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Historia de una vieja dama indigna



    Historia de una vieja
    dama indigna

    1. En busca de
      un rey para sofocar a los díscolos
    2. El
      intento unitario de 1826: la puja entre el frac y el
      calzoncillo
    3. El
      intento fallido de la Argentina Interior
    4. Rosas:
      pateando la pelota hacia adelante
    5. "Rosas no
      ha hecho nada útil para el
      país"
    6. Llegaste
      justo, José…
    7. Convencional buena presencia, joya nunca taxi, se
      alquila
    8. El otro Yo
      del Doctor Merengo
    9. La
      Constitución nace manca
    10. La
      Reforma del Chaucha
    11. Reformas, parches y remiendos entre torturas y
      proscripciones
    12. Le dejo un
      abrazo, general…
    13. Camino a
      Santa Fe pactando por Olivos
    14. "Tengo
      derechos porque soy argentino hasta la
      muerte"
    15. La
      Constitución y la gente. Una difusa
      omnipresencia
    16. Bibliografía

    La trastienda
    de la Constitución Nacional. Mitos,
    verdades, falsedades, amores y odios en la construcción de un imaginario popular sobre
    nuestra Ley Suprema. O de
    como
    detrás de
    los preámbulos, de los convencionales, detrás de
    los incisos y el articulado, detrás…detrás
    esta la gente.

    Por Fernando
    Cesaretti y Florencia Pagni

    En busca de un rey para sofocar a los
    díscolos

    Constitución: ley fundamental de un estado
    soberano, establecida o aceptada como guía para su
    gobernación.

    Constitucionalismo
    argentino: proceso
    seguido por el estado
    argentino para dotarse de las leyes magnas que
    han configurado históricamente su ordenamiento
    constitucional.

    Estas dos
    definiciones primarias obtenidas en cualquier diccionario o
    enciclopedia sirven para introducirnos en el largo camino que la
    Argentina recorrió a partir de su independencia
    formal en 1810/16 hasta la efectiva sanción de su
    Constitución en 1853.

    Los avatares de
    este proceso comenzaron ya con la inaugural Junta de Mayo. Las
    distintas facciones que fueron surgiendo expresaban los distintos
    intereses en pugna. En realidad lo que estaba en debate era el
    régimen que adoptaría el naciente estado. La
    década de 1810 es como bien señala el historiador
    Tulio Halperín Donghi, el tiempo de la
    Revolución
    y la Guerra. El
    tiempo en que las élites cambian, trasmutan y emergen
    nuevos componentes, nuevos actores sociales.

    Varios son los
    intentos para dar un marco institucional al ex virreinato del
    Plata: Asamblea General Constituyente de 1813, Reglamentos
    Provisorios de 1815 y 1817. Finalmente en Abril de 1819 el
    Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas (el mismo
    que tres años antes había declarado en
    Tucumán la independencia de estas tierras) pare la llamada
    Constitución de las Provincias Unidas de Sud América.

    Era un curioso
    instrumento jurídico con significativos silencios. Ni
    siquiera se mencionaba como sería el régimen de
    elección de autoridades en el vasto territorio donde
    tendría fuerza de ley.
    Aunque su carácter centralista y unitario quedaba
    pristinamente en claro, cuando normaba que un Director del
    Estado, tendría facultad discrecional para "nombrar todos
    los empleos".

    La logia política mercantil de
    Buenos Aires
    había desconocido una vez más con la
    promulgación de semejante Constitución la realidad
    política del interior que reclamaba una salida federalista
    opuesta al centralismo
    porteño. Sintomáticamente al mismo tiempo que la
    promulgaban despacharon órdenes a San Martín y
    Belgrano, para que con sus respectivos ejércitos bajaran a
    resguardar al Directorio.

    El esfuerzo
    resulta vano. San Martín se niega a convertir su fuerza de
    liberación en fuerza de represión y se pronuncia en
    Rancagua. Belgrano pacta un armisticio en San Lorenzo con los
    artiguistas de Santa Fe. El ejército del Norte se subleva
    en Arequito desconociendo la autoridad del
    Directorio. Finalmente en febrero de 1820 en los campos de Cepeda
    una caballería de clinudos centauros litorales aniquila en
    una carga de un minuto los planes unitarios elucubrados para un
    siglo.

