciertas actitudes,
obligan universalmente; son inmutables [Cf. Conc. Ecum. Vat II,
Const. past. sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 10]; unen en el mismo bien
común a todos los hombres de cada época de la
historia, creados
para ‘la misma vocación y destino
divino’.[Gaudium et spes, 29] (…)
Los preceptos negativos de la ley natural son
universalmente válidos: obligan a todos y cada uno,
siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de
prohibiciones que vetan una determinada acción
‘semper et pro semper’, sin excepciones, porque la
elección de un determinado comportamiento
en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad
de la persona que actúa, con su vocación a la vida
con Dios y a la comunión con el prójimo.
Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos
que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender en
nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y
común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los
mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia,
no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean
más importantes que el compromiso para hacer el bien, como
viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es
más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y
del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún
límite superior, sino más bien uno inferior, por
debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se
debe hacer en una determinada situación depende de las
circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con
antelación; por el contrario, se dan comportamientos que
nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta
adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En
último término, siempre es posible que al hombre,
debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible
realizar determinadas acciones
buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas
acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que
hacer el mal."
"(…) En el caso de los preceptos morales positivos, la
prudencia ha de jugar siempre el papel de
verificar su incumbencia en una determinada situación, por
ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás
más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales
negativos, es decir, aquéllos que prohiben algunos actos o
comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no
admiten ninguna excepción legítima; no dejan
ningún espacio moralmente aceptable para la
‘creatividad’ de alguna determinación
contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de
una acción prohibida por una norma universal, el acto
moralmente bueno es sólo aquél que obedece a la ley
moral y se abstiene de la acción que dicha ley
prohibe."
Estos párrafos de "Veritatis Splendor" nos traen
una enseñanza moral que hay que reflexionar
detenidamente, sin anteponer prejuicios, estructuras,
criterios individualistas y sobre todo con la actitud
humilde de abrirse a crecer en la verdad. Aceptar la
corrección es un paso decisivo para no acostumbrarse al
mal y rechazarlo, aprendiendo en cambio a dejar
de negarse al bien y de llamar falso a lo que es verdadero. Esta
enseñanza moral defiende la esencia del ser
y ha sido dada por Dios con el fin exclusivo de nuestro
bien.
Otro paso decisivo es dejar de justificarnos, de
disfrazar de "buenas" las elecciones contrarias a la ley divina y
natural.
Libertad del hombre y ley de
Dios
La pregunta que surge es cómo puede la humanidad
percibir racionalmente la universalidad del verdadero bien si va
proclamando y asumiendo la separación entre la libertad
humana y la ley divina. De esta separación surgen
incoherencias de vida que se podrán ir madurando si
buscamos conciliar los actos humanos con la "ley inscripta en
nuestros corazones desde el principio". Tal conciliación
es el camino auténtico para la libertad y su fruto
genuino, el
amor.
"La moralidad de los actos está definida por la
relación de la libertad del hombre con el bien
auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por
la Sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta
ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural
del hombre (y, de esta manera, es ‘ley natural’),
cuanto -de modo integral y perfecto- por medio de la
revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada
‘ley divina’). El obrar es moralmente bueno cuando
las elecciones de la libertad están conformes con el
verdadero bien del hombre y expresan así la
ordenación voluntaria de la persona hacia su fin
último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual
el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta
inicial del diálogo
del joven con Jesús: ‘¿Qué he de hacer
de bueno para conseguir la vida eterna?’ [Mt 19, 16]
evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el
valor moral de
un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su
respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el
cumplimiento de actos buenos, mandados por Aquél que
‘sólo es el Bueno’, constituye la
condición indispensable y el camino para la felicidad
eterna: ‘Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos’ [Mt 19, 17]. La respuesta de Jesús
remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el
camino hacia el fin está marcado por el respeto de las
leyes divinas
que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien
puede ser camino que conduce a la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el
bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este
bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por
tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno
sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin
que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto
sea buena.[Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
II-II, q. 148, a. 3.] El obrar es moralmente bueno cuando
testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la
persona al fin último y la conformidad de la acción
concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad
por la razón. Si el objeto de la acción concreta no
está en sintonía con el verdadero bien de la
persona, la elección de tal acción hace moralmente
mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente,
nos pone en contradicción con nuestro fin último,
el bien supremo, es decir, Dios mismo."
