Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Dos Cuentos




Enviado por dpenanina



    1. El olor del
      perfume
    2. Una Realidad
      Inevitable

    El olor
    del perfume

    os claveles, los claveles!, aquí están
    ellos, ¡los claveles! – gritaba al viento o a quien
    quisiera oírla, la vendedora de flores, sin detener la
    marcha, mirando para todas partes o no mirando, con los
    oídos atentos, prestos a escuchar el llamado de
    algún cliente, fuera
    éste un comprador habitual o un comprador circunstancial,
    desconocido, que antes de comprar exigiera explicaciones,
    preguntara por la procedencia de los claveles, el nombre de su
    cultivador y, además, exigiera rebajas en los precios.

    – ¡Los claveles, los claveles! – volvía a
    gritar, mientras avanzaba con la lata contentiva de las flores
    sobre la cabeza, equilibrada y libre, bambuleándose
    calculadamente para un lado y el otro, siguiendo los movimientos
    de la cabeza de la vendedora y la profundidad de sus
    miradas.

    Los niños,
    acostumbrados a verla en los atardeceres, maldecían su
    cercanía porque los obligaba a detener su juego de
    pelota.

    Ella no les pedía nada, pasaba indiferente; pero
    ellos bien sabían que si alguno lanzaba la bola o la
    bateaba y ésta pegaba en la lata de la vendedora de flores
    y la lanzaba al suelo, se
    repetiría la experiencia de Vitico. Vitico que nunca
    bateaba; que, definitivamente, no había nacido para
    beisbolista y, por ello, los demás muchachos, le llamaban
    "Mampla", que era el último en ser escogido durante la
    selección de los jugadores; esa tarde,
    ayudado quién sabe por qué emisarios
    satánicos, pegó un batazo de pelotero profesional
    que se extendió de línea, y la bola, que se vio en
    principio como una centella, dejó de verse por la velocidad que
    llevaba.

    Se supo por dónde andaba porque se oyó el
    estruendo cuando se estrelló en el centro del metal y se
    vio volar la lata, con todo y flores, y hasta la rodillera sobre
    la que se apoyaba, y caer un par de metros a la derecha de la
    vendedora, que en un principio, aturdida, no sabía lo que
    pasaba.

    Parecía preguntarse qué fuerza
    demoníaca había sido capaz de arrebatarle la lata
    con las flores y, por poco, hasta la cabeza.

    Vitico, con el entusiasmo de haber pegado semejante
    batazo, corría las bases gritando vivas y haciendo
    señales
    de fuerza, mientras, los demás, nos manteníamos
    inmóviles, atónitos, pasmados doblemente, por la
    doble sorpresa del batazo de Vitico y la tragedia de la vendedora
    de flores.

    Ciertamente se botó toda el agua de la
    lata y muchas flores rodaron por el suelo y se ensuciaron de
    tierra y
    arena. Pero no era para tanto. La vendedora, desde que se repuso
    de la sorpresa, corrió con la agilidad de una gacela,
    agarró a Vitico por el cuello de la camisa y lo
    arrastró hasta su casa. Allí exigió que la
    madre le pagara cada una de los claveles
    caídos.

    No valió que ésta dijera que no
    tenía dinero ni que
    Vitico alegara que había sido un accidente.

    -O me pagan o va preso, una de dos, ustedes escojan
    -repetía, amenazante, la vendedora de flores.

    Y la madre de Vitico no tuvo más remedio que
    descolgar el reloj de pared y salir con él, seguida de la
    vendedora de flores, hacia la casa de empeño.

    Terminada la transacción pagó a la
    vendedora de flores la cantidad exigida, recogió los
    claveles del suelo, los puso en un florero improvisado sobre la
    mesa de la sala, después de limpiarles la tierra y la
    arena con agua, y se
    dispuso a dar semejante fuetiza a Vitico, que casi dos semanas
    después, todavía traía los moretones en las
    nalgas.

    Pasó mucho tiempo para
    que el pobre Vitico se animara a volver a participar en un juego
    de pelota. Y cabe señalar que, después de aquel
    fatídico batazo, Vitico se convirtió en un "Mampla"
    magnificado. Abanicaba con tal desacierto, que no hubiera tocado
    la bola aunque ésta hubiese sido un balón de
    fútbol. Así fue hasta el día que se
    desentendió de los juegos de
    pelota y se dedicó a otras cosas más productivas,
    según afirmaba.

