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El SIDA (página 2)




Enviado por darkxtrail



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58. ¿Y por qué, en lugar de colaborar a
la prevención, estas campañas producen el efecto
contrario?

Por dos razones: primera, porque están concebidas
con una mentalidad de exaltación y apoyo al permisivismo
sexual e incentivan más o menos expresamente las relaciones
sexuales, especialmente entre adolescentes y
jóvenes a los que se ofrece "sexo seguro"
suministrando información incompleta y sesgada sobre la
eficacia del
preservativo. El aumento de las relaciones sexuales
extramatrimoniales implica necesariamente un mayor riesgo de
contagio del SIDA, que
está vinculado precisamente a la promiscuidad sexual que
estas campañas no combaten, sino que promueven,
implícita o aun explícitamente. De hecho, de modo
semejante las campañas que promocionan el uso de los
anticonceptivos para evitar los embarazos no
deseados han conducido siempre a un mayor número de estos
embarazos precisamente por fomentar la promiscuidad
sexual.

En segundo lugar, porque los mensajes que contienen van
dirigidos de modo indiscriminado a toda la población a través de medios de
comunicación que buscan la máxima audiencia
posible. Aun sin hacer juicios de intenciones y presuponiendo la
mejor voluntad en los planificadores de esas campañas, no
puede menos que dar resultados contraproducentes el recomendar
por la
televisión a media tarde, por ejemplo, la conveniencia
de ponerse un preservativo para el coito anal o de no
intercambiar jeringuillas para drogarse, como si el
público de ese medio y a esas horas fuera un
público "de riesgo", constituido mayoritariamente por
homosexuales o drogadictos. Con ello se sigue el efecto de
"normalizar" esas conductas, de que todos las acepten como
normales, e incluso triviales, sin inconvenientes de
ningún género.

Desde el punto de vista técnico estas
campañas comente el grave error de olvidar o no tener en
cuenta una idea elemental de la educación para la
salud: la
necesidad de segmentar los cauces de transmisión del
mensaje, buscando cauces específicos para cada
población peculiar y no tratando indiscriminadamente por
igual a toda la población. Ello puede ocasionar
confusión y malentendidos fatales.

Afortunadamente se abre paso entre los especialistas en
el tratamiento del SIDA la idea de adaptar los mensajes
sectorialmente a cada grupo
específico de población al que se dirijan en cada
caso, y eso no tanto por razones de tipo moral como por
el puro sentido común que conlleva una correcta
valoración de la relación entre riesgos y
beneficios de este tipo de campañas.

59. ¿Por qué estas campañas
resultan insuficientes?

Desde un punto de vista antropológico, porque
tratan la sexualidad
como si sólo tuviera una dimensión, la del placer,
y como si la búsqueda de esta dimensión placentera
fuese determinante y absolutamente necesaria para el ser humano.
Pero ambos presupuestos
son falsos.

Que cada ser humano someta a criterios éticos sus
posibilidades físicas es el fundamento de las relaciones
interpersonales no violentas. Lo mismo se ha de decir del
sexo: integrar la mera potencialidad física, sexual, del
cuerpo en el conjunto de la persona es un
requisito para el equilibrio
humano de la persona íntegra, en la cual operan
dimensiones somáticas, psicológicas, éticas
y religiosas a la vez.

La sexualidad, como el resto de las dimensiones humanas,
puede y debe ser sometida a la superior dirección de la inteligencia y
la voluntad. El ejercicio de la sexualidad humana tiene una
pluralidad de dimensiones: generativa, placentera, afectiva,
relacional, cognitiva… Considerar la sexualidad exclusivamente
como una fuente de placer empobrece la
personalidad, fomenta un individualismo egoísta,
cercena posibilidades de relaciones interpersonales
enriquecedoras y supone una visión mutilada de la realidad
integral del hombre y una
toma de postura ideológica no sólo contra la moral
cristiana, sino también contra la ética
natural humana.

En consecuencia, dirigirse a las personas -especialmente
si son adolescentes- como si el sexo en todas las formas
físicamente posibles formase parte necesaria de su
biografía
con carácter compulsivo e inevitable,
sería sólo una ridiculez si no fuese además
algo deshumanizador y peligroso. Si esto lo hace el Estado, es
un abuso –una penosa perversión de menores-
financiado con el dinero de
todos.

60. ¿Pero puede el Estado
legítimamente proponerse actuar sobre las conductas
particulares sin violar los derechos de la
persona?

Sí. El Estado puede, y en ocasiones debe, actuar
sobre las conductas particulares por exigencias del bien
común. De hecho lo hace continuamente. Piénsese en
las campañas sobre la limpieza en las vías
públicas, la contribución fiscal, el
consumo de
tabaco, la
conducción imprudente, la vacunación infantil o las
revisiones ginecológicas, el cuidado de los animales, la
importancia del voto, etc.

Desde otra perspectiva, es evidente que gran parte del
ordenamiento jurídico tiene esa finalidad: la
tipificación en el Código
Penal y en otras leyes
sancionadoras de determinadas conductas como sancionables, tiene
el objetivo
expreso de desanimar a los ciudadanos de la comisión de
tales actos. Ocurre igual con las prohibiciones de venta de algunos
productos
(drogas,
alcohol,
tabaco) a los jóvenes o la imposición de
determinadas conductas como obligatorias para los ciudadanos:
pagar impuestos, acudir
a la enseñanza obligatoria, cumplir las leyes
del tráfico rodado, atender las necesidades de los hijos,
respetar las normas de salud e
higiene en
el trabajo,
etc.

Como se puede apreciar, es normal que el Estado
actúe sobre las conductas de los ciudadanos, bien para
prohibir, bien para obligar, bien para inducir o para
desaconsejar; y esta forma de actuar no atenta contra los
derechos de la persona, siempre que se respete la
proporción entre el instrumento social elegido
(información, consejo, sanción), y el interés
público que se persigue, y siempre que no se viole el
contenido esencial de la dignidad de la
persona y los derechos y libertades en que se
concreta.

En el asunto que nos ocupa, el Estado debe observar un
exquisito respeto al
derecho a la intimidad y una rigurosa proporcionalidad con el fin
perseguido, que es evitar o limitar la expansión de una
enfermedad cuya transmisión está a menudo vinculada
a determinados estilos de vida y conductas de riesgo, teniendo
presente que éste, hoy por hoy, es un riesgo grave, e
incluso de muerte. No hay
razón objetiva alguna para que estos principios queden
en suspenso cuando se trata de conductas sexuales.

61. La libertad de la
persona, ¿exige al Estado que trate exactamente igual la
homosexualidad
y la heterosexualidad?

No, en absoluto. La relación heterosexual
responde a los mecanismos biológicos humanos, aptos para
la transmisión de la vida y para la acogida y desarrollo de
esta vida. En consecuencia, es el ámbito natural de
creación de la familia. En
toda sociedad
civilizada la familia es un
bien social, pues otorga una estabilidad a las relaciones
personales que con frecuencia la relación homosexual o,
por definición, las uniones heterosexuales
esporádicas y ocasionales no consiguen. Además, al
generar nuevas vidas humanas en un ámbito adecuado y
acogedor, la familia aporta un bien insustituible que hace al
matrimonio
acreedor a una protección jurídica
específica (cfr. Santa Sede, Carta de los Derechos de
la Familia
, 22.X.1983).

La relación homosexual, con independencia
de su significado moral, no aporta al conjunto de la sociedad los
bienes
específicos que trae consigo el matrimonio entre un hombre
y una mujer, abierto
por naturaleza a
la transmisión de la vida: el bien de la
procreación da lugar a la sustitución generacional,
que posibilita la supervivencia de la sociedad, y a la solidaridad
intergeneracional en que se fundamenta el bienestar social.
Además, la procreación conduce de modo natural a la
tarea educativa, prolonga la misión
propia de los padres.

Tratar de forma desigual a lo desigual no sólo no
debe rechazarse, sino que es una exigencia de justicia.
Tratar jurídica y políticamente de forma distinta a
la relación homosexual y a la heterosexual no es injusto,
sino necesario, si se quiere respetar la naturaleza de las
cosas.

