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La visión medieval del mundo




Enviado por jaguar_mac_os_x



    1. El largo reinado del
      geocentrismo
    2. Los árabes y su
      influencia
    3. Aristotelismo
    4. La tierra plana y los navegantes
      interoceánicos
    5. El fin de una
      época
    6. Heliocentrismo
    7. Copérnico y el
      despertar científico
    8. Galileo, sus instrumentos y
      observaciones
    9. Matematización de la
      astronomía
    10. Kepler y el movimiento
      planetario
    11. Newton y la ley de
      gravitación universal

    INTRODUCCIÓN

    A PESAR de los grandes avances que alcanzó la ciencia
    griega, su vigor no continuó cuando Roma
    sustituyó a Grecia como la
    gran potencia del
    Mediterráneo. Los romanos, que gracias a su organización política y social
    lograron construir un vasto imperio, no tuvieron mayor interés en
    las matemáticas que el estrictamente necesario
    para la
    administración de los territorios conquistados. Esa
    actitud se
    extendió a las demás disciplinas científicas
    desarrolladas en la antigüedad, por lo que puede afirmarse
    que los pensadores romanos realmente no contribuyeron al conocimiento
    científico.

    Además, cuando el Imperio romano
    dejó a la Iglesia
    católica su sitio como la única fuerza
    política y
    espiritual del mundo occidental, el rechazo hacia el
    conocimiento científico fue todavía mayor. En
    esas condiciones la cultura
    europea entró en un periodo de estancamiento durante el
    cual no sólo no se promovió el desarrollo de
    la ciencia, sino
    que incluso se propició la pérdida de la mayor
    parte del conocimiento
    generado por los griegos.

    La intención del presente capítulo es mostrar
    los conocimientos astronómicos que manejaron los
    pensadores europeos entre los años 500 y 1450 de nuestra
    era, periodo conocido como la Edad Media. El
    desarrollo
    científico de esta época ha sido considerado
    estéril, ya que a pesar de ser un lapso mayor del que
    separa a Tales de Mileto
    de Tolomeo, durante él no hubo ninguna aportación
    científica novedosa de importancia. Las ideas que el hombre
    culto del medievo tuvo sobre el Universo y el
    lugar que nuestro planeta ocupaba en él fueron las que se
    expresan al principio del Génesis que, combinadas con
    conceptos paganos más antiguos, llegaron a convertirse en
    dogma.

    EL LARGO REINADO DEL
    GEOCENTRISMO

    El cristianismo,
    que se originó como la doctrina moral de una
    secta judía minoritaria, se convirtió a principios del
    siglo IV en el credo oficial del Imperio romano. A
    partir de esa época los sacerdotes cristianos adquirieron
    un poder que les
    permitió oponerse en forma sistemática a toda
    sabiduría pagana. Esa actitud de
    franca cerrazón al conocimiento
    buscó aniquilar cualquier actividad relacionada con el
    pensamiento
    analítico inherente al proceso
    científico. Como ejemplos tempranos y relevantes de esa
    actitud contraria a la ciencia
    pueden mencionarse los siguientes: en el año 390 un
    enardecido grupo de
    cristianos quemó la famosa Biblioteca de
    Alejandría; pocos años después, en 415,
    seguidores de esa nueva secta religiosa asesinaron a Hipatia
    (ca. 370-415), matemática
    alejandrina que realizó una destacada labor
    científica en el Museo de aquella ciudad.

    La actitud romana hacia el
    conocimiento teórico, así como la
    predisposición cristiana hacia la ciencia fueron
    factores determinantes de una estructura
    social donde el estudio de las leyes de la
    naturaleza no
    tuvo importancia. En esas circunstancias no debe extrañar
    que la mayoría de la información científica utilizada
    durante la Edad Media
    estuviera contenida únicamente en compendios, obras
    que intentaron resumir el conocimiento generado por los griegos.
    Entre ese tipo de escritos sobresalieron trabajos como los de
    Plinio (23-79) o Séneca (4-65), quien en sus Cuestiones
    naturales
    escribió sobre geografía y
    fenómenos metereológicos. En ese libro
    trató el tema del tamaño de la Tierra. Sus
    datos fueron
    aceptados sin ningún cuestionamiento por los eruditos
    europeos del medievo, pasando de generación en
    generación. Como dichos valores eran
    considerablemente menores a los verdaderos, durante siglos
    hicieron pensar que nuestro planeta era más pequeño
    de lo que en realidad es. La larga vigencia e importancia que
    tuvieron conocimientos como los trasmitidos por Séneca
    queda manifiesta al saber que fueron el sustento teórico
    utilizado por Colón a fines del siglo XV para asegurar la
    existencia de una ruta corta hacia las Indias. Como sabemos, el
    descubrimiento de
    América fue casual, pues en realidad el almirante
    estaba convencido de que el mundo tenía dimensiones
    menores y de que su viaje lo llevaría a las costas
    asiáticas.

    Los compendios fueron obras enciclopédicas que
    resumían la información científica proveniente
    del mundo griego, y la hacían accesible a un amplio sector
    de lectores no especializados. En general fueron de menor
    calidad que
    los textos originales escritos por los griegos, ya que no estaban
    sistematizados, eran confusos y hasta contradictorios. Calcidio,
    Macrobio y Marciano Capella fueron autores latinos de ese tipo de
    obras en donde, por ejemplo, cuando tratan la distribución de los cuerpos celestes, cada
    uno asignó un orden diferente para los planetas, sin
    que dieran alguna razón o explicación. Alrededor de
    la Tierra central
    Macrobio situó a la Luna y al Sol, después a Venus
    y luego a Mercurio. Más allá de éste se
    hallaban Marte, Júpiter y Saturno. Calcidio afirmó
    que describiendo una trayectoria circular en torno a nuestro
    planeta se encontraba la Luna y después Mercurio y Venus;
    venían luego el Sol, Marte,
    Júpiter, Saturno y la esfera de las estrellas fijas. Por
    su parte, Marciano Capella utilizó ambas descripciones,
    confundiendo más a sus lectores sobre el orden de los
    astros en la bóveda celeste.

    A pesar de la labor de los compiladores
    latinos, entre los siglos V y X la ciencia decayó en
    Europa, llegando
    en ese periodo a su nivel más bajo desde que se
    originó en Grecia. Por lo
    que toca al tema principal de este libro, puede
    afirmarse que entre los siglos VII y XVII el número de
    autores europeos interesados en el estudio del Universo fue
    realmente muy reducido. Además, sus trabajos no aportaron
    nada nuevo, pues en el mejor de los casos lo que escribieron tuvo
    una franca intención didáctica, siendo sus explicaciones
    meramente descriptivas.

    Los conocimientos astronómicos que poseían los
    estudiosos del medievo pueden ejemplificarse citando los trabajos
    de san Isidoro de Sevilla (560-636), erudito que vivió en
    esa ciudad española alrededor del año 600. Entre
    otras obras redactó una extensa enciclopedia de 20 tomos a
    la que tituló Etimologías. En el tercer
    libro, llamado De las cuatro disciplinas
    matemáticas
    trató sobre aritmética,
    música,
    geometría y astronomía, y de esta última dijo
    "que estudia las leyes de los
    astros". En ese texto la
    sección astronómica es la más extensa. Trata
    de manera descriptiva y no técnica temas como la forma del
    mundo, la esfera celeste, los planetas, sus
    movimientos, del zodiaco y de las estrellas. Distingue entre
    astronomía y astrología,
    considerando a la primera una ciencia, y a la segunda una
    superstición. Cree que el Sol
    está hecho de fuego, además afirma que es
    más grande que la Tierra y
    que la Luna. Dice que ésta recibe la luz del Sol,
    eclipsándose cuando entra en la sombra proyectada por
    nuestro planeta. Para él son siete los planetas, y cada
    uno tiene su movimiento
    propio a través de su correspondiente esfera cristalina.
    Estas giran en sentido contrario a la esfera de las estrellas
    fijas, pues si no fuera así, "el mundo saltaría en
    añicos" debido a la rapidez con la que esa esfera gira. A
    la Vía Láctea la llamó el círculo
    cándido,
    y dijo que "era una zona lechosa que
    podía ser vista sobre la esfera celeste. Algunos dicen que
    es la trayectoria seguida por el Sol, y que recibe su luz del paso que
    ese astro luminoso hace por el cielo".

    Éste y otros trabajos similares presentaban solamente
    descripciones de los fenómenos celestes más
    evidentes, sin aportar ideas nuevas. Aunque el modelo
    cósmico utilizado por los estudiosos del medievo era en
    todos los casos el geocéntrico (figura 13), para aquellas
    fechas ya se había perdido la capacidad de manejar los
    conceptos geométricos contenidos en la obra de Tolomeo.
    El Universo,
    tal y como lo entendía el hombre culto
    de la Edad Media fue poéticamente descrito por Dante
    Alighieri (1265-1321), quien lo recorre en un viaje imaginario
    narrado en su obra La Divina Comedia, publicada en el
    siglo XIV (figura 14).

    Para
    ver el gráfico seleccione la opción "Descargar" del
    menú superior

    Figura 13. Modelo
    planetario medieval geocéntrico, que incluye la esfera de
    los bienaventurados o paraíso empíreo.

     Para ver el
    gráfico seleccione la opción "Descargar"

      Figura 14.
    Representación del Universo como se
    entendía en la edad Media.

    Durante la primera etapa
    de la Edad Media arraigaron en el pensamiento
    europeo ideas sobre la forma y la estructura del
    Universo directamente surgidas de la interpretación
    literal de la Biblia. Así, por ejemplo, se aceptó
    la idea de que la Tierra estaba
    inmóvil basándose en el pasaje bíblico donde
    se afirma que Dios ordenó al Sol detenerse sobre la ciudad
    de Gabaón, para que así el ejército
    comandado por Josué tuviera tiempo de ganar
    la batalla que ahí se estaba librando. Además de la
    inmovilidad terrestre, ese pasaje implicaba que el Sol se
    movía en torno a la
    Tierra.

    Como se verá más adelante, también en
    ese periodo surgieron varios dogmas, como el de la Tierra plana,
    idea que por cierto incorpora mitos
    cosmogónicos previos al cristianismo.
    Así arraigó el concepto
    mesopotámico de un océano que rodeaba a la Tierra
    plana y que estaba vedado a la navegación, ya que el
    castigo para quienes desobedecieran ese mandato era la
    caída al abismo sin límite.

    Isidoro de Sevilla, Casiodoro, el venerable Beda, y algunas
    mujeres como Hildegarda y Herrad de Landsberg, alemanas que
    vivieron en el siglo XII, fueron de los pocos personajes que
    durante la baja Edad Media mostraron cierta curiosidad por el
    estudio de la estructura del Universo, lo que confirma que el
    oscurantismo científico había arraigado en la
    Europa occidental
    durante el primer milenio de nuestra era.

    LOS ÁRABES Y SU
    INFLUENCIA

    Mientras eso sucedía, los árabes fueron
    unificados bajo una fe religiosa única. Durante el primer
    tercio del siglo VII Mahoma (ca. 570-632), convertido en
    líder
    espiritual y militar de las diversas tribus que habitaban la
    península arábiga logró imponerles el
    islamismo. Para el siglo siguiente la influencia cultural de esta
    nueva religión se había extendido desde el
    Asia Central
    hasta España. En
    su primera etapa la religión musulmana no
    buscó aniquilar la ciencia pagana, por el contrario, sus
    dirigentes realizaron importantes esfuerzos para conservar el
    conocimiento
    científico, especialmente el generado por los
    griegos.

    Entre los siglos VIII y IX, ciudades como Bagdad, Damasco y
    Jundishapur fueron sitios de trabajo para grupos de sabios
    persas, judíos, griegos, sirios e hindúes, quienes
    bajo la protección directa de los califas tradujeron al
    árabe parte considerable de la literatura científica
    griega, así como obras persas y de la India. Durante
    ese lapso fueron transcritos a dicho idioma los principales
    textos de Aristóteles y Tolomeo.

    La ciencia islámica tuvo su periodo de mayor auge entre
    los siglos IX y XI, cuando fueron redactados extensos tratados como el
    Compendio de astronomía, escrito por
    Al-Fargani,26 o textos
    médicos como el Liber Continens de Rhazes (865-925)
    y el Canon de Avicena (980-1037). Sin entrar en mayores
    detalles, los árabes hicieron valiosas aportaciones
    propias a la ciencia, destacando sus contribuciones en medicina,
    óptica
    y matemáticas. En esta última nos
    legaron el álgebra y
    el desarrollo de la trigonometría.

    Respecto al tema que aquí nos interesa los
    árabes no aportaron realmente nuevas teorías
    planetarias o modelos
    cosmogónicos, sino que aceptaron la astronomía
    griega como tal. Por ejemplo, Al-Sufi (903-986), importante
    astrónomo persa de la corte de Bagdad, escribió
    El libro de las estrellas fijas, basado principalmente en
    el Almagesto de Tolomeo. En esa obra Al-Sufi revisó
    el catálogo de posiciones estelares hecho por el autor
    griego, actualizándolo e incluyendo importantes
    comentarios sobre los nombres de las estrellas y de las
    constelaciones. Amplió también la lista de objetos
    con aspecto nebuloso que Tolomeo había incluido en el
    Almagesto, agregando el primer informe conocido
    sobre la observación de la galaxia de
    Andrómeda. Por otra parte, el ya mencionado Alfraganus
    escribió sobre la teoría
    matemática
    en que se basa el uso del astrolabio. La importancia de su
    Compendio de astronomía también radica en
    que es un comentario muy completo del Almagesto.

