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El Paititi. Imaginario, realidad y utopía andina



    1. Explorando los senderos de
      la utopía
    2. El Inkarri
    3. Diversidad de
      aproximaciones
    4. Todos los senderos conducen al
      Paititi
    5. Palabras
      finales

    PROLOGO

    Niebla, selva, pantanos y meandros. Aislamiento y
    lejanía; amenazas impensadas nacidas desde el seno de
    alguna tribu con escaso o nulo contacto con la
    "civilización". Víboras, insectos y
    precipicios sin par que caen desde y hacia matorrales de
    exuberante follaje, escondiendo miles de secretos inconfesables
    que el entorno, salvajemente natural, se niega a
    revelar.

    Colonos detenidos en el tiempo. Economías
    de subsistencia alejadas del consumo.
    Avanzada humana que pretende generar seguridad
    levantando casas de barro y paja; chozas a las que llaman
    comunidades y que más parecen lunares de raquítico
    antropocentrismo que refugios seguros para el
    citadino que se arriesga a horadar aquel vasto océano
    vegetal, conocido alguna vez con el nombre de "Infierno
    Verde
    ".

    Distancias. Dilatación geográfica.
    Espesura, sombras; humedad y falta de perspectiva. La fuerza del
    machete es la que abre senderos, desbastando muros de ramas y
    árboles
    centenarios. Y, a cada paso, la incertidumbre y el replanteo de
    estar haciendo lo correcto.

    Al mismo tiempo,
    adrenalina y el potencial descubrimiento de algo que nadie
    ha visto en siglos.

    "Un poco más adelante. Un kilómetro
    más, un metro… Allí puede que se
    encuentre
    ".

    Como en los juegos de
    azar, a los que no puede resistirse el apostador empedernido, la
    búsqueda infatigable —de lo que muchos creen es una
    quimera— impulsa hacia delante, renueva el espíritu
    dentro de un cuerpo agotado; vence las trabas de la mediocridad.
    Exalta el sueño, promueve la aventura romántica y
    le da sentido —legitimidad— a la vida.

    Este es el escenario del mito, de la
    leyenda; y en su centro —como presidiendo un esquema
    heliocéntrico— está el Paititi, la "ciudad
    perdida" del folklore
    andino que más energía y recursos ha
    movilizado desde los días de Francisco Pizarro,
    conquistador del Perú.

    EXPLORANDO LOS SENDEROS DE LA
    UTOPIA

    "(…) Matando en sí mismo el
    vagabundo,

    es como el hombre ha
    refinado su esclavitud

    y se ha enfeudado a los fantasmas".

    E.M. Cioran, Adiós a la
    Filosofía,

    Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 137.

    "El que no sale nunca de su tierra

    vive lleno de
    prejuicios".

    Carlos Goldoni

    No hay caminos hacia el Paititi; si por camino
    entendemos una ruta normalizada que evita el extravío y
    facilita el desplazamiento por un itinerario espacial preciso,
    determinado o determinable. Y si no hay caminos, no hay
    viaje; ya que éste es posible únicamente
    cuando existen los primeros.

    Tener un camino significa disponer de un destino
    establecido, una ruta normalizada que evita el extravío y
    conduce, sin error, con confianza y seguridad, a un lugar
    público y conocido por otros con antelación. No hay
    viajeros hacia el Paititi, sólo exploradores y
    aventureros, que son su contrafigura.

    El Paititi exige exploración. Su búsqueda
    no se mueve por trayectos seguros. Se opone a la rutina,
    al "re-corrido", a las conductas normadas. Genera inseguridad,
    ansiedad; que son variables
    más propias de los que siguen senderos que de los
    que recorren rutas.

    Es el explorador el que abre camino por primera vez,
    inaugurando itinerarios insólitos que se nutren de las
    contingencias, del peligro y del exotismo. Ir tras la huellas del
    Paititi implica, pues, seguir rumbos nuevos, desconocidos u
    olvidados hace mucho tiempo.

