- El largo reinado del
geocentrismo - Los árabes y su
influencia - Aristotelismo
- La tierra plana y los navegantes
interoceánicos - El fin de una
época - Heliocentrismo
- Copérnico y el
despertar científico - Galileo, sus instrumentos y
observaciones - Matematización de la
astronomía - Kepler y el movimiento
planetario - Newton y la ley de
gravitación universal
A PESAR de los grandes avances que alcanzó la ciencia
griega, su vigor no continuó cuando Roma
sustituyó a Grecia como la
gran potencia del
Mediterráneo. Los romanos, que gracias a su organización política y social
lograron construir un vasto imperio, no tuvieron mayor interés en
las matemáticas que el estrictamente necesario
para la
administración de los territorios conquistados. Esa
actitud se
extendió a las demás disciplinas científicas
desarrolladas en la antigüedad, por lo que puede afirmarse
que los pensadores romanos realmente no contribuyeron al conocimiento
científico.
Además, cuando el Imperio romano
dejó a la Iglesia
católica su sitio como la única fuerza
política y
espiritual del mundo occidental, el rechazo hacia el
conocimiento científico fue todavía mayor. En
esas condiciones la cultura
europea entró en un periodo de estancamiento durante el
cual no sólo no se promovió el desarrollo de
la ciencia, sino
que incluso se propició la pérdida de la mayor
parte del conocimiento
generado por los griegos.
La intención del presente capítulo es mostrar
los conocimientos astronómicos que manejaron los
pensadores europeos entre los años 500 y 1450 de nuestra
era, periodo conocido como la Edad Media. El
desarrollo
científico de esta época ha sido considerado
estéril, ya que a pesar de ser un lapso mayor del que
separa a Tales de Mileto
de Tolomeo, durante él no hubo ninguna aportación
científica novedosa de importancia. Las ideas que el hombre
culto del medievo tuvo sobre el Universo y el
lugar que nuestro planeta ocupaba en él fueron las que se
expresan al principio del Génesis que, combinadas con
conceptos paganos más antiguos, llegaron a convertirse en
dogma.
EL LARGO REINADO DEL
GEOCENTRISMO
El cristianismo,
que se originó como la doctrina moral de una
secta judía minoritaria, se convirtió a principios del
siglo IV en el credo oficial del Imperio romano. A
partir de esa época los sacerdotes cristianos adquirieron
un poder que les
permitió oponerse en forma sistemática a toda
sabiduría pagana. Esa actitud de
franca cerrazón al conocimiento
buscó aniquilar cualquier actividad relacionada con el
pensamiento
analítico inherente al proceso
científico. Como ejemplos tempranos y relevantes de esa
actitud contraria a la ciencia
pueden mencionarse los siguientes: en el año 390 un
enardecido grupo de
cristianos quemó la famosa Biblioteca de
Alejandría; pocos años después, en 415,
seguidores de esa nueva secta religiosa asesinaron a Hipatia
(ca. 370-415), matemática
alejandrina que realizó una destacada labor
científica en el Museo de aquella ciudad.
La actitud romana hacia el
conocimiento teórico, así como la
predisposición cristiana hacia la ciencia fueron
factores determinantes de una estructura
social donde el estudio de las leyes de la
naturaleza no
tuvo importancia. En esas circunstancias no debe extrañar
que la mayoría de la información científica utilizada
durante la Edad Media
estuviera contenida únicamente en compendios, obras
que intentaron resumir el conocimiento generado por los griegos.
Entre ese tipo de escritos sobresalieron trabajos como los de
Plinio (23-79) o Séneca (4-65), quien en sus Cuestiones
naturales escribió sobre geografía y
fenómenos metereológicos. En ese libro
trató el tema del tamaño de la Tierra. Sus
datos fueron
aceptados sin ningún cuestionamiento por los eruditos
europeos del medievo, pasando de generación en
generación. Como dichos valores eran
considerablemente menores a los verdaderos, durante siglos
hicieron pensar que nuestro planeta era más pequeño
de lo que en realidad es. La larga vigencia e importancia que
tuvieron conocimientos como los trasmitidos por Séneca
queda manifiesta al saber que fueron el sustento teórico
utilizado por Colón a fines del siglo XV para asegurar la
existencia de una ruta corta hacia las Indias. Como sabemos, el
descubrimiento de
América fue casual, pues en realidad el almirante
estaba convencido de que el mundo tenía dimensiones
menores y de que su viaje lo llevaría a las costas
asiáticas.
Los compendios fueron obras enciclopédicas que
resumían la información científica proveniente
del mundo griego, y la hacían accesible a un amplio sector
de lectores no especializados. En general fueron de menor
calidad que
los textos originales escritos por los griegos, ya que no estaban
sistematizados, eran confusos y hasta contradictorios. Calcidio,
Macrobio y Marciano Capella fueron autores latinos de ese tipo de
obras en donde, por ejemplo, cuando tratan la distribución de los cuerpos celestes, cada
uno asignó un orden diferente para los planetas, sin
que dieran alguna razón o explicación. Alrededor de
la Tierra central
Macrobio situó a la Luna y al Sol, después a Venus
y luego a Mercurio. Más allá de éste se
hallaban Marte, Júpiter y Saturno. Calcidio afirmó
que describiendo una trayectoria circular en torno a nuestro
planeta se encontraba la Luna y después Mercurio y Venus;
venían luego el Sol, Marte,
Júpiter, Saturno y la esfera de las estrellas fijas. Por
su parte, Marciano Capella utilizó ambas descripciones,
confundiendo más a sus lectores sobre el orden de los
astros en la bóveda celeste.
A pesar de la labor de los compiladores
latinos, entre los siglos V y X la ciencia decayó en
Europa, llegando
en ese periodo a su nivel más bajo desde que se
originó en Grecia. Por lo
que toca al tema principal de este libro, puede
afirmarse que entre los siglos VII y XVII el número de
autores europeos interesados en el estudio del Universo fue
realmente muy reducido. Además, sus trabajos no aportaron
nada nuevo, pues en el mejor de los casos lo que escribieron tuvo
una franca intención didáctica, siendo sus explicaciones
meramente descriptivas.
Los conocimientos astronómicos que poseían los
estudiosos del medievo pueden ejemplificarse citando los trabajos
de san Isidoro de Sevilla (560-636), erudito que vivió en
esa ciudad española alrededor del año 600. Entre
otras obras redactó una extensa enciclopedia de 20 tomos a
la que tituló Etimologías. En el tercer
libro, llamado De las cuatro disciplinas
matemáticas trató sobre aritmética,
música,
geometría y astronomía, y de esta última dijo
"que estudia las leyes de los
astros". En ese texto la
sección astronómica es la más extensa. Trata
de manera descriptiva y no técnica temas como la forma del
mundo, la esfera celeste, los planetas, sus
movimientos, del zodiaco y de las estrellas. Distingue entre
astronomía y astrología,
considerando a la primera una ciencia, y a la segunda una
superstición. Cree que el Sol
está hecho de fuego, además afirma que es
más grande que la Tierra y
que la Luna. Dice que ésta recibe la luz del Sol,
eclipsándose cuando entra en la sombra proyectada por
nuestro planeta. Para él son siete los planetas, y cada
uno tiene su movimiento
propio a través de su correspondiente esfera cristalina.
Estas giran en sentido contrario a la esfera de las estrellas
fijas, pues si no fuera así, "el mundo saltaría en
añicos" debido a la rapidez con la que esa esfera gira. A
la Vía Láctea la llamó el círculo
cándido, y dijo que "era una zona lechosa que
podía ser vista sobre la esfera celeste. Algunos dicen que
es la trayectoria seguida por el Sol, y que recibe su luz del paso que
ese astro luminoso hace por el cielo".
Éste y otros trabajos similares presentaban solamente
descripciones de los fenómenos celestes más
evidentes, sin aportar ideas nuevas. Aunque el modelo
cósmico utilizado por los estudiosos del medievo era en
todos los casos el geocéntrico (figura 13), para aquellas
fechas ya se había perdido la capacidad de manejar los
conceptos geométricos contenidos en la obra de Tolomeo.
El Universo,
tal y como lo entendía el hombre culto
de la Edad Media fue poéticamente descrito por Dante
Alighieri (1265-1321), quien lo recorre en un viaje imaginario
narrado en su obra La Divina Comedia, publicada en el
siglo XIV (figura 14).
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Figura 13. Modelo
planetario medieval geocéntrico, que incluye la esfera de
los bienaventurados o paraíso empíreo.
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Figura 14.
Representación del Universo como se
entendía en la edad Media.
Durante la primera etapa
de la Edad Media arraigaron en el pensamiento
europeo ideas sobre la forma y la estructura del
Universo directamente surgidas de la interpretación
literal de la Biblia. Así, por ejemplo, se aceptó
la idea de que la Tierra estaba
inmóvil basándose en el pasaje bíblico donde
se afirma que Dios ordenó al Sol detenerse sobre la ciudad
de Gabaón, para que así el ejército
comandado por Josué tuviera tiempo de ganar
la batalla que ahí se estaba librando. Además de la
inmovilidad terrestre, ese pasaje implicaba que el Sol se
movía en torno a la
Tierra.
Como se verá más adelante, también en
ese periodo surgieron varios dogmas, como el de la Tierra plana,
idea que por cierto incorpora mitos
cosmogónicos previos al cristianismo.
Así arraigó el concepto
mesopotámico de un océano que rodeaba a la Tierra
plana y que estaba vedado a la navegación, ya que el
castigo para quienes desobedecieran ese mandato era la
caída al abismo sin límite.
Isidoro de Sevilla, Casiodoro, el venerable Beda, y algunas
mujeres como Hildegarda y Herrad de Landsberg, alemanas que
vivieron en el siglo XII, fueron de los pocos personajes que
durante la baja Edad Media mostraron cierta curiosidad por el
estudio de la estructura del Universo, lo que confirma que el
oscurantismo científico había arraigado en la
Europa occidental
durante el primer milenio de nuestra era.
Mientras eso sucedía, los árabes fueron
unificados bajo una fe religiosa única. Durante el primer
tercio del siglo VII Mahoma (ca. 570-632), convertido en
líder
espiritual y militar de las diversas tribus que habitaban la
península arábiga logró imponerles el
islamismo. Para el siglo siguiente la influencia cultural de esta
nueva religión se había extendido desde el
Asia Central
hasta España. En
su primera etapa la religión musulmana no
buscó aniquilar la ciencia pagana, por el contrario, sus
dirigentes realizaron importantes esfuerzos para conservar el
conocimiento
científico, especialmente el generado por los
griegos.
Entre los siglos VIII y IX, ciudades como Bagdad, Damasco y
Jundishapur fueron sitios de trabajo para grupos de sabios
persas, judíos, griegos, sirios e hindúes, quienes
bajo la protección directa de los califas tradujeron al
árabe parte considerable de la literatura científica
griega, así como obras persas y de la India. Durante
ese lapso fueron transcritos a dicho idioma los principales
textos de Aristóteles y Tolomeo.
La ciencia islámica tuvo su periodo de mayor auge entre
los siglos IX y XI, cuando fueron redactados extensos tratados como el
Compendio de astronomía, escrito por
Al-Fargani,26 o textos
médicos como el Liber Continens de Rhazes (865-925)
y el Canon de Avicena (980-1037). Sin entrar en mayores
detalles, los árabes hicieron valiosas aportaciones
propias a la ciencia, destacando sus contribuciones en medicina,
óptica
y matemáticas. En esta última nos
legaron el álgebra y
el desarrollo de la trigonometría.
Respecto al tema que aquí nos interesa los
árabes no aportaron realmente nuevas teorías
planetarias o modelos
cosmogónicos, sino que aceptaron la astronomía
griega como tal. Por ejemplo, Al-Sufi (903-986), importante
astrónomo persa de la corte de Bagdad, escribió
El libro de las estrellas fijas, basado principalmente en
el Almagesto de Tolomeo. En esa obra Al-Sufi revisó
el catálogo de posiciones estelares hecho por el autor
griego, actualizándolo e incluyendo importantes
comentarios sobre los nombres de las estrellas y de las
constelaciones. Amplió también la lista de objetos
con aspecto nebuloso que Tolomeo había incluido en el
Almagesto, agregando el primer informe conocido
sobre la observación de la galaxia de
Andrómeda. Por otra parte, el ya mencionado Alfraganus
escribió sobre la teoría
matemática
en que se basa el uso del astrolabio. La importancia de su
Compendio de astronomía también radica en
que es un comentario muy completo del Almagesto.
Por ser el primer autor que hace mención
explícita acerca de la constitución de la Vía
Láctea, debemos señalar que en el año 1029
Al-Biruni (973-1048) escribió sobre Kahkashan,
nombre persa de la Vía Láctea, y dijo
que:
estaba formada por una colección sin
número de fragmentos cuya naturaleza es el
de las nubes de estrellas. Ellos forman aproximadamente un gran
círculo, el cual pasa entre las constelaciones de los
Gemelos y Sagitario. Las nubes de estrellas están
más densamente reunidas en algunas zonas que en otras.
