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Aproximación al imaginario del explorador en tiempos del imperialismo (1870-1914)



Partes: 1, 2

    a partir de la novela "El
    mundo perdido" de Sir Arthur Conan Doyle

    Ensayo

    1. Literatura e
      historia
    2. El autor
    3. La época, las
      exploraciones y la expansión de
      Occidente
    4. El imaginario: un concepto
      clave
    5. Breve síntesis argumental
      de la novela El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan
      Doyle
    6. El Mundo Perdido, la
      radiografía de una época
    7. El romanticismo, la ciencia y la
      aventura
    8. Tierras
      perdidas fuera de los mapas
    9. Catalogar
      el mundo
    10. De la
      ficción literaria a la exploración
      real
    11. Las selvas
      de la imaginación y el miedo
    12. Monstruos y
      bestias
    13. Los hijos
      pródigos del Profesor Challenger
    14. Otros mundos
      perdidos
    15. Un color
      todopoderoso: el blanco
    16. Los
      exploradores perdidos
    17. Los hombres
      salvajes de los bosques

    Literatura e historia

    La novela de
    aventuras, tan de moda a lo largo
    del siglo XIX y principios del
    siglo XX, puede ser —y esto no es una novedad— una
    excelente fuente para el análisis histórico de ciertos
    aspectos que por su complejidad no son evidentes a simple vista;
    especialmente al analizar temas de historia social, detalles de
    la vida cotidiana o tendencias de las mentalidades colectivas.
    Por eso, el historiador puede y debe servirse de la producción literaria como guía
    insuperable (aunque no exclusiva) para explorar la más
    recóndita intimidad de un momento histórico
    determinado.

    Como bien se sabe, el género de
    la narrativa es el que ofrece mayores aportes al respecto,
    permitiendo obtener así una representación de la
    realidad, de los problemas, de
    los sueños, miedos y miserias que expresan las
    circunstancias propias de una época o de un grupo social
    determinado.

    Alguien dijo alguna vez que el autor de una novela
    —cuando expresa y refleja en su relato a la sociedad que
    lo contiene— es un fiel testigo de su tiempo; y
    traslada al texto no
    sólo los conflictos
    propios de sus días, sino también sus más
    personales prejuicios, anhelos e ideología. De ahí la necesidad del
    historiador de conocer bien la biografía del
    novelista, el sector cultural en el que estuvo inmerso, sus
    modelos y
    símbolos, así como las corrientes
    ideológicas en las que se encausó a lo largo de su
    vida. Todo ello conformará su expresión
    artística y le dará un sentido propio,
    intransferible y único.

    En este ensayo no
    pretenderé acercarme a la fuente literaria escogida (El
    Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle) buscando valores
    estéticos o analizando su estilo como artista, sino que
    indagaré en ella tratando de rescatar los testimonios que
    me permitan realizar una investigación que atienda a poner en claro
    la cosmovisión colectiva de la época, explicitando
    principalmente su imaginario. Por eso, en un primer momento, es
    ineludible comprender la situación histórica en la
    que la obra se gestó; delineando brevemente el contexto en
    el que se dio el fenómeno del imperialismo y tratando de
    dejar en claro qué se entiende por imaginario dentro del
    campo de la historia.

    Una vez cumplimentados los pasos antes señalados,
    entraremos de lleno en el análisis de lo que
    significó (y significa) explorar, atendiendo especialmente
    la vertiente imaginaria de dicha actividad y
    relacionándola con un sin número de factores que,
    en un primer momento, parecerían estar desconectados del
    tema.

    En realidad vamos a iniciar un viaje por un mundo en el
    que se han perdido menos cosas de la que uno desearía; ya
    que, como apreciaremos, muchos sentimientos, obsesiones y
    actitudes que
    creíamos perimidas han resucitado (si es que alguna vez
    murieron) con inusitada fuerza a fines
    del siglo XX y principios del XXI.

    Seguramente, la nuestra será una tarea incompleta
    y perfectible.

    El
    autor

    Arthur Conan Doyle nació en Edimburgo, Escocia,
    el 22 de mayo de 1859 (el mismo año en el que el mundo
    académico y teológico inglés
    se veía conmocionado por la obra de Charles Darwin, El Origen
    de las Especies) y murió el 7 de julio de 1930 en Sussex,
    Inglaterra.

    A pesar de las tres décadas que vivió en
    el siglo XX, Conan Doyle encarnó cabalmente el
    espíritu victoriano y los valores
    decimonónicos; siendo una personalidad
    íntimamente ligada a la cultura y a la
    historia del siglo que lo vio nacer. Tal como lo define
    José A. Mahieu:

    "(…) era un caballero británico del imperio,
    conservador con algún tinte de escepticismo, patriota y
    defensor del sistema colonial,
    al que apoyará públicamente al defender la política exterior de
    Inglaterra en algunos conflictos espinosos, como la guerra contra
    los colonos bóers de Sudáfrica".

    Criado en el seno de una familia culta,
    con inclinaciones hacia la literatura y las
    manifestaciones artísticas en general, Conan Doyle
    cursó sus estudios secundarios en un colegio de la Orden
    Jesuítica (estricto y exigente), fiel a la
    inclinación católica de sus padres; que por aquel
    entonces constituían una verdadera excepción dentro
    de un país mayoritariamente protestante. Pero esta
    formación religiosa, lejos de acentuar su vocación
    de fe, terminó a la larga por distanciarlo del universo ritual y
    dogmático de la iglesia,
    convirtiéndolo en un agnóstico racionalista, algo
    escéptico, defensor de una actitud
    analítica y experimental respecto de la realidad, con un
    apasionado interés
    por la investigación y los fenómenos de la naturaleza.
    Muchos de esos rasgos serían inmortalizados en la nutrida
    galería de personajes nacidos, posteriormente, de su
    inventiva

    Al terminar su educación
    básica, Conan Doyle ingresó en la Universidad de
    Edimburgo, matriculándose como médico; a pesar de
    tener una profunda afición por escribir novelas y relatos
    de misterio y aventuras. Tras una corta experiencia como doctor
    de la marina mercante, instaló su consultorio en Southsea
    y practicó la profesión de 1882 a 1890. Pero en
    1887 una obra suya lo encausaría por el camino del
    éxito
    económico, el prestigio y la fama. En aquel año,
    con su libro A Study
    in Scarlet (Un Estudio en Escarlata), Conan Doyle le dio vida a
    la dupla de detectives más famosos del mundo: el
    célebre investigador aficionado Sherlock Holmes y su leal
    compañero el doctor Watson, que hicieron su
    aparición pública en el Strand Magazine (Revista
    Strand) de Londres.