    A partir de
    entonces cada espacio provincial asume su autonomía plena.
    La Unidad Política entendida como el espacio regido desde
    el puerto de Buenos Aires deja de existir. Fenece también
    la idea monárquica que vastos sectores porteños han
    impulsado como modo de gobierno. Esa
    idea, que más de una vez intentó ser puesta en
    práctica, implicaba una centralidad aristocrática
    manejada por los porteños.

    Atrás
    queda, ya en el plano de lo meramente anecdótico, la
    propuesta de Belgrano de instaurar como rey a un descendiente de
    los incas,
    propuesta que motivó la irónica y racista
    réplica de Tomás Anchorena que afirmó que a
    ese rey habría que ir a buscarlo a alguna chichería
    del Cuzco donde seguramente sería tal su grado de
    embriaguez que difícilmente entendería para que lo
    buscaban. O los periplos de Rivadavia, Alvear y el mismo Belgrano
    por Europa buscando
    en alguna Casa Dinástica de "segunda división"
    algún candidato. Daba lo mismo que fuera un De Luca o un
    Orleáns. Lo importante era que, como afirmaba el general
    Alvear, el monarca viniera con fuerzas militares suficientes para
    sofocar a los díscolos. Pero el año 20
    demostró que los díscolos no pudieron ser sofocados
    y atrás quedó para siempre el ideal
    monárquico.

    El intento unitario de 1826: la puja
    entre el frac y el calzoncillo.

    Pero el
    complemento de ese ideal, el sistema unitario
    de gobierno no desapareció. Travestido de republicanismo
    logró durante la "feliz experiencia rivadaviana" que un
    Congreso Nacional a hechura de los intereses porteños,
    redactará una Constitución de régimen
    republicano, representativo y unitario. Tan explícita era
    en este último carácter que el proyecto de la
    Comisión de Negocios
    Constitucionales fue finalizado el 1° de septiembre de 1826 y
    reconocía que "no ha hecho más que perfeccionar la
    Constitución de 1819". Aprobada la misma en Buenos Aires,
    fue rechazada en el resto de las provincias.

    Ese rechazo se
    simboliza en un episodio que los historiadores revisionistas han
    narrado con fruición: llega a Santiago del Estero en pleno
    verano el doctor Tezano Pintos. Su misión es
    la de imponer al gobernador Juan Felipe Ibarra acerca de la nueva
    Constitución. En plena siesta santiagueña se
    presenta en la residencia de gobierno vestido a la europea: frac,
    chaleco, chaqueta. Sudando literalmente la gota gorda, Tezano
    Pintos es recibido por Ibarra en calzoncillos. Horrorizado por
    ésta informalidad del gobernador, se apresura a entregar
    un ejemplar de la flamante Constitución y a retirarse.
    Cuando lo ésta haciendo siente a sus espaldas la voz de
    Ibarra que jocosamente le dice: –doctor, se olvida el
    cuadernito
    , y le arroja el ejemplar que le había
    dejado. El revisionismo simbolizó en el empaque y la
    vestimenta del infortunado Tezano Pintos, la improcedencia de la
    Constitución de 1826. Su carácter unitario la
    hacía tan inapropiada y lejana a la realidad argentina
    como la gruesa chaqueta del enviado porteño en la
    tórrida siesta del estío
    santiagueño.

    Hacemos una
    salvedad, más allá de la anécdota citada,
    los autores de este trabajo no nos
    sumamos a esta tradición revisionista de tomar de "punto"
    a Tezano Pintos. Este en definitiva, era tan solo uno más
    de una generación de hombres del puerto, prisioneros de
    una contradicción. En efecto, provistos de un bagaje
    doctrinario de ideas recibidas del Iluminismo, alternaron entre
    promover la democracia o
    excluir la participación política de las masas
    populares. Su orientación final, aristocrática y
    urbana, muestra su
    profunda desconfianza al proletariado rural. En la década
    anterior su inclinación hacia estructuras
    monárquicas expresó su vocación
    centralizadora con Buenos Aires a la cabeza de su proyecto de
    progreso elitista. En cierta forma, y tal como los definió
    Juan Bautista Alberdi, los ideólogos unitarios se
    asumían ideológicamente como románticos,
    siendo en realidad positivistas sin saberlo. El problema es que
    su "orden y progreso" era impracticable, dada que su
    cosmovisión se daba de bruces con la realidad del
    país. De allí su impotencia para vencer el
    desafío que se habían propuesto de
    institucionalizar prácticas y modelos
    europeos en una población cuyos verdaderos intereses
    ignoraban.

