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Aproximación al imaginario del explorador en tiempos del imperialismo (1870-1914) (página 2)



Partes: 1, 2

Tierras perdidas fuera de los mapas

"Nos encontrábamos al borde de lo desconocido
y hemos tropezado con las guardias exteriores del mundo perdido
del que nos habla el profesor
Challenger"
[Pág. 104].

La posibilidad de mantener abierta una ruta hacia la
alteridad (hacia lo otro, lo distinto) permaneció sin
grandes cambios. Y a pesar de que las sociedades
extrañas, humanas o semihumanas, de los viejos mitos de
frontera se
replegaban, desde una supuesta realidad objetiva a las
páginas de utopistas y novelistas, era advertible un claro
rechazo a dejar a un lado el principal argumento de los
exploradores y aventureros romantizados: ese que concebía
al mundo como algo inacabado.

No toleraban quedar despojados de sus misteriosos
bastiones de inexpugnabilidad; razón por la cual, y ante
el achicamiento del escenario imaginario y la agonía de
las zonas inexploradas, se impusieron con fuerza
inaudita ciertos "bolsones vírgenes". En ellos
todavía era posible una realidad alternativa, por
más que estuvieran siempre traspasando los límites de
lo conocido. El viejo axioma occidental, que dice "Cuanto
más lejos más raro", se sostuvo, incluso, hasta hoy
en día.

Lord John Roxton argumenta al respecto:

"Sudamérica es una tierra que yo
amo, y creo que desde Darien hasta Tierra del Fuego es lo
más grande, rico y maravilloso de nuestro planeta. La
gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que un
día puede llegar a ser. Yo la he recorrido de arriba
abajo, de un extremo a otro (…). Pues bien: estando
allí, llegaron a mis oídos algunos relatos,
leyendas de
los indios y cosas por el estilo, pero que encierran, sin duda,
algo auténtico. Cuanto más conozca usted ese
país, más comprenderá que todo es posible,
absolutamente todo. Existen alguna estrechas vías
acuáticas de comunicación por las que viaja la gente;
pero a un lado y otro de ellas todo es misterio. Bien sea porque
aquí en el Mato Grosso —pasó su cigarro sobre
una parte del mapa—, o aquí arriba, en este
rincón, en el que coinciden tres países, no me
sorprendería de nada. (…) Los hombres sólo han
abierto, aquí un sendero y allí un arañazo,
en aquella maraña (…). ¿Por qué ese
país no habría de ocultar alguna cosa nueva y
maravillosa?"
[Pág. 74-75].

La atracción que han despertado los lugares no
cartografiados es ancestral. En ellos, imaginación y
realidad se confunden, y sus misteriosas comarcas "en blanco" se
hacen depositarias de las más ambivalentes
fantasías. Allí es posible encontrar aspectos que
van de lo sublime y lo paradisíaco, a lo más
abyecto y horroroso; de sociedades perfectas y cuasi celestiales,
a infiernos de atraso y primitivismo. Basta con observar
cualquier mapa, medieval o moderno, para advertir que, a esas
inquietantes Terras Incógnitas, el hombre
siempre trasladó sus más ansiados sueños y
pesadillas. Reinos de
oro, plata y
piedras preciosas se mezclan con caminos repletos de monstruos y
dragones. Iluminación y perdición se
intercalan a lo largo de los senderos que conducen a lo
desconocido. Y fueron esos senderos los que fijaban los
límites entre lo real y lo inventado.

En relación con esto, John Roxton exclama en
determinado pasaje de la aventura:

"¿Qué es lo que se oculta en esos
países? Selva, pantanos y manigua impenetrable.
¿Quién sabe lo que todo eso puede ocultar?
¿Y allá, hacia el sur? Una soledad de bosques
pantanosos en los que ningún hombre blanco
ha penetrado todavía. Por todas partes surge ante nosotros
lo desconocido. ¿Qué sabe nadie fuera de la
estrecha faja de los ríos?".
[Pág.
83]

Vencer la ansiedad y el temor para ingresar en ellos
implicaba desenmascarar viejos mitos y leyendas; pero, al mismo
tiempo, se
ponía en movimiento un
mecanismo que corregía antiguos prejuicios con otros que
eran nuevos.

"El día 2 de agosto cortamos nuestro
último lazo con el mundo exterior, despidiendo a la lancha
de vapor Esmeralda. Mañana desapareceremos hacia lo
desconocido:"
[Pág. 18]

Desde el siglo pasado el imaginario ha luchado por
mantener (readaptada) la existencia de supuestas especies y
sociedades humanas, distintas a la especie humana normal. Es algo
bastante común encontrar, en relaciones e informes de
viajes,
referencias (directas e indirectas) que aluden a comunidades
perdidas o a mundos olvidados. Así pues, reaparecieron los
enanos, ahora designados como pigmeos y toda una galería
de seres imaginarios, producto de
una interpretación deformante de ciertas
realidades culturales, históricas o biológicas; o,
directamente, como resultado de una construcción por entero derivada de la
fantasía. Algunos seres híbridos, como las sirenas,
los cíclopes, los sátiros o los cinocéfalos,
corrientes en las crónicas de los siglos XVI y XVII,
quedaron relegados al ámbito de la literatura; pero otros, como
los Ñam Ñam (hombres con cola), lograron llegar
hasta mediados del siglo XIX vivitos y "coleando". A tal punto
que, en 1850, ciertos rumores que circulaban por el Sudán
(África), motivaron la
organización de una expedición, a cargo del
Coronel Louis Du Gournet, quien afirmó, a posteriori,
haber visto un Ñam Ñam en 1853. Más tarde,
el conocido explorador norteamericano Henry M. Stanley, tampoco
dejó de mencionar a los hombres coludos del Sudán,
aunque derribaría el mito
estableciendo que las colas eran meros adornos. Pero lo
interesante es que, a pesar de la desmitificación, los
Ñam Ñam siguieron conservando su lado monstruoso:
eran consumados caníbales.

Como puede advertirse, el control directo
de la ciencia y
la razón cesa, muchas veces, cuando alguien se interna en
una selva inexplorada, en un ámbito cultural distinto o se
aleja del mundo cotidiano. En esos parajes, fuera de todo mapa
conocido, el hombre se confía a los dioses y demonios
locales, y el racionalismo
se limita a ejercer una influencia ocasional.

"(…)El inmenso panorama que se extendía ante
nuestra vista y que alcanzaba a mitad del trayecto de regreso
hasta el Amazonas, contribuyó a hacernos recordar que en
realidad nos encontrábamos viviendo en el siglo XX (1912)
sobre nuestro globo terráqueo, y que no habíamos
sido transportados por arte de
encantamiento a algún planeta recién formado en su
primitivo estado de
evolución. ¡Cuán
difícil resultaba darse cuenta de que la línea
violeta que se dibujaba sobre el lejanísimo horizonte no
debía de caer muy lejos del gran río por el que
navegaban grandes barcos a vapor, en los que la gente se ocupaba
de los problemas
menudos de la vida, en tanto que nosotros, abandonados entre
seres de edades pretéritas, quedábamos reducidos a
dirigir nuestras miradas hacia allí y a suspirar por todo
cuanto aquel mundo , del que estábamos aislados,
significaba."
[Pág. 147,148]

Fuera del mapa el explorador suele tomar sus deseos por
realidades, y la convicción emerge con anterioridad a la
experiencia.

No figurar en los mapas es
sinónimo de Caos y desorden. Salirse del mapa implica
ingresar en lugares en los que todos los paradigmas u
ortodoxias posibles corren el riesgo de ser
violentados, debilitados o superados.

Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia.
Todo se une. Todo se combina para generar esa curiosidad motora,
que lleva siempre a buscar aquello que se recorta difuso
detrás de las fronteras. Y alimenta el impulso por el
descubrimiento, que no es otra cosa que un acto creador, un poner
Orden (occidental, se entiende) sobre un Caos naturalizado y no
europeo. Surge así, con fuerza inaudita, la necesidad de
resemantizar el mundo, de volver a bautizarlo; mostrando el
inmenso poder de la
palabra sobre las cosas.

"—(…)A propósito, ¿Cómo
llamaremos a este lugar?—preguntó Lord Roxton,
parado frente a la meseta— Me imagino que nos corresponde a
nosotros ponerle nombre.

—(…)Se llamará con el nombre del
primero que la descubrió; es decir, La Tierra de
Maple White.

—Espero que con ese mismo nombre aparezca en
los atlas futuros."
[Pág. 137]

Montañas, ríos, lagos, llanuras, mesetas y
regiones enteras sufrieron esa furia nominativa, de la que habla
Todorov, cuando vieron cambiados sus nombres aborígenes y
pasaron a ser parte del corpus cartográfico de
Occidente.

"—Usted Malone es quien debe poner nombre al
lago. Fue usted quien lo vio primero, y si tiene el capricho de
bautizarlo como Lago Malone, nadie con mejor
derecho"
[Pág. 166].

Instrumento privilegiado de la geografía,"el mapa es
el simulacro de lo lejano y mantiene con el exotismo una
relación paradigmática. Es a la vez el modelo y la
aproximación intocable. Permite ver pero no permite
apropiarse. Para apropiarse hay que partir. Sin mapa no hay
descubrimiento, pero sin descubrimiento no hay mapas. El mapa
tiene una doble función:
es imagen y
representación del mundo, es instrumento de descubrimiento
y conquista".

"(…)Era imposible que nos detuviésemos al
borde de aquel mundo misterioso cuando sentíamos todos en
el alma la
comezón de la impaciencia por avanzar y arrancarle sus
secretos."
[Pág. 138]

Como podemos observar, el tema de la "isla" en tierra
firme es recurrente en la literatura de viajes, sean éstos
imaginarios o reales.

En esas "islas inaccesible y misteriosas" (o accesible
sólo a unos pocos iniciados) puede uno encontrarse con El
Dorado, la Fuente de Juvencia, tesoros o Mundos Perdidos
protegidos por ríos, serpientes, desiertos,
montañas, pantanos y tribus hostiles.

Relata Edward Malone en su diario:

"Exploré una parte del collado rocoso; pero no
encontré modo de escalarlo. La roca en forma de
pirámide resultaba más accesible. Como tengo algo
de alpinista, me las arreglé para escalarla hasta media
distancia de la cima. Desde aquella altura me encontraba en
situación ventajosa de formarme una idea más exacta
de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes rocosos.
Saqué la impresión de que era extensísima;
no pude distinguir ni por el este ni por el oeste el final del
panorama rocoso cubierto de verde. Las tierras que hay al pie de
la cadena de colinas rocosas forman una región pantanosa,
de manigua, poblada por serpientes, insectos y fiebres, que
sirven de defensa natural e impiden el acceso a tan
extraordinario país"
[Pág. 50].

Pero esos mundos inexplorados, atrayentes, aislados de
todo y carentes de ayuda externa, generan el abismo que lo separa
a uno de la seguridad y la
civilización.

"Nos ha ocurrido algo espantoso (…). Quizá
estemos condenados a pasar el resto de nuestras vidas en este
lugar extraño e inaccesible. Jamás se encontraron
unos hombres en situación peor que la nuestra (…). Nos
hallamos tan fuera del alcance de toda ayuda humana como si
estuviéramos en la Luna. Si hemos de salir victoriosos,
tendrá que ser gracias a nuestro propio ingenio y esfuerzo
(…). Ahí radica nuestra sola y única
esperanza"
[Pág. 107].

Catalogar el mundo

"Desde que desembarcamos, el profesor
Summerlee ha encontrado algún consuelo en la belleza y en
la variedad de insectos y pájaros que descubre a su
alrededor, porque es un hombre consagrado de todo corazón a
la ciencia. Pasa
días yendo y viniendo por los bosques(…) y emplea sus
veladas en disecar muchos ejemplares nuevos (…)"

[Pág. 80].

El impulso de catalogar el mundo, inaugurado por Carl
Linneo en el siglo XVIII —que llevara a la creación
de un exitoso método de
clasificación de la Naturaleza
(Homo Sapiens incluido)— derivó en el deseo por
encontrar, fichar, recolectar y coleccionar, con serias
intenciones científicas, las especies vegetales y animales
(conocidas y desconocidas) que poblaban la Tierra. Surgió
así la figura del trotamundos por excelencia, el
naturalista; representante del más acabado academicismo
que, contrariamente al conquistador, pretendía ejercer
sobre el entorno estudiado una acción
aséptica y neutra. Su misión
consistía sólo en observar, describir, traducir en
palabras las características del universo material
que lo rodeaba. Pretendía ser imparcial, sin ser
consciente de que su mirada era parte de la voluntad occidental
por retraducir y controlar el mundo. Era inevitable, que en esa
recolección, los cánones y paradigmas de la vieja
Europa se
impusieran.

Junto con el explorador naturalista se originó
toda una literatura de viajes que lo mostraba como la imagen viva
del antihéroe, un individuo
culto y pacífico que debía soportar mil y un
inconvenientes entre sociedades y parajes extraños,
mientras transitaba en pos del conocimiento.
Y fue el afán de originalidad y prestigio, asociado a todo
descubrimiento, el que empujó a encontrar, en las regiones
aisladas del planeta, esa especie perdida, ese espécimen
extraño y no catalogado, que le permitiera a su potencial
descubridor quedar en los anales de la Historia Natural.

Escépticos y creyentes, racionalistas y
románticos, se enroscaron en discusiones interminables
respecto de la posibilidad o imposibilidad de hallar indemnes
mundos perdidos, aislados y no tocados por el Progreso. Fue en
ese contexto en que el imaginario se disparó, alimentado
por las leyendas y rumores de las regiones de
frontera.

Si existiera un modelo estereotipado del Explorer,
éste debería ir acompañado,
indefectiblemente, con el acto de escribir. Mediante la escritura se
aprehendía al paisaje, a los ejemplares biológicos
y a las exóticas (y "caóticas") sociedades que se
encontraban. Constituía un acto de conquista
simbólico, y fueron el cuaderno de notas y la
estilográfica ( que se solían llevar colgada del
cuello, a modo de instrumento ofensivo) las renovadas armas de control
semántico, que referíamos en un apartado
anterior.

Confiesa Edward Malone en la
novela:

"Nos han ocurrido y nos están ocurriendo las
cosas más asombrosas. Todo el papel de que dispongo
consiste en cinco viejos cuadernos y sólo tengo un
lápiz estilográfico; pero mientras me mantenga en
condiciones de mover la mano seguiré redactando nuestras
aventuras e impresiones (…). Siendo los únicos hombres
de todo el género
humano en ser testigos de estas cosas, tiene importancia enorme
que las deje registradas cuando todavía están
frescas en mi memoria y antes
que nos alcance el destino que parece estar siempre
amenazándonos."
[Pág. 133]

Como escribió explícitamente Alexander von
Humboldt: "[…]Ya no con la espada, sino con la pluma y el
cuaderno de notas .Ya no en pos de la riqueza material, sino
buscando la comprensión y el análisis […]" se lanzaron sobre el mundo;
por más que detrás del explorador científico
vinieran los comerciantes, los ejércitos y los
cañones.