Algunas veces es ancha y otras delgada, y ocasionalmente se rompe
en tres o cuatro ramificaciones.
Sin duda, una de las
mayores contribuciones que los árabes hicieron en el campo
astronómico fue preservar la existencia de obras como el
Almagesto, que por cierto debe a ellos ese nombre.
También perfeccionaron el astrolabio (figura 15) e incluso
inventaron otros aparatos que permitieron mejorar la
precisión de las observaciones
astronómicas.
Otra contribución muy valiosa de los
árabes a la astronomía fue la continuación
ininterrumpida de los trabajos de observación iniciados por los griegos y
otros pueblos más antiguos. Este hecho por sí solo
tuvo gran importancia en el desarrollo posterior de la
astronomía, particularmente en los estudios que trataron
de establecer las dimensiones y estructura del cosmos, ya que los
datos
observacionales de los árabes, publicados en forma de
tablas astronómicas, como por ejemplo las Tablas
toledanas, estaban basados en registros
continuos que cubrían un periodo de más de 900
años, lo que les dio la exactitud necesaria para
determinar las posiciones de los cuerpos celestes en forma
precisa. Esto fue aprovechado por los astrónomos del
Renacimiento
quienes, basándose en ese material pudieron hacer
descubrimientos que habrían de cambiar en forma radical
nuestra visión del Universo.
Una clara huella del predominio astronómico que
los árabes tuvieron durante parte de la Edad Media europea
es la incorporación a nuestro lenguaje de
términos como zenit,
nadi o
almanaque.También han quedado los nombres que
ellos pusieron a un considerable número de estrellas
brillantes; tal es el caso de Albireo, Aldebarán, Algol,
Altair, Betelgeuse, Mizar, El Nath, etcétera.
Al declinar la cultura
islámica ocurrió un proceso de
retroalimentación de la ciencia europea.
Durante el siglo XIl se inició un verdadero alud de
traducciones de obras científicas del árabe al
latín, lo que, además de regresar la parte
más significativa de la ciencia griega a Europa, introdujo
en ésta las aportaciones propias de los árabes. De
esa forma los estudiosos europeos de la alta Edad Media y del
Renacimiento
pudieron conocer obras como el Almagesto, la Óptica
y la Geografía de Tolomeo, la
Física, la Meteorología, De los
cielos y del mundo y otros textos de Aristóteles. Igualmente dispusieron de los
Elementos, la Óptica, la
Catóptrica y los Datos de Euclides,
así como obras de Arquímedes y otros
científicos y filósofos de la antigua Grecia. Los
árabes sirvieron de puente para que la ciencia griega
salvara el gran obstáculo de la oscurantista Edad Media
europea.
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Figura 15. Astrolabio. Aparato de medición astronómica que fue
perfeccionado durante la Edad Media por los
árabes.
Los trabajos científicos de Aristóteles
comenzaron a ser conocidos por los europeos cultos durante los
siglos XII y XIII, y fue precisamente en este último que
la tradición aristotélica arraigó, cuando
inició su papel
protagónico sustituyendo gradualmente a las
interpretaciones surgidas entre los platónicos de la baja
Edad Media. Estos habían procurado reconciliar la
cosmovisión de Platón y
el relato bíblico de la creación, de la cual
surgió la idea de un cosmos unificado por fuerzas
astrológicas que relacionaban al microcosmos, entendido
como el dominio del
hombre, y al
macrocosmos, que los llevó a establecer la existencia de
un universo fundamentalmente homogéneo, formado en toda su
extensión por los mismos elementos.
Aristóteles trasmitió a la Edad Media la
visión de un mundo ordenado y armónico, pero bien
diferenciado en dos partes totalmente distintas: la región
sublunar que se caracterizaba por ser cambiante y corruptible, y
la región celeste que era perfecta e inmutable. De acuerdo
con ese pensador la estructura del Universo estaba perfectamente
integrada, pues debe recordarse que su modelo homocéntrico
de esferas cristalinas explicaba el movimiento de
todos los cuerpos celestes. Esta cosmovisión
resultó satisfactoria y fácilmente entendible para
quienes vivían en una sociedad estática y
fuertemente jerarquizada, lo que explica la enorme influencia y
larga duración del pensamiento aristotélico durante
la Edad Media y parte del Renacimiento.
A pesar del rápido arraigo de la ciencia
aristotélica, hubo ciertos elementos de su
cosmovisión que fueron cuestionados y sujetos a una fuerte
crítica por parte de los teólogos medievales. Esto
generó grandes debates, como el de la Universidad de
París durante buena parte del siglo XIII y que
culminó en el año 1277 con la condena de
excomunión para quienes enseñaran pública o
privadamente los textos aristotélicos en esa
institución.
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Figura 16. Representación medieval de la
creación del mundo.
Estrictamente hablando,
Aristóteles no produjo ningún modelo
cosmogónico, ya que para él el mundo era eterno.
Como no había tenido principio no podría tener fin.
Este postulado aristotélico causó un rechazo total
por parte de los teólogos, ya fueran cristianos,
judíos o musulmanes, pues era evidente que chocaba de
manera frontal con el episodio supremo de la creación del
mundo (figura 16). La solución que pensadores tan
importantes como santo Tomás de
Aquino (1225-1274) o Maimónides (1135-1204)
encontraron a ese dilema, fue rechazar dicho postulado bajo la
base exclusiva de la fe. Así, cuando las teorías
aristotélicas entraban en conflicto con
los preceptos bíblicos, se atenían exclusivamente a
éstos. Por ejemplo, esta fue la actitud que tomaron Juan
Buridan (1295-1358) y Nicolás de Oresme (1320-1382),
físicos medievales que analizaron detenidamente la
posibilidad de que el movimiento diurno fuera causado por una
verdadera rotación de la Tierra en lugar de pensar en un
desplazamiento de toda la bóveda celeste en torno a la
Tierra. En el debate del
problema aportaron una serie de razonamientos que tendían
a demostrar que un giro terrestre de oeste a este era equivalente
a considerar que todas las esferas celestes giraban alrededor de
nuestro planeta, pero tenía la ventaja de dar como
resultado un universo más armonioso, evitando
además la necesidad de introducir una esfera exterior a la
de las estrellas fijas, que tenía como función
principal ser el motor primario
necesario para trasmitir el movimiento a todas las demás.
A pesar de sus notables argumentos, Buridan y Oresme finalmente
sostuvieron la inmovilidad de la Tierra pues la fe así lo
exigía.
Una vez establecido este compromiso que aseguraba la
primacía de la Iglesia, hubo
una reconciliación entre la teología
judeo-cristiana y la ciencia pagana trasmitida por las obras
aristotélicas. La complementación fue muy adecuada,
ya que Aristóteles dejó una descripción física del mundo muy
completa pero sin una cosmogonía, mientras que las
Sagradas Escrituras presentaban una cosmogonía
precisa.
Los textos de Aristóteles introdujeron en la Europa
medieval el modelo de las esferas homocéntricas ideado por
Eudoxio, pero sin su fundamento geométrico y con el
importante añadido de considerarlas como esferas
sólidas de naturaleza material. La idea de un universo
construido por esferas sólidas y cristalinas que
transportaban a los cuerpos celestes y que servían de
soporte al mundo, fue un concepto que tuvo
gran auge durante la Edad Media. De acuerdo con ese esquema, la
estructura y organización del cosmos se debía a
que esas esferas y los astros que ellas transportaban ocupaban el
lugar natural que les correspondía, y que no podían
estar en ningún otro sitio.
Los comentaristas cristianos de las obras de
Aristóteles ya no contaban con la capacidad de manejar los
conceptos geométricos desarrollados en el
Almagesto. Analizando las Sagradas Escrituras postularon
la existencia de tres esferas exteriores a las que ocupaban los
planetas. La externa era invisible e inmóvil y fue
denominada la esfera empírea. Según ellos
servía como morada a los ángeles y a los
bienaventurados. La esfera de enmedio era perfectamente
transparente y cristalina. Algunos de esos pensadores la
identificaron con el Primum Mobile aristotélico, y
la relacionaron directamente con Dios. La tercera, que era la
más interna, fue tomada como el firmamento, donde se
localizaban las estrellas fijas.
A pesar de tener notables puntos de conflicto, una
vez que estos fueron superados por los preceptos de la fe, el
modelo cósmico de Aristóteles fue compatible con
las Sagradas Escrituras y con las diversas interpretaciones
teológicas medievales, lo que permitió el largo
reinado de esas ideas geocéntricas.
LA TIERRA PLANA Y LOS
NAVEGANTES INTEROCEÁNICOS
Una noción contemporánea muy difundida es la que
asegura que antes de los viajes
realizados por Colón la gente pensaba que la Tierra era
plana (figura 17), y que fue él quien primeramente
señaló que nuestro planeta era en realidad un
globo. Esto no fue así, pues, como ya se ha visto, desde
la antigüedad clásica la Tierra fue considerada
esférica.
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Figura 17. La Tierra plana, según las ideas
populares del medievo.
Los argumentos que
Aristóteles dio para probar lógicamente la
esfericidad terrestre fueron tan sólidos que en realidad,
después de él, no hubo pensadores de importancia
que apoyaran la existencia de la Tierra plana. Sin embargo, esta
idea surgió como una consecuencia de la
interpretación literal que los llamados Padres de la
Iglesia hicieron de las Sagradas Escrituras. Uno de los primeros
fue Lactancio (¿1250-1325?), quien en el siglo IV
atacó mediante diversos escritos a la ciencia y a la
filosofía helénicas. Sobre bases únicamente
teológicas criticó con severidad a la física
aristotélica y se opuso abiertamente a la idea de la
Tierra esférica. En forma burlona se preguntaba:
¿habrá alguien tan extravagante para creer
que los hombres tienen pies por encima de la cabeza, o lo
increíble para nosotros, que están colgados
allá abajo?, ¿que las hierbas y los árboles
crecen ahí descendiendo, y que las lluvias, los granizos y
las nieves suben hacia la Tierra?
Los sucesores
ideológicos de Lactancio tuvieron por norma la
interpretación literal de la Biblia, y en especial de
aquellos pasajes que tenían que ver con aspectos
cosmogónicos. A través de la Iglesia de Oriente,
donde fueron más influyentes, trasmitieron su
visión de la Tierra plana e inmóvil, destacando dos
puntos notables de la geografía bíblica:
Jerusalén en el centro, y el paraíso terrenal en la
periferia. Siguiendo esas ideas durante la Edad Media, la forma
de nuestro planeta fue plasmada en cartas
geográficas realmente simples (figura 18), donde el mundo
plano era mostrado como un círculo dividido en tres partes
por los ríos Don (Tanais) y Nilo (Nilus) y
por el mar Mediterráneo. Cada una de las partes obtenidas
con esta división correspondía a un continente:
Europa, África y Asia. Al centro
de todo estaba Jerusalén.
Esa representación, además de estar de
acuerdo con lo establecido por el dogma religioso cristiano,
respondía bien a las exigencias impuestas por el sentido
común de personas que, o no se desplazaban de su lugar de
origen, o lo hacían en forma muy limitada. Por estas
razones no es de extrañar que el modelo de la Tierra plana
tuviera fuerte arraigo, sobre todo en las capas inferiores de la
población medieval europea, mientras que
los más preparados aceptaban la idea griega de la Tierra
esférica, al menos cuando la consideraban en su contexto
astronómico.
John de Mandeville (siglo XIV), autor de un libro de
viajes llamado
Itinerarius, publicado en 1485, escribía:
a la gente sencilla le parece que no se podría ir
debajo de la Tierra y que se tendría que caer hacia el
cielo cuando se estuviera por abajo. Pero no puede ser
así, como tampoco podemos caer hacia el cielo desde la
Tierra en que estamos. Y si se pudiera caer de la Tierra hacia el
cielo, con mayor razón la tierra y el mar, que son tan
grandes y pesados, caerían hacia el firmamento. Pero no
puede ser, pues no sería caer sino subir.
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Figura 18. Dos mapas terrestres
medievales.
El texto
astronómico más utilizado por los europeos de la
alta Edad Media y el Renacimiento
fue De Sphaera, obra escrita en el siglo XIII por Juan de
Sacrobosco, quien apegándose a la ortodoxia geocentrista
trasmitió y reafirmó los conceptos cósmicos
desarrollados por Aristóteles y Tolomeo. Su influyente
libro fue ampliamente utilizado en las más importantes
universidades europeas hasta bien entrado el siglo XVII. En
él, muchos estudiosos aprendieron que:
la máquina universal del Mundo está dividida
en dos regiones, la del éter y la de los elementos. La
Tierra es como el centro del Mundo; está situada en medio
de todas las cosas. En torno de la Tierra está el agua; en
torno del agua
está el aire; en torno
del aire
está ese fuego puro y exento de agitación que, como
dice Aristóteles en el libro de los Meteoros, alcanza el
orbe de la Luna. Cada uno de los últimos tres elementos
rodea la Tierra en forma de capa esférica…
La ambivalencia entre una
Tierra esférica y una Tierra plana persistió a lo
largo de la Edad Media, sin embargo, después de
considerables esfuerzos intelectuales, los pensadores de ese
periodo encontraron una manera de conciliar ambas concepciones.