    Un año
    después de promulgada la Constitución de 1826,
    encendida nuevamente la mecha de la Guerra Civil, el proyecto de
    los hombres "del cuadernito" quedó en el
    olvido.

    El intento fallido de la Argentina
    Interior

    A mediados de la
    década de 1830 el partido unitario parecía
    definitivamente derrotado. El federalismo
    consolidaba su poder en todo
    el país. Se había alcanzado tras años de
    lucha, la paz. No era una paz totalmente consolidada ni estable,
    pero era una paz al fin. Lo que no era poco, tras dos
    décadas de permanente sangría interna.

    Esas dos
    décadas no habían pasado en vano. Atrás
    habían quedado las decrépitas formas del gobierno
    colonial. Una nueva sociedad
    había emergido. La misma no contaba aún con un
    andamiaje legal que reemplazara al del Antiguo Régimen.
    Hemos visto en el capítulo anterior los paradójicos
    y contradictorios ideales que guiaban a los hombres del
    unitarismo porteño, en su lucha para llenar el
    vacío dejado por el viejo orden virreinal.

    En el interior los
    cambios habían sido igualmente dramáticos y
    socialmente "revolucionarios". En un principio los terratenientes
    criollos habían resistido mejor la crisis
    económica que las pequeñas elites urbanas. De
    allí que rápidamente exigieron de los cabildos y
    legislaturas locales, una mayor participación y
    protagonismo político. Adquieren estos señores
    rurales una autoridad que no solo es militar sino social y
    económica. Si en un principio proceden de las familias
    principales del hinterland donde ejercen su poder, en la
    década de 1820 surgen nuevos caudillos de origen humilde,
    que adquieren su prestigio por méritos
    militares.

    En muchos casos el
    caudillo unía a las distintas clases de la provincia en
    una solidaridad
    política y territorial, frente al enemigo externo. Estamos
    entonces frente a un modelo de
    federalismo popular o lisa y llanamente plebeyo. Una especie de
    "bonapartismo" a la criolla. La naturaleza
    democrática del liderazgo que
    ejercía el caudillo dimanaba de su exitosa defensa de
    los valores y
    tradiciones locales por un lado, y su encuadre "nacional", al
    asumirse junto a sus colegas de las otras provincias, como
    portavoz de los intereses del Interior frente a la postura
    absorbente de Buenos Aires.

    Debemos sin
    embargo tomar precauciones al adjetivar como democrático
    al sistema de caudillos. Si bien algunos ejercían un
    paternalismo benévolo ("El caudillo era el sindicato del
    gaucho", según la feliz definición jauretcheana),
    otros eran pequeños autócratas locales,
    señores de horca y cuchillo que imponían su
    despótica autoridad sobre trabajadores serviles y un
    pequeño estamento comercial urbano, a menudo
    víctima de saqueos y exacciones. Eran frecuentes los
    conflictos
    locales, sobre un trasfondo de continua declinación social
    y económica del Interior, declive simétricamente
    proporcional al progreso de los estancieros y comerciantes
    porteños dueños del puerto y de la aduana.

    En esos
    años del ocaso unitario, los caudillos interiores
    defendían celosamente sus respectivas autonomías.
    La mayoría expresaba sinceros deseos de alcanzar un orden
    nacional que asegurara la autonomía provincial frente a la
    garra centralizadora de Buenos Aires. Muchos veían en el
    modelo federalista de los Estados Unidos el
    ideal a seguir. En consonancia con estos gobernadores, los
    ciudadanos más lúcidos de las provincias interiores
    (y también del Litoral y Buenos Aires) entendieron que era
    el momento de formalizar las estructuras de hecho y crear un
    orden constitucional.

    El riojano Quiroga
    se había convertido en el líder
    natural de este movimiento
    hacia una Constitución. Para Facundo, la mejor
    garantía de la seguridad de las
    provincias interiores frente al peligro de la voracidad
    porteña, era la institucionalización del
    país bajo la autoridad de una Ley Suprema.