    Por ser el primer autor que hace mención
    explícita acerca de la constitución de la Vía
    Láctea, debemos señalar que en el año 1029
    Al-Biruni (973-1048) escribió sobre Kahkashan,
    nombre persa de la Vía Láctea, y dijo
    que:

    estaba formada por una colección sin
    número de fragmentos cuya naturaleza es el
    de las nubes de estrellas. Ellos forman aproximadamente un gran
    círculo, el cual pasa entre las constelaciones de los
    Gemelos y Sagitario. Las nubes de estrellas están
    más densamente reunidas en algunas zonas que en otras.
    Algunas veces es ancha y otras delgada, y ocasionalmente se rompe
    en tres o cuatro ramificaciones.

    Sin duda, una de las
    mayores contribuciones que los árabes hicieron en el campo
    astronómico fue preservar la existencia de obras como el
    Almagesto, que por cierto debe a ellos ese nombre.
    También perfeccionaron el astrolabio (figura 15) e incluso
    inventaron otros aparatos que permitieron mejorar la
    precisión de las observaciones
    astronómicas.

    Otra contribución muy valiosa de los
    árabes a la astronomía fue la continuación
    ininterrumpida de los trabajos de observación iniciados por los griegos y
    otros pueblos más antiguos. Este hecho por sí solo
    tuvo gran importancia en el desarrollo posterior de la
    astronomía, particularmente en los estudios que trataron
    de establecer las dimensiones y estructura del cosmos, ya que los
    datos
    observacionales de los árabes, publicados en forma de
    tablas astronómicas, como por ejemplo las Tablas
    toledanas,
    estaban basados en registros
    continuos que cubrían un periodo de más de 900
    años, lo que les dio la exactitud necesaria para
    determinar las posiciones de los cuerpos celestes en forma
    precisa. Esto fue aprovechado por los astrónomos del
    Renacimiento
    quienes, basándose en ese material pudieron hacer
    descubrimientos que habrían de cambiar en forma radical
    nuestra visión del Universo.

    Una clara huella del predominio astronómico que
    los árabes tuvieron durante parte de la Edad Media europea
    es la incorporación a nuestro lenguaje de
    términos como zenit,
    nadi o
    almanaque
    .También han quedado los nombres que
    ellos pusieron a un considerable número de estrellas
    brillantes; tal es el caso de Albireo, Aldebarán, Algol,
    Altair, Betelgeuse, Mizar, El Nath, etcétera.

    Al declinar la cultura
    islámica ocurrió un proceso de
    retroalimentación de la ciencia europea.
    Durante el siglo XIl se inició un verdadero alud de
    traducciones de obras científicas del árabe al
    latín, lo que, además de regresar la parte
    más significativa de la ciencia griega a Europa, introdujo
    en ésta las aportaciones propias de los árabes. De
    esa forma los estudiosos europeos de la alta Edad Media y del
    Renacimiento
    pudieron conocer obras como el Almagesto, la Óptica
    y la Geografía de Tolomeo, la
    Física, la Meteorología, De los
    cielos y del mundo
    y otros textos de Aristóteles. Igualmente dispusieron de los
    Elementos, la Óptica, la
    Catóptrica y los Datos de Euclides,
    así como obras de Arquímedes y otros
    científicos y filósofos de la antigua Grecia. Los
    árabes sirvieron de puente para que la ciencia griega
    salvara el gran obstáculo de la oscurantista Edad Media
    europea.

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    Figura 15. Astrolabio. Aparato de medición astronómica que fue
    perfeccionado durante la Edad Media por los
    árabes.

    ARISTOTELISMO

    Los trabajos científicos de Aristóteles
    comenzaron a ser conocidos por los europeos cultos durante los
    siglos XII y XIII, y fue precisamente en este último que
    la tradición aristotélica arraigó, cuando
    inició su papel
    protagónico sustituyendo gradualmente a las
    interpretaciones surgidas entre los platónicos de la baja
    Edad Media. Estos habían procurado reconciliar la
    cosmovisión de Platón y
    el relato bíblico de la creación, de la cual
    surgió la idea de un cosmos unificado por fuerzas
    astrológicas que relacionaban al microcosmos, entendido
    como el dominio del
    hombre, y al
    macrocosmos, que los llevó a establecer la existencia de
    un universo fundamentalmente homogéneo, formado en toda su
    extensión por los mismos elementos.

    Aristóteles trasmitió a la Edad Media la
    visión de un mundo ordenado y armónico, pero bien
    diferenciado en dos partes totalmente distintas: la región
    sublunar que se caracterizaba por ser cambiante y corruptible, y
    la región celeste que era perfecta e inmutable. De acuerdo
    con ese pensador la estructura del Universo estaba perfectamente
    integrada, pues debe recordarse que su modelo homocéntrico
    de esferas cristalinas explicaba el movimiento de
    todos los cuerpos celestes. Esta cosmovisión
    resultó satisfactoria y fácilmente entendible para
    quienes vivían en una sociedad estática y
    fuertemente jerarquizada, lo que explica la enorme influencia y
    larga duración del pensamiento aristotélico durante
    la Edad Media y parte del Renacimiento.

    A pesar del rápido arraigo de la ciencia
    aristotélica, hubo ciertos elementos de su
    cosmovisión que fueron cuestionados y sujetos a una fuerte
    crítica por parte de los teólogos medievales. Esto
    generó grandes debates, como el de la Universidad de
    París durante buena parte del siglo XIII y que
    culminó en el año 1277 con la condena de
    excomunión para quienes enseñaran pública o
    privadamente los textos aristotélicos en esa
    institución.

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    Figura 16. Representación medieval de la
    creación del mundo.

    Estrictamente hablando,
    Aristóteles no produjo ningún modelo
    cosmogónico, ya que para él el mundo era eterno.
    Como no había tenido principio no podría tener fin.
    Este postulado aristotélico causó un rechazo total
    por parte de los teólogos, ya fueran cristianos,
    judíos o musulmanes, pues era evidente que chocaba de
    manera frontal con el episodio supremo de la creación del
    mundo (figura 16). La solución que pensadores tan
    importantes como santo Tomás de
    Aquino (1225-1274) o Maimónides (1135-1204)
    encontraron a ese dilema, fue rechazar dicho postulado bajo la
    base exclusiva de la fe. Así, cuando las teorías
    aristotélicas entraban en conflicto con
    los preceptos bíblicos, se atenían exclusivamente a
    éstos. Por ejemplo, esta fue la actitud que tomaron Juan
    Buridan (1295-1358) y Nicolás de Oresme (1320-1382),
    físicos medievales que analizaron detenidamente la
    posibilidad de que el movimiento diurno fuera causado por una
    verdadera rotación de la Tierra en lugar de pensar en un
    desplazamiento de toda la bóveda celeste en torno a la
    Tierra. En el debate del
    problema aportaron una serie de razonamientos que tendían
    a demostrar que un giro terrestre de oeste a este era equivalente
    a considerar que todas las esferas celestes giraban alrededor de
    nuestro planeta, pero tenía la ventaja de dar como
    resultado un universo más armonioso, evitando
    además la necesidad de introducir una esfera exterior a la
    de las estrellas fijas, que tenía como función
    principal ser el motor primario
    necesario para trasmitir el movimiento a todas las demás.
    A pesar de sus notables argumentos, Buridan y Oresme finalmente
    sostuvieron la inmovilidad de la Tierra pues la fe así lo
    exigía.

    Una vez establecido este compromiso que aseguraba la
    primacía de la Iglesia, hubo
    una reconciliación entre la teología
    judeo-cristiana y la ciencia pagana trasmitida por las obras
    aristotélicas. La complementación fue muy adecuada,
    ya que Aristóteles dejó una descripción física del mundo muy
    completa pero sin una cosmogonía, mientras que las
    Sagradas Escrituras presentaban una cosmogonía
    precisa.

    Los textos de Aristóteles introdujeron en la Europa
    medieval el modelo de las esferas homocéntricas ideado por
    Eudoxio, pero sin su fundamento geométrico y con el
    importante añadido de considerarlas como esferas
    sólidas de naturaleza material. La idea de un universo
    construido por esferas sólidas y cristalinas que
    transportaban a los cuerpos celestes y que servían de
    soporte al mundo, fue un concepto que tuvo
    gran auge durante la Edad Media. De acuerdo con ese esquema, la
    estructura y organización del cosmos se debía a
    que esas esferas y los astros que ellas transportaban ocupaban el
    lugar natural que les correspondía, y que no podían
    estar en ningún otro sitio.

    Los comentaristas cristianos de las obras de
    Aristóteles ya no contaban con la capacidad de manejar los
    conceptos geométricos desarrollados en el
    Almagesto. Analizando las Sagradas Escrituras postularon
    la existencia de tres esferas exteriores a las que ocupaban los
    planetas. La externa era invisible e inmóvil y fue
    denominada la esfera empírea. Según ellos
    servía como morada a los ángeles y a los
    bienaventurados. La esfera de enmedio era perfectamente
    transparente y cristalina. Algunos de esos pensadores la
    identificaron con el Primum Mobile aristotélico, y
    la relacionaron directamente con Dios. La tercera, que era la
    más interna, fue tomada como el firmamento, donde se
    localizaban las estrellas fijas.

    A pesar de tener notables puntos de conflicto, una
    vez que estos fueron superados por los preceptos de la fe, el
    modelo cósmico de Aristóteles fue compatible con
    las Sagradas Escrituras y con las diversas interpretaciones
    teológicas medievales, lo que permitió el largo
    reinado de esas ideas geocéntricas.

    LA TIERRA PLANA Y LOS
    NAVEGANTES INTEROCEÁNICOS

    Una noción contemporánea muy difundida es la que
    asegura que antes de los viajes
    realizados por Colón la gente pensaba que la Tierra era
    plana (figura 17), y que fue él quien primeramente
    señaló que nuestro planeta era en realidad un
    globo. Esto no fue así, pues, como ya se ha visto, desde
    la antigüedad clásica la Tierra fue considerada
    esférica.

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    Figura 17. La Tierra plana, según las ideas
    populares del medievo.

    Los argumentos que
    Aristóteles dio para probar lógicamente la
    esfericidad terrestre fueron tan sólidos que en realidad,
    después de él, no hubo pensadores de importancia
    que apoyaran la existencia de la Tierra plana. Sin embargo, esta
    idea surgió como una consecuencia de la
    interpretación literal que los llamados Padres de la
    Iglesia hicieron de las Sagradas Escrituras. Uno de los primeros
    fue Lactancio (¿1250-1325?), quien en el siglo IV
    atacó mediante diversos escritos a la ciencia y a la
    filosofía helénicas. Sobre bases únicamente
    teológicas criticó con severidad a la física
    aristotélica y se opuso abiertamente a la idea de la
    Tierra esférica. En forma burlona se preguntaba:

    ¿habrá alguien tan extravagante para creer
    que los hombres tienen pies por encima de la cabeza, o lo
    increíble para nosotros, que están colgados
    allá abajo?, ¿que las hierbas y los árboles
    crecen ahí descendiendo, y que las lluvias, los granizos y
    las nieves suben hacia la Tierra?

    Los sucesores
    ideológicos de Lactancio tuvieron por norma la
    interpretación literal de la Biblia, y en especial de
    aquellos pasajes que tenían que ver con aspectos
    cosmogónicos. A través de la Iglesia de Oriente,
    donde fueron más influyentes, trasmitieron su
    visión de la Tierra plana e inmóvil, destacando dos
    puntos notables de la geografía bíblica:
    Jerusalén en el centro, y el paraíso terrenal en la
    periferia. Siguiendo esas ideas durante la Edad Media, la forma
    de nuestro planeta fue plasmada en cartas
    geográficas realmente simples (figura 18), donde el mundo
    plano era mostrado como un círculo dividido en tres partes
    por los ríos Don (Tanais) y Nilo (Nilus) y
    por el mar Mediterráneo. Cada una de las partes obtenidas
    con esta división correspondía a un continente:
    Europa, África y Asia. Al centro
    de todo estaba Jerusalén.

    Esa representación, además de estar de
    acuerdo con lo establecido por el dogma religioso cristiano,
    respondía bien a las exigencias impuestas por el sentido
    común de personas que, o no se desplazaban de su lugar de
    origen, o lo hacían en forma muy limitada. Por estas
    razones no es de extrañar que el modelo de la Tierra plana
    tuviera fuerte arraigo, sobre todo en las capas inferiores de la
    población medieval europea, mientras que
    los más preparados aceptaban la idea griega de la Tierra
    esférica, al menos cuando la consideraban en su contexto
    astronómico.

    John de Mandeville (siglo XIV), autor de un libro de
    viajes llamado
    Itinerarius, publicado en 1485, escribía:

    a la gente sencilla le parece que no se podría ir
    debajo de la Tierra y que se tendría que caer hacia el
    cielo cuando se estuviera por abajo. Pero no puede ser
    así, como tampoco podemos caer hacia el cielo desde la
    Tierra en que estamos. Y si se pudiera caer de la Tierra hacia el
    cielo, con mayor razón la tierra y el mar, que son tan
    grandes y pesados, caerían hacia el firmamento. Pero no
    puede ser, pues no sería caer sino subir.

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    Figura 18. Dos mapas terrestres
    medievales.

    El texto
    astronómico más utilizado por los europeos de la
    alta Edad Media y el Renacimiento
    fue De Sphaera, obra escrita en el siglo XIII por Juan de
    Sacrobosco, quien apegándose a la ortodoxia geocentrista
    trasmitió y reafirmó los conceptos cósmicos
    desarrollados por Aristóteles y Tolomeo. Su influyente
    libro fue ampliamente utilizado en las más importantes
    universidades europeas hasta bien entrado el siglo XVII. En
    él, muchos estudiosos aprendieron que:

    la máquina universal del Mundo está dividida
    en dos regiones, la del éter y la de los elementos. La
    Tierra es como el centro del Mundo; está situada en medio
    de todas las cosas. En torno de la Tierra está el agua; en
    torno del agua
    está el aire; en torno
    del aire
    está ese fuego puro y exento de agitación que, como
    dice Aristóteles en el libro de los Meteoros, alcanza el
    orbe de la Luna. Cada uno de los últimos tres elementos
    rodea la Tierra en forma de capa esférica…

    La ambivalencia entre una
    Tierra esférica y una Tierra plana persistió a lo
    largo de la Edad Media, sin embargo, después de
    considerables esfuerzos intelectuales, los pensadores de ese
    periodo encontraron una manera de conciliar ambas concepciones.
    Manejaron el concepto de una Tierra plana cuando se trataba del
    sitio que habitaban, mientras que al hablar de la escala
    cósmica consideraban a la Tierra esférica.

