Historia de una vieja
dama indigna
- En busca de
un rey para sofocar a los díscolos - El
intento unitario de 1826: la puja entre el frac y el
calzoncillo - El
intento fallido de la Argentina Interior - Rosas:
pateando la pelota hacia adelante - "Rosas no
ha hecho nada útil para el
país" - Llegaste
justo, José… - Convencional buena presencia, joya nunca taxi, se
alquila - El otro Yo
del Doctor Merengo - La
Constitución nace manca - La
Reforma del Chaucha - Reformas, parches y remiendos entre torturas y
proscripciones - Le dejo un
abrazo, general… - Camino a
Santa Fe pactando por Olivos - "Tengo
derechos porque soy argentino hasta la
muerte" - La
Constitución y la gente. Una difusa
omnipresencia - Bibliografía
La trastienda
de la Constitución Nacional. Mitos,
verdades, falsedades, amores y odios en la construcción de un imaginario popular sobre
nuestra Ley Suprema. O de
como detrás de
los preámbulos, de los convencionales, detrás de
los incisos y el articulado, detrás…detrás
esta la gente.
Por Fernando
Cesaretti y Florencia Pagni
En busca de un rey para sofocar a los
díscolos
Constitución: ley fundamental de un estado
soberano, establecida o aceptada como guía para su
gobernación.
Constitucionalismo
argentino: proceso
seguido por el estado
argentino para dotarse de las leyes magnas que
han configurado históricamente su ordenamiento
constitucional.
Estas dos
definiciones primarias obtenidas en cualquier diccionario o
enciclopedia sirven para introducirnos en el largo camino que la
Argentina recorrió a partir de su independencia
formal en 1810/16 hasta la efectiva sanción de su
Constitución en 1853.
Los avatares de
este proceso comenzaron ya con la inaugural Junta de Mayo. Las
distintas facciones que fueron surgiendo expresaban los distintos
intereses en pugna. En realidad lo que estaba en debate era el
régimen que adoptaría el naciente estado. La
década de 1810 es como bien señala el historiador
Tulio Halperín Donghi, el tiempo de la
Revolución
y la Guerra. El
tiempo en que las élites cambian, trasmutan y emergen
nuevos componentes, nuevos actores sociales.
Varios son los
intentos para dar un marco institucional al ex virreinato del
Plata: Asamblea General Constituyente de 1813, Reglamentos
Provisorios de 1815 y 1817. Finalmente en Abril de 1819 el
Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas (el mismo
que tres años antes había declarado en
Tucumán la independencia de estas tierras) pare la llamada
Constitución de las Provincias Unidas de Sud América.
Era un curioso
instrumento jurídico con significativos silencios. Ni
siquiera se mencionaba como sería el régimen de
elección de autoridades en el vasto territorio donde
tendría fuerza de ley.
Aunque su carácter centralista y unitario quedaba
pristinamente en claro, cuando normaba que un Director del
Estado, tendría facultad discrecional para "nombrar todos
los empleos".
La logia política mercantil de
Buenos Aires
había desconocido una vez más con la
promulgación de semejante Constitución la realidad
política del interior que reclamaba una salida federalista
opuesta al centralismo
porteño. Sintomáticamente al mismo tiempo que la
promulgaban despacharon órdenes a San Martín y
Belgrano, para que con sus respectivos ejércitos bajaran a
resguardar al Directorio.
El esfuerzo
resulta vano. San Martín se niega a convertir su fuerza de
liberación en fuerza de represión y se pronuncia en
Rancagua. Belgrano pacta un armisticio en San Lorenzo con los
artiguistas de Santa Fe. El ejército del Norte se subleva
en Arequito desconociendo la autoridad del
Directorio. Finalmente en febrero de 1820 en los campos de Cepeda
una caballería de clinudos centauros litorales aniquila en
una carga de un minuto los planes unitarios elucubrados para un
siglo.
A partir de
entonces cada espacio provincial asume su autonomía plena.
La Unidad Política entendida como el espacio regido desde
el puerto de Buenos Aires deja de existir. Fenece también
la idea monárquica que vastos sectores porteños han
impulsado como modo de gobierno. Esa
idea, que más de una vez intentó ser puesta en
práctica, implicaba una centralidad aristocrática
manejada por los porteños.
Atrás
queda, ya en el plano de lo meramente anecdótico, la
propuesta de Belgrano de instaurar como rey a un descendiente de
los incas,
propuesta que motivó la irónica y racista
réplica de Tomás Anchorena que afirmó que a
ese rey habría que ir a buscarlo a alguna chichería
del Cuzco donde seguramente sería tal su grado de
embriaguez que difícilmente entendería para que lo
buscaban. O los periplos de Rivadavia, Alvear y el mismo Belgrano
por Europa buscando
en alguna Casa Dinástica de "segunda división"
algún candidato. Daba lo mismo que fuera un De Luca o un
Orleáns. Lo importante era que, como afirmaba el general
Alvear, el monarca viniera con fuerzas militares suficientes para
sofocar a los díscolos. Pero el año 20
demostró que los díscolos no pudieron ser sofocados
y atrás quedó para siempre el ideal
monárquico.
El intento unitario de 1826: la puja
entre el frac y el calzoncillo.
Pero el
complemento de ese ideal, el sistema unitario
de gobierno no desapareció. Travestido de republicanismo
logró durante la "feliz experiencia rivadaviana" que un
Congreso Nacional a hechura de los intereses porteños,
redactará una Constitución de régimen
republicano, representativo y unitario. Tan explícita era
en este último carácter que el proyecto de la
Comisión de Negocios
Constitucionales fue finalizado el 1° de septiembre de 1826 y
reconocía que "no ha hecho más que perfeccionar la
Constitución de 1819". Aprobada la misma en Buenos Aires,
fue rechazada en el resto de las provincias.
Ese rechazo se
simboliza en un episodio que los historiadores revisionistas han
narrado con fruición: llega a Santiago del Estero en pleno
verano el doctor Tezano Pintos. Su misión es
la de imponer al gobernador Juan Felipe Ibarra acerca de la nueva
Constitución. En plena siesta santiagueña se
presenta en la residencia de gobierno vestido a la europea: frac,
chaleco, chaqueta. Sudando literalmente la gota gorda, Tezano
Pintos es recibido por Ibarra en calzoncillos. Horrorizado por
ésta informalidad del gobernador, se apresura a entregar
un ejemplar de la flamante Constitución y a retirarse.
Cuando lo ésta haciendo siente a sus espaldas la voz de
Ibarra que jocosamente le dice: –doctor, se olvida el
cuadernito, y le arroja el ejemplar que le había
dejado. El revisionismo simbolizó en el empaque y la
vestimenta del infortunado Tezano Pintos, la improcedencia de la
Constitución de 1826. Su carácter unitario la
hacía tan inapropiada y lejana a la realidad argentina
como la gruesa chaqueta del enviado porteño en la
tórrida siesta del estío
santiagueño.
Hacemos una
salvedad, más allá de la anécdota citada,
los autores de este trabajo no nos
sumamos a esta tradición revisionista de tomar de "punto"
a Tezano Pintos. Este en definitiva, era tan solo uno más
de una generación de hombres del puerto, prisioneros de
una contradicción. En efecto, provistos de un bagaje
doctrinario de ideas recibidas del Iluminismo, alternaron entre
promover la democracia o
excluir la participación política de las masas
populares. Su orientación final, aristocrática y
urbana, muestra su
profunda desconfianza al proletariado rural. En la década
anterior su inclinación hacia estructuras
monárquicas expresó su vocación
centralizadora con Buenos Aires a la cabeza de su proyecto de
progreso elitista. En cierta forma, y tal como los definió
Juan Bautista Alberdi, los ideólogos unitarios se
asumían ideológicamente como románticos,
siendo en realidad positivistas sin saberlo. El problema es que
su "orden y progreso" era impracticable, dada que su
cosmovisión se daba de bruces con la realidad del
país. De allí su impotencia para vencer el
desafío que se habían propuesto de
institucionalizar prácticas y modelos
europeos en una población cuyos verdaderos intereses
ignoraban.
Un año
después de promulgada la Constitución de 1826,
encendida nuevamente la mecha de la Guerra Civil, el proyecto de
los hombres "del cuadernito" quedó en el
olvido.