Manejaron el concepto de una Tierra plana cuando se trataba del
sitio que habitaban, mientras que al hablar de la escala
cósmica consideraban a la Tierra esférica.
Durante los últimos años del siglo XV y
primeros del XVI surgió una discusión que,
basándose en los nuevos descubrimientos geográficos
buscó determinar la forma verdadera de nuestro planeta.
Esa discusión, que tuvo muchos elementos
filosóficos y teológicos habría de ser
resuelta en forma definitiva por las expediciones de los grandes
navegantes.
Dos fueron los viajes concluyentes para resolver el
problema de la forma de la Tierra. El primero y sin lugar a dudas
el que mayores cambios conceptuales causó fue el realizado
en 1492 por Cristóbal Colón (ca. 1446-1506),
quien mediante su hazaña demostró que era posible
viajar hacia Occidente, que había otras tierras habitadas,
y que los pobladores de éstas vivían incluso en
zonas donde el dogma establecía que no era posible la vida
humana.
A pesar de que Colón no parece haberse percatado de
la magnitud de sus descubrimientos, sus viajes demostraron que
las dimensiones terrestres trasmitidas desde la antigüedad,
y que por muchos siglos fueron consideradas correctas, en
realidad eran considerablemente diferentes de las verdaderas.
Como consecuencia directa de los viajes colombinos, para los
europeos el mundo se ensanchó y se hizo más
complejo, lo que necesariamente tuvo repercusiones profundas que
a corto plazo obligaron a filósofos y científicos a
replantearse la interpretación de la naturaleza.
El segundo fue el viaje de circunnavegación que
inició Fernando de Magallanes (1470-1521) en 1519, el cual
concluyó, tras la muerte de
este capitán portugués, Juan Sebastián
Elcano (1476-1526) en 1522. La realización de este viaje
fue la prueba irrefutable de la esfericidad terrestre (figura
19).
Un resultado secundario de este viaje que tuvo gran
importancia para la astronomía fue que los europeos vieron
por primera vez completo el hemisferio sur celeste, región
en la que la Vía Láctea muestra gran
riqueza de detalles. Durante ese viaje se observó por
primera vez las ahora llamadas Nubes de Magallanes, dos
brillantes conglomerados de aspecto difuso muy claramente
localizados en el cielo austral, cuya naturaleza habría de
establecerse apenas en el siglo XX.
El descubrimiento de un considerable número de
estrellas brillantes sólo visibles desde el hemisferio sur
terrestre obligó a los astrónomos a formar nuevas
constelaciones, evidentemente diferentes de las que habían
surgido entre los caldeos, egipcios y griegos, quienes no
conocieron esa parte de la bóveda celeste. La belleza del
cielo austral impresionó mucho a los navegantes, quienes
rápidamente aprendieron a utilizar sus estrellas para
orientarse en tan largos y peligrosos viajes.
Al margen de la discusión teórica sobre la
forma y dimensiones de la Tierra, las audaces empresas de los
navegantes interoceánicos favorecieron las primeras
aplicaciones prácticas del saber astronómico. Tanto
italianos como alemanes desarrollaron durante el siglo XV
diversos aspectos de la observación astronómica.
Tal fue el caso de la construcción de tablas astronómicas
más precisas pero a la vez más sencillas, cuyo uso
permitía que los navegantes pudieran trazar
fácilmente los mapas de las
rutas que estaban explorando.
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Figura 19. Planisferio elaborado en 1542 donde fue
marcada la ruta de navegación seguida por la
expedición de Magallanes.
Otra consecuencia directa de los
descubrimientos hechos por los grandes navegantes fue el cambio en el
enfoque social tradicional de la astronomía, pues a partir
de ellos adquirió una dimensión diferente por los
efectos económicos y políticos de tales
descubrimientos. Así, conscientes de los beneficios que
esta nueva manera de entender los estudios astronómicos
podía tener, los monarcas de naciones como España,
Portugal, Holanda, Inglaterra y
Francia se
apresuraron a fundar escuelas náuticas, donde
además de preparar a sus navegantes en los aspectos
prácticos de esa profesión, se les
enseñó por primera vez la materia de
cosmografía,30 en forma
académica y bajo programas de
estudio bien establecidos. La necesidad de resolver problemas como
el de la posición precisa de un barco en altamar, o de
contar con instrumentos de navegación confiables sirvieron
para promover nuevos métodos de
observación y de análisis, que a su vez enriquecieron la
fundamentación teórica de la astronomía.
Todo ello generó un fuerte crecimiento de esta disciplina, lo
que logró desligaría de todo el bagaje
astrológico con que había convivido por
milenios.
Durante un periodo tan largo como el de la Edad Media
fue natural que surgieran en Europa pensadores que, sin
cuestionar las enseñanzas de la Iglesia, sí
trataran de criticar algunos de los principios de la
ciencia aristotélica. Tal fue el caso de los ya
mencionados Juan Buridan y Nicolás de Oresme Esa actitud
comenzó a cobrar mayor fuerza a
partir del siglo XIV y ya no paró hasta desembocar en la
revolución
científica que tuvo lugar durante el
Renacimiento.
Uno de los hombres más notables del periodo de
transición entre esas dos épocas fue Nicolás
de Cusa (1401-1464), quien se distinguió
prácticamente en todas las áreas del conocimiento
que por entonces se cultivaban. Sus discusiones
filosóficas en contra de la existencia de un cosmos
perfecto, esférico y finito lo hacen uno de los
precursores de la visión moderna del Universo. Su obra
más importante, De Docta Ignorantia ("La docta
ignorancia") contiene afirmaciones de importancia para el tema
que nos interesa. En ese texto considera que la Tierra es un
planeta más, que se mueve como los otros. Al asegurar "que
la Tierra es una noble estrella" [planeta], rompió en
forma radical la idea aristotélica de dos mundos
totalmente distintos y separados: el terrestre y el celeste.
Además, dejó de considerar a la Tierra como el
centro cósmico, ya que pensaba que el Universo no estaba
limitado por una esfera exterior perfecta, impenetrable y
cristalina, de radio finito y
centro fijo, y creía que el cosmos no tenía
fronteras y que su forma era indeterminada. En esa obra
Nicolás de Cusa afirmó que "el Universo no es
infinito y sin embargo no puede ser concebido como finito, ya que
no hay límites
dentro de los cuales se encuentre".
Con un enfoque diferente del de los filósofos,
los astrónomos del siglo XV aportaron datos que
habrían de ser utilizados posteriormente para cuestionar
la validez del universo aristotélico. Entre los más
notables se encuentran Paolo del Pozzo Toscanelli (1397-1482) y
Georg von Peurbach (1423-1461).
Toscanelli fue médico de profesión.
Destacó como astrónomo, matemático y
geógrafo. Lo mencionamos porque, aunque realmente no hizo
intentos de teorizar sobre el origen y estructura del Universo,
sus observaciones fueron muy valiosas para quienes sí lo
hicieron. Su cuidadosa información de los cometas
aparecidos en los años 1433,1449, 1456, 1457 y 1472 fue de
gran importancia, pues sus datos y dibujos sobre
las posiciones de esos objetos fueron muy exactas para su
época. Por otra parte, Peurbach fue el primero que
trató de establecer a qué distancia de la Tierra se
encontraban los cometas y, aunque de sus datos concluyó
que se hallaban por debajo de la esfera lunar,
señaló el camino a seguir para determinar tales
distancias. Esta técnica resultaría muy útil
en los siguientes siglos, ya que permitió demostrar que
los cometas eran en realidad cuerpos celestes.
Los trabajos iniciados por estos dos observadores
habrían de servir para que los científicos de los
siglos XVI y XVII mostraran que los cometas se movían en
órbitas localizadas más allá de la Luna, lo
que ayudó a echar por tierra el esquema del cosmos
aristotélico, propiciando el fin de una larga época
en que el conocimiento científico estuvo supeditado al
interés
religioso.
LA RENOVACIÓN de la astronomía iniciada
a fines del siglo XV tuvo mucho que ver con los viajes
interoceánicos, pero también con el flujo de ideas
y textos que hubo en Europa después de la invención
de la imprenta de tipos móviles. Esos acontecimientos
afectaron prácticamente todo el conocimiento de aquella
época, aunque en algunas disciplinas los cambios
ocurrieron en forma más rápida. La
astronomía junto con las matemáticas fueron las que
se desarrollaron con mayor rapidez. Los cambios sufridos por la
primera tuvieron repercusión directa en la forma en que
el hombre
entendía al mundo, por lo que no resulta exagerado afirmar
que la nueva visión que se forjó de la naturaleza
fue propiciada en gran medida por las investigaciones
astronómicas entonces emprendidas.
Esa época ha sido señalada como el
principio del Renacimiento, pues fue entonces cuando se
inició el redescubrimiento de la cultura de la Grecia
clásica. En pocos años la producción masiva de textos en latín
puso al alcance de los estudiosos las principales obras
filosóficas y científicas de la
antigüedad.
Como se verá en este capítulo, en la
astronomía no solamente hubo mejoras en los métodos de
observación y de cálculo,
sino que se inició una verdadera revolución
que culminó con el abandono de ideas y conceptos
equivocados que tuvieron vigencia por más de un
milenio.
COPÉRNICO Y
EL DESPERTAR CIENTÍFICO
Al finalizar el siglo XV e iniciar el XVI la
astronomía era la única ciencia que había
acumulado un vasto conjunto de datos, básicamente debido a
su uso naútico y geográfico, aunque también
a la larga tradición astrológica. Ese acervo,
combinado con los nuevos y más precisos métodos
matemáticos entonces desarrollados, comenzó a
demostrar que cuando se intentaba determinar posiciones
planetarias con exactitud, el modelo geocéntrico
presentaba serias deficiencias. Astrónomos destacados como
Peurbach y Johannes Müller (1436-1476), mejor conocido como
"el Regiomontano", realizaron esfuerzos importantes para mejorar
las viejas tablas astronómicas construidas durante el
siglo XIII, y aunque lograron adecuarlas parcialmente a las
nuevas observaciones, no resolvieron el problema de su falta de
precisión (figura 20).
En 1473 se publicó la obra astronómica
más importante de Peurbach llamada Novae Theoricae
Planetarum ("Nuevas teorías planetarias"). En ella se
exponía por primera vez desde que se inició la Edad
Media la teoría
de los epiciclos utilizada por Tolomeo en el Almagesto.
Desde esa fecha el nuevo texto fue utilizado por quienes pensaban
que el lenguaje
matemático era necesario para estudiar el movimiento de
los astros. Entre otros méritos, ese libro es el primer
escrito astronómico de carácter
técnico producido en Europa occidental (figura 21). Al
escribirlo Peurbach buscó actualizar el contenido del
Almagesto, introduciendo la información que se
había ido acumulando al paso del tiempo.
Con el fin de disponer de una copia del Almagesto
lo más apegada al original, Peurbach viajó a
Italia buscando
manuscritos de esa obra. Lo acompañó Regiomontano,
quien fue su alumno y colaborador. Ahí comenzaron a
trabajar sobre una versión del Almagesto que
había sido traducida en 1175 del árabe al
latín por el notable traductor de obras científicas
y filosóficas del siglo XII, Gerardo de Cremona (m 1187).
Al morir Peurbach, Regiomontano siguió con ese trabajo y
lo terminó alrededor de 1463; sin embargo, no fue
publicado hasta 1496 en Venecia, bajo el nombre de Epitome in
Almagestum. Esta obra resultó ser más que una
simple revisión del Almagesto, ya que
incluyó nuevas observaciones, exámenes y
adecuación de los cálculos, así como
comentarios críticos a la teoría de los movimientos
lunares desarrollada por Tolomeo, todo esto expresado en lenguaje
técnico. Gran importancia tuvo el análisis que de la teoría lunar se
hizo en el Epítome, pues sirvió para mostrar
que no todo lo contenido en el Almagesto era correcto, lo
cual ayudó a desmitificar esa obra.
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Figura 20. Tabla numérica
elaborada por Regiomontano para ayudar en los cálculos
astronómicos.
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Figura 21. Dos páginas del
texto Novae Theoricae Planetarum donde se ilustran
cálculos de eclipses y órbitas planetarias.
Entre los lectores de esos dos textos se
encontraba Nicolás Copérnico (1473-1543),
astrónomo polaco que habría de dar el gran paso
para renovar la astronomía. Aunque antes de él hubo
otros personajes que analizaron el posible movimiento terrestre,
Copérnico no lo hizo en forma especulativa, y se
situó en el mismo terreno técnico en el que Tolomeo
había escrito el Almagesto; para esto
aprovechó lo mejor de su geometría
planetaria, eliminando los aspectos dudosos de esa teoría.
El trabajo de
Copérnico siguió el orden y la forma utilizados en
el Almagesto. Bajo ese modelo escribió un verdadero
tratado de astronomía y no un discurso
filosófico sobre los movimientos de la Tierra.