    Durante los últimos años del siglo XV y
    primeros del XVI surgió una discusión que,
    basándose en los nuevos descubrimientos geográficos
    buscó determinar la forma verdadera de nuestro planeta.
    Esa discusión, que tuvo muchos elementos
    filosóficos y teológicos habría de ser
    resuelta en forma definitiva por las expediciones de los grandes
    navegantes.

    Dos fueron los viajes concluyentes para resolver el
    problema de la forma de la Tierra. El primero y sin lugar a dudas
    el que mayores cambios conceptuales causó fue el realizado
    en 1492 por Cristóbal Colón (ca. 1446-1506),
    quien mediante su hazaña demostró que era posible
    viajar hacia Occidente, que había otras tierras habitadas,
    y que los pobladores de éstas vivían incluso en
    zonas donde el dogma establecía que no era posible la vida
    humana.

    A pesar de que Colón no parece haberse percatado de
    la magnitud de sus descubrimientos, sus viajes demostraron que
    las dimensiones terrestres trasmitidas desde la antigüedad,
    y que por muchos siglos fueron consideradas correctas, en
    realidad eran considerablemente diferentes de las verdaderas.
    Como consecuencia directa de los viajes colombinos, para los
    europeos el mundo se ensanchó y se hizo más
    complejo, lo que necesariamente tuvo repercusiones profundas que
    a corto plazo obligaron a filósofos y científicos a
    replantearse la interpretación de la naturaleza.

    El segundo fue el viaje de circunnavegación que
    inició Fernando de Magallanes (1470-1521) en 1519, el cual
    concluyó, tras la muerte de
    este capitán portugués, Juan Sebastián
    Elcano (1476-1526) en 1522. La realización de este viaje
    fue la prueba irrefutable de la esfericidad terrestre (figura
    19).

    Un resultado secundario de este viaje que tuvo gran
    importancia para la astronomía fue que los europeos vieron
    por primera vez completo el hemisferio sur celeste, región
    en la que la Vía Láctea muestra gran
    riqueza de detalles. Durante ese viaje se observó por
    primera vez las ahora llamadas Nubes de Magallanes, dos
    brillantes conglomerados de aspecto difuso muy claramente
    localizados en el cielo austral, cuya naturaleza habría de
    establecerse apenas en el siglo XX.

    El descubrimiento de un considerable número de
    estrellas brillantes sólo visibles desde el hemisferio sur
    terrestre obligó a los astrónomos a formar nuevas
    constelaciones, evidentemente diferentes de las que habían
    surgido entre los caldeos, egipcios y griegos, quienes no
    conocieron esa parte de la bóveda celeste. La belleza del
    cielo austral impresionó mucho a los navegantes, quienes
    rápidamente aprendieron a utilizar sus estrellas para
    orientarse en tan largos y peligrosos viajes.

    Al margen de la discusión teórica sobre la
    forma y dimensiones de la Tierra, las audaces empresas de los
    navegantes interoceánicos favorecieron las primeras
    aplicaciones prácticas del saber astronómico. Tanto
    italianos como alemanes desarrollaron durante el siglo XV
    diversos aspectos de la observación astronómica.
    Tal fue el caso de la construcción de tablas astronómicas
    más precisas pero a la vez más sencillas, cuyo uso
    permitía que los navegantes pudieran trazar
    fácilmente los mapas de las
    rutas que estaban explorando.

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    Figura 19. Planisferio elaborado en 1542 donde fue
    marcada la ruta de navegación seguida por la
    expedición de Magallanes.

    Otra consecuencia directa de los
    descubrimientos hechos por los grandes navegantes fue el cambio en el
    enfoque social tradicional de la astronomía, pues a partir
    de ellos adquirió una dimensión diferente por los
    efectos económicos y políticos de tales
    descubrimientos. Así, conscientes de los beneficios que
    esta nueva manera de entender los estudios astronómicos
    podía tener, los monarcas de naciones como España,
    Portugal, Holanda, Inglaterra y
    Francia se
    apresuraron a fundar escuelas náuticas, donde
    además de preparar a sus navegantes en los aspectos
    prácticos de esa profesión, se les
    enseñó por primera vez la materia de
    cosmografía,30
    en forma
    académica y bajo programas de
    estudio bien establecidos. La necesidad de resolver problemas como
    el de la posición precisa de un barco en altamar, o de
    contar con instrumentos de navegación confiables sirvieron
    para promover nuevos métodos de
    observación y de análisis, que a su vez enriquecieron la
    fundamentación teórica de la astronomía.
    Todo ello generó un fuerte crecimiento de esta disciplina, lo
    que logró desligaría de todo el bagaje
    astrológico con que había convivido por
    milenios.

    EL FIN DE UNA
    ÉPOCA

    Durante un periodo tan largo como el de la Edad Media
    fue natural que surgieran en Europa pensadores que, sin
    cuestionar las enseñanzas de la Iglesia, sí
    trataran de criticar algunos de los principios de la
    ciencia aristotélica. Tal fue el caso de los ya
    mencionados Juan Buridan y Nicolás de Oresme Esa actitud
    comenzó a cobrar mayor fuerza a
    partir del siglo XIV y ya no paró hasta desembocar en la
    revolución
    científica que tuvo lugar durante el
    Renacimiento.

    Uno de los hombres más notables del periodo de
    transición entre esas dos épocas fue Nicolás
    de Cusa (1401-1464), quien se distinguió
    prácticamente en todas las áreas del conocimiento
    que por entonces se cultivaban. Sus discusiones
    filosóficas en contra de la existencia de un cosmos
    perfecto, esférico y finito lo hacen uno de los
    precursores de la visión moderna del Universo. Su obra
    más importante, De Docta Ignorantia ("La docta
    ignorancia") contiene afirmaciones de importancia para el tema
    que nos interesa. En ese texto considera que la Tierra es un
    planeta más, que se mueve como los otros. Al asegurar "que
    la Tierra es una noble estrella" [planeta], rompió en
    forma radical la idea aristotélica de dos mundos
    totalmente distintos y separados: el terrestre y el celeste.
    Además, dejó de considerar a la Tierra como el
    centro cósmico, ya que pensaba que el Universo no estaba
    limitado por una esfera exterior perfecta, impenetrable y
    cristalina, de radio finito y
    centro fijo, y creía que el cosmos no tenía
    fronteras y que su forma era indeterminada. En esa obra
    Nicolás de Cusa afirmó que "el Universo no es
    infinito y sin embargo no puede ser concebido como finito, ya que
    no hay límites
    dentro de los cuales se encuentre".

    Con un enfoque diferente del de los filósofos,
    los astrónomos del siglo XV aportaron datos que
    habrían de ser utilizados posteriormente para cuestionar
    la validez del universo aristotélico. Entre los más
    notables se encuentran Paolo del Pozzo Toscanelli (1397-1482) y
    Georg von Peurbach (1423-1461).

    Toscanelli fue médico de profesión.
    Destacó como astrónomo, matemático y
    geógrafo. Lo mencionamos porque, aunque realmente no hizo
    intentos de teorizar sobre el origen y estructura del Universo,
    sus observaciones fueron muy valiosas para quienes sí lo
    hicieron. Su cuidadosa información de los cometas
    aparecidos en los años 1433,1449, 1456, 1457 y 1472 fue de
    gran importancia, pues sus datos y dibujos sobre
    las posiciones de esos objetos fueron muy exactas para su
    época. Por otra parte, Peurbach fue el primero que
    trató de establecer a qué distancia de la Tierra se
    encontraban los cometas y, aunque de sus datos concluyó
    que se hallaban por debajo de la esfera lunar,
    señaló el camino a seguir para determinar tales
    distancias. Esta técnica resultaría muy útil
    en los siguientes siglos, ya que permitió demostrar que
    los cometas eran en realidad cuerpos celestes.

    Los trabajos iniciados por estos dos observadores
    habrían de servir para que los científicos de los
    siglos XVI y XVII mostraran que los cometas se movían en
    órbitas localizadas más allá de la Luna, lo
    que ayudó a echar por tierra el esquema del cosmos
    aristotélico, propiciando el fin de una larga época
    en que el conocimiento científico estuvo supeditado al
    interés
    religioso.

    HELIOCENTRISMO

    INTRODUCCIÓN

    LA RENOVACIÓN de la astronomía iniciada
    a fines del siglo XV tuvo mucho que ver con los viajes
    interoceánicos, pero también con el flujo de ideas
    y textos que hubo en Europa después de la invención
    de la imprenta de tipos móviles. Esos acontecimientos
    afectaron prácticamente todo el conocimiento de aquella
    época, aunque en algunas disciplinas los cambios
    ocurrieron en forma más rápida. La
    astronomía junto con las matemáticas fueron las que
    se desarrollaron con mayor rapidez. Los cambios sufridos por la
    primera tuvieron repercusión directa en la forma en que
    el hombre
    entendía al mundo, por lo que no resulta exagerado afirmar
    que la nueva visión que se forjó de la naturaleza
    fue propiciada en gran medida por las investigaciones
    astronómicas entonces emprendidas.

    Esa época ha sido señalada como el
    principio del Renacimiento, pues fue entonces cuando se
    inició el redescubrimiento de la cultura de la Grecia
    clásica. En pocos años la producción masiva de textos en latín
    puso al alcance de los estudiosos las principales obras
    filosóficas y científicas de la
    antigüedad.

    Como se verá en este capítulo, en la
    astronomía no solamente hubo mejoras en los métodos de
    observación y de cálculo,
    sino que se inició una verdadera revolución
    que culminó con el abandono de ideas y conceptos
    equivocados que tuvieron vigencia por más de un
    milenio.

    COPÉRNICO Y
    EL DESPERTAR CIENTÍFICO

    Al finalizar el siglo XV e iniciar el XVI la
    astronomía era la única ciencia que había
    acumulado un vasto conjunto de datos, básicamente debido a
    su uso naútico y geográfico, aunque también
    a la larga tradición astrológica. Ese acervo,
    combinado con los nuevos y más precisos métodos
    matemáticos entonces desarrollados, comenzó a
    demostrar que cuando se intentaba determinar posiciones
    planetarias con exactitud, el modelo geocéntrico
    presentaba serias deficiencias. Astrónomos destacados como
    Peurbach y Johannes Müller (1436-1476), mejor conocido como
    "el Regiomontano", realizaron esfuerzos importantes para mejorar
    las viejas tablas astronómicas construidas durante el
    siglo XIII, y aunque lograron adecuarlas parcialmente a las
    nuevas observaciones, no resolvieron el problema de su falta de
    precisión (figura 20).

    En 1473 se publicó la obra astronómica
    más importante de Peurbach llamada Novae Theoricae
    Planetarum
    ("Nuevas teorías planetarias"). En ella se
    exponía por primera vez desde que se inició la Edad
    Media la teoría
    de los epiciclos utilizada por Tolomeo en el Almagesto.
    Desde esa fecha el nuevo texto fue utilizado por quienes pensaban
    que el lenguaje
    matemático era necesario para estudiar el movimiento de
    los astros. Entre otros méritos, ese libro es el primer
    escrito astronómico de carácter
    técnico producido en Europa occidental (figura 21). Al
    escribirlo Peurbach buscó actualizar el contenido del
    Almagesto, introduciendo la información que se
    había ido acumulando al paso del tiempo.

    Con el fin de disponer de una copia del Almagesto
    lo más apegada al original, Peurbach viajó a
    Italia buscando
    manuscritos de esa obra. Lo acompañó Regiomontano,
    quien fue su alumno y colaborador. Ahí comenzaron a
    trabajar sobre una versión del Almagesto que
    había sido traducida en 1175 del árabe al
    latín por el notable traductor de obras científicas
    y filosóficas del siglo XII, Gerardo de Cremona (m 1187).
    Al morir Peurbach, Regiomontano siguió con ese trabajo y
    lo terminó alrededor de 1463; sin embargo, no fue
    publicado hasta 1496 en Venecia, bajo el nombre de Epitome in
    Almagestum
    . Esta obra resultó ser más que una
    simple revisión del Almagesto, ya que
    incluyó nuevas observaciones, exámenes y
    adecuación de los cálculos, así como
    comentarios críticos a la teoría de los movimientos
    lunares desarrollada por Tolomeo, todo esto expresado en lenguaje
    técnico. Gran importancia tuvo el análisis que de la teoría lunar se
    hizo en el Epítome, pues sirvió para mostrar
    que no todo lo contenido en el Almagesto era correcto, lo
    cual ayudó a desmitificar esa obra.

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    Figura 20. Tabla numérica
    elaborada por Regiomontano para ayudar en los cálculos
    astronómicos.

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    Figura 21. Dos páginas del
    texto Novae Theoricae Planetarum donde se ilustran
    cálculos de eclipses y órbitas planetarias.

    Entre los lectores de esos dos textos se
    encontraba Nicolás Copérnico (1473-1543),
    astrónomo polaco que habría de dar el gran paso
    para renovar la astronomía. Aunque antes de él hubo
    otros personajes que analizaron el posible movimiento terrestre,
    Copérnico no lo hizo en forma especulativa, y se
    situó en el mismo terreno técnico en el que Tolomeo
    había escrito el Almagesto; para esto
    aprovechó lo mejor de su geometría
    planetaria, eliminando los aspectos dudosos de esa teoría.
    El trabajo de
    Copérnico siguió el orden y la forma utilizados en
    el Almagesto. Bajo ese modelo escribió un verdadero
    tratado de astronomía y no un discurso
    filosófico sobre los movimientos de la Tierra.