Cada expedición se convertía en un
potencial trampolín a la fama. Cada entrada en
algún territorio inexplorado alimentaba el latente deseo
por trascender, por quedar inmortalizado en el registro
científico a través de algún nombre latino
que denotara el apellido o el nombre del
explorador/descubridor.

Una situación como esa viven los protagonistas de
la novela ante un
insecto gigantesco y desconocido que ataca a Malone.

"—Interesantísimo —dijo el
profesor Summerlee.— Una garrapata colosal que,
según yo creo, no ha sido clasificada hasta
ahora.

—He aquí el primer fruto de nuestros
trabajos. Lo menos que podemos es llamarla Ixodes Maloni (…).
Su apellido, señor Malone, queda inscripto en el inmortal
registro de la Zoología".
[Pág. 13]

Pero, simultáneamente, se ponía en
juego un
prestigio que excedía al individuo arrojado. Cada proyecto
expedicionario traía sobre la palestra una competencia que
podía ser empresarial e incluso nacional. Empresas
patrocinantes y países enteros depositaban en sus
exploradores sus sueños de riqueza y expansión,
pasando a ser parte de una carrera por conquistar el mundo, en la
que un ramillete de naciones europeas compitieron denodadamente.
Así, expedición y competencia aparecen unidas en
una simbiosis que también la literatura de ficción
supo explotar excelentemente [Véase la obra de Julio
Verne, como ejemplo más acabado de lo
antedicho].

¿Y qué hace uno cuando compite?
¿Qué hacen los Estados que persiguen objetivos
semejantes y luchan por la primacía? Guardan el secreto;
convierten toda la información recabada en
"confidencial".

Al respecto, dice el profesor Challenger en El Mundo
Perdido:

"(…)Tuve ocasión de pasar una noche en una
aldea india situada
en el punto en que cierto tributario del Amazonas (cuyo nombre y
situación me reservo) desemboca en el gran
río."
[Pág. 40]

De idéntica forma que los españoles
durante la conquista de América
(que se cuidaban muchísimo de no revelar sus mapas y
descubrimientos a las potencias enemigas), los exploradores del
siglo XIX, y del nuestro, se vieron obligados a ocultar la
información, o a caer en una publicación ambigua
cuyo propósito último era desorientar al
competidor, manteniendo en reserva los datos, las rutas
y los detalles conseguidos.

"(…) Desde aquí les advierto que
perderán su tiempo y su dinero si
tratan de seguir nuestras huellas. Hemos alterado en nuestros
relatos hasta los nombres propios, y tengo la seguridad de que,
guiándose por el estudio más cuidadoso de los
mismos, nadie podrá llegar siquiera a mil millas de
distancia de nuestra tierra desconocida."
[Pág.
239]

De esta forma, regiones retiradas y poco conocidas,
cuyos nombres y ubicación quedaban supeditados al secreto
—que con el tiempo casi siempre se violaba— exaltaron
no sólo el interés
sino la fantasía de muchos.

"Después de muchas aventuras que no hace falte
relate, de viajar una distancia que no mencionaré, en una
dirección que me reservo, por fin llegamos
a una región que nadie ha descrito, ni siquiera visitado,
fuera de un de mi descuidado predecesor, el señor Maple
White."
[Pág. 47]

Y como era costumbre desde hacía siglos, la
búsqueda real se confundió con la búsqueda
imaginaria (muy a pesar del racionalismo vigente, aunque posible
gracias a la permanencia del espíritu romántico que
empapaba a muchos hombres sensibles de la
época).

De
la ficción literaria a la exploración
real

Todos los tópicos señalados fueron
ricamente explotados por la literatura de aventura. Cientos de
títulos anunciaban las peripecias que debían correr
los protagonistas de esas novelas, cuando
pretendían alcanzar los últimos bastiones
vírgenes del planeta y, con ellos, encumbrarse en la
riqueza, el prestigio y la fama. El salvamento de los
archipiélagos de alteridad se apoyaba en la
fantasía pero, como bien señala J. Boia,

"[…]de la literatura a la exploración no
había más que un paso". Por otra parte, "en un
mundo con vocación tecnológica las ISLAS marchan en
sentido opuesto, su papel es el de aislar y proteger a la
naturaleza intocada de la civilización".

En esos sitios —"islas"— se
abrigarían seres salvajes y animales desconocidos,
especies diferentes proyectadas por la ficción y la
angustia tecnológica sobre el mundo real. Con los grandes
exploradores del siglo pasado

"[…] la naturaleza había disminuido tan
rápida y radicalmente que era una novedad: es por esta
razón que la exploración […] cautivó la
imaginación del hombre siglo XIX. Entrar en un mundo
verdaderamente natural era exótico, estaba más
allá de las experiencias de la mayoría de la
humanidad, que vivía del nacimiento a la muerte en
circunstancias enteramente fabricadas por el hombre".

Aunque la mayoría de los "Mundos Perdidos"
—ubicados en las selvas americanas, montañas de
África, rincones de Asia o desolados
territorios polares— eran también fabricados por el
urbano, rutinario y acongojado Homo Sapiens.

Se construía una nueva realidad que, al tiempo,
terminaba absorbiendo a su creador y quedaba constituida como
única y posible, olvidando la activa participación
del primero. Y es que el rumor y la fantasía, la leyenda y
el miedo, entretejían las barreras más
difíciles de atravesar: aquellas intencionalmente creadas
para nunca ser traspuestas.

Desde la Edad media,
"el viajero se ha sentido atraído por los misterios
presentidos y las maravillas posibles, encarnando a toda una
época con sus sueños, temores y necesidades". Y, en
ese aspecto, los siglos precedentes no podían ser
diferentes. Incluso hoy en día, cuando la creencia general
sostiene que todo el planeta está perfectamente conocido y
que los satélites
impiden que sobrevivan rincones inexplorados, ni el misterio, ni
las maravillas se diluyen cuando uno encamina sus botas a
montañas, selvas o cuencas fluviales de regiones
exóticas. Y el moderno turismo de aventura ha
contribuido a mantener el halo fascinante de lo extraño.
En esta práctica, algo se arrastra de las viejas
expediciones, y por eso interesa tanto. El viajero se ve llevado
por fotos
deslumbrantes a parajes verdes, ricamente decorados con cascadas
o picos nevados que atraen, como atraían los dragones y
países de abundancia en los viejos mapas de los archivos
coloniales. Los contrastes siguen siendo
movilizadores.

Pero si al paisaje le agregamos una pizca de historia
(humana o natural), se configura un escenario abierto a
posibilidades maravillosas. En esos espacios puede que el pasado
no esté enterrado, puede que mantenga vigente aquellas
cualidades que todo Mundo Perdido reclama para ser tal: el
aislamiento, la lejanía, la alteridad, la plausibilidad
pura. Y, en este sentido, el auge de la arqueología y la
antropología, desde el siglo pasado,
contribuyeron a exaltar la potencial existencia de sociedades
perdidas, gracias al descubrimiento de grandes civilizaciones y
pueblos que el hombre ni siquiera había
imaginado.

Las
selvas de la imaginación y el miedo

"En realidad había ido buscando
la selva (…). Y por un momento me pareció que
también yo estaba entrando en una gran tumba llena de
secretos inconfesables. Sentí (…) la presencia invisible
de la corrupción
triunfante, la oscuridad de una noche impenetrable…"

(Joseph Conrad,
El Corazón de las Tinieblas, 1902, pág.
107).

La Selva ha sido, y es, desde hace siglos, un
extraordinario caldo de cultivo a experiencias maravillosas,
místicas y horrorosas. "Laboratorio
propicio para el imaginario", la selva supo enmarcar, en su
ambiente
extraño y poco accesible muchos de los miedos y
sueños de Occidente, gestando la producción de cientos de testimonios
escritos o plásticos
que, por lo menos desde la Edad Media, han dejado ver las
ambivalentes actitudes del
ser humano frente a la densa espesura de la floresta.

Como espacio económico, de refugio o de prueba,
la selva aparece también como el lugar ideal para la
alteridad y lo fantástico; escenario de cuentos
populares, rumores y leyendas. A ella se han trasladado miedos y
anhelos, monstruos, pesadillas y aspiraciones de riqueza
fácil o vuelta a la Naturaleza. Por momentos cobró
vida propia, premiando o castigando a sus invasores por
intermedio de seres y/o personajes que la secularización
racionalista del siglo XVIII convirtió en supersticiones
sin fundamento, pero que no desechó del todo. Sus
límites señalan el fin de un mundo y el inicio de
otro, en el que la vacilación intelectual y los sentidos le
confieren al hombre un lugar subalterno; un rol en el que la
vieja premisa bíblica de ser "Rey de la Creación"
se desvanece, retrotrayéndolo a una situación
holística en la que se advierte como una parte más
del entorno y descubre su situación de inferioridad ante
una "Creación" que lo domina y convierte en el más
débil de sus vasallos.

Conan Doyle no deja pasar por alto este aspecto propio
de las selvas de la imaginación literaria y escribe,
poniendo en boca de Edward Malone:

"¿Cómo podré olvidar el solemne
misterio de todo aquello? La altura de los árboles
y el grosor de sus troncos sobrepasaba a todo lo que yo, hombre
criado en la ciudad, había podido imaginar"

[Pág. 93].

"(…)Un rebullir constante, muy por encima de
nuestras cabezas, nos hablaba del mundo multitudinario de
reptiles, monos, pájaros y perezosos que vivían a
la luz del sol, y
que desde sus alturas contemplaban asombrados nuestras figuras
minúsculas, oscuras, y bamboleantes en las negras
profundidades que se extendían debajo de ellos a distancia
inconmensurable"
[Pág. 95] .

La selva y lo desconocido entablaron por siglos una
relación muy estrecha que perdura y se agiganta cuando cae
la noche, la otra incondicional aliada de la floresta imaginaria.
La selva, la noche y lo ignoto construyeron una barrera
difícil de franquear que, como señaló Marc
Bloch (aunque refiriéndose específicamente al tema
del bosque), atrajo y repelió al mismo tiempo las
interferencias humanas en su entorno.

Selvas reales e imaginarias pueblan toneladas de
documentos y
obras literarias; producciones que supieron movilizar las
vertientes románticas desatadas en el siglo XIX, con sus
claroscuros y contornos misteriosos.

La selva, siempre la selva, demarcando, sitiando los
espacios civilizados y recreando conflictos que
en ocasiones no aisladas transmutaron los temores subjetivos en
acciones
concretas de crueldad ofensiva contra aquellos que vivían,
trabajaban o simplemente disfrutaban de la densa y solitaria
conglomeración arbórea.

La selva, como espacio referencial del imaginario
colectivo en perpetua elaboración, ha sabido conservar a
lo largo del tiempo una de las características esenciales,
de la que hemos hablado más arriba: la plausibilidad.
Dentro de sus límites todo puede ser posible. Comarca
ambigua por excelencia, sus escenarios encierran supuestos hechos
inusuales que, raras veces, quedan resueltos en la mentalidad
popular (o que no quieren ser resueltos).

No podemos negar los peligros objetivos que las selvas
encierran. Aquellos que van desde la simple desorientación
hasta las amenazantes presencias de animales salvajes, muchos de
los cuales han contribuido a la construcción de esas
"otras bestias" —las imaginarias— que desde hace
centurias apuntalan los temores del inconsciente colectivo de
variadísimas sociedades a ambos lados de los
océanos.

Pero, a pesar de la desacralización que las
selvas han sufrido dentro de la cultura
occidental, siguen empleándose, para describirlas,
adjetivos que mantienen aquella cosmovisión animista de
antaño y que aún perdura en las actuales
comunidades que viven en la espesura. La selva continúa
siendo "inmensa", "vacía", "difícil de penetrar",
"inhóspita" y "secreta", "misteriosa" y "mágica";
aquel lugar "en el que el hombre abandona todas sus empresas
profanas".

Los seres y comarcas maravillosas que han poblado (y
pueblan) las selvas extrajeron sus fuerzas de la
imaginación; participando en nuestra historia de forma
extendida y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en
número como en variedad. Desde el "Hombre Salvaje" del
medioevo (representado una y otra vez en las catedrales y
manuscritos europeos) hasta el "Bigfoot" o "Pie Grande" (de la
moderna leyenda urbana canadiense y norteamericana), la alteridad
se instaló siempre más allá de las fronteras
conocidas. Hadas y enanos; duendes o númenes protectores
de la naturaleza; tribus perdidas o ciudades inalcanzables de oro
y plata, encontraron en lo opaco de la foresta un refugio
seguro;
sólo perturbado en las extravagantes aventuras relatadas
por novelas, tradiciones orales o diarios de viajes de
románticos exploradores.

Entre sus árboles también era posible
retrotraerse a los "Tiempos Primordiales", a lo primitivo; a un
mundo sin restricciones ni tabúes, revelando así
ocultas, inconfesables y reprimidas pulsiones. La selva
participó en la creación de un mundo paralelo y
original, en donde la salvación (material y espiritual) se
mezclaba con la perdición del alma y del cuerpo, gestando
un sin fin de personajes y actitudes que iban de lo sublime a lo
profano.

En El Mundo Perdido Conan Doyle no puede dejar de
reflejar su concepción evolucionista (o mejor dicho,
darwinista), respecto de la supervivencia del más apto,
cuando —tomando a selva como ejemplo—
escribe:

"La vida, que odia la oscuridad, pugna en aquellas
grandes extensiones de bosques por ascender a la luz. Todas las
plantas, incluso
las más pequeñas, se rizan y retuercen para llegar
a la superficie verde, enroscándose alrededor de sus
hermanas más fuertes y más altas en un supremo
esfuerzo para huir de la sombra oscura (…)."
[Pág.
94]

Hoy nos paramos ante la selva con cierta nostalgia. Nos
sabemos responsables de su diaria destrucción y,
quizás, sea ese el motivo por el cual solemos tomar este
sentimiento de culpa como ejemplo de crítica
a la moderna y contaminada sociedad
industrial. El antiguo rechazo a la naturaleza "bruta" y a lo "no
urbano" (tan propio del siglo pasado) ha mutado en
seducción y atracción. Y la selva, divinizada,
explotada, arrasada, contaminada o idealizada, continúa
siendo el reservorio ideal para ese imaginario de estructuras
duras del que antes hablábamos; capaz de crear
efervescencias en el más desencantado de los
hombres.