Y si a la conducta
homosexual, por la promiscuidad que suele llevar consigo, se
asocia de hecho el riesgo de transmisión de una enfermedad
mortal, es obligación del Estado comunicar esta
información a los ciudadanos. Si un Gobierno
actúa sobre los escolares presentándoles las
relaciones homosexuales como de igual valor que las
heterosexuales, está engañando e induciendo a la
corrupción
a los más jóvenes; y si, además, no les
advierte del riesgo añadido que suponen las primeras,
mientras el virus del SIDA
esté incontrolado, ese engaño puede adquirir
connotaciones delictivas, por lo que tiene de colaboración
con la difusión de un peligro grave para la salud
pública.

62. Respecto al consumo de drogas, ¿no
debería el Estado abstenerse de todo juicio mientras no se
mezcle con la práctica de algún delito, incluido
su tráfico?

No. El Estado no puede ser indiferente ante el consumo
de drogas, que:

a) desde el punto de vista individual, ataca la salud,
destruye a las personas y anula su libertad;

b) divide, enfrenta y arruina a las familias;

c) socialmente, genera delincuencia y
produce graves quebrantos sobre todo a las economías
más débiles.

Toda actuación del Estado que se separe del
rechazo frontal del consumo de drogas sería una
inconsecuencia: no es congruente tolerar el consumo y perseguir a
los que lo promueven y lo facilitan.

Si además el consumo de drogas se vincula con la
transmisión del SIDA -caso del consumo endovenoso- existe
una razón más para que el Estado se implique
activamente en la erradicación de estos consumos, sin
emprender nunca acciones que,
al buscar una reducción del daño
transmitan una aprobación de la autoridad al
consumo de drogas (cfr.: Consejo Pontificio para la familia,
De la desesperación a al esperanza: familia y
toxicodependencia,
8.V.1992; Consejo Pontificio para la
Pastoral de los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes
Sanitarios
, 1994; Idem, Iglesia,
droga y
toxicomanía. Manual de
pastoral
, 2001).

63. ¿Sería legítimo que el
Estado optase por el reparto gratuito de jeringuillas para evitar
el contagio de SIDA derivado del multiuso?

Repartir gratuitamente jeringuillas para evitar el
contagio de SIDA por el multiuso de éstas por adictos a
determinadas drogas debe ser visto, en principio, como una forma
de colaboración del Estado con algo gravemente
dañino para la salud y la vida como es el consumo de
drogas. Ahora bien, si en una sociedad concreta la autoridad
competente cree que no puede controlar el consumo y sí
evitar la difusión del SIDA por este medio, podría
legítimamente en ciertos casos particulares (porque no hay
en la actualidad otro medio de tutela
pública de la vida humana), y respecto a determinados
colectivos muy concretos, tolerar esta medida en el contexto
global de la lucha contra la droga. Manteniendo siempre la
confidencialidad de estos programas y
acompañándolos de esfuerzos serios por deshabituar
y rehabilitar a los drogadictos.

Este argumento, sin embargo, no es aplicable al reparto
gratuito de droga a los adictos, como algunos pretenden, pues en
este caso se estaría cooperando próxima y
directamente con algo malo en sí mismo.

64. ¿Puede el Estado intervenir en la educación
sexual de los adolescentes para prevenir la
transmisión del SIDA?

Es claro que la educación sexual, la
formación de los adolescentes en la dimensión
sexual como parte de la formación integral de la personalidad
de los niños y
los jóvenes, es responsabilidad básicamente de sus padres,
ya que son -con un derecho-deber fundamental- los primeros y
principales educadores, de modo que la familia es escuela del
más rico humanismo. La
familia, en efecto, cuenta con reservas humanas afectivas capaces
de hacer aceptar, sin traumas, aun las realidades más
delicadas, e integrarlas armónicamente en una personalidad
equilibrada. De hecho, el ambiente
familiar ha ido ganando protagonismo con el tiempo, tanto
en una adecuada presentación de la sexualidad como de la
vocación humana al amor.

Los padres, sin embargo, no están solos en esa
tarea educativa, que comienza con el ejemplo de su propia vida
conyugal. Junto a ellos está la escuela, que tiene como
cometido propio el de asistir y completar la obra de los padres,
transmitiendo a los adolescentes el aprecio de la sexualidad como
valor y función de
toda la persona, varón y mujer. En la escuela, la
educación sexual no puede reducirse a simple materia de
enseñanza sólo susceptible de ser desarrollada con
arreglo a un programa, sino
que tiene el objeto específico de contribuir a la
maduración afectiva y humana del alumno: favorecer que,
por el ejercicio de las virtudes, llegue a ser dueño de
sí mismo y formarlo para un correcto comportamiento
en las relaciones sociales.

El papel del Estado en toda esta materia es proteger a
los ciudadanos contra las injusticias y desórdenes
morales, tales como el abuso de los menores y toda forma de
violencia
sexual, la degradación de las costumbres, la promiscuidad
y la pornografía. También es
obligación del Estado y de los demás agentes
sociales evitar formas de diversión degradantes, como la
"movida" nocturna juvenil, (a menudo a base de excitación
mediante alcohol, drogas, violencia, etc.), y promover, en
cambio, formas
de ocio sanas y enriquecedoras.

65. ¿Qué juicio merecen las actitudes de
los Gobiernos españoles al respecto?

Sobre este asunto tan delicado remitimos al juicio de la
Asamblea plenaria de la Conferencia
Episcopal Española en la reciente Instrucción
pastoral, La familia, santuario de la vida y esperanza de la
sociedad
(27.IV.2001), nn. 160-161: "Hemos de incluir una
palabra sobre los servicios
sociales que están dirigidos directamente a la
juventud o a la orientación familiar. Hemos de
lamentar en muchos casos la falta de un plan verdadero de
formación de personas y, en cambio, advertimos un
interés ideológico en una información
técnica sesgada en el campo sexual que no contribuye a la
solución de los problemas sino
a agravarlos.

Falta una atención integral de los
problemas personales y la "cuestión moral" en muchos casos
se resuelve con la información sobre la aplicación
de "medios
seguros" para
evitar la concepción.

Un ejemplo claro es el tipo de campañas
que se usan para evitar los embarazos en adolescentes sin
ningún plan de educación afectiva de los mismos;
otro ejemplo es la información parcial que se ha
dado sobre el Sida, fundada
erróneamente en una falsa seguridad absoluta del
"preservativo" como medio de evitar el contagio.

No podemos dejar de mencionar aquí la
difusión, comercialización, prescripción y uso
de la "la píldora del día siguiente" que, ante una
desinformación que lo quiere ocultar,
reiteradamente hemos calificado de práctica moralmente
reprobable por ser un producto abortivo.

Sólo una auténtica educación
integral
que trate a fondo el problema moral puede ser una
respuesta adecuada a los problemas de los jóvenes de hoy.
En vez de "informar" al adolescente y al joven dejándole
solo ante los problemas que le superan, hay que saber
acompañarlo y animarlo en esos momentos claves de su
vida".

66. ¿Puede el Estado imponer especiales
obligaciones a
los afectados por el SIDA?

Sí, en la medida en que son transmisores
potenciales de la enfermedad. Lo que no puede
legítimamente es discriminar a los afectados por el hecho
de serlo.

El Estado no sólo puede, sino que debe evitar que
la conducta irresponsable de alguien implique un riesgo para la
salud de los demás, con peligro mortal. Pero las medidas
que adopte el Estado no pueden ser cualesquiera, sino que han de
ser proporcionales al fin legítimo perseguido, que es
defender la salud de los terceros. Eso es así, porque las
obligaciones que se impongan a los afectados coartarán
necesariamente su libertad, y, en esta materia, siempre es
exigible una proporcionalidad rigurosa entre la supresión
o limitación de los derechos individuales y el
interés general perseguido.

Este criterio no es ninguna novedad en la historia de la Humanidad: es
el que se ha aplicado y se sigue aplicando con más o menos
acierto y justicia ante otras enfermedades contagiosas y
mortales como la tuberculosis, la
peste, etc.

67. ¿Prevé el Derecho español
algo al respecto?

Los Tribunales han tenido ocasión de pronunciarse
sobre los aspectos penales y de responsabilidad
civil en el contagio, y sobre las prestaciones
de la Seguridad
Social que conllevan la existencia del SIDA y su
transmisión por negligencia o imprudencia administrativa
en el seno de las instituciones
de la Sanidad pública.

