La historia hispanoamericana,
pareciera encontrar escrito, a cada vuelta de camino, el viejo
apotegma de "conócete a ti mismo". El arribo de los
españoles, y la guerra de
conquista y colonización, con su marcado carácter mercantilista, arrasarían
con los grupos culturales
nativos reconocidos como "bárbaros" y cuyos restos fueron
incorporados, en el proceso
transculturizador que fue la colonia, a la natural
creación del pueblo americano.
Durante la colonia, Hispanoamérica fue España
provinciana, las posteriores Repúblicas, alzadas sobre los
brazos de indios y criollos, no tardarían en demostrar una
cierta "vocación" para constituirse en naciones
periféricas, dado el carácter en que se
desarrolló la lucha de intereses de clase por el
poder en estas
tierras tras la independencia.
Es a partir de esa posición de marginación
histórica, que comienza la búsqueda de lo que
pudiéramos denominar una concepción del "ser
americano", expresada en la actividad política continental
de este en pro de la inserción de nuestros países
en el marco de desarrollo que
las demás naciones modernas habían alcanzado y que
se imponía como norma para la supervivencia
política autónoma, en una forma de obtención
y de expresión de nuestra identidad
específica como países independientes. La tentativa
de desentrañar el sentido de la realidad hispanoamericana
y de su alcance fueron el problema esencial del pensamiento
filosófico en estas tierras durante el siglo XIX:
identidad cultural y desarrollo político –
económico adquirían una misma dimensión en
el concepto
hispanoamericano de nación.
El pensamiento hispanoamericano del siglo XIX posee una
inmensa carga de contenido político – social. Esto
es perfectamente explicable dado las condiciones que le fueron
impuestas por el marco histórico en que el llamado "Nuevo
Mundo" entra en la historia moderna, su posición
periférica en el sistema de
relaciones capitalista y frente al surgimiento del imperialismo,
serán los rasgos definitorios de lo que al decir de Zea,
fue el largo viaje de la América
hacia si misma.
Es entonces que el meollo de la búsqueda de lo que
puede expresarse como propiamente original y auténtico del
Continente, radicará en la elaboración de proyectos e ideas
encaminadas al logro y a la consolidación de la
emancipación de nuestros pueblos: cada idea o pensador, en
las fronteras reales de su actividad, eran pasos en la senda de
desentrañar una identidad cuya formación
histórica hacían enigmática y conflictiva en
sí misma. Como ha dicho Leopoldo Zea:
"Rotas las ligas políticas, la gran preocupación
americana girará en torno a la
capacidad de los americanos para reincorporarse a la cultura
occidental, dentro de otra situación que no sea la de
subordinados. Independizados políticamente, aspiran a
participar como pueblos concretos en la elaboración de
la cultura occidental."
El tránsito del siglo XVIII al XIX da al traste
con una serie de fenómenos que marcarán la historia
hispanoamericana: la aparición del movimiento de
la
ilustración francesa, la guerra de independencia de
las Trece Colonias de Norteamérica y las Revoluciones
francesa y haitiana, unido a las cada vez más agudas
contradicciones entre criollos y españoles por causa de la
política metropolitana, serán el caldo de cultivo
para la aparición y desarrollo de un pensamiento
progresista en nuestras tierras, que tuvo en la Ilustración sus primeras semillas.
El movimiento ilustrado de América fue el creador de
los cimientos para los cambios que sobrevendrían con los
procesos de
emancipación política. Su surgimiento en esta parte
del mundo era el resultado de la contraposición entre los
intereses feudales de la política española y las
necesidades económico comerciales de la incipiente clase
burguesa hispanoamericana, que representaría, en ese
marco, el patriotismo americano. Era la necesidad de la sociedad
naciente que se abría pasos a través de
revoluciones burguesas y que se quería insertar en
América, con el natural fin de potenciar el desarrollo
interno del país en cuestión.
Como característica particular que hace a nuestra
ilustración auténtica frente a la europea
señalamos su intento por presentar una nacionalidad
americana representada en un ente denominado "criollo" y que es
fruto del encuentro cultural entre los primeros habitantes y los
conquistadores. Mostrará un pasado histórico por el
que los hijos de esta tierra, dejan
de sentirse españoles para sentirse "americanos". Como
diría el jesuíta nativo de Arequipa Juan Pablo
Viscardo y Guzmán en 1792:
"El Nuevo Mundo es nuestra patria, su historia es la
nuestra y en ella es que debemos examinar nuestra
situación presente, para determinarnos por ella a tomar
el partido necesario a la conservación de nuestros
derechos
propios y de nuestros sucesores."
Así, el sentido de lo nacional para el
hispanoamericano era adquirido a través de la lucha por
los derechos que consideraba le pertenecían, definiendo
la
personalidad de un pueblo que comenzaba a vivir para
sí mismo, a contrapelo de una realidad que poco a poco
irá definiendo como ajena e impuesta.