Los conceptos que Copérnico expuso en su obra
más importante, De revolutionibus orbium coelestium
("Sobre las revoluciones de las esferas celestes"), contribuyeron
a cimentar una nueva forma de entender los fenómenos
celestes, rompiendo con dogmas que habían perdurado por
más de 1500 años. La tesis
heliocéntrica, piedra angular expresada por
Copérnico en esa obra, no sólo cambió el
lugar de la Tierra en el contexto cósmico mediante un mero
artificio matemático muy conveniente para simplificar los
cálculos de los diferentes movimientos planetarios, sino
que atacó la esencia misma de la antigua forma de entender
el mundo que, como ya se ha dicho, estaba totalmente apoyada en
una visión de perfección e inmutabilidad de los
fenómenos celestes.
La diferencia entre las propuestas especulativas hechas en
los siglos XV y XVI en torno a un nuevo modelo del
mundo, y la trascendencia de la concepción
heliocéntrica de Copérnico, tuvo mucho que ver con
la manera que éste utilizó para presentar su
cosmovisión, ya que empleó un análisis
matemático considerablemente elaborado y de gran
complejidad técnica que respondía a un preciso
programa
astronómico. En De revolutionibus orbium
coelestium, publicado por primera vez en 1543,
Copérnico realizó un tratamiento sistemático
de aquellos fenómenos celestes que de forma directa o
indirecta tenían que ver con su tesis central,
que en esencia se refería a los movimientos de la Tierra.
Copérnico fue el primero que presentó una
teoría completa en la que se mostraba que los movimientos
observados de los cuerpos celestes en general no eran reales,
sino reflejo directo de la rotación y traslación de
la Tierra.
Para probar la validez de sus afirmaciones Copérnico
acudió al cálculo
preciso apoyándose en deducciones geométricas
exactas (figura 22). Mediante el análisis de las
observaciones y los datos que tenía disponibles
explicó el desplazamiento de los planetas en la
bóveda celeste, mostrando la estructura que debía
tener el cosmos. En su obra principal, formada por seis libros
(capítulos), dedicó el primero a fundamentar el
modelo heliocéntrico. Los cinco restantes los
utilizó para desarrollar los cálculos
matemáticos que apoyan su teoría. Copérnico
no solamente postuló un sistema de
esferas que giraban alrededor del Sol, en el cual la Tierra era
un planeta que además de trasladarse en torno a
éste rotaba sobre su propio eje. También
demostró en forma muy detallada, bajo esa hipótesis, que su sistema era capaz
de explicar todas las observaciones astronómicas
disponibles.
Los postulados fundamentales expresados por
Copérnico al principio de su libro fueron: "Que el Mundo
es esférico. Que la Tierra también es
esférica. Que la Tierra junto con el agua de los
océanos forma un globo. Que el movimiento de los cuerpos
celestes es igual, circular y perpetuo, o sea, compuesto de
movimientos circulares." Estas premisas fueron justificadas
ampliamente. También en el primer capítulo del
De revolutionibus discute el porqué "la Tierra
tiene un movimiento circular y el lugar que ocupa". Igualmente
analiza las dimensiones del Universo, y lo considera finito, pero
inmenso comparado con el tamaño de la Tierra. Fundamenta
ampliamente por qué no considera a nuestro planeta como el
centro del Universo, y demuestra la insuficiencia de los
argumentos geocentristas de los antiguos. En el inciso IX de ese
primer capítulo establece los diferentes movimientos de la
Tierra, mientras que en el X, finalmente analiza el orden de los
cuerpos celestes, estableciendo el que todos conocemos (figura
23):
La primera y más alta de todas es la esfera de las
estrellas fijas que, conteniéndose a sí misma y a
todo lo demás, por eso es inmóvil y es el lugar del
Universo a donde se refiere el movimiento y posición de
todas las otras estrellas. Porque, al contrario de lo que otros
juzgan, que también ella cambia, nosotros asignaremos a
esa apariencia otra causa al hacer la deducción del
movimiento terrestre. Sigue Saturno, primero de los errantes, que
completa su circuito en 30 años. Después viene
Júpiter con su revolución de 12 años. Luego
Marte, que da su vuelta en dos años. El cuarto lugar en
orden lo tiene la Tierra, por hacer su revolución en un
año con la esfera lunar contenida como epiciclo. El quinto
corresponde a Venus que regresa en nueve meses. El sexto y
último sitio lo ocupa Mercurio, que completa su giro en un
periodo de 80 días. Y en el centro de todos reposa el
Sol…
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Figura 22. Página del texto de
Copérnico donde presenta cálculos de sus estudios
de los movimientos planetarios.
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Figura 23. Modelo heliocéntrico del Universo
según dibujo que
aparece en el manuscrito del Revolutionibus.
Es muy importante hacer notar que la representación
del modelo heliocéntrico de Copérnico ratifica que
éste atribuía el movimiento diurno a la
rotación de la Tierra en torno a su eje. Si nos fijamos en
la figura 23 se verá que el círculo exterior que
representa a la esfera de las estrellas fijas dice stellarum
fixarum sphaera imovilis, que literalmente significa "esfera
inmóvil de las estrellas fijas", así que aun cuando
Copérnico conservó la representación de las
esferas para explicar los movimientos planetarios, hay una
diferencia fundamental respecto al modelo geocéntrico. En
el trabajo de
Tolomeo la esfera de las estrellas fijas debía realizar
una rotación completa diariamente para justificar la
sucesión del día y la noche, mientras que en el
sistema copernicano esa esfera permanece inmóvil,
así que el día y la noche son el resultado directo
de la rotación terrestre.
Éstas son en esencia las ideas expresadas por
Copérnico, quien a pesar de haber propiciado toda una
revolución en el pensamiento occidental no pudo escapar
completamente a la influencia de los pensadores griegos, ya que
como se ha dicho conservó en su modelo las órbitas
circulares, el movimiento uniforme y la idea de un universo
esférico y finito. Sin embargo, desde un punto de vista
práctico, sí simplificó grandemente los
cálculos, pues al considerar que la Tierra es la que
está en movimiento pudo eliminar un número
considerable de los círculos que Tolomeo y sus seguidores
necesitaban para representar adecuadamente el movimiento de los
planetas. Así, por ejemplo, la discusión de
Copérnico sobre las retrogradaciones y los puntos
estacionarios mostrados en los trayectos orbitales de Marte,
Júpiter y Saturno, planetas exteriores a la Tierra en el
modelo heliocéntrico, es sencilla si se le compara con los
intentos de solución del mismo problema en la
teoría geocéntrica. Esto dio como resultado que
para describir completamente los movimientos de todos los
planetas, Copérnico sólo necesitara un total de 34
círculos, mientras que los mismos cálculos
realizados bajo los supuestos de Tolomeo requerían al
menos de 79.
El periodo heliocéntrico de los planetas sirvió a Copérnico
para fijar su distribución en el cosmos. Para Mercurio
resultó ser de 80 días. Para Venus de siete meses,
mientras que para Marte tiene un valor de dos
años. Para Júpiter alcanza los 12 años y
para Saturno es de 30. El periodo heliocéntrico de la
Tierra queda comprendido entre el de Venus y el de Marte, pues es
de un año. Copérnico utilizó esos valores para
determinar la distancia que los planetas tienen respecto al Sol,
asociando correctamente el crecimiento de esa cantidad con el
aumento de su distancia al centro del sistema. Fue así que
Copérnico construyó el diagrama de la
figura 23, donde en torno al Sol gira primero Mercurio, luego
Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Por su propia
naturaleza, este orden explica por qué Mercurio y Venus
aparecen siempre cercanos al Sol (Mercurio más que Venus),
mientras que Marte, Júpiter y Saturno no están
constreñidos a desplazarse de esa forma. Además,
elimina las complicaciones de considerar la Luna como un planeta,
reduciéndola a su verdadera categoría de
satélite terrestre. La hipótesis heliocéntrica da, por
tanto, un esquema congruente con las observaciones.
Copérnico comprendió que las distancias de
cada planeta al Sol podrían hallarse mediante
cálculos sencillos que podían expresarse en
términos del valor del
radio de la
órbita terrestre, por lo que, en principio, si se
conociera esa distancia sería posible determinar las
dimensiones de todo el Sistema Solar.
Por su importancia como patrón de medida en la escala planetaria
esa distancia después fue llamada unidad
astronómica Aunque
Copérnico intentó determinar su valor absoluto, los
resultados que obtuvo no fueron satisfactorios, razón por
la que solamente dejó indicadas las dimensiones del
sistema planetario en lo que se refiere a la distancia
Tierra-Sol. Copérnico consideró que la UA era igual
a 1179 radios terrestres, valor que no representó un
cambio
sustancial en las dimensiones del Universo, ya que el
tamaño que se manejó desde la época de
Tolomeo era de 1210 radios terrestres.
Otra aportación importante del trabajo de
Copérnico fue la metodología que utilizó para derivar
los parámetros planetarios necesarios para sus
cálculos, ya que mostró en forma clara los pasos
matemáticos que había que seguir, desde las
observaciones hasta la obtención de los
resultados.
La aceptación de los conceptos copernicanos no fue
inmediata, pues tuvieron que pasar bastantes años para que
finalmente fueran asimilados en forma generalizada, y aunque hubo
astrónomos que lo siguieron, como su alumno Georg Joaquin
Rethicus (1514-1574), quien en su Narratio Prima
defendía el modelo heliocéntrico, o como Erasmo
Reinhold (1511-1553), quien utilizó los datos y la
metodología mostrados en el De
Revolutionibus para publicar en 1551 las Tabulae
Prutenicae ("Tablas prusianas") donde calculaba las
posiciones planetarias de acuerdo con ese modelo, fue necesario
desarrollar nuevos instrumentos de
medición y técnicas
de observación más precisas que permitieran
acumular datos suficientes para que investigadores de la talla de
Kepler y Galileo encontraran apoyos teóricos y
observacionales incuestionables en favor del universo
copernicano.
Mientras eso sucedía, el trabajo de Copérnico
fue atacado públicamente por gente como Melanchton
(1497-1560), un teólogo alemán que se quejó
porque se permitía la publicación de ideas tan
descabelladas, o por el reformador Martín Lutero
(1483-1546), quien calificó a Copérnico de loco por
afirmar que la Tierra se movía, pues las Sagradas
Escrituras eran muy claras al decir que fue el Sol el que se
detuvo por mandato divino. También fue cuestionado por la
mayoría de los astrónomos, quienes insistían
en que si la Tierra estuviera trasladándose alrededor del
Sol, tendría que verse en forma clara que las estrellas
cambiaban su posición relativa, ya que el ángulo de
visión del observador sería diferente cuando la
Tierra se encontrara en partes distintas de su órbita
(figura 8). Los defensores del geocentrismo siempre argumentaron
esta idea como prueba de que la Tierra estaba inmóvil: la
imposibilidad que los observadores tenían para determinar
el cambio en la posición relativa de las
estrellas.
No todo quedó en ataques verbales o escritos pues,
como bien sabemos, durante el proceso de cambio y
asimilación provocado en buena medida por las ideas de
Copérnico, la intolerancia religiosa volvió a
campear en las discusiones, cobrando víctimas como
Giordano Bruno (ca. 1548-1600), quien en 1600 fue quemado
vivo en Roma por haber
contravenido el dogma cristiano, afirmando que el Universo era
infinito y que el Sol era una estrella más, de donde
infería la posibilidad de que hubiera una cantidad
"innumerable de Tierras habitadas".
TYCHO BRAHE Y EL PRIMER OBSERVATORIO
ASTRONÓMICO
Descendiente de una familia noble,
Tycho Brahe (1546-1601) fue educado de acuerdo con sus futuras
responsabilidades, por lo que se le envió a la Universidad de
Copenhague para que estudiara leyes. Sin embargo, desde joven
manifestó gran interés por la astronomía,
ciencia a la que habría de dedicar toda su vida de adulto,
introduciendo en ella la necesidad de la
precisión.
El primer trabajo astronómico realizado por Tycho lo
hizo en agosto de 1563. Consistió en observar una
conjunción de los
planetas Júpiter y Saturno. Una vez que realizó las
mediciones correspondientes, se dio cuenta de que las posiciones
registradas en las efemérides y almanaques entonces
existentes eran poco exactas, ya que según éstas la
ocurrencia del evento difería varios días de la
fecha en que realmente había sucedido. Esto lo
motivó a dedicarse de lleno a la observación
astronómica, buscando en todo momento realizar mediciones
lo más precisas posibles, pues su intención
primaria fue acumular datos suficientes para publicar nuevas y
mejores tablas astronómicas.
Después de varios años de viajar por Europa
se instaló en la isla de Hven bajo la protección
del rey danés Federico II. En ese lugar inició la
construcción del primer observatorio
astronómico profesional moderno, al que llamó
Uraninburgo. Ahí se rodeó de asistentes e
instaló los instrumentos más exactos hasta entonces
construidos. Estos eran grandes y fijos, lo que los hacía
muy estables y de fácil manejo. Tenían escalas
graduadas tan grandes como fue posible hacerlas, que
permitían a los observadores realizar lecturas angulares
de incluso fracciones de grado de la posición de los
astros bajo estudio.