El intento fallido de la Argentina
Interior
A mediados de la
década de 1830 el partido unitario parecía
definitivamente derrotado. El federalismo
consolidaba su poder en todo
el país. Se había alcanzado tras años de
lucha, la paz. No era una paz totalmente consolidada ni estable,
pero era una paz al fin. Lo que no era poco, tras dos
décadas de permanente sangría interna.
Esas dos
décadas no habían pasado en vano. Atrás
habían quedado las decrépitas formas del gobierno
colonial. Una nueva sociedad
había emergido. La misma no contaba aún con un
andamiaje legal que reemplazara al del Antiguo Régimen.
Hemos visto en el capítulo anterior los paradójicos
y contradictorios ideales que guiaban a los hombres del
unitarismo porteño, en su lucha para llenar el
vacío dejado por el viejo orden virreinal.
En el interior los
cambios habían sido igualmente dramáticos y
socialmente "revolucionarios". En un principio los terratenientes
criollos habían resistido mejor la crisis
económica que las pequeñas elites urbanas. De
allí que rápidamente exigieron de los cabildos y
legislaturas locales, una mayor participación y
protagonismo político. Adquieren estos señores
rurales una autoridad que no solo es militar sino social y
económica. Si en un principio proceden de las familias
principales del hinterland donde ejercen su poder, en la
década de 1820 surgen nuevos caudillos de origen humilde,
que adquieren su prestigio por méritos
militares.
En muchos casos el
caudillo unía a las distintas clases de la provincia en
una solidaridad
política y territorial, frente al enemigo externo. Estamos
entonces frente a un modelo de
federalismo popular o lisa y llanamente plebeyo. Una especie de
"bonapartismo" a la criolla. La naturaleza
democrática del liderazgo que
ejercía el caudillo dimanaba de su exitosa defensa de
los valores y
tradiciones locales por un lado, y su encuadre "nacional", al
asumirse junto a sus colegas de las otras provincias, como
portavoz de los intereses del Interior frente a la postura
absorbente de Buenos Aires.
Debemos sin
embargo tomar precauciones al adjetivar como democrático
al sistema de caudillos. Si bien algunos ejercían un
paternalismo benévolo ("El caudillo era el sindicato del
gaucho", según la feliz definición jauretcheana),
otros eran pequeños autócratas locales,
señores de horca y cuchillo que imponían su
despótica autoridad sobre trabajadores serviles y un
pequeño estamento comercial urbano, a menudo
víctima de saqueos y exacciones. Eran frecuentes los
conflictos
locales, sobre un trasfondo de continua declinación social
y económica del Interior, declive simétricamente
proporcional al progreso de los estancieros y comerciantes
porteños dueños del puerto y de la aduana.
En esos
años del ocaso unitario, los caudillos interiores
defendían celosamente sus respectivas autonomías.
La mayoría expresaba sinceros deseos de alcanzar un orden
nacional que asegurara la autonomía provincial frente a la
garra centralizadora de Buenos Aires. Muchos veían en el
modelo federalista de los Estados Unidos el
ideal a seguir. En consonancia con estos gobernadores, los
ciudadanos más lúcidos de las provincias interiores
(y también del Litoral y Buenos Aires) entendieron que era
el momento de formalizar las estructuras de hecho y crear un
orden constitucional.
El riojano Quiroga
se había convertido en el líder
natural de este movimiento
hacia una Constitución. Para Facundo, la mejor
garantía de la seguridad de las
provincias interiores frente al peligro de la voracidad
porteña, era la institucionalización del
país bajo la autoridad de una Ley Suprema.
Y no estaba solo
en esa empresa. El
santiagueño Ibarra (el mismo que había recibido
literal y "simbólicamente" en calzoncillos el "cuadernito"
unitario de 1826), instaba a convocar una Asamblea Constituyente.
En Córdoba Mariano Fragueiro se pronunciaba de manera
similar, y varias provincias propiciaban la formación de
una asamblea representativa presidida por Quiroga.
Facundo, superando
su pasado de violencia y
crueldad, se había convertido en un estadista a nivel
nacional. En esta clave se puede entender la ayuda financiera que
brinda al joven Alberdi para que perfeccione sus estudios. Su
proyecto (y tal vez su propia persona) contaba
sin embargo con un enemigo solapado: Juan Manuel de Rosas,
quién no se cansaba de poner dialécticas piedras en
la rueda de la Constitución, argumentando que
persistían los tiempos de violencia, lo cual tornaba
prematuro todo intento institucional.
En Febrero de
1835, Barranca Yaco simbolizó no solo el final
físico de un reumático terrateniente riojano, sino
el de un proyecto constitucional de la Argentina Interior,
proyecto que fue como el canto del cisne de una región
cada vez más a merced de la potente Argentina del puerto y
de la aduana.
Rosas: pateando la pelota hacia
adelante
La organización definitiva pasó a ser
una materia
pendiente que Rosas llevó a la larga durante sus dos
décadas de hegemonía. Hegemonía sustentada
en ambos extremos del arco social. Sus partidarios se encontraban
tanto en la clase de los
propietarios terratenientes (a la que pertenecía) que
vieron en él a la mejor opción para recomponer y
reproducir la estabilidad social; como entre las masas urbanas y
rurales, que lo veían como su mejor garantía para
obtener mayor justicia
social. Estos y aquellos, más una nueva clase de agentes
comerciales aliados con intereses extranjeros, esencialmente
británicos, formaban las columnas en que se
sostenía el régimen rosista.
Los años
del Restaurador de las Leyes, pese a ese título, no dieron
a luz a la Ley
Fundamental de la Nación.
No hubo tampoco por cierto, una restauración del antiguo
orden colonial Si en cambio, se fue
sedimentando un discurso en
los distintos actores sociales acerca de que cuando se produjese
la tan ansiada institucionalización, ésta
debía ser realizada no solo bajo la forma del
republicanismo sino también del federalismo.
Si nuestra actual
Constitución Nacional tiene un antecedente directo ese es
el Pacto Federal de 1831. En este establecía que
debía formarse una Comisión Representativa con sede
en Santa Fe, integrada por un representante de cada una de las
provincias adherentes con las siguientes atribuciones: 1º)
celebrar tratados de paz
en nombre de las tres provincias expresadas, conforme a las
instrucciones que cada diputado tuviera de su respectivo
gobierno; 2º) hacer declaración de guerra contra
cualquier otro poder en nombre de las tres provincias litorales;
3º) ordenar el levantamiento del Ejército en caso de
guerra contra cualquier otro poder, en nombre de las tres
provincias en forma ofensiva o defensiva, y nombrar el general
que debería mandarlo; 4º) determinar el contingente
de tropa con que cada una de las provincias debería
contribuir; 5º) invitar a todas las demás provincias
de la República, cuando estuvieran en plena libertad y
tranquilidad, a reunirse en federación con las tres
litorales, y a que, por medio de un Congreso General Federativo,
se arreglara la
administración del país, bajo el sistema
federal, su comercio
interior y exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada
una de las provincias. Además, se comprometían a no
firmar tratados por separado con otras provincias y a no otorgar
asilo a ningún criminal que buscara refugio en una al huir
de la otra; declaraba además libre el tránsito
interprovincial.
El Pacto Federal
fue firmado originalmente por Buenos Aires, Santa Fe y Entre
Ríos. Luego se fueron adhiriendo las restantes provincias.
Ese tratado es mencionado tácitamente en el
Preámbulo de la Constitución Nacional cuando se
afirma que los representantes del pueblo de la
Confederación Argentina reunidos en Congreso General
Constituyente por voluntad y elección de las Provincias
que la componen lo hacen en cumplimiento de pactos
preexistentes.
Mucho del
articulado del Pacto Federal no pasó de ser letra muerta,
mera expresión de deseos. Sin embargo los largos
años de autocrático gobierno de Rosas, van dejando
pese al mismo Rosas, un sedimento "constitucional". Esto lo
vieron con contemporánea claridad desde el exilio, Alberdi
y Sarmiento, seguramente los más lúcidos
representantes de la Generación del 37, aquella que
había apostado al proyecto de organización nacional
a partir de los caudillos federales del Interior.
Alberdi
sostenía que el país había avanzado poco y
nada (en realidad había retrocedido) bajo el gobierno de
Rosas. Sin embargo el régimen había logrado un
objetivo
positivo: la centralización del poder. En igual
sintonía se expresaba Sarmiento al sostener que "los
unitarios han perdido, pero ha triunfado la unidad; han vencido
los federales, pero la federación ha sucumbido". Para
ambos pensadores Rosas había logrado restablecer el orden,
quedaba por cumplir el postergado sueño de libertad. Para
el sanjuanino en particular, la reconciliación entre las
facciones beligerantes solamente se podría dar por
medios
pacíficos, a través de una Constitución
aprobada por el voto de la población, convertida en "el
medio más poderoso de pacificación y de orden
interior".
