La Sala Constitucional, el Parlamento y el Matrimonio entre Personas del mismo Sexo
- Los argumentos a favor y en
contra del matrimonio entre personas del mismo
sexo - Un vistazo por el Derecho
Comparado - Las críticas a los
"jueces y alcaldes activistas". Su defensa frente a
ellas - La distribución de
competencias que establece la Carta Fundamental entre los
diversos órganos del Estado - La imposibilidad de los jueces
para variar la concepción que está en la Carta
Fundamental sobre el matrimonio - Los mecanismos del Parlamento
para variar la concepción de los jueces sobre el
matrimonio cuando la materia no está regulada en la
Constitución - Conclusiones
- Bibliografía
El tema de si se debe o no reconocer el matrimonio entre
personas del mismo sexo
está siendo ampliamente debatido en los estrados
judiciales, parlamentos, foros académicos e
internacionales y en los medios de
comunicación colectiva. Nuestro país no ha
estado al
margen de esta polémica, no solo por las informaciones que
nos llegan de afuera, sino porque el Tribunal Constitucional
conoce de una acción
de inconstitucionalidad contra el inciso 6) del numeral 14 del
Código
de Familia, que
establece que es legalmente imposible el matrimonio entre
personas del mismo sexo, la cual, de declararse con lugar,
podría permitir este tipo de
uniones.
Para nadie es un secreto que el tema en estudio ha
provocado discusiones acaloradas entre quienes promueven este
tipo de unión y quienes la adversan. Desde esta
perspectiva, resulta interesante conocer cuáles son los
argumentos a favor y en contra del matrimonio entre personas del
mismo sexo. De esta forma, le ofrecemos al lector un análisis descriptivo, más que
valorativo, de ambas posiciones, con el objetivo de
que se forme una idea aproximada de todas las aristas del
tema.
Por otra parte, también resulta de consulta
obligada el mencionar el tratamiento que, en el ámbito
normativo y jurisprudencial, así como en el
administrativo, se le ha dado a este asunto. Es importante, en
este apartado, analizar cuál ha sido la postura del
Constituyente, los jueces, legisladores y alcaldes, con la
advertencia, eso sí, de que, por razones que no
justificamos, pero sí comprendemos, se ha producido una
invasión de competencias
constitucionales, al extremo de que la distribución que hizo el Constituyente,
pilar fundamental del sistema
republicano, tiende a quedar desdibujada.
Lo dicho hasta aquí, también nos obliga a
analizar la postura de los "jueces activistas" y "alcaldes
activistas", quienes, en el primer caso, han declarado contrario
a la Constitución Política el acto de
las autoridades administrativas de negarle a dos personas del
mismo sexo una licencia para contraer matrimonio y; en el
supuesto de los segundos, aun contraviniendo leyes vigentes,
han otorgado licencias para que personas del mismo sexo
contraigan matrimonio. Ante esta situación, el operador
jurídico no tiene otra alternativa que investigar de
dónde emergen esos poderes o atribuciones de estos
funcionarios para actuar en esa dirección.
Frente a este panorama, no existe otra alternativa que
plantearnos el tema de la distribución de las competencias
constitucionales, con el propósito de determinar, a
ciencia
cierta, cuál es el órgano competente, el llamado
por el Constituyente, para regular, en forma exclusiva y
excluyente, el tema en estudio. Es decir, determinar, si en este
caso y en otros, el Tribunal Constitucional y los jueces
tienen o no competencia para
variar la concepción de matrimonio que consagró el
Constituyente o, cuando no está regulada, la vía
que debe emprender el Parlamento para corregir los excesos
en que incurran los
juzgadores.
Lo anterior está estrechamente ligado a las
competencias que el Derecho de la Constitución le otorga a
la Asamblea Legislativa como Poder
reformador. Ergo, se hace necesario hacer un análisis
somero de esta atribución, la cual definitivamente
está ligada al concepto de la
soberanía popular, el cual, aunque muy
cuestionado en la actualidad por lo que se expondrá en este estudio,
sigue siendo un presupuesto
esencial del Estado social y democrático de Derecho. . En
pocas palabras, al Parlamento se le otorga esta atribución
debido a que, de los poderes constituidos, ninguno otro encarna
como él la soberanía popular, al estar
representados en su seno los partidos
políticos que lograron el favor de los pueblos en las
elecciones. Vistas así las cosas, el Parlamento no
solamente es un poder constituido, sino que es la
expresión del principio democrático y del
pluralismo político, lo que lo dota de una dosis de
legitimidad democrática que no la poseen los otros
poderes, pese a las críticas que, con justificada
razón, se lazan contra él.
Después de conjugar todos los elementos
anteriores, con la mayor objetividad posible, aunque debemos
confesar, en honor a la verdad, que sobre el tema tenemos una
posición muy definida, la que se planteará
ampliamente en su momento oportuno, exponemos las conclusiones de
esta investigación.
I.- Los argumentos a
favor y en contra del matrimonio entre personas del mismo
sexo.
Para quienes abogan por el reconocimiento del matrimonio
entre personas del mismo sexo, el "quid" de la cuestión
está en que con la denegatoria de esta opción se
infringe el principio de igualdad y,
consecuentemente, se vulnera el principio de la dignidad
humana. En otras palabras, se discrimina a las personas por su
orientación sexual, lo que es contrario a la doctrina y
los convenios internacionales sobre Derechos Humanos.
También se argumenta que, frente a la inercia de
los parlamentos en abordar el asunto en estudio, las cortes
están llamadas a actualizar la Carta
Fundamental, a través de su interpretación progresiva. Más
aún, siguiendo el principio "de la norma más
favorable", ampliamente aceptado en el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, los tribunales deben
optar por tales instrumentos, y no por las añejas y
vetustas concepciones que se encuentran en la Constitución
Política.
En el caso de nuestro país, el accionante que
pidió la inconstitucionalidad de la norma del
Código de Familia que establece la imposibilidad
jurídica del matrimonio entre personas del mismo sexo, en
el fondo, presentó los mismos argumentos. En efecto,
según el actor, la norma del Código de Familia
quebranta el principio de igualdad (artículo 33
constitucional) y viola el principio de libertad
(numeral 28 de la Carta
Fundamental).
Los argumentos en contra de este tipo de uniones son
varios. En primer término, se ha afirmado que el
matrimonio per se es una institución esencialmente
heterosexual y monogámica. Desde esta perspectiva, el
matrimonio es una institución que corresponde a la
naturaleza de
la cosas, a una verdad "puesta en evidencia por la recta
razón y reconocida como tal por todas las grandes culturas
del mundo", la cual, si bien es cierto no tiene como objetivo
único y exclusivo la procreación, el nacimiento y
la crianza de los hijos, la especie humana requiere de ella para
su normal desarrollo y
su existencia.
Por otra parte, es claro que todos los textos
constitucionales que regulan la institución del
matrimonio, así como los tratados
internacionales que se refieren a él, tienen como punto de
referencia exclusivo y excluyente la unión entre un
hombre y una
mujer. Ahora
bien, este argumento no tienen razón de ser, en aquellos
Estados donde la Carta Fundamental guarda silencio al respecto,
tal y como ocurre en los Estados Unidos de
América, país en el cual se
está librando un gran batalla, tanto en el ámbito
federal como estatal, por establecer una norma en la
Constitución Política que defina el matrimonio como
la unión entre dos personas de sexos opuestos.
Por último, no es cierto que se dé un
trato diferenciado y discriminatorio a las parejas del mismo
sexo, ya que es notorio que las parejas heterosexuales no se
encuentran en la misma situación de las primeras. Sobre
este extremo, en el informe que
rindió la Procuraduría General de la
República, en la acción de inconstitucionalidad
contra el inciso 6 del artículo 14 del Código de
Familia, indicamos lo siguiente:
"En primer lugar, porque la realidad demuestra que
las parejas heterogéneas no están en la misma
situación que las parejas homosexuales; consecuentemente,
el legislador se encuentra legitimado para dar, en estos casos,
un trato diferenciador. En esta dirección, el Tribunal de
Justicia de la
Unión
Europea, en la sentencia 05/98 de 17 de febrero de 1998 (Lisa
Jacqueline Grant c/ South West Trains Ltd.), llegó a la
conclusión de que, en el estado
actual del Derecho en el seno de la Comunidad, las
relaciones estables entre personas del mismo sexo que conviven
sin que exista vínculo matrimonial, no están
equiparadas a las relaciones entre cónyuges o entre
personas de distinto sexo que conviven sin que exista dicho
vínculo.
En segundo término, la norma legal persigue un
fin constitucional legítimo: proteger el tipo de
matrimonio adoptado por el constituyente originario. Desde esta
perspectiva, la prohibición que se ataca de
inconstitucional es una consecuencia lógica
y necesaria de una opción que acordó
aquél…"
"Por último, al perseguir la norma legal un
fin constitucional legítimo, la distinción que hace
entre un tipo de parejas y aquellas que quedan excluidas, resulta
razonable y objetiva. Es decir, no es una norma arbitraria e
irracional, sino una consecuencia lógica y necesaria de un
tipo de matrimonio consagrado en el Derecho de la
Constitución."
II.- Un vistazo
por el Derecho
Comparado.
Se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que son una
minoría de Estados los que reconocen jurídicamente
los derechos de los homosexuales. Ahora bien, el tratamiento que
se les da a ellos no es uniforme. Podríamos ubicar en
cuatro las tendencias. En primer lugar, están aquellos
países en los cuales se ha admitido el matrimonio entre
homosexuales (Holanda y Bélgica).
En segundo término, se encuentran aquellos
Estados, tanto federales como estatales, comunidades
autonómicas, etc., en los cuales se han reconocido
legalmente las uniones entre homosexuales, si darles el estatus y
todos los derechos y obligaciones
que se derivan del matrimonio, aunque, en algunos casos,
sí se ha dado una equiparación de hecho, ya que se
les otorgan idénticos derechos que a quienes se encuentran
unidos por el matrimonio.
También tenemos aquellos Estados, tanto en el
ámbito federal como estatal, en los cuales el
reconocimiento de las uniones entre personas del mismo sexo ha
sido a causa de una decisión de los tribunales de
justicia, y no del Parlamento, federal o estatal. En este
grupo
habría que ubicar también a algunas ciudades donde
funcionarios administrativos (alcaldes) han otorgado licencias
para que personas del mismo sexo contraigan matrimonio a pesar de
que existen leyes, tanto en el ámbito federal como
estatal, que indican expresamente que el matrimonio es la
unión de un hombre con una mujer.
Por último, tenemos Estados, tanto en el
ámbito federal como estatal, donde los parlamentos han
dictado leyes que indican que el matrimonio es la unión de
dos personas de sexos opuestos, como reacción a la
posición que han asumido los jueces y funcionarios
administrativos, tal y como se explicó en el párrafo
anterior.
Como puede observarse de lo anterior, diversos
órganos (parlamentos, tribunales de justicia y
órganos administrativos) han dictado actos sobre las
uniones entre personas del mismo sexo, todo lo cual ha generado
una confusión sobre el ámbito competencial en esta
materia. A
ciencia cierta, no sabemos con claridad –y este es
quizás el objetivo de estudio-, si estamos en presencia de
competencias exclusivas y excluyentes, con lo cual se ha
producido una usurpación ilegítima de estas a cargo
de órganos que no les corresponde su ejercicio. Si, por el
contrario, estamos frente a competencias concurrentes, lo que
permite su ejercicio legítimo de todos aquellos
órganos que las poseen. O bien, si estamos ante un caso de
competencias principales y residuales, debiendo el operador
jurídico precisar en cabeza de qué órganos
están las primeras y en cuáles están
residenciadas las segundas. En la próxima sección,
abordaremos estos y otros temas relacionados con
ellos.
