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El señor de la oscuridad. La leyenda del TÍO y otros Seres de las profundidades



    Ensayo

    1. El Cuento del
      TÍO
    2. El TÍO de los
      Mineros
    3. El TÍO Malo de los
      Andes
    4. Lugar de
      Encuentros
    5. Palabras
      Finales
    6. Bibliografía

    Introducción

    Hace unos años, la empresa de
    subterráneos de la ciudad de Buenos Aires
    (Argentina) lanzó una campaña
    publicitaria que tenía como protagonista a un fabuloso
    —y poco convincente— ser, que los creativos
    artísticos de la compañía denominaron
    el Minotopo; híbrido barroco que
    conjugaba el musculoso cuerpo de un hombre con la
    cabeza gigantesca de uno de esos animalejos excavadores.
    Según el comercial, la criatura vivía en las
    oscuras galerías que recorren el subsuelo porteño,
    secuestrando y posiblemente devorando —como en el mito
    griego— a bien formadas señoritas.

    Decenas de carteles publicitarios empapelaron por meses
    la ciudad y no era posible obviarlos —al menos al
    principio—, ya que la factura de la
    obra demostraba gran maestría, resaltando la sensual
    virilidad del monstruo y las voluptuosas curvas de la muchacha /
    víctima.

    Con un estilo un tanto gótico, aquel
    extraño personaje de la imaginación
    marketinera
    estuvo presente en muros y "transparentes"
    durante algún tiempo; y cada
    noche, cuando iba a dar clases a la facultad, mi romanticismo nato
    hacía que el viaje en subte fuera un recorrido más
    misterioso e interesante que antes.

    ¿Sería posible ver, a través de las
    ventanillas, la sombra del Minotopo escabulléndose
    por las oscuras galerías que oradan la tierra por
    debajo de la avenida Corrientes?

    Jamás lo vi; ni recuerdo que nadie haya anunciado
    su aparición en parte alguna. El racionalismo
    —de un mundo cada vez más irracional—, por
    algún extraño motivo, se impuso en esa
    ocasión, denunciando el agónico espíritu de
    fábula que impera en el ajetreado mundo citadino. Los
    horarios ajustados, el stress, los teléfonos
    celulares y la crisis
    económica, devoraron al devorador y el intento por
    instalar una mitología "desde arriba", en una
    sociedad
    desmitologizada, fracasó. Sólo mis hijos
    —y los hijos de muchos, seguramente— experimentaron
    cierto temor cada vez descendían a las profundidad, para
    tomar el tren de la oscuridad.

    Hoy día ya nadie habla del
    "hombre-topo"… al menos públicamente. Aunque es
    probable que en los corrillos del poder se siga
    haciendo referencia a él en voz muy baja, o que se
    pretenda ocultar —como parte de una
    maquiavélica conspiración de
    desinformación pública— la existencia de
    otros monstruos subterráneos aún peores, puestos en
    evidencia hace unas décadas por el escritor argentino Juan
    Rodolfo Wilcock.

    Pero de eso nadie habla. El silencio es absoluto.
    Además, no hay pruebas
    concretas. Los secretos del Poder —en este aspecto por
    lo menos
    — son inviolables. Sólo de tanto en
    tanto, la incontinencia verbal de algún funcionario de
    bajo escalafón deja filtrar esa información, muy bien guardada para no
    despertar el pánico
    colectivo. Eso es lo que J.R. Wilcock reveló en uno de sus
    cuentos,
    compilado por Jorge Luis
    Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en setiembre de
    1965.

    En ese relato corto, titulado "Los Donguis", el
    escritor hacía referencia a un misterioso animal con
    aspecto de "lechón medio transparente" que,
    según el biólogo francés
    Donneguy— que los estudió por primera
    vez (de ahí el nombre de las criaturas), habitan en el
    subsuelo y galerías subterráneas de la ciudad,
    devorando cualquier cosa , "hasta la tierra, el
    fierro
    (sic), el cemento, las
    aguas vivas
    "; tragándose todo lo que se les cruza,
    incluso hombres.

    Capaces de fagocitar a una persona en menos
    de cinco minutos ("hasta la libreta de enrolamiento"), los
    donguis se anticiparon a la terrible dictadura militar
    de los años setenta, desapareciendo personas,
    llevándolas al más absoluto de los anonimatos.
    Ciegos y sordos, se reproducen en la oscuridad como la
    peste.

    Cuentan que en Buenos Aires "[…] se comieron a una
    cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre
    Loira y Medrano
    "; y que en los túneles que comunican
    al barrio de Belgrano con Palermo "hay montones de ellos";
    proliferando día a día sin que nadie pueda darles
    caza o impedir que su presencia se note en cloacas y
    sótanos. Incluso, detalla el autor, en Londres,
    París, New York y Madrid se
    reproducen como semillas. Los donguis son, en última
    instancia, "los animales
    destinados a reemplazar al hombre en la Tierra
    ".

    Historias como estas proliferaron y siguen proliferando
    en distintas partes del mundo. Ambientadas en espacios que
    están fuera del alcance de la vista y de la luz, el universo
    cavernoso de las profundidades es propicio para la
    expansión de la fantasía y el rescate de aquellos
    temores ancestrales que la humanidad arrastra desde la
    época de las cavernas. Uno de ellos el miedo a la
    oscuridad y a estar en ella. El imaginario social se desata con
    la lejanía y las cavernas, galerías
    subterráneas, túneles y minas, por más cerca
    que puedan estar de nuestras casas son lugares que generan
    desconfianza y temor. Modificando un antiguo refrán del
    siglo XVI, podríamos decir que "Cuando más hondo
    más raro
    "; y esta condición es la que nos
    permitirá el breve acercamiento que pretendemos en esta
    ocasión, al universo de
    creencias y rumores que se nos antoja sumamente interesante desde
    un punto de vista histórico-antropológico. Por eso,
    en las líneas que siguen incursionaremos en ese mundo de
    sombras y siluetas indefinidas que las viejas cosmovisiones
    siempre pretendieron volver claras desarrollando un
    bestiario repleto de seres y divinidades
    fantásticas que, por fantásticas que sean, no dejan
    de ser muy reales y actuantes en la vida cotidiana de
    muchísimos seres humanos.

    Para ello, dejaremos las líneas de subtes
    porteños y nos trasladaremos a los socavones de las minas
    del altiplano boliviano y del Perú para aproximarnos a una
    cotidianeidad maravillosa, al universo mágico
    contemporáneo de quechuas y aymarás, pretendiendo
    establecer no sólo descripciones de creencias actuales,
    sino también interesantes relaciones con
    "supersticiones" europeas y seres mitológicos de
    nuestra cultura
    popular argentina.

    Si como dijo Shakespeare,
    "Estamos hechos de la misma sustancia que los
    sueños
    ", de seguro
    éstos hallarán en las entrañas de la Tierra
    una mayor posibilidad para concretarse… incluso las
    pesadillas.

    FJSR

    Buenos Aires, Argentina

    Enero de 2005

    El
    Cuento del
    TÍO

    "A un dios que ha dilapidado su capital
    de

    crueldad, nadie le teme ni le respeta".

    E.M. Cioran, "Adiós a la
    Filosofía",
    1979.

    "Lo que llamamos verdad no es más
    que

    un error insuficientemente
    vivido".

    E.M. Cioran, "Adiós a la
    Filosofía",
    1979

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    En los últimos días de julio de 1986 y a
    punto de iniciarse "el mes del diablo" (agosto)
    —fecha de arraigado simbolismo en el altiplano
    boliviano— arribé por primera vez a la
    mentadísima "Villa Imperial de Potosí".

     Provenía del norte, más precisamente
    de Oruro, y a poco de descender del ómnibus la imponente
    silueta de un perfecto embudo invertido pareció darme la
    bienvenida. Era el Cerro Rico, aquel que le diera fama
    internacional al centro minero y millones de toneladas de plata a
    una España
    imperial que por más de 400 años había
    expoliado su riqueza argentífera, en beneficio del
    "Estado gendarme" que por entonces encarnaba.

    Parado en plena calle, observé el cerro y no pude
    dejar de imaginar, y proyectar sobre sus silentes laderas, las
    historias y sinsabores, tragedias y muertes que debieron sufrir
    los mitayos en días de la colonización
    ibérica.