    Aquella vendedora que, después del incidente con
    Vitico, le parecía tan odiosa a los muchachos, era una
    campesina infeliz que caminaba los diez kilómetros que la
    separaban del mercado, pero
    llegaba puntual diariamente, a las cuatro de la mañana,
    acomodaba su lata sobre una de las mesas vacías del
    mercado y se fajaba como un hombre a
    ayudar a descargar las flores de los camiones.

    Hacia las nueve de la mañana, cuando terminaba la
    jornada cansada, sudorosa y sucia, recibía, como
    recompensa a su ayuda espontánea, el regalo de las flores
    que, por haberse maltratado o marchitado en el trayecto, no
    calificaban para ser vendidas a las floristerías bien
    establecidas.

    A partir de ese instante ella rociaba las flores con una
    mezcla de agua y algunas tabletas de vitaminas para
    reanimarlas y empezaba a recorrer las calles, ayudándose
    con la voz para anunciar las flores.

    En ocasiones vendía muy pocas o ninguna y,
    entonces, tenía que llegar a su casa con todo y flores.
    Esas flores no vendidas no las usaba para lucirlas en floreros
    que no tenía, las mantenía en la lata, sobre el
    suelo, añadiendo al agua de las flores una o dos tabletas
    de aspirina para preservarlas sin que se marchitaran.

    Al día siguiente, sin importar la cantidad de
    flores que tenía en la casa, se levantaba de madrugada y
    volvía al mercado. Los días así le
    resultaban más afanosos porque tenía que ir a su
    casa por las flores del día anterior y empezar a
    ofrecerlas antes que las frescas.

    Una tarde, con el acumulo de flores de tres días,
    tuvo la lucidez de situarse en un semáforo y ofrecer las flores a las
    parejas que viajaban en carros de lujo. En su
    desesperación de deshacerse de las flores antes de que se
    marchitaran más y, en consecuencia, no le redituaran
    ningún beneficio, las ofreció a muy buen precio y ello
    constituyó una oferta
    tentadora que muy pocos hombres resistieron.

    La oportunidad presentada fue aprovechada por todos los
    que quisieron halagar a la dama que los acompañaba y, en
    poco tiempo, las flores se agotaron. Es más, un par de
    compradores regresaron, sin éxito,
    por más flores después de que éstas se
    terminaron.

    De cualquier forma, el éxito logrado en la
    venta de las
    flores en el semáforo, no motivó a la vendedora a
    establecer allí un punto comercial fijo, como
    parecía indicar la lógica
    comercial. Al día siguiente, ella volvió a su
    rutina de recorrer las calles y ofrecer las flores a su antiguo
    precio y sólo volvió al semáforo cuando se
    repitieron las mismas circunstancias que motivaron la ocurrencia
    previa.

    -¿Qué de bondad tienen los negocios que
    para agilizar la venta de su mercancía tienen que
    minimizar su precio y establecer la esclavitud de un
    punto fijo? -parecía preguntarse la vendedora mientras
    caminaba anunciando a gritos, con periodicidad, la
    mercancía que ofrecía.

    Su idea de la libertad no
    concebía la rigidez de un horario ni un punto comercial
    fijo. Al caminar era libre de sus pasos; podía elegir la
    ruta a seguir a su antojo, y, además, cuando lo
    quería se daba sus recesos para descansar. El trato
    apresurado con un cliente en un semáforo sólo daba
    el margen de tiempo suficiente para entregar las flores y recoger
    el dinero que
    pagaban por ellas.

    Era un comercio
    impersonal, frustatorio, aunque de éxito, si se quiere, en
    el aspecto meramente comercial. Pero a la vendedora de flores le
    gustaba tratar sin apresuramiento, mostrar su mercancía
    para que el comprador escogiera a su gusto y pagara satisfecho,
    convencido de la calidad de lo que
    compraba.

    Y, otra cosa, cuando era llamada desde una casa para una
    compra o un encargo, ella conversaba con la gente, les
    decía su nombre, preguntaba el del cliente, hablaban de
    otras cosas, terminaban haciendo amistad.