III.- Las
críticas a los jueces y alcaldes activistas. Su respuesta
a ellas.
Como antesala al tema de la distribución de las
competencias en la materia, debemos de mencionar cuáles
han sido las críticas contra los jueces y alcaldes que han
reconocido las uniones matrimoniales entre personas del mismo
sexo, así como cuál ha sido su postura frente a
ellas.
En un plano meramente teórico o abstracto, para
una persona que tiene
un conocimiento
aproximado de los valores,
principios e
institutos del sistema democrático, le resulta
fácil el aceptar, justificar y defender una serie de
postulados que constituyen presupuestos
esenciales de él. El afirmar que la materia constitucional
está reservada al Poder Constituyente, sea en su
expresión originaria o derivada, en este último
caso a través de sus dos modalidades, no tiene nada de
extraño. Tampoco resulta fuera de juicio el indicar que
los jueces, lo mismo que los funcionarios de la Administración
Pública, ejercen sus atribuciones dentro de límites
precisos; es decir, que no son depositarios de potestades
ilimitadas, toda vez que el ejercicio del poder o de las funciones en el
Estado democrático conlleva, en esencia, el
circunscribirse a los ámbitos competenciales fijados en la
Carta Fundamental y en la ley. Como
corolario de lo anterior, ningún órgano puede
invadir la esfera de competencias que la Constitución
Política ha reservado, en forma exclusiva y excluyente, a
los otros órganos. Y, por último, tampoco le
resultaría exótica una postura, en el sentido de
que los jueces están sometidos únicamente a la
Constitución Política y a las leyes
(artículo 154 de la Carta Fundamental); en otras palabras,
deben respetar lo que ha definido el Constituyente y el
legislador en forma soberana.
Ahora bien, si estos postulados son tan claros,
porqué se ha presentado tanta confusión en este
asunto. Bastaría solo
con revisar los textos de la Constitución
Política y las leyes para determinar el terreno firme que
deben pisar jueces, legisladores y administradores. Empero, como
se verá a continuación, al igual que ocurre en
muchas áreas del Derecho, el asunto no se nos presenta en
blanco o negro, sino que tiene una serie de "zonas grises", que
podrían ser "arenas movedizas", en las que podrían
hundirse un operador jurídico poco cuidadoso y
desprevenido.
Quienes adversan a los "jueces y alcaldes activistas"
han expresado que estos funcionarios han invadido competencias
reservadas a otros órganos por la Carta Fundamental. Que
además de ello, han usurpado el Poder Constituyente, al
fijar una concepción contraria a la que establece la Carta
Fundamental. Que han desconocido el principio de que los jueces y
los funcionarios administrativos están sometidos a la
Constitución y a las leyes, sobre todo cuando se trata de
los últimos y, en forma expresa, los textos legales
indican que el matrimonio es la unión entre un hombre y
una mujer. Por último, se ha indicado que estos
funcionarios ejercen sus atribuciones sin límites,
desconociendo, por consiguiente, los presupuestos esenciales del
sistema democrático.
Ante este "activismo judicial", el cual no es nuevo en
la doctrina ni en la jurisprudencia, al que habría que adicionar
"el activismo administrativo", el cual sí es novedoso y
peligroso para las instituciones
democráticas, en aquellos países en los cuales el
matrimonio no está definido en la Carta Fundamental, se
están promoviendo reformas, tanto en el ámbito
federal como estatal, para establecer que el matrimonio es la
unión entre personas de sexos opuestos y, de esa forma,
enmendar la postura que han asumido los funcionarios judiciales y
administrativos.
Frente a tales argumentos, los jueces y alcaldes
expresan que la prohibición del matrimonio entre personas
del mismo sexo, es discriminatoria y, por consiguiente, contraria
al principio de igualdad, el cual está reconocido y
garantizado para todas las personas en la Carta Fundamental y en
los tratados
internacionales sobre Derechos Humanos.
Que a causa de lo anterior y, sobre todo cuando se trata de los
instrumentos internacionales, se deben declarar inconstitucional las leyes
que establecen la prohibición, con base en el principio de
la norma más favorable, el cual expresa que cuando el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos concede mayores
derechos que la Carta Fundamental, ha de aplicarse las normas de
aquel, y no las de
esta.
Por otra parte, que en los Estados que siguen el
modelo de
control de
constitucionalidad difuso, el juez, aunque no los funcionarios
administrativos, tienen competencia para declarar
inconstitucional a aquellas leyes, actos normativos y actuaciones
administrativas que contravengan los valores,
principios y normas constitucionales. Consecuentemente, ellos han
actuado dentro del marco de su esfera competencial; es decir, han
ejercido sus atribuciones dentro de los límites que fija
la Carta Fundamental y, por consiguiente, no han usurpado poder
alguno, ni mucho menos el que ejercen otros órganos
fundamentales del Estado en forma exclusiva y
excluyente.
IV.- La
distribución de competencias que establece la Carta
Fundamental entre los diversos órganos del
Estado.
Hemos sostenido, en otra oportunidad, que de acuerdo al
diseño
democrático ningún órgano o ente es inmune
al control y que sus competencias están claramente
delimitadas, es decir, que el ejercicio del poder es limitado,
sujeto a reglas previas y precisas, las cuales delimitan las
competencias de los órganos y entes
públicos.
Ahora bien, cuando abordamos la relación entre
jueces y Constitución Política, así como
entre el Tribunal Constitucional y el Parlamento, de ninguna
manera, se puede soslayar el importantísimo papel que
juega el juzgador no solo en la defensa de la Carta Fundamental,
a través del principio de supremacía
constitucional, sino también – y quizás este
es el aspecto más relevante-, el garantizar y proteger los
derechos y libertades fundamentales consagrados en la
Constitución Política o en los instrumentos
internacionales de Derechos Humanos vigentes en Costa
Rica.
No cabe duda que la Carta Fundamental se ha decidido a
favor del Poder Judicial y,
por ende, le otorgado una importante parcela de poder a los
jueces. Hoy en día, más que nunca, según
esta nueva visión de las cosas, resulta insostenible la
postura de MONTESQUIEU,
en el sentido de que los jueces son "la bouche qui prononce les
paroles de la loi". En palabras de BACHOF, detrás de cada
interpretación judicial de una norma ha existido siempre,
al mismo tiempo un
desarrollo de dicha norma, "(…) que cada
valoración judicial ha implicado siempre un elemento de
decisión auténtica y originaria sobre el
ordenamiento jurídico. ISAY y HECK –de nuevo por
citar dos nombre solamente- han proseguido estas investigaciones y
más recientemente, sobre todo ESSER y WIEACKER han
señalado en qué medida tan considerable la
fórmula de que el juez está sometido solamente a la
ley aparece algo ficticio en la realidad social: como una
ficción porque, aparte del Derecho legislado, existen
amplias zonas de Derecho contenidas fuera de la ley
[máximas judiciales] que, por una parte, son obligatorias
para el juez, el cual, por otra parte, participa decisivamente en
su creación."
Lo anterior significa que el juez constitucional y los
jueces en general, además de contar con una importante
cuota de poder, lo que evidentemente ha debilitado a los otros
poderes, legislativo y ejecutivo, tiene una misión
trascendente en el Estado social y democrático de Derecho:
el controlar los poderes constituidos, en especial aquellos dos;
y ser el guardián, el atalaya, de los valores y principios
que están consagrados en la Carta Fundamental, lo que
implica, ni más ni menos, que se le ha confiado la
responsabilidad última de cuidar y defender
el orden constitucional de valores.
Lo anterior supone una fe, una creencia, en la
existencia de unos valores y principios que son inclusive
anteriores al Derecho, y al que este está sujeto
"(…) –por cierto no en el sentido de un sistema
racional o de Derecho
natural, cerrado, deducible de ese orden de valores, sino en
el de la inamovible fuerza
vinculante que tiene los últimos valores de la justicia, a
los que pertenece por lo menos la
personalidad (la ‘autonomía del ser’) del
hombre y la prohibición de arbitrariedad, así como,
correlativamente, la unión con el próximo y la
responsabilidad dentro de la comunidad-, sólo entonces,
digo, el sistema de la Ley Fundamental de garantías de
orden constitucional cuidadosamente estudiadas cobra su verdadero
sentido; y sólo desde ese punto de vista puede aclararse
también el significado de la discutida fórmula de
sujeción del Poder
Ejecutivo y de la
administración de justicia a ‘Ley y al
Derecho’. Desde luego, la existencia y el carácter preceptivo de un orden de valores
anteriores al Derecho no se puede probar con una evidencia
racional. En última instancia, su afirmación es un
creencia, una confesión; una creencia y una
confesión que, según creo, abarcan lo que nosotros
entendemos bajo el nombre -permítanme ustedes esta
expresión sumaria- de ‘Cultura
occidental’".
Si bien el juez no es el único responsable de la
defensa de la Carta Fundamental y de los valores y principios que
ella encarna, toda vez que todos los poderes constituidos,
así como los habitantes de la República,
están sometidos a ella; pero, en el eventual caso de que
la infrinjan, el Tribunal Constitucional tiene la misión
de colocar las cosas en sus justas dimensiones. "Verdad es que
no es exactamente así del todo, como si el juez fuese,
según la Ley Fundamental, el único responsable de
esa protección; naturalmente, la defensa y
protección de la Constitución y de un sistema de
valores constituye la labor más nobles de todos los
órganos estatales y, sobre todo, del legislador. Pero en
caso de duda, es el juez el que tiene de hecho la última
palabra."
Como puede observarse, en ningún momento, en esta
investigación, se está poniendo en tela de duda el
control que legítima y necesariamente ejercen los jueces
sobre los otros poderes constituidos. Tampoco estamos abogando
por una vuelta al pasado, donde el juez se convierte en un
esclavo o siervo de la ley, obligándosele a aplicarla
mecánicamente. Mucho menos estamos propiciando un
fortalecimiento del legislativo a costa del judicial. De lo que
se trata, entonces, es de algo más sencillo y elemental:
evitar la extralimitación del juez constitucional,
valiéndose para ello de los poderes extraordinarios, los
cuales no se cuestionan, sino que se justifican por lo que se
dijo atrás y lo que se expondrá a
continuación.