    El riesgo, la
    imprudencia y las exigencias extremas se imbrican con la libertad
    —tan propia del trotamundo— para cumplir con
    el anhelo de descubrir; de recorrer tierras postergadas. Y
    recién cuando la presencia del explorador proyecta su
    sombra sobre el piso, a ese sitio ignoto se le permite existir;
    generando la ilusión del ego triunfante y la narcisista
    tentación de haber alcanzado la fama y la gloria. Curioso
    resultado éste, que se actualiza cuando se sale en pos de
    la misteriosa "ciudad", practicando la trashumancia.
    Porque alcanzar el Paititi significa entregarse al nomadismo, a
    la pasión por hurgar en una tierra que parece
    recién nacida, aunque no lo sea.

    Pero para lo que nosotros (exploradores) es un
    sendero, para otros es un camino de regreso que conduce a la
    seguridad del pasado, a la idealización de una
    época desaparecida hace ya más de cuatrocientos
    años; un tiempo en el que un ahistórico y
    benévolo Inca gobernaba el Tahuantinsuyu haciendo de
    la Tierra un
    paraíso, cuyo modelo
    —perdido durante la Conquista— volvería a
    reeditarse en el futuro siempre promisorio de las comunidades
    aborígenes, que observan la historia con la nostalgia y
    añoranza propia de las utopías.

    "El Inca regresará", dicen. Nunca se fue.
    Permanece en el Paititi, armándose, preparándose
    para asestarle a la intrusiva cultura
    europea el golpe de gracia que la desplace del tablero, para
    implantar en las costas, alturas y selvas del Perú, el
    antiguo culto a los antepasados, la justa reciprocidad quechua,
    la felicidad plena que los rescate de las penurias y les devuelva
    la esperanza de tener un reino propio, una dignidad
    reedificada, una identidad sin
    contaminantes.

    En esta espera se apoyó la leyenda del Paititi; y
    en ella se siguen apoyando muchas comunidades andinas y
    amazónicas para mantener en alto sus sueños
    reivindicativos y el anhelo de volver a instaurar el honor en un
    pueblo vencido por las armas.

    El Paititi es esperanza; por más que los
    "intelectuales
    de escritorio" sigan negándole al pueblo quechua (y
    aymará) un horizonte propio, definiendo al legendario
    emplazamiento como "la quimera de un pueblo frustrado". El
    mensaje milenarista persiste en el imaginario colectivo,
    consciente o inconscientemente.

    "En Paititi viviremos tranquilos, honraremos a nuestros
    dioses, trabajaremos en común la tierra, habrá
    alimentos y
    ropas para todos… Paititi es el perfume de nuestro pueblo y de
    nuestras gentes, la esperanza del ombligo del mundo, la sonrisa
    de los abatidos, la luz de bengala
    del día ya amanecido, el subsuelo que nutre el suelo del pueblo
    quechua".

    El Paititi es y fue resistencia. Bajo
    su poderosa sombra se organizaron rebeliones, conspiraciones y
    levantamientos contra el orden colonial establecido, desde
    mediados del siglo XVI y todo a lo largo de los siglos XVII y
    XVIII; más de cien años antes de Juan Santos
    Atahualpa o Túpac Amaru II, que son dos de los rebeldes
    más famosos de la historiografía.

    Pero el Paititi sigue tentando al futuro con el corazón y
    ya no tanto con las armas. Su sola mención insufla
    valor, fuerza,
    orgullo y un espíritu de resistencia que se encarna en el
    idioma —el runasimi, quechua—, en los rituales
    y cultos residuales, en el arte y sus temas,
    en los rumores y leyendas
    populares que todavía recorren valles altiplánicos,
    cumbres y selvas tropicales del Antisuyu.

    "El Inca volverá. Nunca se ha ido. Permanece
    en el Paititi".

    EL
    INKARRI

    "Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos
    (…).