    En ocasiones le ofrecían un vaso de agua, de
    leche, un jugo
    de frutas, o algo para desayunar o comer después del
    mediodía, y ella aceptaba complacida el ofrecimiento,
    disfrutaba de la compañía y, en más de una
    ocasión, se quedó en alguna casa por un par de
    horas, durmiendo la siesta.

    La agilidad de las ventas en el
    semáforo, además de obligar a bajar los precios, no
    compensaba todas esas experiencias vivenciales que tenían
    una gran significación en la escala de
    valores de la
    vendedora de flores. Ella tenía sus propios pareceres de
    la vida y sus preferencias no tomaban en cuenta lo que pudiera
    ser el gusto general ni aquel razonablemente
    lógico.

    Ella era, sencillamente, ella; no importaba que el tanto
    caminar le ingurgitara las varices hasta casi hacerlas
    reventar.

    Y, sin que se lo propusiera, ella logró ser una
    parte de la historia de aquellas calles
    que recorría sin cesar. Su voz era conocida de todos y su
    presencia, aunque fugaz, era extrañada aquellos raros
    días en que, por alguna causa, dejaba de pasar.

    Y es que aparecía como salida de un laberinto
    fantástico, embadurnada de animosidad y de bríos y
    pregonaba sus flores con fuerza, como con cierto orgullo o la
    seguridad de ser
    la portadora de buenas nuevas.

    Una vez, sin embargo, pasó en silencio. Cargando
    como siempre sus flores, pero en silencio. Las calles desiertas y
    las casas cerradas a la intensidad del sol al comienzo de la
    tarde la obligaron a meditar.

    -Nadie es indispensable -se dijo-. Conmigo, o sin
    mí, se mantienen iguales estas calles. Son iguales las
    casas; las gentes podrían tornarse más lejanas,
    quizás, pero son las mismas y hacen lo mismo. El sol irradia
    luz y calor, en
    apariencia, hasta con más intensidad. Los pájaros
    vuelan igual de indiferentes de rama en rama y con la misma
    vehemencia cargan palitos para hacer sus nidos.

    -Nadie es indispensable -volvió a decirse-. Luego
    agregó: -Yo que creía que con mis flores resultaba
    ser un personaje importante. Sencillamente me equivoqué.
    No es a mí a quien buscan, es a las flores y no les
    importa quién las traiga, ni siquiera que las traigan.
    Cuando las necesiten, si no hay quien se las ofrezca en sus
    casas, saldrán a buscarlas donde sepan que las hay, como
    cualquier otra cosa de las que buscan en las tiendas o en los
    supermercados.

    Pensó entonces, que era una ilusa, una
    soñadora, una mujer que
    había vivido una fantasía mientras creía
    estar viviendo la realidad.

    Se le endurecieron, de repente, las facciones,
    frunció las cejas, rugió internamente: -Se
    acabó.

    -Ciertamente, se acabó -volvió a decirse
    más calmada.

    Desde entonces dejó de recorrer las calles,
    dejaron las gentes de importarle. Cambió del todo, se
    volvió escueta, huidiza, impersonal.

    Ahora se sienta cómodamente en una silla que
    ubica, cada atardecer, en la isleta de una gran avenida, junto al
    poste que sostiene un semáforo y espera que sean los que
    viajan en los carros quienes le pidan las flores.

    Todos saben las reglas: Deben acercarse a ella con el
    dinero en la mano. No acepta un centavo menos y prefiere que no
    le hablen de nada. Los precios están en unos carteles que
    cuelga cada tarde del mismo poste del semáforo, a una
    altura visible para los que van y vienen en los
    carros.

    CUENTO 2

    Una
    Realidad Inevitable

    Al tío Teudis le faltaban seis meses para cumplir
    los sesenta cuando tuvo la certeza de que volvería a
    reunirse con la mujer que
    amó.

    Era un sueño que había acariciado por
    años en silencio y, aunque no lo compartía con
    nadie, lo dejaba entrever por el brillo que adquirían sus
    ojos en algunas fechas que le traían recuerdos de esa
    mujer que alguna vez quiso y quién sabe si seguía
    queriendo.

    Su vida había transcurrido entre una
    maraña de enredos, soledades y encierros, desde que el
    destino deshizo esos amores preñados de
    sueños.