Es en ese estado
de cosas, cuando en 1847 el tucumano lanza una bomba revulsiva
para tirios y troyanos. Invita a los jóvenes exiliados (el
mismo lo es) a deponer pasiones y colaborar con Rosas para
alcanzar la tan ansiada Constitución. Pretendía que
el Restaurador abandonara sus prácticas represivas y
negociara una salida institucional, donde no necesariamente
estaba excluido. En la propuesta de Alberdi, el Gobernador de la
Provincia de Buenos Aires, podría convertirse
perfectamente en el primer Presidente Constitucional de la
Confederación Argentina.
Rosas ni siquiera
contestó a la propuesta alberdiana. Lo cual no
sorprendió a nadie dado el perfil político del
autócrata terrateniente de las pampas. Desde su
ególatra omnipotencia, el señor de San Benito de
Palermo no comprendió (ni intentó hacerlo) esta
tentativa de conciliación. Si fue entendida por otros
jefes federales (entre ellos Urquiza), demostrando que la
propuesta había sido fecunda a largo plazo.
Finalmente
sobreviene Caseros. Rosas parte a Southampton y al olvido. Los
sectores dominantes de la emergente ganadería
del litoral cuyo representante es el vencedor General Urquiza
junto a las élites del interior deciden que la hora es
propicia para organizar definitivamente al país. Creen que
el sistema republicano, representativo y federal no es
discutible. Por lo menos en teoría
tienen razón. Otra cosa es cuando la normativa toque o
vulnere intereses concretos. En esta dualidad hay que encontrar
la razón de la secesión porteña y su no
aceptación de la Constitución que se
promulgará en Santa Fe en 1853.
"Rosas no ha hecho nada útil para el
país"
Esta frase que
expresa al mismo tiempo reprobación y desangelado
desconsuelo pertenece a Juan Bautista Alberdi. La escribe en 1847
tras sufrir el ominoso silencio del Restaurador a su proyecto de
institucionalización, tal como vimos. Más
allá de su herido amor propio,
el tucumano no andaba del todo desacertado en su
definición del módico autócrata de las
pampas. Acertaba en tanto Rosas se había apropiado de
algunas formas simbólicas del antiguo orden colonial,
"restaurándolas" para consolidar su propio poder. Tal el
nacionalismo
xenófobo y la exaltación de una arcadia rural que
por lo menos en el género
discursivo dominaron el imaginario colectivo de la Santa
Federación. Y no todo había sido mero discurso.
Entre las acciones
concretas se podía contar el desmantelamiento del Banco Nacional,
la resistencia a las
nuevas formas de tecnología y producción, la restricción a la
libre circulación de hombres e ideas, y por supuesto, la
férrea negativa –privilegios porteños de
aduana mediante- a la organización nacional
definitiva.
Todo esto era
cierto aunque paradójicamente, tal como Alberdi y el resto
de la Generación del 37 reconocían con distintos
grados de reticencia, el país había avanzado
durante los años de Rosas…a pesar del mismo Rosas.
Así las restricciones impuestas por la dictadura
punzó al avasallante empuje del capitalismo
europeo no habían podido evitar un crecimiento
económico que medido en parámetros de la
época, era espectacular. Si bien en la punta de la
pirámide de ese crecimiento se encontraba un áulico
círculo rosista de hacendados y agentes comerciales, la
bonanza también se derramaba escalones abajo.
Especialmente entre la extranjería. Esos vascos, esos gallegos,
esos irlandeses, llegados al país en proletaria y literal
huída de las hambres europeas (mal que les pese a sus
descendientes argentinos que reinventan a sus míseros
genitores, haciéndolos portadores de nobiliarios escudos
éuskaros o celtas), formaban hacia 1850 la mayoría
de la población económicamente activa no solo de
Buenos Aires y el Litoral, sino de distintos enclaves del
Interior. Nos encontramos ante una sociedad dinámica y cambiante pese al discurso
demagógico, estamental y falazmente tradicionalista del
rosismo, que asiste paradojal y contemporáneamente a un
proceso de disciplinamiento social. Con lucidez Alberdi sostuvo
que la gran contribución del régimen rosista fue la
de haber domesticado a las masas, permitiendo a futuro una nueva
relación entre los factores de poder y la sociedad civil.
Relación que colocaría a la Argentina en favorable
posición para dar el gran salto hacia el orden y el
progreso. En ese sentido Rosas había sido un
positivista a medias: su larga autocracia alcanzó el
orden. Faltaba el progreso.
Pero hacia 1850
los aportes positivos de Rosas hacía tiempo que se
habían agotado. Solo su desmedida vocación de poder
y el apoyo de la oligarquía saladerista porteña que
hacia pingues negocios con los mercados
esclavistas de Cuba y
Brasil,
mantenía inercialmente a la Santa Federación. Era
un círculo vicioso de reproducción mutua. La industria de
los saladeros –sostén económico del
régimen- había provocado graves distorsiones socio
económicas. Si bien proporcionaba enormes beneficios al
áulico circulo terrateniente de la Provincia de Buenos
Aires, su escaso nivel tecnológico así como las
relaciones feudales de trabajo forzosamente inherentes a su modo
de producción, retrasaban el progreso de la región
en su totalidad. En idéntica sintonía y como
prístina demostración de defensa de los intereses
de la clase a la que pertenecía y le daba
sustentación política, cada vez con mayor
frecuencia Rosas apelaba a la fuerza en nombre de esa
oligarquía para obstaculizar los ya inevitables procesos de
cambio.
El desafío
final a la hegemonía del tasajo provino de un grupo de
similar conformación social al grupo dominante
porteño: nos referimos a los ganaderos litorales que en
esos años alcanzan un desarrollo
económico notable a favor de la expansión
lanar. No conviene sin embargo exagerar el progreso de Entre
Ríos. En la provincia mesopotámica la tenencia de
la tierra
estaba tan concentrada como en Buenos Aires. Al igual que Rosas,
el gobernador Justo José de Urquiza representaba y era al
tiempo el mayor exponente de esos latifundistas
Hacia 1850 en
sintonía con la cambiante dinámica social antes
mencionada se estaba produciendo un reacomodamiento de los
grupos de
poder. La puja entre la oligarquía porteña y la
entrerriana implicaba un enfrentamiento no solo de
carácter económico sino la lucha por la
primacía nacional.
Caseros
llevó a la superficie manu militari esos intereses
y provocó una aceleración de los tiempos. Nadie
puso en duda que tras la teatralizada batalla del 3 de febrero de
1852, los cambios tantas veces demorados ya no podrían
verse obstaculizado por ningún déspota
anacrónico y reaccionario. El desafío de la
nueva generación de líderes nacionales
consistía en reemplazar un gobierno arbitrario por un
poder restringido y sin dudas autoritario, pero regulado e
institucionalizado.
No era un
desafío fácil. Había junto a la euforia de
la hora, más dudas que certezas. ¿Qué
pasaría con el monopolio de
las rentas de aduana que hasta el momento detentaba el puerto
porteño? ¿Se podría vencer la
hegemonía de Buenos Aires permitiendo una
participación decisiva en la administración nacional de grupos y
áreas geográficas excluidas en el
pasado?
Pronto los hechos
dieron respuesta a esas preguntas. Rápidamente Buenos
Aires se volvió contra su "libertador" de la
víspera iniciando un proceso que culminaría en la
secesión del 11 de setiembre de 1852. Ante la
provocación separatista Urquiza se movió con
prudencia y moderación. Pensaba que una vez sancionada la
tan anhelada Constitución Nacional, la Legislatura de
Buenos Aires ratificaría la misma. El optimismo del
entrerriano demostró ser infundado. El puerto no estaba
dispuesto a perder sus privilegios. Buenos Aires llegó a
levantar ejércitos para impedir la reunión del
Congreso Constituyente. Pese a tan cerril oposición, este
comenzó a funcionar en Santa Fe. Veamos el como y el modo
de ese funcionamiento. Desacartonando el pasado, traigamos a
nuestro presente las prácticas de esos actores devenidos
por fuerza de los hechos en "expertos
constitucionalistas".