Entre sus instrumentos de
medición destacaba un gigantesco cuadrante mural hecho
de madera y
montado sobre una pared orientada en dirección norte-sur (figura 24). El radio
de ese aparato era de casi 1.8 metros y las graduaciones de sus
escalas permitían lecturas de minutos de arco.
Además, mediante un sencillo dispositivo mecánico
que agregó a las reglas de su instrumento, Tycho introdujo
subdivisiones aún más pequeñas entre las
marcas
consecutivas de esas escalas, que permitieron a su equipo medir
posiciones de los cuerpos celestes con una precisión de
cinco segundos de arco (0.0014 grados). Sin lugar a dudas esa
exactitud no había sido alcanzada nunca antes, por lo que
las observaciones de Tycho resultaron muy valiosas.
Además de compilar un catálogo estelar donde
daba las posiciones precisas de 777 estrellas, Tycho
realizó observaciones que habrían de ser
fundamentales en el proceso de sustitución de la
visión aristotélica de un universo
geocéntrico perfecto formado por esferas cristalinas
sólidas.
En noviembre de 1572 Tycho fue sorprendido por la
aparición de una estrella nueva. Por ser conocedor
de los objetos de la bóveda celeste se dio cuenta de
inmediato que en la posición donde estaba el cuerpo
recién descubierto no había antes ninguna estrella.
Tras medir cuidadosamente la posición de ese astro, al que
denominó nova,
estableció que se encontraba a enorme distancia de la
Tierra, ubicándola en la esfera de las estrellas fijas
(figura 25). Esto significó un fuerte golpe para la
cosmogonía aristotélica pues, como ya se ha
señalado, el filósofo griego había
establecido que en esa esfera no podía haber cambios de
ningún tipo.
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Figura 24. Representación del gran cuadrante
mural construido por Tycho Brahe.
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Figura 25. Mapa celeste donde Tycho
Brahe mostró la localización de la nova de
1572.
La distancia mínima
que Tycho estimó para esa nova fue de 14 000 radios
terrestres, esto es unas 12 veces la distancia Tierra-Sol por
él aceptada. La importancia de ese resultado radica en que
fue la primera estimación observacional moderna de la
distancia a las estrellas. Otras consideraciones fundamentalmente
relacionadas con la precisión con la que sus instrumentos
podían medir las posiciones de los cuerpos celestes lo
llevaron a establecer finalmente que las estrellas fijas en
realidad deberían encontrarse a una distancia de 26 000
radios terrestres, lo que dio al cosmos dimensiones nunca antes
imaginadas.
Otro resultado observacional logrado por Tycho, quien
atacaba frontalmente la visión aristotélica del
cosmos, fue el que obtuvo del estudio de las trayectorias
seguidas por diversos cometas, y en especial por el que se
observó en 1577. En ese año brilló sobre el
cielo europeo un cometa de enorme e impresionante cola
fácilmente visible por las madrugadas. Según lo que
afirmaba Aristóteles, esos cuerpos debían su
existencia a fenómenos metereológicos que
ocurrían en la región sublunar, y su origen era la
inflamación de exhalaciones secas y calientes provenientes
de la Tierra.
De nuevo, las cuidadosas observaciones y mediciones de
Tycho demostraron que ese cometa se encontraba más
allá de la Luna, contradiciendo así lo establecido.
Pero además, sus datos indicaban sin lugar a dudas que el
cometa se movía en forma tal que, de existir las esferas
concéntricas, sólidas y cristalinas que
según Aristóteles daban soporte al mundo, ese
cuerpo celeste las estaría atravesando durante su viaje,
lo que tampoco era posible, según la ortodoxia.
El prestigio que ya entonces tenía Tycho como
astrónomo, observador cuidadoso y muy preciso no
permitía dudar de la calidad de sus
datos, por lo tanto, las observaciones que hizo de la nova y del
cometa de 1577 socavaron la cimentación del universo
geocéntrico sostenido por los aristotélicos. A
pesar de ello, el modelo heliocéntrico elaborado por
Copérnico no fue aceptado por Tycho, y es que él se
consideraba el mejor observador de su tiempo, y no había
podido medir los desplazamientos estelares que deberían de
observarse si la Tierra estuviera en movimiento. Y aunque
aceptó que la esfera de las estrellas fijas estaba muy
alejada de nosotros, sus estimaciones de las dimensiones
cósmicas fueron menores que las del modelo
heliocéntrico de Copérnico.
Tycho realizó cálculos siguiendo el método de
Copérnico para determinar a qué distancias se
hallaban las estrellas fijas. Encontró que, según
el modelo de ese autor, deberían estar cuando menos a una
distancia 3 500 veces mayor que el diámetro de la
órbita terrestre. Puesto que él estimaba que la UA
era igual a 1182 radios terrestres, resultaba que las estrellas
fijas deberían encontrarse al menos a 8 000 000 de esos
radios, lo cual resultaba inadmisible para Tycho, pues sus
propias estimaciones del tamaño del Universo solamente le
daban un valor de 14 000 radios terrestres.
Ante esa situación Tycho construyó un nuevo
modelo para representar los movimientos de los cuerpos celestes.
En él dejó a la Tierra fija en el centro del
Universo, punto que también consideró como el
centro de las órbitas circulares de la Luna y del Sol. A
su vez, éste fue considerado el centro de las
órbitas circulares de los cinco planetas. En su esquema,
Mercurio y Venus se movían en órbitas cuyos radios
eran menores que el de la órbita solar, mientras que las
trayectorias seguidas por Marte, Júpiter y Saturno eran
mayores, lo que les permitía encerrar la Tierra (figura
26).
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Figura 26. El universo de acuerdo a la
hipótesis de Tycho Brahe.
Como en ese modelo los
planetas no estaban atados a ninguna esfera sólida, no
había ningún problema de que las órbitas de
Marte y el Sol se intersectaran, pues en realidad éstas
eran sólo representaciones geométricas. Desde este
punto de vista tampoco había dificultad con las
trayectorias seguidas por los cometas, pues al no haber esferas
sólidas y cristalinas no había cuerpos
impenetrables en el cosmos que impidieran a esos objetos moverse
en las órbitas observadas. Matemáticamente, esta
nueva representación del cosmos explicaba el movimiento
planetario en forma similar a como lo había hecho
Copérnico, sólo que guardaba las apariencias y
evitaba las objeciones derivadas de
considerar a la Tierra en movimiento. Aunque el modelo de Tycho
fue aceptado por aquellos que se aferraban a los preceptos
teológicos, realmente ya había sido superado por el
heliocéntrico que, como se verá a
continuación, pronto tuvo seguidores que ayudaron a
consolidarlo. El modelo de Tycho fue esencialmente el mismo que
más de 1 000 años antes había propuesto
Heráclides del Ponto (véase la figura 6), e igual
que sucedió con la obra de ese pensador griego, el de
Tycho no tuvo mayor trascendencia.
GALILEO, SUS INSTRUMENTOS Y
OBSERVACIONES
Galileo Galilei (1564-1642) es sin lugar a dudas uno de los
científicos más importantes de toda la historia humana. Sus
trabajos contribuyeron de manera fundamental a establecer las
bases de la ciencia tal y como ahora la conocemos. Dentro de su
amplia gama de intereses científicos dos fueron los temas
centrales de su trabajo: el estudio experimental del movimiento y
la justificación del sistema heliocéntrico. Sus
investigaciones sobre el primero fueron decisivas
y sirvieron para que la física se convirtiera en una
ciencia experimental y dejara de ser una disciplina de
carácter especulativo. Por lo que se
refiere al segundo tema, sus observaciones aportaron elementos de
prueba definitivos sobre la validez del modelo
heliocéntrico, mientras que sus publicaciones en defensa
de la obra de Copérnico contribuyeron grandemente para que
éste fuera conocido de una manera más amplia
(figura 27).
Si bien Galileo no fue el inventor del telescopio, sí
fue el primero que lo usó para realizar observaciones
astronómicas sistemáticas, por lo que puede
afirmarse que fue el iniciador de la astronomía
observacional moderna. Tras conocer la existencia de este aparato
óptico, Galileo construyó algunos muy sencillos,
que a pesar de sus limitaciones le permitieron obtener datos que
habrían de convertirse en pruebas
fundamentales para apoyar la validez del modelo
heliocéntrico.
En 1609 inició sus observaciones telescópicas, y
sólo seis meses después publicaba el libro
Sidereus nuncius ("El mensajero de los astros"), en el que
describía importantes descubrimientos. En esa obra,
aparecida en 1610, dio a conocer la existencia de
cráteres, valles y montañas en la Luna
También reportó la existencia de cuatro
pequeños cuerpos que giraban en torno a Júpiter, y
el hecho de que la Vía Láctea se encontraba formada
por un sinnúmero de estrellas.
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Figura 27. Modelo heliocéntrico presentado
por Galileo. Respecto a trabajos previos del mismo tipo, tiene la
particularidad de mostrar las órbitas de los satélites
de Júpiter descubiertos por él.
Al observar a través del telescopio grupos estelares
conspicuos se dio cuenta de que el número de estrellas que
podía ver mediante el uso de dicho instrumento aumentaba
de manera considerable. Por ejemplo, en la región de
Orión, donde a simple vista se podían identificar
nueve estrellas brillantes, pudo contar más de 500 (figura
28). Lo mismo le ocurrió cuando estudió las
Pléyades.
En El mensajero nos dice:
Lo que, en tercer lugar, he observado, es la esencia o
materia de la
Vía Láctea, la cual —mediante el
anteojo— se puede contemplar tan nítidamente que
todas las discusiones, martirio de los filósofos durante
tantos siglos, se disipan mediante la comprobación ocular,
al mismo tiempo que nos vemos librados de inútiles
disputas. En efecto, la Galaxia no es sino un cúmulo de
innumerables estrellas diseminadas en agrupamientos; y cualquiera
que sea la región de ella a la que dirijamos el anteojo,
inmediatamente se ofrece a la vista una cantidad inmensa de
estrellas, muchas de las cuales se muestran bastante grandes y
resultan muy visibles; aunque la multitud de las pequeñas
es absolutamente inexplorable.
En este sencillo párrafo
se encuentra la primera descripción correcta y no especulativa de
la constitución misma de nuestra galaxia. Es
una descripción que evita todo tipo de discusión, y
a la vez que informa de manera simple sobre los componentes de la
Vía Láctea, trasmite el sentimiento de un universo
muy extenso.
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Figura 28. Parte de la constelación de
Orión según las observaciones telescópicas
de Galileo efectuadas en 1609.
Otra información fundamental que incluyó
Galileo en su obra de 1610 fue su descubrimiento de los cuatro
satélites
más grandes de Júpiter. Durante los dos meses
anteriores a la publicación de ese texto Galileo
realizó observaciones sistemáticas de dicho
planeta, por lo que pronto se dio cuenta de que los cuatro puntos
brillantes que en un principio había considerado parte de
las estrellas fijas, en realidad estaban cambiando su
posición respecto a Júpiter. Desde el comienzo de
ese estudio le llamó la atención ver que esos cuatro cuerpos se
encontraban siempre alineados de manera paralela a la
eclíptica:
Cuando observé eso, y comprendí que dichos
desplazamientos de ninguna manera podían atribuirse a
Júpiter, y sabiendo, además, que las estrellas
observadas eran siempre las mismas (ya que ninguna otra,
precedente o siguiente, se veía a lo largo de un gran
espacio por sobre la línea del Zodiaco), cambiando mi duda
en asombro, descubrí que el movimiento aparente no era de
Júpiter sino de las estrellas observadas.
Son éstas las observaciones relativas a los cuatro
Astros Mediceos que acabo de ser el primero en descubrir,
mediante las cuales, aunque no sea posible todavía
comparar numéricamente los periodos de ellos, al menos
podemos poner de manifiesto ciertos hechos dignos de nota. En
primer lugar, ya que a veces siguen y otras proceden a
Júpiter con intervalos similares, alejándose de
él —hacia el este o hacia el oeste— tan
sólo muy pequeñas distancias, y lo acompañan
tanto en el movimiento retrógrado como en el directo,
queda fuera de duda el que cumplan sus revoluciones alrededor de
Júpiter.
De la lectura de
estos párrafos es fácil comprender el entusiasmo
que Galileo sintió con ese descubrimiento. Como desde su
juventud
había sido un partidario convencido de Copérnico,
encontró en dichas observaciones una confirmación
de la validez de la hipótesis heliocéntrica, ya que
Júpiter con sus cuatro satélites orbitándolo
presentaba el aspecto de un pequeño sistema solar,
mostrando así la existencia en la naturaleza de sistemas como el
propuesto matemáticamente por Copérnico.
En septiembre de 1610 Galileo inició una nueva serie
de observaciones, sólo que en esa ocasión su
objetivo fue
estudiar a Venus. En enero del siguiente año dio a conocer
que ese planeta visto a través del telescopio, presentaba
fases como las que regularmente muestra la Luna.