Al igual que la ficción de que
el juez era un sujeto pasivo a
la hora de aplicar la ley a un caso concreto, hoy
en día vimos otras, que hacen del sistema
democrático algo muy diferente a su concepción
prístina u originaria. En efecto, a causa de una serie de
factores que han confluido en un mismo momento histórico
(la
globalización, la crisis del
Estado Nación,
la crisis del Estado bienestar, la subordinación del poder
político al económico en una dimensión nunca
antes vista, la pérdida de legitimidad de los partidos
políticos, el sobredimensionamiento del poder
político, etc.), estamos viviendo un desmontaje
democrático del sistema democrático. Lo anterior
significa, ni más ni menos, que los presupuestos
esenciales de la democracia
están en crisis y requieren de una nueva
formulación de cara a la realidad actual. Estamos frente a
un fenómeno de vaciamiento del sistema, de una peligrosa y
silenciosa tendencia que demanda de una
reflexión y de su reformulación. Para puntualizar
más el asunto, es importante tener presente que, desde
hace muchos años, importantes teóricos
habían ya visualizado que, un pilar fundamental del
sistema, el principio de separación de poderes, denominado
más técnicamente como de separación de
funciones, ya no cumplía con el propósito para el
cual fue diseñado. En efecto, la teoría
y la práctica de la democracia parten de una premisa
fundamental: la distribución del poder entre varios
órganos. Si bien este principio se ha visto flexibilizado
y, en algunos supuestos, hasta cuestionado por la
irrupción de la democracia de partidos, lo cierto del caso
es que sigue siendo un pilar fundamental del Estado social y
democrático de Derecho, aunque no tenga hoy los alcances
que tuvo en la democracia liberal.
Tampoco es posible sostener hoy en día la
tesis de la
ley como norma abstracta y general del comportamiento
humano para cierto tiempo, es decir, un mandato orientado en
función
de la justicia, y no la expresión de una voluntad
orientada a un fin. En pocas palabras, la ley como
expresión de "la voluntad general" que tutela, promueve
y realiza el interés
general por encima de los intereses particulares o de grupos que
interactúan en la sociedad. El
concepto de la potestad de legislar, la que reside en el pueblo,
la cual la delegada en sus representantes para que estos
promuevan el bienestar general o la justicia, es un concepto en
crisis; al igual que lo es que dicha potestad no está
sujeta a límites o limitaciones (artículo 105
constitucional). "En el moderno ‘Estado social’,
‘Estado de prestaciones’, ‘Estado
distribuidor’ –o como se le quiera llamar- la ley ha
pasado a primer plano como acto de conformación
política orientado a un fin, como una medida determinada
para superar esta situación totalmente concreta y, por
ello, planteada a corto plazo y negociada a menudo en el conflicto de
grupos contrapuestos de intereses." "Tales leyes son actos de
dirección política, ciertamente no por ello exentas
de la sujeción al valor de la
justicia; pero no son primariamente expresión de ese
valor, sino de una voluntad de conformación
política condicionada a la situación y al momento.
Lamentarse de esta evolución es inútil, porque es algo
inevitable, adecuado al Estado moderno y, finalmente, porque no
se puede impedir."
La Ley se nos presenta, pues, como un medio para la
realización de cambiantes fines políticos,
más que como un instrumento de promoción y aseguramiento del
interés general. Las razones de este cambio que ha
tenido el Parlamento en el ejercicio de su potestad más
importante no están claras; empero, siguiendo a BACHOF,
se puede afirmar, con
un alto grado de certeza, que entre ellas se encuentran: la
penetración de los partidos políticos, con un
agravante en la actualidad –agregamos nosotros-, y es su
pérdida de legitimidad social, lo que ha provocado que el
Parlamento ya no represente el pueblo en su conjunto, como otrora
sucedió con los diputados independientes. En pocas
palabras, se ha fracturado la confianza en la objetividad y
neutralidad de los órganos legislativos. A ello se
adiciona, los grupos extraparlamentarios que a menudo obligan al
Parlamento a posponer decisiones políticas
fundamentales en aras de no afectar sus intereses, los cuales no
necesariamente coinciden con el interés general. Por
último, tampoco hoy existe confianza en el producto de la
ley, no solo en cuanto a la capacidad del acto parlamentario
final de realizar el ideal de justicia o el interés
general, sino en cuando a la calidad en
sí misma de la ley, concretamente: a su capacidad efectiva
de dar una solución adecuada y justa al problema que
pretende resolver.
¿Significa lo anterior que le Parlamento no tiene
razón ser en la evolución actual de la sociedad? De
ninguna manera, estamos claros que el Parlamento sigue
desempeñando un papel trascendente dentro del sistema,
aunque no compagina, en toda su extensión, con el que
originalmente le fue asignado. Hoy su labor está
más orientada al control político, papel que
recae fundamentalmente
en el partido de oposición y los partidos
emergentes, función que se ve desdibujada, cuando en la
práctica no existe grandes diferencias entre los partidos
tradicionales que controlan la Cámara, por la elemental
razón de que no puede existir oposición cuando, en
lo fundamental, se comparte un mismo proyecto
político y se responde a los mismos intereses. En todo
caso, aunque con menor intensidad, sigue teniendo sentido la
expresión de que no hay democracia sin Parlamento
ni este sin
oposición.
Y qué
decir del principio de alternancia en el poder, el cual,
según el lenguaje
del Tribunal Constitucional, tiene un significado limitado, en
tanto implica la posibilidad real y efectiva de que los cargos
públicos se ocupen temporalmente conforme a los
períodos previamente fijados en la Constitución
Política o en la ley. Este principio presupone,
según el Tribunal Constitucional, "(…) de un
régimen democrático que permita la competencia real
y equitativa de los partidos o de los grupos, sectores o
asociaciones –como en este caso-, de manera que se supone
una igualdad real de oportunidades, de donde no puede
privilegiarse ningún sector, grupo o candidato."
Empero, los hechos, que son lo que realmente cuentan, desdicen
todo lo que afirma el Tribunal. Basta con mirar someramente
nuestro régimen de partidos políticos, así
como el sistema de financiamiento, para concluir que ellos no
compiten en igualdad de condiciones, que hay unos, los menos y
tradicionales, que tienen acceso a la contribución del
Estado (financiamiento público) y a las contribuciones
privadas, mientras que los partidos emergentes y los otros, no
tienen tal opción, lo que ha convertido los procesos
electorales de los últimos cincuenta años en una
competencia desigual, donde las opciones políticas no
tradicionales y nuevas no tienen ninguna posibilidad real de
acceder al poder político, salvo una contada
excepción que confirma la regla. Estamos, pues, frente a
una oferta
electoral devaluada y distorsionada.
Si a lo anterior se le suma que los dos partidos
tradicionales son dos máquinas
movidas por un mismo motor: el grupo
económico que controla la economía, lo que ha
borrado las diferencias ideológicas, políticas y
programáticas entre ellos –aunque en los programas de
gobierno los
dirigentes políticos de ambas agrupaciones hacen ingentes
esfuerzos por diferenciarse el uno del otro-, lo cual, desde la
óptica
del elector, da igual el votar por uno que por el otro, porque, a
fin de cuentas, la
conducción del gobierno tendrá la misma
orientación política, con algunos ligeros matices
claro está, los procesos electorales, en nuestro
país, no pueden estar más alejados del ideal clásico del
sistema democrático. En pocas palabras, el ideal de las
elecciones libres, periódicas y disputadas, en buena
medida, ha quedado reducido al segundo componente. Con base en lo
anterior, y por lo que más adelante se dirá,
tenemos un democracia devaluada y con una clara tendencia a la
pérdida de legitimidad.
Frente a este estado de cosas, qué sentido tiene
un elemento clave del sistema democrático, como son los
procesos electorales. En primer término, algo que no es
muy relevante, aunque sí muy práctico: ser una
técnica de representación que permite racionalizar
el ejercicio del poder político. Siguiendo a HAURIOU, se
podría afirmar que se concretiza a través de la
democracia representativa un ideal de la civilización
occidental: el gusto por la
organización racional. Empero, esta técnica no
es exclusiva de los sistemas
constitucionalistas, para utilizar el lenguaje de
LOWENSTEIN, ya que también en los sistemas
autocráticos se dan los mecanismos de
racionalización del ejercicio del poder.
En lo que sí aventajan los procesos electorales
en los sistemas democráticos a los que se dan en los
sistemas autocráticos, es que los primeros constituyen un
mecanismo para expulsar del poder a los malos gobernantes o
aquellos que han cometido errores graves en el ejercicio de la
gestión
pública. También, la periodicidad electoral evita
que se establezcan regímenes que concentren el poder más allá
de lo razonable y, que constituyan, un peligro contra la
razón de ser del sistema: el garantizar y proteger los
derechos y las libertades fundamentales de la persona. Visto
así este asunto, en el estado actual de las cosas, los
procesos electorales, pese a sus falencias, siguen constituyendo
un antídoto esencial contra la dictadura y,
por consiguiente, un instrumento a favor de los derechos y
libertades fundamentales y la dignidad humana.
Para complicar más el asunto, a todo lo anterior
habría que adicionar como peligro latente y real contra
las libertades y derechos fundamentales, el crecimiento del
Estado burocrático, lo que ha permitido que una importante
parte de poder político sea ejercido por los mandos medios del
aparato estatal. Sobre el particular, TOMÁS-RAMÓN
FERNÁNDEZ, citado a VICENTE BLASI, nos recuerda esta cruda
realidad de la siguiente forma:
"A medida que el gobierno se torna más
complejo e insensible, los individuos atrapados en el laberinto
pueden darse menos el lujo de preocuparse por el bienestar
público: primero tiene que ocuparse de sí mismos.
Además, conforme el comportamiento
se hace más intolerante, las desigualdades en la
distribución del poder adquieren más importancia y
en la mente de los demócratas afectados nace el deseo de
corregir esas desigualdades."
Frente a este panorama, encontramos un Parlamento mediatizado por
los partidos políticos, cada vez más carentes de
legitimidad, por los grupos de
presión, y por el fenómeno de la obsolescencia
a causa de la revolución
tecno-ciéntifica; y un Poder Ejecutivo condicionado por
una burocracia
galopante y por esos mismos grupos de presión,
que, día a día, se alegan más del
interés general, para defender sus puntuales y
particulares intereses, el ciudadano común, el hombre de
la calle, a quien se le ha despojado de las técnicas y
mecanismos que diseñó el sistema por un proceso que
persigue desmotar democráticamente al sistema democracia
(todos los cambios se han hecho siguiendo sus reglas), requiere,
con urgencia y, si se quiere con desesperación, de un
órgano que lo arrope y que esté dispuesto a jugarse
el todo por el todo, pese a las críticas y a las
incomprensiones, en defensa y resguardo de los valores y
principios del sistema democrático que, en última
instancia, tienen como finalidad el garantizar y proteger sus
libertades y derechos fundamentales, en una expresión: su
dignidad humana. Esta noble y trascendental misión el
Derecho de la Constitución la ha confiado al Tribunal
Constitucional, ya que sin en él no tendría
razón de ser ni la Carta Fundamental ni los valores y
principios que encarna, defiende y promueve. En palabras de
GARCÍA DE ENTERRÍA "(…) una
Constitución sin un Tribunal Constitucional que imponga su
interpretación y la efectividad de la misma en los casos
cuestionados es una Constitución herida de muerte, que
liga su suerte a la del partido en el poder, que impone en esos
casos, por simple prevalencia fáctica, la
interpretación que en ese momento le
conviene."
Dicho todo lo anterior, para dejar sentada, de una vez y
por siempre, nuestra inclaudicable opción a favor de la
existencia del Tribunal Constitucional con poderes reales, y no
de maquillaje, debemos indicar que nuestra punto se
afincará de aquí en adelante en el tema de los
excesos de este órgano fundamental del Estado.
Es pacífica la doctrina en aceptar que el
Tribunal Constitucional puede caer en exceso. En vista de esta
realidad, se han diseñado una seria de técnicas de
controles intraórgano y de interórganos para evitar
que tal hecho acontezca, y cuando ello ocurre, rectificar o
encausar a la sociedad a la postura que un momento
histórico se considera correcta y aceptable.