    En una ocasión poco faltó para que un
    psiquiatra, amigo de la familia,
    llamado con cautela para que evaluara al tío, sin que
    él lo supiera, exigiera que se le hospitalizara para un
    tratamiento intensivo, calificándolo de egocéntrico
    y depresivo circunstancial.

    No imagino cómo hubiera quedado la casa si se
    hubieran llevado al tío Teudis. A fin de cuentas,
    él era lo único interesante y llamativo que
    había en ella.

    Sus horas de encierro y de meditación y su
    habitual sonambulismo, lo menos que conseguían era llamar
    la atención, haciendo del tío el centro
    de interés
    de todos los que convivíamos en la casa, así como
    de los vecinos, que estaban al tanto de sus costumbres, y los
    pocos amigos que muy ocasionalmente nos visitaban. Lo bueno de
    todo ese lío fue que el tío Teudis nunca se
    enteró de la evaluación
    del psiquiatra ni de las sugerencias que éste hizo con
    alguna insistencia, y, claro está, que los abuelos no
    dieron por válidas.

    Una cosa que siempre llamó mi atención fue
    su forma de mirar.

    Sus ojos daban la impresión de ser huidizos.
    Habitualmente hablaba mirando de reojo a su interlocutor, nunca
    de frente.

    A decir verdad, la mayor parte del tiempo miraba al
    suelo. Pero no lo hacía por timidez o cobardía.
    Cuando quería dar una respuesta directa o ser
    enfático miraba a los ojos, y esa mirada centelleante y
    repentina casi siempre terminaba desarmando a la persona con quien
    hablaba.

    Nadie sabía que tenía comunicaciones
    con la mujer aquella. Nunca comentó que sus salidas
    semanales tenían como destino la oficina de
    correos, donde iba a llevar las cartas que le
    escribía en su cuarto y a recoger las respuestas que le
    llegaban, con igual prontitud, a un apartado de correos que a
    nadie comentó nunca que tenía alquilado.

    Empezamos a sospechar que algo pasaba cuando comenzamos
    a notarle una sonrisita pícara, diariamente,
    después que se levantaba y que le duraba todo el
    día. Era como si todo lo que veía, hacía y
    le sucedía le resultaba grato.

    Al principio pensamos que se trataba de simples
    coincidencias o de situaciones circunstanciales. Pero la
    persistencia de la sonrisita y los cambios favorables en su
    carácter nos obligó a pensar que
    había algo más.

    Nos tomó tiempo conocer la causa de su giro
    conductual. Y no es que antes fuese hosco o antipático,
    no, era simplemente distraído, aparentaba ser
    soñador.

    Lo normal era verlo pensando, con la mente en blanco o
    lejana y con el rostro indiferente. No evidenciaba muestras de
    amarguras; pero tampoco se le veía gestos de
    felicidad.

    Por eso la sonrisita resultó tan llamativa desde
    el primer día que la exhibió. Conocer su origen nos
    tomó exactamente dos meses y fue el resultado de un
    hallazgo casual, precisamente mío, por cierto.
    Sucedió una mañana de Diciembre. Tío Teudis
    salió de su cuarto vistiendo ropa ligera, a pesar de que
    hacía frío y con la sonrisita aquella que ya
    resultaba tan peculiar en él. Atravesó el pasillo
    lateral y se introdujo en el baño donde empezó a
    cantar.

    Como dejó la puerta de su cuarto abierta me
    introduje en el mismo.

    Vi sobre su mesita de lectura un
    papel amarillo adornado con flores dibujadas a mano y algunos
    párrafos escritos, y me acerqué a leer.

    -Amiga mía -decía en las primeras
    líneas-, cuando llegue la primavera volveremos a vernos y
    aspiraremos juntos el perfume de las rosas
    bañadas con las primeras lluvias.

    -Tío -le dije cuando regresó-,
    ¿cómo se puede aspirar el perfume de las
    rosas?

    Comprendió que había leído la carta que
    escribió y me dijo sin reproche : – Es una
    aspiración filosófica, ¿puedes
    entenderlo?

    Le respondí que sí, pero salí de su
    cuarto sin tener idea de lo que quiso decirme. Mi relato a los
    abuelos, sin embargo, lo obligó a contestar una pregunta
    directa esa misma tarde.

    -¿Con quién vas a volver a verte, Teudis?
    -le preguntó el abuelo, sin ningún
    rodeo.

    -Con Eusebia, padre, con Eusebia.