En nuestro Derecho positivo
se regulan las pruebas
obligatorias de detección del VIH en las donaciones de
sangre, la
concesión de ayudas a los afectados, el riesgo de
transmisión por donación de semen, ciertas ayudas a
centros de información y prevención, y las
campañas ya comentadas.

Es de esperar que en España el
Gobierno y el legislador se enfrenten profunda y realmente a la
enfermedad desde el punto de vista preventivo actuando sobre las
conductas de riesgo. Es cada vez más urgente abordar estas
cuestiones de fondo. No podemos olvidar que España es el
país europeo que más casos de SIDA ha registrado en
números absolutos. El 25% del total de casos registrados
en los 51 países de la región europea de la OMS son
españoles.

68. ¿Qué responsabilidad se le debe
exigir a una persona que pueda estar infectada por
VIH?

Toda persona que haya incurrido en conductas de riesgo
debería solicitar la prueba diagnóstica del VIH,
tanto por su propio interés como por la posibilidad de
contagiar a otros. La persona afectada por VIH tiene el
gravísimo deber, expresado por el quinto mandamiento del
decálogo ("no matarás"), que le obliga en conciencia a
poner todos los medios a su alcance para no transmitirlo a nadie.
Esto mismo vale también respecto a su necesario diagnóstico, cuando existe razonable
sospecha de haberlo contraído; tanto para no transmitirlo
como para proceder a los remedios médicos
oportunos.

Con mayor motivo, toda persona infectada debe poner en
conocimiento
de aquellas personas a las que pueda contagiar su
diagnóstico. El Estado debería aplicar aquellas
medidas administrativas, e incluso penales, en el caso de que no
se asuma dicha responsabilidad.

Las autoridades públicas podrían
establecer, además, pruebas obligatorias respecto a
personas con comportamiento de riesgo de contagio y
transmisión. Sin embargo, el establecimiento de pruebas
obligatorias no puede convertirse en una obligación
universal que suponga un mensaje de rechazo absoluto a los
afectados por SIDA, pues así se provocaría un
espíritu de discriminación atentatorio contra los
derechos y la dignidad de los seropositivos.

Una vez más ha de recordarse que, frente al SIDA,
la actuación del Estado ha de inspirarse en una ponderada
proporcionalidad entre los riesgos de contagio de una enfermedad
muy grave, y el respeto a los derechos de la persona enferma, la
cual, en tanto no cree con su conducta un riesgo para la salud de
los demás, tiene los mismos derechos que la persona sana.
Pero tiene más obligaciones que quienes no están
afectados: en particular, la de no crear riesgo. Es el
incumplimiento real o razonablemente previsible de esta
obligación lo que legitima la intervención de los
poderes públicos.

69. ¿Y no es esto una puerta para que se
manifiesten brotes de discriminación, desde el mismo poder
político?

Es evidente que los poderes aquí reconocidos al
Estado pueden ser usados abusivamente en pro de planteamientos
injustamente discriminatorios con los enfermos de SIDA, pero la
posibilidad de estos abusos no descalifica éticamente la
imposición de las medidas referidas u otras similares. De
modo semejante, un juez aislado, por ejemplo, puede obrar mal al
dictar una sentencia condenatoria por motivos racistas o injusta
por cualquier otra causa, pero ni por eso debe privarse a todos
los jueces de la potestad de dictar sentencias.

70. El riesgo de expansión del SIDA
¿puede justificar la privación de derechos
fundamentales a los grupos de riesgo
o a los infectados por la enfermedad?

No. Este riesgo no puede justificar medidas tendentes a
privar de derechos fundamentales a los enfermos de SIDA, porque
si así ocurriese, se cometería la gravísima
injusticia de establecer una presunción de culpabilidad
basada en criterios biológicos, lo que sería
equiparable a una forma eugenésica de nazismo. Los
enfermos o portadores del virus del SIDA tienen los mismos
derechos que los sanos, los tuberculosos o los afectados por la
lepra, pero tienen una obligación específica:
observar una conducta que evite el riesgo de contagio para los
demás. Sólo si no respetan esta obligación,
el Estado puede y debe reaccionar con medidas sancionadoras,
coercitivas y limitadoras de derechos.

71. ¿Ha planteado el SIDA ante la conciencia
contemporánea la necesidad de revisar algunas ideas sobre
el Estado y la dimensión ética de su
actuación?

Sí. El SIDA ha planteado la necesidad de revisar
mitos como el
de la pretendida neutralidad ética del Estado entendida
como exigencia de promoción pública del relativismo
ético, e introduce de nuevo en el debate
contemporáneo el dato de que, aunque el hombre
puede de hecho hacer lo que quiera dentro de sus posibilidades
físicas, sin embargo no debe hacer cualquier cosa, pues
algunas acciones contradicen su propia dignidad humana, son de
por sí inmorales, y a veces, además, le traen
consecuencias indeseables incluso para la salud y la misma
vida.

Como el Estado no puede ignorar su compromiso activo en
la defensa de la salud y la vida de los ciudadanos, se ve abocado
a actuar para evitar los riesgos de transmisión del SIDA,
aunque esto le obligue a tomar postura sobre las elecciones
individuales. Y aquí se produce la quiebra: los
prejuicios ideológicos del relativismo ético
paralizan a algunos Gobiernos en su acción
contra el riesgo de contagio del SIDA; y así, abdican su
obligación de afrontar las conductas de riesgo como tales,
limitándose a intentar poner presuntos remedios que, por
ser parciales, a la postre, logran los efectos contrarios de los
que se buscaban.

Por el contrario, otros Gobiernos y organizaciones
políticas han aprendido la lección y
comprenden que los afectados de SIDA no pueden ser acreedores a
unos derechos especiales que les liberen de las obligaciones
propias de los demás ciudadanos sólo porque sean
víctimas de las consecuencias del relativismo
ético, sacralizado por algunos, como si fuera un logro
intocable de la modernidad. Esta
es la esencia del debate cultural contemporáneo sobre el
SIDA, al margen de sus aspectos médicos,
científicos y asistenciales.

72. Esta exigencia ética del Estado respecto
del SIDA, ¿no puede provocar una especie de totalitarismo
religioso-político, contrario a la
libertad?

No. La afirmación de que existen unas conductas
mejores que otras, de que determinadas prácticas o actos
humanos son más beneficiosas para el conjunto de la
sociedad que otros, no es una afirmación religiosa, sino
de sentido común. Aceptar que existen el bien y el mal en
el orden moral, que el hombre puede conocer la verdad de las
cosas -también la verdad de su propia naturaleza moral-,
se opone al "dogma" del relativismo ético, pero no a la
democracia y a
un régimen de libertades.

Por el contrario, convertir el sistema
democrático en fuente vinculante de definición de
lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso, sí que es
una vía al totalitarismo (aunque sea un totalitarismo
avalado en un momento determinado por la mayoría,
quizá manipulada previamente), porque implica que los
poderes electos no tienen ningún límite, ni
siquiera la naturaleza
humana, la dignidad del hombre o sus derechos fundamentales.
Así se ha afirmado repetidamente en los documentos del
Magisterio, como se ve en las cartas
encíclicas de Juan Pablo II Centessimus annus (n.
46), Veritatis splendor (n. 99) y Evangelium vitae
(n. 20).

Afirmar la objetividad del bien y la verdad y su
cognoscibilidad por el hombre no es un presupuesto del
totalitarismo, sino el supuesto que permite introducir, en
cualquier régimen político, dosis de humanismo y de
compromiso con las libertades.

El error de quienes temen a la verdad objetiva nace de
falsificar la noción misma de la democracia, que es un
método de
elección, control y
recambio pacífico de los gobernantes (un método que
se ha demostrado bastante eficaz históricamente), pero que
no se puede identificar con el mecanismo de definición de
los valores
éticos de la Humanidad. La identificación del
relativismo ético y el escepticismo intelectual con la
democracia es, precisamente, el mayor enemigo de ésta y de
las libertades públicas que se desarrollan en su
seno.

73. ¿No atenta esta postura contra el respeto
exigible a la libertad de la conciencia
individual?