    Los conceptos que Copérnico expuso en su obra
    más importante, De revolutionibus orbium coelestium
    ("Sobre las revoluciones de las esferas celestes"), contribuyeron
    a cimentar una nueva forma de entender los fenómenos
    celestes, rompiendo con dogmas que habían perdurado por
    más de 1500 años. La tesis
    heliocéntrica, piedra angular expresada por
    Copérnico en esa obra, no sólo cambió el
    lugar de la Tierra en el contexto cósmico mediante un mero
    artificio matemático muy conveniente para simplificar los
    cálculos de los diferentes movimientos planetarios, sino
    que atacó la esencia misma de la antigua forma de entender
    el mundo que, como ya se ha dicho, estaba totalmente apoyada en
    una visión de perfección e inmutabilidad de los
    fenómenos celestes.

    La diferencia entre las propuestas especulativas hechas en
    los siglos XV y XVI en torno a un nuevo modelo del
    mundo, y la trascendencia de la concepción
    heliocéntrica de Copérnico, tuvo mucho que ver con
    la manera que éste utilizó para presentar su
    cosmovisión, ya que empleó un análisis
    matemático considerablemente elaborado y de gran
    complejidad técnica que respondía a un preciso
    programa
    astronómico. En De revolutionibus orbium
    coelestium,
    publicado por primera vez en 1543,
    Copérnico realizó un tratamiento sistemático
    de aquellos fenómenos celestes que de forma directa o
    indirecta tenían que ver con su tesis central,
    que en esencia se refería a los movimientos de la Tierra.
    Copérnico fue el primero que presentó una
    teoría completa en la que se mostraba que los movimientos
    observados de los cuerpos celestes en general no eran reales,
    sino reflejo directo de la rotación y traslación de
    la Tierra.

    Para probar la validez de sus afirmaciones Copérnico
    acudió al cálculo
    preciso apoyándose en deducciones geométricas
    exactas (figura 22). Mediante el análisis de las
    observaciones y los datos que tenía disponibles
    explicó el desplazamiento de los planetas en la
    bóveda celeste, mostrando la estructura que debía
    tener el cosmos. En su obra principal, formada por seis libros
    (capítulos), dedicó el primero a fundamentar el
    modelo heliocéntrico. Los cinco restantes los
    utilizó para desarrollar los cálculos
    matemáticos que apoyan su teoría. Copérnico
    no solamente postuló un sistema de
    esferas que giraban alrededor del Sol, en el cual la Tierra era
    un planeta que además de trasladarse en torno a
    éste rotaba sobre su propio eje. También
    demostró en forma muy detallada, bajo esa hipótesis, que su sistema era capaz
    de explicar todas las observaciones astronómicas
    disponibles.

    Los postulados fundamentales expresados por
    Copérnico al principio de su libro fueron: "Que el Mundo
    es esférico. Que la Tierra también es
    esférica. Que la Tierra junto con el agua de los
    océanos forma un globo. Que el movimiento de los cuerpos
    celestes es igual, circular y perpetuo, o sea, compuesto de
    movimientos circulares." Estas premisas fueron justificadas
    ampliamente. También en el primer capítulo del
    De revolutionibus discute el porqué "la Tierra
    tiene un movimiento circular y el lugar que ocupa". Igualmente
    analiza las dimensiones del Universo, y lo considera finito, pero
    inmenso comparado con el tamaño de la Tierra. Fundamenta
    ampliamente por qué no considera a nuestro planeta como el
    centro del Universo, y demuestra la insuficiencia de los
    argumentos geocentristas de los antiguos. En el inciso IX de ese
    primer capítulo establece los diferentes movimientos de la
    Tierra, mientras que en el X, finalmente analiza el orden de los
    cuerpos celestes, estableciendo el que todos conocemos (figura
    23):

    La primera y más alta de todas es la esfera de las
    estrellas fijas que, conteniéndose a sí misma y a
    todo lo demás, por eso es inmóvil y es el lugar del
    Universo a donde se refiere el movimiento y posición de
    todas las otras estrellas. Porque, al contrario de lo que otros
    juzgan, que también ella cambia, nosotros asignaremos a
    esa apariencia otra causa al hacer la deducción del
    movimiento terrestre. Sigue Saturno, primero de los errantes, que
    completa su circuito en 30 años. Después viene
    Júpiter con su revolución de 12 años. Luego
    Marte, que da su vuelta en dos años. El cuarto lugar en
    orden lo tiene la Tierra, por hacer su revolución en un
    año con la esfera lunar contenida como epiciclo. El quinto
    corresponde a Venus que regresa en nueve meses. El sexto y
    último sitio lo ocupa Mercurio, que completa su giro en un
    periodo de 80 días. Y en el centro de todos reposa el
    Sol…

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    Figura 22. Página del texto de
    Copérnico donde presenta cálculos de sus estudios
    de los movimientos planetarios.

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    Figura 23. Modelo heliocéntrico del Universo
    según dibujo que
    aparece en el manuscrito del Revolutionibus.

    Es muy importante hacer notar que la representación
    del modelo heliocéntrico de Copérnico ratifica que
    éste atribuía el movimiento diurno a la
    rotación de la Tierra en torno a su eje. Si nos fijamos en
    la figura 23 se verá que el círculo exterior que
    representa a la esfera de las estrellas fijas dice stellarum
    fixarum sphaera imovilis,
    que literalmente significa "esfera
    inmóvil de las estrellas fijas", así que aun cuando
    Copérnico conservó la representación de las
    esferas para explicar los movimientos planetarios, hay una
    diferencia fundamental respecto al modelo geocéntrico. En
    el trabajo de
    Tolomeo la esfera de las estrellas fijas debía realizar
    una rotación completa diariamente para justificar la
    sucesión del día y la noche, mientras que en el
    sistema copernicano esa esfera permanece inmóvil,
    así que el día y la noche son el resultado directo
    de la rotación terrestre.

    Éstas son en esencia las ideas expresadas por
    Copérnico, quien a pesar de haber propiciado toda una
    revolución en el pensamiento occidental no pudo escapar
    completamente a la influencia de los pensadores griegos, ya que
    como se ha dicho conservó en su modelo las órbitas
    circulares, el movimiento uniforme y la idea de un universo
    esférico y finito. Sin embargo, desde un punto de vista
    práctico, sí simplificó grandemente los
    cálculos, pues al considerar que la Tierra es la que
    está en movimiento pudo eliminar un número
    considerable de los círculos que Tolomeo y sus seguidores
    necesitaban para representar adecuadamente el movimiento de los
    planetas. Así, por ejemplo, la discusión de
    Copérnico sobre las retrogradaciones y los puntos
    estacionarios mostrados en los trayectos orbitales de Marte,
    Júpiter y Saturno, planetas exteriores a la Tierra en el
    modelo heliocéntrico, es sencilla si se le compara con los
    intentos de solución del mismo problema en la
    teoría geocéntrica. Esto dio como resultado que
    para describir completamente los movimientos de todos los
    planetas, Copérnico sólo necesitara un total de 34
    círculos, mientras que los mismos cálculos
    realizados bajo los supuestos de Tolomeo requerían al
    menos de 79.

    El periodo heliocéntrico de los planetas sirvió a Copérnico
    para fijar su distribución en el cosmos. Para Mercurio
    resultó ser de 80 días. Para Venus de siete meses,
    mientras que para Marte tiene un valor de dos
    años. Para Júpiter alcanza los 12 años y
    para Saturno es de 30. El periodo heliocéntrico de la
    Tierra queda comprendido entre el de Venus y el de Marte, pues es
    de un año. Copérnico utilizó esos valores para
    determinar la distancia que los planetas tienen respecto al Sol,
    asociando correctamente el crecimiento de esa cantidad con el
    aumento de su distancia al centro del sistema. Fue así que
    Copérnico construyó el diagrama de la
    figura 23, donde en torno al Sol gira primero Mercurio, luego
    Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Por su propia
    naturaleza, este orden explica por qué Mercurio y Venus
    aparecen siempre cercanos al Sol (Mercurio más que Venus),
    mientras que Marte, Júpiter y Saturno no están
    constreñidos a desplazarse de esa forma. Además,
    elimina las complicaciones de considerar la Luna como un planeta,
    reduciéndola a su verdadera categoría de
    satélite terrestre. La hipótesis heliocéntrica da, por
    tanto, un esquema congruente con las observaciones.

    Copérnico comprendió que las distancias de
    cada planeta al Sol podrían hallarse mediante
    cálculos sencillos que podían expresarse en
    términos del valor del
    radio de la
    órbita terrestre, por lo que, en principio, si se
    conociera esa distancia sería posible determinar las
    dimensiones de todo el Sistema Solar.
    Por su importancia como patrón de medida en la escala planetaria
    esa distancia después fue llamada unidad
    astronómica
    Aunque
    Copérnico intentó determinar su valor absoluto, los
    resultados que obtuvo no fueron satisfactorios, razón por
    la que solamente dejó indicadas las dimensiones del
    sistema planetario en lo que se refiere a la distancia
    Tierra-Sol. Copérnico consideró que la UA era igual
    a 1179 radios terrestres, valor que no representó un
    cambio
    sustancial en las dimensiones del Universo, ya que el
    tamaño que se manejó desde la época de
    Tolomeo era de 1210 radios terrestres.

    Otra aportación importante del trabajo de
    Copérnico fue la metodología que utilizó para derivar
    los parámetros planetarios necesarios para sus
    cálculos, ya que mostró en forma clara los pasos
    matemáticos que había que seguir, desde las
    observaciones hasta la obtención de los
    resultados.

    La aceptación de los conceptos copernicanos no fue
    inmediata, pues tuvieron que pasar bastantes años para que
    finalmente fueran asimilados en forma generalizada, y aunque hubo
    astrónomos que lo siguieron, como su alumno Georg Joaquin
    Rethicus (1514-1574), quien en su Narratio Prima
    defendía el modelo heliocéntrico, o como Erasmo
    Reinhold (1511-1553), quien utilizó los datos y la
    metodología mostrados en el De
    Revolutionibus
    para publicar en 1551 las Tabulae
    Prutenicae
    ("Tablas prusianas") donde calculaba las
    posiciones planetarias de acuerdo con ese modelo, fue necesario
    desarrollar nuevos instrumentos de
    medición y técnicas
    de observación más precisas que permitieran
    acumular datos suficientes para que investigadores de la talla de
    Kepler y Galileo encontraran apoyos teóricos y
    observacionales incuestionables en favor del universo
    copernicano.

    Mientras eso sucedía, el trabajo de Copérnico
    fue atacado públicamente por gente como Melanchton
    (1497-1560), un teólogo alemán que se quejó
    porque se permitía la publicación de ideas tan
    descabelladas, o por el reformador Martín Lutero
    (1483-1546), quien calificó a Copérnico de loco por
    afirmar que la Tierra se movía, pues las Sagradas
    Escrituras eran muy claras al decir que fue el Sol el que se
    detuvo por mandato divino. También fue cuestionado por la
    mayoría de los astrónomos, quienes insistían
    en que si la Tierra estuviera trasladándose alrededor del
    Sol, tendría que verse en forma clara que las estrellas
    cambiaban su posición relativa, ya que el ángulo de
    visión del observador sería diferente cuando la
    Tierra se encontrara en partes distintas de su órbita
    (figura 8). Los defensores del geocentrismo siempre argumentaron
    esta idea como prueba de que la Tierra estaba inmóvil: la
    imposibilidad que los observadores tenían para determinar
    el cambio en la posición relativa de las
    estrellas.

    No todo quedó en ataques verbales o escritos pues,
    como bien sabemos, durante el proceso de cambio y
    asimilación provocado en buena medida por las ideas de
    Copérnico, la intolerancia religiosa volvió a
    campear en las discusiones, cobrando víctimas como
    Giordano Bruno (ca. 1548-1600), quien en 1600 fue quemado
    vivo en Roma por haber
    contravenido el dogma cristiano, afirmando que el Universo era
    infinito y que el Sol era una estrella más, de donde
    infería la posibilidad de que hubiera una cantidad
    "innumerable de Tierras habitadas".

    TYCHO BRAHE Y EL PRIMER OBSERVATORIO
    ASTRONÓMICO

    Descendiente de una familia noble,
    Tycho Brahe (1546-1601) fue educado de acuerdo con sus futuras
    responsabilidades, por lo que se le envió a la Universidad de
    Copenhague para que estudiara leyes. Sin embargo, desde joven
    manifestó gran interés por la astronomía,
    ciencia a la que habría de dedicar toda su vida de adulto,
    introduciendo en ella la necesidad de la
    precisión.

    El primer trabajo astronómico realizado por Tycho lo
    hizo en agosto de 1563. Consistió en observar una
    conjunción de los
    planetas Júpiter y Saturno. Una vez que realizó las
    mediciones correspondientes, se dio cuenta de que las posiciones
    registradas en las efemérides y almanaques entonces
    existentes eran poco exactas, ya que según éstas la
    ocurrencia del evento difería varios días de la
    fecha en que realmente había sucedido. Esto lo
    motivó a dedicarse de lleno a la observación
    astronómica, buscando en todo momento realizar mediciones
    lo más precisas posibles, pues su intención
    primaria fue acumular datos suficientes para publicar nuevas y
    mejores tablas astronómicas.