Cabe pensar que el hombre opone libertad y ley porque en
algún punto, o en su totalidad, desconoce el verdadero
contenido de esta última. ¿O cómo negarse,
si no por desconocimiento y engaño, a la ley de amor
infinito, dada por quien sólo quiere el bien eterno de
cada criatura hecha de la nada? Es una ley dada para la plenitud
del ser; por eso cuando el hombre la desconoce, cuando se cierra
al amor pleno, se daña a sí mismo y daña la
comunión con los otros, a imagen de AQUEL que se
rebeló y se condenó a vivir eternamente desde la
mentira.
La trascendencia y los actos
concretos
"La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo
muestra por la
historicidad y por la cultura, lleva
a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y
por tanto de la existencia de ‘normas objetivas
de moralidad’ [Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16] válidas
para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana.
¿Es acaso posible afirmar como universalmente
válidas para todos y siempre permanentes ciertas
determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se
ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho
sucesivamente?
No se puede negar que el hombre existe siempre en una
cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se
agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de
las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las
transciende. Este ‘algo’ es precisamente la
naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida
de la cultura y es la condición para que el hombre no sea
prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su
dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de
su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales
permanentes del hombre, relacionados también con la misma
dimensión corpórea, no sólo entraría
en conflicto con
la experiencia común, sino que haría incomprensible
la referencia que Jesús hizo al ‘principio’,
precisamente allí donde el contexto social y cultural del
tiempo
había deformado el sentido originario y el papel de
algunas normas morales
[cf. Mt. 19, 1-9]. En este sentido ‘afirma además la
Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no
cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que
es El mismo ayer, hoy y por los siglos’.[Gaudium et spes,
10]. Él es el ‘Principio’ que, habiendo
asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus
elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y
el prójimo. [Cf. S. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae I-II, q. 108, a. 1]"
Este fundamento último en Cristo, el sentido
eterno que Dios quiso dar a la vida humana, lejos de tratarse de
algo genérico o una orientación vacía,
está vinculado con los actos particulares a través
de los cuales el hombre es coherente o no con el llamado divino
al amor y la eternidad. Por eso es preocupante la actitud de
cerrarse a la trascendencia, de negarla o de intentar "hacerla a
medida del yo histórico".
En todo tiempo la
humanidad necesita testigos de la Revelación de Dios que
expresen con actos coherentes la dignidad y vocación de
hijos que Dios ha querido dar a cada persona. "Esto vale no
sólo para los cristianos (…). Cristo murió por
todos, y la vocación última del hombre es realmente
una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos mantener
que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de
que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este
misterio pascual (…)."
El Espíritu Santo camina en la historia. En todo
tiempo, y a todo hombre, es posible entonces vivir en fidelidad a
Dios, vivir como hijos.
Y la medida de nuestra fidelidad a Dios es elegir el
bien en cada acto, así como la medida de nuestro amor
hacia Él es la del amor que le tenemos al prójimo.
Perseverar en la gracia de Dios implica ordenar, desde la
libertad, la propia vida a Él, sumo bien, fin
último del hombre. No basta la intención. Ni la fe
basta.
"Cuando el apóstol Pablo recapitula el
cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo
como a sí mismo [cf. Rom 13, 8-10], no atenúa los
mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el
momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y
el amor al prójimo son inseparables de la observancia de
los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de
Jesucristo y en el don del Espíritu Santo." Coherentes con
esta fe vivieron lo santos y santas, "reconocidos como tales por
haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto
particular contrario a la fe o la virtud", busquemos obedecer a
Dios."
"Es precisamente mediante sus actos como el hombre se
perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar
espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente,
mediante su adhesión a El, la perfección feliz y
plena.[Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en
el mundo actual Gaudium et spes, 17.]"
El esplendor de la Verdad: luces para avanzar en
el discernimiento moral
"La razón por la que no basta la buena
intención, sino que es necesaria también la recta
elección de las obras, reside en el hecho de que el acto
humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es
‘ordenable’ a Dios, a Aquel que ‘sólo es
bueno’, y así realiza la perfección de la
persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con
el bien de la persona en el respeto de los
bienes
moralmente relevantes para ella."
"Ahora bien, la razón testimonia que existen
objetos del acto humano que se configuran como
‘no-ordenables’ a Dios, porque contradicen
radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los
actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido
denominados ‘intrínsecamente malos’: lo son
siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto,
independientemente de las ulteriores intenciones de quien
actúa y de las circunstancias. Por esto, sin negar en
absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las
circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia
enseña que ‘existen actos que, por sí y en
sí mismos, independientemente de las circunstancias, son
siempre gravemente ilícitos por razón de su
objeto’.[Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985),221] El mismo
Concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona
humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos:
‘Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de
cualquier género,
los genocidios, el aborto, la
eutanasia y el
mismo suicidio
voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana,
como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
incluso los intentos de coacción psicológica; todo
lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones
infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes; también las condiciones ignominiosas de
trabajo en las que los obreros son tratados como
meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables; todas estas cosas y otras semejantes son
ciertamente oprobios que, al corromper la civilización
humana, deshonran más a quienes los practican que a
quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al
honor debido al Creador’.[Const. past. sobre la Iglesia en
el mundo actual Gaudium et spes, 27]"
"(…) Si los actos son intrínsecamente malos,
una intención buena o determinadas circunstancias
particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden
suprimirla: son actos ‘irremediablemente’ malos, por
sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al
bien de la persona: ‘En cuanto a los actos que son por
sí mismos pecados -dice san
Agustín-, como el robo, la fornicación, la
blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién
osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos,
ya no serían pecados o -conclusión más
absurda aún- que serían pecados
justificados?’.[Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; Cf.
S. Tomás de Aquino, Quaestiones quodlibetades, IX, q. 7,
a. 2; Catecismo de la Iglessia Católica, nn.
1753-1755]
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca
podrán transformar un acto intrínsecamente
deshonesto por su objeto en un acto ‘subjetivamente’
honesto o justificable como elección."
"Por otra parte, la intención es buena cuando
apunta al verdadero bien de la persona con relación a su
fin último. Pero los actos, cuyo objeto es
‘no-ordenable’ a Dios e ‘indigno de la persona
humana’, se oponen siempre y en todos los casos a este
bien. En este sentido, el respeto a las normas que
prohíben tales actos y que obligan sin excepción
alguna, no sólo no limita la buena intención, sino
que hasta constituye su expresión fundamental.
(…) Sin esta determinación racional de la
moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un
‘orden moral objetivo’ [Conc. Ecum. Vat. II,
Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis
humanae, 7] y establecer cualquier norma determinada, desde el
punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto
sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad
sobre el bien (…)"
"(…) Ante todo, debemos mostrar el fascinante
esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En El, que
es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos
buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su
vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina,
que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al
prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu
Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en El nos
es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el
dinamismo de la verdadera libertad personal: ‘la ley
perfecta de la libertad’. (Sant 1, 25)."
LA IGLESIA y las normas morales
universales e inmutables al servicio de la
persona y de la sociedad
"La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza
en defender la validez universal y permanente de los preceptos
que prohíben los actos intrínsecamente malos, es
juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia
intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas
y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad
actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la
condición maternal de la Iglesia. Esta -se dice- no
muestra
comprensión y compasión. Pero, en realidad, la
maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su
misión
docente, que ella debe realizar siempre como Esposa fiel de
Cristo, que es la Verdad en persona: ‘Como Maestra, no se
cansa de proclamar la norma moral… De tal norma la Iglesia no
es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a
la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza
y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la
norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad,
sin esconder las exigencias de radicalidad y de
perfección’. [Exhort. ap. Familiaris consortio (22
noviembre 1981), 33: AAS 74 (1982), 120.]"
En realidad, la verdadera comprensión y la
genuina compasión deben significar amor a la persona, a su
verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da,
ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino
proponiéndola con su profundo significado de
irradiación de la Sabiduría eterna de Dios,
recibida por medio de Cristo, y de servicio al
hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de
su felicidad.[Cf. Familiaris consortio, 34: l.c.,
123-125.]
(…) El Papa Pablo VI ha escrito: ‘No disminuir
en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de
caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado
siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor
mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no
para juzgar sino para salvar [cf. Jn 3, 17], El fue ciertamente
intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las
personas’. [Carta enc.
Humanae vitae (25 julio 1968), 29: AAS 60 (1968),
501.]"
"La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales
universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está
sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado
que no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa
categórica -esto es, sin concesiones o compromisos-, de
las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad
personal del hombre, debe considerarse camino y condición
para la existencia misma de la libertad.(…)"
"De este modo, las normas morales, y en primer lugar las
negativas que prohíben el mal, manifiestan su significado
y su fuerza
personal y social. Protegiendo la inviolable dignidad personal de
cada hombre, ayudan a la conservación misma del tejido
social humano y a su desarrollo
recto y fecundo. (…)"
Gracia y obediencia a la ley de
Dios
"Incluso en las situaciones más difíciles,
el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al
sacro mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad
personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad
postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un
alto precio: puede
conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la
experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a
romper esta armonía: ‘No hago lo que quiero, sino
que hago lo que detesto… No hago el bien que quiero, sino que
obro el mal que no quiero.’ [Rom 7, 15. 19].
¿De dónde proviene, en última
instancia, esta división interior del hombre? Este inicia
su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor
como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con
total independencia,
sobre lo que es bueno y lo que es malo. ‘Seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal’ [Gén 3, 5]:
ésta es la primera tentación, de la que se hacen
eco todas las demás tentaciones a las que el hombre
está inclinado a ceder por las heridas de la caída
original.
Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se
pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor
nos da la posibilidad de observarlos: ‘Sus ojos
están sobre los que le temen, él conoce todas las
obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha
dado licencia de pecar’ [Eclo 15, 19-20]. La observancia de
la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser
difícil, muy difícil: sin embargo jamás es
imposible. Esta es una enseñanza constante de la
tradición de la Iglesia, expresada así por el
Concilio de Trento: ‘Nadie puede considerarse desligado de
la observancia de los mandamientos, por muy justificado que
esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y
condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son
imposibles de cumplir por el hombre justificado. ‘Porque
Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda,
te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas’ y
te ayuda para que puedas. ‘Sus mandamientos no son
pesados’ [1 Jn 5, 3], ‘su yugo es suave y su carga
ligera’ [Mt 11, 30]’. [Ses. VI, Decreto sobre la
justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS, 1536; cf. can.
18: DS, 1568. El conocido texto de San
Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De
natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60, 270).]"
"El ámbito espiritual de la esperanza siempre
está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y
con la colaboración de la libertad humana.
Es en la Cruz salvífica de Jesús, en el
don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del
costado traspasado del Redentor [cf. Jn 19, 34], donde el
creyente encuentra la gracia y la fuerza para
observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las
dificultades más graves. (…)
Sólo en el misterio de la Redención de
Cristo están las posibilidades ‘concretas’ del
hombre. ‘Sería un error gravísimo concluir
que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma
un ideal que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a
las se dice posibilidades concretas del hombre: según un
equilibrio de
los varios bienes en
cuestión. Pero, ¿cuáles son las
posibilidades concretas del hombre? ¿Y de qué
hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la
concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de
esto: de la realidad de la redención de Cristo.
¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que El nos ha dado
la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha
liberado nuestra libertad del dominio de la
concupiscencia. Y si el hombre redimido todavía peca, esto
no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo,
sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que
brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está
proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las
capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu
Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede
obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del
Espíritu’. [Discurso a los
participantes en un curso sobre la procreación responsable
(1 marzo 1984), 4: Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.]"
"En este contexto se abre el justo espacio a la
misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte,
y a la comprensión por la debilidad humana. Esta
comprensión jamás significa comprometer y
falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las
circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo
pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las
propias culpas, en cambio es
inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el
criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede
sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de
recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe
la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar
de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las
prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos,
y termina por confundir todos los juicios de valor.
En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la
parábola evangélica del fariseo y del publicano
[cf. Lc. 18, 9-14]. El publicano quizás podía tener
alguna justificación por los pecados cometidos, la cual
disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se
limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende
también a su propia indignidad ante la santidad infinita
de Dios: ‘¡Oh Dios! Ten compasión de
mí, que soy pecador’ (Lc. 18, 13). En cambio, el
fariseo se justifica él solo, encontrando quizás
una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues,
ante dos actitudes
diferentes de la conciencia moral
del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una
conciencia
‘penitente’ que es plenamente consciente de la
fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias
faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones subjetivas,
una confirmación del propio ser necesitado de
redención. El fariseo nos presenta una conciencia
‘satisfecha de sí misma’, la cual se cree que
puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está
convencida de no necesitar la misericordia."
"Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse
contagiar con la actitud farisaica, que pretende eliminar la
conciencia del propio límite y del propio pecado, y que
hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la
norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses,
e incluso en el rechazo del concepto mismo de
norma. Al contrario, aceptar la
‘desproporción’ entre ley y capacidad humana,
o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre
dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y
predispone a recibirla. ‘¿Quién me
librará de este cuerpo que me lleva a la
muerte?’, se pregunta san Pablo. Y con una
confesión gozosa y agradecida responde:
‘¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
Señor!’ [Rom 7, 24-25].(…)"
Viviana Endelman Zapata.
Oct. 2000
E-Mail: vivianaendelman[arroba]hotmail.com
Juan Pablo II (1993), Encíclica Veritatis
Splendor
San Agustín, De Trinitate, XIV, 15, 21: CCL
50/A.
Torre , José M. De (1990), Filosofía
Cristiana, Ediciones Palabra S.A., 4° edición, Avila,
España
Viviana Endelman Zapata