En el sistema democrático ningún
órgano o ente es inmune al control. No existen, por ende,
órganos o entes con competencias ilimitadas ni exentos de
controles de parte de otros. En este sentido, el Tribunal
Constitucional no es la excepción. A nuestro modo de ver,
existen en el sistema
político-jurídico costarricense tres
técnicas de control sobre la Sala Constitucional; nos
referimos concretamente a las siguientes: la no-reelección
de sus integrantes, la reforma parcial a la Carta Fundamental y
la potestad de investigación. Todas ellas son competencia
exclusiva del Parlamento, toda vez que este expresa, aunque no en
forma exclusiva, el pluralismo político y los valores
esenciales del sistema democrático. En esta
dirección, no podemos olvidar de que no existe democracia
sin Parlamento ni este sin oposición. Ergo, el control
parlamentario, en este y otros casos, es una necesidad, una
exigencia, derivada del concepto de la democracia representativa.
"En definitiva, ésta se apoya sobre una idea muy
simple: el poder reside en el pueblo, quien lo delega en ciertos
órganos que tienen la misión de realizar la
voluntad popular democráticamente expresada." "Una
democracia es fundamentalmente un régimen en el que las
cosas pueden ser cambiadas, y para ellos existen mecanismos
pacíficos."
Tampoco podemos dejar de lado, que ante el problema del
activismo judicial, el cual está estrechamente relacionado
con la legitimidad del juez constitucional, la doctrina ha
establecido una serie de límites. El primer de ellos, es
la propia Constitución. Al respecto, HESSE, nos indica lo
siguiente:
"La cuestión que se plantea con una tal
pluralidad es, si se puede impedir que la interpretación
constitucional se convierta en una cuestión de arbitrio
personal, si
no será posible contar con ciertos asideros fijos que
diferencien una decisión judicial de una decisión
política. Pues bien, puede ser poco pero hay que mantener
que si hay algo firme vinculante más allá de toda
pluralidad es el texto
constitucional. Todo el mundo está vinculado por el
texto."
Otro límite de la función jurisdiccional,
es el "self-restraint", es decir, la autolimitación que se
impone el juez constitucional para evitar en sus decisiones la
imposición inconsciente de su propia escala de
valores. HESS HERRERA, señala, acertadamente, que el
"self-restraint", en muchos casos, es ejercido a través de
los votos salvados, cuando uno o varias de los Magistrados llegan
a la conclusión que el voto de la mayoría ha ido
más allá de sus competencias. "Así, RUBIO
LLORENTE, Magistrado del Tribunal Constitucional español,
emitió el siguiente voto particular:
‘…con esta decisión la
mayoría traspasa los límites propios de la
jurisdicción constitucional e invade el ámbito que
la Constitución reserva al legislador; vulnera así
el principio de separación de poderes inherente a la vida
del Estado de Derecho
y opera como si el TC fuese una especie de Tercera Cámara,
con facultades para resolver sobre el contenido ético o la
oportunidad política de las normas aprobadas por las
Cortes Generales.’"
Por último, un importante sector de la doctrina
ha llegado a la conclusión que la interpretación
constitucional tiene su propia peculiaridad que la diferencia de
las demás interpretaciones jurídicas. A causa de lo
anterior, a la par de los métodos
tradicionales de interpretación (gramatical,
sistemático, teleológico e histórico), se
han desarrollado una serie de principios de interpretación
constitucional, entre los cuales se encuentran: el principio de
la unidad de la Constitución, que señala que las
normas de la Carta Fundamental no pueden interpretarse en forma
aislada, sino que deben considerarse formando parte de la
totalidad; el principio de armonización y concordancia
práctica, que expresa que los bienes
jurídicos constitucionalmente tutelados deben ser
coordinados de tal modo que en la solución de los problemas
todos ellos conserven su identidad, o
sea, cuando se produce una colisión de esos bienes no se
debe realizar una interpretación donde se sacrifica un
bien en aras del otro, no debe magnificarse o minificarse uno
respecto a otro o los demás; el principio de la
corrección funcional, con base en él la
interpretación de los preceptos constitucionales no debe
desvirtuar la distribución de competencias y el equilibrio
entre los poderes y organismos del Estado diseñados por la
Carta Fundamental; el principio de la eficacia
integradora, mediante el cual las normas constitucionales, que
señalan funciones o que dotan a los órganos de
competencias, tienen que ser interpretados tomando en
consideración el efecto generador (integración) de la Constitución y;
por último, el principio de eficacia o efectividad, cuyo
objetivo es dirigir y encausar la actividad del intérprete
hacia aquellas opciones herméuticas que optimicen y
maximicen la eficacia de las normas constitucionales, sin
distorsionar su contenido.
Con base en lo anterior, y en especial con fundamento en
los principios de interpretación de corrección
funcional y de la eficacia integradora, el Tribunal
Constitucional no puede ni debe usurpar las materias reservas al
Poder Constituyente, en sus diversas modalidades, ni tampoco
vaciar de contenido o reducir la esfera competencial que el
Derecho de la Constitución le otorga y garantiza a los
órganos fundamentales del Estado, a los órganos de
relevancia constitucional y a los entes públicos regulados
en la Carta Fundamental. Este es un límite infranqueable,
una valla imposible de superar, para el Tribunal Constitucional,
salvo que actúe al margen del ordenamiento jurídico
a través un de acto arbitrario y con un alto contenido de
exceso de poder.
A.- La
imposibilidad de los jueces para variar la concepción que
está en la Carta Fundamental sobre el
matrimonio.
Después de esta larga y necesaria
digresión, y centrándonos nuevamente en el tema de
estudio, hemos de afirmar que los jueces, en nuestro medio el
Tribunal Constitucional, está imposibilitado
jurídicamente para variar la concepción del
matrimonio que el Constituyente explicitó en
ella.
Como es de todos conocidos, el Constituyente, en nuestro
caso, optó por una concepción de matrimonio
heterosexual monogámico. Sobre el particular, en el
informe que elaborados en la acción de
inconstitucionalidad supra señalada, sobre este punto
concluimos lo siguiente:
"No existe la menor duda de que el constituyente
originario optó por un matrimonio heterosexual
monogámico. Esta conclusión se desprende de los
métodos de interpretación histórico,
sistemático y teleológico. En efecto, revisando las
Actas de la Asamblea Nacional Constituyente, Tomo n.° II,
páginas 569 y 573 a 586, sólo se puede llegar a una
conclusión en esta materia: la opción
constitucional, con exclusividad de cualquier otra, fue a
favor del matrimonio heterosexual monogámico (sobre
el segundo calificativo, véanse los votos del Tribunal
Constitucional números 3693-94 y 2129-94, en los cuales
indicó que el ordenamiento jurídico-matrimonial
costarricense, se inspira en el concepto monogámico de la
cultura occidental, de modo tal que para contraer matrimonio,
debe existir libertad de estado). Nótese que en la
discusión de las mociones presentadas por los Diputados
Trejos, Esquivel, Desanti y González Flores, el debate
giró en torno a
padres, hijos, niños y madres;
incluso la polémica se centró en la
equiparación entre los hijos habidos dentro y fuera del
matrimonio y la investigación de paternidad, lo que,
obviamente, supone que el constituyente originario tenía
en mente un tipo de matrimonio muy puntual; por consiguiente, una
interpretación extensiva del concepto matrimonio, para
incluir otro tipo de relaciones inter-personales (homosexuales,
poligámicas, etc.), tendría el efecto pernicioso y
antijurídico de sustituir a aquél.
Con base en una interpretación sistemática
de las normas constitucionales, también necesariamente se
debe concluir que el tipo de matrimonio que tiene
exclusividad en la sociedad costarricense, es el
heterosexual y monogámico. A nuestro modo de ver,
el error en incurren algunos es que interpretan, en forma
aislada, el Derecho de la Constitución. Desde su
particular perspectiva, indican que el numeral 52 constitucional
no habla de matrimonio heterosexual, sino únicamente de
matrimonio, por lo que tal concepto constituiría una
especie de ‘cajón de sastre’ donde es posible
subsumir diversas modalidades de éste. Empero, con base en
una interpretación sistemática del texto
constitucional, haciendo la correlación lógica y
necesaria entre sus normas, y conforme al principio de
interpretación sentado por la Corte Plena y seguido por el
Tribunal Constitucional, en el sentido de que los preceptos
constitucionales no puede interpretarse en forma aislada, sino de
manera conjunta para evitar que se den contradicciones
insalvables entre ellos, ya que estamos en presencia de un texto
armonioso y coherente (principio de la unidad de la
Constitución), tenemos que el Derecho de la
Constitución se refiere, con exclusividad, a un
matrimonio heterosexual monogámico. En efecto,
nótese como el numeral 51, cuando habla de la familia, se
refiere a la madre y al niño. Evidentemente, cuando el
artículo 52 regula el matrimonio, como la base esencial de
la familia, es aquél formado por un hombre y una
mujer y, por consiguiente, la equiparación de
derechos de los cónyuges está referida a los
derechos que en un matrimonio heterosexual monogámico
tienen el hombre y la mujer.
Incluso, acto seguido, en el numeral 53, se señala que los
padres (hombre y mujer) tienen con sus hijos habidos fuera del
matrimonio las mismas obligaciones que con los nacidos en
él. Además, se indica que toda persona tiene
derecho a saber quiénes son sus padres, conforme a la ley.
En el artículo 54 constitucional se prohíbe toda
calificación personal sobre la naturaleza de la
filiación. Y, por último, se expresa que la
protección especial de la madre y del menor
estará a cargo de una institución autónoma
denominada Patronato Nacional de la Infancia.
También la Convención Americana sobre
Derechos Humanos, ‘Pacto de San José’,
aprobada por Ley n.° 4534 de 23 de febrero de 1970, adopta un
concepto idéntico al que sigue el Derecho de la
Constitución en el Estado de Costa Rica. En efecto, en el
artículo 17, se indica que la familia es el elemento
natural y fundamental de la sociedad y debe ser protegida por
ella y el Estado. Se reconoce el derecho del hombre y la
mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si
tienen la edad y las condiciones requeridas para ello por las
leyes internas, en las medida que éstas no afecten al
principio de no discriminación establecidos en la
Convención. Además, se le impone el deber a los
Estados partes de adoptar las medidas apropiadas para asegurar el
derecho y la adecuada equivalencia de responsabilidades de los
cónyuges en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y
en caso de su disolución. En este último supuesto,
debe adoptar disposiciones que aseguren la protección
necesaria de los hijos, sobre la base única del
interés y convivencia de ellos. En igual sentido, se
manifiesta el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, aprobado mediante Ley n. ° 4229 de 11 de
diciembre de 1968, cuando, en su numeral 23, manifiesta lo
siguiente:
‘1. La familia es el elemento natural y
fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección
de la sociedad y del Estado.
2. Se reconoce el derecho del hombre y de la
mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si
tiene edad para ello.
3. El matrimonio no podrá celebrarse sin el
libre y pleno consentimiento de los contrayentes.
4. Los Estados Partes en el presente Pacto
tomarán las medidas apropiadas para asegurar la igualdad
de derechos y de responsabilidades de ambos esposos en cuanto al
matrimonio, durante el matrimonio, y en caso de disolución
del mismo. En caso de disolución, se adoptarán
disposiciones que aseguren la protección necesaria a los
hijos.’ (Las negritas no corresponden al
original).