    La sociedad es un
    infierno de salvadores".

    E.M. Cioran, Adiós a la
    Filosofía,

    Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 9.

    En la zona de Chinchero y Urubamba, en las
    picanterías del Cusco y en borde de la ceja de
    selva, los lugareños y aborígenes creen que el
    Paititi es el refugio de los últimos incas y que
    aún permanecen allí, escondidos y alejados del
    mundo. Incluso sostienen que unos pocos privilegiados han podido
    comunicarse con sus pobladores, aunque no conocen —ni
    desean revelar— el sitio exacto en donde está
    emplazada lo que consideran es una llacta (ciudad) de
    origen quechua.

    Esta es una de las bases residuales de un mito que viene
    circulando en el Perú desde por lo menos el siglo XVIII y
    que postula —de igual manera que el mesianismo andino del
    siglo XVI durante el Taki Onkoy— la
    restitución imperial como elemento cohesionador de las
    masas indígenas.

    Dentro de este esquema de utopía andina, la
    reforma moral y la
    resistencia pasiva, comportaban una dimensión
    estrictamente religiosa, que no dudó en tomar prestados
    elementos aportados por la evangelización y
    aculturación española. Es así que vemos
    cómo, dentro de esa ideología rebelde, se fueron mezclando
    mitos
    amazónicos, ideas incaístas, pensamiento
    cristiano y teología joaquinista, en un interesante
    menjurje mágico, milenarista y
    mesiánico.

    Como señaló Alberto Flores Galindo, la
    capacidad de resistencia de una cultura no se contrapone
    necesariamente con la posibilidad de asimilar y recrear otros
    elementos culturales. Una cultura puede pasar por diversas fases
    —a veces ambivalente— de momentos de retroceso frente
    al embate occidental, a períodos de renacimiento y
    recuperación. Claro que estos cambios son más
    difíciles de encontrar en culturas que, como la incaica,
    estuvieron —o están— asediadas por fuerzas
    colonizadoras; ya que se ven en la necesidad de esconderse y
    cubrirse.

    Desde el siglo XVI, los hombres andinos debieron
    sentirse en un territorio ocupado y para contrarrestar esa
    situación —ya inmodificable— recurrieron a la
    utopía andina. Pero, ¿en qué consiste esa
    utopía? Sencillo: en la mitificación del pasado. No
    es otra cosa que el intento de ubicar allí —no en el
    futuro, como en el caso europeo— la ciudad ideal, el reino
    imposible de la felicidad; es decir, la idealización del
    imperio incaico. La utopía andina no se proyecta hacia
    delante, sino hacia atrás, inscribiéndose en una
    concepción cíclica y mítica del
    tiempo.

    El mito del Inkarrí es el
    más representativo al respecto.

    Vigente desde hace unos doscientos años, el
    relato hace referencia al "Inca rey", al gobernante que no
    sólo es gobernante, sino un ser divino que opera como
    modelo y arquetipo dentro de una cosmovisión andina que
    data de épocas precolombinas (incluso preincas,
    según algunos estudiosos). El Inkarrí encarna el
    mesianismo y es visto —y sentido— como un ordenador
    del mundo, como un héroe fundador idéntico al
    primigenio Manco Cápac, que restablecerá el orden
    que los españoles destruyeron tras la invasión del
    siglo XVI. Este rey mesiánico, que por sus actos
    permitirá el regreso al tiempo sagrado del Inca, ha sido
    interpretado como el equivalente al Cristo del catolicismo,
    aún cuando arrastre muchos síntomas propios de una
    mentalidad mítica precristiana.