Al contrario. Contra la libertad de la conciencia
individual atentaría una postura que pretendiese legitimar
el uso de la coacción y la violencia para imponer
-violando los derechos humanos
una determinada fe o moral a quienes no las compartan. Este es el
gravísimo error de todos los fundamentalismos, que
desconocen que la adhesión del hombre al bien y la verdad
o nace de la libertad personal o no
tiene valor alguno.

Lo anterior no obsta a la legitimidad -la necesidad en
justicia- de que las leyes encarnen y exijan determinados
valores
éticos articulados alrededor del mínimo exigible
que es el respeto a la vida y a los derechos básicos de
todo miembro del género humano.

Limitar mediante las normas jurídicas -y con el
apoyo del poder punitivo del Estado- la libertad de quienes
atentan contra los derechos humanos de cualquier individuo no
es un ataque a la libertad, sino el único medio de
defenderla.

El respeto a la libertad de las conciencias excluye la
imposición violenta -por el Estado o por cualquiera- de
una fe o una ideología; y, al mismo tiempo, ese respeto
a la libertad exige que el Estado y las Leyes se comprometan
activamente en la defensa de los derechos de todo ser humano
contra los ataques ajenos. Por esto, y respecto al SIDA, hemos
afirmado reiteradamente que ni puede ser disculpa para privar de
derechos a los afectados, ni para poner el Estado al servicio de la
ideología del relativismo ético, ni para eximir de
sanción a quien crea el riesgo de la transmisión de
una enfermedad mortal.

74. ¿Tiene algo de particular el SIDA para el
personal sanitario?

Sí. Aunque todos los derechos y obligaciones
derivados de la relación médico enfermo son
válidos para esta enfermedad, el SIDA presenta algunos
perfiles específicos. Hoy por hoy es una enfermedad
incurable y, además, conlleva implicaciones sociales y
éticas muy relevantes. La labor del personal sanitario
está comprometida con todos estos aspectos. En la
relación médico-paciente es vital que el
médico sea consciente de la importancia de la
medicación y de su toma correcta, que sea capaz de dedicar
el tiempo suficiente para explicar al enfermo las
características de la enfermedad y la complicación
de la terapia adaptándola a la vida del paciente. El
farmacéutico -bien "comunitario" u "hospitalario"- tiene
un papel de importancia, pues el paciente recibe la
medicación en la farmacia, donde se refuerza la
información y de control del especialista.

75. ¿Pueden negarse los profesionales
sanitarios a atender a los pacientes con SIDA?

No. Todos los profesionales sanitarios tienen
obligación de atender las necesidades de las personas
infectadas por VIH en el marco de su actuación
profesional. Es norma de la deontología profesional de los
médicos y farmacéuticos, desde Hipócrates
hasta nuestros días y en todas las latitudes, la
observancia del principio de no discriminación de
los enfermos. En el vigente Código de Ética y
Deontología Médica
se formula claramente
así este principio en su artículo 4º: "El
médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a
todos los pacientes sin distinción, por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión,
opinión o cualquier otra condición o circunstancia
personal o social". Y en el Código de Ética
Farmacéutica y Deontología Profesional
Farmacéutica
, aprobado el 14 de diciembre de 2000, en
su artículo 17º: "El farmacéutico
respetará las características culturales personales
de los pacientes, no estableciendo diferencias basadas en
nacimiento, raza, sexo, religión opinión o
cualquier otra circunstancia".

76. Pero es que, en el caso del SIDA, la enfermedad
se contrae con frecuencia como consecuencia de actos conscientes
y deliberados que implican alto riesgo. ¿No es decisiva
esta circunstancia a la hora de atender o negar atención al enfermo?

El hecho de que el SIDA sea un tipo de enfermedad muy
peculiar, ya que, a diferencia de otras, en la mayoría de
los casos se adquiere como consecuencia de la voluntad deliberada
de observar conductas de riesgo, no exime a los profesionales
sanitarios de la obligación de atender a este tipo de
pacientes.

La correcta actuación de los agentes de la salud,
en éste y en otros casos parecidos debe ser el intentar,
en primer lugar, que sus pacientes abandonen los hábitos
que llevan consigo riesgo de enfermedad; y, en segundo lugar,
deben aplicar su ciencia y su
atención a curar el mal, o cuando menos a prevenir o a
paliar sus efectos. La razón de esta norma
deontológica es que un profesional sanitario debe saber
que no está ante nuevos casos de enfermedad, sino ante
personas enfermas, ante las que tiene el deber de no
desentenderse y a las que no debe discriminar. Los seres humanos
no son conglomerados de compartimentos estancos, cuerpo y
espíritu, mente y vísceras, psicología y fisiología, cada cual por su lado, sino que
constituyen una unidad, y es deber de los profesionales
sanitarios, en ésta como en todas las demás
enfermedades, procurar el bien integral del paciente. Negar los
cuidados a alguien porque lleve una conducta peligrosa es una
grave vulneración de la deontología
profesional.

En el caso específico de los enfermos de SIDA, el
deber de no discriminación se acentúa por las
peculiares características de esta enfermedad: su
carácter crónico y la marginación social que
puede envolver a las personas infectadas, con independencia de
sus comportamientos.

77. ¿Debe darse información a las
personas infectadas? ¿Cómo debe ser esta
información?

Efectivamente, los agentes sanitarios deben dar
información a los pacientes seropositivos, y esta
información debe ser, ante todo, veraz. Nunca puede darse
una información falsa, aunque sea con la pretensión
de evitar un mal psicológico sobreañadido al
paciente: por ejemplo, hay que comunicarle que la prueba de
anticuerpos es positiva o, si ya se sabe seropositivo, que tiene
un bajo nivel de defensas. La potencial transmisión del
virus a otras personas y el grave riesgo de muerte prematura del
paciente, respectivamente, obligan de modo especial a no ocultar
esos datos.

Sin embargo, debido a las características
especiales del SIDA mencionadas en la pregunta anterior, hay que
combinar prudentemente la veracidad con la delicadeza y la
oportunidad. Así, la notificación de la
condición de portador debe hacerse en el momento
psicológicamente más oportuno, a solas, con tiempo
para responder a las dudas del paciente. Los posibles
tratamientos para evitar la progresión de la enfermedad
deben tener en consideración los derechos fundamentales
del enfermo y sus formas propias de entender la vida.

78. ¿Cuál debe ser la
información que se dé a las personas
infectadas?

Se debe comunicar siempre a los infectados el
pronóstico de la enfermedad y el riesgo de
transmisión a otras personas.

Se les puede informar, además, sobre todos los
otros aspectos que la prudencia del agente de la salud aconseje,
teniendo en cuenta el deseo del paciente de profundizar en
el
conocimiento de su mal, y las condiciones psicológicas
en que se encuentra para comprender su situación y para
sobreponerse a la adversidad. Será aconsejable, como
criterio general, informar al paciente de todo aquello que
contribuya a mejorar su situación, y no a
empeorarla.

79. ¿Debe informarse a otras personas sobre el
caso?

Aunque el secreto profesional -como veremos más
adelante- no es una obligación absoluta, el seropositivo,
como cualquier otro enfermo, tiene derecho a la confidencialidad.
En su caso entran también serias consideraciones de
justicia, ya que el quebrantamiento del secreto profesional puede
exponerlo a numerosas discriminaciones, gravemente perjudiciales
para sus legítimos derechos e intereses, por dar lugar a
que el infectado sea víctima de discriminaciones
arbitrarias.

80. ¿Existen, pues, excepciones a la
obligación de guardar el secreto
profesional?

Sí, cuando entran en juego otros
valores que son superiores al mismo secreto. En esas condiciones,
el deber que se impone al médico, con carácter
preferente, puede llegar a ser otro: la salvaguardia de la vida y
la salud de terceros.