Convencional buena presencia, joya nunca
taxi, se alquila
Cuando uno hace
referencia a una Convención Constituyente aparecen
imágenes recurrentes: doctos personajes
enfrascados en la lectura de
libros,
tratados, papeles de toda índole. Sesudos debates de alta
jerarquía intelectual. Y un todo contextual de solemnidad
dado por la tarea de formular leyes fundamentales para el futuro
y el destino de la Nación.
Afirmó con certeza Benedetto Crocce que toda historia es historia
contemporánea. Nuestro presente nos lleva a idealizar a
los congresales que se reunieron en Santa Fe de una manera que
por ejemplo desde el punto visual, es tributaria de la estética que dimana de un afamado cuadro
que impone su majestad escénica en el Salón de los
Pasos Perdidos del Congreso Nacional.
Frente a este
empaque leguleyo construido crocceamente en el imaginario
colectivo con posterioridad a los acontecimientos, recurrimos al
antídoto de la atrapante (y tendenciosa) narrativa un
historiador revisionista para desmitificar el lugar, los hechos y
los hombres: `Fue por la primavera del 52 que empezaron a
llegar a Santa Fe, vieja ciudad de caudillos, unos señores
estirados, graves y solemnes; que pusieron con sus fracs europeos
y sus labios rasurados al estilo unitario, la nota exótica
en la tranquila y somnolienta calma de la vida provinciana.
Discurrían con ademanes ampulosos sobre "los pueblos"
señalando el desierto que empezaba a pocas cuadras de la
plaza Mayor, y hablaban con difícil y encendida prosa
sobre "la libertad" mientras los amplios corbatones y las camisas
de plancha los mantenían sudorosos y oprimidos, pues no
eran esas prendas las más apropiadas para Santa Fe y para
el cálido mes de noviembre. Pero ellos querían
demostrar que la civilización es sólo una, y no
conoce geografía ni termómetro.
Los criollos,
que calafateaban en la Ribera las famosísimas goletas
santafecinas, los veían pasar, solemnes y despreciativos,
depositarios de la fórmula mágica que
traería el "bienestar general"; mientras las habilidosas
mujeres, tejiendo las fuertes telas del litoral (toscas tal vez,
pero que duraban toda la vida), comentaban alegremente las
vestimentas de colores
extraños usadas por quienes querían vestir la
Patria con ropaje constitucional. Los veteranos blandengues del
Patriarca, que corrieran media Confederación en el
ejército del Brigadier invicto, y que pocos años
atrás se habían batido como bravos junto a Mansilla
y Santa Coloma en el Quebracho y San Lorenzo, trataban de
penetrar el sentido de alguna frase difícil, como esa de
"proveer a la defensa común", oída al paso de
alguna atildada y enfática pareja de congresales. Junto a
la puerta de la Aduana, el viejo Bustamante miraba asombrado los
"fraques", que venían a hacer Patria, mientras acariciaba
entre sus manos quemadas por cuarenta años de guerras, el
tambor que Belgrano le diera en Tacuarí, y con el cual
repetía continuamente los compases de la carga famosa de
su niñez´.
Si, eran los
hombres del fraque, que pese a la vestimenta no
tenían el empaque solemne de aquel Tezano Pintos que no
había sabido apreciar la sabiduría de andar en
calzoncillos en el tórrido verano santiagueño.
Elegidos de modos disímiles por las trece provincias
interiores, los convencionales no se destacaban, salvo
excepciones, por su vuelo intelectual. Algunos ni siquiera
pertenecían a las provincias que deberían
representaban. En Buenos Aires los llamaron "alquilones", porque
´ni Elías ni Martínez sabían donde
quedaba La Rioja, cuyos intereses representaban; ni Huergo ni
Gondra podían señalar a conciencia el
sitio exacto de San Luis, que los había "elegido";
ni Gutiérrez había pisado jamás Entre
Ríos; ni Alvear, Catamarca; ni Lahitte y del Carril eran
nativos de Buenos Aires que los "enviaba", ni tampoco
Pérez de Entre Ríos; mientras Seguí,
Gorostiaga, Delgado y Barros Pazos faltaban respectivamente de
Santa Fe, Santiago, Mendoza y Córdoba desde sus
años mozos y muy pocos los reconocerían por
allí, no obstante haberlos
"votado"´.
El relato
precedente juega en clave irónica con la complicidad del
lector. El autor del mismo es José María Rosa, uno
de los revisionistas más reconocidos y sin duda el de
mayor impacto en el público en general. Su Historia
Argentina fue una obra de largo aliento (13 tomos, luego
ampliados a 17) y constituyó un éxito
editorial de proporciones. Rosa es un cabal ejemplo de esa
generación de intelectuales
para quienes la interpretación de la historia nacional se
constituyó como un campo de batalla político, en el
que la presentación de una visión alternativa a la
oficial de la historia
argentina se convirtió en un importante eje de un
combate ideológico orientado a la impugnación del
orden socioeconómico y político existente. Siempre
dispuesto a dar batalla por el presente utilizando como arma
(lejos de todo rigor heurístico) su interpretación
del pasado, es en esta clave que se puede entender por ejemplo,
que halla encomillado los términos "elegido" y
"votado", lo cual constituye un anacronismo. Es pretender
pensar y cuestionar los modos de designar representantes a
mediados del siglo XIX desde la óptica
de una decencia de los modos electorales que recién
comenzará a hacerse perceptible a partir de la
promulgación de la Ley Sáenz Peña en
1912.
Así que mal
que les pese al espíritu de Pepe Rosa y a otros
venerables espectros del hoy historiográficamente obsoleto
revisionismo histórico, no debemos rasgarnos las
vestiduras por el modo en que los padres fundadores del orden
institucional llegaron a serlo. Ni aún ante el peligro de
que esas vestiduras queden embadurnadas por el dulce de leche de un
alfajor santafesino…
Todavía no
en estatura de próceres con derecho a que sus nombres
figuraran en el nomenclador de alguna calle secundaria de
nuestras ciudades, los convencionales se reunían en el
local en que Hermenegildo Zuviría abrió en Santa Fe
en ese año 52, un despacho de bebidas y fábrica de
alfajores en la esquina de las calles del Cabildo y San
Jerónimo, frente mismo al lugar donde funcionaba el
Congreso Constituyente. Don Merengo – así se
lo llamaba familiarmente – gozaba de justa fama como
repostero y de buen aprecio por su correcto trato. La
alfajorería de Merengo era el punto de reunión de
la sociedad santafesina en los anocheceres veraniegos, cuando el
insoportable calor
imponía la tertulia con abanicos, panales y dulces
provincianos.
En los altos de
Merengo el ministro y constituyente Manuel Leiva había
alquilado cuartos para sus colegas en el Congreso que por recelo
liberal no se avenían a la hospitalidad del convento de
San Francisco o del antiguo – y por entonces vacío
– Colegio de los Jesuitas.
Allí paraban Juan María Gutiérrez,
José Benjamín Gorostiaga, Salustiano
Zavalía, entre otros. Allí los dos primeros
estudiaron el anteproyecto
constitucional de Alberdi que habría de someterse
definitivamente en el salón del Cabildo.
Dos de los
residentes en la alfajorería de Merengo, Gorostiaga y
Gutiérrez fueron los redactores reales del Proyecto
Constitucional. Así entre diciembre de 1852 y enero de
1853, mientras sus "colegas" se entretenían a orillas del
río donde calmaban ardores y ausencias desfogándose
con las chinitas que servicialmente les brindaba la élite
santafecina, los dos pobres juristas dedicaban largas horas a
traducir a lenguaje llano
"los trabajos abstractos del doctor Alberdi".
No debemos sin
embargo exagerar la participación de Gorostiaga y
Gutiérrez. En esencia, la Constitución
sancionada en 1853 es la obra de Alberdi, con algunos
agregados extemporáneos e ilógicos.
Ya tenemos
Constitución. El cuadernito de los doctores unitarios de
1826 ha sido sustituido por un libro que
constaba de un preámbulo y 107 artículos divididos
en dos grupos: declaraciones, derechos y garantías,
por un lado; y por el otro el referido a las autoridades de la
nación dividido a su vez en dos títulos: gobierno
federal y gobiernos provinciales. El gobierno federal estaba
dividido a su vez en poder
ejecutivo, legislativo y judicial.