    En un primer momento, Holmes y su socio tuvieron una
    gélida recepción por parte de los lectores; pero
    progresivamente, entre 1887 y 1890, fueron ganando más y
    más popularidad hasta convertirse en un verdadero
    éxito de taquilla. Ya para 1891, y después de otros
    títulos lanzados al mercado (tales
    como El Signo de los Cuatro, Las Aventuras de Sherlock Holmes y
    El Sabueso de los Baskerville), Conan Doyle pudo abandonar la
    medicina y
    dedicarse tiempo completo a la literatura. Sólo en 1898
    retomaría la profesión universitaria a fin de
    encauzar su espíritu aventurero y nacionalista en el
    Sudán, cuando se alistó en el ejército
    británico para enfrentar una rebelión dirigida por
    las tribus derviches contra los intereses de su
    país.

    Profundamente convencido de la misión
    civilizatoria que Inglaterra tenía en el mundo, Conan
    Doyle representa —junto con los escritores Rudyard Kipling
    y Joseph Conrad
    — una de las mejores plumas de la literatura
    británica a la hora de exaltar la gloria y superioridad de
    Inglaterra sobre el resto del planeta. En muchísimos de
    sus libros (El
    Mundo Perdido incluido) se esfuerza por marcar claras diferencia
    entre los "bárbaros" (extranjeros) y la dignidad
    moral de los
    "blancos" provenientes de occidente ( los ingleses mismos). Por
    eso, como hemos dicho, fue un hombre de su
    tiempo, convencido de lo pueril que era enfrentarse al imperio y
    desechar el aporte de progreso y "verdadera cultura" que
    Inglaterra derramaba sobre el orbe.

    Pero ese mundo en el que se había formado, muy
    pronto empezó a cambiar. El siglo XX trastocó todos
    los parámetros de la centuria anterior y los antiguos
    modelos se descascararon, denunciando la falsedad de la
    permanencia de cosas que se consideraban inmutables y eternas
    (como el liberalismo,
    el monopolio del
    sistema capitalista, la hegemonía de la burguesía y
    el poderío
    inglés a nivel planetario).

    Con la Primera Guerra
    Mundial (1914-1918), la irrupción de las masas
    proletarias en la vida política (Revolución
    Rusa de 1917) y la crisis de
    valores en el universo
    burgués, Conan Doyle fue el sorprendido testigo de un
    derrumbe que sumió en profundas alteraciones no
    sólo a la literatura (con el surgimiento de la nueva
    estética del dadaísmo, el expresionismo
    y el surrealismo),
    sino al equilibrio del
    poder internacional. Tras la Gran Guerra de 1914, Inglaterra
    dejaría de ser una potencia
    hegemónica.

    Por otro lado, la pérdida de su hijo
    —muerto en el campo de batalla europeo— hizo que
    Conan Doyle se encapsulara en sí mismo, abandonando su
    febril producción literaria y escribiendo sólo
    esporádicamente. Aquel resultó ser un choque muy
    fuerte (el peor de todos) y desde entonces nada resultó
    igual a lo que antes fuera. Su personalidad cambió y el
    analítico padre de Sherlock Holmes (el más
    lógico entre los investigadores lógicos de la
    literatura), se volcó hacia el misticismo, la
    parapsicología y el espiritismo (temas de los que
    llegó a escribir gruesos y reconocidos libros).

    Sin embargo, el escritor que reconocemos en sus novelas
    no es el crepuscular anciano pesimista y derrotado de sus
    últimos días. Por el contrario, en ellas
    descubrimos el optimismo, la ironía, el humor, la creatividad y
    la fuerza de un hombre convencido en el progreso y en el
    futuro.

    De su enorme producción bibliográfica, que
    incluye los géneros de novela histórica, ensayo,
    historia-política, cuentos de
    misterio y terror, he seleccionado la que fuera modelo y
    matriz de la
    gran novela de aventuras: El Mundo Perdido.

    La
    época, las exploraciones y la expansión de
    Occidente

    "Observar una costa mientras se
    desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Allí
    está ante ti, sonriente, ceñuda, insinuante,
    grandiosa, mezquina, insípida o salvaje, y siempre muda,
    con aire de estar
    susurrando: 'Ven y descúbreme'."
    (Joseph Conrad, El
    Corazón
    de las Tinieblas, 1902).

    Punto de arribo a viejas tradiciones y formas definidas
    de ver y organizar el mundo, el siglo XIX las recogió,
    reinterpretándolas; y a partir de entonces, nada fue
    idéntico a nada.

    Hito singular en la historia de la cultura occidental,
    esa centuria creó las bases de una sociedad nueva en la
    que aspectos públicos y privados, nacionales e
    internacionales, se encausaron por senderos absolutamente
    novedosos, desarrollando y potenciando a la economía, la tecnología y la
    industria. En
    pocas décadas se creó una sociedad urbana
    inimaginable cien años atrás, con nuevos problemas
    y clases
    sociales, conflictos y reivindicaciones. Una nueva ética,
    poco dependiente de Dios, fue inculcada y nuevos paradigmas
    científicos e ideológicos se hicieron carne en la
    gente, prolongando sus influencias hasta bien entrado el siglo
    XX. El ideal de Progreso, nacido en tiempos de la
    Ilustración (siglo XVIII), tomó cuerpo y se
    hicieron realidad muchos proyectos que
    antes eran sólo sueños. El optimismo se
    transformó en el telón de fondo de toda la
    época, en especial para Inglaterra, potencia
    hegemónica y dueña de los mares (y mercados) del
    mundo.

    La industrialización, la tecnificación de
    la producción y el implacable crecimiento del mundo
    financiero, convirtieron a Gran Bretaña en una potencia
    mundial. El Imperio inglés se dilató por todos los
    rincones del planeta y su influencia cultural, económica y
    política se dejó sentir por mucho
    tiempo.