Este nuevo descubrimiento también vino a apoyar la tesis
copernicana ya que, de acuerdo con el modelo
heliocéntrico, como Venus es un planeta interior a la
órbita que describe la Tierra, visto desde ella
tendría que mostrar diferentes secciones iluminadas de su
superficie, pues al ir girando alrededor del Sol éste
siempre iluminaría la parte de Venus directamente dirigida
a él, presentando fases sucesivas, que fue precisamente lo
que observó Galileo.
Como parte de una polémica sostenida con los
opositores de la teoría copernicana, Galileo
publicó en 1613 la obra Istoria e dimostmzioni intorno
alle macchie solan e loro accidenti ("Sobre las manchas
solares"), en la que establecía de forma precisa que las
manchas oscuras observadas sobre el disco solar en realidad no
estaban fuera de éste, sino que pertenecían al Sol,
por lo que podían utilizarse para demostrar de manera
exacta el movimiento que este cuerpo celeste tenía en
torno a su propio eje.
Las manchas solares ya eran conocidas por otros
astrónomos (figura 29). Algunos, como el jesuita Christoph
Scheiner (1573-1650), conjeturaban que en realidad se trataba de
los planetas Mercurio y Venus, que al pasar frente al disco
brillante del Sol aparecían como puntos oscuros. Esta
interpretación estaba muy de acuerdo con el dogma de un
Sol incorruptible postulado por los aristotélicos,
razón por la que, cuando Galileo afirmó que la
interpretación de Scheiner era incorrecta ya que la
frecuencia observada de las manchas, su número, su forma y
sus desplazamientos nada tenían que ver con los
movimientos de aquellos planetas, dio otro golpe directo a la
visión aristotélica de un cosmos perfecto e
incorruptible.
El trabajo observacional de Galileo, así como su
disposición a entrar en polémicas públicas
con los aristotélicos pronto le acarrearon serias
dificultades con la Iglesia católica. Como es de todos
sabido, después de varias advertencias a las que no dio
importancia, Galileo fue llamado a Roma para que se presentara
ante el Tribunal de la Inquisición. Tras varios meses de
comparecencia se le amonestó severamente por sostener las
tesis heliocéntricas. Además, se le indicó
que no persistiera en esa actitud y le prohibieron que continuara
enseñando en público la validez del sistema
copernicano.
Como consecuencia directa de este primer juicio en contra
de Galileo, el 5 de marzo de 1616 la Iglesia prohibió la
teoría heliocéntrica, declarándola contraria
a los preceptos de la fe. Por esta razón la obra De
revolutionibus orbium coelestium fue incluida en el
índice de los textos vetados por la
Inquisición.
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Figura 29. Representación del desplazamiento
de algunas manchas solares estudiadas por Johanes Hevelius
(1611-1687) en su Selenographia.
Después de estos hechos Galileo pasó varios
años dedicado a sus investigaciones, en especial las que
tenían que ver con la sistematización del estudio
del movimiento de los cuerpos. Durante ese periodo realizó
considerables esfuerzos para conseguir que se revocara la
prohibición en contra del heliocentrismo, sin lograr
ningún avance importante.
Mientras eso sucedía, Galileo preparaba un extenso
texto en defensa de la teoría de Copérnico en el
que, valiéndose magistralmente del recurso del diálogo,
utilizó a tres interlocutores para exponer claramente sus
convicciones heliocéntricas. Esta obra escrita en italiano
y publicada en 1632 bajo el título de Dialogo sopra i
due massimi systemi del mondo ("Diálogo
sobre los dos principales sistemas del
mundo"), fue la que lo enfrentó de manera definitiva con
la ortodoxia eclesiástica romana, incluyendo al papa
Urbano VIII. La historia del segundo proceso
inquisitorial seguido a Galileo es bien conocida, aquí
sólo señalaremos que en realidad el juicio no se
siguió contra él, sino contra la nueva ciencia que
trataba de liberarse del oscurantismo, sin lastres
teológicos, y ofrecer una nueva interpretación de
la naturaleza. Todo este episodio, muchas veces estudiado por
historiadores y sociólogos, muestra en forma clara la idea
arraigada en el hombre de ser el centro del Universo, y lo
difícil, e incluso peligroso, que ha sido demostrarle
mediante la ciencia que no es así.
MATEMATIZACIÓN DE LA
ASTRONOMÍA
UNA CAUSA que propició fuertemente el desarrollo de
la aritmética fue el auge comercial experimentado por las
ciudades del norte de Italia a partir
del siglo XV, mientras que el redescubrimiento de los textos
matemáticos griegos en el siglo XVI hizo resurgir el
interés por la geometría. Pronto estas disciplinas
demostraron su utilidad como
herramientas
de cálculo y análisis para quienes se interesaban
por estudiar la naturaleza.
Entre los siglos XVI y XVII las matemáticas tuvieron
dos grandes progresos: la adopción
del sistema de numeración decimal y el descubrimiento de
los logaritmos. El primero de esos hechos permitió
unificar y simplificar la notación aritmética,
mientras que el segundo facilitó considerablemente el
manejo de grandes cifras. Gracias a esos avances se redujo en
forma importante el tiempo y el esfuerzo dedicado a la complicada
y laboriosa construcción de las tablas numéricas
utilizadas en las operaciones
matemáticas. Esto resultó especialmente valioso
para la astronomía, donde había necesidad de
realizar extensos y complejos cálculos para determinar las
posiciones planetarias.
Desde los trabajos de Peurbach y Regiomontano fue claro que
el uso sistemático de las matemáticas
permitiría expresar en lenguaje preciso los resultados de
los estudios que se estaban realizando en astronomía y
física. Copérnico se dio muy bien cuenta del
papel que las
matemáticas desempeñaban para quienes como
él intentaban entender la estructura cósmica.
Así lo escribió en la dedicatoria que hizo al papa
Pablo III en el De revolutionibus, donde
señaló la importancia que éstas
tenían para la astronomía, afirmando que esa
ciencia debería estar en manos de expertos, únicos
capacitados para juzgar sus logros.
Aunque Galileo no se dedicó a las matemáticas
como una disciplina autónoma, las utilizó
sistemáticamente en sus diversos estudios, sobre todo en
los relativos al análisis del movimiento de los cuerpos.
Decía que "quien quiera responder a cuestiones de la
naturaleza sin la ayuda de las matemáticas, emprende lo
irrealizable. Se debe medir lo medible y hacer que lo sea aquello
que no lo es".
La intención de este capítulo es mostrar que
la aplicación sistemática de las matemáticas
a la investigación astronómica dio
excelentes resultados, ya que fue así que se descubrieron
leyes de la naturaleza de la mayor importancia.
KEPLER Y EL MOVIMIENTO
PLANETARIO
La habilidad matemática de Johannes Kepler (1571-1630)
quedó manifiesta desde que apareció el Mysterium
Cosmographicum ("El secreto del Universo"), su obra
más temprana, publicada por primera vez en 1596. En ese
texto buscó la correlación que debería
existir entre las diferentes órbitas planetarias, tratando
de establecer relaciones geométricas entre las distancias
de los diferentes planetas al Sol, calculadas según el
modelo heliocéntrico de Copérnico.
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Figura 30. Los cinco sólidos
platónicos. El tetraedro o pirámide rectangular
(a), el hexaedro o cubo (d), el octaedro (b), el dodecaedro (e) y
el icosaedro (c).
Una idea recurrente de todo el trabajo científico de
Kepler fue su certeza de que existía un orden
matemático oculto en la naturaleza, el cual se manifestaba
mediante armonías del Universo. Esa fue su línea de
razonamiento cuando, utilizando una rigurosa aproximación
matemática, trató de construir un modelo donde los
planetas guardaran relación directa con los cinco
sólidos perfectos.35 Siguiendo una manera
de pensar típica de los pitagóricos, Kepler
llegó a la conclusión de que sólo esos
cuerpos tenían las propiedades necesarias para contener
las órbitas de cada uno de los planetas. En su modelo
situó al Sol en el centro de las esferas planetarias, y
éstas se encontraban separadas entre sí
sucesivamente por un octaedro, un icosaedro, un dodecaedro, un
tetraedro y un hexaedro (figura 31). Como todos sus esfuerzos por
adecuar los resultados de sus cálculos a esa
representación fueron fallidos, años después
intentó encontrar la estructura del Universo por medio del
estudio de la relación que guardan las armonías de
la escala musical, regresando así a la idea
pitagórica de la música de las esferas
y de las relaciones místicas.
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Figura 31. Representación de las
órbitas planetarias de acuerdo a las ideas de Kepler sobre
los cinco sólidos perfectos. En la superficie dejada por
el corte de la esfera exterior, marcada con la letra a y del lado
izquierdo, colocó a Saturno.
A pesar de este aparente retroceso, Kepler introdujo todo
un cambio de actitud en la astronomía, ya que no
sólo intentó describir los movimientos planetarios
geometrizando el cosmos, sino que buscó las causas
físicas que originaban dichos desplazamientos. Esto lo
condujo a descubrimientos en verdad notables. Así, por
ejemplo, en el Mysterium Cosmographicum estableció
que los planos que contienen a cada órbita se hallan
próximos entre sí, pero con respecto a la
eclíptica cada uno tiene una inclinación diferente
que permanece constante. Este importante descubrimiento lo puso
en el camino que habría de llevarlo a establecer las leyes
que rigen el movimiento planetario. Sin duda, la
publicación del Mysterium Cosmographicum hizo que
Kepler fuera considerado un astrónomo destacado en el
medio académico europeo de esa época. Ese primer
trabajo llamó la atención de gente como Tycho Brahe, quien
vio en él al matemático que podría
complementar su obra, razón por la que lo invitó a
colaborar con él.
Debido a la creciente intolerancia religiosa contra los
protestantes que habitaban Graz, ciudad donde enseñaba
matemáticas y astronomía, así como a su
necesidad de contar con observaciones de gran exactitud, Kepler
aceptó trabajar con Tycho y se fue a radicar a Praga,
lugar donde finalmente se estableció. A poco de haber
iniciado el trabajo, Tycho Brahe le encargó resolver el
problema de calcular la órbita del planeta Marte partiendo
de los datos obtenidos en Uraninburgo, ya que por
más esfuerzos que él había hecho ayudado por
Longomontanus (1562-1647), otro de sus destacados colaboradores,
no habían logrado obtener una solución que se
ajustara bien a los datos que tras muchos años de
observación había acumulado sobre ese
planeta.
Kepler inició el trabajo partiendo de la
suposición ortodoxa de que los planetas en general, y
Marte en particular, se movían siempre en órbitas
circulares, desplazándose con velocidad
uniforme; pero por más esfuerzos que hizo, no logró
resolver el problema. Bajo esas suposiciones encontró que
había una diferencia de ocho minutos de arco entre la
órbita predicha por sus cálculos y la
posición observada de Marte. Esta diferencia era
inaceptable pues, como él mismo reconocía, las
observaciones de Tycho eran tan exactas, que bajo ninguna
circunstancia podría considerarse que un error tan grande
proviniera de esos datos. Tycho Brahe murió, y en su lugar
Kepler fue nombrado matemático imperial, dedicó
varios años a resolver el problema de la órbita
marciana.
Tras múltiples esfuerzos de cálculo que
resultaron infructuosos, Kepler dejó a un lado la idea de
las órbitas circulares y se planteó la posibilidad
de una órbita oval para Marte. Esta suposición
tampoco lo condujo a resultados adecuados, por lo que al final y
tras vencer sus propias reticencias llegó a demostrar que
la órbita de Marte en torno al Sol era en realidad una
elipse, y por tanto la
velocidad con
la que ese planeta se desplazaba a lo largo de tal trayectoria no
era uniforme. Estos resultados rompieron totalmente con un dogma
cosmogónico aceptado por más de 2 000 años,
lo cual abrió la puerta al entendimiento dinámico
del Universo.
En el proceso de sus investigaciones sobre los movimientos
planetarios se dio cuenta de que entre más alejado se
encontraba un planeta del Sol, más lentamente se
movía. Por ejemplo Saturno, que se encuentra al doble de
distancia que Júpiter, tiene un periodo de
traslación de 30 años, que resulta ser más
de dos veces el tiempo que le toma a Júpiter recorrer
completamente su órbita, ya que lo hace solamente en 12
años. Esto significa que Saturno se mueve más
lentamente que Júpiter, pues si viajara a la misma
velocidad que éste tardaría únicamente el
doble de tiempo para recorrer un circuito que es dos veces el que
cubre Júpiter, y la realidad es que tarda dos y media
veces más.
En el capítulo 20 del Mysterium
Cosmographicum discutió ampliamente estos
hechos:
Si debemos acercarnos a la verdad y establecer alguna
correspondencia en las proporciones entre las distancias y las
velocidades de los planetas, entonces debemos elegir entre dos
supuestos: o las almas que mueven a los planetas son menos
activas cuanto más lejos se halla el planeta del Sol, o
existe tan solo una anima motrix en el centro de todas las
órbitas, es decir, el Sol, que dirige a los planetas
más vigorosamente cuanto más cerca está,
pero cuya acción se halla casi exhausta cuando
actúa sobre los planetas exteriores debido a lo grande de
la distancia y a la debilitación de la acción que
lo vincula.