Francisco Javier Clavijero, jesuíta mexicano, en la
dedicatoria de su Historia Antigua daba a entender que
esta era una historia de México
escrita por un mexicano, manifestando, en el reconocimiento, a
veces exaltado, de los valores de
las culturas precortesianas, un naciente sentimiento de
patriotismo, es así que refiriéndose a la lengua
náhuatl, dice en sus Disertaciones:
"Los europeos que han aprendido el mexicano, entre los
cuales hay italianos, franceses, flamencos, alemanes y
españoles, le han tributado grandes elogios, y algunos
la han encomiado hasta creerla superior a la griega y a la
latina."
Uno de los primeros campos desde donde quizá se halla
defendido por primera vez lo que era considerado como propio de
este Continente fue sin dudas el intelectual. Ante las
afirmaciones anticientíficas que sobre los primeros
habitantes de estas tierras, sus modos de vida, y las condiciones
climáticas y físicas de sus países,
habían elaborado en Europa el abad
alemán Cornelio de Paw y el francés Conde de
Buffon, Clavijero exaltará los valores de las
culturas pre colombinas más adelantadas,
considerándolas así como antecesoras
históricas de los actuales habitantes de América.
Defendíase así una historia que, de forma natural,
había producido, en su desarrollo, un modo distinto del
hombre,
creando, además, una nueva forma de contemplarse el ser
humano a sí mismo como producto
histórico, no es casual entonces que en esta
polémica Clavijero haga justicia a la
historia de las grandes civilizaciones americanas al
considerarlas como tales, en su modo diferente de ser,
colocándolas a la par de "todas las naciones cultas del
mundo."
De forma igual su compatriota, el padre Servando Teresa de
Mier, considerará al criollo como producto europeo y
aborigen, reconociendo los aportes de estos últimos a la
cultura e identidad mexicanas. Sin embargo, no obstante reconocer
las virtudes y aciertos que tuvo el pueblo que habitó la
meseta del Anáhuac, considera que esa unión con los
españoles es la causa del atraso hispanoamericano frente
al mundo moderno. La única forma de borrar estos era a
través de una independencia cuya necesidad, consideraba,
era urgente, y que debía llevarse a cabo tomando como base
la unidad cultural hispanoamericana existente entre las entonces
colonias frente a un enemigo común, convirtiéndose
así en uno de los pioneros de esta tesis:
"¡ Americanos! vosotros habéis oído las
injurias: las Cortes no han querido hacernos justicia, para que
tengamos el derecho de tomarla por nuestra mano (…)
démonos prisa a purgar de monstruos la tierra de
promisión…"
Al usar el gentilicio "americanos" para denominar a los
nacidos de esta parte del mundo intentaba nombrar una realidad y
un modo de ser contrapuestos al ibérico, considerado ya
como ajeno e invasor.
Como lo harían después muchos representantes de
la intelectualidad americana, de Mier pone sus ojos en el
modelo
político norteamericano como ejemplo a seguir en la
institucionalización que debía llevarse a cabo en
Hispanoamérica, optando por el federalismo para
nuestros pueblos, considerando que, al ser expresión del
desarrollo acelerado que vivía este país,
también potenciaría el nuestro. Tal
federación sería regida por una legislación
común que tomaría cuerpo en una Carta Magna de la
América Española, la cual, según
entendía, ya existía de hecho en los cuerpos
legales de Indias. Unificadas en una nación
común, nuestros pueblos ascenderían
rápidamente al mundo moderno y, por extensión, a la
libertad del
hombre americano:
"Cuando la libertad corra el velo a estos misterios de
iniquidad, aparecerá en toda su negrura la conducta de
los españoles en las Américas."
Serían fundamentalmente los sacerdotes
jesuítas los encargados de dar sentido, con las ideas
propugnadas por la Ilustración, a la conciencia de
identidad del americano y de sus necesidades para lo futuro, que
alcanzarían su máxima expresión en las
luchas emancipadoras continentales: fueron estas los frutos
más grandes de la Ilustración en estas tierras y
que pronto tendrían entre los criollos a sus precursores
más inmediatos dado que el discurso
ilustrado resumía, en gran medida, sus aspiraciones
económicas y políticas más importantes. Este
descolló con particular fuerza en el
venezolano Francisco de Miranda.
La Ilustración, como filosofía política,
alcanzará, en la praxis
mirandina, ribetes más acabados. Representará el
discurso político de lo que comienza a ser una ideología de ruptura con respecto al orden
colonial imperante y que pudiéramos denominar con el
nombre de "criollismo". La misma aparecerá a través
de la interpretación de la realidad del criollo
como ente marginado en la colonia y que precisaba de romper con
esa situación para lo cual, ante la imposibilidad de
acudir a otros presupuestos,
acude a sí mismo para encontrar el camino que debe seguir.
El criollismo tendría sus orígenes en la discriminación del americano por parte del
europeo con razón del lugar de nacimiento de cada cual.