    Un aspecto sumamente relevante del período
    decimonónico fue el peso que alcanzó a tener la
    burguesía como clase
    dominante. Como ya se ha dicho en otras partes, el siglo XIX fue
    esencialmente burgués en su hábitos, ilusiones y
    sueños. La moral
    burguesa, que exaltaba la virtud, la moderación y la
    contención (especialmente la corporal), insertó el
    afán de lucro y el emprendimiento personal como
    valores altamente loables; lo que no impidió que junto a
    ellos creciera una malsana hipocresía, disfrazada por el
    culto a la apariencia. Así mismo, se impuso un
    férreo orden social, jerarquizado y discriminativo, que
    regló los comportamientos, los gestos y gran parte del
    imaginario de la época.

    En poco tiempo, esa sociedad burguesa consiguió
    impregnar con su cosmovisión a las clases sociales que la
    combatieron duramente, imponiendo su cultura y aburguesando tanto
    a los tradicionales grupos
    aristocráticos como a los nuevos sectores
    obreros.

    Con el ascenso de los burgueses al poder
    económico y al control de los
    medios de
    producción, se favoreció a la expansión
    imperialista. Y las ideas de superioridad racial, cultural y
    tecnológica terminaron por justificar —moral y
    filosóficamente— el sometimiento de regiones
    inmensas del globo.

    La historia de los exploradores ha sido —y
    es— la historia de la búsqueda y del encuentro con
    lo desconocido. Constituye un campo de estudio amplísimo,
    tanto por las distintas temáticas que pueden asociarse al
    hecho mismo de explorar, como por lo dilatado que es el tema
    desde el punto de vista cronológico. Podemos ubicar sus
    más remotos inicios hace aproximadamente un millón
    y medio de años, cuando nuestro antecesor, el Homo
    Erectus, abandonó África iniciando la lenta
    "colonización" de Europa, del
    Cercano Oriente y Asia. Fue
    Erectus, de hecho, el primer gran explorador y aunque nunca
    lleguemos a conocer cuales fueron sus pensamientos y sensaciones
    al ingresar en territorios nunca antes recorridos por un
    homínido, podemos detectar en él el germen de una
    actitud que se prolongaría a lo largo de toda la historia
    evolutiva de la humanidad: el deseo por conocer, explorar y
    controlar aquello que está más allá del
    alcance de la mirada. Esa curiosidad fue la que nos hizo
    humanos.

    Desde lejanos tiempos prehistóricos hasta hoy,
    toda expansión implicó reacomodamientos y ajustes.
    Se dice que aquel que sale de viaje nunca regresa siendo el
    mismo; y es cierto. Ninguno de los exploradores posteriores a
    Erectus mantuvieron del mundo la mirada inicial que tenían
    antes de partir. Siempre algo se veía modificado, siempre
    alguna perspectiva se alteraba y las viejas certezas
    debían ser acomodadas a los nuevos conocimientos
    adquiridos. Por eso, hayan sido viajeros de la antigüedad
    clásica (griegos o romanos), comerciantes medievales (de
    los siglos XI al XIII), conquistadores españoles (siglo XV
    y XVI) o científicos victorianos del siglo XIX, todo
    movimiento de
    expansión territorial implicó apertura y cambio.

    Con cada avance, los modelos para interpretar la
    realidad se alteraban. Viejas concepciones se venían abajo
    o debían reformularse; y el tablero construido de la
    realidad social, política, económica o
    psicológica, se veía sumido en un profundo proceso de
    transformación a ambos lados de las fronteras
    traspuestas.

    Las ambiciones mutaban. Lo mejor y lo peor de cada
    individuo
    emergía; y tras proponer nuevos proyectos (personales o
    nacionales), se ponían proa hacía las riquezas de
    las regiones "vírgenes", que se abrían antes sus
    asombrados e ilusionados ojos.

    A lo largo de la historia occidental —tras la
    caída del Imperio Romano en
    el siglo V d. C.—, la cultura europea experimentó
    tres grandes "empujones" fuera de sus fronteras. En cada uno de
    esos momentos se elaboraron diversos tipos de justificaciones
    para legitimar la conquista y explotación de regiones del
    mundo, nunca visitadas hasta entonces.

    Podríamos señalar una fecha, un lugar y un
    personaje para simbolizar el inicio de esta gran
    expansión. La fecha: 27 de noviembre de 1095; el lugar: la
    ciudad de Clermont, en Francia; el
    personaje: el Papa Urbano II.

    Desde entonces, y acreditando el accionar con el grito
    "¡Dios lo quiere!", hombres nacidos en la Europa medieval
    del siglo XI dieron los primeros pasos de un largo proceso de
    desplazamiento de fronteras que, desde el siglo XIX, ha recibido
    el nombre de imperialismo.

    En ese primer "empujón" —desarrollado hasta
    el siglo XIII—, conocido cómo la "Revolución
    Comercial", el fanatismo religioso de los cruzados los
    llevó a controlar las costas de Palestina, que a la
    sazón estaban ocupadas por los musulmanes. Recuperar el
    Santo Sepulcro y crear bases comerciales para el contacto con el
    Cercano Oriente eran los objetivos
    más explícitos. Por otro lado, y tras un secular
    aislamiento, los europeos se abrían a nuevas posibilidades
    agrícolas con la roturación de tierras
    baldías en el oriente de su propio continente,
    desarrollando técnicas
    de laboreo que revolucionaron la producción del campo.
    Como consecuencia de todo ello empezaron a germinar algunos de
    los elementos que más tarde asociaremos con la modernidad:
    el renacimiento
    de las ciudades; la formación de la burguesía; el
    progresivo camino hacia el materialismo y la
    gradual concentración del poder en los reyes.

    El segundo momento expansivo se practicó a partir
    los siglos XV y XVI, y corresponde a la época de los
    Grandes Descubrimientos, inaugurada por Cristóbal
    Colón. En aquella circunstancia, el destino fue el
    recientemente descubierto continente americano y hacia él
    se dirigieron las naos de la conquista y la colonización
    ibérica, impulsadas a buscar en tierras americanas
    aquellas riquezas, poder y prestigio que ya no podían
    encontrar en España.
    Las leyendas
    generadas en dichas circunstancias serán las bases
    persistentes de muchos elementos del imaginario que se conservan
    hoy en día en los antiguos escenarios de lucha entre
    conquistadores y aborígenes.