La introducción que hizo Kepler del anima
motrix que emana del Sol y
proporciona el movimiento a los planetas fue el antecedente
directo del concepto de fuerza, que tan importante ha resultado
para la física. Significó un cambio fundamental en
la concepción del cosmos, ya que hizo innecesarios los
entes aristotélicos que subordinados al Primum
Mobile comunicaban movimiento a cada uno de los planetas en
el esquema medieval.
Cuando finalmente Kepler aceptó la solución
elíptica para la órbita marciana, informó su
resultado a David Fabricius (1564-1617), astrónomo al que
daba mucho crédito. En una carta fechada en
diciembre de 1604 le informaba que "la órbita de Marte es
una elipse en uno de cuyos focos se encuentra el Sol". La
respuesta de Fabricius se apegó al dogma de la
circularidad, pues fue incapaz de concebir que Marte pudiera
moverse de otra manera. Le contestó a Kepler: "Con vuestra
elipse quitáis la circularidad y uniformidad a los
movimientos planetarios, lo cual me parece tanto más
absurdo cuanto más profundamente pienso en ello. Si al
menos pudierais conservar la órbita circular perfecta, y
justificarais vuestra órbita elíptica mediante otro
pequeño epiciclo sería mucho mejor". Esta actitud
caracterizó prácticamente a todos los
astrónomos de ese momento.
En agosto de 1609 Kepler finalmente publicó sus
resultados sobre el estudio de la órbita marciana en un
texto al que tituló Astronomia nova, seu physica coelestis
tradita commentariis de motibus stellae Martis ex observationibus
G. V. Tychonis Brahe ("Nueva astronomía basada en la
física celeste derivada de las investigaciones de los
movimientos de la estrella Marte. Fundada en las observaciones
del noble Tycho Brahe"). Esta obra, mejor conocida como
Astronomía Nueva, contiene las dos primeras leyes del
movimiento planetario, que en lenguaje moderno pueden ser
enunciadas de la siguiente forma.
Primera ley: Todos los
planetas siguen en su movimiento órbitas elípticas,
encontrándose el Sol localizado en uno de sus
focos.
Segunda ley: La velocidad
con la que se desplazan los planetas en sus órbitas no es
uniforme, sino que lo hacen de tal forma que una línea
imaginaria trazada desde el centro de cada planeta al Sol
barrerá áreas iguales en tiempos iguales.
La segunda ley es también conocida como ley de las
áreas. Su representación gráfica (figura 32)
sirve para aclarar su significado. En esa figura las áreas
A, B y C que son barridas por el radio vector
R son iguales. Para que
esta afirmación se cumpla, la velocidad del planeta a lo
largo de su órbita deberá ser mayor conforme se
acerque al Sol .En el perihelio, que es el punto más
próximo a este astro, la velocidad planetaria es
máxima, mientras que en el afelio, o punto más
alejado del Sol, esa velocidad es mínima.
Veinticinco años después de la
aparición de la primera edición del Mysterium
Cosmographicum y a sólo ocho de la publicación de
la Astronomía Nueva, Kepler publicó otro texto
donde retomó las ideas expresadas en el primero. En 1619
apareció el De Harmonice Mundi ("Armonías del
mundo"), obra en la que dio a conocer la última de sus
leyes del movimiento planetario. Ésta había
resultado de un largo proceso de prueba y error, seguido por
Kepler al tratar de encontrar una relación que ligara el
periodo de traslación de los planetas en torno al Sol con
la distancia a éste. Esa ley puede enunciarse
así:
Tercera ley: Los cuadrados de los tiempos de
revolución de cualesquiera dos planetas en torno al Sol,
son proporcionales a los cubos de sus distancias medias a
éste.
Las tres leyes de Kepler son afirmaciones precisas y
verificables que pueden ser expresadas y manejadas
matemáticamente. Su importancia radica en que, al
aplicarlas, es posible calcular con gran exactitud todos los
datos necesarios para determinar cómo se desplaza cada uno
de los planetas alrededor del Sol, por lo cual se convirtieron en
la solución definitiva al añejo problema que
buscaba determinar las posiciones de los astros y que
originalmente surgió entre los antiguos pueblos de
Mesopotamia.
La categoría de leyes que tienen estos tres resultados se
debe a que su aplicabilidad es de carácter general, es
decir, no están restringidos solamente al cálculo
de los datos orbitales de los planetas, sino que pueden aplicarse
en cualquier situación donde las condiciones del
movimiento sean las adecuadas. Por ejemplo, su uso permite
también el estudio completo de las órbitas
descritas por los satélites planetarios. Tal es el caso de
la Luna y de los satélites galileanos de Júpiter.
Posteriormente se verá que la aplicación de estas
leyes ha permitido determinar la información necesaria
para poner en órbita los satélites artificiales y
controlar los viajes de las naves espaciales, estudiar el
comportamiento
de las estrellas binarias,
analizar las órbitas estelares que los astros siguen en
nuestra galaxia, e incluso determinar características fundamentales de sistemas
tan complejos como las galaxias. Como ejemplo de la
aplicación de estas leyes, en el Apéndice D se hace
el cálculo para determinar las distancias a que se
encuentran Júpiter y Saturno del Sol.
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Figura 32. Diagrama que
muestra el significado de la Ley de las
áreas.
Entre 1618 y 1622 Kepler
dio a conocer la obra titulada Epitome Astronomiae Copernicanae
("Compendio de astronomía copernicana"), donde expuso sus
resultados sobre el cálculo de distancias y tamaños
de los cuerpos del sistema planetario, así como sus ideas
cosmológicas. Mencionó especialmente sus
descubrimientos sobre el carácter elíptico de la
órbita marciana y lo que había logrado obtener
Galileo mediante el uso del telescopio. En ese texto
afirmó y demostró que las leyes que había
encontrado para el caso particular del movimiento de Marte eran
aplicables a los demás planetas, así como a sus
satélites.
El Epítome es la obra de madurez de Kepler. En ella
finalmente ha desaparecido la teoría de los epiciclos y
las deferentes utilizada por más de un milenio para
calcular los movimientos planetarios. En ese texto se
presentó por vez primera la estructura correcta del
Sistema Solar, propiciando desde entonces que surgiera la
diferenciación conceptual entre éste y el resto del
Universo. Sin lugar a dudas, el Epítome constituye el
primer manual completo
de astronomía construido enteramente bajo los preceptos
heliocéntricos.
Esa obra trata de la forma y del tamaño de la
Tierra, así como de su lugar en el Universo. Siguiendo una
curiosa línea de razonamiento guiada por su
obsesión de hallar armonías en la naturaleza,
Kepler desarrolló la idea de relacionar la densidad de cada
planeta con su tamaño y distancia al Sol. Las densidades
planetarias las derivó al establecer una correspondencia
directa con las densidades de metales como el
hierro, el
plomo, la plata y el oro, y con la de algunas piedras preciosas,
ya que pensó que esos materiales
estaban relacionados con cada uno de los planetas. Así
obtuvo que Saturno gira alrededor del Sol a una distancia 10
veces mayor que la Tierra. Según sus cálculos,
Júpiter lo hacía a 5.2 y Marte a 1.5 UA, mientras
que Venus se localizaba a 0.7 veces la distancia Tierra-Sol y
Mercurio a sólo 0.4 veces el valor de esa unidad.
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Figura 33. Ilustración que muestra el significado el
ángulo de paralaje.
En ese texto
discutió también la necesidad de corregir
adecuadamente el valor de la UA, pues diferentes datos
observacionales indicaban que debería tener más de
los 1 210 radios terrestres tradicionalmente aceptados desde la
época de Tolomeo. Analizó con detalle la
precisión máxima que por entonces podía
obtenerse en las observaciones, y estimó que su valor
debería ser de 3 460 radios terrestres.
Siguiendo su curiosa forma de pensar y de buscar
armonías y proporciones ocultas en la naturaleza, Kepler
fue capaz de asignar dimensiones al Universo. Consideró
que como la órbita de Saturno es 2 000 veces mayor que el
diámetro solar, la esfera de las estrellas fijas
tendría que tener un diámetro igual a 2 000 veces
la distancia que separa a ese planeta del Sol. Ante la
imposibilidad de medir en forma directa la paralaje
estelar, que le
permitiría determinar la distancia a las estrellas, y por
ende el tamaño lineal del Universo, encontró en el
recurso de comparación arriba aludido la forma de estimar
sus dimensiones. Y aunque su valor de la distancia a las
estrellas fijas fue muy subjetiva y considerablemente menor que
el que ahora se ha determinado, sirvió para que Kepler
ampliara aún más el tamaño del
cosmos.
La importancia de las investigaciones de Kepler puede
resumirse diciendo que la astronomía que él
desarrolló fue una reformulación completa de los
métodos, principios y objetivos de
esta disciplina, pues al conjuntar las mejores observaciones
entonces disponibles con los nuevos y poderosos desarrollos
matemáticos, marcó definitivamente el rumbo a
seguir para todos aquellos que aspiraran a entender las leyes que
rigen el comportamiento
de los astros.
NEWTON Y LA LEY DE
GRAVITACIÓN UNIVERSAL
Las leyes de Kepler fueron un valioso soporte para la
teoría heliocéntrica desarrollada por
Copérnico. Igual sucedió con las observaciones
telescópicas de Galileo. Además de simplificar
considerablemente el estudio de los movimientos planetarios y
facilitar los cálculos correspondientes, los trabajos de
estos científicos convirtieron a la astronomía en
una disciplina predictiva de gran exactitud. Sin embargo, no
pudieron establecer las causas que originan los movimientos
planetarios, ni por qué los planetas están ligados
al Sol. Esto habría de lograrlo Isaac Newton
(1642-1727), quien, además de ser un gran sintetizador de
los hallazgos de Copérnico, Galileo y Kepler,
realizó aportaciones originales que permitieron considerar
a la física una ciencia exacta.
Aunque Newton
contribuyó de manera notable a la fundamentación de
disciplinas como la óptica y la mecánica, e inventó herramientas
matemáticas tan poderosas como el cálculo
diferencial, fue su descubrimiento de la ley de la
gravitación la que le dio dimensiones gigantescas dentro
del terreno científico. Gracias a ella finalmente se
entendió la dinámica cósmica y comprendieron las
causas que obligan a los cuerpos celestes a describir las
trayectorias observadas. Al establecer la expresión
matemática que permite calcular cómo y dónde
actúa la fuerza de gravedad, Newton
pasó de la mera descripción del movimiento a una
interpretación de las causas de éste.
En este punto debe recordarse que durante milenios la
tendencia de los cuerpos a caer hacia el centro de la Tierra fue
entendida como una propiedad
inherente a su naturaleza, sin necesitar mayor
explicación. Por otra parte, las leyes que gobernaban los
desplazamientos de los cuerpos celestes eran consideradas muy
diferentes de las que se aplicaban al movimiento que tenía
lugar sobre la superficie terrestre. La ley de la
gravitación permitió la unión de
fenómenos naturales aparentemente tan distintos como la
caída de una piedra y el movimiento orbital de la Luna,
surgiendo así una sola física cuyas leyes se
aplicaban por igual a cualquier tipo de movimiento, rompiendo en
forma definitiva con la visión aristotélica de una
mecánica terrestre y otra celeste.
En 1687 apareció publicada en Londres la obra
más importante de Newton Philosophiae Naturalis Principia
Mathematica ("Principios matemáticos de la
filosofía natural"), donde, siguiendo un estricto marco
matemático sintetizó y analizó las
observaciones y experimentos
relativos al movimiento de los cuerpos, fundamentando así
la rama de la física conocida como mecánica.
Aprovechando la larga serie de trabajos que se habían
realizado sobre el movimiento, entre los que destacaban los
estudios experimentales de Galileo sobre la caída
libre de los cuerpos, logró encontrar leyes generales
aplicables a cualquier tipo de movimiento. En esa obra reconoce
que la masa de los cuerpos es una medida de la resistencia que
tienen a cambiar su estado de
reposo o de movimiento. Además, precisó y
definió el concepto de fuerza y le dio un carácter
operacional, hecho que habría de ser de enorme utilidad para el
desarrollo de la física. Todo ese trabajo conceptual y
matemático le permitió establecer las tres leyes
del movimiento, base de toda la mecánica.
Al analizar la interacción entre dos cuerpos mediante
su tercera ley, llegó a establecer el concepto de fuerza
mutua entre el Sol y cada uno de los planetas, lo que finalmente
lo condujo a la idea de que todos los cuerpos del Universo
están interactuando entre sí a través de
fuerzas que los atraen unos a otros, fuerzas que pueden actuar a
distancia y sin ningún soporte material. De ese enorme
esfuerzo intelectual surgió la ley de la
gravitación universal.