Tal situación, que era la punta del iceberg de todo un
conjunto de contradicciones, sería captada por el ojo del
insigne Alexander von Humbolt. En su Ensayo político
sobre el Reino de la Nueva España diría:
"El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su
entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el
Nuevo Continente (…) Los criollos prefieren que se les llame
americanos; y desde la paz de Versalles y, especialmente,
después de 1789 se les oye decir muchas veces con
orgullo: "Yo no soy español, soy americano;" palabras que
descubren los síntomas de un antiguo
resentimiento…"
El criollismo fue la expresión que tomó,
por parte de la casta blanca americana, el conflicto con
los intereses monárquicos. Era la representación de
la ideología de aquella clase que reclamaba sus derechos
en calidad de
iguales, en modo alguno respondía a los sectores
más bajos de la población americana, estos serían
incorporados a las nuevas naciones en una situación
semejante a la que los dejaba la colonia. Este conflicto
hallará en Miranda las soluciones
más radicales del momento.
Su pensamiento con respecto a América, irá
evolucionando en dos etapas fundamentales, confluyendo en ambas
la idea de hacer de las colonias españolas naciones
modernas a través de la independencia e
institucionalización políticas. En la primera se
destaca su admiración por el sistema monárquico
parlamentario británico, pero luego de su estancia en los
Estados
Unidos, sus simpatías hacia el republicanismo que
representaba esa nación irán aflorando como medio
de alcanzar los mismos niveles de desarrollo y libertad.
En sus proyectos, concebirá un gobierno con
caracteres mixtos para la América Española, que
incluían instituciones
incaicas, romanas y coloniales, como los cabildos, por
considerarlos formas muy eficientes para hacer funcionar un
gobierno descentralizado en una tierra tan vasta; todo en un
marco donde se hallaban fusionados el parlamentarismo inglés
y un poder
ejecutivo al estilo norteamericano, representado en la figura
de dos Incas. Se
intentaba insertar en la especificidad hispanoamericana dos
sistemas de
gobiernos, considerados los mejores, por ser los de las potencias
más importantes del momento y que eran las portadoras de
los ideales de libertad y desarrollo.
Para Miranda el proyecto
independentista y la posterior nación continentales, eran
ideas perfectamente viables en tanto nuestros pueblos formaban
una comunidad con
caracteres semejantes de historia, lengua, costumbres y religión: el nuevo
gobierno que se instaurara, había de responder a estos
elementos a través de su praxis y de una
legislación única que rigiera las provincias de la
nueva nación.
En Miranda la idea de independencia
política es consustancial a la de integración continental, esta
aseguraría a Hispanoamérica una existencia
independiente desde una posición de nación
desarrollada. Y de la misma forma que en su día las Trece
Colonias encontraron en los Estados Unidos de Norteamérica
la idea de afirmarse en el mundo moderno como Estado libre;
de igual manera Miranda se lanza en la búsqueda de una
palabra que fuese capaz de resumir pasado, presente y futuro de
la utopía americana: la encontraría en
Colombia, un nombre creado, no por extranjeros o
descubridores, sino por un criollo: he ahí su
mérito.
Colombia, y todo
lo que ella significa en la obra mirandina como resumen de su
proyecto americano, fue su gran legado de precursor de nuestras
independencias. Era el nombre específico para el mundo
específico surgido del mestizaje, no sólo de razas,
aunque fuera esta su expresión superficial, sino de modos
y formas que se superponían creando seres diferentes: de
padres conquistadores habían surgido, sin dudas, hijos
conquistados.
"Acordaos de que sois los descendientes de aquellos
ilustres indios, que no queriendo sobrevivir a la esclavitud de
su patria, prefirieron una muerte
gloriosa a una vida deshonrosa(…) Vosotros vais a establecer
sobre la ruina de un gobierno opresor, la independencia de
vuestra patria."
Colombia continuó denominando la utopía
de una independencia y de una unidad hispanoamericana en los
hombres de la generación que protagonizarían la
emancipación continental. En Simón Bolívar,
cuya obra libertadora ha opacado en algo a la de su compatriota y
precursor Miranda, la idea de Colombia cobrará una nueva
dimensión. El Libertador advertía en la
integración americana un fin, acaso mucho mayor que el del
simple fortalecimiento de una nación, y este no era otro
que el de protegerse frente a la injerencia de los Estados
Unidos. En quienes había visto Miranda a modelos dignos
de ser imitados y a vecinos, Bolívar divisaría a un
país destinado "por la Providencia para plagar la
América de miserias a nombre de la libertad."