    ¿Cuántos huesos humanos
    serían parte de sus históricos sedimentos
    ?
    ¿Cuántas almas, explotadas por el trabajo
    forzado, vagarían por las noches buscando un resarcimiento
    que nunca les llegaría
    ? ¡Cuánto
    sufrimiento acumulado en nombre de un mal concebido progreso,
    egoísta, xenófobo y racista
    !…

    No podía evadir la "visión de los
    vencidos
    "; y el cerro, mudo, no habló ni
    apuntaló mis pareceres. Y si lo hizo —como cuentan
    los aborígenes de Bolivia,—, yo no tenía el
    decodificador cultural para interpretarlo. Permaneció
    silencioso, desplegando su monumental masa mil veces violada, no
    revelando su otrora potencia, capaz
    de generar decenas de economías regionales todo a su
    alrededor; incluso sobre lo que más tarde sería el
    territorio de la República Argentina.

    La ciudad y su cerro: un polo de crecimiento
    económico increíble, creador del mercado
    interregional más importante de las Américas y foco
    de inversiones
    —inconcebibles para la época— se me
    antojó un pueblo pintoresco, colonial, pero del que ya no
    emanaba el poderío de antaño. Las ruinas de las
    construcciones españolas, las mansiones e iglesias
    —muchas de ellas en proceso de
    reconstrucción— eran las únicas pruebas
    visibles del esfuerzo memorioso de una comunidad que
    luchaba por mantener en pie la gloria de los tiempos
    idos.

    A 4.070 m.s.n.m. el aire es raro, el
    oxígeno
    escaso y la fatiga inmensa. Por lo que recorrer el trayecto que
    lleva a la plaza de armas me
    significó un esfuerzo casi sobrehumano. La fuerza del
    "soroche" (mal de las alturas) se hacía sentir una vez
    más en mi organismo mal adaptado, obligándome a
    realizar sucesivas paradas para retomar impulso y soportar mejor
    el peso de mi mochila. Sin darme cuenta, caminaba por las calles
    de una de las ciudades más altas del planeta. Sólo
    Lhaasa, en el Tibet, la superaba.

    Hacía frío y no dudé en tomar una
    sopa de gallina en un puesto callejero. El altiplano potosino no
    resultaba, somáticamente, un lugar en donde me encontrara
    a gusto. Sólo la belleza de la ciudad, la amabilidad de su
    gente y la riquísima historia encerrada en esas
    callejuelas me daban fuerzas para seguir "escalando" lo
    empinado de sus arterias urbanas.

    Según cuentan las crónicas, cuando el Inca
    Huayna Cápac mandó a trabajar a su gente a las
    minas del Sumaj Orcko ("Montaña
    Majestuosa
    "), se escuchó un descomunal estruendo y una
    voz que decía: "No saquen plata de este cerro porque
    será para otra gente
    ". Una profecía hecha 83
    años antes de que la avaricia española sometiera la
    zona. Un relato, obviamente posterior a la conquista, que
    procuraba dar una explicación mítica a un proceso
    traumático e inesperado, como fue el arribo de los
    peninsulares.

     Para la lengua
    quechua, Potosí derivaría de
    "Ppotjsi" ("reventar"); aunque una tradición
    aymará, aparentemente más cercana a la verdad,
    sostiene que el vocablo viene de "Pptoj", que quiere decir
    "brotar" y que se condice con la gran cantidad de
    manantiales que había en el sitio en donde se
    levantó la ciudad. Sea como fuere, me encontraba a la
    sombra del cerro más famoso de la historia latinoamericana
    y a punto de sumergirme en un universo mágico, de leyendas y
    creencias, que desconocía. Un mundo que encuentra en el
    socavón de las minas su esencia y razón de ser.
    Porque de las casi 5.000 bocas que tiene el Sumaj Orcko,
    emergen historias que nos conectan con el pasado y nos permiten
    —bien leídas— recrear un complejo proceso de
    sincretismo religioso y aculturación, muy propio de todas
    las "zonas de contacto", que son en las que chocan
    culturas de diferentes orígenes.

    Estaba en una de esas zonas y no iba a dejar de
    pasar la posibilidad de sumergirme en el folklore
    local, rescatando creencias y rituales que se me presentaban
    exóticos, extraños y sumamente
    interesantes.

    Sin prisa, recorrí esas callejuelas atemporales
    hasta llegar a la plaza principal que concentraba los grandes
    edificios públicos y la Iglesia
    principal. Allí descansé unos minutos y me
    lancé a conocer la famosa Casa de la Moneda,
    ubicada a pocos metros del predio arbolado y
    verde en el que me sometía a los impiadosos rayos del sol,
    que ya empezaban a "picar". Sin duda, es el edificio
    más importante de la arquitectura
    civil colonial de la ciudad. Construído entre 1750 y 1773,
    con un costo de
    1.487.452 pesos y 6 reales, su constructor y arquitecto, Salvador
    de Vila, se labró un modesto lugar en la historia. Y digo
    modesto porque otros personajes, mucho menos concretos que el
    mencionado de Vila, se mantienen más que vivos en la memoria de
    la gente. Por otra parte, la pinacoteca, las colecciones de
    muebles, de tejidos, de
    trajes regionales, de numismática y antropología, que la Casa ofrece al
    visitante, son algunas de las otras variantes que pude disfrutar
    en aquel día de julio.

    Eran notables las maquinarias de laminación con
    sus tres conjuntos de
    engranajes de madera
    traídos desde España, las enormes vigas de cedro
    que soportan pisos y techumbres, la cúpula
    elíptica, donde está el horno principal de
    fundición de plata, y sobre todo el archivo, donde se
    guardan 80.000 documentos
    inéditos relativos a la vida potosina.

    Pero de todas esas maravillas una es la que
    perduró por más tiempo en mi memoria. No
    provenía de la técnica de un ebanista del siglo
    XVIII, ni de los engreídos arquitectos imperiales, ni
    siquiera de los cronistas que derramaron litros de tinta para
    conformar el mencionado archivo. Aquello que retumbó por
    años en mi cabeza me fue transmitido por un hombre
    común, un ex-minero, que conocí en los patios de la
    Casa de la Moneda y con el que compartí el resto
    del día.

    b

    No recuerdo su nombre ni su apellido; no lo
    consigné en mi libreta de viajero. Es que por entonces no
    era tan metódico en ese aspecto. Sólo una fotografía
    que me tomé con él, en el primer patio de la Casa
    de la Moneda, da testimonio de aquel encuentro circunstancial en
    Potosí. Mantengo, sí, en la memoria su
    profesión y los dichos que me relatara a lo largo de todo
    ese día.

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     Manuel (como lo llamaré) había sido
    obrero de minas y por años, junto con sus
    compañeros de trabajo,
    recorrido los socavones del Cerro Rico en busca de vetas
    argentíferas que alimentaran las ganancias de las
    compañías estatales que las explotaban. Cuando lo
    conocí estaba retirado de la actividad desde hacía
    casi un lustro y se ganaba la vida vendiendo ropa de ciudad en
    ciudad, convertido en un moderno "nómada
    motorizado
    ", como los muchos que pululaban en la Bolivia de
    los años ochenta, sumida en una profunda crisis
    económica.

    Naturalmente, mi curiosidad hizo que lo bombardeara con
    preguntas y cual moderno Heródoto averigüé
    todo lo que pude respecto de la vida en las minas; aún sin
    poner en práctica método
    alguno y acudiendo a un sentido crítico muy distinto al
    que hoy poseo. Lo cierto es que los pocos apuntes que tomé
    son los que hoy me facilitan reavivar la memoria y reconstruir
    parte de aquellas charlas, devenidas en testimonios para este
    postrero artículo.

    Como cualquier persona medianamente informada sabe, la
    historia de Potosí giró y gira en torno de sus
    minas; y el hecho de haberme topado con una persona conocedora
    del trabajo hizo que cediera a la tentación de averiguar
    cómo era realmente la tarea; cuáles sus peligros y
    padecimientos. Lo que sigue es una reconstrucción de esas
    conversaciones.

    Pregunta (P): Dime qué recuerdas del
    trabajo en el Cerro Rico.

    Manuel (M): Verás, ser minero es algo
    muy duro, muy difícil. No es para cualquiera y la paga
    poca. Estar el día, y a veces la noche, debajo de la
    tierra puede volver loco a un hombre que no esté
    preparado. Por eso dejé la mina hace unos años.
    Ahora vendo ropita y las cosas marchan bastante bien. No puedo
    decir lo mismo de mis ex-compañeros: muchos de ellos
    fueron despedidos con la crisis y sé que algunos hasta han
    mendigado en La Paz (capital de Bolivia). […] Mi padre fue
    minero y yo seguí la tradición de mis mayores. No
    tenía opción, además en esos días las
    cosas eran distintas. Se podía mantener a la familia.
    Pero, ¡trabajo pesado era el mío! Siempre en la
    oscuridad. Sin sol, sin la luz del día; no lo recomiendo,
    gringo. A nadie. Además, el polvo, la tierra y el mercurio
    que flota en el aire, ahí adentro, puede matarte. Te
    desgasta. Te consume. Se envejece pronto. Si no fuera por el
    TÍO muchos morirían… muchos
    más.