De todos es conocida la anécdota según la cual
Newton concibió esta ley al observar la caída de
una manzana. Al margen de si ese hecho es cierto o falso, lo que
hizo Newton fue tratar el movimiento lunar en torno a nuestro
planeta como si se tratara de una piedra (o cualquier otro
objeto) que cayera hacia el centro terrestre. Se dio cuenta de
que para producir una órbita estable como la de la Luna,
su movimiento debería estar compuesto por uno
rectilíneo, dirigido a lo largo de la línea
tangente a la trayectoria orbital, y otro que debería
apuntar hacia el centro de la Tierra (figura 34). Fue así
como pensó en descomponer el movimiento curvilíneo
seguido por la Luna en una componente que llamó inercial y
en otra centrípeta. Al desplazarse la Luna en su
órbita la componente inercial tiende a lanzarla a lo largo
de la recta tangente a su trayectoria, mientras que la
centrípeta la aparta continuamente de ella,
jalándola hacia nuestro planeta, combinándose en
forma tal que la Luna ni sigue la trayectoria rectilínea
ni cae a la Tierra, sino que se ve obligada a moverse en una
trayectoria elíptica. Newton se dio cuenta de que si esta
última fuerza no estuviera actuando, la Luna se
escaparía siguiendo la trayectoria tangencial tal y como
sucede cuando una piedra sujeta por una honda es liberada
instantáneamente. Esta fuerza central es permanente y
atrae a los objetos en movimiento hacia un punto fijo que, para
el caso de los planetas, como intuyó Kepler al postular la
existencia de una alma motrix, se origina en el
Sol.
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Figura 34. Aceleración de una manzana y de la
Luna en dirección del centro de la
Tierra.
Para aclarar más la
idea de la caída de la Luna hacia nuestro planeta, Newton
analizó el efecto de las fuerzas centrípetas, y
demostró que los planetas pueden ser retenidos en sus
órbitas por ese tipo de fuerzas. Consideró el caso
de un proyectil cualquiera lanzado desde lo alto de una gran
montaña y sujeto a la acción de una fuerza que lo
jala hacia el centro de la Tierra (figura 35). Para todos es
claro que entre mayor es la velocidad de lanzamiento, mayor
será el arco descrito por el proyectil antes de volver a
tierra (trayectorias VD, VE, VF y VG, respectivamente). Si no se
considera la resistencia que
el aire opone al movimiento, y si se imprime al proyectil la
suficiente velocidad, éste dejará de caer a tierra,
dará vueltas a lo largo de una curva cerrada y se
convertirá entonces en un satélite, como la Luna.
Éste es el principio utilizado en la actualidad para
lanzar los satélites artificiales, pues mediante el empuje
inicial generado por los cohetes transportadores se les
proporciona la velocidad necesaria para que describan una
órbita cerrada que les permita permanecer en el
espacio.
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Figura 35. Newton representó así las
diferentes trayectorias seguidas por un cuerpo lanzado
horizontalmente desde lo alto de una montaña, bajo la
acción de la atracción gravitacional
terrestre.
Para deducir la ley de la gravitación, Newton
procedió de la siguiente manera. Sabía que el
periodo de traslación de la Luna en torno a la Tierra era
de 27.3 días, y que el radio de la trayectoria que
aquélla describe en torno a nuestro planeta era de 385 000
km, así que calculó la aceleración con la
que ese cuerpo celeste se desplaza a lo largo de su
órbita, encontrando que era de 0.00273 metros por segundo
cuadrado. Por otra parte, determinó cuál
sería la aceleración de cualquier cuerpo (como una
manzana) que cayera en la cercanía de la superficie
terrestre, y encontró que era de 9.8 metros por segundo
cuadrado.
Tomando en cuenta que el radio de nuestro planeta es de 6
400 km, Newton determinó que el valor de la
aceleración sufrida por la Luna al describir su
órbita es 3 600 veces menor que la de una manzana al caer
sobre la superficie terrestre. Esta proporción es igual al
cuadrado del cociente del radio de la órbita lunar y del
radio de la Tierra, razón por la que pudo relacionar la
fuerza de atracción ejercida por nuestro planeta sobre
esas dos masas tan diferentes, colocadas también a dos
distancias muy diferentes. Para complementar lo discutido en este
párrafo, véase el Apéndice E,
donde se reproducen los cálculos que al respecto hizo
Newton.
La fuerza que actúa sobre la Luna y la que
actúa sobre la manzana dependen de sus masas, así
como también de la masa de la Tierra. Por tanto, Newton
asumió que la fuerza gravitacional está en función de
las masas de los cuerpos que se atraen y del inverso del cuadrado
de la distancia que los separa. En los Principia nos
dice:
Yo deduje que las fuerzas que mantienen a los planetas en
sus órbitas deberían ser recíprocas al
cuadrado de sus distancias a los centros alrededor de los cuales
giran, y por tanto comparé la fuerza necesaria para
mantener a la Luna en su órbita con la fuerza de gravedad
en la superficie de la Tierra, encontrando que ellas eran
bellamente iguales.
Con su gran capacidad de
síntesis Newton se dio cuenta de que esta
fuerza es la que nos mantiene unidos a la superficie del planeta,
pero que por sernos tan familiar ya no reparamos en su constante
presencia. Comprendió claramente que la fuerza de
atracción gravitacional resultaba de la interacción
de la masa de la Tierra con cada uno de los objetos atrapados
sobre ella. Su acción se manifestaba sin importar el
tamaño, la estructura, la composición o la forma de
los cuerpos. Bien podía tratarse de la más alta
montaña terrestre o de una pequeña manzana, ambos
objetos sufren la acción de la fuerza de gravedad, por lo
que afirmó que la atracción existe entre todos los
cuerpos materiales, ya
sean manzanas, planetas, cometas o estrellas. Este último
hecho es el que le confiere carácter de universalidad a su
ley de la gravitación.
Utilizando hechos observacionales, como la similitud de la
caída lunar con la de la manzana, y sus tres leyes sobre
el movimiento, y con el antecedente importante de las leyes de
Kepler, Newton fue capaz de establecer la ley de la
gravitación, que puede expresarse así: la fuerza de
atracción ejercida entre dos cuerpos cualesquiera, cuyas
masas m y M se encuentren separados por una
distancia r, está dirigida a lo largo de la
línea que los une, siendo su magnitud directamente
proporcional al producto de
las masas m y M, e inversamente proporcional al
cuadrado de la distancia r.
Además de
establecer el hecho fundamental de que tanto los cuerpos
cósmicos como los terrestres están sujetos a la
acción de esta fuerza de atracción por la
única razón de tener masa, demostró que la
ley de la gravitación universal tiene múltiples
consecuencias y aplicaciones. Newton mismo la utilizó para
resolver diversos problemas.
Tanto en los Principia como en una obra posterior menos
técnica a la que llamó El sistema del mundo,
trató ampliamente diversos aspectos astronómicos.
Usando esa ley dedujo en forma natural las tres leyes del
movimiento planetario encontradas empíricamente por
Kepler, con lo cual les dio una fundamentación
física clara. También determinó la masa del
Sol, que es 330 000 veces mayor que la masa terrestre.
Además, demostró que la masa de cualquier planeta
que tuviera al menos un satélite orbitándolo
podía ser calculada.
Aplicó su ley para determinar la densidad media de
la Tierra, encontrando un valor muy próximo al que
conocemos actualmente (5.5 g/cm³). Demostró que
nuestro planeta no es una esfera perfecta, sino un esferoide
achatado por los polos, y calculó el valor de ese
achatamiento. También comprobó que esa
deformación y la acción del tirón
gravitacional ejercido por la masa del Sol sobre tal achatamiento
es la causa del fenómeno de precesión de los
equinoccios. Con toda esa información pudo calcular el
periodo de cambio de dirección del eje terrestre, que
encontró era de 26000 años, valor obtenido por
Hiparco 2000 años antes a partir del análisis de
observaciones realizadas desde la época de los caldeos,
pero que antes de las investigaciones de Newton carecía de
sustento teórico.
Explicó también el fenómeno de las
mareas, atribuyéndolo correctamente a la acción
combinada de las fuerzas ejercidas sobre nuestros mares por las
masas de la Luna y del Sol. Estudió las modificaciones que
sufre la órbita lunar por efecto de la fuerza
gravitacional del Sol, y demostró que los cometas se
mueven más allá de la trayectoria lunar y que se
localizan en regiones propiamente planetarias, donde sus
desplazamientos siguen órbitas elípticas o
parabólicas. Para corroborar lo afirmado en este
párrafo, en el Apéndice F se da un ejemplo sencillo
de la aplicación de la ley de gravitación,
calculando la masa de la Tierra.
Fue muy amplio el estudio que Newton realizó sobre
las consecuencias que la fuerza de atracción solar tiene
en el movimiento de la Luna. Sirvió mucho en su
época ya que era de gran relevancia disponer de una
teoría lunar lo más completa posible, pues sus
aplicaciones prácticas en la navegación, y sobre
todo en los viajes interoceánicos, eran
económicamente muy importante.
En cuanto a las estrellas, Newton dedicó solamente
un breve párrafo en el Sistema del mundo, al que
subtituló "Sobre la distancia a las fijas". Argumentando
acerca del hecho observacional bien establecido en su
época de que éstas no presentaban paralaje alguno,
infería, como otros hicieron antes que él, que
estaban muy alejadas del último cuerpo del sistema
planetario. Partiendo del valor angular mínimo que por ese
entonces podía ser medido con precisión,
estimó que la distancia mínima a la que
podrían encontrarse sería 360 veces mayor que la
que separaba al Sol de Saturno, valor que sin embargo
consideró pequeño.
Por otra parte, comparando mediante ingeniosos
cálculos el brillo de ese planeta con el del Sol, Newton
determinó la distancia a la cual este astro se
vería tan luminoso como una estrella de primera magnitud,
y encontró que esa distancia era 64 800 veces mayor que la
distancia que separa a Saturno del Sol. Como en esas fechas el
sistema planetario tenía como cuerpo más alejado de
su centro precisamente a ese planeta, Newton concluyó que
el cosmos en su conjunto tendría alrededor de 65 000 veces
el tamaño de todo el Sistema Solar, lo que sin lugar a
dudas dio dimensiones nunca antes imaginadas al Universo.
La importancia que para la astronomía han tenido los
trabajos de Newton es enorme, pues no sólo
descubrió la ley de la gravitación universal y las
tres leyes del movimiento, que permitieron entender en forma
dinámica el comportamiento cósmico,
sino que también inventó el telescopio reflector,
instrumento que en la actualidad se ha convertido en los ojos con
los que el astrónomo escudriña el cielo.
Además, descubrió que la luz está compuesta
por diversos colores, lo que,
aplicado al estudio de los astros, ha permitido determinar
importantes características físicas de
éstos.
Sin exageración puede decirse que, gracias a los
trabajos de Newton, el hombre dispuso de las herramientas
necesarias para comenzar la más fecunda etapa de investigación astronómica. Esto le
ha permitido ampliar a tal grado sus conocimientos sobre el
cosmos, que desde la aparición de los Principia ha
establecido modelos cada
vez más completos sobre el Universo.
En el aspecto práctico la aplicación del
trabajo de Newton ha permitido construir máquinas
que han facilitado mucho nuestra vida, pero seguramente sus
aplicaciones de mayor espectacularidad han ocurrido en el terreno
astronómico, donde entre otras cosas se han descubierto
planetas y se ha podido predecir el retorno de cometas. Edmond
Halley (1656-1743), astrónomo inglés
que estudió observaciones de cometas de siglos anteriores,
se dio cuenta de que había varios casos en que, debido a
su movimiento, parecían tratarse del mismo cometa.
Aplicando la mecánica newtoniana calculó los
elementos de las órbitas seguidas por cometas que
habían sido observados en 1531, 1607 y 1682, y
encontró que era uno solo. Demostró que ese cometa
se movía en una órbita elíptica muy alargada
que lo llevaba a recorrer gran parte del Sistema Solar, y que su
periodo era de 76 años. Con esos elementos predijo que
retornaría a las inmediaciones del Sol a fines de 1758 o
principios de 1759. Cuando eso sucedió se confirmó
el poder de la
mecánica newtoniana. Como es bien sabido, ese cometa fue
bautizado como "Halley", en honor de quien calculó por
primera vez su órbita y encontró su periodo. Este
cuerpo del sistema planetario volvió a nuestra vecindad en
1835, 1910 y por última vez en 1986-1987, y en todas esas
ocasiones fue muy estudiado (figura 36).
Para ver el gráfico seleccione la
opción "Descargar" del menú superior
Figura 36. Fotografía
del cometa Halley en su paso de 1910, tomada en el Observatorio
Astronómico Nacional de México,
entonces ubicado en Tacubaya, Distrito Federal.
En resumen, gran número de fenómenos
naturales, entre los que se cuentan los complejos movimientos de
los cuerpos del Sistema Solar, pudieron ser manejados y
comprendidos gracias a la fuerza de atracción
gravitacional encontrada por Newton, lo que posteriormente ha
permitido entender la estructura y jerarquía de los
fenómenos cósmicos no solamente en la Tierra, sino
también en todo el universo observable, donde esta fuerza
adquiere su verdadera magnitud, ya que es la que domina y
mantiene la estructura misma del Universo.
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