    -¡Con Eusebia, después de tantos
    años!, ¿y dónde está ella?
    -preguntó el abuelo extrañado.

    La historia es muy larga, padre, y muy personal
    -comentó tío Teudis. Luego prosiguió-.
    Confórmese con saber que nos escribimos y hemos acordado
    volver a vernos. Vernos, tan solo, sin una finalidad definida,
    sin un objetivo
    concreto.
    Conversar, recordar, eso será todo. Como usted dice, ha
    pasado tanto tiempo…

    -¿Y cuando será eso, Teudis, si es que
    puede saberse?

    -Cuando llegue la primavera y se inicien las primeras
    lluvias. Queremos pasear como antes, tomados de la mano bajo los
    atardeceres. Y si es bajo la lluvia, mejor.

    El abuelo dio por terminada la conversación sin
    animarse a decirle lo que pensaba : -Que ya era muy viejo
    para estar con esas bobadas. Que ese romanticismo
    cursi lo podía admitir en un adolescente; pero no en
    él, que ya tenía bastantes canas.

    Y adivinando o no lo que pensaba el abuelo, el
    tío Teudis se retiró a su cuarto y, a partir de
    entonces, se cuidó de dejar bien cerrada la puerta
    cuando salía de allí.

    Una mañana lluviosa de un jueves de marzo, el
    tío Teudis salió de su cuarto con un bulto de mano.
    Se fue casi sin despedirse tan pronto llegó el taxi que
    había llamado por teléfono.

    -Volveremos a vernos pronto -dijo, mientras
    corría hacia el automóvil que lo esperaba con el
    motor en
    marcha.

    A nadie le dijo dónde iba ni cuándo
    volvería.

    Sospechábamos que había ido a encontrarse
    con Eusebia porque era lo único conocido que tenía
    pendiente de hacer. Casi podíamos afirmar que en eso
    andaba, a menos que nos tuviera otra sorpresa mejor
    guardada.

    Fueron unos días de silencio en la casa, aquellos
    en los que el tío Teudis se mantuvo ausente. No
    había en ella motivos de augurios ni de
    expectación.

    Era como una telaraña abandonada, que funciona
    como trampa; pero sin nadie que vaya a engullirse la presa que
    quede atrapada; como un nido dejado atrás por
    pájaros que emigraron a otro lugar; como cauce de arroyo
    antiguo, dejado lleno de piedras y seco.

    Apenas estábamos saliendo del asombro de su
    ausencia cuando volvió a sorprendernos con su regreso.
    Llegó una tarde, tres días después de su
    partida, con su bulto en la mano y cansado de caminar. No nos
    explicamos por qué no regresó en taxi ni tampoco lo
    explicó él. Se limitó a decir : -Buenas
    tardes-, y se encerró en su cuarto a dormir.

    Se levantó al día siguiente y fue como si
    no hubiera salido. Ningún comentario, ningún gesto.
    Lo único extraño, si así pudiera
    llamársele, fue la desaparición de la risita a la
    que nos tenía acostumbrados. Por lo demás,
    retomó todos sus hábitos con envidiable
    naturalidad.

    Los demás quedamos intrigados, sin encontrar
    respuestas a las múltiples interrogantes que, sin decirlo,
    nos planteábamos con las miradas: ¿Se habrá
    encontrado con Eusebia? ¿Habrán renovado su
    amor?
    ¿Estarán preparando matrimonio?
    ¿Los habrá aburrido el desamor? ¿Se
    seguirán queriendo? ¿Se reconocerían a pesar
    de los años sin verse? ¿Cuál sería su
    reacción al encontrarse? ¿Cómo se
    despedirían? ¿Con qué impresión
    quedarían los dos?

    El tío Teudis nunca dijo nada. Por un golpe de
    suerte creí encontrar las respuestas a nuestras
    interrogantes silenciosas una tarde en que salió al
    baño con apuro suficiente para no detenerse a cerrar la
    puerta. Me escabullí en su cuarto como un ratón en
    su cueva.

    Sobre su mesita de lectura tenía abierta una
    libreta que supuse una especie de diario, porque tenía
    anotada la fecha y la hora, aunque sobre la hoja no había
    más que cuatro palabras escritas : "Está hecha
    una pasita".

    Domingo Peña Nina

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter