- Decir la verdad, mentir, ocultar,
informar parcialmente - En favor de la
verdad - Revelación limitada y
engaño
Decir la verdad,
mentir, ocultar, informar parcialmente:
Decir la verdad es a menudo muy difícil, mentir
por omisión, una de cuyas maneras es callar, puede
hacernos culpables de ocultar la verdad. Sin tener en cuenta de
la intención, los resultados son los mismos: los pacientes
esperan que se les diga la verdad y cuando no, sentimos que el
diálogo se
convierte en un fraude.
Hay áreas específicas en el tratamiento profesional
en que la lucha entre el callar y el señalar ciertas
características de alguna manera involucra sacrificar el
pacto de honestidad que se
supone tenemos con el prójimo. Existen situaciones en que
el paciente que tratamos pueda asumir una actitud hostil
ante ciertas opiniones. Usted puede sospechar que la respuesta a
lo que usted le diga puede ser hostil, que se niegan a que les
indiquemos ciertos tratamientos para tratar ciertos
síntomas. En nuestra opinión la elección de
ocultar cierta información a la respuesta presumida no es
honesta y el paciente tiene el derecho a que se le informe de sus
problemas de
salud. El
profesional tiene el deber de informar aun a costa de sufrir el
síndrome de ajusticiar al mensajero que trae la mala
noticia. Es todo un desafío que debemos asumir para
beneficio del paciente el hacerles saber de la manera más
humana posible y que pongamos toda la compasión que se
merece. Muchos profesionales tienen miedo de decirle a su
paciente que tiene un cáncer o que sospechan que puedan
tenerlo. ¿A quién tratan de proteger?
¿Estamos reteniendo información que la persona requiere
desde el punto de vista moral
ético y legal? La actitud aparentemente bondadosa se
convierte en un bumerang para el paciente porque así como
el ocultar un cáncer incipiente, y mentir por
omisión no es bondad ni es corrección, es
simplemente cobardía.
Creemos que la razón más importante de retener
información es el miedo. Otras razones podrían ser
la falta de competencia, la
pereza mental o la apatía, que como el mentir por
omisión merece nuestra repulsa. Creemos que ponernos en
esta situación raya en lo no ético, por nuestro
deseo de complacer al prójimo y hacerlo feliz. Cuando
hacemos esto violamos nuestra integridad, y causamos un perjuicio
al paciente o al amigo. Nosotros como profesionales a futuro no
tenemos la tarea de controlar la felicidad, los sentimientos o
reacciones de nuestro paciente. Tenemos la obligación de
proteger su bienestar y su mejor calidad de
vida aun a costa de embarcarnos en alguna
situación que podría parecer embarazosa. Decir la
verdad puede tener consecuencias aparentemente negativas para
nuestros pacientes, o nuestras relaciones con ellos. Adhiero al
gran héroe uruguayo Artigas cuyo lema era "Con la verdad
no ofendo". El profesional tiene que estar preparado para decir
la verdad de manera con el suficiente tacto de que si el paciente
se siente ofendido será por no comprender el sentido de lo
que se le dice. A veces no es la letra sino la música la que da el
sentido a nuestro verbo. Los problemas pueden resolverse mejor
cuando la verdad se dice de una manera cariñosa y
demostrando nuestro sincero deseo de ayudar. El sentido de
nuestro consejo es que el paciente cambie una actitud por otra
más positiva. Esto le permite cambiar el buscar un remedio
para ello, aunque no resulte muy confortable escuchar ciertas
verdades en ciertos momentos. Debemos tener en cuenta la
personalidad del paciente y el estilo de comunicación más conveniente.
Expresar la verdad considerando al prójimo requiere de
nosotros una actitud gentil, honesta, hacerlo con tacto,
acomodando nuestras palabras para cada individuo,
teniendo en mente su personalidad y
estilo de comunicación. La buena noticia es que el ser
franco, nos liberará tanto a nosotros como a nuestros
pacientes. Esto sucede a pesar de posibles respuestas
iniciales negativas, que son parte de un proceso normal
(negación, ira, queja, depresión
y aceptación). Esta es una reacción humana natural
cuando hemos recibido advertencia sobre una situación
negativa de envergadura. Se debe ser franco, honesto y objetivo para
dar a nuestros pacientes la verdad aun cuando esto pueda lanzar
este proceso del que hablábamos (negación, ira,
queja, depresión y aceptación). Ellos deben pasar
por este proceso prioritariamente a aceptarnos a nosotros y a
nuestro tratamiento que ellos necesitan. Nosotros debemos
apoyarlos durante estos tiempos difíciles y no tomarnos
las cosas en forma personal. La
decisión está tomada. Siempre es mejor decir la
verdad, toda la verdad y nada más que la
verdad.