    Una de las versiones populares del Inkarrí que
    aún circula—y que el Padre Javier Suescum transcribe
    en su libro
    dice así:

    "La tierra se hallaba poblada por los ñaupas,
    seres dotados de extraordinarios poderes. Wiracocha, dios
    creador, les anunció su deseo de legarles sus poderes,
    pero, ellos, soberbios, le dijeron que tenía ya los suyos
    y no necesitaban otros. Wiracocha indignado creo el sol y
    ordenó su salida y con su acción
    los ñaupas se deshidrataron y sus músculos quedaron
    convertidos en carne resecas y adheridas a sus huesos. La
    tierra, entre tanto, quedó inactiva. Luego para poblar la
    tierra crea a Inkarrí y Qollari, un hombre y una
    mujer llenos de
    sabiduría.

    "Ordenó al primero que levantara un pueblo en el
    lugar en que cayera enhiesta la barra de oro que a tal
    efecto le entregó. Inkarrí la arrojó una vez
    y cayó mal. La segunda vez fue a caer oblicua entre las
    montañas altísimas. Y aquí se puso a
    trabajar para levantar la ciudad. Wiracocha, indignado porque no
    había observado su prescripción de que la barra
    estuviera vertical, decidió hacerle notar su error y, para
    ello, permitió que los ñaupa, que odiaban a
    Inkarrí, cobraran nueva vida. Los ñaupa decidieron
    exterminarle y le lanzaron enormes rocas por las
    pendientes en dirección en que trabajaba. Inkarrí
    huyó asustado y no se detuvo en su huída hasta
    llegar al lago Titicaca. Aquí, la tranquilidad del sitio
    le hizo meditar en los acontecimientos. Y fue cuando
    recordó que la barra no había caído
    vertical. Decidió regresar y llegando a Raya,
    montañas que separan la región del altiplano de la
    región de Cusco, arrojó nuevamente la barra. Esta
    vez fue a clavarse perpendicular en un valle fértil.
    Allí levantó Cusco y se asentó. A sus
    hijos les envió a poblar diferentes regiones.

    "Muchos años después Inkarrí
    decidió retirarse de Cusco, pasando por Qero, y se
    internó en una ciudad llamada Paititi. Allí
    continúa viviendo, en compañía de los
    descendientes de los muchos hombres y mujeres que se llevó
    consigo. Su paso por Qero ha quedado perennizado por sus huellas
    que se ven en una roca, y por Las marcas que
    dejaron sus posaderas y sus testículos
    cuando se sentó en otra piedra a descansar.

    "Inkarrí dijo, al marchar, que volvería
    para empezar el nuevo tiempo… que se pondría a la cabeza
    de su pueblo y lo conduciría hacia Paititi (…)"
    .

    Creación, orden, cosmos. Más tarde,
    conquista española y caos. El universo se
    subvierte pero renace la esperanza de un nuevo nacimiento, de un
    nuevo orden, de una segunda creación. El círculo se
    cierra y el esquema cíclico, mítico, se materializa
    denunciando una esquema milenario, antiguo.

    Y el Paititi sigue estando en el centro de la
    escena.

    DIVERSIDAD DE APROXIMACIONES

    "(…) Jamás el espíritu dubitativo
    fue pernicioso".

    E.M. Cioran, Adiós a la
    Filosofía,

    Ed. Alianza, Bs As, 1994, pág. 8.

    Es difícil tratar un tema del que ni siquiera hay
    acuerdo respecto del origen y significado de la palabra que lo
    define. Cualquiera que haya leído la bibliografía al respecto
    sabrá que no existe —a la fecha— consenso en
    lo referido a la etimología del vocablo
    "Paititi". Claro que esto no impidió que se
    elaboraran alambicadas hipótesis que pretendían más
    ajustar el termino a ideas preconcebidas que encontrar la verdad
    del asunto. Lo cierto es que se ha dicho de todo.

    Ojeando las crónicas y memorias de la
    época de la conquista, o saltando de un ensayo
    contemporáneo a otro, observamos las diversas formas en
    que se ha escrito la palabra que nos ocupa: "Paititi",
    "Paitite", "Paykikin", "Paiquiquin",
    "Paitití" (con acento en la última i),
    "Paí Titi" (separado) o "Pay
    Titi". Demasiadas variaciones para un toponímico
    del que en verdad desconocemos todo.