Sancionada el 1 de
mayo, promulgada el 25 del mismo mes y jurada solemnemente el 9
de julio de 1853 adquiere desde el inicio una entidad
incontrastable. Nótese que las fechas coinciden con las de
la patria misma, lo cual no es casual. Regresan entonces los
convencionales a sus provincias reales o supuestas con la
satisfacción del deber cumplido, empalagados de alfajores
y el recuerdo de algún cuerpo mestizo.
Esta
satisfacción podía ocultar un hecho: si la
Constitución pretendía tener fuerza de ley sobre
todo el territorio, era ésta una Constitución
manca. Buenos Aires, la provincia más poderosa no la
había reconocido. La unidad política que tras la
euforia de la caída de Rosas se había pensado
lograría ser fundada a partir de la sanción de una
Constitución, se quebró con el golpe porteño
del 11 de septiembre de 1852. Como expresamos previamente Buenos
Aires no aceptó transferir su poder económico (la
aduana tal como lo establecía el artículo 19 del
Pacto de San Nicolás) ni tampoco aceptó ponerse a
nivel de igualdad
política con los "trece ranchos" al enviar la misma
cantidad de representantes que cada una de las restantes
provincias. Así durante casi una década
habrá una coexistencia armada dentro del territorio
nacional de dos unidades políticas:
la Confederación Argentina con asiento en Paraná y
el Estado Libre de Buenos Aires.
El conflicto se
dirimirá a favor de la supremacía porteña en
la ficcional puesta en escena de la batalla de Pavón, en
septiembre de 1861. Para que este final fuera posible, para que
esta batalla pour la galerie cerrara aparatosamente el
acuerdo entre la burguesía porteña y sectores
emergentes de las élites del Litoral en desmedro de los
viejos estamentos del interior mediterráneo, hubo que
realizar en 1860 la primera reforma a la
Constitución.
Sintéticamente esta reforma estableció que los
derechos de exportación no serían considerados
como rentas nacionales y tiró la pelota hacia adelante en
el ríspido tema de la cuestión capital al
establecer que ésta se establecería en aquella
ciudad que designara el Congreso previa sesión de la
legislatura local. Mientras tanto las autoridades nacionales
residirían en la ciudad de Buenos Aires. De esta forma la
Constitución determinó el papel del presidente de
modo teórico y ayudó a que en la práctica se
negara lo que en la teoría se normaba.
Durante las tres
presidencias ocurridas desde 1862 a 1880 los titulares del Poder
Ejecutivo Nacional debieron desempeñar su papel
constitucional en un territorio muchas veces hostil y siempre
ajeno, donde carecían de los medios necesarios para hacer
efectivo el poder político debido a su coexistencia
obligatoria en la misma ciudad con el gobernador de la provincia
más poderosa. El caso más patético fue el de
Nicolás Avellaneda que llegó a decirle a un amigo,
señalándole a un policía de facción
en la Casa de Gobierno: "-ves ese milico que está
allí, pues sobre él el presidente de la
Nación no tiene la menor autoridad. Es más, si se
le ocurre a Tejedor (gobernador de la provincia de Buenos
Aires), éste puede ordenar que me detenga". La
federalización de la ciudad de Buenos Aires
dirimirá la larga cuestión capital. La provincia
porteña entregaba su puerto y su aduana a la
Nación, pero como con ironía señaló
el profesor de
historia (entre otras actividades) Juan Domingo Perón,
para entonces ya la Nación era Buenos Aires.
Superada esta
cuestión, y en lo que estrictamente a la
Constitución atañe, tenemos entonces a partir de
1860 un corpus legal que en esencia va a permanecer inalterable
hasta la reforma de 1949, pues los cambios realizados en 1866 y
1898 modificaron solamente cuatro artículos menores.
Relacionados con la pertenencia de los derechos de
exportación al tesoro nacional en el primer caso, y con la
proporcionalidad aplicable a la elección de diputados y al
número de ministros, en el segundo.
Construyendo
ciudadanía y
exclusión
Sostiene Michael
Foucault que hay
veces en que el derecho se erige simplemente en un instrumento de
dominación, y como tal trasmite y hace funcionar
relaciones que no son otra cosa que relaciones de
exclusión.
La esencia de
nuestra Constitución asume ambigüedades y
contradicciones que tornan pertinente la definición de
Foucault. De carácter liberal, -la declaración de
derechos y garantías responde ciertamente a esa impronta-,
nuestra Carta Magna no
escapa a el contexto de época en que fue creada. Hay
artículos que ciertamente contienen normas que no
contribuyen a integrar sino a discriminar. Véase sino el
inciso 15 del artículo 67 que entre otras atribuciones del
Congreso, institucionaliza la conversión (forzosa) de los
indios al catolicismo. Impuesto en 1853,
recién en 1994 fue eliminada ésta cláusula.
Demos por sentado que el espíritu racista de 1853 se
extendió a las Reformas de 1866 y 1898. No entendemos por
que no fue eliminado en 1949 o 1957. Tal vez intentar entender
esta rémora legal implique aceptar la existencia de un
lado oscuro de la sociedad argentina del cual la
Constitución sería solo el reflejo.
Asimismo el
artículo 25 privilegió taxativamente a determinada
migración. Su texto no deja
margen de duda al respecto: "el Gobierno Federal fomentará
la inmigración europea; y no podrá
restringir, limitar ni grabar con impuesto alguno la entrada en
el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto
labrar la tierra,
mejorar las industrias e
introducir y enseñar las ciencias y las
artes". El gobernar es poblar de la consigna alberdiana implicaba
hacerlo con gente de pigmentos claros.
No es conveniente
sin embargo cargar las tintas en demasía sobre el
espíritu discriminatorio de la Constitución. En
esencia creemos que el debate debe darse en torno a la
interrelación entre normativa y realidad. Hay ciertamente
un paradigma
civilizador del cual la Constitución es reflejo. La
normativa igualitaria (pese a estos artículos que se
oponen a ese espíritu) está de acuerdo a las ideas
positivistas, ideas dominantes y hegemónicas en la
época. Éstos artículos en tal sentido no
serian sino la excepción que confirma esa regla
igualitaria. Todo ello respondiendo en lo económico a un
modelo concreto de
inserción del país bajo un perfil agroexportador
asociado subordinadamente al capital financiero, especialmente al
de origen británico. Sin embargo, esta visión no
tiene en cuenta una contradicción básica entre los
postulados universalistas proscriptos desde lo político en
la Carta
Magna, y la libertad de mercado en lo
económico que también postula el andamiaje
normativo, contradicción esta que se expresa en la
desigualdad y subordinación que tiñen las
prácticas cotidianas del hecho social.
A finales del
siglo XIX y principios del XX
se acentúa la tensión entre una normativa
teóricamente universalista integradora y un contexto real
restrictivo, lo cual, y en opinión de las historiadoras
Marta Bonaudo y Elida Sonzogni "…obliga al Estado entre el
fin de siglo y la Primera Guerra
Mundial, ha replantear su rol. Estos diferentes actores van
generando, a través de sus demandas la necesidad de
rediscutir el papel punitivo de éste o su desempeño solo como garante del orden en
términos de legalidad. En
ésta etapa se comienza a colocar en el plano de la
discusión la importancia de reformular sus niveles de
ingerencia operando más ampliamente como regulador y
árbitro de las relaciones sociales".
Ese Estado opera
sobre una nueva sociedad donde la cuestión social toma
creciente importancia. Paradójicamente la conflictividad
entre normativa y realidad se asienta en los postulados de ese
artículo 25 que fomenta la inmigración europea.
Claro que no han llegado, salvo en pequeñas cantidades,
los "industriosos y civilizados" anglosajones y germanos que
pretendía Alberdi para construir una sociedad de
farmers en éstas pampas, sino que ha sido de la
Europa mediterránea y oriental de donde arribaron los
migrantes que no encontraron por cierto acceso a la propiedad de
la tierra. Ésta ya había sido parcelada en
beneficio de las élites oligárquicas. A su vez, la
Conquista del Desierto había dado el verdadero sentido del
inciso 15 del artículo 67 de la Constitución
Nacional: a los indios se los convertía
"pacíficamente" al catolicismo a fuerza de
fusil.