Igual sucede con la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, la que, en su numeral 16, expresa lo
siguiente:
‘Los hombres y las mujeres, a partir de
la edad núbil, tienen derecho, sin restricción
alguna por motivos de raza, nacionalidad o
religión,
a casarse y fundar una familia, y disfrutarán de iguales
derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en caso
de disolución del matrimonio.’ (Las negritas no
corresponden al original).
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso
Cossey vs. Reino Unido (1990), sostuvo que el derecho al
matrimonio garantizado por el artículo 12 [del Convenio de
Roma de 1950], es
el matrimonio tradicional entre dos personas de sexo
biológico opuesto.
Por su parte, el Tribunal Constitucional español
(Auto 222/94, de 11 de julio de 1994) confirmó la tesis de
que el art. 32.1 de la Constitución española se
refiere exclusivamente al matrimonio entre personas de distinto
sexo. ‘La unión entre personas del mismo sexo
biológico no es una institución
jurídicamente regulada ni existe un derecho
constitucional a su establecimiento.’ (Las negritas
no se encuentran en el original).
Como puede observarse de lo anterior, el matrimonio a
que se refiere el Derecho de la Constitución es aquel
formado por un hombre y una mujer, el cual, como se
indicó atrás, tiene exclusividad en la sociedad
costarricense, lo que impide tutelar bajo este instituto
socio-jurídico otro tipo de relaciones inter-personales
distintas a las heterosexuales y
monogámicas.
En tercer término, la norma que se tacha de
inconstitucionalidad tiene una finalidad constitucional
legítima y, por consiguiente, resulta conforme al Derecho
de la Constitución. Más aún, se
podría expresar de que estamos en presencia de una
‘norma eco’, no en el sentido literal sino
ideológico, que concretiza la concepción que
necesaria y lógicamente se deriva del Derecho de la
Constitución. En otras palabras, la norma legal
específica y desarrolla la concepción de matrimonio
que se encuentra en el texto constitucional.
En otro orden ideas, alguien podría objetar la
línea argumentativa que estamos siguiendo en este informe,
señalando que nuestra postura desconoce lo que en doctrina
se conoce como la ‘jurisprudencia progresiva’, que le
permite al Tribunal Constitucional adaptar el texto
constitucional a los nuevos tiempos. Empero, un planteamiento en
esta dirección es engañoso y debe ser matizado con
los argumentos que a continuación se desarrollarán.
En primer lugar, y siendo congruentes y objetivos con
el Tribunal Constitucional, la Procuraduría General de la
República ha admitido que una norma legal que,
originalmente cumplía con los parámetros de
constitucionalidad al momento de su promulgación, por el
cambio en las circunstancias, podría, con el tiempo,
llegar a ser inconstitucional (véase, al respecto el
informe del Órgano Asesor en la acción de
inconstitucional que se tramita bajo el expediente judicial n.
02-008182-0007-CO.). Sin embargo, en estos casos lo que sucede es
que la realidad rebasa el contenido de norma infraconstitucional
y la enfrenta con el Derecho de la Constitución. Desde
esta perspectiva, sí resulta legítimo y necesario
que el Tribunal Constitucional acoja esta especie de
‘inconstitucional sobreviviente’.
Distinta es la situación que se da cuando se
presenta un desfase entre la concepción originalmente
adoptada por el constituyente originario o derivado y la realidad
social, producto del devenir histórico (haciendo la
aclaración que no es lo que ocurre en el presente asunto)
toda vez que este Órgano Asesor no cuenta con estudios
sociológicos que nos permitan sostener válidamente
una afirmación de este calibre, por lo que el
análisis se hace en un plano teórico o
dogmático. Cuando acontece una situación como la
descrita (reiterando que no es el caso en estudio) el Tribunal
Constitucional carece de competencia para declarar la
inconstitucionalidad de la norma infraconstitucional cuando
ésta responde a la concepción prístina,
objetiva y razonable que se encuentra en el Derecho de la
Constitución, por la elemental razón de que para
ello sería menester que cambie la concepción fijada
en él, aspecto de exclusiva competencia del poder
constituyente. Sobre el particular, resultan pertinentes las
palabras del Tribunal Constitucional, expresadas en el voto
n.° 720-91, cuando indicó lo siguiente:
‘III.- La Constitución, como norma
fundamental de un Estado de Derecho, y como reflejo del modelo
ideológico de vida, posee las convicciones y valores
comúnmente compartidas y reconocidas que representan los
principios sobre los que se basará todo el ordenamiento
jurídico y la vida en sociedad misma y sus valores, y por
ello, se previó para su adaptación un procedimiento de
reforma, para irla ajustando a estas exigencias. Es
también tarea de la Sala Constitucional, en cuanto
intérprete supremo de la Carta Política, ir
adecuando el texto constitucional conforme a las coordenadas de
tiempo y espacio. Por eso la reforma constitucional debe
utilizarse sólo en aquellos casos en que se produzca un
desfase profundo entre los valores subyacentes de la sociedad y
los recogidos en el texto constitucional. o bien cuando
aparezcan nuevas circunstancias que hagan necesaria la
regulación en determinadas materias no contempladas
expresamente por el constituyente y que no pueden derivarse de
sus principios’.
III.- De la lectura
completa del párrafo transcrito se desprende claramente
que la Sala no ha confundido su competencia jurisdiccional. en
cuanto intérprete supremo de la Carta Política
-supremo porque no tiene superior. por jerarquía o en
grado-, con la de la Asamblea Legislativa, en función de
poder constituyente derivado. para reformar parcialmente la
Constitución: el hecho de que la interpretación
jurisdiccional produzca el efecto de ‘ir adecuando el texto
constitucional…’, no es ninguna novedad ni mucho menos.
una presuntuosa extensión de las potestades de la Sala,
sino sencillamente la observación de que. como ocurre con todos
los tribunales constitucionales, los textos estáticos de
la Constitución adquieren su necesario dinamismo al ser
interpretados y aplicados por ellos a través del tiempo y
respecto de situaciones diferentes de las que prevalecían
en el momento de promulgarse aquéllos; pero nada de esto
significa que el juez constitucional, en su función de
interpretación y aplicación de los principios y
normas de la Constitución, sustituya o invada las
potestades propias y exclusivas del constituyente para reformar
el texto mismo de la Constitución e irlo así
ajustando a nuevas concepciones y necesidades para las cuales no
basta la interpretación, ni esa pretensión puede
entreverse del texto que se aclara, ya que, como el señor
Presidente de la Asamblea dice:
‘Es claro que por vía de jurisprudencia
esa Sala puede y debe hacer esa renovación y
actualización de la Carta Magna. Pero no limita en modo
alguno las facultades de la Asamblea Legislativa en esta
materia’.
IV.- En este sentido, cuando en el párrafo
transcrito se dijo que la reforma constitucional sólo debe
utilizarse en casos calificados de excepción, lo que se
hizo fue destacar un principio esencialmente vinculado al
concepto democrático de Constitución, según
el cual ésta no es un mero programa de
gobierno ni una mera toma ideológica de posición,
sino un cuerpo de normas, principios y valores fundamentales por
cuyo cauce debe correr la vida toda de la sociedad, nacidos de un
consenso lo más cercano a la unanimidad posible; normas,
principios y valores que, por su mismo carácter de
fundamentales, no deben estar sujetos a constantes modificaciones
ni, mucho menos, al vaivén de mayorías
parlamentarias transitorias. Desde luego, nadie podría
impedir legítimamente que el poder constituyente someta la
Constitución a reformas, aun si estas pudieran parecer
inconsistentes o contradictorias con sus valores o sentido
permanentes o con la rigidez que éstos reclaman; pero la
Jurisdicción Constitucional está obligada, por lo
menos, a señalar las inconveniencias o peligros de su
ejercicio, en cumplimiento de su misión de colaborar con
el poder constituyente en esta vía meramente preventiva,
consultiva y, por ende, no vinculante de constitucionalidad. De
tal manera, la Sala descarga sus responsabilidades
constitucionales y legales sin perder de vista, que, de
conformidad con los artículos 2°, 7°, 195, 196, en
su caso, 105 de la Constitución Política, la
soberanía pertenece a la Nación
y se ejerce también por la Asamblea o en su caso, por una
Asamblea Constituyente, para las reformas de la propia
Constitución, así como que la potestad de legislar
reside en el pueblo, el cual la delega, por medio del sufragio y
dentro de los rigurosos límites constitucionales, en la
Asamblea Legislativa, para la legislación común. Es
atribución, pues, de la Asamblea, y no de esta Sala,
determinar la oportunidad de modificar las normas o principios de
la Carta Fundamental. Así se dijo en el pronunciamiento
principal:
‘…la Sala podrá externar su parecer en
cuanto al fondo con el objeto de evitar que se introduzcan
reformas que produzcan antimonias entre normas o principios
constitucionales, pero en este aspecto, es lógico que su
opinión no es vinculante, pues es el legislador
constituyente el que tiene el poder de reformar total o
parcialmente la Constitución Política atendiendo a
las normas en ella establecidas para este efecto’
(Consideración II).
V.- En cuanto al resto de los comentarios que
contiene el memorial de 4 de los corrientes, que expresa la
opinión del petente sobre un punto concreto, éstos
deberán ser reiterados en la oportunidad en que la Sala,
en el caso en que ello se discuta, tenga que pronunciarse de
acuerdo con su competencia.
POR TANTO:
Se aclara la resolución No. 678-91 de las
14:16 horas del 27 de marzo de 1991 (expediente No. 577-M-91 ),
en la Consulta Preceptiva de Constitucionalidad sobre el proyecto
de reforma del artículo 24 de la Constitución
Política (expediente legislativo No. 11.091) en el sentido
de que las potestades de esta Sala en cuanto intérprete
supremo de la Carta Política son exclusivamente
jurisdiccionales y, como tales, se limitan a Interpretar y
aplicar los principios y normas de la Constitución, con
todas sus consecuencias, pero sin suplantar las de
mérito, oportunidad o conveniencia que, dentro de los
límites impuestos por la
propia Constitución, corresponden a la Asamblea
Legislativa, o en su caso, a una Asamblea Constituyente, en
función de poderes constituyentes derivados de conformidad
con los artículos 195, 196 o en su caso, 7° de la
Carta Fundamental.’ (Las negritas no se encuentran
en el original).
De este importante voto se extrae una máxima, y
es que cuando existe un desfase profundo entre los valores
subyacentes en la sociedad y los recogidos en el texto
constitucional, el llamado a realizar el ajuste, en vista de
que goza de una competencia exclusiva y prevalente, es el
poder constituyente, nunca el Tribunal Constitucional, ya que no
tiene tales poderes. Consecuentemente, y como bien lo
explicó el redactor del voto, Magistrado Piza Escalante,
la labor de interpretación se limita a ir adecuando el
texto constitucional en aquellos ámbitos que no
conllevan una modificación sustancial a la
concepción que le dio el constituyente a los elementos
claves del sistema político, social, económico y
cultural. En palabras de BALAGUER CALLEJÓN
‘(…) al intérprete no le está
permitido rebasar las posibilidades que le ofrece el texto, por
en encima del texto mismo. Si las rebasa, deja de realizar
interpretación constitucional para entrar en el terreno de
la ilegitimidad constitucional.’ (Véase a
BALAGUER CALLEJÓN, María Luisa.