    Lo que sí podemos afirmar, sin miedo a
    equivocarnos, es que no procede del quechua. Así lo han
    sostenido reconocidos lingüistas. Por lo tanto, la
    versión que más difusión tiene en el
    ambiente
    —y que dice que "Paykikin" significa "como
    él
    ", "igual a él" o
    "como el otro Cusco"— es totalmente forzada y
    alejada de la verdad. Por supuesto que existen implícitas
    intenciones para abrazar este significado en particular y que
    consisten en creer que el Paititi es una ciudad o ciudadela de
    origen inca (cosa que tampoco es cierta, como veremos un poco
    más adelante).

    En la década de 1950, el explorador alemán
    Hans Ertl llevó a cabo una serie excavaciones en
    territorio boliviano, al norte de La Paz, en cierto cerro que
    decía ser llamado por los indios locales como Paititi.
    Tras su aventura exploratoria —demasiado cargada de
    inventos y
    fantasías, según nuestra opinión—
    publicó un librito en 1954 en el que arriesga un
    significado original al termino. Según Ertl,
    "Pai-titi" significa "Dos Colinas" y
    servía "además para designar a una legendaria
    ciudad incaica ubicada en las postrimerías orientales de
    los Andes".

    Si retrocedemos un poco más en el tiempo y
    consultamos algunas crónicas del siglo XVII veremos que en
    una de ellas, escrita por el Padre Diego Felipe de Alcaya, se
    arguye que la palabra Paititi deriva de dos vocablos:
    "Titi", que significa "plomo" y "Pay"
    que significa "aquel".

    Pero eso no es todo.

    En 1979, Gottfried Kirchner, otro explorador
    alemán, publicó la crónica de sus aventuras
    por Colombia y cuando
    se refiere al término Paititi dice que significa algo
    similar a "La Patria del Padre Tigre". Esta
    traducción libre es la que más se
    acerca a la realizada por el Padre Juan Carlos Polentini Wester
    que de —manera un tanto rápida—
    desentraña, en media docena de renglones, el misterioso
    significado del vocablo remitiéndose a lo escrito por otro
    religioso igual que él—el Padre Constantino
    Bayle— quien sostiene que "Paí- Titi"
    significa "Padre Tigre" o "Padre
    Jaguar-Otorongo
    ".

    Por su parte, el célebre historiador argentino
    Enrique de Gandía agrega a esta laberíntica
    confusión un nuevo significado: "(…) "Pai" es
    "monarca" y "titi", contracción de
    Titicaca, o sea "Aquel Monarca del
    Titicaca
    ".

    Lo cierto es que todo este andamiaje
    lingüístico es poco convincente y nada seguro. Son
    manotazos de ahogado en medio de una niebla de ignorancia casi
    absoluta. Lo único que podemos afirmar es que la
    traducción más famosa (aquella que la hace derivar
    del quechua) es artificial y tendenciosa y que —como nos
    dice el profesor
    Daniel Heredia— "lo más probable es que
    Paititi pertenezca a un idioma desconocido de la región
    de la selva
    "
    (¿tupí-guaraní?).

    TODOS
    LOS SENDEROS CONDUCEN AL PAITITI

    "Lo que debe ser, será".

    Proverbio anónimo árabe.

    "El problema no son los
    herejes,

    sino los mediocres".