En esa mezcla de
igualitarismo normativo y exclusión de hecho, surge un
discurso donde la hipocresía campea por sus fueros. El
mito de la
Argentina crisol de razas es entendido por buena parte de la
sociedad de una manera muy particular. Un sector ve sin duda en
el artículo 25 o en el inciso 15 del artículo 67
(recordemos que este recién fue derogado en 1994), algo
más digno de elogio que de reprobación. Esta
"conversación general" no es fácilmente
erradicable. Como bien expresó Waldo Ansaldi en "La
construcción de una ciudadanía democrática
requiere necesaria e imprescindiblemente de la
abolición de toda forma de discriminación, viejas y nuevas. La
común prohibición, en locales bailables de la
ciudad de Buenos Aires, de entrada a jóvenes y adolescentes
de tez morena y/o cabellos negros es un caso harto conocido. Del
mismo tenor es la aberrante conducta de
quince mujeres "de la alta sociedad» salteña que
amenazaron con incendiar la catedral de la ciudad de Salta y
presionaron al vicario episcopal para que -como finalmente
ocurrió- quitara del atrio un «pesebre
criollo» cuyas imágenes tenían rasgos collas
y estaban vestidas con trajes bolivianos,
«argumentando» que de ese modo las mismas no se
mostraban en "su perdurable belleza".
Si en
señoras de las cuales quizás no pueda esperarse
otra cosa, esa actitud es
grave y repudiable, en otro caso la conducta es gravísima
y más repudiable aún por tratarse de un hombre con
funciones de
gobierno muy importantes -las cuales lo ponen (deberían
poner) en un plano de acción
en favor de la cohesión social-, como el protagonizado por
el gobernador de la provincia de Chubut. Según la prensa, el
mandatario, Carlos Maestro, momentos antes de una
grabación televisada, sin advertir que el micrófono
estaba abierto le pregunta a un colaborador: «
¿Cómo se llama esa mina, medio rompebolas? Esa que
era más loca que la mierda… Esa que es medio india,
dirigente mapuche».No hay excusa alguna para justificar
tamaña agresión, tanto en términos de
género -por su condición de mujer, degradada
a la de mina-, cuanto de conducta -«medio
rompebolas»-, de estado –"más loca que la
mierda"-, de pertenencia étnica –"medio india"- y de
responsabilidad –"dirigente
mapuche".
Los ejemplos que
da Ansaldi pueden multiplicarse hasta el infinito. Esta
multiplicidad en cierto modo, despoja de parte de culpa a nuestra
Vieja Dama Indigna, trasfiriéndola a la sociedad de la
cual es Ley Suprema. Ella ha creado ciudadanía a lo largo
del tiempo y a su vez a establecido normativamente la
exclusión racial. No debemos sorprendernos que una
posible síntesis
sea el actual resultante de esta construcción
constitucional: una sociedad de ciudadanos racistas, con un
hipócrita doble discurso. Discurso que en situaciones
límites
se torna prístinamente descarnado. Como cuando ante el
éxodo de miles de personas de clase media durante la
crisis del 2001/02, era habitual escuchar lamentos por la partida
de tantos "buenos argentinos" al tiempo que se señalaba
compungidamente la pena por lo que le pasaría al
país en el futuro, dado que "los negros de mierda" se
quedaban.
La
Constitución entuavía no
llegó
Relata Jorge
Abelardo Ramos en Revolución y contrarrevolución
en la Argentina un episodio acaecido en 1905, cuando el
Presidente Quintana cansado de que las cámaras
legislativas no trataran los proyectos de
leyes que enviaba, procedió a clausurar el Congreso. Esto
produjo una gran conmoción. Una multitud se agolpó
frente al Palacio Legislativo. Un diputado
histriónicamente preguntaba a los gritos: –¡la
Constitución, ¿donde está la
Constitución?! Un soldado del cuerpo de bomberos de
facción frente al edificio lo escuchó y
burlonamente le contestó: –entuavía no
llegó-.
Este suceso
refleja la indiferencia con la que buena parte de los sectores
subalternos asumían el proceso institucional. La
Constitución que entre sus funciones fundamentales
tenía la de crear ciudadanía era objeto de esta
mofa. La razón última de estas ironías se
encontraba en la dicotomía entre una normativa igualitaria
e integradora, y una práctica decididamente restrictiva
que hacía del fraude electoral
una herramienta fundamental de la vigencia y reproducción
del régimen oligárquico fortalecido especialmente a
partir de 1880. Régimen falaz y descreído lo
llamará con su kraussista estilo, Hipólito
Yrigoyen. Precisamente será éste quien
acaudillará durante los "veinticinco años
seculares", un movimiento cuya bandera más significativa
(en esencia tal vez la única), será la plena
vigencia de la Constitución Nacional. Entienden los
hombres del radicalismo que el fraude es una anomalía que
no está prescripto en la Carta Magna sino que atenta
contra el espíritu de la misma.
Es una
afirmación discutible. Los Constituyentes de 1853 (y su
tucumano numen inspirador) no creían en el sufragio
universal como medio de representación política. El
Preámbulo lo expresa claramente: "el pueblo no delibera ni
gobierna sino por medio de sus representantes". Y como
éstos eran elegidos mediante componendas entre los
distintos sectores de poder, deliberaban y gobernaban las
minorías con el pueblo ausente. La chusma y el populacho
debían ser excluidos dando paso a la inteligencia y
la fortuna. Esa adjetivación tenía un claro sentido
restrictivo para los hombres de la
Organización Nacional.
Es evidente que la
sociedad argentina fue cambiando a lo largo de esa segunda mitad
del siglo XIX. Aunque en esencia es igualmente burda la
paródica opción de los soldados de Urquiza por
candidatos tales como "Felipe Lotas" o "Serapio Ludo" en 1852,
con el acaparamiento de libretas electorales por parte del
pintoresco Cayetano Ganghi (un cololichesco "caudille positive"
que orgulloso de su eficiencia le
muestra a Carlos Pellegrini un cajón repleto de libretas
incautadas, listas para ser utilizadas a favor del mejor postor),
el contexto no es el mismo. Las revoluciones
cívico-militares de 1890, 1893 y 1905 se ocuparon de
recordar a las élites que el pueblo quería
participar de la cosa pública mediante la pureza del
sufragio.
Tal vez hablar de
pueblo de modo genérico tal vez sea inapropiado. Si se
puede afirmar que a principios del siglo XX ha aparecido un nuevo
actor social constituido por los sectores en ascenso, esos
segmentos de una creciente clase media hija en gran parte de la
inmigración (con el aditamento de argentinos viejos) que
no encuentran un espacio político en correlatividad con el
lugar que ya ocupan en el espacio social.
El hecho de elevar
estos sectores a la Constitución como emblema de su causa
nos indica el valor
simbólico que va adquiriendo la Carta Magna más
allá de la intencionalidad originalmente restrictiva de
sus redactores.
Este conflicto se
resolverá parcialmente cuando los sectores más
lúcidos del régimen descompriman la
situación al votar en 1912 la ley de sufragio universal
con padrón militar para los ciudadanos varones. Pero como
una endemia similar a las plagas de langosta que por esos
años azotaban nuestros campos, el fraude retornará
con virulencia en la década de 1930. Realizado en algunos
casos en nombre de los principios constitucionales. Tal el
llamado "fraude patriótico" ejecutado por los
conservadores para evitar el retorno de la "chusma
radical".
El 3 de septiembre
de 1948 Perón anunció al país la
próxima Reforma de la Constitución Nacional. El 24
de enero de 1949 quedó constituida la Convención
Reformadora, presidida por el coronel domingo Mercante. La
oposición radical negó validez a la
Convención y se retiró de la misma Por lo tanto el
9 de marzo de 1949 se aprobaron sin disenso, discusión o
debate, las Reformas propuestas.
Las principales
Reformas incorporadas incluían los derechos del
trabajador, la familia y
la ancianidad, el derecho a la propiedad privada con una función
social y el capital al servicio de la
economía
nacional. Por el artículo 40 se nacionalizaban los
minerales, las
caídas de agua, los
yacimientos de petróleo, de carbón y de gas y las
demás fuentes de
energía exceptuando los vegetales. Se estatizaban
también los servicios
públicos y se prohibía su enajenación o concesión a
particulares. .En el plano político permitía la
reelección presidencial y constituía también
a la Suprema Corte de Justicia como un tribunal de
casación.
Para los
opositores el único sentido de la Reforma obedecía
a posibilitar la reelección del Presidente Perón.
Lo demás era pura hojarasca. Hermosas declaraciones que
envolvían en una épica nacionalista y soberana el
espinoso asunto de la reelección.