    P: ¿Y quién es el
    TÍO?…

    M: El dueño de la mina.

    P: ¿Tu TÍO?

    M: TÍO de todos. A él es
    a quien hay que pedirle permiso para entrar, para "sacar" y poder
    salir del socavón. Todos le obedecen, se entiende que por
    miedo; aunque yo nunca le tuve miedo. Siempre le hice sus
    "paguitos", siempre le di sus cigarritos, su coquita… Y
    él me cumplió.

    Por entonces, entendía muy poco de lo que ese
    hombre me hablaba. ¿Un TÍO de los mineros al que le
    pagaban con cigarrillos y coca?… ¿Qué era todo
    eso? ¿Quién era ese TÍO? ¿Alguna
    clase de
    patrón o capataz excéntrico?

    M: El TÍO no es gente
    —agregó Manuel.

    P: ¿Y qué es?

    M: Es el señor de la mina. Es muy
    poderoso. Nadie se anima a negarlo, a menos que quiera enfermar o
    morir aplastado dentro del socavón. Hubo casos en los que
    salió de la mina en forma de víbora y volteó
    todos los camiones de la compañía porque no
    había recibido nada en ofrenda. Sin pago, amigo, viene la
    enfermedad y los accidentes.
    Siempre que se produce alguno, todos dicen: "Fue el TÍO
    que está enojado".

    Evidentemente entre Manuel y yo había un universo
    cosmovisional de diferencia. Me estaba contando una historia
    fantástica, muy lejana e incomprensible para mi ignorante
    capacidad intelectual (aún no barnizada por los
    años en la Facultad de Humanidades). Criado en un
    ámbito urbano distinto, con una historia diferente y una
    educación
    (todavía informal) tras mis espaldas, la mirada
    racionalista que llevaba se confundía con esa historia.
    Algo sí me quedaba claro: el TÍO, al igual que la
    Pachamama (Madre tierra entre quechuas y aimaraes),
    representaba a una deidad, en este caso local. Un númen de
    la naturaleza,
    semejante quizás a los Apus, de los que había
    oído en el
    Perú (y que no son otra cosa que los dioses protectores de
    los cerros). Fue entonces cuando le hice la pregunta más
    estúpida de toda mi carrera:

    P: ¿Y vos crees en eso?

    Manuel me observó extrañado. Le estaba
    preguntando una obviedad. Enarcó las cejas y, muy serio,
    respondió:

    M: ¿Si creo?… ¡Por
    supuesto que sí
    !

    ¡Qué tonto fui entonces! Era como haberle
    preguntado si creía en los árboles, en la existencia de un familiar o
    suceso de la realidad cotidiana.

    Para Manuel, el TÍO era tan innegable como yo
    mismo.

    b

    Dejamos la Casa de la Moneda y hacia el
    mediodía almorzamos juntos en un destartalado camioncito
    que oficiaba a modo de improvisado "restaurante". En él,
    Manuel se encontró con dos antiguos compañeros de
    trabajo quienes, tras un par de cervezas "la tiempo" (naturales,
    no frías) y bajo mi más absoluto asombro, me
    invitaron a conocer el socavón en el que todavía
    trabajaban. Acepté entusiasmado y un par de horas
    después, por la tarde, nos trasladamos hasta la boca de la
    mina, transportados en la caja de una camioneta. El soroche me
    seguía matando y poco efecto me producían las
    amargas hojas de coca que masticaba. "Invitación de la
    casa
    ", había dicho mi circunstancial amigo.

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     Frente a la entrada del socavón me
    sentí extraño. Dudé en entrar. Las medidas
    de seguridad no
    parecían en absoluto tranquilizadoras; pero,
    ¿qué sabía yo de seguridad minera? El tema
    es que me imaginaba el ingreso a la mina mucho más grande
    de lo que en verdad era. Aquello era una "puerta de servicio". La
    principal debía estar siguiendo el camino de grava que
    subía más y más por el cerro.

    Me pusieron un casco amarillo, medio oxidado, y mientras
    conversaban entre ellos en lengua quechua, fuimos entrando con
    cuidado por la oquedad, precedidos por las luces de dos
    linternas.

    Confieso que en ese momento una sensación de
    inseguridad
    embargó todo mi ser. ¿Qué sabía yo
    de esos hombres
    ? ¿Qué reales intenciones
    podían tener en llevarme a recorrer el interior de una
    mina alejada de todo
    ? ¿No estaría a punto de
    ser víctima de un atraco
    ? La fama del turista con
    dinero es algo
    habitual; aunque, por supuesto, no era ese mi caso.

    ¡Idiota!… Me había dejado llevar
    por el entusiasmo de conocer un sitio histórico. Pero ya
    era tarde. No podía echarme atrás; de seguro
    desencadenaría por anticipado el despojo que
    imaginaba.

    Caminamos aproximadamente unos treinta
    metros.

    En tanto avanzábamos, uno de los colegas de
    Manuel me preguntó si tenía cigarrillos. Le
    respondí afirmativamente.

    "En ese caso —dijo— deme tres o
    cuatro. Son para el TÍO. Así podrá usted
    entrar sin problemas
    ".

    Sentí que había sido embaucado. Me
    habían hecho justamente "el cuento del TÍO"
    y sospeché que, en breve, sería víctima del
    primer atraco de mi vida. Entonces sucedió lo inesperado y
    una ola interna de horror indecible recorrió cada una de
    mis fibras.

    Ahí adelante, a un costado, en una hornacina
    cavada en la pared misma de la caverna, la imagen del
    TÍO esperaba sus ofendas.

    Esculpida toscamente en barro y pintada de rojo, la
    efigie de Satanás —El Diablo—, con cuernos y
    todo, me arrastró al más profundo y gélido
    espanto.

    El demonio era el dueño de la mina. El
    mismísimo Lucifer era el TÍO.

    ¿En qué clase de morboso culto
    satánico me había dejado atrapar
    ?

    En ese momento supe lo que era el miedo.

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     El TÍO de las minas

    El
    TÍO de los Mineros

    "Si se considera el campo de la

    cultura profunda y de las mentalidades,

    se observa que aquí las continuidades

    son sorprendentes".

    Jacques Le Goff

    Historiador francés

    "El mundo sin milagros aparece en Europa
    poco

    antes del fin del siglo XVIII, junto con
    un exceso

    de racionalismo. Desde entonces lo
    insólito tiene

    prohibido el paso al mundo
    real".

    Roger Caillois, 1970

    Algunos dicen que es pequeño, casi un enano, y
    que sus ojos rojos brillan en la oscuridad como los de un gato.
    También comentan que su tez blanca, igual que su barba, lo
    acerca físicamente más a un gringo
    (extranjero-europeo) que a un cholo. Relatan que tiene cuernos y
    que los usa para excavar el socavón en busca de mineral,
    del que es dueño absoluto y celoso guardián. Por
    otro lado, cuentan que viste de minero y que posee todas sus
    herramientas
    (casco, sandalias, martillo) hechas completamente de oro. En
    ocasiones puede adoptar el aspecto de un hombre corriente,
    mezclándose con el resto de los trabajadores, pasando
    desapercibido; y en no pocas versiones, se aduce que puede
    convertirse en animal: sapo, víbora o perro negro,
    indistintamente. Si nos atenemos a la iconografía minera
    de Bolivia, su aspecto es el del más tradicional
    Satanás; de color rojo, con
    cuernos en la frente, grandes ojos y chiva negra en el
    mentón. Su pene, de enorme dimensiones, es otro de sus
    atributos; inclinando su personalidad
    hacia hábitos libidinosos y lúbricos, muy propios
    de la tradición europea sobre el Diablo.

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    Su carácter es inestable y ambiguo. Puede ser
    bueno y generoso por momentos, como maligno y avaro en otros.
    Siempre poderoso, de él depende el éxito o
    el fracaso en la mina. Como Señor de la Oscuridad,
    tiene la facultad de dar y quitar a voluntad; congraciarse con
    quienes lo respetan y enfurecerse con quienes lo ignoran.
    Vengativo, agradecido y, por sobre toda las cosas, mestizo en
    más de un sentido, el TÍO representa, en el
    imaginario minero del altiplano boliviano, al ser sobrenatural
    más importante, activo, respetado y temido entre la
    gente.

    b

    La presencia de fuerzas y seres misteriosos en la
    cotidianeidad de la vida andina es un dato de la realidad que
    revela lo arraigado de muchas creencias precolombinas y la
    convivencia sincrética de mitos y
    leyendas de origen americano y europeo (éstos
    últimos traídos por la conquista española a
    principios del
    siglo XVI).