Por lo tanto, la noción de selva, como parte
constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente, dos cosas
distintas a la vez: por un lado, un lugar material determinado y,
por el otro, una representación figurativa, una
construcción imaginaria, en la que participan los valores
morales y estéticos de una época. Así
pues, la relación entre los exploradores y la "foresta" se
inscribiría dentro de una historia de larga
duración, una historia de las miradas, en la que
espectador y escenario se relacionan combatiendo la conciencia de
ruptura que separa al hombre de la naturaleza; y en la que el
sujeto construye, según su propia mirada, el paisaje que
tiene delante.

Analizados de esta forma, no sólo la selva, sino
también la montaña, el desierto o el bosque, quedan
impregnados de un significado muy profundo y paradójico.
Profundo, porque las descripciones que se hacen del paisaje nos
hablan más de la sociedad que los describe, que del
paisaje mismo. Paradójico, porque sus caracteres
básicos fueron construidos desde la ciudad. Como bien
señala Fernando Aliata, "el paisaje es un producto del
saber urbano que esconde la nostálgica antinomia entre la
ciudad y el campo" .

En este contexto —real e imaginario a la
vez— se desarrollaron las grandes expediciones del siglo
XIX. Allí se formó la figura arquetípica del
Explorer y de su particular mirada de la naturaleza que, desde
entonces, ha venido resistiéndose a cambiar en muchos de
sus aspectos esenciales.

Monstruos y bestias

Los monstruos y las expediciones han venido recorriendo
los mapas imaginarios de Occidente desde hace centurias. Los
griegos crearon sus monstruos, los romanos los conservaron y las
sociedades medievales poblaron el planeta desconocido con bestias
salidas de sus propios temores y angustias. Durante la
exploración de los océanos, a lo largo de los
siglos XV y XVI, esta extraña fauna que emanaba
de la fantasía, creció en América y en todos
los rincones que pasaban a ser parte del universo
conocido.

"—(…) Digo que míster Waldron
está muy equivocado al suponer que, por no haber visto con
sus propios ojos uno de los llamados animales
prehistóricos, puede afirmar que tales animales no existen
—dijo el profesor Challenger.— Ellos son nuestros
ascendientes; pero también nuestros ascendientes
contemporáneos, a los que podemos ver con todas sus
horrendas y formidables características, si tenemos la
energía y el valor de
buscar sus guaridas y querencias. Existen aún animales a
los que se supone de la época jurásica, monstruos
que derribarían y devorarían a los más
feroces y grandes de nuestros mamíferos. Lo sé porque he visto
algunos de esos animales con mis propios ojos"
[Pág.
63].

Allí donde el hombre posaba sus botas
surgían los seres monstruosos, enfrentando los
dictámenes de la razón y el sentido común.
Y, como era de esperar, ni el siglo XIX ni el XX, carecieron de
ellos. Pero éstos ya no eran el producto de castigos
celestiales o milagros. La providencia divina le daba paso a un
evolucionismo muchas veces mal interpretado que trató, por
todos los medios, de
explicar con argumentos científicos hechos que
excedían la comprobación empírica y que, por
lo tanto, eran imposibles de certificar.

Creaturas del imaginario en todas las culturas, los
monstruos han acompañado al hombre desde los
orígenes mismos de la historia. Sus angustiantes y
atractivas presencias se detectan tanto en momentos de
aislamiento como de expansión territorial; y por ello las
relaciones que guardan con la exploración y los
exploradores es más que evidente.

Cada entrada en un nuevo territorio estuvo casi siempre
precedida por una imaginaria colonización anterior; no de
hombres o sociedades "normales", sino de seres y animales que
atentaban contra las teorías
y concepciones tradicionalmente aceptadas.

"—Observen eso —dijo Lord Roxton—.
Esta huella debe de pertenecer al padre de todos los
pájaros.

En el barro que teníamos delante se
advertían pisadas enormes de un pie con tres dedos. El
animal, fuese el que fuese, había cruzado por el pantano y
se había metido en el bosque. Todos no detuvimos para
examinar la huella monstruosa. Si era un ave, su pie resultaba
tan enorme, comparado con el avestruz, que, si su tamaño
guardaba proporción, tenía que tratarse de una cosa
descomunal"
.[Pág. 138]

El monstruo es la más clara
personificación de lo caótico, de las fuerzas
descontroladas de la naturaleza; son seres que cuestionan o
impiden el avance del universo ordenado que el hombre encarna con
su razón y tecnología.
Constituyen una extraña galería que es
lógico ubicar fuera de los mapas, puesto que los
escenarios caóticos requieren de seres que representen lo
mismo.

Una de las cualidades más destacadas de los
monstruos es que son, por esencia, asociales. Desoyen el llamado
de las aglomeraciones y prefieren el aislamiento y la soledad.
Los sitios inhóspitos son sus guaridas y la elusividad, su
permanente conducta.
Difíciles de encontrar, su potencial existencia queda
condicionada por las coordenadas del lugar y del tiempo,
aún analizadas sincrónicamente. Esto quiere decir
que todo contexto crea significado, y que ciertos ambientes son
más apropiados que otros para que la creencia se asiente y
solidifique. Es fácil combatir a los monstruos por medio
de la risa cuando uno está resguardado por los cuatro
muros de una casa, en pleno corazón de la ciudad. En esas
circunstancias lo primero que aflora es lo grotesco. Pero la
cuestión se vuelve un tanto diferente cuando, sumergidos
en regiones extrañas y rodeados de selva o montaña,
nos convertimos en atentos oyentes de leyendas y rumores locales.
Es entonces cuando la arrogancia racionalista, hija de las luces
urbanas, se debilita.

Y justamente, de esta debilidad se aferraron muchos
exploradores para absorber y difundir cientos de historias sobre
seres monstruosos y extraños animales que aún
faltaban catalogar (o que estaban "fuera de catálogo"
—extintos— desde hacía millones de
años).

"—¿Y qué me dicen de eso?
—exclamó, triunfalmente, el profesor Summerlee,
señalando lo que parecía ser la huella de una mano
humana, aunque con tres dedos.

—Yo las he visto iguales en las arcillas de
Weald —exclamó Challenger, jubiloso—. Se trata
de un ser que camina erecto sobre sus pies de tres dedos y que de
cuando en cuando apoya en el suelo una de sus
garras delanteras de cinco dedos. No se trata de un ave, mi
querido Roxton; no se trata de un ave.

—¿Una fiera?

—No; es un reptil, el dinosaurio"
[Pág. 139].

La lista de monstruos es infinita. Podemos clasificarlos
por tamaño, por comportamiento
o por lugar (terrestres, lacustres, fluviales y marinos). Podemos
dar descripciones ambiguas o pormenorizadas de cada uno de ellos.
Podemos reírnos, asustarnos o descreer, pero nunca
obviarlos. Han estado y seguirán estando con nosotros,
sobreviviéndonos. Son parte de la "arquitectura
fantástica del universo" y caracterizan "el viejo culto al
misterio, que llegó a ser en muchos casi una
embriaguez".

Los monstruos son imprevisibles, anómalos, y por
lo tanto símbolos perfectos del peligro y el terror.
Abren un agujero de sentido; rompen las leyes;
representan la materialidad pura y lo orgánico. Carecen de
moral y
encarnan el más arcaico de los temores humanos: la
fantasía de devoración.

Ocultos de la vista del hombre, los monstruos se
alían con la distancia y la oscuridad; y con ellas se
vuelven más tangibles, presentes y potentes. En cierto
modo, los seres del rumor y la leyenda, representan a la
oscuridad más descontrolada, al misterio y al
miedo.

"Habíamos salido del pantano siguiendo las
huellas, y habíamos cruzado una cortina de arbustos y
árboles. Al otro lado había un claro de bosque, y
en él, cinco de los animales más extraordinarios
que yo he visto nunca. Su piel era de
color pizarroso,
con escamas como las de un lagarto (…). Los cinco estaban
sentados, balaceándose sobre sus colas anchas y potentes y
sus enormes patas traseras de tres dedos, mientras que sus
pequeñas patas delanteras de cinco dedos tiraban hacia
abajo de las ramas de las que estaban comiendo. No se me ocurre
manera mejor de explicarle a usted su aspecto que decirle que se
parecían a monstruosos canguros, de veinte pies de largo y
de piel parecida a la de cocodrilos negros"
[Pág.
139].

Pero al mismo tiempo, los monstruos han sido
auténticos creadores de héroes; y en el
Mundo Perdido de Conan Doyle esa misión de heroificar se
vuelve más que evidente a lo largo de las páginas
de la novela.

Durante la Edad Media fueron los santos, algún
que otro papa y los guerreros, los encargados de luchar contra
esas deformes manifestaciones de Satán, y los monstruos
quedaron asociados así con el diablo. Pero, como es
lógico, en tiempos del profesor Challenger las cosas
habían cambiado. Ahora era la ciencia, el análisis
y el
conocimiento las bases del progreso. Los santones eran
inefectivos a la hora de matar monstruos. Ya no alcanzaban las
espadas, ni las oraciones de exorcismo. Se requería de
científicos para destruirlos; y para el caso, Challenger,
Summerlee, Malone y Lord Roxton se convirtieron en los nuevos San
Jorges de comienzos del siglo XX. Ellos enfrentarán (y
estudiarán) en la meseta del Mundo Perdido a
pterodáctilos, estegosaurios, allosaurios e iguanodontes,
con la misma valentía y compromiso que el santo de la
leyenda cristiana.

"Vista desde un satélite, vestida con todas las
posibilidades que pueda propiciarnos la era tecnológica,
la Tierra cada vez más se aleja de ser un sitio
inexplorado por el hombre. ¿Es válido pensar que
tal vez aún desconocemos ámbitos y seres que
habitan bajo el mismo cielo que nosotros?

No debemos olvidar que la ciencia también puede
equivocarse u obviar ciertos hechos. Un ejemplo de esto
ocurrió en África en 1864 cuando la comunidad
científica ignoró reportes sobre un extraño
animal que se parecía al hombre. Tiempo después
descubrieron que se trataba del gorila, hasta entonces
desconocido por los ojos del mundo occidental.

Hasta 1915 los zoólogos ignoraron los reportes de
la China sobre un
oso blanco y negro, que comía bambú. No fue sino
hasta ese mismo año que unos zoólogos dieron a
conocer al mundo al oso panda.

Recientemente en 1976, en las arenas de Hawai, se
descubrió una nueva especie de tiburón, llamado el
Boca Grande, de 20 pies de largo.

Hoy en día, el continente asiático no deja
de deslumbrarnos con nuevos acontecimientos de esta
índole. Uno de los últimos descubrimientos
más sorprendente ocurrió en 1994. En una remota
selva, llamada "El Mundo Perdido", los zoólogos han
descubierto dos nuevas especies de mamíferos de mediano
tamaño. El monjá es un antílope que pasa la mayoría de su
tiempo en el agua. Se
piensa que su extraño rostro ha evolucionado de modo que
sus orificios de la nariz están encima de su barbilla y de
esta manera puede respirar mejor en el agua. El bukon
es un zorro, pero es atípico respecto a los demás,
porque tiene unos cuernos puntiagudos y muy altos.

¿Cuántos descubrimientos más
esperan a los científicos en las selvas del Mundo
Perdido?".

Esta larga cita —transcripta de un filme
documental, ampliamente difundido por la
televisión de los años noventa— deja
flotando en el ambiente el romántico sueño de poder
seguir encontrando bolsones de insularidad —"islas", como
las llama L. Boia— en las cuales poder toparnos con
realidades insospechadas y monstruos no clasificados.

Éstos, desde hace algún tiempo, han
desaparecido de muchos continentes ya explorados, pero se niegan
a abandonar la imaginación del hombre.

Siguen exigiendo su derecho a estar.

"De cuantas cosas veíamos a orillas del lago,
nada encontraba yo tan maravilloso como la inmensa sabana de agua
que se extendía ante nosotros. Las aguas del lago
hervían con una vida extraña: grandes lomos de
color pizarra y de altas aletas dorsales salían fuera del
agua(…), tortugas enormes, saurios extraordinarios y un enorme
animal plano (…) proyectaba fuera altas cabezas de serpientes.
Uno de esos animales salió poniéndose al
descubierto de forma de tonel con enormes aletas detrás de
un largo cuello de serpiente. ¡Un plesiosaurio! ¡Un
plesiosaurio de agua dulce!"
[Pág. 213,
214].

Los
hijos pródigos del Profesor Challenger

Percy Harrison Fawcett (1867–1925), inglés,
miembro de la Real Sociedad Geográfica, topólogo y
militar del ejército británico, personifica, como
ningún otro, al prototipo del explorador romántico
de fines del siglo XIX y principios del
XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció)
organizó variadas expediciones al "Infierno Verde"
amazónico para actuar como árbitro en los
conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia,
Perú y Brasil. Agudo en
sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los
límites político de dichos Estados,
internándose y explorando regiones por las cuales pocos
occidentales habían dejado sus huellas. Si bien
cronológicamente sus viajes se practicaron a inicios del
siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu,
motivaciones y valores fueron
claramente decimonónicos. Fawcett fue un hombre del siglo
XIX, hijo del imperialismo
inglés y del expansionismo europeo sobre suelo americano.
Su función, como árbitro entre Estado soberanos de
Ibero América, perseguía un objetivo que
él mismo dejara por escrito en su obra A Través de
la Selva Amazónica: "aumentar el prestigio inglés
en la zona".Y es que Inglaterra se
veía sumamente interesada en mantener su presencia en la
región a causa de un producto que por sí solo
encierra una larga y trágica historia: el caucho, el
"árbol que llora", fuente de inmensa riqueza, y de la que
los británicos no querían quedarse al
margen.

Así pues, con la intención de prestigiar a
su país y mantener activa la presencia británica en
la región, Fawcett entró en relación con una
selva misteriosa, que terminaría amando y en la cual
dejaría sus propios huesos.

Las crónicas de sus viajes (que escribiera en
1924, un año antes de morir) se encuadran dentro de la
denominada literatura de supervivencia, inaugurada con las
grandes exploraciones del siglo XVI y que perdurará hasta
bien entrado el siglo XX.

En este género, el explorador/escritor se
convierte en el héroe de su propio relato (igual que
Edward Malone en la novela de Conan Doyle), describiendo las
penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera
testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett
hace desfilar los más variados productos del
imaginario, esos que van desde las ciudades
perdidas a las minas ocultas y de las tribus "blancas" a los
monstruos. Así, el excéntrico explorador
inglés, hace de la selva un escenario en donde toda
proporción, toda norma, queda desequilibrada. El "infierno
emponzoñado", como él la denomina, es el
símbolo mismo de la anarquía. Allí, la
ley de los
hombres y de la naturaleza no tienen cabida. Todo es caos,
desorden, nada es claro ni "ajustado a derecho". Tanto la
esclavitud por
deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los actos
de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios
del caucho o fugitivos alejados de la civilización)
denotan que esas selvas son "otro mundo"; uno muy distinto del
que Fawcett salía.