    Eugenio Rosalini

    Co-director de la

    Expedición Vilcabamba 98

    Desde los días de la conquista española al
    Perú (siglo XVI), se ha venido hablando de ciudades y
    centros ceremoniales incas "perdidos" en las selvas
    amazónicas, al Oriente del Cusco. Los descubrimientos de
    Machu Picchu (1911), El Pajatén (1963),
    Vilcabamba "La Vieja" (1964), Mamería
    (1979/80) y Gran Vilaya (1985), son pruebas
    efectivas de la penetración e influencia de los incas en
    las planicies tropicales del Perú. Cuando se consideran
    las leyendas que circulan sobre el Imperio Incaico, en las
    provincias de Cusco y Madre de Dios, inevitablemente estamos de
    cara a la leyenda del Paititi; e indiscutiblemente nos
    enfrentamos, al mismo tiempo, con dos opiniones opuestas: que el
    Paititi es un producto
    originado por la imaginación popular, tanto como por la
    antigua ambición española de encontrar oro y
    tesoros; y los que defiende la existencia real del
    mismo.

    Se ha escrito mucho sobre esta legendaria
    "ciudad. El rumor y los comentarios la han cubierto de
    riquezas, de celosos aborígenes protectores, de
    alimañas que impiden el acceso a sus ruinas, e incluso
    —como hemos visto— de incas residuales que, en la
    actualidad, se mantendrían invictos de la influencia
    occidental, conservando sus antiguas costumbres, ritos y organización político –
    social.

    Si bien todos estos románticos
    ingredientes
    son propios del imaginario colectivo de las
    comunidades andinas, no descartamos la existencia de
    construcciones incaicas levantadas en la selva, mucho más
    adentro de lo que comúnmente se acepta. Hoy sabemos que
    los constructores del Tahuantinsuyu tuvieron una presencia activa
    y casi permanente en las junglas orientales, y que los lazos que
    unían costa/sierra/selva tropical fueron más
    fuertes y constantes que lo imaginado por muchos
    estudiosos.

    Un sin fin de crónicas españolas —de
    los siglos XVI, XVII y XVIII— nos informan sobre
    expediciones incaicas, orientadas hacia el Este, como así
    también sobre la fundación de guarniciones, tambos
    y ciudadelas, en territorios de tribus selváticas que
    mantenían cordiales relaciones diplomáticas con el
    Inca. Muchos caminos empedrados se internan en la selva, y muchos
    más se descubren a diario, obligándonos a
    re-escribir gran parte de la historia expansionista del
    Tahuantinsuyu.

    Tras una concienzuda lectura de
    dichas fuentes.
    Roberto Levillier sostuvo hace años que dos son las
    regiones en las que se suele ubicar el tan mentado
    Paititi.

    La primera, cercana al Cusco y en territorio de la
    República del Perú, es la Meseta de Pantiacolla,
    una región montañosa y tropical que se levanta
    dentro del Parque Nacional del Manú, y que ha tenido la
    extraña condición de atraer a la mayor parte de las
    últimas expediciones. Esto es en parte entendible dado el
    enorme potencial arqueológico que esta zona ha demostrado
    tener. En ella se han encontrado caminos empedrados, rocas
    talladas y ruinas incaicas; como así también
    enigmáticos petroglifos (grabados abstractos, hechos en la
    pared de una saliente lítica), sobre los cuales muy pocos
    especialistas se arriesgan a especular acerca de su significado,
    función
    u origen.

    La segunda región se encuentra en el departamento
    boliviano de Pando, a unos 600 Km. de distancia de Pantiacolla,
    remontando el río Madre de Dios (antiguo
    Amarumayo). Se caracteriza por ser la zona menos
    poblada de Bolivia
    (sólo 38.000 habitantes en un territorio cuya
    extensión es de casi 64.000 km2) y estar
    prácticamente desvinculada del resto del país. De
    acuerdo con los testimonios coloniales que describen
    detalladamente la ruta de penetración seguida por el Inca
    Túpac Yupanqui hacia el año 1476, sabemos que los
    "Hijos del Cusco", tras construir varias balsas, remontaron el
    río Amarumayo por lo menos en dos oportunidades;
    consiguiendo por vía de la diplomacia levantar dos
    fortificaciones en tierras de la etnia de los
    Musus, comarca que coincidiría con los territorios
    ubicados al norte de la actual ciudad de Riberalta (Bolivia), en
    la confluencia del río Madre de Dios con el
    Beni.