    Cualquiera que recorra Bolivia o Perú
    advertirá que el campesino, el
    aborigen y aún muchos "blancos", comparten una
    concepción del universo —cosmovisión—
    muy distinta a la que hemos heredado (para bien o para mal) del
    racionalismo del siglo XVIII y su Ilustración. En los Andes, la magia de un
    mundo aún "maravilloso" sigue viva; conviviéndose
    sin conflicto con
    personajes y situaciones existenciales que el occidente
    "culto" (dicho esto con marcada ironía) ha
    colocado en el campo de las supersticiones hace ya unos tres
    siglos.

    En los Andes no es extraño oír hablar, con
    total naturalidad, de "condenados", "brujas
    devoradoras
    ", "Apus", hombres metamorfoseados en
    animales (el Hatu-Runa, "Hombre-Lobo" andino),
    "pishtachos", "seres salvajes de las selvas"
    (Sacha-Runa), "cerros sagrados", "tesoros
    encantados
    " y demás fantasmas.
    Frente a esa realidad, que atenta contra las leyes
    físicas y biológicas consideradas fijas e
    inmutables, se yergue nuestro escepticismo; sin darnos cuenta
    que, al igual que esa concepción "mágica" del
    universo, nuestras explicaciones científicas no
    satisfacen, ni producen la misma seguridad, a millones de hombres
    y mujeres. En definitiva, nuestra teorías, al igual que esas creencias,
    cumplen una sola y única función:
    combatir la ignorancia, destruir nuestros miedos y despejar el
    camino hacia un cúmulo de esperanzas, muchas veces ni
    siquiera creídas.

    Seres sobrenaturales como el TÍO, despliegan en
    abanico situaciones y problemas
    existenciales comunes a todas las sociedades,
    sin importar el lugar y el tiempo. El temor a la muerte, al
    hambre, a la incertidumbre, a las catástrofes imprevistas,
    aparece escondido detrás de centenares de relatos
    fantásticos / folclóricos, componiendo el basamento
    de un imaginario colectivo tan rico como complejo.

    Concebidos, adoptados y adaptados,
    los seres sobrenaturales de la cultura popular americana han sido
    interpretados como símbolos de ansiedades y deseos
    inconfesables. Sus atributos y actitudes
    expresan mejor que nada un mensaje, a veces moralizador, que
    pretende condenar a aquel que viole las normas
    establecidas por la comunidad en la que vive. La existencia de un
    objeto externo —generador de angustia sobre un sujeto que
    teme— es lo que define la relación comúnmente
    definida como miedo; que, en definitiva, no es otra cosa
    que el temor al castigo. No cabe duda de que la dialéctica
    psíquica fundamental está basada en una
    relación de conflicto entre el deseo (reprimido) y la
    prohibición (la Ley, los valores);
    y que un "yo" equilibrado se da cuando hay estabilidad, equilibrio,
    entre ese deseo y esa prohibición. Muchos mitos, leyendas
    y creencia tradicionales son las que instauran ese equilibrio.
    Caso contrario, la Ley entra en crisis; todo se pone en
    duda y germina la inestabilidad y la angustia.

    b

    Contrariamente al maniqueísmo heredado de Europa,
    en la América profunda lo que prevalece son la
    oposiciones binarias; la complementariedad de los opuestos; el
    perfecto equilibrio entre el bien y el mal, el día y la
    noche, lo masculino y lo femenino, el alma y el
    cuerpo. Por eso, divinidades como el TÍO no son ni buenas
    ni malas en sí mismas. Ángel y demonio al mismo
    tiempo, arrastra esa característica mencionada; que es
    anterior a la llegada de los españoles. Y si bien nosotros
    —hoy— percibimos en el personaje las condiciones
    más manifiestas de la maldad (de hecho, al TÍO se
    lo representa como un Diablo), deberíamos saber que, ante
    los ojos de un minero boliviano, esa imagen no personifica lo
    mismo que para nosotros. Ellos decodifican su realidad con otros
    patrones culturales —otro utillaje mental, diría
    Georges Duby—; sintiendo y viendo otra cosa diferente a la
    nuestra.

    Antropomorfizado, el TÍO es un claro ejemplo de
    la derrota del racionalismo dieciochesco en el ámbito
    rural andino. Ateísmo y escepticismo sólo prosperan
    en las ciudades; que es en donde se decretó qué
    cosa es real y qué otra falsa.

    Tuvimos que esperar que los historiadores de
    mentalidades y antropólogos advirtieran que la frontera entre
    la realidad y la fantasía ha sido muy variable; y que lo
    que consideramos cierto no es otra cosa que una construcción determinada
    históricamente.

    Permítame el lector reproducir algo que
    escribí hace unos años al respecto:

    "Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó
    el carácter fronterizo de lo maravilloso durante la
    Edad Media,
    sostuvo claramente que dicha frontera poseía la cualidad
    de ser permeable, es decir, que sus manifestaciones se daban en
    el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose dichos
    fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los
    acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como
    parte natural de un Universo aún no regulado por la leyes
    de la física y
    los prodigios se añadían al mundo real sin atentar
    contra él, ni destruir su coherencia. Hadas, dragones,
    monstruos y duendes penetraban el mundo natural sin conflictos,
    sorpresa o misterio. El concepto de "lo
    imposible" carecía de sentido y "lo maravilloso" no
    espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna
    regla sólidamente establecida. "Lo maravilloso —dice
    Le Goff— era una categoría del
    universo".

    "Estas cualidades otorgadas a la realidad
    hacían, del ignoto mundo invisible que rodeaba a los
    hombres, un hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora
    de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o
    mala suerte —individual y colectiva— se hallaba
    regulada, de una forma imposible de conocer, por fuerzas y
    energías que trascendían el mero plano material en
    el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas
    diarias. Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la
    muerte no
    estaba —como hoy— absolutamente definida"

    .

    Con esto intento decir que el minero del socavón
    altiplánico construye su realidad con algunos elementos
    diferentes a los nuestros y movido por una estructura
    epistemológica muy distanciada de la que nosotros
    absorbimos del cientificismo positivista del siglo XIX. Por
    tanto, en su interpretación del mundo hay lugar para
    muchos TÍOS; y preguntas como las que yo le hice a mi
    informante en Potosí (si creía en eso) no
    son más que estupideces, derivadas de la
    ignorancia etnocéntrica en la que nos educan.

    Por siglos, Europa y sus instituciones,
    pretendieron desprestigiar, desactivar y neutralizar las
    creencias tradicionales de los ámbitos no-urbanos. Pero no
    fue sencillo. Espíritus, dioses, héroes y
    personajes legendarios, resistieron con tesón el embate
    "civilizador"; simulando, absorbiendo y
    fusionándose con la cosmovisión
    conquistadora.

    Imposición y contaminación, produjeron un universo
    más rico, más complejo y (literariamente) bello. La
    creencia y el culto al TÍO es una claro ejemplo de lo que
    decimos.

    b

    Después de una tumba, el lugar que más se
    asocia a la oscuridad, a las sombras, e incluso a la
    claustrofóbica sensación de estar sepultado en
    vida, es —a no dudar— el húmedo socavón
    de una mina. Negro, asfixiante; responde a las
    características de un mundo de contornos indefinidos, de
    perspectivas mal apreciadas; de calor
    agobiante, suciedad, polvo volátil y tétricas
    galerías que se extienden como arterias, vaya a saber uno
    a qué lugar. Pero, por sobre todas las cosas, la mina es
    un ámbito sin luz natural. Azabache. Ciego. No es casual
    que hayamos identificado culturalmente a los subsuelos con el
    infierno. Acaso, ¿no son los sótanos los escenarios
    urbanos predilectos de los filmes de terror?

    Para nosotros, animales diurnos por excelencia, la
    asociación entre la muerte y la oscuridad nos resulta casi
    una obviedad. Desde tiempos inmemoriales, la noche no ha sido
    más que una palmaria negación de todo lo que
    existe. Y en el interior de las minas prevalece justamente eso:
    la noche eterna, combatida con más o menos eficiencia;
    improvisando una seguridad tan artificial y débil como una
    bombilla eléctrica.