Interpretación de la Constitución y Ordenamiento
Jurídico. Tecnos. Madrid-España,
1997, página 26).
Esta postura resulta también congruente con la
concepción que ha seguido el Alto Tribunal de la
República (en votación dividida, cinco votos contra
dos), en el sentido de que la Asamblea Legislativa, como poder
reformador, es incompetente para afectar negativamente los
derechos fundamentales y los elementos esenciales del sistema
político. ‘La Asamblea Legislativa como poder
reformador derivado, está limitada por el Poder
Constituyente en su capacidad para reformar la
Constitución: no puede reducir, amputar, eliminar,
ni limitar derechos y garantías fundamentales, ni
derechos políticos de los ciudadanos, ni los aspectos
esenciales de la organización política y
económica del país. Únicamente mediante e
procedimiento de reforma general, regulado en el artículo
196 de la Constitución Política y en estricto apego
a lo allí dispuesto, se podrá intentar una reforma
de tal naturaleza.’ Si esta postura es válida
para la Asamblea Legislativa, también resulta de
aplicación para el Tribunal Constitucional.
En el caso que nos ocupa, no existe la menor duda de que
estamos ante un aspecto clave, fundamental (quizás el
más importante) del sistema social, como es la
concepción del matrimonio y de la familia. De acuerdo con
nuestro punto de vista, tal concepción, la cual es
evidente que responde a determinados valores, sólo se
podría transformar si así lo decretara el poder
constituyente mediante el procedimiento de reforma
general.
Congruente con lo anterior, el Tribunal Constitucional,
en el tanto y cuanto el poder constituyente no cambie la
concepción de matrimonio que se encuentra plasmada en el
Derecho de la Constitución, es incompetente para
declarar inconstitucional la norma legal que se
impugna.
En contra de la posición que estamos
desarrollando en este informe, se podría argumentar que la
concepción del Derecho de la Constitución en
relación con el matrimonio, la cual se expresa en la norma
impugnada, vulnera los derechos que los Tratados Internacionales
sobre Derechos Humanos le reconocen a las minorías. Sobre
el particular, en el informe que rindió la
Procuraduría General de la República en la
acción de inconstitucionalidad que se tramitó bajo
el expediente judicial n.° 02-008182-0007-CO, expresamos lo
siguiente:
‘En el presente caso, los accionantes
pretenden se declare la inconstitucionalidad de una norma
constitucional por violentar el contenido de un tratado
internacional, específicamente, la Convención
Americana sobre Derechos Humanos.
Si bien la Sala en algunas de sus sentencias ha
afirmado que los instrumentos de Derechos Humanos vigentes en
Costa Rica tiene igual fuerza normativa y de garantía
que la Constitución misma, lo que en la práctica
equivale a que en la medida en que otorguen mayores derechos o
garantías a las personas, priman por sobre las
disposiciones constitucionales, es lo cierto que lo que la
Sala ha realizado es una integración de dichos
instrumentos internacionales para tomarlos como
parámetro de constitucionalidad de normas infra
constitucionales o como criterio de interpretación
constitucional, pero no ha declarado la inconstitucionalidad de
una norma constitucional con fundamento en esos
instrumentos.
Es más, textualmente, la Sala
señaló en la Resolución 5759-93 de 10 de
noviembre de 1993, ante una solicitud de aclaración de
la Sentencia 3435-92 que ‘los instrumentos
internacionales de Derechos Humanos vigentes en la
República, conforme a la reforma del artículo 48
Constitucional (Ley Nº 7128, de 18 de agosto de 1898), al
integrarse al ordenamiento jurídico al más alto
nivel, valga decir, al nivel constitucional, lo
complementan en cuanto favorezca a la
persona.’
Pero se insiste, nuestro sistema está
fundamentado en la Constitución Política como
vértice del resto del ordenamiento, y si bien el
artículo 48 integra como parámetro de
constitucionalidad a los tratados internacionales sobre
derechos humanos aplicables en la República, en modo
alguno ello puede servir para interpretar que éstos se
encuentran en una jerarquía superior a la
Constitución.
A mayor abundamiento, en la Resolución
6267-96 la Sala expresamente afirmó que se rechazaba la
acción presentada contra el artículo 10 de la
Carta Fundamental, en cuanto excluye del control constitucional
las resoluciones jurisdiccionales del Poder Judicial por
lesionar normas de la propia Constitución, de la
Declaración Americana sobre Derechos Humanos y de la
Declaración Universal de Derechos Humanos, porque la
competencia de ese Tribunal está reservada al control
meramente formal, es decir, a la determinación de si el
legislador utilizó o no el cauce establecido para
reformar la Constitución, pero no al mérito
sustancial de la reforma, por ser ello una cuestión que
atañe única y exclusivamente al constituyente
derivado, y que consecuentemente, escapa de la competencia de
la Sala.
Así, si se pretendiese que los tratados
internacionales sobre Derechos Humanos vigentes en Costa Rica
prevalezcan sobre el texto constitucional y se conviertan en un
parámetro de constitucionalidad de la propia
Constitución, es necesario realizar una reforma
constitucional que así lo establezca de manera
expresa.
Consecuente con lo anterior, el inciso d) del
artículo 73 de la Ley de la Jurisdicción
Constitucional es claro en señalar que cabe la
acción de inconstitucionalidad cuando alguna ley o
disposición general al infringe el artículo
7º, párrafo primero, de la Constitución, por
oponerse a un tratado público o convenio internacional.
Es decir, no se prevé expresamente la
confrontación entre un instrumento internacional con la
Carta Magna."
Por su parte, en la resolución 7118-00 de
cita, sobre este tema, en lo que interesa
señala:
‘a) Ante todo, la de que, como Tribunal de
Constitucionalidad que es, su función, aunque vinculada
de modo necesario a la política estatal, es,
específica y rigurosamente jurisdiccional y, por ende,
ajena a consideraciones de conveniencia, interés
público u otras que excedan los estrechos límites
de la interpretación y aplicación
jurisdiccionales del Derecho de la Constitución; pero
del Derecho de la Constitución como un todo, el cual
comprende, no sólo las normas, sino también, y
principalmente, si se quiere, los principios y valores de la
Constitución y del Derecho Internacional y Comunitario
aplicables, particularmente del Derecho de los Derechos
Humanos, lo cual obliga a mirar más allá de los
textos, en busca de su sentido, de su armonía
contextual, de la racionalidad y razonabilidad del propio
Derecho de la Constitución y de las normas y actos
subordinados a él, de su congruencia con otras normas,
principios o valores fundamentales, de su proporcionalidad con
los hechos, actos o conductas que tienden a regular o a
ordenar, y de las condiciones generales de igualdad sin
discriminación en que deben interpretarse
y aplicarse, todos los cuales son parámetros de
constitucionalidad, por ende de competencia de la Sala, pero
aun éstos no para valorar, política,
ideológica o incluso humanamente su mayor o menor
racionalidad, razonabilidad, congruencia, proporcionalidad,
igualdad o no discriminación, sino sólo para
determinar si han sido o no excedidos los límites de
tolerancia
más allá de los cuales se cae en la
inconstitucionalidad. En consecuencia, no le es dable invadir
los ámbitos que corresponden a los poderes
políticos u otros órganos constitucionales o
legales del Estado. En este sentido, aunque se le haya pedido,
incluso en la propia audiencia oral, la Sala carece de toda
competencia para valorar el mérito de la reforma
constitucional que aquí se impugna o de la Ley que la
incorporó a la Carta, ya fuera en sí o por su
forma o contenido, o su correspondencia o no con la voluntad o
deseos de los ciudadanos; menos, para subsanar la alegada
omisión de la Asamblea Legislativa al negarse a discutir
o a aprobar una eventual reforma constitucional que devolviera
a los Expresidentes la posibilidad de ser reelectos, de
cualquier manera o después de dos períodos, como
lo disponía el artículo 132 inciso 1°
original; o, mucho menos, para juzgar si la pretendida
reelección presidencial contribuiría o no a
resolver problemas coyunturales de la política electoral
costarricense;
(…)
d) Lo dicho hasta aquí significa, de una
vez, que la Sala no entrará a valorar los vicios de
fondo alegados, conforme al Considerando I apartes c) y d), o
sea, que la prohibición de reelección de
Expresidentes y de Exvicepresidentes, en su caso (art. 132 inc.
1° Const. antes y después de su reforma), y la de la
inmediata de los Diputados (art. 107 original), incluso las
condiciones originarias para los candidatos presidenciales
reproducidas por el Código Electoral (art. 6° inc.
1°), son inválidas por implicar una violación
o, por lo menos, una disminución grave de los derechos
políticos fundamentales de aquéllos —a ser
electos a los cargos de representación popular— y
de los de los ciudadanos en general —a elegir libremente
a sus gobernantes—, así como de los
genéricos de desempeñar los cargos
públicos, en condiciones de igualdad y sin
discriminación;…’
Con base en lo anterior, se puede afirmar –que no
es el caso que nos ocupa- que de ninguna manera se le puede dar
supremacía al instrumento internacional en contra de lo
que dispone un precepto legal (norma eco) que, en forma clara y
expresa, constituye un desarrollo de una concepción muy
concreta del Derecho de la Constitución. Además de
las razones ya apuntadas, existen otras. En primer lugar, una
postura diferente a la que estamos siguiendo significaría
que el Poder Ejecutivo y la Asamblea Legislativa, ésta
última en el uso de la potestad de legislar,
podrían modificar lo que dispuso el poder constituyente,
tanto el originario como el derivado, con sólo aprobar y
ratificar un tratado o convenio internacional sobre Derechos
Humanos. En esta dirección, el constitucionalista
francés PIERRE BON, nos recuerda que cuando un compromiso
internacional contiene una cláusula contraria a la
Constitución o supone un ataque a las condiciones
esenciales de ejercicio de la soberanía nacional, la
autorización para su ratificación exige una reforma
constitucional.
‘En su sentencia Maastricht I, el Consejo
Constitucional, tras recordar las disposiciones citadas
anteriormente, contenidas en el preámbulo de la
Constitución de 1958, en la Declaración de 1789, en
el preámbulo de la Constitución de 1946, así
como en el artículo 53 de la actual Constitución,
afirma que ‘el respeto a la
soberanía nacional no supone un obstáculo para que,
con fundamento en las disposiciones precitadas del
preámbulo de la Constitución de 1946, Francia puede
concluir, bajo reserva de reciprocidad, compromisos
internacionales a fin de participar en la creación y
desarrollo de una organización internacional permanente,
dotada de personalidad
jurídica e investida de poderes de decisión como
consecuencia de la transferencia de competencias consentidas por
los Estados miembros’. Prosigue su razonamiento, y
aquí se encuentra el aspecto esencial del mismo, que, no
obstante, ‘en caso de que los compromisos internacionales
suscritos con este fin contengan una cláusula contraria a
la Constitución o supongan un ataque a las condiciones
esenciales del ejercicio de la soberanía nacional, la
autorización para su ratificación exige una reforma
constitucional’ ( Véase BON, Pierre. ‘El
Tratado de Amsterdam ante el Consejo Constitucional
Francés’ En Revista
Española de Derecho Constitucional, volumen 18,
n.° 53, mayo-agosto de 1998, páginas 253 y
254).