Así, el profesional sanitario puede, y aun debe,
revelar este secreto para alertar al compañero sexual de
su paciente cuando se cumplan estas mínimas
condiciones:

a) Negativa del contagiado a informar él mismo:
el deber de revelar las circunstancias del contagio recae en
primer lugar en la persona contagiada. El médico debe
transmitirle la necesidad de informar e igualmente ha de tratar
de persuadirla de que cumpla con este deber. A veces puede ser
razonable ofrecerse él mismo a ayudarla en esta ingrata
misión.

b) Ausencia de razones por parte de esa tercera persona
para sospechar del peligro.

c) Que el compañero sea identificable y
susceptible de ser localizado razonablemente. Esta
condición se podrá verificar con mayor facilidad si
se trata de una pareja casada o de una relación sexual
estable conocida públicamente.

81. ¿Qué argumentos justifican la
revelación del secreto cuando se dan estas condiciones?
¿Por qué entonces, y sólo entonces, se puede
hacer una excepción a la norma deontológica del
secreto profesional?

El primer argumento se apoya en el peso que tienen la
vida y la salud de la parte no alertada. La salvaguardia de estos
valores fundamentales pesa más en la balanza ética
que las potenciales consecuencias negativas para la persona
infectada.

Sin embargo, puede todavía preguntarse por
qué damos primacía en esta situación a los
derechos de la parte inadvertida. La respuesta es que la vida y
la salud son derechos más fundamentales, ya que sin ellos
todos los demás derechos o carecen de sentido o lo ven
disminuido. El derecho a la privacidad es secundario con respecto
al derecho a la vida.

La actitud del
individuo que quebranta normas fundamentales, como son el respeto
al derecho a la vida y a la salud del prójimo, amenaza la
existencia misma de la sociedad en cuanto comunidad regida
por normas éticas. Por tanto, la pretensión de usar
la regla moral del secreto profesional como instrumento indirecto
para seguir dañando a otras personas es contradictoria. No
se puede, en estas condiciones, exigir que el profesional
sanitario, por guardar secreto, se convierta en cómplice
de un atentado contra el derecho a la vida de otras
personas.

82. ¿Debe el médico proporcionar a otro
colega información sobre la infección de su
paciente por el VIH?

Sí, como cualquier otro dato médico que
contribuya al mejor tratamiento del paciente. Este profesional, a
su vez, sea cual sea su especialidad (médico de empresa, etc.),
queda también vinculado por el deber natural de secreto y
reserva confidencial.

83. Se menciona al médico de empresa a
título de ejemplo. Pero, ¿no es precisamente este
profesional una excepción a la regla general, ya que tiene
un deber específico de lealtad hacia la empresa que le
paga y por cuyos intereses debe velar?

El caso del médico de empresa ilustra
particularmente bien la norma general de deontología
profesional, precisamente porque parece una excepción, y
en realidad no lo es.

La obligación del médico de empresa es
procurar que los trabajadores desarrollen su trabajo en las
mejores condiciones sanitarias posibles, y atenderlos en los
accidentes o
las enfermedades que puedan padecer por razón de su
trabajo. Respecto a la contratación de nuevo personal, el
médico de empresa tiene la obligación de comunicar
a ésta las dolencias que puedan afectar al trabajador para
el desarrollo de su trabajo específico, pero debe guardar
reserva sobre todos los datos clínicos que no tengan esa
incidencia laboral directa.
Lo contrario sería una discriminación injusta, que
además de inmoral sería ilegal.

El deber del médico de velar por los intereses de
la empresa tiene, pues, un ámbito muy delimitado. Ninguna
empresa puede discriminar a un trabajador por su estado de salud,
a no ser que se vea directamente lesionada la función
concreta que se le asigne. En el caso de un enfermo de SIDA, el
médico de empresa deberá ser particularmente
prudente a la hora de suministrar a la dirección una
información que pueda perjudicar al trabajador
injustamente.

84. Pero, al conocer el médico la
infección de un determinado trabajador, sabe ya que
éste podría padecer una seria merma de su salud.
¿No es su obligación el informar a la empresa de
esta circunstancia?

No, por dos razones. La primera es que el médico
desconoce cuál será la respuesta futura del
organismo de la persona infectada a los tratamientos que reciba,
y por lo tanto no puede predecir si su vida activa durará
meses o años, o cuántos meses o cuántos
años. La segunda razón, en estrecha relación
con la primera, es que, en relación con todos los
demás trabajadores, el médico de empresa
también está en la imposibilidad de hacer
predicciones sobre sus posibilidades de supervivencia o de
disfrute de la salud. Si se aceptase el criterio discriminatorio
de un enfermo de SIDA tanto si la infección afecta
específicamente a su trabajo como si no, habría que
aceptar también la discriminación de cualquier
persona que no se encontrase en un perfecto estado de salud para
desarrollar cualquier tipo de actividad, lo cual repugna a
cualquier mentalidad civilizada.

La obligación del médico de empresa en
relación con un seropositivo, si la infección no lo
incapacita para desarrollar una determinada función y no
supone peligro de contagio para otros, no es informar a la
empresa, sino ocuparse de que ese trabajador reciba la
atención que merece, exactamente igual que ocurre con
cualquier otro.

85. ¿Qué obligaciones tienen las
autoridades sanitarias respecto a los pacientes con
SIDA?

Son de dos tipos: de atención médica y de
información sobre los riesgos de contagio a otras
personas.

Los pacientes deben recibir la atención
médica y los fármacos necesarios cuando lo
precisen. De igual modo, hay que cubrir las necesidades sociales
que pueden tener esos pacientes. En este servicio, las casas de
acogida y el voluntariado desempeñan un papel muy
importante.

Las autoridades sanitarias deben procurar reducir la
transmisión del virus, informando a la población de
forma veraz. Respecto a la transmisión heterosexual, se
debe subrayar de nuevo que la abstinencia y la monogamia son las
únicas conductas eficaces al 100% para evitar el contagio.
En el caso de personas promiscuas que no quieren modificar sus
hábitos, el preservativo disminuye el riesgo de
transmisión del VIH, aunque no lo elimina. De forma
parecida, respecto a la transmisión del VIH asociada al
consumo de drogas, las autoridades sanitarias tienen el deber de
velar por la salud de los ciudadanos y, en consecuencia, de
luchar contra la
drogadicción. Si, a pesar de todo, algunos sujetos
quieren drogarse, hay que informarles sobre los riesgos de la
adicción por vía endovenosa. Si, aun así,
algunos desean drogarse y hacerlo por vía endovenosa,
sólo cabe decirles que no intercambien jeringuillas con
otras personas, para evitar infectarse ellos o transmitir el VIH
a otros.

Si las autoridades sanitarias concentran su
atención únicamente en aquellos ciudadanos que se
obstinan en ser sexualmente promiscuos o en drogarse por
vía endovenosa, olvidando las recomendaciones previas
sobre comportamientos preventivos seguros, incumplen gravemente
su obligación, porque transmiten una aprobación
tácita o explícita de la promiscuidad y mantienen
que sólo el preservativo o el no intercambio de
jeringuillas pueden conjurar el riesgo de contagio, lo cual no
sólo es falso, sino además muy
peligroso.

86. ¿Tienen también obligaciones ante
los profesionales sanitarios los pacientes de
SIDA?

Los pacientes afectados de SIDA deben ser conscientes
del gravísimo deber moral de no infectar a otros y
comunicar a los médicos su condición de infectados,
su eventual participación en el mundo de la droga y
aquellos precedentes sexuales que son pertinentes a su
situación. Esto no puede ser infravalorado, porque de lo
contrario la vida que se pone en juego puede ser también
la del personal sanitario que les asiste.

Nadie debería negarse a ser sometido a una prueba
diagnóstica cuando su actividad profesional o sus
condiciones o estilo de vida
presuman un alto riesgo de contraer la enfermedad. Es evidente
que esta limitación de la privacidad y de sus derechos
individuales deberá ser convenientemente regulada por la
ley civil,
basándose en una rigurosa argumentación que tenga
siempre como fundamento el bien común.

87. ¿Plantea el SIDA problemas de
carácter moral?

Sin ninguna duda. El fenómeno del SIDA no
sólo plantea numerosas cuestiones morales que afectan al
hombre de nuestros días, sino que en sí mismo
contiene una dimensión moral que no se puede soslayar ni
ignorar sin correr el riesgo cierto de enfrentarse a esta
cuestión erróneamente y, en consecuencia, de
equivocar las vías para su tratamiento global.