Tampoco la naturaleza se manifiesta de manera
"normal".

Las descripciones que hace de animales y plantas
están empapadas de exotismo y misterio. Serpientes,
pirañas y cocodrilos (sic) co-protagonizan más de
una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los
casos llaman la atención por lo desproporcionado de sus
dimensiones.

De todas las bestias que habitan el Amazonas, la
anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor cantidad de
historias ha desatado y Fawcett fue uno de los tantos que se
encargaron de divulgarlas.

Según el propio explorador, él mismo fue
testigo presencial de la aparición de una anaconda que
medía un total de 18 metros de largo. Un verdadero
monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de
mayor tamaño, ya que afirmaban haber encontrado ejemplares
de 23 metros, y aún de 40 metros de longitud (por
más que los zoólogos sostengan que dimensiones como
esas sean muy poco probables y que la exageración haya
dotado a esos reptiles de una monstruosidad dimensional que
excede con creces los 9 metros científicamente comprobados
a la fecha).

Pero Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho
más allá.

Su galería de monstruos incluye también a
un

"[…] Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin
dientes, de los que se dice que ataca a los hombres y los traga,
si tiene una oportunidad" .

Habla del Mipla,

"un gato negro de aspecto perruno y del tamaño de
un sabueso", de "culebras e insectos aún ignorados por los
hombres de ciencia y, en las selvas del Madidi (Bolivia), de
bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas
frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos primitivos
como aquellos que se han informado en otras partes del
continente" .

"Monstruos primitivos". Aquí Fawcett pega un
salto hacia la credulidad más absoluta y se zambulle de
lleno en el imaginario aborigen del Amazonas (repleto de seres
extraños y demonios descriptos como antediluvianos).
Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible
cuando escribe la siguiente pregunta retórica:

"[…]¿Por qué dudar, si quedan aún
tantas cosas extrañas por descubrir en este continente
misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y
pequeños mamíferos todavía no clasificados,
no podría existir una raza de monstruos gigantes,
remanentes de especies extinguidas, que viviesen en la seguridad
de las vastas áreas pantanosas aún no exploradas?
En el Madidi, Bolivia, se han descubierto grandes huellas, y los
indios nos hablan de una criatura enorme, descubierta a veces
semisumergida en los pantanos" .

El párrafo
anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo Perdido
del que hablamos. Un espacio inaccesible en el que el tiempo
parece haberse detenido y los vestigios del pasado se mantienen
con vida, atentando todo razonamiento lógico y
evolucionista.

Al respecto, quisiera desarrollar una relación
que encuentro sumamente interesante y que probaría las
íntimas conexiones existentes entre la novela de aventuras
y el espíritu de exploración.

Como ya hemos explicado anteriormente, Conan Doyle
relata la peripecias sufridas por un grupo de
científicos en una expedición realizada a una
misteriosa y aislada meseta de la selva amazónica; en la
que sobreviven especies prehistóricas, extinguidas desde
hace millones de años. A lo largo de sus páginas se
pueden detectar claramente los prejuicios de la época, el
imaginario imperante y el atractivo despertado por lo
exótico en las mentalidades victorianas. Es, en sí
mismo, un compendio inmejorable de todas las expediciones de
ficción que se escribirían más tarde y una
fuente de inspiración para muchos exploradores de la vida
real que, imitando al personaje de la novela (el profesor George
E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de
cápsulas territoriales, detenidas en el tiempo.

Fawcett fue uno de ellos.

Escribe el malogrado explorador
inglés:

"Ante nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco,
de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por
profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre
habían desgastado esas cumbres. Estaban allí como
un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la
imaginación podía concebir allí los
últimos vestigios de una Era desaparecida hacía ya
mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes
condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana
aún podían habitar esas alturas invariables,
aprisionados y protegidos por precipicios inaccesibles"
.

Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el
sentimiento de insularidad que el párrafo anterior; pero
por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron sus
experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que
inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela,
hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en
las tramas de ambos textos, que nos permiten sospechar que el
sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan
Doyle fue el que incitó la imaginación de
Fawcett

Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en
1912 y Fawcett escribió sus aventuras recién en
1924 (casi veinte años después de haber vivido las
experiencias de las que habla). Si se comparan ambos textos, se
vuelve evidente que el explorador inglés organizó
todo su relato a partir del folletín del Strand Magazine,
emulando en muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es
Challenger, y las estribaciones de la meseta de Ricardo Franco
(Serra do Roncador, Estado do Mato Grosso, Brasil) no son otras
que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que
Conan Doyle bautizó a su mundo perdido).

Basta con comparar el párrafo citado
anteriormente —y escrito por P. H. Fawcett en 1924—
con el siguiente, extraído de la novela publicada en
1912:

"[…] Desde aquella altura me encontraba en
situación ventajosa para formarme una idea más
exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes
rocosos. Saqué la impresión de que era
extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni por el
Oeste el final del panorama rocoso cubierto de verde.[…] Una
zona, quizás de la extensión del condado de Sussex,
fue alzada en bloque con todo su contenido viviente y cortada del
resto del continente por precipicios perpendiculares de una
dureza que los hace resistentes a la erosión
que tiene lugar en todo el resto del continente.
¿Qué resultado se derivó de ahí? El
de que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí
quedaron neutralizados o alterados los distintos impedimentos y
trabas que influyeron por la lucha de la existencia en el ancho
mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían
desaparecido ya[…]. Han sido conservados artificialmente
gracias a esas condiciones accidentales y extrañas"

[pp. 50-51].

¿Quién es quién?

¿Quién fue primero, Fawcett o
Doyle-Challenger?

El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y
fue recién en su segunda expedición de 1908 en la
que pudo observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios
a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese año
(ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de
regreso de la selva) y 1912, año de la publicación
de la célebre novela. No negamos (aunque no es un hecho
comprobado) que Conan Doyle se haya sentido atraído y
motivado por los relatos del explorador; especialmente por sus
sugestivas fotos de la meseta, tal como el propio Fawcett lo
indica.

Lo que no es desatinado es suponer que, varios
años más tarde, el militar británico
reacomodara sus recuerdos y apuntes al argumento central de la
taquillera novela de aventuras; y que en las expediciones
posteriores a 1912 buscara y encontrara los lugares y situaciones
que describiera Conan Doyle en la novela.

Así, la ficción y la realidad se mezclan,
se entrecruzan y confunden. La realidad alimentando la
imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un
explorador a seguir buscando ilusorios parajes, civilizaciones y
razas.

Esta interrelación señala un aspecto de
interés, al que muchos historiadores de mentalidades le
han dedicado largas y debatibles páginas. Me refiero a los
mecanismos por los cuales situaciones, generadas en un marco
estrictamente literario, se transportan a la realidad
histórica y pasan a ser objetos de búsqueda, ya no
por personajes de ficción, sino por hombres de carne y
hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de
maravillosas quimeras.

Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al
descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean Paul
Sartre, en su
libro La Náusea, en la que dice que "todas las
aventuras se viven en el pasado"; revelando —como lo hace
Fawcett— que en todo relato de viaje la invención no
queda nunca ausente.

Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI),
las inmensidades sudamericanas han venido generando un imaginario
movilizador. Una simple palabra o frase bien armada fueron
suficientes para catapultar a una expedición en
búsqueda de Dorados fantasmas
(sean éstos culturales o biológicos).

Ciertos escritores han sabido explotar muy bien la veta
y, sin proponérselo, contribuyeron al impulso
romántico por explorar lo inexplorado.

Luis Córdova, un ensayista chileno que ha
publicado varios artículos interesantes por Internet, reconfirma lo que
decimos cuando indica que:

"Poco después de la publicación de la
novela de Conan Doyle, un diario inglés informó que
el yate Delaware había partido desde Filadelfia, Estados Unidos,
rumbo al río Amazonas. La tripulación estaba
compuesta por un osado grupo de exploradores que
pretendían recorrer a fondo este cauce y sus tributarios
en interés de la ciencia y la humanidad, buscando el mundo
perdido de Conan Doyle, o alguna evidencia física sobre su
existencia. La expedición estaba encabezada por el
capitán Rowan y el profesor Farrable" .

Según se dice, el novelista británico al
enterarse de semejante aventura le dijo a su esposa:
"Déjalos que vayan, si no encuentran la meseta con
seguridad van a encontrar alguna otra cosa de interés para
la ciencia".

Pero, ¿En dónde buscar? ¿En
qué región de Sudamérica se inspiró
Conan Doyle para concebir la fantástica Tierra de Maple
White? ¿Tiene razón el coronel Fawcett cuando
afirma que son las colinas de Ricardo Franco la fuente de donde
manó todo?…

Según algunos investigadores, Conan Doyle
imaginó su mundo perdido en la meseta de Roraima, una
elevación de 2.772 metros, ubicada en donde confluyen las
fronteras de Venezuela,
Brasil y Guayana. En la novela se dan vagas referencias al sitio
exacto en donde transcurre la acción principal; así
todo se dice claramente que avanzaron por el Amazonas y que,
desde Manaos, se desviaron por un tributario hacia el norte,
llegando finalmente ante las paredes verticales de la meseta. Es
cierto que no hay referencias directas a Roraima, aunque
sí parece tratarse de ese lugar. La ruta coincide, y en
determinado momento Lord Roxton apunta: "Bien sea por
aquí, en el Mato Grosso, o aquí arriba, en este
rincón, en el que coinciden tres países, no me
sorprendería nada(…)"
.

Además, hay otros datos que nos permiten afianzar
esta hipótesis.

Desde 1890, los conflictos limítrofes entre
Venezuela y la Guayana Británica (zona en donde se levanta
Roraima) estaba en boca de la "gente culta de Londres", de la
diplomacia y de unos cuantos exploradores. Hacia 1884, Evarard Im
Thurn consiguió ascender por primera vez al Roraima y
regresó a Europa con muestras y relatos de la famosa
meseta, afirmando que había especies desconocidas en la
cima. Estos comentarios llegaron a oídos de Conan Doyle ya
que —como indica su biógrafo— el escritor
quedó vivamente impresionado por una charla que Thurn dio
en Londres.

Hoy en día el tepuy de Roraima pertenece a
Venezuela y su superficie es bastante distinta a la descripta por
Conan Doyle. En su cumbre no hay selvas ni pantanos, sino un
terreno rocoso donde escasean las plantas y los únicos
animales raros son los insectos.

Pero lo que pudo haber sucedido es una operación
una tanto más rebuscada, aunque muy común en los
escritores de ficción: poner las descripciones que Fawcett
le hiciera (mostrándole las fotos) en un espacio
geográfico distinto. Es decir: transportar los contornos
de las colinas de Ricardo Franco (Serra do Roncador, Brasil) a
suelo Venezolano (sitio donde se levanta la meseta de
Roraima).

Escribe el protagonista Edward Malone, en El Mundo
Perdido:

"Aquella noche acampamos al pie mismo del
despeñadero rocoso. El sitio resultaba salvaje y desolado.
Los acantilados que se alzaban encima de nosotros no eran
precisamente verticales, sino que cerca del borde superior
estaban combados hacia fuera, desafiando de ese modo toda
posibilidad de escalarlos. No lejos de nosotros se alzaba una
roca altísima en forma de pináculo (…), y su
parte superior alcanzaba igual nivel que la meseta, aunque entre
ambas se abren las fauces de una enorme sima"
[Pág.
108].

Las fotos dejadas por Percy H. Fawcett concuerdan a la
perfección con la descripción que acabo de transcribir. Basta
con observarlas para advertir que ahí están las
paredes verticales y combadas, la vegetación en la cumbre y lo más
característico: la altísima roca en forma de
pináculo.

Otros
mundos perdidos

Pero no sólo el continente Americano ha dado
refugio a bestias extrañas. Numerosos lagos del planeta se
dignan en poseer dinosaurios
acuáticos —por ejemplo el "plesiosaurio" del Loch
Ness, en Escocia; el monstruo lacustre del lago Storsjön, en
Suecia; el nadador antediluviano del lago Champ, en Estados
Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi, en Argentina).
Casi todos los continentes poseen sus "reservas
ecológicas" de criaturas prehistóricas y
gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el principal
signo de alteridad, desde la época en que los gigantes y
los enanos poblaban la Tierra.

A fines del siglo pasado, y sin que la industria
cinematográfica desplegara sus millones de dólares
y tecnología de animación por computadora
para revivir a las bestias de la época Jurásica,
mucha gente consideraba posible la existencia de animales
prehistóricos en remotos lugares del mapa; sean
éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes o
brontosauros africanos escondidos en pantanos del Congo. Incluso
se organizaron expediciones para certificar la existencia de los
mismos; y, en todos los casos, se terminó por no encontrar
nada.

De todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo
(extinguido hace aproximadamente unos 10.000 años) es el
que mayor falsa certeza ha despertado. Quizás se deba a
que hace relativamente poco tiempo que desapareció, si lo
comparamos con los grandes saurios del Mesozoico, borrados de la
faz de la Tierra hace más de 60 millones de años.
De todas formas, sea el margen cronológico que sea, lo
cierto es que hacia 1899 mucha gente creía posible
encontrar en las frías estepas asiática, o en las
heladas planicies de Alaska, a estos enormes elefantes con pelo
pastando tranquilamente. Se organizaron expediciones para
cazarlos. Se siguieron historias ficticias publicadas por diarios
sensacionalistas; e incluso, en 1918, un cazador ruso
informó al cónsul francés de Vladivostok
sobre cierto mamut, que dijo haber perseguido por el
cinturón boscoso del Asia rusa. El descubrimiento de
restos congelados de mamut, en excelente estado de
conservación, reavivaron la fantasía y aún
hoy en día se sigue especulando sobre la existencia de los
mismos en la Taiga.

Hubo una época en que hasta las aves eran
gigantescas. El Didornis o Moa, por ejemplo, llegó a medir
unos 3,7 metros de alto, y solía pasear su esbelta figura
por la espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con exactitud cuando
se extinguió; pero todo hace suponer que los
aborígenes de las islas cazaron a este enorme
pájaro (semejante al avestruz actual),
indiscriminadamente, hasta el año 1300 d. C.; momento en
que el último Moa cayó muerto. Pero, en la
década de 1830, un traficante llamado J. S. Polack,
brindó algunos informes sobre el animal. Dijo haber visto
sus huevos y escuchado que aún vivían "en lo alto
de las montañas". Otro ejemplar de un Mundo Perdido
resucitaba; y los testimonios sobre su existencia, y las
búsquedas que se desencadenaron, se sostuvieron hasta
1878. Las islas del Pacífico sur y su poco convencional
fauna, ayudaron al respecto.