De lo que llevamos dicho hasta aquí se desprende
una conclusión necesaria, y es que el Tribunal
Constitucional no tiene competencia para declarar
inconstitucional un precepto legal (norma eco) contrario a un
Convenio sobre Derechos Humanos, cuando tal declaratoria implica
necesariamente una modificación del Derecho de la
Constitución (principio, valores y normas). En el caso de
estas ‘normas eco’, la limitación de la
competencia viene impuesta no de la norma legal, sino de la
constitucional. Está de por demás el
expresar que, cuando no estamos en el supuesto de
análisis, no existe ningún impedimento para
declarar inconstitucional una norma infraconstitucional que sea
contraria a los instrumentos internacionales sobre los Derechos
Humanos.
En segundo término, la tesis que estamos
desechando conllevaría riesgos
inimaginables y peligrosos, toda vez que cada vez que se apruebe
y ratifique un convenio internacional sobre los Derechos Humanos,
podrían estarse modificando concepciones fundamentales,
aspectos esenciales del sistema político, del modelo
económico y de la vida social, sin que se le haya
consultado al cuerpo electoral a través de elecciones
libres y disputadas. En otras palabras, la sociedad costarricense
podría ser ‘sorprendida’, en el sentido de que
se le haya impuesto
concepciones, institutos, valores sobre los cuales no se
pronunció en un proceso democrático, tal y como
sí ocurre, cuando se convoca a una Asamblea Nacional
Constituyente, donde los distintos partidos políticos
expresan cuál es su concepción sobre los aspectos
esenciales en todos los ámbitos del quehacer
humano.
Con base en lo anterior, no es posible declarar
inconstitucional el precepto impugnado, por la elemental
razón de que habría que declarar
‘inconstitucional’ las normas constitucionales que
adoptan, en forma exclusiva, el matrimonio heterosexual y
monogámico, competencia de la cual no goza el Tribunal
Constitucional, tal y como se explicó supra. Dicho de otro
modo: si los costarricenses pretendemos variar los conceptos
esenciales de lo que hemos entendido por ‘matrimonio y
familia’ (base de la ‘sociedad’), tenemos que
acudir a los procedimientos
dispuestos para reformar nuestra Carta Magna."
B.- Los
mecanismos del Parlamento para variar la concepción de los
jueces sobre el matrimonio cuando la materia no la regula la
Constitución.
Antes de finalizar este artículo aún nos
queda un problema por resolver, y es el de aquellos Estados en
los cuales el Constituyente no reguló la
institución del matrimonio en la Carta Fundamental. En
estas sociedades,
puede ocurrir, tal y como ha sucedido en los Estados Unidos de
América y otros Estados, que los jueces, a través
de una errónea interpretación, concluyan que la
prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo
constituye una violación al principio de igualdad y atenta
contra la dignidad humana.
De acuerdo con nuestro punto de vista, esta
conclusión parte de un concepto erróneo del
principio de igualdad y, consecuentemente, se quebranta el
principio de interpretación de la armonización o
concordancia práctica, al maximizarse el contenido de un
derecho fundamental y al realizar una interpretación
errónea de él. Sobre el particular, en el informe
que elaboramos en la acción de inconstitucionalidad,
expresamos lo siguiente:
"En relación con el primer principio, considera
la Procuraduría General de la República que no se
da la vulneración invocada. Cuando se invoca la
violación del principio de igualdad, la línea
argumentativa traza necesariamente dos vías. La primera,
consiste en determinar si las personas se encuentran en la misma
situación. Si ello no ocurre, de ninguna manera se puede
concluir que se ha quebrantado este importante principio. La
razón es sencilla: el principio de igualdad supone que las
personas se encuentran en idéntica situación, ya
que, como lo ha reiterado nuestra Sala Constitucional siguiendo
al tratadista mexicano Ignacio Burgoa, no existe mayor injusticia
que tratar en forma igual a los desiguales. Desde esta
perspectiva, debemos partir del supuesto de que estamos frente a
situaciones similares, ya que, de no ser así, se da una
inaplicabilidad del principio de igualdad.
Por otra parte, partiendo del supuesto de que estamos en
presencia de situaciones similares, no siempre que se da una
diferenciación de trato se produce la violación al
principio de igualdad. Tanto la doctrina como la jurisprudencia,
han admitido el trato diferenciado en este supuesto cuando se dan
ciertos requisitos.
La Sala Constitucional ha elaborado, a lo largo de los
años, una serie de criterios que nos permiten afirmar que
los contornos de este principio, en nuestro medio, se encuentran
claramente delineados.
El principio de igualdad implica, tal y como lo ha
reconocido la Sala Constitucional en múltiples
resoluciones, que todas las personas que se encuentran en una
misma situación deben ser tratados en forma igual. Por
otra parte,
‘El principio de igualdad, contenido en el
Artículo 33 de la Constitución Política,
no implica que en todos los casos, se deba dar un tratamiento
igual prescindiendo de los posibles elementos diferenciadores
de relevancia jurídica que pueda existir; o lo que es lo
mismo, no toda desigualdad constituye necesariamente una
discriminación. La igualdad, como lo ha dicho la Sala,
sólo es violada cuando la desigualdad está
desprovista de una justificación objetiva y razonable.
Pero además, la causa de justificación del acto
considerado desigual, debe ser evaluada en relación con
la finalidad y sus efectos, de tal forma que deba existir,
necesariamente, una relación razonable de
proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad
propiamente dicha. Es decir, que la igualdad debe entenderse en
función de las circunstancias que concurren en cada
supuesto concreto en el que se invoca, de tal forma que la
aplicación universal de la ley, no prohibe que se
contemplen soluciones
distintas ante situaciones distintas, como tratamiento diverso.
Todo lo expresado quiere decir, que la igualdad ante la ley no
puede implicar una igualdad material o igualdad
económica real y efectiva’ (véanse los
votos n.° 1770-94 y 1045-94).
El punto está en determinar si esta
diferenciación de trato está fundada en fines
legítimos constitucionalmente, en sí es objetiva,
es decir, si está sustentada en un supuesto de hecho
diferente, si está basada en diferencias relevantes
(tertium comparationis), si existe proporcionalidad entre el fin
constitucional y el trato diferenciado que se ha hecho y el
motivo y el contenido del acto y si ese trato es idóneo
para alcanzar el fin que se persigue.
En el primer supuesto, la diferencia de trato supone que
esté basada en objetivos constitucionalmente
legítimos, lo que conlleva tres consecuencias en la
finalidad perseguida. En primer lugar,
‘a) que están vedadas las leyes que
persiguen fines que contradicen normas o principios
constitucionales o de rango internacional; en
segundo,
- que cuando se persiguen fines no tutelados
constitucionalmente -pero que no contradicen esos valores-, la
diferenciación de trato debe ser estrictamente vigilada
y escrutada en relación con los supuestos de hecho que
la justifican y la finalidad que se persigue. Dentro de los
valores constitucionales está el principio
genérico de la llamada ‘igualdad material’
como quedó arriba expresado; en tercero, - que cuando se persigue un fin constitucionalmente
tutelado, la diferenciación de trato será
válida en función de este criterio (sin necesidad
de encontrar una razonabilidad en la diferenciación),
pero quedará sujeta al cumplimiento de las demás
exigencias derivadas
del principio-derecho de igualdad. Por ejemplo, dotar de
vivienda a los sectores más pobres justificaría
la existencia de un bono de vivienda para ellos y no para los
demás. Reconocer becas universitarias para los que no
pueden pagar la
educación y negarla a los demás. Conceder una
pensión a la personas mayores de cierta edad y negarla a
los que no hayan cumplido esa edad.
No basta, por supuesto, que se persiga un fin
legítimo, pues la medida para alcanzar ese fin, debe
ser, además, necesaria, razonable y proporcionada’
(PIZA ROCAFORT, (Rodolfo) Igualdad de Derechos,
Isonomía y no Discriminación. Universidad
Autónoma de Centro América, San José,
1977, páginas 78 y 79.
Más recientemente, la Sala Constitucional, en el
voto Nº 4883-97, expresó sobre este principio, lo
siguiente:
‘El principio de igualdad, contenido en el
Artículo 33 de la Constitución Política,
no implica que en todos los casos, se deba dar un tratamiento
igual prescindiendo de los posibles elementos diferenciadores
de relevancia jurídica que puedan existir; o lo que es
lo mismo, no toda desigualdad constituye necesariamente una
discriminación. La igualdad, como lo ha dicho esta Sala,
sólo es violada cuando la desigualdad está
desprovista de una justificación objetiva y razonable.
Pero además, la causa de justificación del acto
considerado desigual, debe ser evaluada en relación con
la finalidad y sus efectos, de tal forma que debe existir,
necesariamente, una relación razonable de
proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad
propiamente dicha. Es decir, que la igualdad debe
entenderse en función de las circunstancias que
concurren en cada supuesto concreto en el que se invoca, de tal
forma que la aplicación universal de la ley, no prohibe
que se contemplen soluciones distintas ante situaciones
distintas, con tratamiento diverso. Todo lo expresado quiere
decir, que la igualdad ante la ley no puede implicar una
igualdad material o igualdad económica real y
efectiva.’ (Sentencia número 6832-95 de 16:15
horas del 13 de diciembre de 1995).’ (Las negritas no
corresponden al original).
Adoptando como parámetro las anteriores
consideraciones, se puede afirmar que la norma impugnada no
quebranta el principio de igualdad. En primer lugar, porque la
realidad demuestra que las parejas heterogéneas no
están en la misma situación que las parejas
homosexuales; consecuentemente, el legislador se encuentra
legitimado para dar, en estos casos, un trato diferenciador. En
esta dirección, el Tribunal de Justicia de la Unión
Europea, en la sentencia 05/98 de 17 de febrero de 1998 (Lisa
Jacqueline Grant c/ South West Trains Ltd.), llegó a la
conclusión de que, en el estado actual del Derecho en el
seno de la Comunidad, las relaciones estables entre personas del
mismo sexo que conviven sin que exista vínculo
matrimonial, no están equiparadas a las relaciones
entre cónyuges o entre personas de distinto sexo que
conviven sin que exista dicho vínculo."
Ahora bien, frente al panorama de los jueces
activistas, que utilizan el
principio de igualdad para equipar el matrimonio heterosexual
monogámico con el matrimonio
homosexual, no queda más alternativa que enmendar la
Carta Fundamental, tal y como están haciendo en los
Estados Unidos de América, tanto en el ámbito
federal como estatal. Al respecto, debemos recordar que la
reforma parcial a la Constitución Política es un
instrumento de control, que tiene el Parlamento, en el ejercicio
del Poder Reformador, para enmendar los excesos de los jueces o
tribunales constitucionales.
Como es bien sabido, la técnica de la reforma
parcial está indisolublemente vinculada al poder
reformador, el cual es ejercido por la Asamblea Legislativa, que
es un órgano constituido y tiene como propósito
fundamental modificar, parcialmente, la Carta Magna, siguiendo
para ello los trámites previstos en esta. En el caso de las constituciones
rígidas, es necesario recurrir a un procedimiento especial
agravado, que en Costa Rica se encuentra contemplado en los
artículos 195 y 184 de la Constitución
Política y en el Reglamento de la Asamblea
Legislativa, respectivamente.
Este Poder, por su naturaleza, tiene una serie de límites
orgánicos, temporales y substanciales.