El SIDA no es un fenómeno técnico en el
que se introducen dimensiones morales añadidas, algo
así como superpuestas. Por el contrario, el SIDA aparece,
se desarrolla y se combate en un contexto personal y social al
que la dimensión moral ni es ni puede ser ajena, como
ocurre con otras muchísimas manifestaciones de la vida.
Esta es, entre otras, la razón de ser de este
documento.

88. Pero, ¿no está la Iglesia
católica inmiscuyéndose en un fenómeno que,
efectivamente, tiene connotaciones éticas, pero de
ética civil, que pretende llevar al terreno
religioso?

Ciertamente, no. Este es un error muy extendido, fruto
de la propensión a relegar las cuestiones morales a la
intimidad de la conciencia de cada individuo y a negar
legitimidad a toda pretensión de otorgarles trascendencia
social y jurídica. Este mismo error se comete cuando, en
relación con otras materias (como el aborto
provocado o la eutanasia, por
ejemplo), se intenta despreciar la enseñanza moral de la
Iglesia alegando que estará muy bien para los cristianos,
pero que otra cosa son los no creyentes; esta actitud conduce, en
su propia lógica,
al absurdo de considerar que el hecho de que la Iglesia repruebe
el homicidio, el
robo, la violación o la estafa ya convierte el juicio
moral sobre estos comportamientos en cuestión exclusiva
para creyentes.

Es falsa esa división radical entre moral civil y
religiosa. La moral tiene un fundamento común a todos los
hombres (la ley natural), inscrito por Dios en el corazón y
manifiesto en la misma su misma naturaleza y, por ello, en
principio todo hombre es capaz de percibirlo con las solas luces
de su razón. Por eso, transferir a un supuesto
ámbito exclusivo de moral religiosa lo que es patrimonio
moral común empobrece la condición humana y reduce
su dignidad.

89. Entonces, la Iglesia, ¿no añade
nada a ese patrimonio moral común y, por lo tanto, no
tiene ninguna palabra específica para los cristianos en
relación con el SIDA?

La Iglesia, a partir de ese patrimonio moral
común a todo hombre, eleva la consideración del
fenómeno hacia una dimensión espiritual
específica fundada en la novedad del hombre redimido y en
el seguimiento de Cristo. La razón, iluminada por la fe,
puede abarcar en todo su profundo y pleno sentido el valor del
dolor de los enfermos, del sacrificio de sus próximos y de
la solicitud y solidaridad fraterna hacia todos ellos por parte
de los miembros de la familia cristiana. Esta visión
religiosa no sólo no niega las exigencias de la verdad
moral natural, sino que los motiva, los perfecciona y los inserta
en la obra redentora de Jesucristo que "pasó haciendo el
bien y curando a los oprimidos por el diablo" (Hch 10,38).
Así, otorga al sufrimiento un valor corredentor que, sin
la fe, no se comprendería.

Por otra parte, la dimensión
específicamente religiosa de la actitud de la Iglesia en
relación con el fenómeno del SIDA, ayuda a
comprender mejor y a valorar en toda su hondura la importancia de
la caridad, es decir, del amor hacia las personas que sufren,
"con Cristo, el Buen Samaritano, que cura con el aceite del
consuelo y el vino de la esperanza" (Misal Romano, Prefacio
VIII del Sanctus
, tiempo ordinario). El cristiano dispone,
gracias a su fe, de un auxilio espiritual que le ayuda a
acercarse a los que padecen la enfermedad cualquiera que haya
sido su conducta. El cristiano entiende bien que el error moral
no hace a las personas menos merecedoras de atención, sino
al contrario, como enseña la parábola del hijo
pródigo, más necesitadas, si cabe, de ser amadas y
ayudadas.

Por tanto, la Iglesia ofrece dos dimensiones nuevas -por
lo demás, razonables y enteramente homogéneas con
la ética y el sentido común- al tratamiento del
fenómeno del SIDA: la espiritual y la pastoral, que en el
fondo puede decirse que son la misma cosa, pues procede del
único amor de un Padre descubierto en el Hijo y derramado
en nuestros corazones por el Espíritu
Santo.

90. ¿Cuál es el juicio moral de la
Iglesia respecto a las relaciones conyugales cuando existe riesgo
de contagio del SIDA por estar uno de los esposos
infectado?

Las relaciones conyugales forman parte esencial del
derecho que mutuamente y de modo exclusivo se otorgan los esposos
al casarse. Los casados tienen el derecho y el deber de
expresarse su amor también mediante la unión
sexual: este contacto corporal íntimo especifica el amor
matrimonial frente a otras formas de amor, como la amistad. Pero
cuando uno de los esposos está infectado por el virus del
SIDA, las relaciones sexuales se convierten en gravemente
peligrosas para el cónyuge sano, de forma que el
cónyuge infectado que busca la relación genital con
el sano, lo está exponiendo a un grave riesgo de contraer
una enfermedad que, hoy por hoy, no tiene
curación.

Entran así en conflicto el
deseo amoroso de la donación conyugal y la
obligación, reforzada por el amor, de no hacer daño
al otro. Este conflicto se resuelve cuando el cónyuge
infectado de SIDA se da cuenta de que una relación sexual
con la persona que ama implica también un riesgo grave
para la vida o la salud de la misma. Por otra parte, nadie
está obligado a arriesgar su vida por tener una
relación conyugal con la que persona que ama o por atender
a sus obligaciones, a no ser que el negarse a asumir ese riesgo
ponga en peligro bienes de similar relevancia, cuya
protección le está encomendada, en razón del
bien común. Obligar a alguien a correr el riesgo de perder
la salud o la vida fuera de estas circunstancias es, incluso, un
abuso del derecho, y no puede ser una obligación
moral.

El cónyuge seropositivo (capaz de infectar) no
puede exigir la relación sexual a su cónyuge no
infectado. Aunque en ciertos casos muy excepcionales, y por
razones gravísimas (debido a la gravedad del quinto
precepto del decálogo, que impone conservar la propia
vida) el otro cónyuge podría lícitamente
acceder, corriendo el gravísimo peligro de contraer una
enfermedad tan grave en un acto heroico de caridad, esto es en la
práctica rarísimo.

91. ¿Deberían valorar además los
cónyuges el riesgo de engendrar hijos contagiados, a la
hora de decidir mantener relaciones sexuales, cuando uno de ellos
padece el SIDA?

Sí. Como en toda decisión libre, los seres
humanos debemos valorar el bien y el mal que se derivan de
nuestros actos, y la posibilidad de engendrar un hijo que puede
nacer infectado con el virus del SIDA es algo que unos esposos
responsables no deben ignorar al tomar la decisión de
mantener relaciones íntimas. Aunque es cierto que la
transmisión "vertical" del virus del SIDA es muy poco
frecuente en la actualidad, en los países desarrollados
(ver cuestión número 20), que un hijo es un bien en
sí mismo aunque esté gravemente enfermo, y que
existen bienes del matrimonio (como la fidelidad) que deben ser
realizados, tener un hijo en estas circunstancias no es
aconsejable.

Los bienes del matrimonio se pueden realizar de muchas
otras formas diversas. Evitar la descendencia en estas
situaciones, no puede significar el empleo de
medios inmorales, tales como el aborto y la
contracepción. La abstinencia (ver cuestión
número 59) es siempre posible, y también en el
matrimonio. Son muchas las situaciones que hacen aconsejable la
continencia dentro del matrimonio.

92. ¿Sería legítimo en este caso
el uso del preservativo, que evitaría a la vez los riesgos
de contagio al cónyuge sano y de engendrar un hijo
enfermo?

No. El uso del preservativo, como el de cualquier otro
método de contracepción, no es moralmente
lícito en ningún caso, por extremo y
dramático que éste pueda ser. No es ésta una
problemática que se plantee sólo respecto al SIDA:
existen otras enfermedades o características hereditarias
que llevan a los cónyuges a tener que optar entre la
abstinencia de relaciones sexuales o la asunción del
riesgo de generar hijos enfermos. En estos casos no varía
el juicio moral sobre la contracepción, pues la doctrina
moral católica se asienta sobre la verdad objetiva: un
acto malo en sí mismo no se convierte en bueno por las
circunstancias, aunque éstas sí pueden hacer malo
lo objetivamente bueno, o modificar (para bien o para mal) la
responsabilidad subjetiva del que lo realiza.