El artículo
más revolucionario de esa Reforma es el número 40
que declara de propiedad exclusiva del estado argentino, al
subsuelo nacional. Lo que en buen romance significaba que
el
petróleo no podía ser explotado por el capital
extranjero. El artículo 40 era el símbolo
máximo de la soberanía que proclamaba el peronismo. Cuando
el mismo es aprobado por la Asamblea Constituyente, Arturo Sampay
llama emocionado al presidente de la Nación para darle la
buena nueva. Sin embargo, éste le contesta lo siguiente:
"-Lo que yo quiero saber es si ya aprobaron el tema de la
reelección. Lo demás es puro papel". Y agrega:
"-o usted nos cree tan pelotudos que por más que lo
pongamos en la Constitución, nos vamos a enfrentar al
gobierno de Estados Unidos por el tema del petróleo".
Sampay e Italo
Luder desempeñaron en la ocasión el mismo rol que
Gorostiaga y Gutiérrez casi un siglo antes. El nivel del
resto de los convencionales dejó mucho que desear, medido
esencialmente en el nivel de sofisticación de los modos
políticos que el país había alcanzado. Ni
siquiera se cuidaron las formas en la elección de los
mismos. Algunos de ellos estaban ubicados en las fronteras de la
picaresca, la delincuencia o
el ridículo. Así, en la primera sesión un
convencional por el bloque peronista, pidió la
destitución del gobernador de la provincia de Buenos Aires
y presidente de la Convención Constituyente, Domingo
Mercante. Interrogado como podía pedir eso siendo parte
del bloque oficialista, aclaró que el en realidad era
radical, viajante de comercio y le había ganado jugando al
truco el lugar en la lista al verdadero candidato.
Tal vez el
paradigma de todo este embrollo lo constituya la figura de
Antonio López Quintana, alias "el Chaucha". Llegó a
convencional sin que fuera impedimento que tuviera en su haber
varias entradas por infracción a la ley de juegos y
tiroteos varios. En 1952 atacó a balazos a un diputado, en
1969 cayó en un enfrentamiento con la policía
bonaerense en el Tigre. En ese momento su prontuario registraba
delitos contra
la propiedad, juegos de azar, tráfico de drogas, etc.
Con sentido de revancha evidente el diario La Prensa le
dedicó una editorial a la muerte de
"el Chaucha" al denominarlo personaje simbólico de la
Constitución de 1949. Era esta una apreciación
falaz y tendenciosa. El manejo clientelar y el turbio maridaje
con el hampa y el lumpenaje es de larga data en la historia
política argentina. ¿Quién podría
entonces horrorizarse y tirar la primera piedra?
No seguramente los
sectores conservadores con una larga tradición en utilizar
elementos de acción, de Juan Moreira a
Ruggierito.
Tampoco lo
podrían hacer los radicales que se retiraron de la
Convención como campeones del civismo y de la pureza de
las prácticas políticas. No eran precisamente
inmaculados los intereses que, por ejemplo en nuestra zona,
unían a dirigentes radicales como Juan Cepeda con
elementos de acción tales como el paisano
Díaz, un tenebroso explotador de mujeres hoy
insólitamente reivindicado por la "rosarinada", ese
deleznable movimiento local que ensalza y eleva a paradigma
referencial a cuestionables personajes telúricos,
simplemente por eso, por ser "de acá".
Reformas, parches y
remiendos entre torturas y proscripciones:
Los avatares de la
política argentina llevaron a que en 1955 la
autodenominada Revolución Libertadora derogara las
reformas de 1949 restableciendo el texto constitucional anterior
a las mismas. Luego una Convención reunida en 1957
introdujo algunas de las pautas sociales ya implementadas en
1949. Inspirada en la Constitución italiana de diez
años atrás, la Reforma de 1957 introdujo en la Ley
Suprema el salario
mínimo, vital y móvil; impulsó la
participación de los trabajadores en al dirección y ganancias de las empresas,
limitó la jornada laboral,
reconoció constitucionalmente a los sindicatos,
enunció el derecho de huelga,
afirmó principios de seguridad, etc. Especialmente el
artículo 14 bis (o catorce nuevo como gustan de llamar los
leguleyos) encarna esos derechos sociales. Pese a estos cambios
introducidos, la Constitución en sí, y el respeto a la
misma, importaba muy poco. Al punto que el llamado a elecciones
de convencionales sirvió para un recuento globular del
tamaño real de cada fuerza política. Recordemos, es
pertinente hacerlo, que la Reforma de 1957 se produjo en un
marco asordinado por fusilamientos, torturas y la
proscripción del peronismo.
Tal vez el mayor
desprecio a la idea de legitimidad que la Constitución
encarnaba esté dado por la enmienda que lleva adelante el
gobierno de facto encabezado por Alejandro Agustín Lanusse
en 1972. Dispuso manu militari reformas, agregados o
suspensiones temporarias de varios artículos.
Finalmente
llegó la larga noche del Proceso Militar donde la
Constitución fue tirada literalmente a la basura. Se
instituyó mano militari que las Actas del Proceso
tenían preeminencia sobre la Carta Magna. De este modo al
mismo tiempo prístino y feroz, los pretores establecieron
que ni siquiera en el marco meramente teórico acataban la
Ley Fundamental.
Al condicionar el
funcionamiento constitucional a los estatutos por ella dictados,
la dictadura se arrogó impunemente el rol de "soberano".
Este rol, que lamentablemente desde nuestro hoy, buena parte de
la dirigencia política de la época le
reconoció tácita o implícitamente,
convertía al gobierno militar en fuente de juridicidad, en
virtud de la cual la legalidad que de el dimanaba se colocaba por
encima de la legalidad constitucional.
Ese rol
había sido asumido por las Fuerzas Armadas antes del golpe
mismo. Hacia 1975 la clase política toda se tornaba
impotente al no poder controlar la violencia generalizada que se
daba en medio de la quiebra final del
modelo redistributivo. La sociedad civil ya no creía en
una recomposición dentro de los marcos institucionales y
miraba expectable a las Tres Armas. El propio
partido gobernante, desquiciado por sus luchas faccionales,
había abandonado toda vocación de mediación
política, asumiendo implícitamente su imposibilidad
de dar respuesta a hechos que consideraba inabordables. Es en
este contexto en que debemos entender la forma vergonzosa en que
el gobierno civil peronista dejó librada la
represión en Tucumán al exclusivo arbitrio de la
cúpula militar, lo que permitió trasladar la figura
del "soberano" a la misma. En ese estadio había que dar
solo un pequeño paso a la represión generalizada:
todo aquel que no acepte al "soberano" y las medidas que este
dicte se convierte inmediatamente en un enemigo sin derechos. La
primera etapa de la dictadura se caracterizó por una
militarización casi total de la sociedad, que pasivamente
en general aceptó el clima de guerra
que se le impuso. Al respecto se torna pertinente la
definición de Carl Schmitt:
"la guerra es un terreno apropiado…con el pretexto de
restablecer el orden, se ejerce un poder ilimitado y a lo que
antes se llamaba libertad se llama ahora motín y
desorden"
Camino a Santa Fe pactando por
Olivos.
Sin embargo este
manifiesto desprecio por la ley fue generando, tímidamente
al principio, decididamente después, una reacción
de signo contrario en la población. Poco a poco entre las
tinieblas, la gente buscó una luz de esperanza en esa
Vieja Dama Indigna con la que había tenido en el pasado
una relación a veces ambigua, a veces tortuosa y las
más de las veces de indiferencia.
Por primera vez en
la historia argentina lo institucional fue valorizado por vastos
sectores del pueblo argentino. Al punto que con la
restauración democrática de 1983 el candidato
finalmente triunfante, Raúl Alfonsín,
recorrió en campaña electoral todo el país
convocando multitudes inimaginables hoy, recitando el
Preámbulo de la Constitución.
En 1994 afianzado
el sistema institucional y ya a salvo de asonadas e intentonas
golpistas, la Constitución es nuevamente reformada. Se
monta toda una misa en escena para darle al boato necesario.
Actos y reuniones se suceden en Santa Fe, Paraná y
finalmente la nueva Constitución es promulgada en el
Palacio San José de Concepción del Uruguay. La
reforma en sí agregó principios de distinto
carácter, incluso aquellos de carácter
extranacional como la adhesión al Pacto de San José
de Costa Rica. Se
incorporan instrumentos tales como el de la consulta popular
vinculante y se hace una defensa taxativa en el texto
constitucional de la defensa de la democracia, la ética y
los derechos de sectores tan disímiles como los
aborígenes, los usuarios y los consumidores.