Mucha gente no tiene inconveniente en pensar que, en
ciertas circunstancias, lo mejor que puede hacer es mentir.
Engañar sobre una enfermedad grave, inventar el motivo de
haber llegado tarde a la cita, atribuirnos méritos
inexistentes, modificar las cifras a las notas de consumo y mil
situaciones más. Pero los moralistas dicen de modo
categórico que "nunca es lícito mentir".
¿Nunca? ¿Ni para evitar daños mayores?
¿Ni para salvar a la humanidad con una pequeña
mentira? Así parece, pues el adverbio "nunca" no admite
excepciones. Pero vendrán de nuevo los moralistas en
nuestra ayuda para tranquilizarnos: "de que nunca sea
lícito mentir, no se sigue que haya siempre
obligación de decir la verdad". Ocultar la verdad es a
veces no sólo conveniente, sino incluso obligatorio, por
ejemplo, cuando se debe guardar un secreto.
Dejemos por el momento lo anterior e intentemos profundizar sobre
la importancia de la veracidad. Esta virtud lleva a manifestar,
con las palabras o los hechos, aquello que el individuo piensa en
su interior. Sabemos que "la palabra es la expresión oral
de la idea". De ahí que, por ley natural,
aquello que yo expreso es algo que debe coincidir con lo que
pienso. Si mi palabra no refleja la idea, estoy violentando el
orden natural de las cosas, voy contra la ley de Dios. Por eso se
dice que la mentira es intrínsecamente mala, es decir, no
es mala porque alguien la prohíba, sino que es mala en
sí misma. Y algo de suyo malo no puede producir nada
bueno, aunque sean muy buenas las intenciones de quien
actúa.
Pero aún podemos profundizar en nuestro razonamiento sobre
la veracidad, hasta que alcancemos su razón más
alta: la verdad es algo divino, un atributo de Dios. "Yo soy la
verdad", dijo Jesucristo (Jn. 14, 6). No sólo "anuncia" la
verdad, no sólo explica lo verdadero -que también
lo hace- sino que por Sí y en Sí "es" la verdad
misma: posee la verdad en la totalidad de su plenitud.
Quizá lo anterior nos aclare por qué no
existen "mentiras piadosas", ni mentiras inocuas. Un mal moral,
aun el mal moral de un pecado venial, es mayor que cualquier mal
físico. No es lícito cometer un pecado venial ni
siquiera para salvar de su destrucción un país
entero. Mentir es ir contra Dios.
Sin embargo, decíamos que, con la restricción
mental, puedo no decir la verdad cuando injustamente traten de
averiguar algo de mí. Lo que diga en ese caso podrá
ser una respuesta no exacta, evasiva o confusa, con un sentido
verdadero y otro falso, pero no una mentira. Podríamos
decir que la restricción mental es un medio lícito
de autodefensa cuando no queda otra salida. El político
que sabe cómo esquivar a los periodistas que buscan
acorralarlo es prototipo de quienes practican este difícil
arte.
Mentir no es sólo faltar a la verdad. No es, sólo,
decir una cosa por otra. Mentir también es no decir la
verdad completa, existiendo el deber de hacerlo o
exigiéndolo así las circunstancias. Sobre
todo cuando, por una verdad a medias, se induce a otro a decir o
hacer algo que, con la verdad plena, no habría dicho o
hecho, o habría dicho o hecho de otra manera. Desde luego
hay mentira por omisión, con similares efectos.
Omitir parte de la verdad a quienes no tienen derecho a
ella es cosa distinta. El derecho a la
información, que no es igual al derecho de
información, tiene límites.
Tengo derecho a saber, pero no a saber todo. Hay tipos, grados
y/o niveles de información a los que no puedo ni debo
acceder, pues no me corresponden. No son, por extensión,
míos; ni objeto de mi propiedad.
Tradicionalmente se ha definido la mentira como la
"locutio contra mentem", es decir la palabra dicha, que no
corresponde a lo que se piensa. La esencia de la "locutio" (la
palabra) es expresar el contenido de la mente, de ahí que
en la definición clásica, la mentira sería
entonces la locución no coincidente entre la
expresión verbal y el contenido conceptual correspondiente
de la mente. En ese sentido el que miente utilizaría su
facultad de hablar en contra de su propia esencia, que consiste
en expresar mediante palabras el contenido de lo que en realidad
se piensa.
En la moral
clásica no se ha justificado nunca la mentira de forma
directa pero sí a través del artilugio de la
"restricción o reserva mental". Este se da cuando la
persona se expresa de tal manera que las afirmaciones utilizadas
son objetivamente verdaderas pero pueden inducir a error en la
persona que lo escucha, ya sea por la utilización de
términos ambiguos o ininteligibles o por la
revelación parcial de la verdad. La restricción
mental no constituiría para la moral clásica
ninguna perversión de la esencia de la palabra puesto que
la expresión verbal es fiel al contenido que está
presente en la mente del que habla. Por otra parte el error en el
que cae quien escucha, no sería buscado directamente por
quien habla -ya que este usa correctamente su facultad de
locución- sino a la mala interpretación del mensaje emitido, por
parte de quien lo recibe.
Por nuestra parte, creemos que la fundamentación
ética de la norma de veracidad, está en el
Principio de Respeto por la
Autonomía de las personas. No defender el derecho de las
personas a tomar decisiones sobre sus vidas, que no perjudican a
otros, sería violar su derecho a la autonomía. Y
las personas no pueden tomar decisiones sobre sí mismas si
no reciben la información veraz para hacerlo.
Algunos objetan que la verdad absoluta no existe, de
manera que el profesional nunca podría estar completamente
seguro de lo
que ha sucedido o va a suceder. Y si eso es así no
tendría obligación de afirmar algo sobre lo que no
hay certeza. Este argumento es parcialmente verdadero, puesto que
el
conocimiento del hombre es
limitado. Pero el deber ético de cumplir con la norma de
veracidad no consiste en decir la verdad absoluta sino aquella
que estamos en condiciones de afirmar en un determinado tiempo y
lugar. Otra objeción es la de aquellos que piensan que si
se omite una información (es decir, se oculta una verdad
merecida) de hecho no se miente positivamente y que todo
profesional tiene deber de no decir datos falsos,
pero no tiene la obligación de decir la verdad merecida.
Creemos que si es cierto que la regla de veracidad lo que
posibilita es que la persona ejerza su derecho a la
Autonomía, lo que realmente importa para esto es disponer
de la información necesaria, y por tanto
merecida.
Todos los argumentos anteriores en relación a los
conceptos de verdad y mentira así como las justificaciones
hechas del deber de decir la verdad están basados en
argumentos de tipo deontológico. Sin embargo,
basándose en una argumentación consecuencialitas,
también los utilitaristas defienden la regla de veracidad.
Ellos postulan que, de aceptarse la mentira, se
resquebrajaría la relación de confianza que debe
existir entre el profesional y la persona, dificultándose
la misma relación contractual. Los utilitaristas
dirían que un mundo basado en la mentira sería un
mundo peor que el basado en la verdad. De ahí que
consideren que la veracidad es una norma más útil
para la convivencia social que el contrario.
Siguiendo la primera definición vista más
arriba, la regla de veracidad sería claramente inmoral en
los casos en que se quiera engañar a la persona para
hacerle daño o
explotarla; pero en aquellas situaciones en que el engaño
es imprescindible para lograr beneficiar o no perjudicar a la
persona, la calificación de inmoral se hace más
difícil. En dichas circunstancias parece justificable
decir que la regla de veracidad debe quedar subordinada al
principio de no perjudicar a los demás. El ejemplo
clásico en este sentido es el del asesino que persigue a
la víctima que piensa matar, y pregunta si he visto donde
ha ido. Si yo lo sé, la veracidad me obligaría a
decirle la verdad, pero con mi información hago que el
homicida ejecute su delito. Si le
miento, transgredo la norma, pero respeto el deber de toda
persona de defender la Autonomía de los demás, que
implica como nivel mínimo de obligatoriedad defender su
vida e integridad personal. Teniendo en cuenta este ejemplo,
podemos decir, que el deber de decir la verdad es una
obligación "prima fascie", al igual que en el caso de la
norma de confidencialidad. Es decir, debe cumplirse siempre que
no entre en conflicto con
el deber profesional de respetar un principio de superior
entidad, que en este caso es el de Autonomía y el de
Beneficencia.
El profesional no sólo está vinculado por
la regla de veracidad en el primer sentido que definimos antes
(no decir lo falso) sino en el segundo, decir lo que la persona
tiene derecho a saber. Los códigos de ética para
profesionales generalmente no hablan, como tal, de la regla de
veracidad, pero de hecho la plantean cada vez que formulan
deberes que tienen que ver con un adecuado conocimiento
científico y con una información veraz a sus
clientes. Es
decir, no admiten como éticamente justificado que -por
causa de la ambigüedad o de la falta de información-
la persona adquiera del profesional expectativas que no
corresponden con la realidad o con la verdad, ya sea de los
procedimientos
que se usarán en el curso de la intervención o
aún de su propia capacitación profesional para resolver
ciertos problemas. De ahí que deba evitar todo tipo de
engaño o ambigüedad explícitos, y hacer todo
lo posible para que su actuación no induzca
involuntariamente a malentendidos. Por otro lado debe evitar la
ocultación de la debida información, necesaria para
preservar la legítima autonomía de los
individuos.
Claro está que la verdad es un bien moral
esencial. Sin embargo, ¿qué ocurre si la verdad
entra en conflicto con otros bienes morales
esenciales, como la vida en sí, la libertad o la
beneficencia? ¿Se puede justificar una mentira si
ésta salva una vida humana o a una comunidad, o si
se evita otro mal superior? ¿Estaban en lo correcto
San
Agustín y Kant
cuándo admitieron sin excepciones la labor de decir la
verdad, o estaban en lo correcto los confesores y los casuistas
cuándo insistían en la consideración de las
consecuencias, intenciones y circunstancias y cuándo
consideraron algunas mentiras como menores o ajenas de
importancia moral? Históricamente, la mentira benevolente
de un médico hacia un paciente enfermo y preocupado se
consideraba el acto menos malo de todos. De hecho, los casuistas
y los confesores consideraban un acto benevolente mentirle a los
pacientes.
Tratar de decidir que decir en las relaciones
médicas o en contextos clínicos, por lo general, se
encuentra separado por argumentos falsos. Uno de esos argumentos
exige que no existe ninguna responsabilidad moral en el acto de revelar la
verdad, ya que en los contextos clínicos resulta
imposible. Este argumento se centra en la enorme complejidad de
asimiento y luego de comunicación de la verdad
médica concreta en todo su sentido. Este argumento,
comprendido en abstracto, es respetable, sin embargo, en su
aplicación resulta falaz.
Podemos reconocer y fácilmente admitir la
complejidad epistemológica al igual que una falla humana
inevitable para alcanzar "la verdad absoluta". No obstante, estos
reconocimientos no hacen del hecho de decir la verdad un acto
imposible y no anulan o incluso reducen la obligación
moral de ser veraz. El doctor que se detiene consideradamente
antes de responder a las preguntas de un paciente enfermo,
ansioso y vulnerable se enfrenta con una problemática
moral clínica más que con una perplejidad
filosófica. La cuestión de la verdad, en este
punto, no consiste inevitablemente en la cognición humana
limitada de tratar de entender la complejidad total de la
enfermedad de un individuo en particular. Más bien, es la
pregunta de lo se descubre de una información conocida con
el propósito de asegurar que el descubrimiento ayude al
paciente o con el fin de mantener la confianza, lo cual puede
hacer en un paciente vulnerable más daño que
bien.
La misma idea se puede expresar de maneras diferentes.
Más que hablar acerca de la verdad epistemológica
versus la verdad moral, podemos referirnos a la verdad abstracta
versus la verdad contextual. La verdad objetiva, cuantitativa y
científica es abstracta y, no obstante, no se encuentra
desvinculada al escenario clínico. La verdad relacional,
contextual y clínica siempre apunta a la
incorporación o a la aplicación de lo que es
objetivo y a su vez abstracto. Sin embargo, ambas palabras no
constituyen sinónimos ni tampoco son reducibles. Un juicio
clínico es diferente de uno de laboratorio, y
lo mismo resulta válido para la verdad abstracta y
clínica. La verdad clínica lucha por su
aplicación a las preguntas de los pacientes sin
ocasionarle a éstos perjuicios innecesarios. No puede
ignorar la objetividad, pero no es reducible a ella. La verdad
clínica/moral es contextual, circunstancial, personal,
comprometida y relacionada tanto a la verdad objetiva/abstracta
como a los valores
clínicos de beneficencia y no-maleficencia.
En algunas culturas, los doctores y las enfermeras creen
que resulta incorrecto mentir acerca de una diagnosis o prognosis
mala. Por cierto, resulta dificultoso decir la verdad, pero
pensándolo bien, existen muchos beneficios respecto a
decir la verdad y muchas razones para no mentir. Determinar lo
apropiado de la reducción de una revelación total
es una cosa, pero tratar de justificar una mentira descarada es
totalmente otra. La mentira y la decepción en el contexto
clínico son tan negativas como continuar con
intervenciones agresivas hasta el final. Ambas técnicas
se pueden calificar como una tortura.
En algunas ocasiones, un miembro determinado de la familia
puede ser designado como la persona encargada del proceso de
toma de
decisiones por un paciente incompetente que posteriormente
recupera la competencia. Entonces, ¿quién recibe
qué tipo de información? Por lo general, la
familia y el
paciente pueden mantenerse informados y concordar acerca de las
opciones, pero no en todos los casos la situación se
manifiesta de esta forma. Nuevamente, el médico tiene que
hacer un juicio no sólo acerca de la competencia del
paciente sino acerca de qué información el paciente
puede manejar y cuándo la familia debería tomar
ésta en sus manos. Si los miembros de la familia le dan al
doctor o a la enfermera información médica
importante desconocida por el paciente, generalmente se le
diría que la ética
médica profesional requiere que a un paciente se le
den tales informaciones. Sin embargo, al igual que en el caso de
otras variaciones contextuales, se requiere de un juicio
médico sensible y sutil en extremo.
Podemos apreciar la influencia del contexto
clínico en una revelación exacta cuando observamos
un nuevo campo emergente como la medicina
genética.
¿Qué verdad debería ser comunicada a un
paciente que ya ha sufrido una prueba de diagnóstico que indica la posibilidad de
que desarrollará una enfermedad incurable?
¿Deberían revelarse los simples hechos?
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién?
¿A quién? ¿Después de qué tipo
de evaluación
del paciente? ¿Qué pasa si el paciente tiene una
historia de
tendencias suicidas?
Si una prueba genética revela la
predisposición a ciertas enfermedades,
¿quién interpreta la predisposición o el
riesgo en
aumento? ¿Qué debería ser revelado a un
paciente aprensivo? Si una prueba genética indica que una
cierta enfermedad en cierto punto se va a manifestar, para la que
no existe ni cura ni terapia, ¿debería ser revelada
simplemente la manifestación eventual de ésta? El
paciente puede morir de otra causa antes de que se presente la
enfermedad genéticamente potencial. Si la prueba
genética sugiere que una mujer de cuarenta
años de edad tiene un 20% de probabilidades de desarrollar
un cáncer que aumenta a medida que pasa el tiempo,
¿cuándo debería revelarse la
información? Todas estas preguntas llegan a un punto
simple pero, a su vez, importante; la revelación de la
verdad en un contexto clínico requiere de un juicio
clínico y no es cuestión de una simple
afirmación acerca de lo que es objetiva o
científicamente cierto o de decirle todo al paciente y
dejar que éste tome su propia decisión.
La veracidad es el fundamento de la confianza en las
relaciones
interpersonales. Por lo tanto, podríamos decir que, en
general, comunicar la verdad al paciente y a sus familiares
constituye un beneficio para ellos (principio de beneficencia),
pues posibilita su participación activa en el proceso de
toma de decisiones (principio de autonomía). Sin embargo,
en la práctica hay situaciones en las que el manejo de la
información genera especial dificultad para los
médicos. Ello ocurre especialmente cuando se trata de
comunicar "malas noticias",
como son el diagnóstico de enfermedades progresivas e
incurables o el pronóstico de una muerte
próxima inevitable. En estas circunstancias, no es inusual
caer en la tentación de tener una actitud falsamente
paternalista, que nos lleve a ocultar la verdad al paciente. Se
cae así, con alguna frecuencia, en el círculo
vicioso de la llamada "conspiración del silencio" que,
además de representar nuevas fuentes de
sufrimiento para el paciente, puede suponer una grave injusticia
(principio de justicia). Lo
anterior no excluye la necesidad de reconocer aquellas
situaciones en las que podría ser prudente postergar la
entrega de la información al paciente, en atención al principio de no maleficencia,
como podría ocurrir, p.ej., en el caso de pacientes con
depresiones severas que aún no hayan sido tratadas. Por
tanto, para que la
comunicación de la verdad sea moralmente buena, se
debe prestar siempre atención al qué, cómo,
cuándo, cuánto, quién y a quién se
debe informar. En otras palabras, para el manejo de la
información en medicina se han de aplicar con prudencia
los cuatro principios
básicos de la ética clínica: no
maleficencia, beneficencia, autonomía y
justicia.
Juan Manuel Carrera
Estudiante de Medicina de la Universidad
Buenos
Aires.