África fue el Continente Misterioso preferido del
siglo XIX. Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y
exploradores se fascinaron con las extensiones africanas, con sus
gentes tan distintas, con sus selvas y lugares olvidados de la
mano de Dios (del Dios cristiano, se entiende). Allí
también los grandes reptiles resurgieron de sus
fósiles y volvieron a caminar sobre el planeta.

Durante más de dos centurias se ha venido
difundiendo la noticia de que en África Central existe un
animal enorme, con fuertes garras, extensa cola, largo pescuezo y
nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos del Congo.
Se cuentan de él historias increíbles, esas que
congregan a la gente y excitan la imaginación. Los
viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas
preferencias y le dieron al público lo que el
público pedía: un reptil gigantesco, conocido por
los congoleños como el Mokele-Mbembe.

Un relato temprano y popular de fines de la época
victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de
exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el estilo
tradicional escribió que

"Más allá de Camerún viven cosas
sobre las que no sabemos nada […]. Dicen que Jago-Nini
todavía se encuentra en los pantanos y los ríos.
Significa ‘zambullidor gigante’. Sale del agua para
devorar a la gente. Los ancianos te dirán que lo vieron
sus abuelos, pero aún creen que está allí"
.

Este relato congolés fue y es creído
todavía por toda una legión de exploradores,
autodefinidos con el pomposo título (no oficial) de
criptozoólogos (buscadores de
animales extintos o desconocidos) que, desde hace décadas,
se siguen lanzando tras la elusiva bestia de los
pantanos.

A principios de siglos, y partiendo del supuesto de que
el animal era un dinosaurio, se financiaron expediciones que
fracasaron a causa de las fiebres, los ríos y lo
inaccesible de los lugares en los que el rumor ubicaba al
monstruo. Pero ese mismo fracaso era el que mantenía viva
la llama de la esperanza, de la posibilidad futura de encontrarlo
y seguir conservando el convencimiento de su
existencia.

Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia de
los Monstruos
, el criptozoólogo inglés Ivan
Sanderson, en 1932, aseguró haber visto huellas grandes y
oído
ruidos aterradores salir de las cuevas localizadas a orillas de
un río en el Congo. Esta experiencia se enlaza con la
historia relatada por los miembros de la expedición
alemana del capitán Freiherr von Stein Lausnitz, quienes,
antes de 1914, también juraron escuchar hablar del
dinosaurio conocido como Mokele-Mbembe, en la región
central de África.

En cada una de estas expediciones el rumor
cumplió un rol protagónico destacado, suscitando
atracción y repulsión al mismo tiempo, y rechazando
constantemente la verificación de los hechos. Se
alimentó de todo y no dudó en pasar del estatuto
del "se dice" al de la certeza. Si el monstruo existía
desde el comienzo no había más que buscar sus
rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada la
década de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico
norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus colegas,
James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos "cazadores de
monstruos"), las traicioneras extensiones de los pantanos de
Likouala, en la República Popular del Congo, recogiendo
informes sobre el enigma biológico en cuestión.
Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe. Nadie jamás
fotografió a uno o descubrió los restos de un
ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir más de
nueve metros de largo y que su comida favorita es el fruto de la
landolfia, de sabor agridulce y semejante a una
bergamota.

Como puede verse, los ilusionados (¿alucinados?)
hijos del Profesor Challenger no han tenido tanta suerte como su
progenitor .

Un
color todopoderoso: el blanco.

"¡Levántate, hombrecillo
y aparta tu cara de mis botas!"

[Lord Roxton dirigiéndose a un
indio, Pág. 198]

Toda exploración en regiones consideradas
vírgenes tiene distintos momentos de dramatismo, pero no
existe instante más sobrecogedor que aquel en el que el
viajero se topa con alguna sociedad desconocida. Entonces el
"Otro" toma forma concreta, se materializa señalando
diferencias, indicando también similitudes y despertando,
siempre, sentimientos contradictorios que van de la
admiración al desprecio. Todo un arsenal contenido de
adjetivos calificativos se desploma sobre la "nueva raza" y, como
hemos dicho antes, el imaginario cumple allí una
función inevitable. Hombres distintos, creencias
incomprendidas, rituales extraños y constituciones
físicas condimentadas con mil suposiciones
fantásticas, llevan al "aborigen" a recorrer una escala
ontológica que va de lo monstruoso a lo angelical; del
caníbal agresivo al "buen salvaje". Una vieja costumbre
que, en América, se arrastra desde los días de
Cristóbal Colón.

Por lo general, la presencia de razas diferentes suele
anunciarse de un modo siempre amenazador; y nada puede ser
más inquietante que la resonancia del objeto más
clásico de la literatura de aventuras (objeto que por
sí solo representa el exotismo por antonomasia): el tambor
de la selva.

"Al tercer día de nuestro viaje advertimos en
la atmósfera un extraño y profundo
latir, rítmico y solemne, que durante toda la
mañana fue y vino de una manera caprichosa.

—Pero bueno, ¿qué es
eso?—pregunté
[Malone].

—(…) Tambores de guerra.

—Sí, señor, son tambores de
guerra —dijo Gómez, el mestizo.—Son indios
bravos, no mansos; nos vigilan milla a milla según vamos
avanzando, y nos matarán si pueden"
[Pág.
95].

Sumergidos en la espesura de la jungla —zona de
refugio y mimetismos extraños—, los parches
estirados de los timbales suenan distintos. Recrean una
atmósfera de peligros inminentes y contribuyen a que la
ansiedad crezca, cuando uno se siente observado desde el bosque
colindante. Así pues, una imagen prototípica en las
novelas, y crónicas de viajes por lugares apartados del
mundo, es aquella que representa a los civilizados blancos
europeos recorrer territorios desconocidos mientras son vigilados
por los miembros de tribus locales, por lo general embebidas de
actitudes hostiles y salvajes.

Al respecto, Conan Doyle pone en boca de su periodista
estrella (E. Malone) el siguiente comentario:

"Permanecimos en el campamento y recuerdo que durante
todo el día no conseguí quitarme de encima la
obsesión de que nos acechaban con gran atención,
sin que yo tuviese el menor indicio de quién era nuestro
observador y dónde se escondía. (…) Una y otra
vez me volví rápidamente para mirar, seguro de
descubrir a alguien; pero sólo me encontré con la
oscura maraña de la selva y la umbría solemnidad
cavernosa de los grandes árboles (…). Sin embargo, cada
vez se fue haciendo más fuerte en mí la
convicción de que allí cerca, a nuestro lado,
alguien nos observaba, alguien o algo lleno de perversidad"

[pp.149,150].

Y para la era del imperialismo era común que la
perversidad fuera una condición casi natural en seres que
—diferentes del occidental, urbanizado y culto— se
definían por ostentar las tres categorías
básicas de alteridad: la desnudez, el canibalismo y los
sacrificios humanos.

En el siglo XIX y principios del XX, salir del
ámbito europeizado de las ciudades e internarse en
escenarios que raras veces habían tenido por visitantes al
modelo humano propuesto desde los países industrializados
(varón, blanco, europeo, nórdico, urbano,
burgués y educado), significaba cargar en las mochilas
algo más que ropa y alimentos. Toda
una pesada carga de preconceptos y prejuicios, tanto raciales
como culturales, acompañaban al explorador.

En una época en donde la ciudad ganaba en
prestigio y el campo, la montaña, la selva o el desierto
se convertían en sinónimos de atraso y barbarie
(contrariamente a la mirada ecologista actual), fue
difícil no dejarse arrastrar por las teorías,
profundamente ideologizadas, que circulaban por los circuitos
culturales de las grandes capitales imperialistas del
mundo.

El darwinismo social, el eugenismo (una especie de
purificación racial propuesta por destacados intelectuales
que se decían humanistas), el racismo
biologizante y la idea de Progreso, asociada únicamente al
hombre blanco, permitió que se construyera una imagen de
lo más estereotipada de lo salvaje, que difería
profundamente con la misión civilizadora que se
había autoimpuesto Occidente .

Según uno de esos discursos, la
división de la especie humana en "caníbales" y "no
caníbales" era un hecho más que evidente. Bastaba
salir de los límites de Europa para poder ver, con propios
ojos, el atraso, la barbarie y salvajismo de todos aquellos
grupos que no
compartían las mismas ideas, conceptos o visión del
mundo que se sostenía en Inglaterra o Francia, por
citar sólo dos de los países más
colonialistas.

La gran mayoría de los pueblos africanos y los
aborígenes de Oceanía o
América, fueron etiquetados como consuetudinarios
comedores de carne humana y violadores bestializados de los
tabúes más arraigados de la cultura occidental: la
desnudez y el incesto (que, supuestamente, todos también
practicaban).

No hubo, pues, peor pesadilla en una expedición
—real o imaginaria— que caer en manos de tan
asalvajados individuos y el primitivismo se midió por el
paladar. Pura ideología, que se conservó en una
estampa humorística de larga data: aquella que muestra a un
grupo de exploradores europeos, portando sus clásicos
sombreros stetson, en una gran olla negra a fuego lento, frente a
una choza de hambrientos bárbaros de color tan negro como
sus intenciones.

Con imágenes
como estas se consiguió subestimar las conductas y
comportamientos de muy variadas sociedades y justificar la
misión de civilizar el mundo que Occidente se arrogaba;
además de legitimar la ocupación y el control. Se
exaltó el eurocentrismo
y los "incivilizados" se convirtieron en objeto de estudio y
curiosidad. Tanto así que, en más de una de las
Exposiciones Universales que se organizaban en los países
industrializados, se llegó a mostrar, encerrados en
corrales, a comunidades enteras de hotentotes, esquimales,
bosquimanos o indios amazónicos.

Una actitud
parecida se refleja en el siguiente comentario de Edward Malone,
en El Mundo Perdido:

"El profesor Challenger (…) agarró del
hombro al indio que tenía más cerca (…), igual
que se tratase de un ejemplar conservado de su
cátedra"
[Pág. 204].

Pero cuando lo exótico se trasladaba "a casa"
mucha de la magia morbosa de las historias de viajes se
diluía en las oficinas de aduanas, por las
hacían ingresar a los mencionados "salvajes".

Estos pueblos llamaron la atención por sus
"extrañas" costumbres y por estar fuera de la historia,
detenidos y estancados en el tiempo. Todos estos juicios de valor
hacían gala de un arraigado sentimiento racista que negaba
cultura, religión, inteligencia y
gobierno a una
porción enorme de la humanidad. Incluso Camile Flammarion,
el gran divulgador francés de fines de siglo XIX,
llegó a sostener que los animales domésticos, "en
especial el galgo inglés", eran moralmente superiores a
los pueblos primitivos, por el solo hecho de ser "animales
muchísimo más leales.

Aunque esa falta de lealtad no les impedía a los
salvajes reconocer que estaban por debajo del hombre
blanco:

"A continuación, toda la tribu se
prosternó en el suelo rindiéndonos homenaje.
Challenger exclamó:

—Pese a que sean tipos rudimentarios, su porte
en presencia de sus superiores podría servir de
lección a algunos de nuestros europeos más
adelantados. Sorprende observar cuán certeros son los
instintos del hombre en su estado natural"
[Pág.
210].

Pero no sólo Flammarion emitía
pensamientos semejantes al precedente. También grandes
pensadores y filósofos de su tiempo ayudaron a crear el
camino que conduciría al genocidio nazi.

José Arturo de Gobineau fue uno de los más
devotos creyentes del dogma racista. De hecho es considerado el
creador del racismo moderno. En su obra, Ensayo sobre
la Desigualdad de las Razas Humanas
(1853-55), Gobineau no
trepidaba en sostener que "toda la civilización
provenía de la raza blanca", que "los negros son animales
y los amarillos inferiores a los blancos". Hablaba de la
desvergüenza sexual de los "salvajes" y de las desviaciones
que éstos representaban en la Naturaleza.

Para Gobineau y sus seguidores no había mayor
perversión que el mestizaje, ya que las mezclas
tendían a deteriorar la condición superior de la
raza blanca (tradúzcase, anglosajona). Quizás haya
sido por eso que los mestizos tengan en la novelística
europea y norteamericana una natural tendencia a la
traición, al crimen y a la estupidez
congénita.

Opina el E. Malone, protagonista del Mundo
Perdido:

"Si el mestizo hubiese realizado su venganza huyendo
acto seguido, quizá no le hubiese ocurrido ningún
percance. Fue el estúpido e irresistible impulso, propio
de un latino, de dramatizar las cosas, lo que provocó su
propia ruina"
[Pág. 128].

Incluso, en otra parte de la obra, el
periodista-explorador establece una marcada diferencia entre el
hombre blanco y las "mezclas", cuando afirma:

"(…) los mestizos, duros y fanfarrones,
parecían acobardados. Pero (…), tanto Summerlee como
Challenger poseían el tipo más elevado de valor, el
valor de los sabios"
[Pág. 96].

Vagos, asesinos, insidiosos, ingratos y vengativos, los
mestizos deben ser castigados, y Conan Doyle no deja pasar esa
oportunidad en uno de los pasajes más crueles de la
novela: cuando Lord John Roxton, desde la distancia y con mira
telescópica, asesina a dos de ellos.

Estos pensamientos ya se venían reafirmados con
una obra "científica" publicada, en 1876, por Cesare
Lombroso. En El Hombre Criminal, Lombroso decía que
los locos, los criminales y los degenerados biológicos
podían ser identificados por su constitución física; es decir que,
las "anomalías morales" de los individuos podían
detectarse midiendo cráneos, orejas, narices y mentones.
Nació así la antropometría, disciplina que
llevó al prejuicio a su
máxima potencia; y que
fuera utilizada durante mucho tiempo por policías,
antropólogos y exploradores.

Ni siquiera el profesor Challenger se abstrae de
practicarla cuando, parado frente a los nativos de la selva
argumenta:

"(…) Eran indios cucamas, raza afectuosa, pero
degradada, con capacidad mental apenas superior a la del
londinense medio"
[Pág. 40].

Y algo más adelante, ya en la misteriosa meseta y
frente a un indio de comunidad del lugar, remata
diciendo:

"—Si se le juzga por la capacidad craneana
(…), por su ángulo facial, o por cualquier otra
característica, (…) debemos situarlo dentro de la escala
humana"
[Pág. 204].