La unidad hispanoamericana debía tomar como base la
especificidad cultural del Continente y los rasgos propios que
sus pueblos compartían entre sí. Sería
Bolívar quien sentaría las bases para entender los
elementos llamados a definir una verdadera cultura
hispanoamericana:
"Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Nuevo
Mundo una sola nación con un solo vínculo que
ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un
origen, una lengua, unas costumbres y una religión,
debería, por consiguiente, tener un solo
gobierno…"
Daba a entrever así su idea de que cualquier
proyecto político que fuera a llevarse a cabo en
América debía partir de la aceptación de la
realidad socio cultural del Continente, por negativa que esta se
antojase para los fines de los mismos. Eso lo llevaría a
adquirir una profunda conciencia de la tierra que se había
propuesto libertar y de la manera de hacerlo. Esta radicaba en
conocer su identidad, saber quiénes son, para entonces
saber qué necesitan, y eso sólo podía
responderlo la historia americana:
"Nosotros ni aún conservamos los vestigios de lo
que fue en otro tiempo: no
somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre
los aborígenes y los españoles (…) nuestra
suerte ha sido siempre puramente pasiva, nuestra existencia
política ha sido siempre nula y nos hallamos en tanta
más dificultad para alcanzar la Libertad cuanto que
estábamos colocados en un grado inferior al de la
servidumbre…"
Trescientos años de coloniaje ibero nos
habían heredado una ausencia total en los manejos de la
política, cultura y economía frente a
Occidente, que entonces, como ahora, era el mundo. Ese lastre
histórico legado por el régimen colonial era, para
el Libertador, la causa del atraso americano; en la gesta
emancipadora que lideró había puesto sus esperanzas
de cambiar aquella realidad. Una vez libres nuestros pueblos, el
siguiente paso sería convocar a un Congreso americano de
repúblicas, el cual fundaría, con el acuerdo de los
representantes de nuestros países, la república
americana o Gran Colombia. Esta idea de una Hispanoamérica
constituida en república obedecía a que, de la
misma forma que las semejanzas de nuestros pueblos ayudaban a la
integración, sus mismas diferencias podrían minar
su unidad hasta destruirla, es por eso que se opone a un
federalismo hispanoamericano.
Su proyecto republicano demandaba la creación de un
nuevo Derecho, que absorbiera, sin admitir copias
inútiles, los frutos de las experiencias políticas
en las demás naciones, acomodándolas a la realidad
e historia americanas: allí radicaba su concepción
de autenticidad, de lo que había de ser propio del
hispanoamericano.
La praxis bolivariana, en la construcción de la nación americana,
no sólo nos reafirmó la idea de integración
que ha acompañado la historia de nuestro mundo, sino
también le agregó elementos propios a través
del logro de la emancipación política, demostrando
a los americanos y al mundo, la capacidad del hombre de estas
tierras para cambiar su historia por medio de la existencia de un
modo de ser americano, manifestado en una unidad cultural
continental, que debía ser el soporte de todo proyecto
político de integración que se intentase, como lo
había sido durante la gran gesta independentista.
De alguna manera, los planes de Bolívar con respecto a
la
organización político social de
Hispanoamérica luego de la independencia, servirían
de sustento al posterior movimiento desarrollado por aquellos
pensadores que, desde la posición ya de una tierra
republicana, se dieron a la tarea de librar los bastiones
coloniales, subsistentes aún, en las mentes de sus
habitantes por medio de la educación. Al
decir de él, era necesario que nuestros hombres y mujeres
fortaleciesen sus estómagos antes de recibir el
sustancioso nutritivo de la libertad, para cuya
consecución dictó diversas proclamas puestas en
vigor en las zonas ocupadas por los ejércitos
libertadores. Su propio maestro, Simón Rodríguez,
en sus labor pedagógica, se encargaría de demostrar
que con leyes y proclamas
se podía enseñar pero no educar, y menos instruir,
que era, a fin de cuentas, lo que
necesitaba la república en América: formar hombres
nuevos que fuesen capaces de construirla.
Del Libertador será heredada aquella idea, una vez
enunciada por Platón,
de un Estado que corriera con la responsabilidad sobre la educación e
instrucción de sus ciudadanos. Simón
Rodríguez concebirá una escuela donde,
más que los rudimentos de la lectura,
escritura y
cálculo, se inculcase en el niño los
preceptos éticos y morales fundamentales para convertirlos
en hombres "sociables", preparados para la vida en sociedad, pero
en una nueva sociedad que había de ser superior a la
anterior: esto era más importante que toda la suma de
conocimientos académicos que pudieran adquirir:
"Los gobiernos liberales sea cual fuere su
denominación deben ver, en la Primera Escuela, el
Fundamento! del Saber i [sic] la Palanca! del primer
jénero [sic] con que han de Levantar los Pueblos al
Grado de Civilización! que pide el Siglo."
Uno de sus más grandes aportes al pensamiento
pedagógico hispanoamericano será el diseño
de un sistema único de enseñanza, rectorado por el Estado, con
lo cual se eliminara la distinción entre escuelas
públicas y privadas, uniformándose la
educación.
El gran escollo contra el que chocarán los intentos de
democratización de las naciones americanas será la
incapacidad de los modelos republicanos al estilo francés,
inglés y norteamericano, para adaptarse a la realidad
americana, claro, que el fenómeno fue observado de manera
opuesta por parte de nuestros pensadores: la historia no puede
pedirle más a hombres que veían en los otros
países el desarrollo que les faltaba a los suyos a la vez
que el camino para alcanzarlo. La solución no era otra que
cortar las cadenas que, en la mente de nuestros pueblos, los
ataban a un pasado colonial símbolo del atraso, fue esta
la divisa que se trazaron los llamados "emancipadores mentales"
de América, los cuales intentaron sentar, con su obra, las
bases para el cambio de
espíritu y de conciencia en sus compatriotas que los
haría adaptables a las nuevas formas de
gobierno.