    Aún así, La Soberana de las
    Sombras
    , ejerce su poder absoluto.

    La noche —la Oscuridad— genera
    vacilación; destruye la certidumbre que nuestras pupilas
    inventan cuando hay luz. Actualiza lo caótico y pone fuera
    del alcance toda vigilancia y control. Por algo
    casi todos los mitos cosmogónicos empiezan con la
    creación de las luminarias; contribuyendo a erradicar y
    combatir los actos prohibidos, imposibles de desarrollar durante
    día. La oscuridad rompe con el umbral de las inhibiciones;
    nos sustrae de las leyes, propiciando el caos, disputando el
    orden y sustrayéndonos de las ortodoxias que se respetan
    por convención. Nos da libertad; pero
    una libertad irresponsable. Abre el umbral a la desconfianza, a
    la inseguridad y al miedo. En ella los límites se
    desdibujan y las fronteras —físicas y morales—
    se abren para dar cabida al "Príncipe de las
    Tinieblas
    ": el Diablo (en sus diferentes
    concepciones).

    El socavón es oscuro; y la oscuridad contribuye a
    catalizar la irrupción del temor más primitivo: la
    fantasía de ser devorado. Por ese motivo, la boca de la
    mina es el límite en cuyos bordes se configura una bisagra
    que, al girar los goznes, abre una puerta que da paso un mundo de
    diferentes percepciones, sensaciones y sentimientos. Y en ese
    mundo, el TÍO es el Rey.

    La noche —lo Oscuro y lo profundo de la
    mina— está relacionada también a la lujuria y
    el sexo; y eso
    queda fielmente graficado en uno de sus atributos
    iconográficos: el enorme pene erecto con el que se
    simboliza no sólo el insaciable apetito sexual, sino
    también la fertilidad y la abundancia. Un fecundidad
    lúbrica que le lleva a perseguir, someter y violar
    —según la tradición oral— a todas las
    mujeres que entran en la mina. De allí la
    prohibición que éstas tienen de ingresar en el
    submundo donde se practica la actividad.

    ¿Hasta que punto las linternas consiguen
    exorcizar los demonios que atemorizan todavía a miles de
    mineros bolivianos?

    La mitología nos habla de dioses diurnos y
    nocturnos, muchas veces en constante pugna. Ellos son los
    partícipes de batallas que nunca terminan de ser ganadas
    definitivamente. Triunfos y derrotas se alternan, como se alterna
    el día con la noche, en un mito de "eterno retorno"
    protagonizado por opuestos complementarios. Y el personaje que
    nos ocupa —el TÍO— participa también de
    todo esto, representando un rol ambiguo, ambivalente.

    Así es el universo del minero; y así queda
    modelado por los seres de su imaginario.

    En el corazón de
    la mina la adhesión al mundo desaparece y el hombre
    corre el riesgo de
    disgregarse. Aumentan los estados de irrealidad, que se exacerban
    con el miedo. Y el historiador lo encuentra a cada paso y en los
    sectores sociales más diversos. A causa de eso, fuera del
    socavón, en el carnaval (que se despliega por las calles
    una vez al año) son también los diablos —las
    diabladas— los que traducen el deseo de defenderse del
    temor; camuflándolo y expresándolo al mismo
    tiempo.

    Como dijo Roger Caillos, "máscaras y miedo
    están constantemente presentes y juntos
    ".

    Podríamos hacer una larga lista de
    "miedos", pero eso nos llevaría muy lejos de los
    límites de este breve ensayo.
    Razón por la que nos detendremos en uno en particular
    (sentido y expresado por las mayorías): el miedo a lo
    oscuro.

    Ya en la Biblia se expresaba desconfianza a las
    tinieblas, mancomunadas —como dijimos antes— a la
    muerte. Pero que hay que distinguir (como lo hace Delumeau en su
    libro) dos
    tipos de miedo, asociados pero diferentes: (a) el miedo
    en la oscuridad y (b) el miedo a la
    oscuridad.

    Ambos se experimentan en los socavones del
    TÍO.

    El primero es el que experimentaron nuestros primeros
    ancestros, cuando se encontraban expuestos durante la noche a los
    ataques de predadores, sin poder adivinar su proximidad. Eran
    miedos recurrentes, que volvían cada vez que el sol se
    ponía y terminaron sensibilizando a la humanidad. Son
    temores objetivos, reales; que podían —y
    pueden— traducirse en los accidentes y peligros que se
    corren cuando se está en las sombras. Al mismo tiempo, son
    éstos los que llevan a poblar la oscuridad de otros
    peligros, los subjetivos. Y así pasamos al segundo
    tipo: el miedo a la oscuridad.

    Éste está nutrido de subjetividades que se
    alimentan con la imaginación y la sugestión. Es el
    más moldeado por la cultura; y creador de ejércitos
    de fantasmas y duendes, monstruos y seres sobrenaturales, de los
    que el TÍO no es más que uno de los mejores y
    más acabados exponentes, en las minas de
    Bolivia.

    b

    Es de prever que un personaje tan complejo y ambivalente
    como el TÍO no tenga sólo un nombre. Por diferentes
    circunstancias y en distintas regiones andinas, la gente a
    desplegado sobre la divinidad una verdadera furia nominativa. Hoy
    día existen por lo menos unas ocho de formas diversas para
    referirse a él.

    En las minas del Perú se lo conoce como
    Muqui o Tayta Muqui. Este nombre
    —según le informaran los propios mineros a la
    investigadora Carmen Salazar-Soler— se utiliza cuando el
    año de trabajo en el socavón ha sido
    próspero. Pero cuando las cosas no marchan bien y la
    crisis económica asoma, cambian por el nombre de
    Zupay (o Supay). Si la mala fortuna continúa
    y situación empeora aún más, lo llamaban
    Anchanchu; o "El Arrierito", si la crisis parece
    insuperable. En Bolivia, como ya sabemos, es denominado el
    TÍO o Thiula; y en alguna que otra
    oportunidad, Otorongo (aunque no sea ésta una
    denominación demasiado difundida).

    De todos los nombres señalados, quisiera
    detenerme en el tercero, Zupay, ya que de él se
    derivan una serie de consideraciones históricas muy
    importantes que nos permitirán captar en profundidad es
    sentido supuestamente demoníaco que tiene el
    TÍO en el altiplano boliviano. De ello hablaremos
    en el apartado siguiente.

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    El TÍO

    El
    TÍO Malo de los Andes

    "Toda fe ejerce una forma de
    terror".

    Cioran, Adiós a la
    Filosofía
    , pág. 10

    Durante los siglos XVI y XVII, las crónicas
    escritas en el Perú —como así también
    los catecismos, ordenanzas reales, publicaciones oficiales y
    privadas— le dieron una rol preponderante al demonio.
    Podría decirse que estaban obsesionados con él.
    Para poder entender esto es necesario hacer una breve descripción de lo que sucedía en el
    Viejo Mundo en momentos en que se iniciaba la conquista de
    América.

    Hacia principios de la Edad Moderna,
    Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un
    complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se
    convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma
    Protestante se proyectó como una sombra amenazante y
    alternativa, rompiendo el secular monopolio que
    el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se
    avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las
    fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del
    mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de
    Martín Lutero, armados con duras críticas a la
    Iglesia Católica y a sus tradiciones en crisis. La
    economía
    se afianzaba en un capitalismo
    comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía
    produciendo profundas transformaciones en el modo en que los
    hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y
    el status que los pobres (indigentes) tenían en la
    sociedad. Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia
    que habían perdido desde los días del imperio romano y
    el rol del Estado se
    agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía
    poco, estaban reservados exclusivamente a la institución
    religiosa.

    Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este
    contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el
    catolicismo reaccionó desplegando un programa de
    rigurosa moralización y de una vida cristiana más
    ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia
    conservadora ante el cambio la que
    terminó demonizando a todos los contrincantes y
    ayudó a que se desatara una violenta persecución de
    herejes.

    No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de
    los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos
    teológicos, jurídicos y políticos contra los
    supuestos miembros de sectas satánicas. También la
    demonología alcanzó su más alto grado de
    sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras
    de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus
    ediciones, testimoniando así el éxito que
    tenían entre la elites cultas —religiosas y
    laicas—, como así también entre los sectores
    populares, gracias a las ediciones baratas y demás
    mecanismos que permitían ampliar la circulación de
    dichos contenidos.

    El miedo al Diablo se incrementó, y junto con
    él una serie de fantasías morbosas influenciaron el
    imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba
    su entorno moral, social,
    político y económico.