Toda práctica contraceptiva es moralmente
negativa sean cuales sean las circunstancias. La estructura
objetiva del acto y la intención contraceptiva quiebran
necesariamente la bondad moral existente en el amor sexual entre
esposos, al privarlo de una de las finalidades queridas por Dios:
la apertura a la vida, inherente a la naturaleza de la
relación sexual entre un hombre y una mujer. Todo acto
contraceptivo es, por tanto, un pecado, porque es objetivamente
contrario a la virtud de la castidad conyugal; esta es la
doctrina del Magisterio de la Iglesia católica,
recientemente recordada por Juan Pablo II (por ejemplo, en
la carta
encíclica Evangelium vitae nn. 13, 16, 17, 91), que
reafirma la doctrina de Pablo VI en la carta
encíclica Humanae vitae, en conformidad con la
doctrina tradicional y uniforme de la Iglesia.

La objetiva inmoralidad de todo acto contraceptivo no se
ve anulada por ninguna circunstancia ni por la ponderación
de consecuencias que se pueda hacer.

93. ¿Quiere esto decir que, para los enfermos
de SIDA casados, mantenerse sin relaciones conyugales
podría representar un sacrificio tal vez heroico, exigido
por la moral?

Hoy día muchos hacen juicios sobre la moralidad de
las conductas sexuales dando por supuesto que la castidad es
imposible. Esta postura, aparte de no responder a la realidad,
manifiesta un escaso reconocimiento de la libertad humana.
Así, se pretende justificar la masturbación de los
adolescentes como si éstos no pudiesen vivir castos, o se
justifican moralmente los actos homosexuales por suponerse que
quien tiene tendencia homosexual está abocado sin remedio
a manifestarla activamente en su conducta. Y de modo parecido se
argumenta con respecto a la fornicación o al adulterio.

Este planteamiento es radicalmente contrario al de la
Iglesia católica, que sí confía plenamente
en la libertad, en la capacidad de los seres humanos para optar
responsablemente por el bien aun cuando alcanzarlo sea arduo, y
las circunstancias, difíciles. La Iglesia predica la
castidad porque, con la ayuda de la gracia de Dios, es posible
para todos, también para los jóvenes que en la
adolescencia
descubren la dimensión sexual de su personalidad;
también para quienes descubren en sí mismos
tendencias homosexuales; y también para los esposos que
por algún motivo serio se ven conducidos a tomar la
decisión de abstenerse de la manifestación sexual
de su amor matrimonial. El ejercicio humano de la facultad sexual
no es una necesidad compulsiva.

El cristiano puede, con la ayuda de Dios, vivir en
gracia y virtuosamente en cualesquiera circunstancias y debe
-incluso hasta el martirio- ser fiel a Dios y al bien de su
propia dignidad, viviendo en su vida práctica con eficacia
la máxima que resume la moral: el único mal que hay
que evitar a cualquier precio es el
pecado, la ofensa a Dios y a la conciencia; lo único
absolutamente importante es la fidelidad amorosa a
Dios.

Forma parte de la misión de la Iglesia recordar
permanentemente a los hombres las exigencias de la verdad moral
natural, tanto si esto gusta a la mayoría en una
época concreta como si no. La Iglesia es depositaria, no
dueña, de la verdad del hombre, y debe expresar esta
verdad, lo que en ocasiones podrá llegar a implicar
comportamientos heroicos. La Iglesia, Madre y Maestra, pone al
hombre ante su dignidad y ante su libertad, y cree en ambas con
todas sus consecuencias.

Si por estar infectada por el virus del SIDA -o por otra
circunstancia- una persona casada se ve moralmente obligada a
mantener una continencia perfecta, tiene la gracia para poder
hacerlo, como lo han de hacer los no casados. Esto no sólo
es posible, sino que es lo normal en un cristiano consciente de
su dignidad de hijo de Dios y movido por la acción del
Espíritu Santo: un cristiano que busca sincera y
perseverantemente esa fuerza y esa
luz divinas en
la escucha de la Palabra de Dios, la oración, los
sacramentos, el acompañamiento espiritual, etc.

94. En el caso de los homosexuales, ¿no exige
el respeto a su dignidad y a su "libertad de opción
sexual" el considerar moralmente correcta su actuación
como tales?

No. La bondad o malicia del uso de la sexualidad no
depende sólo del arbitrio del que actúa, sino
también de su objetiva ordenación al bien de la
persona. Evidentemente, ninguna actividad sexual es moralmente
buena si no se basa en la libre decisión de la persona;
pero no toda opción sexual libre es buena por el hecho de
ser libre, sino sólo si es adecuada, además, a la
naturaleza del ser humano en cuanto persona y sus
actos.

El cuerpo humano
no es sólo un soporte físico que puede ser usado
por la razón predicándose la moralidad sólo
de esta última, como si la moralidad dependiese
sólo de la libertad, la autenticidad y la finalidad que la
parte espiritual del hombre persigue con sus actos. Un
planteamiento dualista de este tipo es ajeno al cristianismo,
además de ser antropológicamente erróneo. La
persona es unidad de cuerpo y espíritu, cuerpo
espiritualizado, espíritu corporeizado. Por eso la moral
cristiana, en lo que respecta a la sexualidad, no hace
abstracción ni del cuerpo ni del alma, no es
una moral ni de ángeles ni de animales, sino de personas
que hacen el bien o el mal según orienten su cuerpo y su
alma conjuntamente al bien o no.

El juicio de la moral cristiana sobre la sexualidad de
los homosexuales se basa exactamente en los mismos principios que
afectan a los heterosexuales. Para la Iglesia, desde el punto de
vista moral, no hay personas homosexuales o heterosexuales, sino
personas, que unas veces luchan por hacer el bien y otras ceden a
la tentación de hacer el mal. Ni unas ni otras
actúan de forma correcta sólo por tener buenas
intenciones o seguir sus impulsos espontáneos, sino en
tanto en cuanto realizan el bien objetivo que es posible conforme
a su constitución sexuada.

95. Pero, ¿qué es para la Iglesia el
bien objetivo en materia de sexualidad?

La doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad parte de
una obviedad: que la morfología
sexual diferenciada entre varones y mujeres está
objetivamente orientada a permitir un tipo de relación que
transmite la vida mediante la entrega personal; y esta
característica de los cuerpos femenino y masculino no es
ajena a la moral, sino que es determinante en la moralidad del
ejercicio de esta facultad.

Así, todo uso de la capacidad genital orientado a
expresar el amor total entre esposos que se complementan como
varón y mujer es, no sólo acorde con la moral, sino
fuente de santidad, a no ser que se excluya la total
donación personal (por no hacerse en el seno del
matrimonio o por realizarse sólo con miras egoístas
de consecución de placer), o se elimine su finalidad al
hacerla estéril. Por tanto, todo uso de la sexualidad para
la autosatisfacción egoísta y no abierta al otro
(cónyuge) de distinto sexo y, en consecuencia, a la vida,
es inmoral.

Si las relaciones homosexuales se considerasen
moralmente lícitas, lo sería todo uso
físicamente posible de la sexualidad, sería un
ámbito no-moral del hombre y entonces la moral se
subsumiría en la biología y la
fisiología. Si el ser humano tiene una dimensión
moral, es evidente que, en materia sexual, esta dimensión
se apoya en la diferenciación varón-mujer que
permite la apertura a la vida en el seno de la entrega personal
total (exclusiva, irrevocable, amorosa, procreativa, etc.); pero
esto es física y éticamente imposible en el seno de
relaciones homosexuales, como también lo es en la
búsqueda solitaria de placer, en la relación
esporádica que no compromete a la persona o en la negativa
a permitir la apertura a la vida.

96. Sin embargo, ¿acaso no existen personas
que sinceramente se sienten homosexuales?

En primer lugar, debe matizarse la expresión
"sentirse homosexual", pues, hoy, cierta mentalidad legitimadora
de la homosexualidad hace que muchas personas identifiquen como
manifestación de homosexualidad lo que no son sino las
ambivalencias e indefiniciones propias de la fase de
formación de la identidad
sexual de la persona a partir de la adolescencia.