    Después de varios años de viajar por Europa
    se instaló en la isla de Hven bajo la protección
    del rey danés Federico II. En ese lugar inició la
    construcción del primer observatorio
    astronómico profesional moderno, al que llamó
    Uraninburgo. Ahí se rodeó de asistentes e
    instaló los instrumentos más exactos hasta entonces
    construidos. Estos eran grandes y fijos, lo que los hacía
    muy estables y de fácil manejo. Tenían escalas
    graduadas tan grandes como fue posible hacerlas, que
    permitían a los observadores realizar lecturas angulares
    de incluso fracciones de grado de la posición de los
    astros bajo estudio.

    Entre sus instrumentos de
    medición destacaba un gigantesco cuadrante mural hecho
    de madera y
    montado sobre una pared orientada en dirección norte-sur (figura 24). El radio
    de ese aparato era de casi 1.8 metros y las graduaciones de sus
    escalas permitían lecturas de minutos de arco.
    Además, mediante un sencillo dispositivo mecánico
    que agregó a las reglas de su instrumento, Tycho introdujo
    subdivisiones aún más pequeñas entre las
    marcas
    consecutivas de esas escalas, que permitieron a su equipo medir
    posiciones de los cuerpos celestes con una precisión de
    cinco segundos de arco (0.0014 grados). Sin lugar a dudas esa
    exactitud no había sido alcanzada nunca antes, por lo que
    las observaciones de Tycho resultaron muy valiosas.

    Además de compilar un catálogo estelar donde
    daba las posiciones precisas de 777 estrellas, Tycho
    realizó observaciones que habrían de ser
    fundamentales en el proceso de sustitución de la
    visión aristotélica de un universo
    geocéntrico perfecto formado por esferas cristalinas
    sólidas.

    En noviembre de 1572 Tycho fue sorprendido por la
    aparición de una estrella nueva. Por ser conocedor
    de los objetos de la bóveda celeste se dio cuenta de
    inmediato que en la posición donde estaba el cuerpo
    recién descubierto no había antes ninguna estrella.
    Tras medir cuidadosamente la posición de ese astro, al que
    denominó nova,
    estableció que se encontraba a enorme distancia de la
    Tierra, ubicándola en la esfera de las estrellas fijas
    (figura 25). Esto significó un fuerte golpe para la
    cosmogonía aristotélica pues, como ya se ha
    señalado, el filósofo griego había
    establecido que en esa esfera no podía haber cambios de
    ningún tipo.

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    Figura 24. Representación del gran cuadrante
    mural construido por Tycho Brahe.

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    Figura 25. Mapa celeste donde Tycho
    Brahe mostró la localización de la nova de
    1572.

    La distancia mínima
    que Tycho estimó para esa nova fue de 14 000 radios
    terrestres, esto es unas 12 veces la distancia Tierra-Sol por
    él aceptada. La importancia de ese resultado radica en que
    fue la primera estimación observacional moderna de la
    distancia a las estrellas. Otras consideraciones fundamentalmente
    relacionadas con la precisión con la que sus instrumentos
    podían medir las posiciones de los cuerpos celestes lo
    llevaron a establecer finalmente que las estrellas fijas en
    realidad deberían encontrarse a una distancia de 26 000
    radios terrestres, lo que dio al cosmos dimensiones nunca antes
    imaginadas.

    Otro resultado observacional logrado por Tycho, quien
    atacaba frontalmente la visión aristotélica del
    cosmos, fue el que obtuvo del estudio de las trayectorias
    seguidas por diversos cometas, y en especial por el que se
    observó en 1577. En ese año brilló sobre el
    cielo europeo un cometa de enorme e impresionante cola
    fácilmente visible por las madrugadas. Según lo que
    afirmaba Aristóteles, esos cuerpos debían su
    existencia a fenómenos metereológicos que
    ocurrían en la región sublunar, y su origen era la
    inflamación de exhalaciones secas y calientes provenientes
    de la Tierra.

    De nuevo, las cuidadosas observaciones y mediciones de
    Tycho demostraron que ese cometa se encontraba más
    allá de la Luna, contradiciendo así lo establecido.
    Pero además, sus datos indicaban sin lugar a dudas que el
    cometa se movía en forma tal que, de existir las esferas
    concéntricas, sólidas y cristalinas que
    según Aristóteles daban soporte al mundo, ese
    cuerpo celeste las estaría atravesando durante su viaje,
    lo que tampoco era posible, según la ortodoxia.

    El prestigio que ya entonces tenía Tycho como
    astrónomo, observador cuidadoso y muy preciso no
    permitía dudar de la calidad de sus
    datos, por lo tanto, las observaciones que hizo de la nova y del
    cometa de 1577 socavaron la cimentación del universo
    geocéntrico sostenido por los aristotélicos. A
    pesar de ello, el modelo heliocéntrico elaborado por
    Copérnico no fue aceptado por Tycho, y es que él se
    consideraba el mejor observador de su tiempo, y no había
    podido medir los desplazamientos estelares que deberían de
    observarse si la Tierra estuviera en movimiento. Y aunque
    aceptó que la esfera de las estrellas fijas estaba muy
    alejada de nosotros, sus estimaciones de las dimensiones
    cósmicas fueron menores que las del modelo
    heliocéntrico de Copérnico.

    Tycho realizó cálculos siguiendo el método de
    Copérnico para determinar a qué distancias se
    hallaban las estrellas fijas. Encontró que, según
    el modelo de ese autor, deberían estar cuando menos a una
    distancia 3 500 veces mayor que el diámetro de la
    órbita terrestre. Puesto que él estimaba que la UA
    era igual a 1182 radios terrestres, resultaba que las estrellas
    fijas deberían encontrarse al menos a 8 000 000 de esos
    radios, lo cual resultaba inadmisible para Tycho, pues sus
    propias estimaciones del tamaño del Universo solamente le
    daban un valor de 14 000 radios terrestres.

    Ante esa situación Tycho construyó un nuevo
    modelo para representar los movimientos de los cuerpos celestes.
    En él dejó a la Tierra fija en el centro del
    Universo, punto que también consideró como el
    centro de las órbitas circulares de la Luna y del Sol. A
    su vez, éste fue considerado el centro de las
    órbitas circulares de los cinco planetas. En su esquema,
    Mercurio y Venus se movían en órbitas cuyos radios
    eran menores que el de la órbita solar, mientras que las
    trayectorias seguidas por Marte, Júpiter y Saturno eran
    mayores, lo que les permitía encerrar la Tierra (figura
    26).

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    Figura 26. El universo de acuerdo a la
    hipótesis de Tycho Brahe.

    Como en ese modelo los
    planetas no estaban atados a ninguna esfera sólida, no
    había ningún problema de que las órbitas de
    Marte y el Sol se intersectaran, pues en realidad éstas
    eran sólo representaciones geométricas. Desde este
    punto de vista tampoco había dificultad con las
    trayectorias seguidas por los cometas, pues al no haber esferas
    sólidas y cristalinas no había cuerpos
    impenetrables en el cosmos que impidieran a esos objetos moverse
    en las órbitas observadas. Matemáticamente, esta
    nueva representación del cosmos explicaba el movimiento
    planetario en forma similar a como lo había hecho
    Copérnico, sólo que guardaba las apariencias y
    evitaba las objeciones derivadas de
    considerar a la Tierra en movimiento. Aunque el modelo de Tycho
    fue aceptado por aquellos que se aferraban a los preceptos
    teológicos, realmente ya había sido superado por el
    heliocéntrico que, como se verá a
    continuación, pronto tuvo seguidores que ayudaron a
    consolidarlo. El modelo de Tycho fue esencialmente el mismo que
    más de 1 000 años antes había propuesto
    Heráclides del Ponto (véase la figura 6), e igual
    que sucedió con la obra de ese pensador griego, el de
    Tycho no tuvo mayor trascendencia.

    GALILEO, SUS INSTRUMENTOS Y
    OBSERVACIONES

    Galileo Galilei (1564-1642) es sin lugar a dudas uno de los
    científicos más importantes de toda la historia humana. Sus
    trabajos contribuyeron de manera fundamental a establecer las
    bases de la ciencia tal y como ahora la conocemos. Dentro de su
    amplia gama de intereses científicos dos fueron los temas
    centrales de su trabajo: el estudio experimental del movimiento y
    la justificación del sistema heliocéntrico. Sus
    investigaciones sobre el primero fueron decisivas
    y sirvieron para que la física se convirtiera en una
    ciencia experimental y dejara de ser una disciplina de
    carácter especulativo. Por lo que se
    refiere al segundo tema, sus observaciones aportaron elementos de
    prueba definitivos sobre la validez del modelo
    heliocéntrico, mientras que sus publicaciones en defensa
    de la obra de Copérnico contribuyeron grandemente para que
    éste fuera conocido de una manera más amplia
    (figura 27).

    Si bien Galileo no fue el inventor del telescopio, sí
    fue el primero que lo usó para realizar observaciones
    astronómicas sistemáticas, por lo que puede
    afirmarse que fue el iniciador de la astronomía
    observacional moderna. Tras conocer la existencia de este aparato
    óptico, Galileo construyó algunos muy sencillos,
    que a pesar de sus limitaciones le permitieron obtener datos que
    habrían de convertirse en pruebas
    fundamentales para apoyar la validez del modelo
    heliocéntrico.

    En 1609 inició sus observaciones telescópicas, y
    sólo seis meses después publicaba el libro
    Sidereus nuncius ("El mensajero de los astros"), en el que
    describía importantes descubrimientos. En esa obra,
    aparecida en 1610, dio a conocer la existencia de
    cráteres, valles y montañas en la Luna
    También reportó la existencia de cuatro
    pequeños cuerpos que giraban en torno a Júpiter, y
    el hecho de que la Vía Láctea se encontraba formada
    por un sinnúmero de estrellas.

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    Figura 27. Modelo heliocéntrico presentado
    por Galileo. Respecto a trabajos previos del mismo tipo, tiene la
    particularidad de mostrar las órbitas de los satélites
    de Júpiter descubiertos por él.

    Al observar a través del telescopio grupos estelares
    conspicuos se dio cuenta de que el número de estrellas que
    podía ver mediante el uso de dicho instrumento aumentaba
    de manera considerable. Por ejemplo, en la región de
    Orión, donde a simple vista se podían identificar
    nueve estrellas brillantes, pudo contar más de 500 (figura
    28). Lo mismo le ocurrió cuando estudió las
    Pléyades.

    En El mensajero nos dice:

    Lo que, en tercer lugar, he observado, es la esencia o
    materia de la
    Vía Láctea, la cual —mediante el
    anteojo— se puede contemplar tan nítidamente que
    todas las discusiones, martirio de los filósofos durante
    tantos siglos, se disipan mediante la comprobación ocular,
    al mismo tiempo que nos vemos librados de inútiles
    disputas. En efecto, la Galaxia no es sino un cúmulo de
    innumerables estrellas diseminadas en agrupamientos; y cualquiera
    que sea la región de ella a la que dirijamos el anteojo,
    inmediatamente se ofrece a la vista una cantidad inmensa de
    estrellas, muchas de las cuales se muestran bastante grandes y
    resultan muy visibles; aunque la multitud de las pequeñas
    es absolutamente inexplorable.

    En este sencillo párrafo
    se encuentra la primera descripción correcta y no especulativa de
    la constitución misma de nuestra galaxia. Es
    una descripción que evita todo tipo de discusión, y
    a la vez que informa de manera simple sobre los componentes de la
    Vía Láctea, trasmite el sentimiento de un universo
    muy extenso.

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    Figura 28. Parte de la constelación de
    Orión según las observaciones telescópicas
    de Galileo efectuadas en 1609.

    Otra información fundamental que incluyó
    Galileo en su obra de 1610 fue su descubrimiento de los cuatro
    satélites
    más grandes de Júpiter. Durante los dos meses
    anteriores a la publicación de ese texto Galileo
    realizó observaciones sistemáticas de dicho
    planeta, por lo que pronto se dio cuenta de que los cuatro puntos
    brillantes que en un principio había considerado parte de
    las estrellas fijas, en realidad estaban cambiando su
    posición respecto a Júpiter. Desde el comienzo de
    ese estudio le llamó la atención ver que esos cuatro cuerpos se
    encontraban siempre alineados de manera paralela a la
    eclíptica:

    Cuando observé eso, y comprendí que dichos
    desplazamientos de ninguna manera podían atribuirse a
    Júpiter, y sabiendo, además, que las estrellas
    observadas eran siempre las mismas (ya que ninguna otra,
    precedente o siguiente, se veía a lo largo de un gran
    espacio por sobre la línea del Zodiaco), cambiando mi duda
    en asombro, descubrí que el movimiento aparente no era de
    Júpiter sino de las estrellas observadas.

    Más adelante nos
    dice:

    Son éstas las observaciones relativas a los cuatro
    Astros Mediceos que acabo de ser el primero en descubrir,
    mediante las cuales, aunque no sea posible todavía
    comparar numéricamente los periodos de ellos, al menos
    podemos poner de manifiesto ciertos hechos dignos de nota. En
    primer lugar, ya que a veces siguen y otras proceden a
    Júpiter con intervalos similares, alejándose de
    él —hacia el este o hacia el oeste— tan
    sólo muy pequeñas distancias, y lo acompañan
    tanto en el movimiento retrógrado como en el directo,
    queda fuera de duda el que cumplan sus revoluciones alrededor de
    Júpiter.

    De la lectura de
    estos párrafos es fácil comprender el entusiasmo
    que Galileo sintió con ese descubrimiento. Como desde su
    juventud
    había sido un partidario convencido de Copérnico,
    encontró en dichas observaciones una confirmación
    de la validez de la hipótesis heliocéntrica, ya que
    Júpiter con sus cuatro satélites orbitándolo
    presentaba el aspecto de un pequeño sistema solar,
    mostrando así la existencia en la naturaleza de sistemas como el
    propuesto matemáticamente por Copérnico.

    En septiembre de 1610 Galileo inició una nueva serie
    de observaciones, sólo que en esa ocasión su
    objetivo fue
    estudiar a Venus. En enero del siguiente año dio a conocer
    que ese planeta visto a través del telescopio, presentaba
    fases como las que regularmente muestra la Luna.
    Este nuevo descubrimiento también vino a apoyar la tesis
    copernicana ya que, de acuerdo con el modelo
    heliocéntrico, como Venus es un planeta interior a la
    órbita que describe la Tierra, visto desde ella
    tendría que mostrar diferentes secciones iluminadas de su
    superficie, pues al ir girando alrededor del Sol éste
    siempre iluminaría la parte de Venus directamente dirigida
    a él, presentando fases sucesivas, que fue precisamente lo
    que observó Galileo.

    Como parte de una polémica sostenida con los
    opositores de la teoría copernicana, Galileo
    publicó en 1613 la obra Istoria e dimostmzioni intorno
    alle macchie solan e loro accidenti
    ("Sobre las manchas
    solares"), en la que establecía de forma precisa que las
    manchas oscuras observadas sobre el disco solar en realidad no
    estaban fuera de éste, sino que pertenecían al Sol,
    por lo que podían utilizarse para demostrar de manera
    exacta el movimiento que este cuerpo celeste tenía en
    torno a su propio eje.

    Las manchas solares ya eran conocidas por otros
    astrónomos (figura 29). Algunos, como el jesuita Christoph
    Scheiner (1573-1650), conjeturaban que en realidad se trataba de
    los planetas Mercurio y Venus, que al pasar frente al disco
    brillante del Sol aparecían como puntos oscuros. Esta
    interpretación estaba muy de acuerdo con el dogma de un
    Sol incorruptible postulado por los aristotélicos,
    razón por la que, cuando Galileo afirmó que la
    interpretación de Scheiner era incorrecta ya que la
    frecuencia observada de las manchas, su número, su forma y
    sus desplazamientos nada tenían que ver con los
    movimientos de aquellos planetas, dio otro golpe directo a la
    visión aristotélica de un cosmos perfecto e
    incorruptible.

    El trabajo observacional de Galileo, así como su
    disposición a entrar en polémicas públicas
    con los aristotélicos pronto le acarrearon serias
    dificultades con la Iglesia católica. Como es de todos
    sabido, después de varias advertencias a las que no dio
    importancia, Galileo fue llamado a Roma para que se presentara
    ante el Tribunal de la Inquisición. Tras varios meses de
    comparecencia se le amonestó severamente por sostener las
    tesis heliocéntricas. Además, se le indicó
    que no persistiera en esa actitud y le prohibieron que continuara
    enseñando en público la validez del sistema
    copernicano.

    Como consecuencia directa de este primer juicio en contra
    de Galileo, el 5 de marzo de 1616 la Iglesia prohibió la
    teoría heliocéntrica, declarándola contraria
    a los preceptos de la fe. Por esta razón la obra De
    revolutionibus orbium coelestium
    fue incluida en el
    índice de los textos vetados por la
    Inquisición.

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    Figura 29. Representación del desplazamiento
    de algunas manchas solares estudiadas por Johanes Hevelius
    (1611-1687) en su Selenographia.

    Después de estos hechos Galileo pasó varios
    años dedicado a sus investigaciones, en especial las que
    tenían que ver con la sistematización del estudio
    del movimiento de los cuerpos. Durante ese periodo realizó
    considerables esfuerzos para conseguir que se revocara la
    prohibición en contra del heliocentrismo, sin lograr
    ningún avance importante.

    Mientras eso sucedía, Galileo preparaba un extenso
    texto en defensa de la teoría de Copérnico en el
    que, valiéndose magistralmente del recurso del diálogo,
    utilizó a tres interlocutores para exponer claramente sus
    convicciones heliocéntricas. Esta obra escrita en italiano
    y publicada en 1632 bajo el título de Dialogo sopra i
    due massimi systemi del mondo
    ("Diálogo
    sobre los dos principales sistemas del
    mundo"), fue la que lo enfrentó de manera definitiva con
    la ortodoxia eclesiástica romana, incluyendo al papa
    Urbano VIII. La historia del segundo proceso
    inquisitorial seguido a Galileo es bien conocida, aquí
    sólo señalaremos que en realidad el juicio no se
    siguió contra él, sino contra la nueva ciencia que
    trataba de liberarse del oscurantismo, sin lastres
    teológicos, y ofrecer una nueva interpretación de
    la naturaleza. Todo este episodio, muchas veces estudiado por
    historiadores y sociólogos, muestra en forma clara la idea
    arraigada en el hombre de ser el centro del Universo, y lo
    difícil, e incluso peligroso, que ha sido demostrarle
    mediante la ciencia que no es así.

    MATEMATIZACIÓN DE LA
    ASTRONOMÍA

    INTRODUCCIÓN

    UNA CAUSA que propició fuertemente el desarrollo de
    la aritmética fue el auge comercial experimentado por las
    ciudades del norte de Italia a partir
    del siglo XV, mientras que el redescubrimiento de los textos
    matemáticos griegos en el siglo XVI hizo resurgir el
    interés por la geometría. Pronto estas disciplinas
    demostraron su utilidad como
    herramientas
    de cálculo y análisis para quienes se interesaban
    por estudiar la naturaleza.

    Entre los siglos XVI y XVII las matemáticas tuvieron
    dos grandes progresos: la adopción
    del sistema de numeración decimal y el descubrimiento de
    los logaritmos. El primero de esos hechos permitió
    unificar y simplificar la notación aritmética,
    mientras que el segundo facilitó considerablemente el
    manejo de grandes cifras. Gracias a esos avances se redujo en
    forma importante el tiempo y el esfuerzo dedicado a la complicada
    y laboriosa construcción de las tablas numéricas
    utilizadas en las operaciones
    matemáticas. Esto resultó especialmente valioso
    para la astronomía, donde había necesidad de
    realizar extensos y complejos cálculos para determinar las
    posiciones planetarias.

    Desde los trabajos de Peurbach y Regiomontano fue claro que
    el uso sistemático de las matemáticas
    permitiría expresar en lenguaje preciso los resultados de
    los estudios que se estaban realizando en astronomía y
    física. Copérnico se dio muy bien cuenta del
    papel que las
    matemáticas desempeñaban para quienes como
    él intentaban entender la estructura cósmica.
    Así lo escribió en la dedicatoria que hizo al papa
    Pablo III en el De revolutionibus, donde
    señaló la importancia que éstas
    tenían para la astronomía, afirmando que esa
    ciencia debería estar en manos de expertos, únicos
    capacitados para juzgar sus logros.

    Aunque Galileo no se dedicó a las matemáticas
    como una disciplina autónoma, las utilizó
    sistemáticamente en sus diversos estudios, sobre todo en
    los relativos al análisis del movimiento de los cuerpos.
    Decía que "quien quiera responder a cuestiones de la
    naturaleza sin la ayuda de las matemáticas, emprende lo
    irrealizable. Se debe medir lo medible y hacer que lo sea aquello
    que no lo es".

    La intención de este capítulo es mostrar que
    la aplicación sistemática de las matemáticas
    a la investigación astronómica dio
    excelentes resultados, ya que fue así que se descubrieron
    leyes de la naturaleza de la mayor importancia.

    KEPLER Y EL MOVIMIENTO
    PLANETARIO

    La habilidad matemática de Johannes Kepler (1571-1630)
    quedó manifiesta desde que apareció el Mysterium
    Cosmographicum
    ("El secreto del Universo"), su obra
    más temprana, publicada por primera vez en 1596. En ese
    texto buscó la correlación que debería
    existir entre las diferentes órbitas planetarias, tratando
    de establecer relaciones geométricas entre las distancias
    de los diferentes planetas al Sol, calculadas según el
    modelo heliocéntrico de Copérnico.

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    Figura 30. Los cinco sólidos
    platónicos. El tetraedro o pirámide rectangular
    (a), el hexaedro o cubo (d), el octaedro (b), el dodecaedro (e) y
    el icosaedro (c).

    Una idea recurrente de todo el trabajo científico de
    Kepler fue su certeza de que existía un orden
    matemático oculto en la naturaleza, el cual se manifestaba
    mediante armonías del Universo. Esa fue su línea de
    razonamiento cuando, utilizando una rigurosa aproximación
    matemática, trató de construir un modelo donde los
    planetas guardaran relación directa con los cinco
    sólidos perfectos.35
    Siguiendo una manera
    de pensar típica de los pitagóricos, Kepler
    llegó a la conclusión de que sólo esos
    cuerpos tenían las propiedades necesarias para contener
    las órbitas de cada uno de los planetas. En su modelo
    situó al Sol en el centro de las esferas planetarias, y
    éstas se encontraban separadas entre sí
    sucesivamente por un octaedro, un icosaedro, un dodecaedro, un
    tetraedro y un hexaedro (figura 31). Como todos sus esfuerzos por
    adecuar los resultados de sus cálculos a esa
    representación fueron fallidos, años después
    intentó encontrar la estructura del Universo por medio del
    estudio de la relación que guardan las armonías de
    la escala musical, regresando así a la idea
    pitagórica de la música de las esferas
    y de las relaciones místicas.

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    Figura 31. Representación de las
    órbitas planetarias de acuerdo a las ideas de Kepler sobre
    los cinco sólidos perfectos. En la superficie dejada por
    el corte de la esfera exterior, marcada con la letra a y del lado
    izquierdo, colocó a Saturno.

    A pesar de este aparente retroceso, Kepler introdujo todo
    un cambio de actitud en la astronomía, ya que no
    sólo intentó describir los movimientos planetarios
    geometrizando el cosmos, sino que buscó las causas
    físicas que originaban dichos desplazamientos. Esto lo
    condujo a descubrimientos en verdad notables. Así, por
    ejemplo, en el Mysterium Cosmographicum estableció
    que los planos que contienen a cada órbita se hallan
    próximos entre sí, pero con respecto a la
    eclíptica cada uno tiene una inclinación diferente
    que permanece constante. Este importante descubrimiento lo puso
    en el camino que habría de llevarlo a establecer las leyes
    que rigen el movimiento planetario. Sin duda, la
    publicación del Mysterium Cosmographicum hizo que
    Kepler fuera considerado un astrónomo destacado en el
    medio académico europeo de esa época. Ese primer
    trabajo llamó la atención de gente como Tycho Brahe, quien
    vio en él al matemático que podría
    complementar su obra, razón por la que lo invitó a
    colaborar con él.

    Debido a la creciente intolerancia religiosa contra los
    protestantes que habitaban Graz, ciudad donde enseñaba
    matemáticas y astronomía, así como a su
    necesidad de contar con observaciones de gran exactitud, Kepler
    aceptó trabajar con Tycho y se fue a radicar a Praga,
    lugar donde finalmente se estableció. A poco de haber
    iniciado el trabajo, Tycho Brahe le encargó resolver el
    problema de calcular la órbita del planeta Marte partiendo
    de los datos obtenidos en Uraninburgo, ya que por
    más esfuerzos que él había hecho ayudado por
    Longomontanus (1562-1647), otro de sus destacados colaboradores,
    no habían logrado obtener una solución que se
    ajustara bien a los datos que tras muchos años de
    observación había acumulado sobre ese
    planeta.

    Kepler inició el trabajo partiendo de la
    suposición ortodoxa de que los planetas en general, y
    Marte en particular, se movían siempre en órbitas
    circulares, desplazándose con velocidad
    uniforme; pero por más esfuerzos que hizo, no logró
    resolver el problema. Bajo esas suposiciones encontró que
    había una diferencia de ocho minutos de arco entre la
    órbita predicha por sus cálculos y la
    posición observada de Marte. Esta diferencia era
    inaceptable pues, como él mismo reconocía, las
    observaciones de Tycho eran tan exactas, que bajo ninguna
    circunstancia podría considerarse que un error tan grande
    proviniera de esos datos. Tycho Brahe murió, y en su lugar
    Kepler fue nombrado matemático imperial, dedicó
    varios años a resolver el problema de la órbita
    marciana.

    Tras múltiples esfuerzos de cálculo que
    resultaron infructuosos, Kepler dejó a un lado la idea de
    las órbitas circulares y se planteó la posibilidad
    de una órbita oval para Marte. Esta suposición
    tampoco lo condujo a resultados adecuados, por lo que al final y
    tras vencer sus propias reticencias llegó a demostrar que
    la órbita de Marte en torno al Sol era en realidad una
    elipse, y por tanto la
    velocidad con
    la que ese planeta se desplazaba a lo largo de tal trayectoria no
    era uniforme. Estos resultados rompieron totalmente con un dogma
    cosmogónico aceptado por más de 2 000 años,
    lo cual abrió la puerta al entendimiento dinámico
    del Universo.

    En el proceso de sus investigaciones sobre los movimientos
    planetarios se dio cuenta de que entre más alejado se
    encontraba un planeta del Sol, más lentamente se
    movía. Por ejemplo Saturno, que se encuentra al doble de
    distancia que Júpiter, tiene un periodo de
    traslación de 30 años, que resulta ser más
    de dos veces el tiempo que le toma a Júpiter recorrer
    completamente su órbita, ya que lo hace solamente en 12
    años. Esto significa que Saturno se mueve más
    lentamente que Júpiter, pues si viajara a la misma
    velocidad que éste tardaría únicamente el
    doble de tiempo para recorrer un circuito que es dos veces el que
    cubre Júpiter, y la realidad es que tarda dos y media
    veces más.

    En el capítulo 20 del Mysterium
    Cosmographicum
    discutió ampliamente estos
    hechos:

    Si debemos acercarnos a la verdad y establecer alguna
    correspondencia en las proporciones entre las distancias y las
    velocidades de los planetas, entonces debemos elegir entre dos
    supuestos: o las almas que mueven a los planetas son menos
    activas cuanto más lejos se halla el planeta del Sol, o
    existe tan solo una anima motrix en el centro de todas las
    órbitas, es decir, el Sol, que dirige a los planetas
    más vigorosamente cuanto más cerca está,
    pero cuya acción se halla casi exhausta cuando
    actúa sobre los planetas exteriores debido a lo grande de
    la distancia y a la debilitación de la acción que
    lo vincula.