    Íncubos y súcubos —demonios
    asociados al sexo—, sacrificios humanos, pactos
    demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de
    ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del
    hombre ante las maravillas.

    Por otro lado, los libros han
    ejercido desde la Edad Moderna un poderoso influjo en los
    hombres.

    No sólo con sus textos, sino también con
    sus formatos (soportes materiales de
    lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y
    reacciones, consolar desilusiones y estimular la
    imaginación de una buena parte de los europeos, entre los
    siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso
    —aunque nunca pasivo— en los complejos procesos
    culturales que condujeron a la occidentalización del
    imaginario extraeuropeo, y a la cristianización de las
    comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían
    conservando —en plena modernidad— creencias, rituales
    y festividades de raíces claramente paganas.

    El condicionamiento de la palabra escrita tuvo,
    así mismo, un rol significativo en la construcción
    de la frontera levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto,
    una aproximación a estas influencias puede decirnos mucho
    acerca del lugar y función que los seres sobrenaturales
    tuvieron en dichas sociedades.

    Es sabido que el relato verbal excitó la
    imaginación de los oyentes durante siglos. Al respecto,
    Louis Vax escribió:

    "[…] Lo llamado fantástico no tiene el mismo
    significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a
    la narración
    […]. El hombre no reacciona de la
    misma manera ante una tela pintada y ante una historia
    […].
    Mientras que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el
    carácter imaginario de las obras de arte y la
    aceptaban como tal, las narraciones de hechos fantásticos
    eran tomados al pie de la letra
    ".

    Pero la imprenta
    —difusora fundamental del texto
    impreso— ofreció un soporte (el libro) que
    prestó mayor convicción a los contenidos
    extraordinarios de cientos de relatos que venían
    circulando en la tradición oral europea, desde
    hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y
    papel, convirtiéndose en testimonios seguros de
    veracidad
    .

    El éxito editorial de muchísimos de esos
    textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores,
    libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las
    obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de
    la Edad Moderna.

    En formatos elegantes y ediciones costosas —como
    también a través de opúsculos, pliegos
    sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para
    un público no experto en el arte de la lectura,
    facilitando la transmisión, conservación y supuesta
    confirmación de las múltiples amenazas que se
    encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.

    Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo
    escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta
    hace poco. Por ello es posible arriesgar que, la difusión
    de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a
    creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden
    antojar como inverosímil.

    El poder de los libros era múltiple.

    Por un lado, la palabra escrita se encontraba rodeada de
    una mística que hacía de la lectura un
    acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto se
    confundían dando vía libre a la credulidad
    más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos
    maravillosos o soportando los temores que generaba lo
    sobrenatural.

    La interacción entre lo imaginario y lo real
    —esa mezcla sin solución racional entre dos
    realidades distintas, la del lector y la del texto— no
    cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se
    le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz
    baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción
    mágico-religiosa del universo. Por otro lado, la
    conjunción de la palabra escrita y el dibujo (los
    grabados) se constituyó en un instrumento muy influyente
    de propaganda
    contra los conventículos satanistas, que invocaban
    (dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en
    ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas
    de reproducir imágenes
    en el interior —o tapas— de los libros, permitieron
    que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más
    el temor ya presente en la sociedad. Esos libros, que
    referían sucesos fuera de lo común, explotaron el
    poder que la imagen y el texto encerraban; materializando
    gráficamente, ante los ojos sorprendidos de lectores u
    oyentes, peligros físicos, riesgos
    morales, prejuicios y miedos.

    Como hemos visto, una lectura emocionalmente
    comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi
    nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban
    esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la
    experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no
    estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta
    situación recién empezaría a cambiar hacia
    fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que
    impedirían el asentamiento de la duda y la incredulidad en
    el seno profundo de la sociedad.

    Es evidente que no leían de la misma forma que
    nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica. Sus
    ideales, supuestos y nociones básicas los conducían
    a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como
    bien escribe Robert Darnton:

    "Los esquemas interpretativos dependen de las
    cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo.
    Mundos diferentes, leen diferente
    ".

    Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera
    de acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los
    seres sobrenaturales y duendes de las características
    negativas que conservarían por siglos.

    En América, la Iglesia y su ejército de
    evangelizadores, convirtieron al Diablo en el padre de todas las
    idolatrías. Los Andes pos-coloniales absorbieron la imagen
    del Satanás perfectamente definida desde los días
    de San
    Agustín, quien es considerado uno de los principales
    responsables de los rasgos modernos de Satán. De ser un
    personaje inmaterial en los textos del Antiguo Testamento, el
    diablo se fue tornando más y más concreto con
    el paso de los siglos, y actuante en el mundo de los
    hombres.

    Ángel caído, Príncipe de las
    Tinieblas
    , celoso del poder de Dios, enemigo de los hombres;
    Satanás, guiado por su deseo de ser adorado, usurpó
    mediante el engaño el culto que sólo se
    debía al Supremo. Y por eso fue combatido con todas las
    armas de las que se disponía, especialmente en suelo americano;
    ya que, como escribió Duviols,

    "no hay duda de que la demonología fue
    la ciencia
    teológica más generalizada entre los conquistadores
    y colonizadores del Perú
    ".

    Según el padre Acosta,

    "(…) después de la llegada de Cristo y de la
    expansión de la Iglesia en el Viejo Mundo, el demonio se
    refugió en las Indias, donde ha reinado como dueño
    absoluto hasta la llegada de los
    españoles
    ".

    Con sentencias como estas, la Iglesia puso
    énfasis en la necesidad de la sistemática
    destrucción de las religiones
    autóctonas, por considerarlas idolatrías y claras
    manifestaciones rituales de adoración al
    Maligno.

    La desacreditación de los dioses locales y de los
    sacerdotes aborígenes se puso en marcha. Los
    espíritus, que según las tradiciones precolombinas
    moraban en los ídolos que reverenciaban, empezaron a ser
    definidos como demonios y las apariciones del Diablo más
    que comunes.

    Satanás afloraba siempre con formas horrorosas
    que iban desde indios enanos, negros e incluso con aspecto
    animal. Las piedras y los árboles también eran
    susceptibles de quedar poseídas por Lucifer.

    El diablo estaba en todos lados, pero la noche era su
    ámbito favorito; dominando especialmente los sueños
    y las alucinaciones. Su poder onírico lo llevó a
    convertirse —desde el siglo XVII— en un ser
    sexualmente depravado, deviniendo en demonio erótico
    (súcubo o íncubo). Por éste y otros motivos,
    se convirtió en el principal enemigo de los
    evangelizadores y extirpadores que luchaban contra su poder
    adoptando el rol de exorcistas. A tal punto que todas las
    órdenes religiosas se creían la más temida
    por Satán.

    Pero, ¿existía en las religiones
    andinas un equivalente al Diablo europeo?

    Según los cronistas, la repuesta es
    contundentemente positiva: los incas
    tenían un diablo y lo llamaban Zupay (Supay,
    Cupay); que, como señalamos más arriba, es
    uno de los tantos nombres con los que se conoce al
    TÍO.

    Pierre Duvoils nos informa que la referencia más
    antigua del Zupay data de 1550 y que si bien el personaje
    existía en las creencias precolombinas, no era él
    único demonio, duende o fantasma del imaginario aborigen
    con características negativas. Los Hapunuñus
    y los Humapurick, entre otros, son claros ejemplos del
    extraño aluvión de monstruos que, según los
    españoles, azotaban el Nuevo Mundo. Pero a pesar del
    elevado número de criaturas sobrenaturales con las que se
    toparon, los peninsulares eligieron a Zupay como el mejor
    candidato para encarnar a Satanás.

    Desde entontes, Zupay es el Diablo, incluso fuera
    del ámbito de la cultura quechua o aymará. El
    criollo absorbió esa identificación y las leyendas
    populares de Argentina, por ejemplo, muestran al Zupay como un
    gaucho engalanado y bien vestido con ropa fina y negra,
    chiripá del mismo color, puñal, espuelas y rebenque
    de plata y oro. Además, monta un caballo oscuro, muy
    enjaezado. Sus cualidades son las de ser un eximio payador, que
    desafía en las perdidas pulperías de la pampa, a
    los mas duchos exponentes del arte de payar.

    Adolfo Colombres en Seres Sobrenaturales de la
    Cultura Popular Argentina
    , dice:

    "Suele presentarse asimismo con la forma de una animal
    conocido, o más comúnmente como un híbrido
    de macho cabrío y hombre, con cuernos de chivo, rostro de
    sátiro de larga pera, bigotes, cuerpo muy velludo y
    piernas de chivo con impresionantes pezuñas, y con capa
    negra. Con frecuencia se presenta también como remolino, y
    hasta como un árbol".