Una distinta conformación física era
suficiente para etiquetar a un individuo, o a toda una comunidad,
como superfluo, voluble, pueril e inmoral. La antropofagia y las
desviaciones sexuales eran consecuencias ineludibles de los
aspectos anteriores.

Muchas de estas ideas quedaron también plasmadas
en folletines, diarios de viajes y novelas; esas que impulsaron a
buscar las diferencias fuera de "casa"; entre otras cosas para
reafirmar el convencimiento de una supuesta e innata
superioridad. La búsqueda y exploración en dichas
regiones, brindaron a las historias dramatismo y verosimilitud,
generando una especie de "efecto dominó": el que
leía partía, y el que regresaba escribía,
motivando a otros a reiniciar el círculo de la
aventura.

Fue así como literatura, ficción y
realidad se mezclaron. Surgieron y renacieron "Terras
Incógnitas", poseedoras de ciudades perdidas, monstruos y
raras sociedades que, resaltando su maravilloso exotismo,
invitaban a la comparación, estimulando la adhesión
a lo propio, ampliando el sentido occidental de pertenencia y
menoscabando la naturaleza de aquello que, aunque extraño,
atraía.

Así, frente a la vulgaridad de lo cotidiano, lo
exótico se convirtió en el escenario perfecto para
mezclar prejuicios, sentimientos estéticos,
poéticos y científicos.

El explorador, convertido en demiurgo, se encargó
de transmitir al imaginario colectivo una "Segunda
Creación": la suya propia.

Los
exploradores perdidos
.

"(…)Metí mi cabeza entre las cañas y
descubrí un cráneo descarnado. Estaba allí
todo el esqueleto; pero la calavera se había desprendido y
yacía algunos pies más próxima al terreno
libre. Eran los detalles de una tragedia ya vieja (…). Quedaban
las botas, y dentro de ellas los pies huesudos;
haciéndonos ver con claridad que se trataba de un europeo.
Encontramos restos de un reloj de oro de Hudson (New York) y una
cadena de la que colgaba una pluma estilográfica.
Había también una pitillera de plata que
tenía grabadas en la parte exterior las iniciales J.C. de
A.E.S. El estado del
metal daba a entender que la catástrofe era aún
reciente (…). No cabe la menor duda de que son los restos de
James Colver, el compañero de nuestro antecesor por estas
tierra, el explorador Maple White"

[Pág.113].

Las inquietudes y especulaciones que han despertado, y
despiertan, las expediciones perdidas son otras de las constantes
que se repiten dentro del imaginario de Occidente. Un sentimiento
recurrente que, no exento de morbo, moviliza a la opinión
pública y facilita, al ocasional escritor, captar la
atención de sus lectores a través de la
romantización del drama, y su posterior conversión
en aventura. Y es que, generalmente, el escenario de la
"atrayente" pérdida no está en el ajetreado mundo
urbano, en el que la mayoría vivimos. Las expediciones no
se pierden en las grandes metrópolis, sino en un marco
natural que suele tener como telón de fondo a la selva y
la montaña; sitios no controlados y en los que toda
nuestra tecnología suele convertirse en un adorno
inoperante que, si bien ayuda, en muchos de los casos (reales o
literarios) termina convirtiéndose en el ajuar funerario
de los audaces e inconscientes exploradores.

Ya desde la época de la conquista de
América se vienen registrando historias sobre
náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han
alimentado las tramas de inolvidables novelas y películas.
La narración de las penalidades y sufrimientos de
exploradores desaparecidos han dejado flotar mil y una
interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a ellos se
tejieron rumores y leyendas que terminaron haciendo, de muchos
incautos, verdaderos héroes. Así, aquel que buscaba
lo exótico, al desaparecer, se volvía, él
mismo, en objeto exótico de otros.

Enrique de Gandía, el brillante historiador
argentino que analizara con detenimiento los mitos y leyendas de
la conquista americana, escribe:

"En verdad ninguna fantasía humana podrá
superar en belleza y en misterio el hechizo que rodea el recuerdo
de aquellos náufragos y conquistadores [exploradores]
olvidados, cuyas voces parecerían llegar desde el fondo de
las selvas sombrías y las costas heladas, hasta los
oídos de sus hermanos que los buscaban
empeñosamente sin poderlos hallar" .

Hombres perdidos en tierras desconocidas. Una
conjunción ideal para el imaginario. Una oportunidad
más para recrear emocionalmente la tragedia y
transformarla en objeto de indagación, especulación
y búsqueda. Una constante que adquirió mil rostros
y personajes a lo largo del tiempo. Un incentivo extraño a
la curiosidad que nace del dolor.

El tópico del explorador perdido despierta una
singular atracción debido a las múltiples
posibilidades que se encierran en el acto mismo de
desaparecer.

Quien desaparece no termina de morir del todo, y la
agónica esperanza de volver a encontrarlo con vida
facilita el despliegue de toda una serie de especulaciones que
prolongan la presencia del desafortunado viajero más
allá de los límites normales del duelo.

Ante la dificultad de resolver el misterio, el
explorador desaparecido abre una ventana a "otro mundo", de lleno
imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente, por la
distancia y el aislamiento, en el cual es posible construir las
más fantásticas hipótesis; esas
que van de la pura y sencilla muerte en
manos de aborígenes y animales salvajes, hasta la
irresistible fantasía de imaginarlo siendo el rey de un
nuevo país en el que ejerce su fuerte personalidad
de "hombre blanco".

En el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo
tiempo la creencia de que por aquellas regiones había
españoles perdidos desde hacía muchos años.
Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de
1528, cuando, desde Venezuela empezó a divulgarse el rumor
de que en lo profundo de las selvas había cristianos
perdidos. De igual modo, los naufragios en costas americanas
generaron comentarios semejantes, y la imaginación, que
nunca olvidó a aquellos desafortunados viajeros, los
supuso con vida pero apartados del mundo, lejos de la
civilización y "barbarizados" por el entorno que los
devorara.

Se oyó decir también que estaban rodeados
de riquezas en maravillosas ciudades perdidas, reconstruyendo
sociedades ideales y conservando los secretos que tanto
habían deseado desvelar. Irónico destino para un
explorador y clara mezcla de impotencia y de crítica al
mundo del que provenían. Ambivalencia de una
situación límite que conserva en sí misma
dos posibilidades, repetidas una y otra vez en cientos de mitos y
leyendas: la de recuperar el Paraíso Perdido o la de ser
prisionero en un infierno terrestre, húmedo,
selvático y controlado por celosos salvajes pertenecientes
a razas desconocidas.

El explorador perdido pega así un salto y sale
del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de
eternidad y su no presencia —producto de un fracaso—
se convierte en ejemplo, símbolo y modelo de futuros
exploradores.

¿Pulsión de muerte? Es posible, ya que
parece no existir mayor impulso para un aventurero que el fracaso
de una expedición anterior.

Deseo de una muerte romántica; ansias de
perdurabilidad, que se sostuvieron activas hasta bien entrado el
siglo XX y que todavía se detectan en los marginales
exploradores que recorren las selvas en nuestros
días.

Pero hay un aspecto que las expediciones y exploradores
perdidos revelan: la permanente existencia de fronteras abiertas
hacia Terras Incógnitas.

Una y otra vez, los mismos argumentos se repiten en
diarios de viajes y novelas. Como en los viejos cuentos
infantiles, que reiteran constantemente hasta el cansancio
idénticas situaciones (que no son lícitas
modificar, a menos que se pretenda quitarles el efecto emocional
que éstas encierran), cuando se hace referencia a personas
desaparecidas en regiones alejadas de la civilización,
suele caerse en argumentaciones de este tipo:

"Imagine la superficie de la Tierra, reste los
océanos, los desiertos, las montañas y las regiones
árticas. ¿Qué queda? Un 20 %
aproximadamente. Habitamos una quinta parte del planeta y creemos
que estamos en todas partes, que no hay espacio para nadie
más o que todo está completamente explorado y
conocido".

Suena emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura
de algún modo. Los espacios en blanco de los mapas
picanean la curiosidad y hacia ellos continúan marchando
expediciones, de las que, en muchos casos, jamás
recibiremos noticias. Los
espacios en blanco (que existen) se transforman, así, en
verdaderos agujeros negros.

Una selva inmóvil y en movimiento a la vez;
insumisa, barnizada de musgos húmedos y con senderos
desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de lianas y
espesura. Un universo nacido de las crónicas. Un lugar al
cual sólo los suicidas pueden desear encaminar sus botas;
pero, como dijo André Malraux,

"nadie se mata sino para
existir
".

Esa fue la suerte que corrieron muchos exploradores que
hoy engrandecen los libros de
geografía. Ese es el sendero que transforma a un hombre en
leyenda, tal como le ocurrió al hoy célebre
explorador británico, Percy Harrison Fawcett, conocido
aventurero que recibiera de Conan Doyle, y su Mundo Perdido, una
tremenda influencia.

Mato Grosso, Brasil. Mayo de 1925. Desde el
campamento bautizado "Caballo Muerto", localizado a 11º
43’ Sur y 54º 35’ Oeste, tres hombres
envían las últimas cartas a sus
familiares y se internan en plena jungla. A partir de entonces:
silencio. Jamás se supo nada de ellos. Desaparecieron
mientras iban tras una supuesta ciudad perdida. El coronel Percy
H. Fawcett, su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh
Rimmell, entraron a formar parte de las estadísticas.

A partir de ese momento se desató desde
Inglaterra, y otros países, una verdadera fiebre por
encontrar a Fawcett y los suyos. A la misteriosa
desaparición se le sumó un nuevo incentivo, casi
deportivo: el de la búsqueda. Hallar al militar
británico podría significar encontrar
también la evanescente ciudad "Z", que Fawcett
pretendía localizar; y en pos de ambos se organizaron, a
lo largo de casi veintiséis años, costosas
expediciones de rescate (muchas de ellas financiadas por
periódicos, que supieron detectar la enorme veta comercial
que despertaba la estampa del explorador perdido).

En 1927, comenzaron a circular rumores sobre un anciano
blanco, y aparentemente loco, que deambulaba solo por las selvas
amazónicas. La bola de nieve no dejó jamás
de crecer y la imagen del europeo asalvajado por la jungla
impactó fuertemente en la imaginación de lectores y
viajeros.

Personas respetables contaban historias
fantásticas sobre el malogrado explorador. Por ejemplo, un
ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la
región Minas Gerais, dos años después de su
desaparición. Era como si la antigua aventura de Henry
Stanley, en su búsqueda de Livingstone, volviera a
reeditarse.

En 1928, la North American Newspaper Alliance (NANA)
colocó al comandante George Dyott al frente de una
expedición en la que se pretendía averiguar la
suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y
alcanzar una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la
penosa conclusión de que el coronel británico y su
hijo habían sido asesinados por una tribu vecina, los
kalapalos.

Como era de prever, la familia del
militar se negó a aceptar tal contundente y pesimista
hipótesis. Rechazaron las conclusiones de Dyott y
continuaron proponiendo las más románticas
explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado
pariente. Según éstas, Fawcett aún
conservaba la vida en alguna parte de la selva, sugiriendo
posibilidades que iban más allá de todo sentido
común.

En 1930, el periodista Albert de Winton siguió
los pasos de Dyott hasta alcanzar la propia aldea de los
kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó la
opinión de su predecesor, quedando convencido de que
Fawcett había sido muerto por los aborígenes de la
región. Por desgracia, jamás pudo debatir con los
testarudos familiares del coronel inglés: Winton no
volvió a aparecer. También a él la selva
pareció tragárselo para siempre.

Dos años más tarde, en 1932, un suizo
llamado Stefan Rattin regresó del Mato Grosso diciendo que
había encontrado a Fawcett prisionero de una tribu, al
norte del río Bamfin. Juró haber hablado con
él y, para poder probar que sus dichos eran ciertos,
organizó una expedición a fin de ubicar
definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la
selva y nunca más volvió a salir de
ella.

Las desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott,
Rattin…) y junto con ellas la fascinación por la
región aumentó. El Mato Grosso se tragaba a la
gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en
hacer más grande el misterio, o directamente en
construirlo.

Se llegó a sostener que el coronel
británico estaba prisionero de ciertas tribus
amazónicas pero impedido de abandonar sus aldeas. Brian
Fawcett, hijo sobreviviente del militar,
escribió:

"He oído decir que los indios
salvajes gustan de mantener cautivo a un hombre blanco. Esto
aumenta su prestigio ante los ojos de las tribus vecinas y el
prisionero, generalmente bien tratado pero estrechamente
vigilado, ocupa una posición similar a la de una mascota"
.

El mundo al revés.

Así era conceptualizada la selva. En ella, hasta
el más insigne representante del Imperio Británico
podía llegar a convertirse en un simple trofeo de guerra o
un objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el
salvajismo más primitivo. Occidente creaba un nuevo
mártir, un héroe detrás de las
"líneas enemigas"; un símbolo de fortaleza y
no-resignación que, aún diez años
después de su desaparición, seguía siendo
imaginado con vida y enviando crípticos mensajes desde la
espesura. Mensajes que sólo podían ser descifrados
por la "inteligencia blanca" y en los que se indicaban los
caminos a seguir para el descubrimiento de la civilización
perdida que lo retenía. Así, cualquier objeto que
se encontrara pudriéndose en la humedad de la jungla era
una pista. Brújulas, valijas o teodolitos oxidados
abrían puertas inesperadas tras los pasos de
Fawcett.

En 1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de
su hijo, Jack; y en 1935 se pusieron en marcha dos fracasadas
expediciones que terminaron divulgando informes sobre esqueletos
y cabezas reducidas. Pero ninguna de estas exóticas
noticias fueron nunca confirmadas. Recién en 1951 un tal
Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca de un cacique
kalapalo que él había asesinado a Fawcett y sus
compañeros. Incluso encontró los que podían
llegar a ser sus huesos. Pero guiados por un esperanzado romanticismo, la
esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los
hechos.

Brian Fawcett (que escribiera el epílogo del
libro de su padre) supuso en aquella oportunidad que sus amados
familiares:

"Pueden haber penetrado la barrera de
tribus salvajes y haber alcanzado su objetivo [la ciudad perdida
de "Z"]. Si esto hubiese pasado realmente, y si es verdad que los
últimos sobrevivientes de las razas antiguas han protegido
el refugio, rodeándose a sí mismos de fieras
salvajes ¿Qué esperanza habían tenido de
regresar, divulgando con ello el secreto conservado tal fielmente
durante miles de años?" .

La leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por
décadas los embates del racionalismo más
derrotista; tanto así que, en 1996, se organizó
otra expedición para recabar los datos que se pudieran
sobre el elusivo explorador inglés. Por supuesto que no se
esperaba encontrarlo con vida, pero aún así, sus
huesos continuaron atrayendo a curiosos y estimulando el
imaginario de fines del siglo XX.

Más o menos por la misma fecha en que Brian
Fawcett lanzaba la esperanzada prórroga de encontrar con
vida a su padre, un joven explorador francés llamado
Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana
Francesa..

Corría el mes de noviembre de 1950 cuando este ex
– soldado y deportista se internó solo en lo más
desconocido de la selva septentrional de América del Sur.
Tenía como único acompañante a su perro,
Bobby; y según el escritor Barros Prado (que describe la
desastrosa experiencia de Maufrais en su libro):

"[…] el joven galo, de 24 años
de edad, había decidido lanzarse en busca de las
civilizaciones prehistóricas seguro (como todos los que lo
hicieron antes que él) de hallar la tan codiciada
Atlántida de Platón
y las famosas minas de Los Martirios y Araés, en cuya
existencia mucha gente de reconocida intelectualidad insiste en
creer" .

Es posible que Maufrais se halla sentido atraído
por la leyenda de Fawcett y de su inalcanzable ciudad "Z", pero
lo cierto es que, contrariando todo buen juicio se internó
sin más guía que sus fantasías en una de las
regiones más duras del continente.

Meses más tarde, un indio encontró, en la
zona de los ríos Tamaurí y Onaguy, las pertenencias
del francés. Una cámara de fotos, un saco, un
sombrero y un revelador diario de viajes en el que estaban
consignadas las penurias que sufriera. Éstas iban desde el
cansancio físico y las durezas del ambiente, hasta el
hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a
su propio perro). La última anotación tenía
fecha 13 de enero de 1950. Desde entonces la jungla no
devolvió nunca al inexperto explorador, aunque sí
atrajo un buen número de expediciones de rescate. La
primera (de las ocho que organizara) fue la de su padre, Edgar
Maufrais, quien repitiendo el guión de la familia Fawcett,
creía que Raymond se encontraba prisionero de alguna
tribu, en la zona fronteriza entre Guayana y Brasil.
Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin éxito,
pero manteniendo la convicción de que su hijo aún
estaba con los indios.

Pero, la pregunta es: ¿Con qué
indios
?

Cuando los europeos se desplazaron por el mundo, en
momentos de la última gran expansión imperialista
(fines del siglo pasado y principios del XX), creando colonias y
explorando regiones hasta entonces intransitadas por
occidentales, supieron recopilar extraños informes sobre
aborígenes de piel muy clara, habitando rincones que el
sentido común jamás hubiera considerado propicios
para el desarrollo de
comunidades blancas. El mito del indio rubio se propagó
como una mancha de aceite por los
cinco continentes y no tardaron en ser considerados los
responsables de las más magníficas obras
arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea en
África, Asia o América, la raza blanca se
endosó todo aquel pasado que, a ojos de un explorador
europeo, resultaba admirable.

Las selvas sudamericanas conservaron ese arraigado
mito.

Cuenta Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron
noticias, provenientes de cazadores, que habían sido
avistados indios extraños, con todo el aspecto de hombres
blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí
(Brasil). Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la
realidad de tal extraño hallazgo decidió consultar
al célebre Mariscal Rondón, el gran explorador
brasileño fundador del Servicio de
Protección a los Indios (S.P.I.) de Brasil. En la
oportunidad Rondón le dijo:

"Mire, mi amigo, solamente en el estado
de Amazonas habrá todavía unas cincuenta tribus sin
clasificar, además de las doscientas treinta y cinco que
mis ayudantes y yo hemos catalogado. Pero, lamentablemente el SPI
no puede respaldar un compromiso tan grande [asegurar o negar la
existencia de los indios blancos] por la carencia absoluta de
recursos para la
investigación.

Han tenido que pasar cuarenta y siete años para
reconocer, junto con Rondón, que las partidas
presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo prueba una
noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires,
con fecha 9 de junio de 1998, y titulada: "Encuentran en la
Amazonia una tribu desconocida". El artículo, difundido
por EFE y France Press, refiere que

"Entre las plantas gigantescas, hundidas
en la humedad caliente de la selva, están las casas de una
tribu que los blancos vieron por primera vez la semana
pasada.[…]En la frontera entre Brasil y Perú, un grupo
de antropólogos brasileños vio una docena de
construcciones de 15 metros de largo y personas que
corrían. Habían encontrado un grupo
aislado".

La noticia no elude el lenguaje
emocional. Repite adjetivos y describe situaciones que podemos
encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y si lo hace es
porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar
la alteridad cuando se describen a las plantas como "gigantes", o
cuando se dice que las "casas están hundidas en la humedad
caliente de la selva". Lo desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo
desconocido…¿Cuántos futuros exploradores
saldrán la próxima temporada en busca de esas
"extrañas" gentes?

Pero esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas
palabras de Rondón en 1951, la Fundación Nacional
del Indio de Brasil (Funai)

"[…] considera que existen en el
país 55 grupos indígenas aislados, y que todos
están en la Amazonia sin haber hecho contacto con la
civilización blanca’".

Las tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que
todavía son posibles de encontrar y de seguir adornando
desde la distancia, dejando abierto el mito de los indios
blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose
de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos
haya implicado siempre emprender actos temerarios y contar con
una indispensable cuota de suerte. Pero volvamos a los
testimonios recogidos por Eduardo Barros Prado a mediados del
siglo y tratemos de entrever qué características
poseían (¿poseen?) los miembros de la elusiva
comunidad de indios rubios del Alto Sucundurí.

Cuenta un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro
Cavalcanti, que hacia 1918 llegar a territorios de los
extraños indios implicaba sortear penalidades de distinto
tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros
durante 16 días de navegación; después,
sortear rápidos y saltos que ponían en peligro a la
embarcación y los tripulantes; y, por último,
atravesar las comarcas controladas por tribus de reconocida
agresividad. Toda una iniciación que culminaba al alcanzar
el rancherío de los indios blancos, "que poseían
todo el aspecto de los europeos, pero que andaban completamente
desnudos". También dijo que se convenció de que
eran indios por su "promiscuidad y modales primitivos". El
serengueiro creyó que se había topado con los
descendientes de los primeros caucheros blancos que, desde
hacía tres o cuatro generaciones, se habían perdido
y adaptado a la selva…"degenerándose".

No hablaban portugués ni holandés,
sólo un dialecto selvático desconocido.
Vivían de la caza y de la agricultura; y
habían mantenido una actitud de total apatía frente
a la comitiva de los caucheros recién llegados. Su nudismo
los acercaba a las bestias y la promiscuidad (que no detalla) era
un claro signo de salvajismo. Esa tribu sólo
compartía un rasgo propio de lo humano: era blanca. Pero
eso no bastaba.

Deodoro regresó sano y salvo a la
civilización y transmitió la historia cuarenta (!)
años después de vivida. Barros Prado, que fue quien
la recogió, trata de darle una explicación lógica
sosteniendo que la hipótesis de los europeos perdidos no
termina de convencerlo ya que el lapso de 1877 (fecha de ingreso
de los primeros caucheros blancos a la zona del río
Sucundurí) a 1918 (fecha del supuesto encuentro) es
extremadamente corto para que "[…] aquella gente hubiese
sufrido tan grande transformación". Pero, si los indios
blancos no son descendientes de europeos extraviados, ¿de
dónde provenían? Es aquí cuando el autor se
deja llevar por la moda
mística de su tiempo y entreabre la posibilidad de acordar
con Raymond Maufrais y Percy H. Fawcett; quienes sostuvieron que
los miembros de la extraña tribu serían los restos
de una raza blanca antiquísima que había poblado la
Atlántida.

Este argumento, del que ya hemos hecho referencia en
páginas anteriores, posee una dosis peligrosamente oculta
de racismo. Expliquemos, brevemente, por qué.

Cuando, en el siglo pasado, el auge de la
arqueología, y el interés por las antiguas
civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los
estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los
rincones más extraños del planeta, para practicar
in situ sus investigaciones,
se llevaron la gran sorpresa de toparse con testimonios
culturales que jamás habían imaginado. El
régimen colonial les abría las puertas a nuevos
mercados, a
más y variadas materias primas, pero también a un
pasado totalmente ignorado y que no encajaba con los prejuicios
del hombre culto, burgués y europeo de
entonces.

Las ruinas egipcias, mayas e incaicas
que salían a la superficie, tras siglos de olvido, no
parecían concordar con la situación social de los
países en las que se levantaban. Regiones pobres,
dependientes, con un sistema
educativo deficiente o inexistente, como así
también una tecnología por completo importada de
Europa, habían poseído en el pasado antecesores
maravillosamente creativos y con una disposición
técnica que sus descendientes contemporáneos
habían perdido u olvidado.

¿Cómo era posible que "simples indios o
negros" pudieran haber construido obras de arquitectura e
ingeniería tan fabulosas?
¿Cómo adjudicarles a sociedades semisalvajes logros
tan magníficos en el campo de las artes? No cabía
otra explicación que esta: sus constructores eran miembros
de una raza desaparecida, superior y, por supuesto,
blanca.

Así, pues, fenicios y
romanos, cartagineses y griegos, vikingos o atlantes,
habrían difundido sus legados
culturales por todo el mundo, enseñando, a los pobres
salvajes, métodos y
técnicas que luego éstos
olvidarían para siempre. Estas teorías
difusionistas fueron muy convenientes para los colonizadores
europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas creaban un
precedente histórico para la ocupación y
explotación imperialista. Si se fijaba un origen
extranjero ("blanco") a los monumentos arqueológicos que
se encontraban, se legitimaba y justificaba la apropiación
de ricas regiones del planeta. "Nosotros, los blancos, hemos
estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y
ustedes lo perdieron. Aquí estamos, nuevamente, para
civilizarlos". Ninguna sociedad cobriza o negra era considerada
capaz, por sí misma, de alcanzar un nivel de
civilización y progreso propio del hombre blanco. Racismo
puro.

Por lo tanto, los rumores sobre "indios rubios" en las
selvas amazónicas venían a confirmar los postulados
del imaginario racista que analizamos ( por más que los
mismos exploradores o arqueólogos no fueran conscientes
del arraigado prejuicio que cargaban).

Misioneros y censistas; cazadores y exploradores;
aventureros y contrabandistas, sean del grupo étnico que
sean (indios, blancos, mestizos, mulatos, negros),
continúan (actualmente) denunciando avistamientos de
indios rubios que, como las sombras de la selva, pasan y
desaparecen, sin saberse nunca a dónde van.

Los
hombres salvajes de los bosques.

Pero no todas las tribus perdidas son blancas y rubias.
También están las negras y enanas (el otro extremo
de la escala imaginaria de la alteridad) o aquellas que conservan
el más atávico de los
primitivismos por ser caníbales, violentas y completamente
peludas. Seres a mitad de camino entre la bestia y el hombre. El
verdadero, y tan buscado, "eslabón perdido".

"Trepé, —escribe Edward
Malone— pero el árbol era enorme; miré
hacia abajo y no pude distinguir ningún claro entre las
ramas. En una de estas, por la que estaba trepando, había
un matojo tupido, como de un arbusto parásito, agarrado a
ella. Alargué mi cabeza apoyándola en su borde,
para ver lo que había del otro lado, y la sorpresa y el
horro que me produjo lo que descubrí estuvieron a punto de
hacerme caer del árbol.

Una cara clavó su mirada en la mía. El
ser al que pertenecía estaba agazapado detrás del
matojo, y se había asomado a mirar al mismo tiempo. Era
una cara humana, o, por lo menos, mucho más humana que la
de todos los monos que yo había visto en mi vida.
Alargada, blancuzca, la mandíbula inferior saliente, con
un brillo de pelambre cerdosa alrededor de la barbilla. Los ojos
protegidos por cejas espesas y largas, eran bestiales, feroces, y
cuando abrió la boca, para mascullar lo que parecía
una maldición, me fijé en que tenía
colmillos afilados y curvos. Por un momento, leí en
aquellos ojos malignos el odio y la
agresión.

Pero un instante después, los invadió
como un relámpago de miedo incontenible. Hubo un crujido
de ramas rotas cuando se lanzó en zambullida
frenética por entre la maraña del follaje. Tuve la
rápida visión de un cuerpo peludo, algo así
como el de un cerdo rojizo, y desapareció entre un
remolino de hojas y ramas.(…) La aparición de aquel
mono-hombre me había producido tal sorpresa, que
vacilé y estuve a punto de emprender el descenso(…)"

[pp. 161-162].

Las historias sobre hombres salvajes se proyectan en el
imaginario desde los más remotos tiempos. Su presencia en
la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de Enkkidu, un
semihumano que vive entre las bestias —datada en el segundo
milenio antes de Cristo—, es bastante sugerente. Por su
parte, la Edad Media tampoco olvidó al hombre salvaje de
los bosques y lo representó de cientos de formas distintas
haciendo resaltar, en todos los casos, las características
paradigmáticas de la bestia con el objeto de confrontarla
con el civilizado habitante de la ciudad.

El salvaje es la otra cara de lo urbano, el lado
negativo del hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su estampa,
esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XIII, ha
podido perdurar hasta nuestros días en leyendas
contemporáneas, como las del Yeti o Pie Grande [Ver
Apéndice
]. Su hirsuta figura y sus hábitos,
muchas veces nocturnos, lo convierten en un negativo de lo que
nosotros somos. Marca contrastes
y evidencia el prejuicio racial que se derivó (renovado)
de la teoría
evolucionista del siglo XIX.

Para el hombre salvaje su ámbito es el bosque, la
montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una
relación que en mucho se diferencia a la que el occidental
tiene desde los tiempos clásicos de Grecia y
Roma. Él
conservó un íntimo contacto con el reino animal
(cuyo destronamiento se inicia en el período
Neolítico) sin dejar del todo de pertenecer al universo de
lo humano. Representa lo inculto y, por ello, se lo suele ubicar
en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el aspecto
bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo
por la cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder
combatirlo con mayor facilidad.

Conan Doyle califica a sus mono-hombres salvajes de la
siguiente manera:

"(…) Diablos cobrizos" [pág.
192].

"(…) Aquello brutos eran incapaces de correr lo que
un hombre en terreno abierto"
[pág. 192]

"En la explanada, junto al borde del
despeñadero rocoso, se había reunido un grupo de
aquellos seres hirsutos, de pelo rojizo, muchos de ellos de
enorme corpulencia, y todos de aspecto horripilante. Delante de
ellos, un grupito de indios eran unos hombrecillos de miembros
simétricos y cuya piel brillaba como bronce
pulimentado(…). Junto a ellos estaba un hombre blanco, alto
delgado (…)
[pág. 195].

El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario),
es, al mismo tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea "civilizadora"
del hombre blanco y su ciencia.

Compleja y confusa, la imagen del salvaje de los
bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar
de ser un producto típico de la imaginación humana,
aguijoneó búsquedas verdaderas hasta la actualidad.
Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros ocultos,
el hombre salvaje encarna la fuerza, la rareza, lo misterioso y
lo secreto. Es otro claro ejemplo de que la imaginación y
la conducta se prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción
conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances
extraños; en otras palabras, a la aventura.

La explicación más popular sobre el origen
de la creencia en los hombres salvajes es que fue un vestigio de
los tiempos paganos, el recuerdo distante y distorsionado de una
creencia anterior en tales dioses de la selva; deidades que se
ubicaban más allá de los límites
cultivados.

Otra teoría afirma que estos seres son en
realidad las personificaciones del anhelo del hombre civilizado
por liberarse de las restricciones del mundo moderno. Algunos
psicólogos y sociólogos proponen que el recurrente
mito del hombre salvaje es un símbolo de nuestro lado
reprimido o animal. En sí representa el lado oscuro de los
hombres.

"—(…) ¿Dónde están los
profesores? ¿Y quién los persigue?

—Los monos-hombres. ¡Válgame Dios,
y qué fieras!—exclamó lord Roxton—. No
alce la voz, porque tienen oído muy fino y ojos
penetrantes. En cierta ocasión caí prisionero de
unos caníbales papúes, pero son unos
señoritos comparados con esa gentuza"
[Pág.
187].

Finalmente, la última postura teórica
sostiene que las leyendas se inspiraron por el encuentro con un
ser bípedo, peludo y semihumano real, pero aún no
identificado por la ciencia . Es ésta la que a nosotros
más nos interesa puesto que constituye la materia prima
indispensable del gran número de historias que originales
novelistas y exploradores han difundido con gran
éxito.

"Los salvajes […] no se conocen todavía; hay
tribus cuya existencia ni se sospecha. Tribus que […]no viven
cerca de los ríos navegables, sino que se retiran
más allá del alcance del hombre civilizado. En todo
caso, cuando se presume su existencia son temidos y evitados (por
mi parte, yo siempre los he buscado). Tal vez por esto, la
etnología del continente (Americano)ha sido basada sobre
un concepto
erróneo que trataré de rectificar[…]".

Con estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos
introduce en otra de sus extravagantes exploraciones por el
Amazonas, mezclando, una vez más, realidad y
fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela
que al parecer tanto le impactara: El Mundo Perdido, de
Arthur Conan Doyle.

Cuenta Fawcett que hacia 1913, mientras recorría
las Sierras de Parecis, en Bolivia, se topó, junto con su
grupo, con un camino ancho que les condujo hasta unas grandes
cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las habitaba
era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y
pacífico, que Fawcett lo hace "descender" de una elevada
civilización —perdida— por el solo hecho de
advertir en ellos un color de piel más claro que el normal
en los indios). Fueron los maxubis quienes les hablaron de otro
grupo aborigen, caníbal y violento, denominados los
Maricoxis, y que habitaban "en una selva sin huellas" a pocos
días de camino.

El coronel inglés no pudo contener su curiosidad
y encaminó sus pasos hacia la tan temida comunidad. Cinco
días después, según él, los
encontró:

"Eran hombres grandes y velludos, de brazos
extremadamente largos y con frentes huidizas que empezaban en
prominentes arcos superciliares; hombres en realidad de un tipo
muy primitivo y completamente desnudos" .

Y prosigue:

"[…] Sus guaridas eran primitivas, y en ellas se
agazapaban los salvajes de aspecto más ruin que
había visto jamás. […] Brutos con aspecto de
orangutanes, que parecían haber evolucionado muy poco
sobre el nivel de las bestias […]. Eran horribles hombres-monos
[…], para quienes el lenguaje
humano estaba más allá de sus facultades de
comprensión" .

Y termina con su galería prehistórica,
diciendo:

"Antes de partir supe que […] hacia el Este
había otra tribu de caníbales, los Arupi, y hacia
el NE. otra más distante de gente pequeña y oscura,
cubierta de pelo, que ensartaban a sus víctimas en un
bambú sobre el fuego y una vez cocinadas les sacaban los
trozos para comérselas […]. Yo había oído
hablar antes de toda esta gente y ahora sé que las
narraciones están bien fundadas" .

Las descripciones de Fawcett son significativas porque,
en muy pocas líneas, condensan gran parte de los
prejuicios racistas de su época (comunes en la
mayoría de los grandes exploradores del siglo pasado),
combinándolos con elementos de un imaginario que pueden
rastrearse hasta bien entrada la edad antigua y medieval. Sus
primitivos aborígenes encarnan el atraso, el salvajismo y
la violencia que,
a principios del siglo, solían atribuirse a los miembros
de las comunidades prehistóricas, de los albores de la
humanidad.

Las características del rostro (alargado,
huidizo, con fuertes arcos superciliares), como también el
aspecto tosco y velludo de los cuerpos desnudos, nos alejan
bastante del mito roussoniano del "Buen Salvaje" y nos aproxima
más a la estereotipada imagen que de los neandertales se
tenía en las últimas décadas del siglo XIX.
Encorvados, semi-estúpidos y violentos por naturaleza, los
hombres-monos de Fawcett y Conan Doyle señalan no
sólo contrastes, sino límites bien precisos entre
la modernidad del
hombre blanco y el salvajismo incivilizado del
primitivo.

"Yo les llamo monos, pero es lo cierto que iban
armados de garrotes y de piedras, y que chapurreaban algunas
palabras entre ellos (…). De modo que están mucho
más adelantados que todos los animales que yo he tenido
ocasión de conocer, eso es lo que son, los eslabones
perdidos y ojalá que no los hubiésemos encontrado
nunca"
[Pág. 187].

Por otra parte, la crónica del coronel
inglés introduce un elemento, repetido hasta el cansancio
en las novelas de aventuras, y es el que hace referencia a la
convivencia —en un mismo tiempo— de individuos
pertenecientes a diferentes especies homínidas (cada una
en su propio estadio evolutivo).

Según Fawcett, la selva amazónica es un
verdadero mosaico de razas. En ella pueden encontrarse grupos
humanos semisalvajes, que comportan características
propias de los niños
(bondadosos, inocentes, pacíficos,… conquistables) y que
facilitan la aplicación de una política paternalista
por parte del sector maduro, civilizado y superior de los
blancos. En el lado opuesto de la línea evolutiva
están los hombres-monos, a los que cuesta ubicarlos dentro
de la escala humana. Curiosamente, Conan Doyle utilizó
(varios años antes) el mismo artificio para resaltar las
capacidades intelectuales del europeo por sobre encima de negros,
mestizos y —como él los denomina en su novela—
los "monos-hombres".

Nadie encontró, después de Fawcett, a los
Maricoxis, ni volvieron a reportarse hombres peludos en las
Sierras de Parecis. Los elusivos "Yetis" sudamericanos quedaron,
pues, confinados al ámbito en el que siempre estuvieron:
el de la literatura de viajes, la novela y la
imaginación

Pero las puertas permanecen abiertas. Seguirán
descubriéndose viejos sitios con nuevos ojos y a ellos
continuaremos transfiriendo todos aquellos aspectos, preciados o
despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se
adaptará a las circunstancias por venir, manteniendo
siempre viva la posibilidad de que occidente siga soñando
con otros universos, con la diferencia, con lo ajeno; siendo,
como el mismísimo profesor Challenger y su grupo, los
primeros en descubrir mundos perdidos que, para bien o para mal,
"finalmente pertenezcan sólo al hombre"(Conan
Doyle).

***

APÉNDICE

Hombres salvajes del imaginario
contemporáneo.

AM FEAR LIATH
MOR

Se lo ubica en el pico Ben MacDhui (1309
metros) en Escocia.

Descripción: alto, orejas
puntiagudas, piernas largas, dedos como garras.

Se lo asocia con una especie de Yeti
escocés.

YETI

La tradición
criptozoológica habla de tres categorías de Yetis,
según la morfología
de cada uno de ellos: (1) El Yeti Pigmeo o Teh-Ima:
altura aproximada de un metro, pelambre gruesa y rojiza, una
breve melena, omnívoro y con patas humanoides. Habita en
los valles bajos y tropicales del Himalaya, Nepal y Tibet.

(2) El Yeti, propiamente dicho, o
Meh-teh: tamaño de un ser humano, muy
fuerte, omnívoro, de 1,50 a 1,80 metros de altura, anchos
labios, mandíbula prominente y cubierto de pelo corto
(rojizo o pardo). Habita en regiones boscosas altas, pero de vez
en cuando se aventura en la nieve. Tiene las patas
pequeñas pero anchas, y el dedo medio es más grande
que el gordo. Es posible que sea una variedad desconocida de
orangután adaptado.

(3) El Yeti Gigante o
Dzu-teh
("cosa enorme"): no es oriundo de la
región del Himalaya, sino del este del
Tibet, Sikkim, Bangladesh, Myanmar,
Manchuria y Vietnam del norte. Es bípedo,
mide de 1,80 a 2,70 metros de altura, tiene cabeza aplanada,
cejas prominentes, fleco, largos brazos musculosos, enormes manos
y una larga pelambre hirsuta de color negro o gris oscuro. Sus
huellas son semejantes a la del Pie Grande norteamericano. Se lo
asocia con un Gigantopithecus.

ALMAS

Denunciados en la región de
Mongolia.

Habitan en la zona de las montañas
de Altai.

En la región de los montes
Cáucaso se los conoce
con el nombre de Almastay o
Kaptar.

En Irán son llamados
Nasnas o Dev.

En la cordillera de Verjoiansk
(Siberia) son llamados
Chuchunaa.

En Pakistán se habla de los
Barmanu.

Se cree que pueden llegar a ser hombres
de Neandertal (Homo Sapiens Neanderthalensis)

ORANG
PENDEK

Escurridiza especie de "hombre-bestia"
de Sumatra.

Se lo conoce también con el nombre
de Sedapa.

Desde hace siglos se denuncian
avistamientos de seres como este.

Tienen una altura aproximada de un metros
(de ahí el nombre Pendek, que significa "enano"), sin cola
y lleno de pelos. Es bípedo y sus piernas son
cortas

En la isla de Borneo se lo conoce con el nombre de
Batutut.

Según algunos
criptozoólogos, el Orang Pendek sería
una forma remanente de Homo Erectus.

YEREN

Supuesto habitante de las selvas de
Shennongjia, en la parte central de China.

Se supone que es un
Gigantopithecus

Lo describen como un hombre mono velludo,
de pelo rojizo, de unos 1,50 a 1,80 metros de altura y con patas
muy grandes

PIE GRANDE O
SASQUATCH

Habitante de las regiones boscosas
del oeste norteamericano y
canadiense.

Con una altura que se dice de 1,80 a 3
metros y un peso de 320 Kg. a 1135 Kg. Camina erguido, su piel es
oscura y está cubierta de pelos. Pecho grande y musculoso,
brazos largos, carece de cola y sus piernas son musculosas y
fuertes. Posee patas muy grandes (de ahí su nombre): van
de 30 a 55 cm. de largo.

Se asemeja mucho al Dzu-teh o yeti
gigante. Puede que sea un Gigantopithecus.

NGUOI
RUNG

"Hombre de los Bosques" (esa es la
traducción) oriundo de la zona
limítrofe de tres países asiáticos: Laos,
Camboya y Vietnam.

Se dice que habita en los bosques
cercanos a Chu Mo Ray, en distrito
de Sa Thay, provincia de Kontum.

Se lo describe como un ser velludo,
semejante al Yeren o Yiren chino.

Es conocido también como
"Hombre Salvaje de Vietnam".

EL MONO DE
LOYS

Criatura semejante a un mono antropoide
encontrada en los límites de Venezuela y Colombia por Francois Loys en
1920. Caminaba erguida, medía unos 1,50 metros (hay una
foto).

Se supone que puede ser un mono
araña o una especie de antropoide desconocido.

SHIRU

Criatura antropomorfa de
Colombia

SISIMITE

Criatura antropomorfa de
Belice.

VASITRI

Criatura antropomorfa de
Venezuela.

DIDI

Criatura antropomorfa de
Guyana.

Hombre mono peludo de unos 1,50 metros de
altura.

XIPE

Criatura antropomorfa de
Nicaragua.

TARMA

Criatura antropomorfa de
Perú.

También conocido como
Isnachi: es un esquivo mono gigante, semejante a un
chimpancé, aún no clasificado. Los indios sugieren
que en los bosques peruanos se oculta un mono sin cola, del
tamaño de un chimpancé y con cara de
mandril.

ALUX

En la península de
Yucatán y
Centroamérica.

Seres antropomorfos de un metro de
estatura, cabeza grande, y vestido (¿?).

Este ser está asociado a la
mitología referida a los
duendes.

MAPINGUARY

Se lo ubica en las selvas del
Amazonas y en las densidades
del Mato
Grosso.

Se lo asocia con un perezoso gigante
(Mylodón). Tiene pelo rojizo, garras y puesto en
posición vertical puede llegar a medir más de tres
metros.

YOWIE

Es el Yeti australiano.

Se lo describe como un enorme gorila de
casi 2,25 metros de altura; peludo, bípedo, cara negra y
boca pequeña, cuello grueso y pelambre oscura. Despide un
fuerte olor.

Se sugiere que puede ser un marsupial
gigantes aún no catalogado. Otros especulan que es un Homo
Erectus.

MAERO O
MACRO

Hombre bestia de las isla sur de
Nueva Zelanda.

Pequeño, peludo, con largas
uñas como garras y adaptado a trepar por los
árboles.

Seres semejantes han sido denunciados en
las Islas
Salomón: en las montañas de Laudari
(Guadalcanal) se habla
de un hombre bestia conocido como Mumulou (con
enormes uñas y cabello largo).

MENEHUNE

Hombres Salvajes del
archipiélago hawaiano.

Se dice que es una raza de pigmeos
desconocidos por la ciencia (que aún
sobreviven).

VÉLE

Pigmeos con cabeza cónica de
las islas Fidji.

WUI

Hombres Bestias (hombres salvajes)
semejantes a los antiguos sátiros de las
islas Vanuatu
(Nuevas
Hébridas).

 "Espero que exista el Yeti. No
conozco ningún científico que no se
emocionaría con la idea de un primate raro que
también es desconocido, o razas humanas antiguas o lugares
misteriosos. El problema es que tanto yo, como la mayoría
de los científicos, preferiríamos saberlo que
sólo creerlo. Y al considerar toda la evidencia,
ésta ha resultado ser muy poco convincente" ( Eugine
Scott).

 

Por

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Partes: 1, 2
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