    Lo cierto es que existieron dos
    Paititis.

    Uno, conocido como la cultura del Gran
    Paititi
    y que correspondería a la antigua etnia de
    los Musus, que fue anterior, contemporáneo y
    confederado al Tahuantinsuyu incaico. Estaba formado por
    muchas naciones selváticas (llamadas antis)
    y su fama llegó hasta el propio Cusco, Paraguay, Bolivia
    y la zona del Río de la Plata. Las Sierras de Parecis eran
    el centro neurálgico de este "imperio amazónico" y
    su poderoso gobernante era denominado con el título de
    "Gran Paytiti". Con este fuerte "monarca" es con
    quien pactaron los incas, formando la confederación antes
    nombrada, que duró hasta la llegada de los
    españoles en el siglo XVI.

    El otro "Paititi", es el Paititi peruano;
    en donde habitaron y gobernaron los incas después de la
    invasión ibérica. Esta zona corresponde a la actual
    región de la meseta de Pantiacolla (y que en las
    crónicas de Garcilazo de la Vega aparece con el nombre
    —hoy olvidado— de Abisca o
    Habisca). En esta zona, muy poco explorada
    aún hoy en día, los señores huidos del Cusco
    levantaron ciudadelas, tambos y fortificaciones para proteger la
    retaguardia de aquellos dignatarios incas que siguieron la ruta
    hacia el Paititi boliviano.

    A pesar de existir pruebas documentales que confirman lo
    antedicho, una larga tradición académica (hoy
    cuestionada) considera poco probable la penetración
    incaica en lo profundo de la selva, negando la existencia de
    culturas amazónicas desarrolladas, capaces de recibir y,
    eventualmente, absorber a los Señores vencidos del
    Cusco.

    Consideramos que este prejuicio no
    se condice con los datos
    testimoniales recogidos en crónicas, "noticias" e
    informes,
    recopilados a lo largo de los siglos XVI y XVII por soldados,
    aventureros y misioneros; ni con los descubrimientos recientes
    practicados en territorios de Perú y Bolivia (puestos de
    avanzada de factura
    incaica y restos pertenecientes a la cultura de los Musus y
    Moxos).

    El "Paititi" fue real. Es real, existe; aunque no
    con las características mitológicas que tanto el
    mesianismo como el deseo desenfrenado de riquezas materiales le
    han otorgado a lo largo de los siglos.

    ¿Hay algo detrás de las
    montañas
    ?… Lo más probable es que así
    sea.

    Las futuras expediciones, seguramente, terminaran
    dándonos la razón.

    PALABRAS FINALES

    "Concebir un pensamiento, un solo y único
    pensamiento,

    pero que hiciese pedazos el universo".

    E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía ,
    pág. 133.

    El principal problema en todos estos años es que,
    guiados por la leyenda del Paititi, hemos estado
    buscando una "ciudad" y no un conjunto desperdigado de
    ruinas —probablemente muy poco atractivas desde el punto de
    vista arquitectónico—, que son las que nos
    permitirán certificar fehacientemente la presencia de
    incas en regiones orientales del viejo Tahuantinsuyu.

    El espejismo romántico del Paititi literario nos
    ha impedido ver el bosque detrás del árbol; y eso
    no sólo le quitó seriedad académica a un
    tema digno de ser investigado, sino que encausó las
    pesquisas por terrenos infructíferos y vanos. La impronta
    de Hiram Bingham ha sido profunda. Desde la primera década
    del siglo XX, todos hemos soñado con toparnos con un
    segundo Machu Picchu —sería hipócrita no
    admitirlo—, lo que condujo muchísimas veces al
    sensacionalismo periodístico —hoy vía
    Internet
    que anuncia cada tanto, con "bombos y platillos", el
    descubrimiento de una "ciudad perdida" o del tan mentado
    El Dorado. De hecho, basta con hacer un seguimiento por
    los diarios de los últimos veinte años para
    advertir cuántos "hallazgos maravillosos"
    murieron en la tinta seca de los periódicos que los
    anunciaban.