    Como puede apreciarse, de idéntica forma, el
    TÍO comparte algunas de la maravillosa cualidad de
    metamorfosearse en animal, y el aspecto físico del demonio
    católico (al menos a la hora de ser representado
    artísticamente). Por otro lado, el ámbito de
    subterráneo también queda ligado al nombre de
    Zupay.

    "Su templo es la Salamanca, gran cueva en las
    entrañas de los cerros o subterránea en la que se
    dan cita las brujas y acuden otros iniciados en las
    prácticas del maleficio. Es que funciona allí la
    Universidad de
    las Tinieblas, donde se enseña toda suerte de maña,
    destreza o habilidades, y sobre todo el arte de dañar al
    prójimo y arrastra su alma a la
    perdición".

    Pero para los aborígenes que habitaban
    América antes de la conquista, el Zupay no era un
    espíritu exclusivamente maléfico
    .
    Sólo con los españoles y la evangelización
    llegó a encarnar el mal en persona; no antes.

    Al respecto, escribió Carlos D.
    Valcárcel:

    "Supay se presenta en realidad en formas
    múltiples, tiene una serie de encarnaciones; una multitud
    de diferencias. Ya es genio protector como destructor. Supay es
    aquel a quien se le teme y a la vez venera. Pero cualquiera sea
    su forma, es siempre, ante todo, un dios del mundo".

    En síntesis:
    "[…] desde los primeros tiempos, los evangelizadores se
    esforzaron en convencer a los indios de que una de sus
    divinidades y el demonio eran la misma cosa; pero también
    los adoctrinaron, por medio de sus sermones, para que incluyeran
    dentro del espíritu general de Supay a cada una de sus
    huacas diabólicas
    ".

    En el folclore andino contemporáneo existen
    innumerables demonios y espíritus malignos, pero todos
    ellos se distinguen muy bien del Diablo católico, que
    también ocupa un lugar destacado en sus creencias. Hasta
    hoy, el Supay es —entre ese campesinado heredero de la
    cosmovisión andina— un espíritu más
    entre los muchos otros que hay.

    Por eso, no tenemos que confundirnos (como me
    confundí yo cuando entré en aquel socavón
    potosino en 1986): lo mineros que adoran al TÍO a
    través de la imagen de un Diablo, no reverencian el
    Lucifer de la Biblia, sino a una mezcla aculturada de Supay
    prehispánico con influencias católicas producto de la
    conquista. No son satanistas ni mucho menos, sino el producto de
    una historia de sincretismo e inconsciente resistencia
    cultural.

    b

    Lugar
    de Encuentros

    "Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño
    amamos,

    y tenemos siempre razón y siempre estamos
    equivocados;

    pues todo es válido y todo carece de
    importancia".

    Cioran, Adiós a la Filosofía,
    Pág. 140.

    "Nuestras verdades no valen
    más

    que las de nuestros
    antepasados".

    Cioran, Adiós a la
    Filosofía
    , Pág. 138

    Lugar de encuentro de tres culturas, la mina fue el
    crisol en donde europeos, aborígenes americanos y negros
    traídos de África, recrearon el universo mestizo
    del Nuevo Mundo intercambiando fluidos corporales, mitos y
    creencias. De todos estos lugares, las minas de Potosí fue
    uno de los más importantes debido a la enorme cantidad de
    seres humanos que congregó en sus socavones.

    Espacio de contacto, pero también de sufrimiento
    y miedo, esperanza y resignación, en sus galerías
    la baraja ibérica y la chicha incaica compartieron las
    misma mesa, y se influenciaron mutuamente. Mixturaron las
    herencias culturales que arrastraban y, desde entonces, nada fue
    igual a lo que antes era. En las minas se inventó gran
    parte de lo hoy es América.

    Uno de los campos que más cambios
    experimentó fue el de la religión.

    El catolicismo rampante modificó y se vio
    modificado al mismo tiempo. La necesidad de difundir el nuevo
    dogma en un contexto cultural con miles de años de
    historia previa —como el americano—, obligó a
    moldear rituales y creencias. Incluso el aspecto y cualidades
    intrínsecas de muchos personajes del panteón
    católico, debieron camuflarse a la americana para
    poder encontrar inserción en los millones de almas que,
    según la visión española, reclamaban dejar
    las idolatrías para abrazar la verdadera
    religión.

    Como señaló Silvia Caumeda Madrigal,
    así es como surgieron "las bases del primer y
    más importante símbolo sincrético del
    continente: las vírgenes criollas
    ". Con ellas se dio
    el paso inicial para conseguir la simbiosis entre las
    culturas.

    Para ver el gráfico seleccione la
    opción "Descargar" del menú superior

     Vírgenes de todas las pigmentaciones
    imaginables poblaron América, adaptadas a la sensibilidad
    india con
    sólo objetivo:
    eliminar las creencias de las etnias autóctonas. Pero los
    viejos dioses se resistieron a morir; y aún hoy
    —inicios del siglo XXI—subsisten, muchos de ellos
    injertados en el trono del catolicismo.

    El mestizaje artístico acercó al indio a
    la imaginería católica. Fue un instrumento de
    aculturación y propaganda sumamente eficaz; y una forma de
    ver claramente las mezclas
    surgidas. Es importante observar que muchas vírgenes
    criollas visten como princesas incas y que, en la arquitectura
    religiosa, se conservaron símbolos precolombinos con el
    objeto de llevar a la gente de la vieja a la nueva
    religión. En Potosí, la virgen mestiza
    típica y más adorada es la Virgen del
    Socavón
    , representada con su típica forma
    triangular, que remite –e imita— al Cerro Rico. Una
    excelente manera de visualizar dos elementos de adoración
    en uno: por un lado la Madre del Salvador; por la otra un cerro
    que simboliza a los viejos dioses de las alturas y, a su vez, a
    la propia Madre Tierra, Pachamama.

    Otras de las formas con las que extirpadores y
    doctrineros españoles pretendieron evangelizar al indio
    fue, como ya hemos visto en el apartado anterior, usando la
    herramienta más eficaz que tenían a mano: el miedo.
    Y de todas las armas ideológicas, la imagen del infierno
    fue una de las más efectivas.

    Ya en 1551 los Concilios celebrados en el Perú
    sugerían a los curas ofrecer a los aborígenes
    —y con sumo detalle— los terribles horrores del
    infierno. La pedagogía del miedo se ponía en
    marcha y la residencia del diablo se convirtió en el
    destino obligado de todo aquel que renegara de la nueva
    religión, no fuera bautizado, blasfemara, no cumpliera con
    los mandamientos o persistiera en sus creencias
    ancestrales.

    En el infierno los desdichados encontrarían el
    tormento y el dolor eterno. Un dolor infinito, esclavizados por
    el Maligno y sin posibilidad alguna de gozar del amor de Dios.
    Incluso se propagó la idea —terrible para los
    "indios"— de que todos sus antepasados se pudrían en
    él. Un castigo retroactivo a las generaciones anteriores
    de quechuas y aimaraes. Un golpe más a la ya
    desestructurada mentalidad autóctona.

    ¿Cómo se sentiría usted, lector,
    sabiendo que su padre, su abuelo y aún bisabuelo, se
    están quemando de dolor en el fuego eterno con
    Satanás (y cree fervientemente en eso)?

    Según la tradición europea, el infierno
    estaba en las profundidades de la tierra, en el mundo
    subterráneo; ese mundo material y concreto al que se
    podría acceder por el socavón de una mina. De
    allí la carga negativa que empezaron a tener. Se
    convirtieron en el escenario ideal para la celebración de
    pactos secretos —e imaginarios— con el Malo. La
    leyenda de la Salamanca es un claro ejemplo de
    eso.

    En la cosmovisión incaica, sin embargo —y
    es lícito recalcarlo—, no existía la
    concepción del infierno, ni la imagen moderna del
    diablo.

    Para los incas el universo se dividía en tres
    regiones claramente delimitadas. El Hanan Pacha, o
    Mundo de Arriba, en donde vivían los dioses
    creadores. El Kay Pacha, o Mundo del Aquí,
    en el que habitaban los seres humanos. Y, finalmente, el Uku
    Pacha,
    o Mundo de Abajo, que era el lugar de
    residencia de los muertos y antepasados sagrados.

    Para ellos esta división tripartita no
    significaba que cada región estuviera separada de la otra
    como si fueran compartimentos estancos. La
    comunicación entre ellos era factible y se lograba en
    determinados lugares denominados Pacarinas, especies de
    puertas sagradas que permitían el acceso de un mundo a
    otro.

    Un cerro, un lago, una piedra, una gruta, podía
    ser una Pacarina; y en ellas solían congregarse los
    miembros de las comunidades para practicar rituales de
    reciprocidad con los dioses y antepasados (considerados
    divinos).

    Entonces, ¿no sería posible considerar a
    las minas como residuales pacarinas de una cosmovisión
    vencida?

    Los mineros de hoy en día hablan —y
    creen— en las cotidianas apariciones del TÍO.
    Apariciones bien concretas que quedan plasmadas en las
    descripciones que ya hemos hecho de la divinidad en
    cuestión.

    El TÍO se deja ver. Se les aparece a los mineros
    —raras veces a los ingenieros, jefes del
    socavón— para cumplirles o recibir respuesta a sus
    promesas de riqueza y poder. De ahí las ofrendas que
    se le dan a diario, y el respeto temeroso que el personaje
    despierta. Nadie que trabaje en la mina ingresa a ella sin antes
    entregar un buen k’uyuna (cigarrillo), hojitas de
    coca, aguardiente ("trago"), flores, caramelos,
    animalitos, ciertos polvos minerales de
    color amarillo o azul e, incluso, en casos extraordinarios cuenta
    la tradición oral, una wawa (bebé) en
    sacrificio.

    Con el TÍO se pacta. Se establecen promesas y es
    ahí cuando la ofrenda andina se convierte —a ojos
    europeos— en un signo más del contacto con
    Satanás y la detestable idolatría
    americana.

    Pactar con el diablo es entregarle su alma y convertirse
    en su acólito militante contra la iglesia. De ahí
    la persecución y quemas de herejes (satanistas) que
    —desplegadas en el furor de una Europa delirante de
    temor— se reeditaron en suelo americano.

    Los doctrineros coloniales, con su maestría
    intelectual para resaltar las sutilezas más morbosas,
    definieron así dos tipos diferentes de pactos: los
    explícitos y los implícitos.

    En los primeros, el idólatra firmaba
    —literalmente hablando— un compromiso escrito con
    Satanás, obligándose a servirlo, difundir su culto
    y llevar a cabo sacrificios humanos (uno de los tabúes
    más fuerte de occidente). De los dos tipos de pactos,
    éste era el peor.

    En los implícitos, el satanista-hereje no
    rubricaba ningún documento; sólo se
    comprometía a mantener los sortilegios y
    hechicerías que había heredado de sus abuelos, a
    pesar de las prohibiciones impuestas por los evangelizadores. En
    otras palabras, se resistían al nuevo orden; y por ello,
    los "rebeldes", debían ser erradicados.

    ¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene en
    el culto minero del TÍO
    ?

    ¿Cuánto de la herencia
    precolombina se conserva
    ?

    ¿Cuánta culpa implantada se arrastra
    cada vez que se le rinden respetos
    ?

    ¿Cuánto de europeo y cuánto de
    indio tiene ese TÍO del socavón
    ?

    ¿Cuántas tradiciones se mezclan para
    que esta divinidad mestiza tomara forma
    ? Porque, más
    allá de la influencia católica, otras vertientes
    paganas vinieron en los barcos de la conquista americana;
    contribuyendo a alimentar el imaginario de estas tierras allende
    los mares.

    La investigadora Salazar-Soler hace hincapié en
    el aporte de duendes y gnomos mineros del paganismo europeo. Es
    lícito recordar que demonios, espíritus y seres
    pequeños —guardianes de minas— proliferaron en
    el folclore del Viejo Mundo y es más que lógico
    pensar que esa influencia se instaló también en los
    socavones bolivianos, ayudando a recrear la imagen del
    TÍO.

    ¡Qué combinación tan
    fantástica
    !…

    Diablos, dioses prehispánicos, duendes y gnomos
    europeos, demonios católicos, pacarinas, sensación
    de temor y necesidades insatisfechas. Un cóctel cultural
    más que interesante, amalgamado en un ser, vigente en el
    imaginario colectivo de las minas altiplánicas.

    Palabras
    Finales

    "Todos se esfuerzan por remediar la vida
    de todos.

    (…) La sociedad en un infierno de
    salvadores".

    Cioran, Adiós a la
    Filosofía, pág. 9

    Potosí, julio de 1986

    Buenos Aires, enero 2005

    Secundado por las risas de Miguel y sus
    ex-compañeros de trabajo en la yacimiento, salí del
    socavón y eché una última mirada a la boca
    negra del mina que acababa de recorrer. Dejaba atrás un
    universo fascinante que me conectaba con el duro pasado de una
    región que había conocido la grandeza y la miseria
    a lo largo de los siglos coloniales.

    Esa mina que quedaba a mis espaldas y el imaginario
    construido dentro de ella, permanecería para siempre en mi
    memoria. Desde ese momento, la sombra del TÍO
    aparecería una y otra vez en sueños y
    recuerdos.

    Tomé un camión para bajar a Potosí,
    custodiado por las sombra del Cerro Rico, que se alargaba con el
    avance de la tarde. Me despedí de Miguel e instalé
    mis reales en el hall de la terminal de buses. Tenía que
    esperar un largo rato, antes de tomar el micro que me llevara a
    la capital del país.

    Tuve varias horas para reflexionar sobre la experiencia
    de aquella tarde, y reírme de mí mismo y de mi
    ignorancia. Aunque por entonces no captaba en profundidad el
    sentido antropológico de lo sucedido, entendí que
    en esa mina potosina había reeditado parte de un choque
    cultural que tenía casi 500 años de
    antigüedad. Dos tradiciones diferentes, dos cosmovisiones
    dispares, con orígenes históricos que se ubicaban
    en las antípoda habían vuelto a chocar. Y
    mis prejuicios, traducidos en miedo ante la imagen burdamente
    tallada del TÍO, no me permitieron —por
    entonces— captar el significado profundo del ritual en el
    que, involuntariamente, había tomado parte.

    El legado occidental que yo encarné ese
    día me acercaba —sin saberlo— más a los
    extirpadores de idolatrías que a la sociedad andina que
    tanto admiraba y quería. Me resultaba incomprensible
    aquella realidad de ofrendas y sincretismo religioso. Lo que por
    entonces tenía era una autosuficiente etnocéntrica
    que me encorsetaba y limitaba la capacidad de comprensión.
    Tras tantos años de lecturas y viajes a esa
    misma región andina, llegué a entender mucho mejor
    a ese pueblo, a arañar la superficie epidérmica de
    una cultura muy diferente a la mía; aún
    compartiendo el mismo idioma.

    Allí, en Bolivia, algo muy antiguo, muy
    mestizado, sobrevivía con fuerza. Se sostenía vivo,
    vigente. Allí era posible mantener un diálogo
    con el pasado, actuante en nuestros días; y reeditar un
    segmento cosmovisional que, en la sociedad en la que vivo,
    hubieran calificado de superstición.

    Si mantuviera hoy día esa mirada imperialista
    —que inocentemente tenía por entonces— los
    años habrían pasado en vano, sin aprender
    nada.

    Actualmente, comprendo mejor al TÍO y sus
    devotos. Entiendo su función, su necesidad de estar, a
    pesar de las crisis de la minería y
    el consiguiente riesgo de que ese culto sincrético se
    diluya por el avance de la modernidad.

    Pero el TÍO es fuerte. Resiste por ahora todos
    los prejuicios e intentos por uniformizar la fe; que no es otra
    cosa que el intento por homogeneizar las esperanzas. El
    Señor de la Oscuridad sigue firme, respondiendo a las
    necesidades de un pueblo; encarnando la historia de un
    "encuentro" y revelando los padecimientos y temores de un
    sector al que la
    globalización no alcanzó aún del
    todo.

    Entre las muchas cosas que aquella tarde aprendí,
    una, mejor que todas las demás, supo resumirla el
    célebre historiador francés Paul Veyne cuando
    expuso que

    "La historia, como viaje que es hacia
    lo otro, ha de servir para

    hacernos salir de nosotros mismos, al
    menos tan legítimamente

    como para asegurarnos dentro de
    nuestros propios límites".

    Buenos Aires, enero de
    2005

    FJSR

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    01/01/2005

    Por

    Fernando Jorge Soto Roland

    Profesor en Historia por la Facultad de
    Humanidades

    Universidad Nacional de Mar del Plata

    Investigador, explorador arqueológico,
    escritor.

    Buenos Aires, Argentina

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