    Finalmente, la gran y última expansión
    sobre el globo se registró desde mediados del siglo pasado
    hasta bien entrado el siglo XX, en lo que se ha dado en llamar la
    "Era del Imperio" (aproximadamente 1870–1914). En esta
    oportunidad, países industrializados, o en vías
    avanzadas de industrialización, ajustaron sus
    brújulas y pusieron delantera hacia regiones que
    aún permanecían desconocidas por la cultura
    europea. El horizonte teórico se abrió en abanico y
    las nuevas perspectivas políticas
    y económicas generaron tal entusiasmo, que naciones
    históricamente poco imperialistas se sumaron al proyecto de la
    ocupación y explotación, con energías nunca
    vistas hasta entonces. Se establecieron relaciones con pueblos
    que se habían mantenido aislados histórica y
    geográficamente, y nacieron así nuevas fronteras
    coloniales en donde la presencia conjunta de individuos y
    culturas diferentes produjeron las denominadas "Zonas de
    Contacto", en las que no tardaron en advertirse conflictos,
    coerción e injusticias.

    Pero este expansionismo decimonónico, enmarcado
    en un contexto de grandes avances
    tecnológicos y científicos —inaugurando
    una renovada etapa capitalista y consolidando a la cultura
    burguesa europea— no se contentó con el relevamiento
    y control de las costas. La época de las grandes
    expediciones marítimas, que iniciaran los viajes
    científicos del siglo XVIII con personajes tales como
    Charles de La Condamine (1735), o el célebre
    Capitán James Cook (1768), había terminado; y en
    oposición a ella, comenzó una nueva era de
    exploraciones que perseguían alcanzar el interior de los
    continentes; en su mayor parte, inexplorados y envueltos en
    fascinantes misterios.

    Así pues, las inmensas cuencas del Amazonas y del
    Orinoco; los desiertos y selvas de Asia, Oceanía y
    Australia o la hipnótica atracción que
    despertó África (el "Continente Negro") no
    sólo fomentaron la creación de Sociedades
    Geográficas —privadas y nacionales— encargadas
    de conocer, catalogar y controlar esos "otros mundos", sino que
    ayudaron a que surgiera un nuevo protagonista: el explorador
    científico independiente
    .

    Con él se generó también una nueva
    literatura de viajes, un nuevo conocimiento
    (y autoconocimiento), nuevos códigos, ambiciones y,
    fundamentalmente, un nuevo imaginario que supo resucitar antiguos
    mitos,
    reacondicionarlos y generar otros nuevos.

    Sobre este último aspecto nos referiremos en el apartado siguiente.

    El
    imaginario: un concepto
    clave

    El imaginario se ha convertido, en las últimas
    décadas, en el campo de estudio predilecto de los
    historiadores. Y es entendible que así suceda ya que, a
    través de él, es posible ordenar y analizar el
    difícil terreno de la psicología profunda
    de una sociedad. Como ha escrito Jacques Le Goff, "una historia
    sin el imaginario es una historia mutilada, descarnada […]; el
    imaginario es, pues, vivo, mudable", y constituye un
    fenómeno social e histórico que está
    presente en todos los grupos humanos.

    El imaginario conforma un sistema de referencia siempre
    cambiante, siendo sus dominios un complejo conjunto de
    representaciones que desbordan las comprobaciones de la
    experiencia y que encuentra profundas relaciones con la
    fantasía, la sensibilidad y el "sentido común" de
    cada época o lugar; alterando constantemente la
    línea por donde pasa la frontera entre
    lo real y lo irreal.

    Es un hecho evidente que la imaginación y sus
    productos
    participan en la historia de una manera mucho más
    persistente que aspectos del mundo concreto. Sus
    estructuras
    sutiles atraviesan siglos, demostrando que los mitos son
    indestructibles y que resisten mejor que cualquier
    creación material. Es posible, entonces, hablar de ciertas
    estructuras permanentes del imaginario que, respondiendo a
    obsesiones constantes de la humanidad (conocimiento, poder,
    sexo,
    inmortalidad, etc.), registran los cambios y las permanencias de
    las mentalidades a través de los siglos.

    José Luis Romero, en Estudio de la mentalidad
    Burguesa
    , escribe:

    "La mentalidad es algo así como el motor de las
    actitudes. De manera poco racional a veces, inconsciente o
    subconscientemente, un grupo social, una colectividad, se planta
    de una cierta manera ante la muerte, el
    matrimonio, la
    riqueza, la pobreza,
    el trabajo,
    el amor, [el
    otro y lo otro]. Hay en el grupo social un sistema de actitudes y
    predisposiciones que no son racionales pero que tienen una enorme
    fuerza porque son tradicionales. Precisamente a medida que se
    pierde racionalidad (…) las actitudes se hacen más
    robustas, pues se ve reemplazado el sistema original de
    motivaciones por otro irracional, que toca lo carismático
    (…)".

    De esta forma, el imaginario —que constituye un
    importante capítulo de la historia de las
    mentalidades— actúa como un vago sistema de ideas
    que inspira reacciones y condiciona los juicios de valor, las
    opiniones y conductas de una determinada época.

    ¿Cómo actúa el imaginario dentro de
    un proceso de expansión territorial? ¿Qué
    mecanismos extraños poseen los viajes para exacerbarlo?
    ¿Cómo se plasma y difunde dicho imaginario a lo
    largo y a lo ancho de una sociedad? ¿Qué factores
    deben darse para que lo real sea puesto en duda, dando espacio a
    lo plausible y poniendo en entre dicho a aquellas estructuras que
    desechan lo sobrenatural y lo asombroso?.

    Como de permanencias estamos hablando, intentaré
    analizar con detenimiento el imaginario de los exploradores
    imperialistas del siglo XIX-XX, a partir de la obra de Conan
    Doyle y dar respuestas tentativas y provisionales a éstas
    y otras preguntas.

    Por otro lado, un campo que puede resultar colateral,
    pero que está íntimamente ligado al tema del
    imaginario, es aquel que hace referencia al estudio del rumor y
    sus estrechas relaciones con la construcción de leyendas.

    Si bien existen elementos distintivos entre ambos,
    caracterizando al rumor como usualmente breve y sin
    estructura
    narrativa; las leyendas, al decir de Alan Dundes, "pueden
    ser breves y simples o bien ser narraciones más elaboradas
    a partir de un conjunto de rumores, reunidos en un punto
    central". Por consiguiente no sería correcto distinguir
    categóricamente entre rumor y leyenda, puesto que
    estaríamos tratando con fenómenos
    similares.

    De hecho, las leyendas son relatos convencionales de lo
    que fue originariamente un rumor; o, para decirlo más
    poéticamente, "las leyendas son rumores
    solidificados".

    Además, es común que los rumores hagan las
    veces de refuerzo a leyendas ya existentes o las puedan hacer
    resurgir cuando éstas no tienen circulación oral en
    la comunidad. En
    síntesis, la relación entre los
    rumores y las leyendas es de interacción; se alimentan
    mutuamente.

    Al mismo tiempo, y obviando el hecho de que ambas puedan
    tener elementos de verdad, lo más interesante del tema es
    que la gente las cree verdaderas. La leyenda y el rumor son
    plausibles.

    Realidad y plausibilidad deben estar presentes para que
    una historia sea aceptada; y para que sea leyenda tiene ser
    aceptada. Por otra parte, lo que uno entiende por plausible
    cambia de grupo en grupo, de tiempo en tiempo; y las realidades
    de unos pueden ser las fantasías de otros. Esto es lo que
    se advierte, claramente, en la expansión europea sobre el
    mundo.

    Existe otra condición para que el imaginario se
    desate y, tanto la leyenda como el rumor, campeen sin
    restricciones: la ambigüedad.

    Cuando alguna situación es ambigua, imprecisa o
    enigmática, surgen ansiedades, temores, que facilitan la
    elaboración de rumores y leyendas.

    Estar fuera de casa a cientos o miles de
    kilómetros —en plena jungla, montaña o
    desierto—constituye una situación límite de
    hondo carácter emocional; un caldero ideal para
    que la suma de las ansiedades, miedos, rumores, leyendas y
    peligros se conjuguen dando por resultado una perspectiva de la
    realidad que, seguramente, no sería considerada con
    seriedad en el entorno civilizado y racional de
    partida.

    A modo de ejemplo citaré lo que Conan Doyle pone
    en boca del profesor
    Challenger, en determinado momento de la novela.

    "Me habrían bastado como guía las
    leyendas de los indios, porque descubrí que entre todas
    las tribus ribereñas [de un afluente del Amazonas]
    circulan rumores relativos a la existencia de un país
    extraordinario. Habrá oído usted
    hablar —le dijo a Malone— del
    curupuri.

    —Jamás.

    El curupuri es el espíritu de los bosques, un
    ser terrible, maligno, del que es preciso huir. Nadie sabe
    describir su forma o su constitución; pero a lo largo de todo el
    Amazonas su nombre inspira temor. Ahora bien: todas las tribus
    concuerdan en lo referente a la dirección en que mora Curupuri (…). Algo
    espantoso se escondía de aquel lado, y a mí me
    correspondía averiguar qué era."
    [Pág.
    46,47]

    Hemos dicho que la condición más
    importante de toda leyenda es que sea creída; lo que no
    significa decir que dicha creencia deba ser necesariamente actual
    y presente. Basta con que alguien, en algún lado, alguna
    vez la haya considerado verdadera para que su fuerza se mantenga,
    afirmando, negando o poniendo en duda algo.

    Las leyendas —puntales claros de un aspecto de lo
    imaginario— siempre han acompañado al ser humano
    ajustándose a los cambios de las sociedades a
    través del tiempo. Flexibles y adaptables, satisfacen las
    profundas necesidades que viven los hombres, en diferentes
    contextos sociales o culturales.

    Breve
    síntesis argumental de la novela El Mundo Perdido de Sir
    Arthur Conan Doyle

    Dejarse guiar por la atrapante prosa de Conan Doyle es
    un placer, pues El Mundo Perdido (publicada en Londres por la
    revista Strand y la editorial Hodder & Stoughton, en 1912)
    constituye sin lugar a dudas una verdadera obra maestra de su
    género; una joya literaria algo olvidada y eclipsada por
    un filme moderno que ha tomado el mismo nombre y que, a pesar del
    despliegue técnico en efectos especiales invertidos, no
    consigue crear el clima de asombro,
    misterio y aventura que el viejo escritor británico
    plasmó en no más de doscientos cincuenta
    páginas.

    Al escribir la obra, Conan Doyle pretendió
    sólo una cosa: entretener al lector. No
    buscó elevar su discurso a
    nubes metafísicas, ni especular acerca de la
    condición humana. Sólo entretener. Tarea
    difícil, si no se posee la capacidad narrativa de un
    grande.

    Pero, como ya hemos dicho más arriba, el tiempo y
    el espacio lo condicionaron de un modo inevitable.
    Escribió como un inglés victoriano, volcando el
    espíritu efervescente de sus días en un grupo de
    aventureros dispuestos —como el mismísimo Imperio
    británico— a todo. Y esto quedará claro en
    las numerosas citas que transcribiré en las páginas
    que siguen.

    Por lo tanto, no será Conan Doyle el responsable
    del análisis histórico-sociológico que se
    desarrollará en los apartados posteriores. Si se quiere,
    este trabajo es el
    producto de la
    perspectiva que nos ha dado el tiempo y que considero fundamental
    a la hora de entender y explicar el comportamiento
    y los ideales de cualquier individuo o grupo social (aún
    ficticios).

    Pero vayamos a la trama misma de la novela.

    La historia comienza en Londres cuando el joven
    periodista Edward Malone, tratando de impresionar a
    la mujer que ama
    (Gladys Hungerton) , consigue formar parte de una
    expedición a Sudamérica que persigue el
    fantástico objetivo de
    probar que animales
    prehistóricos aún sobreviven aislados en lo alto de
    una misteriosa meseta de la profunda selva
    amazónica.

    A partir de ahí, los cuatro personajes de la
    novela trasladan al lector a un mundo exótico y lleno de
    peligros, en el que las fatigas por alcanzarlo son sólo la
    antesala a experiencias sobrecogedoras en la cima de la meseta
    misma; un paraje que se ha detenido en el tiempo y en el que
    persisten monstruos antediluvianos y retrógradas
    sociedades salvajes de monos-hombres, tal como Conan Doyle los
    nombra.

    El jefe y alma mater de
    la expedición es el iracundo y megalómano profesor
    George Edward Challenger, un especialista en
    zoología, paleontólogo y sabio que guiado por su
    tozudo entusiasmo trata de probarle al mundo científico
    que esos engendros prehistóricos existen y son tan reales
    como lo pájaros. Según él, los testimonios
    dejados por un desaparecido explorador anterior, llamado Maple
    White
    , probarían la presencia de ese universo
    congelado en el tiempo.

    En Challenger es posible detectar algunos rasgos de otro
    inolvidable personaje de Conan Doyle: Sherlock Holmes. Como
    éste, el intolerante profesor inglés es un
    consabido observador, un genio natural, "un cerebro
    superdotado" capaz de rebatir, con las palabras o los
    puños, los más retorcidos argumentos que se
    esgriman en su contra. Activo, amante del alpinismo y los paseos,
    Challenger encara la expedición portando todos los
    prejuicios imaginables de un británico nacido en 1863.
    Irónico, racista, brusco por momentos, es el que
    guía al resto de los protagonistas en dirección de
    la misterios meseta, en la que se ambienta la mayor parte de la
    novela.

    La contraparte de Challenger es otro académico
    del Imperio, el profesor Summerlee, un educado y
    escéptico erudito en zoología comparada cuya
    misión consiste en verificar la existencia real de los
    dinosaurios
    que Challenger dice haber visto, en un viaje preliminar.
    Cuestionador por naturaleza, Summerlee se verá
    confrontando con su colega de manera constante, hasta que la
    fantástica realidad de las Tierras de Maple White le hagan
    ver que los dichos del loco de Challenger son ciertos.

    Por último está la esbelta figura de
    Lord John Roxton, un aseado y meticuloso cazador de
    cuarenta y seis años, viajero infatigable por tierras
    africanas y sudamericanas, y enemigo acérrimo de la
    esclavitud.
    Roxton personifica el arquetipo del viajero aventurero del siglo
    XIX, siempre impecable y presto a dispararle a todo aquello que
    no encaje dentro de sus esquemas mentales de civilización
    y honorabilidad.

    Será, entonces, este grupo heterogéneo (un
    periodista con ansias de heroísmo, un profesor fanatizado,
    otro académico mesurado y un militar británico del
    Imperio, junto con sus guías y porteadores) el que nos
    traslade al Mundo Perdido, en la meseta de Maple White, no
    sólo para mostrarnos los portentos naturales que
    ahí se conservaban, sino también para comprobar que
    la fuerza de la imaginación —desplegada desde la
    ficción literaria— fue, y sigue siendo, un motor
    mucho más poderoso de lo que se cree.

    El Mundo Perdido es, a mi modesto entender, el
    perfecto mapeo de una época y de un imaginario que
    no ha muerto, ni morirá por mucho tiempo.

    Pasemos ahora al análisis propiamente dicho de la
    novela, tratando de detectar y explicar las íntimas
    relaciones que el texto tiene con problemáticas,
    sueños, prejuicios y comportamientos propios del
    período en que fue escrito y publicado.

    El
    Mundo Perdido, la radiografía de una
    época

    La aventura, la osadía y el
    machismo

    "Allí, donde terminan los
    caminos y rastros aislados; donde la palabra muere para dar
    cabida al susurro misterioso de las selvas y tierras
    vírgenes; donde todos los horizontes se esfuman, sin saber
    nadie por qué ni cómo, allí están los
    límites
    del país en que tan bien me encuentro. Se llama La
    Aventura"
    (Tibor Sekelj, Por Tierra de
    Indios, Editorial Libros del Centenario, 1º edición
    de 1967, pág.7).

    Se ha dicho con frecuencia que el universo del
    explorador del siglo pasado fue esencialmente masculino.
    Sólo el hombre,
    dueño del ámbito público y de las relaciones
    interpersonales fuera de casa, tenía el derecho y
    estaba capacitado para recorrer el mundo en pos de conocimiento y
    aventuras. La mujer, raras
    veces se arriesgaba a violar este rígido esquema de roles;
    y, si bien existen célebres viajeras que arriesgaron su
    reputación violentando las reglas machistas impuestas por
    la sociedad, éstas no han sido más que honrosas
    excepciones. La división sexual del trabajo se
    mantenía aún en la hora de calzarse una mochila.
    Claro que no faltaron las contestatarias que se negaron a aceptar
    el papel pasivo de ama de casa y, siguiendo a sus esposos o
    hijos, se embarcaron por tierras exóticas, explorando y
    dejando bellísimos diarios de viajes. Ann Marie
    Falconbridge, Sara Lee o Maria Graham —autoras todas de un
    literatura de viajes copiosamente leída— son
    quizá los mejores ejemplos al respecto.

    Pero Conan Doyle era un conservador, y en su novela
    refleja lo que, en su época, se consideraba socialmente
    correcto. La mujer es para él sólo un objeto de
    deseo, el motor romántico que impulsa a los aprendices de
    héroe a jugarse la vida en pos de prestigio y
    hombría.

    La siguiente cita, correspondiente a una
    conversación entablada entre Edward Malone y Gladys
    Hungerton, deja entrever varios aspectos fascinantes de las
    relaciones machistas vigentes en la época (internalizadas,
    incluso, por la protagonista femenina).

    Dice Gladys Hungerton, en el capítulo 1 de la
    novela:

    "—En primer lugar (…), mi hombre ideal
    sería (…) duro, rígido, (…) un hombre capaz de
    actuar, de hacer cosas, de mirar a la muerte cara a
    cara, sin encogérsele el corazón; un hombre de
    grandes hazañas y de extraordinarias experiencias. No
    sería al hombre al que yo amaría, sino que
    amaría la gloria por él ganada y que se
    reflejaría en mí. (…) Esa clase de hombre que una
    mujer sería capaz de adorar con toda su alma (…) porque
    todo el mundo la honraría como a la inspiradora de tan
    nobles acciones"
    [Pág.13].

    Como se observa, en el hegemónico mundo de los
    valores burgueses sólo el varón tenía el
    derecho —y la obligación, llegado el caso— de
    desplegar las acciones heroicas. Las cosas extraordinarias
    quedaban dentro de la esfera masculina. Él —no
    ella— era el único constructor de
    osadías.

    "Las oportunidades le rodean por todas partes. La
    característica de esa clase de hombres a que me refiero es
    que ellos mismos se crean sus oportunidades. (…) Es un impulso
    que le brota de dentro, como una cosa natural (…) que clama por
    encontrar una manera heroica de manifestarse
    " [pp.
    13-14].

    La identificación entre hombre y héroe,
    que hace Gladys en este párrafo, arrastra mucho del ideal
    caballeresco medieval (tema admirado en el romanticismo) y
    que se corresponde perfectamente con una de las metas convertida
    en modelo por la burguesía: la idea del prestigio
    individual y el deseo por inmortalizarse a través de
    algún hecho inusual y riesgoso.

    Para Inglaterra, que dominaba los mares del mundo, el
    escenario para ese tipo de oportunidades era inmenso, de
    ahí la necesidad de romper el cascarón de la
    comodidad y salir en búsqueda del prestigio; exaltando el
    individualismo, el propio esfuerzo, la contención y el
    ingenio. Síntomas todos del perfecto burgués; del
    hombre que se hace a sí mismo.

    El propio Malone escribe que sin ese impulso, sin esa
    motivación, jamás hubiera podido
    emprender la aventura de ir en búsqueda de un universo
    perdido en plena jungla amazónica; ya que

    "(…) únicamente cuando el hombre se echa al
    mundo penetrado del pensamiento de
    que por todas partes le rodean heroísmos, y con el deseo
    vivo en su corazón de salir en persecución del
    primero que se le ponga delante, únicamente entonces rompe
    con la rutina de su vida y se lanza a la aventura por el
    país maravilloso envuelto en un místico
    crepúsculo, que esconde los grandes riesgos y los
    grandes premios
    " [pp. 15-16].

    El hombre es, pues, el encargado de encontrar, perseguir
    y buscar —sorteando riesgos y viviendo aventuras—
    aquello que permanece escondido y es maravilloso. Con ello se
    consiguen premios que lo conducen al altar del prestigio, propio
    de los héroes. Sólo así puede uno ganarse
    "un puesto en el mundo"[Pág. 15].

    Más adelante, cuando E. Malone solicita a su jefe
    del Daily Gazette, el señor McArdle, una misión
    periodística riesgosa, el simpático editor le
    pregunta:

    "—¿Y en qué clase de
    misión especial estaba usted pensando, míster
    Malone?

    — En cualquier cosa, señor, con tal que
    haya en ellas aventuras y peligros. De verdad que pondría
    en la tarea todo cuanto pudiera de mí. Cuanto más
    difícil sea, más a gusto me encargaré de
    ella.

    — ¿Tiene mucha prisa por perder la
    vida?

    —Por justificar mi vida,
    señor
    ."[Pág. 18]

    Aquí no sólo se confirma lo que arriba
    señalábamos (justificar el ser a través de
    la aventura; etimológicamente definida como
    "lance extraño y peligroso"), sino que se
    suministra un dato importante para ser analizado: el rol del
    periodismo
    —a fines del XIX y principios del XX— en la
    formación del modelo del aventurero y explorador
    romántico.

    Pero vayamos ahora a explicar al rol que cumplieron
    los medios de
    comunicación en aquella época
    expansiva.

    Mucha de toda la fantasía e irracionalidad que
    pueden encontrarse en el imaginario de la época
    encontró en la literatura un soporte insustituible. La
    gran difusión del periodismo y el enorme éxito que
    desde el siglo pasado tuvieron los diarios de viajes y la novela,
    no hicieron más que aumentar la curiosidad y el
    interés del público por aquellas regiones
    extrañas, en cuyos límites se terminaba la
    "civilización" y en donde "cosas raras" eran
    posibles.

    Durante la segunda mitad del siglo XIX aparecieron por
    primera vez los llamados periodistas gráficos, más conocidos como
    artistas de la línea de fuego (front line artist), una
    suerte de corresponsales que dibujaban las noticias de
    mayor relieve,
    especialmente en guerras,
    campañas militares y expediciones.

    "Esta modalidad, nos dice Cristian Pérez Colman,
    tuvo su origen en 1842, año en que Herbet Ingram
    inició la aventura de su vida al crear un semanario que
    marcaría un hito en la historia del periodismo: The
    Ilustrated London News, que pronto tuvo serios competidores,
    tales como The Graphic y The Pictorial World. Hasta entonces
    sólo se conocían revistas o magazines ilustradas,
    pero un periódico
    que dibujara las noticias —anticipación a la
    foto— era algo nuevo. Ingram concluyó que no
    sólo era importante reflejar la noticia en una ilustración, también lo era que el
    dibujante hubiese estado en el
    lugar de los hechos. A esos enviados vino a dárseles un
    nombre, el de artistas especiales (special artist) y a sus
    encargos, misiones especiales".

    "—¿Qué sabe usted del profesor
    Challenger?

    —¿Challenger? —Frunció el
    seño con expresión desaprobadora.—Sí,
    es ese individuo que vino de Sudamérica contando cosas
    fantásticas."
    [Pág. 21]

    El sensacionalismo de la prensa popular,
    que a partir de mediados de siglo XIX empezó a ganar
    mayores clientes y
    tiradas —describiendo sucesos morbosos, exaltando lo
    pintoresco o lo exótico— supo explotar, muy
    inteligentemente, la fértil veta que los viajeros dejaban
    como estela. Periódicos como Le Petit Journal, en Francia
    desde 1863; el Evening News y el Star, en Londres desde 1881 y
    1888 respectivamente, constituyen ejemplos bien claros de ese
    nuevo negocio de lucrar con la invención de muchas notas y
    la imaginación del público. En una palabra, se
    convirtieron en otro de los tantos caminos de
    evasión.

    Por otra parte, la aparición de las agencias de
    prensa internacionales (Associated Press, 1848; Reuter, 1851;
    United Press, 1884), como la rapidez y economía en la
    edición de diarios y revistas, gracias a la prensa
    mecanizada y el abaratamiento de los procesos
    técnicos de la publicación, permitieron que
    más gente tuviera la oportunidad de seguir, maravilladas,
    las cautivantes historias relatadas por las novelas folletines o
    las extravagantes noticias inventadas respecto de países y
    sociedades lejanas. De esta manera, tal como había
    ocurrido durante el siglo XVI con la novela de caballería
    (que incentivara a más de un conquistador español a
    arriesgar su dinero y su
    vida en suelo americano
    persiguiendo quimeras), las noticias fantásticas y los
    escritos de aventura empujaron a más de un
    romántico explorador hacia lugares que todavía no
    estaban en los mapas.

    Porque, sin duda, una de las tantas hebras que tejen el
    telón de fondo de las grandes expediciones del siglo
    pasado (reales o ficticias) —y que definen en parte el
    espíritu de sus expedicionarios— es el
    fenómeno cultural del romanticismo.

    El
    romanticismo, la ciencia y
    la aventura

    Tempestuoso y turbulento, el movimiento
    romántico, tal como lo define Francisco Villacorta
    Baños, "es antes una sensibilidad que un sistema fijo de
    ideas". Esto permitiría explicar su voluntaria
    pulsión hacia lo desconocido, lo maravilloso y lo ideal;
    su prédica contra el utilitarismo y el racionalismo,
    deificando la poesía
    y la imaginación, aún dentro del lenguaje de la
    observación científica.

    Problemático e insatisfecho, el hombre
    romántico, aspiró a reconstruir los lazos perdidos
    con la Naturaleza; acercándose a ella con los instrumentos
    de la ciencia, pero
    no desechando el camino de la intuición. Reforzó
    los factores subjetivos y aspiró a resolver la
    tensión, siempre latente, entre lo finito y lo
    infinito.

    El entorno natural comenzó a ser visto como un
    organismo vivo y el hombre se paró frente a la Naturaleza
    atraído por sus vetas exóticas y el
    misterio.

    "Sabrá usted (…), que hay regiones a uno y
    otro lado del Amazonas que han sido exploradas parcialmente y que
    existe un gran número de afluentes del río
    principal que aún no figuran en los mapas."

    [Pág. 39-40]

    Quizás sea Alexander von
    Humboldt (1769-1859) uno de los exploradores y viajeros que
    mejor sintetice esta combinación de empirismo e
    idealismo.
    Él mismo aconsejaba estudiar la realidad "conservando
    siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del
    mundo"; y no dudaba en establecer conexiones entre lo natural y
    las necesidades más profundas del ser humano cuando
    sostenía:

    " El contorno de las montañas […], la oscuridad
    del bosque de pinos, el torrente que se escapa del centro de las
    selvas[…], cada una de estas cosas ha existido […] en
    misteriosa relación con la vida interior del
    hombre".

    Por otra parte, el mismo Humboldt es quien resalta los
    contrastes y las distancias existentes entre la vida cotidiana de
    las ciudades y el contacto con una Naturaleza exuberante y casi
    sagrada, cuando escribe que:

    " El recuerdo de un país lejano y abundante en
    los dones todos de la Naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y
    fortifican el espíritu; oprimidos en el presente nos
    deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa sencilla
    grandeza que caracteriza a la infancia del
    género humano".

    Huir del presente. Esta es, con seguridad, otra
    de las tantas notas esenciales del ser romántico.
    Movimiento y huida. Escape de la simétrica y del
    frío racionalismo. Regreso a la libertad y al
    vigor natural de lo salvaje. Tendencia que se advierte
    también en la pintura de la
    época, al abandonar los interiores finitos del clasicismo
    del siglo XVIII y salir al encuentro de lo infinito; la
    montaña, la selva, la Naturaleza toda.

    Ese desencanto por el mundo revelado y conocido, en
    donde la aventura no es posible y la rutina se convierte en el
    opio de los pueblos, queda claro cuando el jefe del Daily Gazette
    le dice al impetuoso Edward Malone:

    "Aquellos grandes espacios en blanco que antes
    tenían los mapas van estando clasificados, y no queda ya
    en parte alguna lugar para lo novelesco
    ." [Pág.
    18]

    Pero, es justo aclarar, que no todo se movilizaba por la
    fantasía. También la curiosidad científica y
    los inevitables intereses económicos de una era
    imperialista impulsaron a la
    organización de muchas expediciones en busca de
    civilizaciones remotas y prácticamente
    desconocidas.

    El avance científico —que desde el siglo
    XVIII venía produciendo asombro y orgullo dentro de los
    propios europeos— intensificó el interés del
    público por el
    conocimiento de disciplinas tales como la historia, la
    geografía
    y la antropología. Las expediciones
    científicas aportaron nuevos datos, nuevas
    cuestiones y problemas.

    El panorama se hizo mucho más amplio y con
    él viejos mitos se vinieron abajo. Viaje tras viaje los
    espacios en blanco de los mapas se acotaban, pero la fuerza del
    imaginario se resistía a ceder ante ese desencantamiento
    del planeta; y la extraña necesidad de seguir suponiendo
    que, efectivamente, más allá de las montañas
    y de las selvas lo maravilloso perduraba, hizo que el universo
    onírico del explorador no se viera consumido por el
    academicismo racionalista imperante. Sólo se limitó
    a correr las fronteras.

    La plausibilidad aún no estaba agotada.
    Únicamente empezaba a quedar relegada en el campo de la
    ficción literaria; en esos libros como el de Conan
    Doyle.

    De ahí la importancia que tuvieron las palabras
    de Rudyard Kipling, cuando escribió:

    "…Una voz, tan insistente como la de la conciencia creaba
    matices infinitos en el sempiterno murmullo que noche y
    día repetía: Hay algo oculto. Ve y
    descúbrelo. Anda y explora detrás de las
    montañas. Algo hay perdido detrás de las
    montañas. Está perdido y te espera. ¡Ve en su
    búsqueda!". 

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