Con base en lo anterior, el Parlamento, recurriendo a la
técnica de la reforma parcial, puede rectificar la
posición de la Sala cuando el Tribunal Constitucional
interpreta en una forma determinada la Constitución, es
decir, le da contenido a un precepto constitucional, el cual no
se aviene ni se ajusta a la concepción que en ese momento
histórico declara o profesa la mayoría de la
población, ni a las necesidades cuya
satisfacción demanda esa mayoría. Tal dinámica puede ser pacífica o
confrontativa. El primer supuesto se presenta cuando el Tribunal
Constitucional, fiel al espíritu del constituyente,
declara inconstitucional una ley, tesis que es compartida por el
Parlamento. En vista de ello, la Asamblea Legislativa se aboca a
reformar la Carta Fundamental, para hacer posible aplicar
legislación declarada inconstitucional, pero que las
necesidades sociales exigen emitir. En este sentido, en nuestro
medio, tenemos como ejemplo la resolución de la Sala
Constitucional, que declaró inconstitucionales las normas
del Código Procesal Penal que permitían las
intervenciones telefónicas. Este voto obligó al
Parlamento a modificar, siguiendo la reforma parcial, el
artículo 24 de la Constitución Política,
mediante la Ley Nº7242, de 27 de mayo de 1991, para permitir
tales intervenciones y, una vez vigente la reforma, emitir
la Ley de registro,
secuestro y
examen de documentos
privados, Nº7425, de 9 de agosto de 1994 y sus reformas. Los
concejos municipales de distrito constituyen otro ejemplo de esa
práctica. En efecto, Tribunal Constitucional, en el Voto
Nº6218-99, declaró inconstitucionales varios
artículos del Código Municipal que contemplaban la
existencia de esta figura. La Asamblea Legislativa, mediante una
reforma parcial (Ley Nº8105, de 31 de mayo del 2001),
modificó el artículo 172 de la Carta Fundamental,
para permitir la existencia de esta figura administrativa en
Costa Rica.
El otro supuesto es cuando la posición de la Sala
provoca una confrontación con el Poder
Legislativo, toda vez de que aquel interpreta que
existió una usurpación del poder constituyente. En
este sentido, García de Enterría indica lo
siguiente:
"En efecto, si en su función interpretativa de
la Constitución el pueblo, como titular del poder
constituyente, entendiese que el Tribunal había llegado a
una conclusión inaceptable ( o porque se tratase de una
consecuencia implícita en la Constitución de que el
constituyente no hubiese tenido conciencia clara
y que al serle explicitada no admite, o bien –hipótesis no rechazable como real- porque
entendiese la decisión del Tribunal excede del marco
constitucional), podrá poner en movimiento el
poder de revisión constitucional y definir la nueva norma
en el sentido que el constituyente decida, según su
libertad incondicionada.
Este mecanismo ha funcionado en América
justamente en estos términos en cuatro ocasiones, en que
se ha usado el amending power, el poder de enmienda o de
revisión constitucional, para ‘pasar por
encima’ (override) de otras tantas sentencias del Tribunal
Supremo. Ciertamente no son muchas, cuatro veces, especialmente
ante el ‘activismo judicial’ de que el Tribunal
Supremo americano ha hecho gala en sus casi dos siglos de
existencia, pero esto no es sino una consecuencia de que las
innovaciones constantes que el Tribunal ha impuesto han sido
aceptadas implícitamente como correctas por el
constituyente o, al menos, no han sido reprochadas por
éste por contrarias a su sentimiento de la norma suprema,
sobre lo que luego insistiremos.
En último extremo, a través de esa reserva
última de la entrada en juego del
constituyente como corrector o rectificador de los criterios del
Tribunal, se comprende que el sistema entero reposa sobre una
aceptación final, sobre un consenso último
–ese consenso que justamente el Tribunal Constitucional es
capaz de estimular y de extender, según vimos. En el
sistema americano, donde la jurisprudencia constitucional ha
alcanzado a hacer de la Constitución una living
Constitution, un documento vivo y vigente, que cada
generación reinterpreta en función de sus
necesidades y de sus valores, esa es la explicación final,
la fórmula está ‘legitimada por la
aquiescencia popular y, por tanto, por la aprobación
popular a lo largo de toda la historia americana’,
en palabras ya clásicas de Charles Black."
En nuestro medio, Hernández Valle ha asumido
idéntica postura. Al respecto advierte lo siguiente:
"El límite del poder interpretativo de los tribunales
constitucionales es un presupuesto de la función
racionalizadora, estabilizadora y limitadora del poder que le
corresponde a la Constitución. Si bien dicha
función admite la posibilidad de cambio constitucional (
Verfassugnseandel) por medio de la interpretación,
también excluye el quebrantamiento constitucional
(Verfassugnsdurchbrechung) -desviación del texto en un
caso concreto- y la reforma de la Constitución por medio
de la interpretación. Como dice un autor alemán,
‘Allí donde el interprete se impone a la
Constitución deja de interpretarla para cambiarla o
quebrantarla’ (Hesse)."
En conclusión, los límites del poder
interpretador de la Constitución están determinados
por la condición de órganos constituidos por los
tribunales constitucionales, lo cual les impide reformarla
mediante procedimientos diversos de los expresamente autorizados
por ella.
El principio norteamericano de la ‘living
Constitution’ solo puede entenderse como
actualización jurídica del texto constitucional,
conforme a las coordenadas de tiempo y espacio, no como
modificación de sus contenidos materiales,
pues para ello existe el poder reformador de la
Constitución, que es una función de naturaleza
política y, por tanto, diversa de la función
jurídica que compete a los tribunales constitucionales de
concretizar el contenido de las normas, principios y valores
constitucionales."
Como puede observarse, la técnica de la reforma
parcial constituye un poderoso instrumento en manos del
Parlamento, para frenar los excesos o abusos de los jueces y
Tribunales Constitucionales a la hora de interpretar el Derecho
de la Constitución.
1.- Para quienes
abogan por el reconocimiento del matrimonio entre personas
del mismo sexo, el "quid" de la cuestión está en
que con la denegatoria de esta opción se infringe el
principio de igualdad y, consecuentemente, se vulnera el
principio de la dignidad humana.
2.- En contra de la anterior postura, se ha afirmado que
el matrimonio per se es una institución
esencialmente heterosexual y monogámica.
3.- Es una minoría de Estados los que reconocen
jurídicamente los derechos de los homosexuales.
4.- Quienes adversan a los jueces y alcaldes activistas
han expresado que estos funcionarios han invadido competencias
reservadas a otros órganos por la Carta Fundamental. Que
además de ello, han usurpado el Poder
Constituyente.
5.- Los jueces y alcaldes se defienden indicando que la
prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo,
es discriminatoria y, por consiguiente, contraria al principio de
igualdad, el cual está reconocido y garantizado para todos
en la Carta Fundamental y en los tratados internacionales sobre
Derechos Humanos.
6.- No se está poniendo en tela de duda el
control que legítima y necesariamente ejercen los jueces
sobre los otros poderes constituidos. Tampoco estamos abogando
por una vuelta al pasado, donde el juez se convierte en un
esclavo o siervo de la ley, obligándosele a aplicarla
mecánicamente. Mucho menos estamos propiciando un
fortalecimiento del legislativo a costa del judicial.
7.- El Parlamento sigue desempeñando un papel
trascendente dentro del sistema, aunque no compagina, en toda su
extensión, con el que originalmente le fue asignado. Hoy
su labor está más orientada al control
político, papel que recae fundamental en el partido de
oposición y los partidos emergentes.
8.- Frente a la crisis que vive el Parlamento el
ciudadano común, el hombre de la calle, requiere, con
urgencia y, si se quiere con desesperación, de un
órgano que lo arrope y que esté dispuesto a jugarse
el todo por el todo en defensa y resguardo de los valores y
principios del sistema democrático, que, en última
instancia, tienen como finalidad el garantizar y proteger sus
libertades y derechos fundamentales, en una expresión: su
dignidad humana.
9.- En el sistema democrático ningún
órgano o ente es inmune al control. No existen, por ende, órganos o entes
con competencias ilimitadas ni exentos de controles de parte de
otros. En este sentido, el Tribunal Constitucional no es la
excepción.
10.- Con fundamento en los principios de
interpretación de corrección funcional y de la
eficacia integradora, el Tribunal Constitucional no puede ni debe
usurpar las materias reservas al Poder Constituyente, en sus
diversas modalidades, ni tampoco vaciar de contenido o reducir la
esfera competencial que el Derecho de la Constitución le
otorga y garantiza a los órganos fundamentales del Estado,
a los órganos de relevancia constitucional y a los entes
públicos regulados en la Carta Fundamental.
11.- Los jueces, en nuestro medio el Tribunal
Constitucional, está imposibilitado jurídicamente
para variar la concepción del matrimonio que el
Constituyente explicitó en ella.
12.- Frente al panorama de los jueces
activistas, que utilizan el
principio de igualdad para equipar el matrimonio heterosexual
monogámico con el matrimonio homosexual, en los Estados
que la Carta Fundamental no define el matrimonio como la
unión entre un hombre y una mujer, no queda más
alternativa que enmendarla.
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.
www.marriagelaw.cua.edu/Federal_.htm
FERNANDO CASTILLO VÍQUEZ
Licenciado en Derecho y Notario Público por la
Universidad de Costa Rica. Doctor en Derecho por la Universidad
Escuela Libre de Derecho.
Fue asesor del Directorio y Presidente de la Asamblea
Legislativa (1986-1990). Asesor del jefe de fracción del
Partido Liberación Nacional (1990-1993). Letrado Mayor de
ese órgano constitucional en 1994. Asesor- Coordinador del
Área Jurídica de la Primera Vicepresidencia y del
Ministerio de la Presidencia (1995-1996). Asesor del Ministro de
la Presidencia (1996-1998). Procurador Constitucional de la
República de Costa Rica (1999 a la fecha).
Además, es profesor, con
el grado de catedrático universitario, de Derecho
Público, de Derecho
procesal Constitucional y de los cursos doctorales "Problemas
Actuales del Derecho Constitucional" y "Problemas Actuales del
Derecho Parlamentario" en la Universidad Escuela Libre de
Derecho. También, es profesor de la Maestría en
Derecho Constitucional, en los cursos "Derecho Constitucional
Económico" y "La Acción de Inconstitucionalidad",
en la Universidad Estatal a Distancia.
Es coautor de tres obras: La Ley de Inquilinato y
Disposiciones sobre Desahucio, anotadas y concordadas (1985),
Constitución Política de Costa Rica, anotada y
concordada (1986) y Reflexiones sobre el Poder Legislativo
Costarricense (1989). Autor de los libros:
Elementos Económicos en la Constitución
Política (1992), La Ley de Presupuesto (1996); y su
tesis doctoral
titulada: El Control de Constitucionalidad en Costa Rica. Las
Cuestiones de Constitucionalidad. Ha publicado varios
artículos en revistas especializadas de Derecho
Público, entre los que se destacan: "La Competencia
Limitada de la Sala Constitucional y el Control
Democrático sobre Ella" (2002), "La Incorporación
del Derecho Internacional al Derecho Interno. Resoluciones
Judiciales" (1994), "Ajuste Estructural y Democracia en
América Latina" (1993). "Las Nuevas Dimensiones del Estado
Social de Derecho" (2003). "Aciertos, Imprecisiones, Dudas y
Peligros de una Sentencia" (2004).