    La introducción que hizo Kepler del anima
    motrix
    que emana del Sol y
    proporciona el movimiento a los planetas fue el antecedente
    directo del concepto de fuerza, que tan importante ha resultado
    para la física. Significó un cambio fundamental en
    la concepción del cosmos, ya que hizo innecesarios los
    entes aristotélicos que subordinados al Primum
    Mobile
    comunicaban movimiento a cada uno de los planetas en
    el esquema medieval.

    Cuando finalmente Kepler aceptó la solución
    elíptica para la órbita marciana, informó su
    resultado a David Fabricius (1564-1617), astrónomo al que
    daba mucho crédito. En una carta fechada en
    diciembre de 1604 le informaba que "la órbita de Marte es
    una elipse en uno de cuyos focos se encuentra el Sol". La
    respuesta de Fabricius se apegó al dogma de la
    circularidad, pues fue incapaz de concebir que Marte pudiera
    moverse de otra manera. Le contestó a Kepler: "Con vuestra
    elipse quitáis la circularidad y uniformidad a los
    movimientos planetarios, lo cual me parece tanto más
    absurdo cuanto más profundamente pienso en ello. Si al
    menos pudierais conservar la órbita circular perfecta, y
    justificarais vuestra órbita elíptica mediante otro
    pequeño epiciclo sería mucho mejor". Esta actitud
    caracterizó prácticamente a todos los
    astrónomos de ese momento.

    En agosto de 1609 Kepler finalmente publicó sus
    resultados sobre el estudio de la órbita marciana en un
    texto al que tituló Astronomia nova, seu physica coelestis
    tradita commentariis de motibus stellae Martis ex observationibus
    G. V. Tychonis Brahe ("Nueva astronomía basada en la
    física celeste derivada de las investigaciones de los
    movimientos de la estrella Marte. Fundada en las observaciones
    del noble Tycho Brahe"). Esta obra, mejor conocida como
    Astronomía Nueva, contiene las dos primeras leyes del
    movimiento planetario, que en lenguaje moderno pueden ser
    enunciadas de la siguiente forma.

    Primera ley: Todos los
    planetas siguen en su movimiento órbitas elípticas,
    encontrándose el Sol localizado en uno de sus
    focos.

    Segunda ley: La velocidad
    con la que se desplazan los planetas en sus órbitas no es
    uniforme, sino que lo hacen de tal forma que una línea
    imaginaria trazada desde el centro de cada planeta al Sol
    barrerá áreas iguales en tiempos iguales.

    La segunda ley es también conocida como ley de las
    áreas. Su representación gráfica (figura 32)
    sirve para aclarar su significado. En esa figura las áreas
    A, B y C que son barridas por el radio vector
    R son iguales. Para que
    esta afirmación se cumpla, la velocidad del planeta a lo
    largo de su órbita deberá ser mayor conforme se
    acerque al Sol .En el perihelio, que es el punto más
    próximo a este astro, la velocidad planetaria es
    máxima, mientras que en el afelio, o punto más
    alejado del Sol, esa velocidad es mínima.

    Veinticinco años después de la
    aparición de la primera edición del Mysterium
    Cosmographicum y a sólo ocho de la publicación de
    la Astronomía Nueva, Kepler publicó otro texto
    donde retomó las ideas expresadas en el primero. En 1619
    apareció el De Harmonice Mundi ("Armonías del
    mundo"), obra en la que dio a conocer la última de sus
    leyes del movimiento planetario. Ésta había
    resultado de un largo proceso de prueba y error, seguido por
    Kepler al tratar de encontrar una relación que ligara el
    periodo de traslación de los planetas en torno al Sol con
    la distancia a éste. Esa ley puede enunciarse
    así:

    Tercera ley: Los cuadrados de los tiempos de
    revolución de cualesquiera dos planetas en torno al Sol,
    son proporcionales a los cubos de sus distancias medias a
    éste.

    Las tres leyes de Kepler son afirmaciones precisas y
    verificables que pueden ser expresadas y manejadas
    matemáticamente. Su importancia radica en que, al
    aplicarlas, es posible calcular con gran exactitud todos los
    datos necesarios para determinar cómo se desplaza cada uno
    de los planetas alrededor del Sol, por lo cual se convirtieron en
    la solución definitiva al añejo problema que
    buscaba determinar las posiciones de los astros y que
    originalmente surgió entre los antiguos pueblos de
    Mesopotamia.
    La categoría de leyes que tienen estos tres resultados se
    debe a que su aplicabilidad es de carácter general, es
    decir, no están restringidos solamente al cálculo
    de los datos orbitales de los planetas, sino que pueden aplicarse
    en cualquier situación donde las condiciones del
    movimiento sean las adecuadas. Por ejemplo, su uso permite
    también el estudio completo de las órbitas
    descritas por los satélites planetarios. Tal es el caso de
    la Luna y de los satélites galileanos de Júpiter.
    Posteriormente se verá que la aplicación de estas
    leyes ha permitido determinar la información necesaria
    para poner en órbita los satélites artificiales y
    controlar los viajes de las naves espaciales, estudiar el
    comportamiento
    de las estrellas binarias,
    analizar las órbitas estelares que los astros siguen en
    nuestra galaxia, e incluso determinar características fundamentales de sistemas
    tan complejos como las galaxias. Como ejemplo de la
    aplicación de estas leyes, en el Apéndice D se hace
    el cálculo para determinar las distancias a que se
    encuentran Júpiter y Saturno del Sol.

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    Figura 32. Diagrama que
    muestra el significado de la Ley de las
    áreas.

    Entre 1618 y 1622 Kepler
    dio a conocer la obra titulada Epitome Astronomiae Copernicanae
    ("Compendio de astronomía copernicana"), donde expuso sus
    resultados sobre el cálculo de distancias y tamaños
    de los cuerpos del sistema planetario, así como sus ideas
    cosmológicas. Mencionó especialmente sus
    descubrimientos sobre el carácter elíptico de la
    órbita marciana y lo que había logrado obtener
    Galileo mediante el uso del telescopio. En ese texto
    afirmó y demostró que las leyes que había
    encontrado para el caso particular del movimiento de Marte eran
    aplicables a los demás planetas, así como a sus
    satélites.

    El Epítome es la obra de madurez de Kepler. En ella
    finalmente ha desaparecido la teoría de los epiciclos y
    las deferentes utilizada por más de un milenio para
    calcular los movimientos planetarios. En ese texto se
    presentó por vez primera la estructura correcta del
    Sistema Solar, propiciando desde entonces que surgiera la
    diferenciación conceptual entre éste y el resto del
    Universo. Sin lugar a dudas, el Epítome constituye el
    primer manual completo
    de astronomía construido enteramente bajo los preceptos
    heliocéntricos.

    Esa obra trata de la forma y del tamaño de la
    Tierra, así como de su lugar en el Universo. Siguiendo una
    curiosa línea de razonamiento guiada por su
    obsesión de hallar armonías en la naturaleza,
    Kepler desarrolló la idea de relacionar la densidad de cada
    planeta con su tamaño y distancia al Sol. Las densidades
    planetarias las derivó al establecer una correspondencia
    directa con las densidades de metales como el
    hierro, el
    plomo, la plata y el oro, y con la de algunas piedras preciosas,
    ya que pensó que esos materiales
    estaban relacionados con cada uno de los planetas. Así
    obtuvo que Saturno gira alrededor del Sol a una distancia 10
    veces mayor que la Tierra. Según sus cálculos,
    Júpiter lo hacía a 5.2 y Marte a 1.5 UA, mientras
    que Venus se localizaba a 0.7 veces la distancia Tierra-Sol y
    Mercurio a sólo 0.4 veces el valor de esa unidad.

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    Figura 33. Ilustración que muestra el significado el
    ángulo de paralaje.

    En ese texto
    discutió también la necesidad de corregir
    adecuadamente el valor de la UA, pues diferentes datos
    observacionales indicaban que debería tener más de
    los 1 210 radios terrestres tradicionalmente aceptados desde la
    época de Tolomeo. Analizó con detalle la
    precisión máxima que por entonces podía
    obtenerse en las observaciones, y estimó que su valor
    debería ser de 3 460 radios terrestres.

    Siguiendo su curiosa forma de pensar y de buscar
    armonías y proporciones ocultas en la naturaleza, Kepler
    fue capaz de asignar dimensiones al Universo. Consideró
    que como la órbita de Saturno es 2 000 veces mayor que el
    diámetro solar, la esfera de las estrellas fijas
    tendría que tener un diámetro igual a 2 000 veces
    la distancia que separa a ese planeta del Sol. Ante la
    imposibilidad de medir en forma directa la paralaje
    estelar, que le
    permitiría determinar la distancia a las estrellas, y por
    ende el tamaño lineal del Universo, encontró en el
    recurso de comparación arriba aludido la forma de estimar
    sus dimensiones. Y aunque su valor de la distancia a las
    estrellas fijas fue muy subjetiva y considerablemente menor que
    el que ahora se ha determinado, sirvió para que Kepler
    ampliara aún más el tamaño del
    cosmos.

    La importancia de las investigaciones de Kepler puede
    resumirse diciendo que la astronomía que él
    desarrolló fue una reformulación completa de los
    métodos, principios y objetivos de
    esta disciplina, pues al conjuntar las mejores observaciones
    entonces disponibles con los nuevos y poderosos desarrollos
    matemáticos, marcó definitivamente el rumbo a
    seguir para todos aquellos que aspiraran a entender las leyes que
    rigen el comportamiento
    de los astros.

    NEWTON Y LA LEY DE
    GRAVITACIÓN UNIVERSAL

    Las leyes de Kepler fueron un valioso soporte para la
    teoría heliocéntrica desarrollada por
    Copérnico. Igual sucedió con las observaciones
    telescópicas de Galileo. Además de simplificar
    considerablemente el estudio de los movimientos planetarios y
    facilitar los cálculos correspondientes, los trabajos de
    estos científicos convirtieron a la astronomía en
    una disciplina predictiva de gran exactitud. Sin embargo, no
    pudieron establecer las causas que originan los movimientos
    planetarios, ni por qué los planetas están ligados
    al Sol. Esto habría de lograrlo Isaac Newton
    (1642-1727), quien, además de ser un gran sintetizador de
    los hallazgos de Copérnico, Galileo y Kepler,
    realizó aportaciones originales que permitieron considerar
    a la física una ciencia exacta.

    Aunque Newton
    contribuyó de manera notable a la fundamentación de
    disciplinas como la óptica y la mecánica, e inventó herramientas
    matemáticas tan poderosas como el cálculo
    diferencial, fue su descubrimiento de la ley de la
    gravitación la que le dio dimensiones gigantescas dentro
    del terreno científico. Gracias a ella finalmente se
    entendió la dinámica cósmica y comprendieron las
    causas que obligan a los cuerpos celestes a describir las
    trayectorias observadas. Al establecer la expresión
    matemática que permite calcular cómo y dónde
    actúa la fuerza de gravedad, Newton
    pasó de la mera descripción del movimiento a una
    interpretación de las causas de éste.

    En este punto debe recordarse que durante milenios la
    tendencia de los cuerpos a caer hacia el centro de la Tierra fue
    entendida como una propiedad
    inherente a su naturaleza, sin necesitar mayor
    explicación. Por otra parte, las leyes que gobernaban los
    desplazamientos de los cuerpos celestes eran consideradas muy
    diferentes de las que se aplicaban al movimiento que tenía
    lugar sobre la superficie terrestre. La ley de la
    gravitación permitió la unión de
    fenómenos naturales aparentemente tan distintos como la
    caída de una piedra y el movimiento orbital de la Luna,
    surgiendo así una sola física cuyas leyes se
    aplicaban por igual a cualquier tipo de movimiento, rompiendo en
    forma definitiva con la visión aristotélica de una
    mecánica terrestre y otra celeste.

    En 1687 apareció publicada en Londres la obra
    más importante de Newton Philosophiae Naturalis Principia
    Mathematica ("Principios matemáticos de la
    filosofía natural"), donde, siguiendo un estricto marco
    matemático sintetizó y analizó las
    observaciones y experimentos
    relativos al movimiento de los cuerpos, fundamentando así
    la rama de la física conocida como mecánica.
    Aprovechando la larga serie de trabajos que se habían
    realizado sobre el movimiento, entre los que destacaban los
    estudios experimentales de Galileo sobre la caída
    libre de los cuerpos, logró encontrar leyes generales
    aplicables a cualquier tipo de movimiento. En esa obra reconoce
    que la masa de los cuerpos es una medida de la resistencia que
    tienen a cambiar su estado de
    reposo o de movimiento. Además, precisó y
    definió el concepto de fuerza y le dio un carácter
    operacional, hecho que habría de ser de enorme utilidad para el
    desarrollo de la física. Todo ese trabajo conceptual y
    matemático le permitió establecer las tres leyes
    del movimiento, base de toda la mecánica.

    Al analizar la interacción entre dos cuerpos mediante
    su tercera ley, llegó a establecer el concepto de fuerza
    mutua entre el Sol y cada uno de los planetas, lo que finalmente
    lo condujo a la idea de que todos los cuerpos del Universo
    están interactuando entre sí a través de
    fuerzas que los atraen unos a otros, fuerzas que pueden actuar a
    distancia y sin ningún soporte material. De ese enorme
    esfuerzo intelectual surgió la ley de la
    gravitación universal.

