El aprendizaje
permanente constituye un valor al alza
en las organizaciones:
todos debemos mejorar nuestro perfil profesional en beneficio del
alto rendimiento y la competitividad
de nuestras empresas. Parece
que fue hace unos 30 años, en EEUU, cuando surgió
más formalmente la necesidad de atender a todos los
principales aspectos que contribuyen a ser un top performer en
cada puesto de trabajo. Como es sabido, el "competency movement"
fue impulsado por David McClelland, autor, en 1973, del
artículo "Testing for Competence rather than for
Intelligence", que sigue siendo un referente histórico en
la gestión
por competencias.
McClelland apuntó no sólo a aspectos tales como los
conocimientos y habilidades, sino también a otros que
pueden augurar o predecir un desempeño altamente satisfactorio de un
puesto de trabajo (estamos pensando en sentimientos, creencias,
valores,
actitudes y
comportamientos). Actualmente, la selección,
la gestión
y la formación por competencias son
ya prácticas extendidas entre algunas grandes empresas, aunque
los resultados no sean siempre tan satisfactorios como se
desea.
La idea –gestión por competencias– no
pretende parecer brillante; simplemente parte del hecho visible
de que personas con similar perfil "hard" presentan, sin embargo,
muy diferentes performances. Sin descartar sentimientos propios
de un momento o circunstancia específicos, la diferencia
en el rendimiento parece encontrarse, en buena medida, en la
parte "soft" de nuestro perfil profesional: desde la sensibilidad
de recordar los nombres de los clientes y
proveedores,
el tacto en las relaciones dentro de la
organización o la comprensión de los
demás, hasta la actitud de
aprendizaje permanente, el manejo riguroso de conceptos, el
pensamiento
sistémico, la creatividad,
la integridad o la visión de futuro. Cada puesto de
trabajo precisa de competencias específicas, y a ellas
deben atender los esfuerzos de desarrollo
profesional continuo en las empresas. Sin menoscabo de lo dicho,
los conocimientos son, sin duda, muy determinantes; se habla cada
vez con más insistencia de la idea de "trabajadores del
conocimiento",
y también asistimos a una explosión de la inquietud
por gestionar bien el saber dentro de las empresas. Pero de la
importancia del saber ya estábamos convencidos, y no lo
estábamos tanto de la de la empatía, la
intuición, la serendipidad, la integridad, el
autoconocimiento, la percepción
de la realidad, el espíritu de comunidad, la
autotelia, el optimismo, la autoconfianza, la autocrítica,
la flexibilidad, el dominio personal…
Aunque parece, desde luego, preciso distinguir entre
directivos y trabajadores, el alto rendimiento de las personas
pasa tanto por los conocimientos como por una serie de
habilidades, sentimientos, valores,
creencias, actitudes y
conductas, que es preciso identificar en cada caso. A menudo
surgen reservas sobre la posibilidad de desarrollar algunas de
estas competencias personales en individuos que no parecen
poseerlas, pero, por un lado, hemos de seleccionar personas
atendiendo a estos requerimientos, y por otro, pensamos que las
competencias son desarrollables, al menos en alguna medida,
mediante los métodos
idóneos.
Competencias de los
directivos
En un audaz ejercicio de síntesis,
cabe pensar, en lo que se refiere al personal
directivo, que algunas competencias cognitivas y emocionales no
estaban siendo suficientemente consideradas. Que, por ejemplo,
los directivos deben poseer habilidades de liderazgo es
algo que ya no se cuestiona; sin embargo no todos presentan estas
habilidades en su perfil profesional, ni encontramos siempre la
forma de desarrollarlas, ni entendemos siempre lo mismo por
liderazgo.
Al hablar de competencias cognitivas, los expertos
suelen destacar el pensamiento
analítico y el pensamiento conceptual, y es que realmente
nuestra capacidad de pensar parece estar subutilizada en el
ejercicio profesional. Nosotros añadiríamos otras
modalidades de pensamiento que también constituyen
competencias precisas en muchos directivos; nos referimos, por
ejemplo, a la capacidad de síntesis,
al pensamiento creativo o al pensamiento sistémico.
Insistiendo en este último atributo, decía Gregory
Bateson que los mayores problemas del
mundo tenían su origen en la diferencia entre cómo
funciona la naturaleza y
cómo piensa el hombre.
Nosotros podemos decir que buena parte de los problemas de
las organizaciones se
deben a que las personas no somos suficientemente conscientes del
modo en que aquellas funcionan. Hay que recordar ya que una empresa es un
sistema
—conjunto de elementos interdependientes que forman un todo
y que se relacionan para el logro de un propósito— y
que, en general, nos falta pensamiento sistémico. Es un
poco como si los árboles
no nos dejaran ver el bosque, o como si los síntomas no
nos dejaran ver la enfermedad.
Hace algunas décadas, Jay Forrester nos hablaba
de la "dinámica de sistemas" pero,
como sabe el lector, ha sido más recientemente Peter Senge
quien nos ha insistido en la necesidad del pensamiento
sistémico en las empresas: su libro "La
quinta disciplina"
es, sin duda, una de las mejores aportaciones a la literatura del management en
las últimas décadas. En definitiva, hemos de ser
más conscientes de cómo las partes contribuyen al
todo y también de las consecuencias, a corto y largo
plazo, de nuestras decisiones. Cuando encaramos un problema, y
tras identificarlo con rigor, han de emerger las circunstancias y
causas subyacentes, y hemos de adoptar soluciones
eficaces que no generen nuevos problemas. He aquí, en el
pensamiento sistémico, una habilidad cognitiva de
incuestionable necesidad, quizá especialmente en
directivos de ato nivel.
Y al hablar de competencias emocionales, el lector
habrá identificado que nos referimos a la denominada
inteligencia
emocional, tanto en su vertiente intrapersonal (confianza en
sí mismo, flexibilidad, autocontrol, perseverancia, etc.)
como en la interpersonal (establecimiento de relaciones,
empatía, etc.). Se trata de hacer el mejor uso de las
emociones y
sentimientos propios y de nuestros colaboradores. Diríase
que no en vano Daniel Goleman fue pupilo de McClelland, aunque la
idea de inteligencia
emocional ya fuera antes formulada por psicólogos de
prestigio como Reuven BarOn, Peter Salovey o John Mayer. A la
lista podríamos ya añadir otros nombres como
Boyatzis, Caruso, Cooper, Sawaf, Parker, Handley, Higgs,
Dulewicz, Ryback, Boeck y muchos más. Casi todos estos
expertos han trabajado, por cierto, en la creación de
tests para la medida de las diemensiones de la inteligencia
emocional.
Todo lo anterior tiene bastante que ver con la evolución del papel de los
directivos, especialmente los de nivel intermedio. Es verdad que
estamos asistiendo a un aplanamiento de las organizaciones, es
decir, a una reducción del porcentaje relativo de
directivos y mandos intermedios, pero su papel adquiere
nuevas e importantes dimensiones. Entre las funciones de
creciente peso específico de los directivos intermedios
podríamos apuntar a la alineación de la
gestión cotidiana con la estrategia de la
compañía, o a la identificación de
áreas de innovación y mejora; pero, en definitiva y
en resumen, los directivos han de asegurar la mejor
contribución de sus colaboradores a los resultados
presentes y futuros de la empresa. Esta
última idea nos presenta a los directivos intermedios como
administradores del capital
intelectual y emocional de los trabajadores. Esta función
exige, sin duda, competencias personales muy específicas
que no precisaban los jefes de un pasado no tan
lejano.
A decir verdad, no podemos hablar del perfil
competencial de directivos sin hablar con más detenimiento
del concepto de
liderazgo. En la empresa se
utiliza hoy esta palabra con cierta ligereza, y a veces se
entiende más como una posición que como una forma
actual de ejercer la dirección. En las últimas
décadas han surgido voces que nos ayudan a entender mejor
el liderazgo de personas dentro de las organizaciones: Greenleaf,
Burns, Fiedler, Hersey, Blanchard, Drucker, De Pree, Peters,
Bennis, Kotter, Kouzes, Posner, Tichy, Conger, Rost y otros
expertos. También hemos contado con los ejemplos de
importantes directivos como Iacocca, Grove, Gates, Gerstner y aun
otros más próximos como Josep Ferrer (Freixenet),
Isidoro Álvarez (El Corte Inglés), Amancio Ortega (Inditex), la familia
Torres o la familia
Lladró.
Recientemente se insiste en un estilo de liderazgo
postulado para todos los niveles jerárquicos, más
basado en la autoridad
moral que en
el poder formal
–ya lo propuso así Greenleaf hace 30
años–, y más sensible al peso de las emociones en
el trabajo:
podríamos hablar de líderes emocionalmente
inteligentes, atentos a satisfacer las necesidades profesionales
de unos colaboradores capaces, responsables y comprometidos. Con
independencia
de otros importantes aspectos de la función
directiva, este tipo de influencia sobre el desempeño de los trabajadores parece el
más acorde con los cambios culturales traídos por
los nuevos tiempos. El liderazgo de autoridad
moral parece
sintonizar plenamente con el empowerment
movement y se abre paso en las empresas como lo hace la
importancia del capital humano y
el concepto de
"inteligencia
de la organización". Podríamos decir que
el lider que se postula seguiría siendo líder,
aunque se le despojara de su poder
formal.
El autoconocimiento de los directivos
El autoconocimiento es muy importante para todos, y
especialmente para los directivos. Como se recordará, se
trata del mandato délfico en que tanto insistió
Sócrates:
"Gnothi seauton". Difícilmente podríamos mejorar
nuestro perfil competencial si no fuéramos bien
conscientes de lo que nos falta, y aun de lo que nos sobra, en el
mismo. Una especie de "autoengaño" podría llevarnos
a poseer una exagerada visión de nuestras capacidades y
quizá una cierta ignorancia de nuestros defectos y
excesos: parece un riesgo entre
personas que han destacado sensiblemente en alguna actividad,
porque algunos podrían acabar pensando que son buenos para
casi todo. Hablando concretamente de los directivos, el haber
tenido algún éxito
importante presume, pero no asegura necesariamente, éxitos
posteriores.
Autoengañarse puede llevar a los directivos a
disfunciones como la siguientes: incapacidad para reconocer
errores, arrogancia, sed de poder, rechazo a las críticas,
narcisismo, persecución de objetivos poco
realistas, huida hacia arriba, jactancia, juicio a las personas
en términos de blanco/negro, necesidad de parecer perfecto
o hábito de trabajo compulsivo. Según un estudio de
Robert E. Kaplan, un directivo con estos rasgos está
orientado al fracaso. Pero un directivo que se conozca bien a
sí mismo difícilmente se caracterizará por
estas cosas. Tratamos de dejar la idea final de que, solamente
desde un buen conocimiento
de nosotros mismos, podemos abordar un plan de
mejora.
Competencias de los
trabajadores
Podríamos considerar la Teoría
Y (1960), de Douglas McGregor, como el origen de los cambios
culturales todavía en curso en muchas empresas. El autor
dibujaba entonces una imagen de
trabajador comprometido que hoy resulta natural, aunque en su
momento suscitó no pocas controversias. Pero a esta
notable evolución cultural en las relaciones
empresa-empleados hay que sumar el implacable
avance tecnológico y también la
globalización y otros fenómenos que
caracterizan la actividad económica en nuestros
días. Seguramente, lo más visible de los cambios en
curso en las empresas son las nuevas relaciones
jefes-colaboradores. No es que todavía se hallen, en
general, en el punto deseado; pero al menos se viene coincidiendo
en la tendencia del reparto de poderes y responsabilidades. Como
ya hemos comentado, todo apunta al liderazgo y el empowerment como
principios
reguladores de las relaciones jerárquicas en las empresas.
Son principios
reconocidos como saludables, pero que en su
materialización han de sortear obstáculos de
diferente naturaleza. No
todos los jefes y colaboradores están todavía
preparados y dispuestos para asumir sus nuevos roles, aunque el
cambio parezca
irreversible. Ser más competentes pasa inexorablemente por
vivir plenamente los tiempos que corren, y desde luego por ser
seres humanos más completos, en cuerpo, mente y
alma.
Pero entre el colectivo de trabajadores,
queríamos detenernos en los denominados "trabajadores del
conocimiento". Hace más de treinta años, algunos
pensadores comenzaron a destacar la importancia del conocimiento
dentro de las empresas. Parece que fue Peter Drucker quien
acuñó la expresión "knowledge worker", pero
también economistas de prestigio como Kenneth Arrow o
Friedrich Von Hayek insistieron en ello. Sin duda, el perfil del
trabajador ha evolucionado muy sensiblemente desde los tiempos de
Taylor y
Gilbreth: cada día tenemos que saber más y, a la
vez, obtener el mejor provecho colectivo de nuestros
conocimientos.
En su desarrollo
profesional en este siglo, las personas más preparadas
tienen dos opciones básicas que deseamos apuntar: llegar a
ser un directivo-líder o
ser un knowledge worker en permanente aprendizaje. No decimos
nada nuevo, pero sí queremos insistir en el valor de los
trabajadores expertos. Y atención: uno es valioso para la empresa no
solamente por lo mucho que sabe, sino también por lo que
hace fluir sus conocimientos. La empresa necesita que los
conocimientos no sean individuales sino colectivos, por ello
tendríamos que estar siempre aprendiendo y además
poniendo nuestro saber a disposición de los demás.
(Obviamente, en el escenario empresarial hay también
corrupción
y politiqueo, y los bien intencionados pueden resultar ingenuos,
o ser vistos como tales: el flujo del saber precisa de
catalizadores).
Quizá no haga falta decirlo pero, al hablar del
saber, no nos referimos únicamente a los conocimientos
explícitos que se adquieren mediante cursos u otros
medios
similares de transmisión de los mismos. También
cabe considerar aquellos otros implícitos, fruto de la
observación o de las vivencias propias: lo
que llamamos, en general, experiencia. La experiencia no solo nos
sirve para hacer las cosas mejor, sino para distinguir mejor el
nivel de calidad de lo
hecho. En algún caso, la falta de experiencia
podría conducir a una especie de panfilismo: a dar por
bueno lo que no lo es. El mejor knowledge worker reúne
saber explícito y saber implícito o tácito:
tiene experiencia; además tiene potencial y sólida
disposición para seguir aprendiendo. Y no
deberíamos olvidar la intuición, que, aunque de
doble filo, es otra herramienta útil.
Y no queremos vincular la inteligencia emocional
solamente con el personal directivo: también resulta
altamente deseable en los trabajadores. Nos decía un
trabajador que, en el ejercicio profesional, uno podía ser
feliz o desgraciado según el jefe que le tocara. La verdad
es que algún directivo podría decir algo similar
respecto a los colaboradores. Por eso insistimos en que la
inteligencia emocional –habilidades intra e
interpersonales– es ciertamente desarrollable como sostiene
Goleman, y es deseable en todas las personas. La cuestión
es cómo desarrollar la confianza en uno mismo, el
autocontrol, la flexibilidad, la automotivación, la
comprensión de los demás, la asertividad,
la influencia, la habilidad para mediar en conflictos… No es imposible, pero requiere
tiempo y ayuda
de alguien que nos proporcione feedback y algunas claves. Uno se
preguntaría si vale la pena, pero no hay duda: basta
pensar en el coste de la incompetencia o inmadurez emocional,
tanto en la vida como en el
trabajo.
Concluyendo, podemos decir que los cambios que viven las
empresas afectan a los perfiles profesionales de los altos
ejecutivos, de los trabajadores y, de manera singular, de los
directivos intermedios. El perfil de éstos ha evolucionado
muy sensiblemente en consonancia con la necesidad de asegurar la
mejor contribución de los trabajadores a los resultados
esperados por la
organización. Estos directivos-líderes han de
saber extraer lo mejor de sus colaboradores, propiciando al mismo
tiempo su
satisfacción profesional.
Para todos, el sentirnos plenamente contribuyentes a los
buenos resultados de la empresa, desde nuestra capacidad y
esfuerzo, resulta reconfortante y satisfactorio; especialmente
cuando nos movemos en un entorno de colaboración,
confianza y reconocimiento. La Dirección de las empresas asume el reto de
propiciar este clima de
rendimiento y satisfacción, pero somos todos quienes hemos
de hacerlo posible. Nos parece que en la empresa los sentimientos
son contagiosos y hemos de tratar de que lo que se contagie sea
el compromiso, la responsabilidad, la satisfacción y el deseo
de mejorar continuamente. Nos parece que necesitamos nuevas
competencias para ser más competentes, y creemos que, en
este sentido, la formación continua demanda una
cierta reingeniería. No inventamos nada: ya
está en marcha en no pocas organizaciones, aunque quepan
mejoras en el proceso.
José Enebral Fernández
Consultor de Recursos
Humanos