    Cuando estas cosas ocurren, entre las muchas que se me
    vienen a la cabeza, dos sobresalen por encima del resto. La
    primera, es la evidente falta de honestidad y
    afán de gloria que demuestran muchos de los actuales
    exploradores; que son los mismos que critican retrospectivamente
    a los conquistadores españoles por haber actualizado
    —hace 400 años— idénticos
    propósitos a los de ellos.

    La segunda cuestión tiene que ver con un
    refrán racionalista del siglo XVIII que dice
    así:

    "El decir de las estrellas

    es un muy cierto decir

    porque ninguno ha de ir

    a preguntárselo a
    ellas".

    ¿Qué es lo que se pretende, anunciando a
    los cuatro vientos, falsedades de ese tipo? ¿Quince
    minutos de fama?… Quizás. Lo cierto es que nadie
    —o muy, muy pocos— se toman el trabajo de
    ir a comprobar esos descubrimientos "in situ".

    La selva es demasiado extensa; demasiado húmeda,
    peligrosa e incómoda.
    ¿Para qué verificar nada? Es más placentero
    aceptar lo leído, confiar o esbozar una sonrisa
    escéptica que deje el tema en el mismo lugar que al
    principio.

    Lo que sucede es que, con cada Paititi que se rescata
    anualmente de la selva, surgen inconvenientes que hacen que las
    tan codiciadas y buscadas pruebas se pierdan, o
    estén irremediablemente escondidas a la vista de los "no
    iniciados". ¿Acaso es serio aceptar la existencia de tal o
    cual "ruina maravillosa" observando únicamente una foto
    mal enfocada y descontextualizada?…

    El trabajo de
    campo y exploración exige mayores precisiones y apoyo
    institucional. Claro que esto tampoco es sinónimo de
    honestidad absoluta. Hay muchos casos en los que el afán
    por filmar un documental atractivo,"aventurero" y de impacto en
    la teleaudiencia, ha hecho que asociaciones de fama mundial y
    "National" cayeran en la trampa o fuesen cómplices
    directos de la farsa.

    Aún así, en el fondo de todo esto, se abre
    una puerta de esperanza para los espíritus
    románticos. El hecho de que muchas extensiones
    selváticas estén aún por explorar, abren las
    posibilidades a encontrara "algo" siguiendo las crónica de
    la conquista, en las orientales latitudes del antiguo Antisuyu
    incaico.

    A lo mejor, en la próxima temporada, y cargando
    en la mochila menos ego y más sinceridad y honestidad
    profesional, podamos toparnos con esas ricas ruinas quechuas que
    nos certifiquen la existencia del Paititi real; sin oro, sin
    plata ni seres mitológicos al acecho.

    Alguien dijo una vez que toda exploración es, en
    definitiva, la búsqueda de uno mismo. Estoy de acuerdo con
    ello. Además, como expresión simbólica de la
    curiosidad humana —de los sueños y las
    ilusiones— toda exploración es también
    tentación, fuente de inquietud, motivo de
    reflexión, acicate del conocimiento.
    Explorar provoca el cambio
    inesperado, muestra lo
    recóndito, se alimenta de la novedad, pues es cambio,
    movimiento,
    inquietud, utopía. Como toda historia, la
    exploración tiene principio y fin, pero admite
    prolongaciones, incluso modificaciones de finalidad. Nunca es
    fútil. En ella, todo es posible… incluso el
    Paititi.

    Dedicado a Greg
    Deyermenjian;

    amigo, confesor y parte
    indispensable

    de esta obsesión que
    compartimos desde hace años.

     Por

    Fernando Jorge Soto Roland

    Profesor en Historia

    Director de la Expedición Vilcabamba
    1998

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