Todo muy bonito,
muy positivo pero en definitiva un gran enmascaramiento tras
bellos principios del objetivo principal de la reforma: la
reelección presidencial y el afianzamiento de la clase
política como tal. Esto fue percibido rápidamente
por la opinión
pública al considerar la reforma constitucional como
el emergente del llamado Pacto de Olivos establecido entre los
dos más importantes popes de la política argentina:
el presidente Menem y el ex
presidente Alfonsín.
"Tengo derechos porque soy argentino hasta la
muerte"
Hemos ido
historiando el proceso de construcción y
consolidación de nuestra Carta Magna con una visión
crítica
e irónica, tratando de desacralizar el contexto en que ese
proceso se inscribió. Es obvio que toda normativa es obra
del espíritu humano. Tras lo aparentemente más
excelso y más justo de la Ley se oculta la intencionalidad
de los hombres que la formulan.
Eso en cuanto a
quienes a lo largo de éste siglo y medio escribieron y
reformularon en las sucesivas Reformas citadas. Pero hemos
encabezado este ensayo a modo
de introducción haciendo referencia a los
actores sociales subalternos. Consideramos que tal
categoría involucra en nuestro hoy a la gran
mayoría de los argentinos. A esos ciudadanos a los que la
Constitución ayudó a crear en tal carácter.
Subalternos porque no han tenido participación activa en
la formulación de las reformas constitucionales.
Utilizando términos tan caros a algunos historiadores como
centro y periferia, es la gente común la que actúa
en este último carácter rodeando de modo satelital
el núcleo conformado por la Constitución, los
constitucionalistas, los cientistas políticos y todos
aquellos que hacen del estudio y análisis del articulado de nuestra Ley
Fundamental, una especialidad.
Y a esa gente, a
ese nosotros, recurrimos los autores de este ensayo para tratar
de desentrañar la relación que la une (sus
pequeños amores) o desune (sus pequeños problemas) con
la Constitución. O expresado de otra forma, ver el grado
de inscripción simbólica que asume nuestra Carta
Magna en el imaginario colectivo.
No somos
cientistas políticos, tampoco sociólogos ni doctos
encuestadores. Recurrimos entonces desde nuestra cuasi universal
ignorancia de historiadores al sentido común general,
aplicando este a un cuestionario
conformado por siete preguntas que le presentamos a veinte
personas en forma individual, garantizándoseles el
anonimato -y va de suyo- la absoluta libertad en las respuestas.
Encuadramos a grandes rasgos a los encuestados en lo que se puede
definir muy genéricamente como los sectores bajos y medios
de la clase media: estudiantes, profesionales, empleados,
comerciantes, amas de casa. Con gran diversidad etaria, tal vez
su punto en común sea su residencia actual en las ciudades
de Rosario o Arroyo Seco. Lo cual no implica condición de
rosarinos o arroyenses para todos ellos. También
entrerrianos, misioneros, santafesinos integran esta veintena.
Detallamos a continuación de la manera más sumaria
posible, las preguntas y sus respuestas:
En primer
término se les preguntó si consideraban que como
ciudadanos gozaban de derechos. De forma abrumadora (17 a 3) la
mayoría contestó afirmativamente.
Luego se les
preguntó acerca de cuales eran esos derechos. Las
respuestas fueron variadas, pero en general (14 sobre 20)
remitieron a alguno/s de los establecidos en la
Constitución. Pero solo 3 encuestados hicieron referencia
específica a la Constitución.
En cambio en la
tercera pregunta: ¿por qué cree usted que tiene
esos derechos?, la mitad de los encuestados consideró
tenerlos porque se los otorga la Constitución. En dos
casos, remitieron el origen de esos derechos a la nacionalidad
antes que a la normativa. Testimonio de N.P.B, nivel secundario,
empleado, 64 años: "tengo derechos porque soy argentino y
amo a mi país".
Testimonio de
H.V., nivel primario, empleado, 62 años: "tengo derechos
porque soy argentino hasta la muerte". Posiblemente esta
enfática expresión remite concientemente o no en el
testimoniante al título de una canción puesta de
moda a principios
de los años 70 por el teatralmente desaforado Roberto
Rimoldi Fraga, un cantor enrolado en la más cerril derecha
nacionalista. Paradójicamente, nuestro entrevistado se
define como liberal, comprometido "desde siempre" con los
postulados de la Unión Cívica Radical.
Ambos
testimoniantes se ubican en el extremo más alto de la
franja etaria del grupo de entrevistados.
La siguiente
pregunta fue: ¿qué idea tiene de la
Constitución Nacional? Las respuestas fueron en general de
una vaguedad extrema. "Alguna vez la leí", "no se me
ocurre nada", "no recuerdo", "se algunas cosas, pero muy pocas",
etc. Un solo testimoniante: J.E.F.F., arquitecto, 45 años,
afirmó tener "un buen conocimiento".
Luego se
interrogó acerca de si en la vida cotidiana, la
Constitución estaba presente o no. Las respuestas fueron
afirmativas y negativas por mitades.
A la siguiente
pregunta sobre si consideraba que la Constitución era
justa, 10 testimoniantes afirmaron que si, 7 que no y 3 no
supieron o quisieron dar una respuesta sobre el
particular
La última
pregunta que se les hizo fue acerca de que les gustaría
agregar, sacar o modificar a la Constitución. La
mayoría (17 sobre 20) contestó de modo ambiguo,
genérico o negativo: "no se me ocurre nada", "no me
interesa mucho el tema", "no puedo contestar porque no lo
sé", "muchas cosas", "la dejaría como está",
"me declaro ignorante en este punto", "ni idea".
Sintomáticamente los testimoniantes restantes, desean
modificar la Carta Magna, no para darle mayor amplitud sino para
hacer más restrictiva su normativa. Dos de ellos lo
expresan taxativamente: "agregar la pena de
muerte", "pena de muerte a ciertos delitos". El tercer
encuestado nos da en principio una propuesta progresista.
"más derecho a los pobres", aunque agrega "pero cuidado, a
la gente pobre pero honrada". Nuevamente la tensión ya
expresada entre integración y exclusión. Incentivado
por un discurso mediático fundado en un contexto real de
inseguridad y
creciente marginalidad.
La Constitución y la
gente. Una difusa omnipresencia.
Hecha y presentada
la encuesta,
algunas conclusiones. La mayoría cree que tiene derechos.
No necesariamente relacionan directamente los mismos con la
Constitución. Aunque "lo constitucional" esté
rondando el sentido de las respuestas. La Ley hace al derecho del
ciudadano. El ciudadano es producto de
esa Ley. Aunque tenga una idea muy vaga (o ninguna) de la Ley
Suprema. La mitad de los encuestados consideró que la
Constitución estaba presente en su vida cotidiana. Igual
proporción consideró que la Constitución era
justa. En este estado resulta pertinente una pregunta: ¿la
botella esta medio llena o medio vacía? El empate debe ser
visto en el contexto de actualidad. Así la euforia
institucional del regreso a la democracia de 1983, con un
Alfonsín recitando el Preámbulo ante las
multitudes, esa mitad hubiese significado que la botella estaba
media vacía. Creemos que en nuestro hoy la botella
está medio llena. Pese al descrédito de la clase
política, de "lo político" en forma
genérica, la mitad de los encuestados considera que, la
Constitución simboliza la Justicia. Y que de diversas
formas está presente en su vida cotidiana. Y la inmensa,
la abrumadora mayoría muestra un asimétrico respeto
por nuestra sesquicentenaria Carta Magna. "No se le anima" a la
misma. Agregarle o sacarle artículos no es tarea de los
encuestados. Tal vez de nadie. El tiempo anquilosa y sacraliza a
la Constitución Nacional. Ciento cincuenta años de
una Vieja Dama Indigna que a diferencia de la que creara el
dramaturgo Bertold Brecht, no contribuye a modificar el sentido
común del que, muy a menudo, la gente se siente orgullosa
pero que puede responder a la costumbre, los prejuicios y las
falsas apreciaciones.
Costumbres,
prejuicios y falsedades cimentando un imaginario largamente
elaborado desde el arriba y al que el abajo (en este caso, todos
nosotros) debemos darle un nuevo sentido. Porque (en obvia
paráfrasis serratiana) detrás de los
preámbulos, de los convencionales, detrás de los
incisos y el articulado, detrás…detrás esta
la gente.
ANSALDI, Waldo.
Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el
recibidor.
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