El venezolano Andrés
Bello, al contrario de sus contemporáneos, y a pesar
de admitir que la solución hispanoamericana era educativa
como educativo era su problema, afirmará que no toda la
herencia
española podía considerarse negativa y causa de
nuestro atraso, ya que en buena medida muchos de nuestros valores
culturales como naciones habían sido dados por la
España derrotada y ahora pertenecían a la
diversidad cultural del Continente. Para él, una
institucionalización en países con tan poca
experiencia política debía partir de un proyecto
educativo que centrase sus miras en encontrar la índole de
las necesidades de una sociedad heterogénea y que fuese
capaz de adecuar aquella a estas. Este era el papel que
concedía a la educación en su idea de una
Hispanoamérica que, desde una posición
específica participase en la universalidad de la sociedad
moderna, desempeñando en ese mundo el papel significativo
a que la "llaman la grande extensión de su territorio, las
preciosas y variadas producciones de su suelo y tantos
elementos de prosperidad que encierra."
La creación de una verdadera autonomía cultural
hispanoamericana debía formarse sobre la base de la
aparición de un hombre, no europeo o americano del norte,
sino peculiar, un hombre hispanoamericano, que no
desdeñara por extranjera cualquier creación de la
experiencia y el intelecto humano, pero que supiera adecuar estas
a su propia realidad, para aspirar así, a la ansiada
"independencia de pensamiento" y a una autenticidad que pusiese
fin a la copia y trasplante de modelos y formas para construir
naciones por considerar superiores a sus creadores. Era el paso
para originalizar la institucionalización de la
nación americana acorde a exigencias y condiciones
propias:
"¿ Estaremos condenados todavía a repetir
servilmente las lecciones de la ciencia
europea, sin atrevernos a discutirlas, a ilustrarlas con
aplicaciones locales, a darles estampa de nacionalidad?
En las décadas posteriores a la independencia, la lucha
por el logro de instituciones que solidificaran la presencia
nacional del Continente en el ámbito mundial y en el suyo
propio, dejaba de ser una utopía para convertirse en una
necesidad vital para el logro de la existencia política.
Hispanoamérica era sacudida en pugnas por el poder, entre
las mismas fuerzas que la habían librado de España,
en el marco de enconadas discusiones intelectuales
sobre las más convenientes formas y ejercicios de este.
Sin embargo, y como dice Leopoldo Zea:
"…ese mundo, al que en vano se trataba de alcanzar,
crecía y se expandía sin discriminación alguna sobre todos los
pueblos no occidentales, incluyendo los
iberoamericanos."
La hegemonía de las grandes potencias occidentales se
hizo sentir en toda la América. México sería
despojado de sus territorios al norte en 1847; entre 1855 y 1856
respectivamente, Walker, en nombre de los Estados Unidos,
invadiría Nicaragua, y Panamá era
separada de Colombia. En 1863, el panlatinismo francés que
le diera a las tierras al sur de río Bravo el nombre de
Latinoamérica, justificará con la
unión de todos los pueblos de habla latina, la
invasión y ocupación de México. Los
acontecimientos aparecieron obvios a los ojos de nuestros
intelectuales: no teníamos otra posición frente al
mundo como no fuera la de proveedores de
materias primas y recursos.
Era este el caldo de cultivo de la vieja idea de lograr un
proyecto político y una forma de pensamiento con la fuerza
suficiente para cambiar esta posición frente a
Occidente.
El positivismo
político filosófico fue la ideología
"puente" que entre los siglos XIX y XX asumió la mayor
parte de la intelectualidad hispanoamericana, abarcando no
sólo estas esferas, sino también la
científica, la artística, la educativa y la
jurídica. Pondría sus esperanzas de desarrollo en
el hombre, en
su acción
sobre las ciencias, para
la transformación político social de sus naciones
hacia el logro del progreso. Resumía así las
aspiraciones de desarrollo de nuestra incipiente burguesía
frente a las aún invictas relaciones precapitalistas de
producción existentes en el Continente. Sus
demandas de progreso, auténticas en la medida en que eran
expresión de las necesidades de industrialización y
desarrollo social interno de una clase, serían reflejo de
la lucha de esa débil burguesía contra los
elementos retrógrados opuestos. Aspiraciones que acabaron
estrellándose contra la penetración
económica de capitales ingleses y norteamericanos, a los
cuales el incipiente capital
nacional no pudo enfrentar.
Dentro de la oleada positivista que se extendió por
Hispanoamérica se destacaron los argentinos Juan Bautista
Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento.
Será Alberdi quien planteará una nueva postura
del pensamiento hispanoamericano frente a la producción
filosófica universal, al presentar la idea de una
filosofía americana encargada, en su praxis
política, de solucionar las más acuciantes
necesidades de estos países, en el caso, las de nuestro
desarrollo e institucionalización.
Considerará que son los frutos, sobrevivientes a la
colonia en América, los causantes de su atraso frente a la
Europa y los Estados Unidos, y que deben ser eliminados por la
acción del pueblo, al que presenta en sus Bases
como al gran sujeto histórico de esta tierra. Sin embargo,
su idea de pueblo en América no se corresponde con lo que
pudiéramos denominar "pueblo real", que sería el
existente, sino con el que necesitan estas naciones para
progresar y que no tienen, por ello, el primer paso antes de una
institucionalización republicana sería el de crear
el "pueblo americano" a través del fomento a la inmigración blanca europea, ya que para
Alberdi somos europeos en tanto todo, desde la religión,
al color de la
piel, nos ha
sido dado por Europa, por lo que no ha de extrañarse que
nuestra gente, para hacer uso de modelos políticos
europeos como la república, precisen ser europeos. Es
aquí donde el concepto de pueblo, para el filósofo,
se confunde con el ideal de una raza más capaz por
naturaleza.
"Gobernar es poblar", sería la máxima de su
proyecto político, y con ello sometería la
existencia, incluso de una identidad americana, al logro o no del
ansiado progreso, marcando así un punto de ruptura con el
pensamiento de la independencia que ponía sus ojos en los
elementos que unían espiritualmente al pueblo americano y
que lo hacían diferente y original. Con respecto a la obra
de los Libertadores se opondrá a sus concepciones sobre
patria y libertad en América. En él, las
discusiones sobre estos temas en nuestras naciones, habían
de desaparecer. "Patria", para Alberdi, deja de ser el suelo en
que se nace, para realizarse en la medida en que se completen
orden, riqueza y por demás, civilización, en un
espacio geográfico determinado, eso lo llevó a
afirmar de que "en América todo lo que no es europeo es
bárbaro", y para "europeizar" América por medio de
una república, considera menester fomentar la
inmigración blanca desde Europa o Estados Unidos, junto a
la creación de un plan de
enseñanza dirigido a instruir a los hombres en ciencias de
aplicación práctica, que crearan lo que él
mismo llamó "tipo de nuestro hombre sudamericano", apto
para, al estilo norteamericano, vencer cualquier barrera en pro
de la industria y el
progreso. El logro de esta sería "el gran medio de
moralización" para nuestras tierras.
Su compatriota, Domingo Faustino Sarmiento,
introducirá, como forma más acabada de
explicación para el atraso americano, la antes usada
dicotomía de civilización y barbarie, en conflicto
histórico por la preponderancia en el Continente. Su
aparición no es rara, dado el estado de caos social con el
que le tocó convivir en su país. Era la lucha entre
la civilización del exterior con la barbarie nacional,
producto del mestizaje de lo que denominara razas cada vez
más serviles que se habían fusionado hasta dar
configuración a la barbarie americana, ello lo
llevaría a expresar que sólo podía fundar
naciones "el pueblo que posee en su sangre, en sus
instituciones, en su industria, en su ciencia, en
sus costumbres y cultura todos los elementos sociales de la vida
moderna."
Al igual que Alberdi, señalará que es el cambio
de sangre, por medio de la inmigración norteamericana y
europea, el camino para el desarrollo americano, ya que estos
pueblos portaban en sus venas la civilización que sus
naciones habían creado y que había de ser asentada
en América. Un cambio de sangre que eliminara los
vestigios de las otras razas portadoras del atraso:
"¿… en qué se distingue la
colonización del Norte de América? En que los
anglosajones no admitieron a las razas indígenas, ni
como socios, ni como siervos en su constitución social."
De nuevo, esta vez en Sarmiento, reaparecen
implícitas las categorías de "pueblo real" y
"pueblo necesario" en América, como expresiones de
realidad y utopía. América es bárbara por la
naturaleza de su gente, parece decirnos, cultura y
civilización es lo que crean las naciones desarrolladas,
asumirlas para sí, es la tarea del hombre sudamericano,
tarea a realizar por la inserción de "gentes civilizadas"
por medio de la inmigración.
La inserción de una raza que portara en sus venas las
cualidades que lograrían el progreso, potenciaba su idea
política de una federación sudamericana al estilo
norteamericano. En esencia, una nación progresista para
Sarmiento, sería aquella que fuese como los Estrados
Unidos:
"No detengamos a Estados Unidos en su marcha: es lo que
en definitiva proponen algunos. Alcancemos a Estados Unidos.
Seamos la América como el mar es el Océano.
Seamos Estados Unidos."
En Sarmiento y Alberdi se manifestará un
fenómeno muy característico del pensamiento de la
época, al que José Enrique Rodó
denominará "nordomanía", y que tendrá que
ver con la concepción de proyectos políticos cuya
esencia concebía a una América que se negara a
sí misma como exponente del atraso, parar adoptar para
sí los frutos que las naciones europeas y norteamericanas
habían creado, con la esperanza de que potenciaran en
nuestras tierras los mismos niveles de desarrollo y progreso que
en aquellas se había alcanzado.
Por su parte, el chileno Francisco Bilbao, resucitará
la idea bolivariana de una América unida bajo una
Confederación de repúblicas. Unidad política
que salvaría, con el "desarrollo integral de todas sus
funciones y
derechos", a la personalidad
americana; salvándola de un peligro cercano y
común: los Estados Unidos, quienes "han caído en la
tentación de los titanes, creyéndose ser los
árbitros de la tierra y aun los competidores del
Olimpo."
Hispanoamérica es, para Bilbao, como para casi todos
los "emancipadores mentales", un producto histórico, cuyo
pasado colonial, remolcado hasta la república, le impide
visualizar sus propias fuerzas y virtudes. Allí quedaba
inconclusa la obra de la independencia. Debía darse paso a
un sistema de enseñanza que, junto a la práctica de
instituciones libres en la política nacional,
homogeneizaran la población americana haciéndola
consciente de estas verdades propias ocultas para sí
misma, cosa que sólo era posible de lograr por medio de la
integración de las naciones del Continente. Uno de los
grandes aportes de Bilbao radica en concebir que esta misión
Hispanoamérica había de emprenderla sola, desde su
originalidad, pues nadie más que ella podía
construir su futuro desde su propia iniciativa:
"De nadie dependemos para ser grandes y felices. A nadie
debemos esperar para emprender la marcha…"
En sus proyectos políticos reaparecerá el
reconocimiento a las obras creadas por los hispanoamericanos a lo
largo de su historia y a la capacidad creadora de sus habitantes,
con independencia de las forjadas en las naciones del Norte, las
cuales, por ese simple hecho, no han de ser consideradas
superiores a las nuestras, como tampoco nuestros hombres
inferiores a ellos.
Tales ideas gravitarían también en la obra de
José Martí,
cuya propuesta liberadora para la América
contemplará dos fases: liberación de las diferentes
formas de dependencia de sus pueblos; y frente a la amenazante
política de expansión del gobierno
norteamericano.
La misma descansará en la necesidad de que el hombre
americano, a partir de la adquisición de una
autoconciencia sobre su realidad y su historia, asumiera como
suya la "idea de Hispanoamérica" como una sola patria. A
esta "idea" reencarnante del nacionalismo
continental vivido durante las gestas emancipadoras, y que una
vez asumida por nuestros pueblos serviría de contén
ideológico a la expansión del Norte, se
refirió al decir que: "Trincheras de ideas valen
más que trincheras de piedra. No hay proa que taje una
nube de ideas.""Idea" que sin dudas era la utopía de la
Hispanoamérica unida y próspera, la que, dentro del
corazón
de sus hijos, los salvaría de volver a ser
colonizados.
En Martí,
la definición de pueblo único para el Continente
responderá a la existencia de una sociedad cosmopolita
que, no obstante la diversidad de formas de cultura que confluyen
en ella, con sus naturales diferencias, se hallan mancomunadas de
manera causal por un mismo pasado histórico que les ha
legado formas de dominación y enemigos comunes. Es
así que su proyecto civilizador para la América
parte del autoreconocimiento de sus pueblos como integrantes de
una misma entidad continental para el logro de una pronta
unión política y espiritual, la que habría
de partir desde su interior: allí radicaba la semilla y la
causa del fracaso de las formas e instituciones de gobierno en
América, las que debían partir de la
aceptación de una realidad histórico concreta y
continental a la cual debían ser adaptadas:
"La incapacidad no está en el país naciente
(…) sino en los que quieren regir pueblos originales, de
composición singular y violenta, con leyes heredadas de
cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos,
de diecinueve siglos de monarquía en Francia."
Aquí Martí esgrime su concepto de
originalidad hispanoamericana, representado en la especificidad
de nuestros pueblos, que los hace diferentes respecto a los
demás, para reconocer que las causas del fracaso de los
modelos y proyectos políticos en América, cunas de
tiranías y guerras
intestinas, no estaba en las peculiaridades del pueblo
hispanoamericano, sino en la adaptabilidad a estas de las formas
de gobierno, dejando claro que la única solución
posible era el cambio de ideas con respecto a la tierra
hispanoamericana.
Tampoco esta concepción de lo original para
Hispanoamérica va a despreciar las demás creaciones
humanas porque estas no hayan sido creadas por el hombre
americano. Original será también la capacidad para
asumirlas y aplicarlas a nuestras condiciones y necesidades
particulares.
Salvar la cultura, la identidad y la nación americana,
son, para Martí, tareas urgentes de sus hombres. Hombres
que pueden ser feroces, pero también mejores, y que tienen
la misión de volverse más dignos en la medida en
que sepan mejorarse a sí mismos y a sus condiciones de
vida.
El descenlace de la guerra de independencia que evocó y
a la cual no sobrevivió, unido a la tan temida
intervención militar de los Estados Unidos hacia 1898 en
la isla de Cuba con la
subsiguiente ocupación, y la posterior política
exterior norteamericana para América
Latina conocida como el "Gran Garrote", evidenciarán
la posición que frente al Norte ocuparán nuestras
naciones al alborear el siglo XX.
El peligro de recolonización que, desde la primera
mitad del siglo XIX podía vislumbrarse en la labor
diplomática norteamericana, matizada en presiones
políticas, y en la expansión económica que
cada vez le daba más influencia en la política de
la región, palpitaba con más fuerzas al comienzo
del nuevo siglo. El sistema capitalista, como consecuencia del
desarrollo interno de sus fuerzas productivas, había
mutado hacia una forma superior de desarrollo: Lenin la
denominó Imperialismo, pero sus primeros efectos,
presentidos y sentidos, ocurrieron en la América Latina.