    De todos es conocida la anécdota según la cual
    Newton concibió esta ley al observar la caída de
    una manzana. Al margen de si ese hecho es cierto o falso, lo que
    hizo Newton fue tratar el movimiento lunar en torno a nuestro
    planeta como si se tratara de una piedra (o cualquier otro
    objeto) que cayera hacia el centro terrestre. Se dio cuenta de
    que para producir una órbita estable como la de la Luna,
    su movimiento debería estar compuesto por uno
    rectilíneo, dirigido a lo largo de la línea
    tangente a la trayectoria orbital, y otro que debería
    apuntar hacia el centro de la Tierra (figura 34). Fue así
    como pensó en descomponer el movimiento curvilíneo
    seguido por la Luna en una componente que llamó inercial y
    en otra centrípeta. Al desplazarse la Luna en su
    órbita la componente inercial tiende a lanzarla a lo largo
    de la recta tangente a su trayectoria, mientras que la
    centrípeta la aparta continuamente de ella,
    jalándola hacia nuestro planeta, combinándose en
    forma tal que la Luna ni sigue la trayectoria rectilínea
    ni cae a la Tierra, sino que se ve obligada a moverse en una
    trayectoria elíptica. Newton se dio cuenta de que si esta
    última fuerza no estuviera actuando, la Luna se
    escaparía siguiendo la trayectoria tangencial tal y como
    sucede cuando una piedra sujeta por una honda es liberada
    instantáneamente. Esta fuerza central es permanente y
    atrae a los objetos en movimiento hacia un punto fijo que, para
    el caso de los planetas, como intuyó Kepler al postular la
    existencia de una alma motrix, se origina en el
    Sol.

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    Figura 34. Aceleración de una manzana y de la
    Luna en dirección del centro de la
    Tierra.

    Para aclarar más la
    idea de la caída de la Luna hacia nuestro planeta, Newton
    analizó el efecto de las fuerzas centrípetas, y
    demostró que los planetas pueden ser retenidos en sus
    órbitas por ese tipo de fuerzas. Consideró el caso
    de un proyectil cualquiera lanzado desde lo alto de una gran
    montaña y sujeto a la acción de una fuerza que lo
    jala hacia el centro de la Tierra (figura 35). Para todos es
    claro que entre mayor es la velocidad de lanzamiento, mayor
    será el arco descrito por el proyectil antes de volver a
    tierra (trayectorias VD, VE, VF y VG, respectivamente). Si no se
    considera la resistencia que
    el aire opone al movimiento, y si se imprime al proyectil la
    suficiente velocidad, éste dejará de caer a tierra,
    dará vueltas a lo largo de una curva cerrada y se
    convertirá entonces en un satélite, como la Luna.
    Éste es el principio utilizado en la actualidad para
    lanzar los satélites artificiales, pues mediante el empuje
    inicial generado por los cohetes transportadores se les
    proporciona la velocidad necesaria para que describan una
    órbita cerrada que les permita permanecer en el
    espacio.

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    Figura 35. Newton representó así las
    diferentes trayectorias seguidas por un cuerpo lanzado
    horizontalmente desde lo alto de una montaña, bajo la
    acción de la atracción gravitacional
    terrestre.

    Para deducir la ley de la gravitación, Newton
    procedió de la siguiente manera. Sabía que el
    periodo de traslación de la Luna en torno a la Tierra era
    de 27.3 días, y que el radio de la trayectoria que
    aquélla describe en torno a nuestro planeta era de 385 000
    km, así que calculó la aceleración con la
    que ese cuerpo celeste se desplaza a lo largo de su
    órbita, encontrando que era de 0.00273 metros por segundo
    cuadrado. Por otra parte, determinó cuál
    sería la aceleración de cualquier cuerpo (como una
    manzana) que cayera en la cercanía de la superficie
    terrestre, y encontró que era de 9.8 metros por segundo
    cuadrado.

    Tomando en cuenta que el radio de nuestro planeta es de 6
    400 km, Newton determinó que el valor de la
    aceleración sufrida por la Luna al describir su
    órbita es 3 600 veces menor que la de una manzana al caer
    sobre la superficie terrestre. Esta proporción es igual al
    cuadrado del cociente del radio de la órbita lunar y del
    radio de la Tierra, razón por la que pudo relacionar la
    fuerza de atracción ejercida por nuestro planeta sobre
    esas dos masas tan diferentes, colocadas también a dos
    distancias muy diferentes. Para complementar lo discutido en este
    párrafo, véase el Apéndice E,
    donde se reproducen los cálculos que al respecto hizo
    Newton.

    La fuerza que actúa sobre la Luna y la que
    actúa sobre la manzana dependen de sus masas, así
    como también de la masa de la Tierra. Por tanto, Newton
    asumió que la fuerza gravitacional está en función de
    las masas de los cuerpos que se atraen y del inverso del cuadrado
    de la distancia que los separa. En los Principia nos
    dice:

    Yo deduje que las fuerzas que mantienen a los planetas en
    sus órbitas deberían ser recíprocas al
    cuadrado de sus distancias a los centros alrededor de los cuales
    giran, y por tanto comparé la fuerza necesaria para
    mantener a la Luna en su órbita con la fuerza de gravedad
    en la superficie de la Tierra, encontrando que ellas eran
    bellamente iguales.

    Con su gran capacidad de
    síntesis Newton se dio cuenta de que esta
    fuerza es la que nos mantiene unidos a la superficie del planeta,
    pero que por sernos tan familiar ya no reparamos en su constante
    presencia. Comprendió claramente que la fuerza de
    atracción gravitacional resultaba de la interacción
    de la masa de la Tierra con cada uno de los objetos atrapados
    sobre ella. Su acción se manifestaba sin importar el
    tamaño, la estructura, la composición o la forma de
    los cuerpos. Bien podía tratarse de la más alta
    montaña terrestre o de una pequeña manzana, ambos
    objetos sufren la acción de la fuerza de gravedad, por lo
    que afirmó que la atracción existe entre todos los
    cuerpos materiales, ya
    sean manzanas, planetas, cometas o estrellas. Este último
    hecho es el que le confiere carácter de universalidad a su
    ley de la gravitación.

    Utilizando hechos observacionales, como la similitud de la
    caída lunar con la de la manzana, y sus tres leyes sobre
    el movimiento, y con el antecedente importante de las leyes de
    Kepler, Newton fue capaz de establecer la ley de la
    gravitación, que puede expresarse así: la fuerza de
    atracción ejercida entre dos cuerpos cualesquiera, cuyas
    masas m y M se encuentren separados por una
    distancia r, está dirigida a lo largo de la
    línea que los une, siendo su magnitud directamente
    proporcional al producto de
    las masas m y M, e inversamente proporcional al
    cuadrado de la distancia r.

    Además de
    establecer el hecho fundamental de que tanto los cuerpos
    cósmicos como los terrestres están sujetos a la
    acción de esta fuerza de atracción por la
    única razón de tener masa, demostró que la
    ley de la gravitación universal tiene múltiples
    consecuencias y aplicaciones. Newton mismo la utilizó para
    resolver diversos problemas.
    Tanto en los Principia como en una obra posterior menos
    técnica a la que llamó El sistema del mundo,
    trató ampliamente diversos aspectos astronómicos.
    Usando esa ley dedujo en forma natural las tres leyes del
    movimiento planetario encontradas empíricamente por
    Kepler, con lo cual les dio una fundamentación
    física clara. También determinó la masa del
    Sol, que es 330 000 veces mayor que la masa terrestre.
    Además, demostró que la masa de cualquier planeta
    que tuviera al menos un satélite orbitándolo
    podía ser calculada.

    Aplicó su ley para determinar la densidad media de
    la Tierra, encontrando un valor muy próximo al que
    conocemos actualmente (5.5 g/cm³). Demostró que
    nuestro planeta no es una esfera perfecta, sino un esferoide
    achatado por los polos, y calculó el valor de ese
    achatamiento. También comprobó que esa
    deformación y la acción del tirón
    gravitacional ejercido por la masa del Sol sobre tal achatamiento
    es la causa del fenómeno de precesión de los
    equinoccios. Con toda esa información pudo calcular el
    periodo de cambio de dirección del eje terrestre, que
    encontró era de 26000 años, valor obtenido por
    Hiparco 2000 años antes a partir del análisis de
    observaciones realizadas desde la época de los caldeos,
    pero que antes de las investigaciones de Newton carecía de
    sustento teórico.

    Explicó también el fenómeno de las
    mareas, atribuyéndolo correctamente a la acción
    combinada de las fuerzas ejercidas sobre nuestros mares por las
    masas de la Luna y del Sol. Estudió las modificaciones que
    sufre la órbita lunar por efecto de la fuerza
    gravitacional del Sol, y demostró que los cometas se
    mueven más allá de la trayectoria lunar y que se
    localizan en regiones propiamente planetarias, donde sus
    desplazamientos siguen órbitas elípticas o
    parabólicas. Para corroborar lo afirmado en este
    párrafo, en el Apéndice F se da un ejemplo sencillo
    de la aplicación de la ley de gravitación,
    calculando la masa de la Tierra.

    Fue muy amplio el estudio que Newton realizó sobre
    las consecuencias que la fuerza de atracción solar tiene
    en el movimiento de la Luna. Sirvió mucho en su
    época ya que era de gran relevancia disponer de una
    teoría lunar lo más completa posible, pues sus
    aplicaciones prácticas en la navegación, y sobre
    todo en los viajes interoceánicos, eran
    económicamente muy importante.

    En cuanto a las estrellas, Newton dedicó solamente
    un breve párrafo en el Sistema del mundo, al que
    subtituló "Sobre la distancia a las fijas". Argumentando
    acerca del hecho observacional bien establecido en su
    época de que éstas no presentaban paralaje alguno,
    infería, como otros hicieron antes que él, que
    estaban muy alejadas del último cuerpo del sistema
    planetario. Partiendo del valor angular mínimo que por ese
    entonces podía ser medido con precisión,
    estimó que la distancia mínima a la que
    podrían encontrarse sería 360 veces mayor que la
    que separaba al Sol de Saturno, valor que sin embargo
    consideró pequeño.

    Por otra parte, comparando mediante ingeniosos
    cálculos el brillo de ese planeta con el del Sol, Newton
    determinó la distancia a la cual este astro se
    vería tan luminoso como una estrella de primera magnitud,
    y encontró que esa distancia era 64 800 veces mayor que la
    distancia que separa a Saturno del Sol. Como en esas fechas el
    sistema planetario tenía como cuerpo más alejado de
    su centro precisamente a ese planeta, Newton concluyó que
    el cosmos en su conjunto tendría alrededor de 65 000 veces
    el tamaño de todo el Sistema Solar, lo que sin lugar a
    dudas dio dimensiones nunca antes imaginadas al Universo.

    La importancia que para la astronomía han tenido los
    trabajos de Newton es enorme, pues no sólo
    descubrió la ley de la gravitación universal y las
    tres leyes del movimiento, que permitieron entender en forma
    dinámica el comportamiento cósmico,
    sino que también inventó el telescopio reflector,
    instrumento que en la actualidad se ha convertido en los ojos con
    los que el astrónomo escudriña el cielo.
    Además, descubrió que la luz está compuesta
    por diversos colores, lo que,
    aplicado al estudio de los astros, ha permitido determinar
    importantes características físicas de
    éstos.

    Sin exageración puede decirse que, gracias a los
    trabajos de Newton, el hombre dispuso de las herramientas
    necesarias para comenzar la más fecunda etapa de investigación astronómica. Esto le
    ha permitido ampliar a tal grado sus conocimientos sobre el
    cosmos, que desde la aparición de los Principia ha
    establecido modelos cada
    vez más completos sobre el Universo.

    En el aspecto práctico la aplicación del
    trabajo de Newton ha permitido construir máquinas
    que han facilitado mucho nuestra vida, pero seguramente sus
    aplicaciones de mayor espectacularidad han ocurrido en el terreno
    astronómico, donde entre otras cosas se han descubierto
    planetas y se ha podido predecir el retorno de cometas. Edmond
    Halley (1656-1743), astrónomo inglés
    que estudió observaciones de cometas de siglos anteriores,
    se dio cuenta de que había varios casos en que, debido a
    su movimiento, parecían tratarse del mismo cometa.
    Aplicando la mecánica newtoniana calculó los
    elementos de las órbitas seguidas por cometas que
    habían sido observados en 1531, 1607 y 1682, y
    encontró que era uno solo. Demostró que ese cometa
    se movía en una órbita elíptica muy alargada
    que lo llevaba a recorrer gran parte del Sistema Solar, y que su
    periodo era de 76 años. Con esos elementos predijo que
    retornaría a las inmediaciones del Sol a fines de 1758 o
    principios de 1759. Cuando eso sucedió se confirmó
    el poder de la
    mecánica newtoniana. Como es bien sabido, ese cometa fue
    bautizado como "Halley", en honor de quien calculó por
    primera vez su órbita y encontró su periodo. Este
    cuerpo del sistema planetario volvió a nuestra vecindad en
    1835, 1910 y por última vez en 1986-1987, y en todas esas
    ocasiones fue muy estudiado (figura 36).

    Para ver el gráfico seleccione la
    opción "Descargar" del menú superior

    Figura 36. Fotografía
    del cometa Halley en su paso de 1910, tomada en el Observatorio
    Astronómico Nacional de México,
    entonces ubicado en Tacubaya, Distrito Federal.

    En resumen, gran número de fenómenos
    naturales, entre los que se cuentan los complejos movimientos de
    los cuerpos del Sistema Solar, pudieron ser manejados y
    comprendidos gracias a la fuerza de atracción
    gravitacional encontrada por Newton, lo que posteriormente ha
    permitido entender la estructura y jerarquía de los
    fenómenos cósmicos no solamente en la Tierra, sino
    también en todo el universo observable, donde esta fuerza
    adquiere su verdadera magnitud, ya que es la que domina y
    mantiene la estructura misma del Universo.

     

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