Si a un adolescente que miente en ciertas ocasiones para
escapar al control de sus padres o profesores, se le dijese que
mentir es una opción igual de legítima que ser
veraz, podría fácilmente convencerse de que tiene
tendencia mentirosa y perdería el estímulo para
superar esa tendencia y esforzarse por llegar a ser veraz. Si
luego se asociase con otros mentirosos y encontrase el apoyo de
algunos psicólogos y famosos para reivindicar el derecho a
la mentira, como opción vital tan legítima como la
contraria, estaríamos ante un fenómeno cultural
similar al de los movimientos homosexuales en la actualidad, y
mucha más gente descubriría, incluso con toda
sinceridad, que se siente mentirosa. Si la sociedad aceptase
estas posturas, las fronteras morales entre la verdad y la
mentira se irían difuminando y desaparecería el
incentivo para la veracidad en la formación de la
personalidad.

De ahí que sea tan importante no normalizar lo
anómalo ante la conciencia colectiva, pues esto supone
destruir personalidades en formación, todavía
endebles, y privarlas del incentivo hacia el bien que la cultura debe
procurar, especialmente a los más
jóvenes.

A pesar de lo anterior, es evidente que existen
homosexuales, personas cuyo impulso sexual se siente
atraído hacia quienes son de su mismo sexo. Estas personas
padecen una anomalía, una desviación de la natural
ordenación de la constitución sexual de hombres y
mujeres, como existen otras anomalías psicológicas
que pueden dar lugar a tendencias anómalas, como es el
caso de la inclinación inmoderada a los juegos de
azar. De modo semejante, en el caso de los homosexuales, el que
les atraigan las personas de su mismo sexo no es óbice
para que esta atracción sea patológica, contraria a
su propia morfología, a su realización como
personas y no apta para realizar el bien propio de la
relación sexual.

97. ¿Cuál debe ser la actitud del
cristiano que descubre que tiene tendencias
homosexuales?

Quien descubre en sí mismo tendencias o afectos
homosexuales debe:

1) No sentirse culpable sólo por experimentar
estas tendencias, sin consentir en ellas.

2) No acostumbrarse a dejarse llevar por ellas, ni
pensar que no es libre para dominarlas.

3) Admitir que su obligación moral es poner los
medios para evitar dar satisfacción a tales tendencias,
buscando las ayudas médicas, psicológicas y
espirituales que precise.

4) Esforzarse por vivir en la castidad, sabiendo que
ésta es posible.

5) No asustarse de las propias flaquezas.

6) Confiar en la providente bondad de su Padre Dios, que
sabe más y no abandona a nadie.

Quien se siente homosexual está tan obligado y es
tan capaz de vivir la castidad como quien se siente
atraído por el sexo contrario, y sólo estará
atado por su tendencia si decide voluntariamente declararse
vencido por ella o si, dando un paso más, intenta
justificar su actuación declarándola buena o normal
al objeto de auto-legitimar su renuncia a la lucha por el
bien.

Desde el punto de vista moral, no existen ni los
homosexuales ni los heterosexuales, sino las personas; y
éstas -sea cual sea su tendencia sexual- se dividen entre
quienes luchan por hacer el bien y quienes ceden a la
tentación de no luchar.

El cristianismo es la religión de la libertad y
del perdón, la religión de la cercanía
amorosa del Dios omnipotente que nos ayuda siempre: todos somos
capaces de los mayores horrores pero, si queremos, podemos
rehacernos ejerciendo nuestra libertad para perseguir el bien
pidiendo perdón en el Sacramento de la Penitencia,
volviendo a luchar por el bien; y esto una y mil veces si fuera
preciso. Todo ello implorando con fe perseverante la gracia de
Dios. El único mal sin remedio es la renuncia a reiniciar
el esfuerzo por el bien.

98. Si a pesar de todo, los homosexuales mantienen
relaciones sexuales, ¿no harían bien en usar
preservativos para evitar riesgos adicionales de contagio del
SIDA?

Toda relación sexual entre dos personas del mismo
sexo es contraria a la virtud de la castidad. Esta
calificación no se ve sustancialmente afectada por usar o
no usar preservativo. Ahora bien, al pecado contra la castidad
puede añadirse la connotación -nuevamente contraria
a la moral- de provocar el riesgo de transmitir una enfermedad
tan nociva como el SIDA, riesgo altamente probable en el coito
anal cuando uno de los dos está infectado.

En estos casos, el uso del preservativo no convierte el
acto siempre inmoral de la relación homosexual en bueno,
pero disminuye la probabilidad de
una ulterior consecuencia dañina y pecaminosa de un acto
malo, a saber, el poner en serio peligro la salud o la vida del
otro. Esta reducción, como ya se ha dicho, no es total,
sino parcial.

99. ¿Cuál debe ser la actitud de la
comunidad cristiana y de sus pastores ante la persona con
tendencias homosexuales?

La comunidad cristiana y sus pastores deben acoger a la
persona con tendencias homosexuales como a un ser humano con la
misma dignidad y valor que los demás, pero sin incurrir en
ninguna forma de legitimación de la conducta homosexual como
tal. Así lo ha presentado el Catecismo de la Iglesia
Católica
(1997) nn. 2357-2359, la Carta sobre la
Atención pastoral a las personas homosexuales
de la
Congregación para la Doctrina de la Fe (1986) y la Nota de
la Comisión Permanente del Episcopado Español
Matrimonio, familia y "uniones homosexuales" (1994). No es
caridad cristiana ni justicia hacer algo que induzca a pensar que
los actos de unión homosexual son moralmente admisibles o
legitimables. Sí es caridad y justicia, apoyar a las
personas en su lucha, otorgando el perdón de Dios, la
acogida personal y el apoyo psicológico necesario
siempre.

Cometería un gravísimo error, no exento de
responsabilidad moral, el católico que permitiese gestos,
ceremonias o actitudes que aparenten otorgar legitimidad a las
conductas homosexuales. El mejor servicio a las personas es la
defensa de la verdad moral, por exigente que sea.

100. Por último, una cuestión que ha
aparecido con frecuencia en los medios de
comunicación y se ha comentado abundantemente:
¿Puede considerarse el SIDA como un castigo puesto por
Dios para que en estos tiempos modernos revisemos nuestras ideas
y conductas?

No existe ningún dato que indique la verdad de
esta teoría,
que más bien parece contradecirse con la forma habitual de
actuar del Dios que conocemos por la revelación cristiana.
Él ha apostado de verdad por la libertad humana y respeta
las consecuencias de su ejercicio, pues no desea ser amado a la
fuerza ni mediante coacción.

Dios es responsable de cómo es la naturaleza
humana, pues Él la creó como es. El hombre es el
responsable de cómo usa las potencialidades de su
naturaleza y, por tanto, también lo es de las
consecuencias negativas o dolorosas de su conducta. En el
surgimiento del virus del SIDA no sabemos si actos voluntarios de
los hombres han tenido algo que ver o no. En su
transmisión sí sabemos que, con frecuencia, actos
voluntarios de algunas personas tienen tal responsabilidad. En
estos actos -y no en imaginarias venganzas divinas- es donde hay
que centrar el análisis y sacar las
consecuencias.

Lo que sí que ha demostrado Dios a lo largo de la
historia de la salvación es su inmenso poder para extraer
de los grandes males mayores bienes (cfr. Rm 8,28). Así
ocurrió con la pasión y muerte de su Hijo
Jesucristo, que culminó en el triunfo de su gloriosa
resurrección. El Inocente dio su vida para que los
culpables (cfr. Rm 12,19), que estábamos abocados a
la muerte,
tengamos vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). También la
enfermedad y el sufrimiento se convierten siempre, para quienes
se fían del Dios del Amor y de la Vida, en misterioso
cauce hacia la salud plena y eterna.

Nota final: La información concreta sobre
centros e iniciativas de acogida y ayuda a los enfermos de SIDA,
promovidos por la Iglesia Católica, tanto en nuestro
país como en favor de los países en vías de
desarrollo, puede recibirse en las Delegaciones de
Cáritas, de Pastoral Sanitaria y de Pastoral de la Familia
y de la Defensa de la Vida de cada una de las
Diócesis.

 

Iván Guerrero N.

Partes: 1, 2
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