Sus primeros pasos comenzaron por las islas del Caribe,
últimos reductos de la colonización ibera; luego en
el Istmo cuando, al decir de Eduardo Galeano, creó un
canal con título de República, y después
hacia todo el Continente, aunque su política anterior ya
tenía ganada esta batalla.
El rechazo a esta nueva invasión se hizo sentir en
todos los órdenes. En Cuba, voces aisladas se alzaban
contra el apéndice constitucional Platt que fundaba la
nueva forma de dominio
imperialista: la neocolonia. La Constitución mexicana de
1917, emanada de la gran revolución
agraria de ese país, proscribía los monopolios
extranjeros. Un pesimismo, ante el al parecer sellado destino
americano se extendió a las letras. En 1905 el poeta
nicaragüense Rubén
Darío, escribía así en sus Cantos de
vida y esperanza:
"¿Seremos entregados a los bárbaros
fieros?
¿Tantos miles de hombres hablaremos
inglés?"
Quien a la vez que se pregunta sobre el destino de su patria
americana, sienta sus esperanzas en los valores que, portados por
esta, no han de abandonarla a su suerte:
"Tened cuidado. ¡Vive la América
Española!
Hay mil cachorros sueltos del León
Español."
Será este mismo el espíritu invocado por el
uruguayo José Enrique Rodó para contraponerlo al
expansivo individualismo norteamericano. Opuesto a los
"emancipadores mentales" de América, calificando su
constante afán por "autosajonizarse" como
nordomanía, afirmará que la aceptación como
superiores de los modelos y creaciones de estas naciones, creaba
nuevas formas de dependencia. Es así que apelará a
todo el conjunto de valores culturales formados en la
América Latina, como alternativas frente al utilitarismo
norteamericano, el que, lejos de imperar sobre ellos,
había de servirles. Advirtiendo el peligro que estribaba
en dejarse cegar por el desarrollo de la nación del Norte
afirmará:
"Y de admirarla, se pasa, por una transición
facilísima, a imitarla."
Su gran aporte estribó en el reconocimiento a la
existencia de una identidad cultural continental que
denominará Ariel, sobre la que hizo descansar un
concepto de originalidad asumido no solo como la creación
de formas novedosas, sino como la adaptación de toda
creación humana a las condiciones y necesidades del
país en cuestión:
"La obra del positivismo norteamericano servirá a
la causa de Ariel, en último término. Lo que
aquel pueblo de cíclopes ha conquistado directamente
para el bienestar material, con su sentido de lo útil y
su admirable aptitud de la invención mecánica, lo convertirán otros
pueblos, o él mismo en los futuro, en eficaces elementos
de selección."
En él, la reflexión cultural desemboca en
su americanismo político, al considerar a
Hispanoamérica unida por fuertes lazos culturales que
demandaban una unión política que la convirtiera en
una sola patria. Proyecto que presentaba una alternativa a un
imperialismo que, aunque lo concibió de forma prematura,
lograba descubrir su esencia económica: al criticar el
utilitarismo norteamericano, atacaba los intereses ocultos tras
el velo de su política.
Los tópicos fundamentales de su pensamiento
americanista serán la unión de nuestras
repúblicas en una Confederación para resistir el
imperialismo norteamericano, a quien definió como "una
plutocracia representada por los todopoderosos aliados de los
truts, monopolizadores de la producción y dueños de
la vida económica."
Una idea constante en la mente del hispanoamericano del
siglo XIX fue la búsqueda de las
características definitorias de su propio ser,
prolongadas en una dimensión continental, con el
propósito de ligar a pueblos semejantes y de intereses
comunes en uno solo. De forma que fuimos hidalgos de
Castilla, franceses, ingleses, norteamericanos, indios,
alemanes y negros, o al menos quisimos serlos, y no fuimos,
pues el hispanoamericano es un ente con
características propias, que subsistieron con
independencia de su reconocimiento o no, rebelándose
siempre en sus momentos de mayor crisis, ya
através de sus grandes masas, o por la pluma de sus
intelectuales: el espíritu y la definición
continentales se abrieron paso. "Cuatro siglos de vida
hispánica han dado a nuestra América rasgos que
la distinguen," diría Pedro Henríquez
Ureña.El enfrentamiento al orden colonial, la lucha por
desarrollar nuestras naciones ante el imperativo que las
grandes potencias imponían, y luego la resistencia ante la expansión cultural,
económica y política de los Estados Unidos, son
quizá los tres grandes momentos por los que transcurre
la búsqueda de las características de un modo
de ser hispanoamericano. Modo de ser que existe sin dudas,
como lo demostraron de forma lógica las luchas por la independencia
y el pensamiento político filosófico de siglo
XIX, en pugna contra formas históricas de
dominación, colocando, de manera implícita, en
el corazón de cada hombre nacido en esta tierra, la
divisa de "Conócete a ti mismo."- Conclusiones.
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Yuri Fernández Viciado
Estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad Central
"Marta Abreu" de Las Villas, Santa Clara, Cuba.
Realizado julio 2004.
Categoría: "Filosofía"