    Y no estaba solo
    en esa empresa. El
    santiagueño Ibarra (el mismo que había recibido
    literal y "simbólicamente" en calzoncillos el "cuadernito"
    unitario de 1826), instaba a convocar una Asamblea Constituyente.
    En Córdoba Mariano Fragueiro se pronunciaba de manera
    similar, y varias provincias propiciaban la formación de
    una asamblea representativa presidida por Quiroga.

    Facundo, superando
    su pasado de violencia y
    crueldad, se había convertido en un estadista a nivel
    nacional. En esta clave se puede entender la ayuda financiera que
    brinda al joven Alberdi para que perfeccione sus estudios. Su
    proyecto (y tal vez su propia persona) contaba
    sin embargo con un enemigo solapado: Juan Manuel de Rosas,
    quién no se cansaba de poner dialécticas piedras en
    la rueda de la Constitución, argumentando que
    persistían los tiempos de violencia, lo cual tornaba
    prematuro todo intento institucional.

    En Febrero de
    1835, Barranca Yaco simbolizó no solo el final
    físico de un reumático terrateniente riojano, sino
    el de un proyecto constitucional de la Argentina Interior,
    proyecto que fue como el canto del cisne de una región
    cada vez más a merced de la potente Argentina del puerto y
    de la aduana.

    Rosas: pateando la pelota hacia
    adelante

    La organización definitiva pasó a ser
    una materia
    pendiente que Rosas llevó a la larga durante sus dos
    décadas de hegemonía. Hegemonía sustentada
    en ambos extremos del arco social. Sus partidarios se encontraban
    tanto en la clase de los
    propietarios terratenientes (a la que pertenecía) que
    vieron en él a la mejor opción para recomponer y
    reproducir la estabilidad social; como entre las masas urbanas y
    rurales, que lo veían como su mejor garantía para
    obtener mayor justicia
    social. Estos y aquellos, más una nueva clase de agentes
    comerciales aliados con intereses extranjeros, esencialmente
    británicos, formaban las columnas en que se
    sostenía el régimen rosista.

    Los años
    del Restaurador de las Leyes, pese a ese título, no dieron
    a luz a la Ley
    Fundamental de la Nación.
    No hubo tampoco por cierto, una restauración del antiguo
    orden colonial Si en cambio, se fue
    sedimentando un discurso en
    los distintos actores sociales acerca de que cuando se produjese
    la tan ansiada institucionalización, ésta
    debía ser realizada no solo bajo la forma del
    republicanismo sino también del federalismo.

    Si nuestra actual
    Constitución Nacional tiene un antecedente directo ese es
    el Pacto Federal de 1831. En este establecía que
    debía formarse una Comisión Representativa con sede
    en Santa Fe, integrada por un representante de cada una de las
    provincias adherentes con las siguientes atribuciones: 1º)
    celebrar tratados de paz
    en nombre de las tres provincias expresadas, conforme a las
    instrucciones que cada diputado tuviera de su respectivo
    gobierno; 2º) hacer declaración de guerra contra
    cualquier otro poder en nombre de las tres provincias litorales;
    3º) ordenar el levantamiento del Ejército en caso de
    guerra contra cualquier otro poder, en nombre de las tres
    provincias en forma ofensiva o defensiva, y nombrar el general
    que debería mandarlo; 4º) determinar el contingente
    de tropa con que cada una de las provincias debería
    contribuir; 5º) invitar a todas las demás provincias
    de la República, cuando estuvieran en plena libertad y
    tranquilidad, a reunirse en federación con las tres
    litorales, y a que, por medio de un Congreso General Federativo,
    se arreglara la
    administración del país, bajo el sistema
    federal, su comercio
    interior y exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada
    una de las provincias. Además, se comprometían a no
    firmar tratados por separado con otras provincias y a no otorgar
    asilo a ningún criminal que buscara refugio en una al huir
    de la otra; declaraba además libre el tránsito
    interprovincial.

    El Pacto Federal
    fue firmado originalmente por Buenos Aires, Santa Fe y Entre
    Ríos. Luego se fueron adhiriendo las restantes provincias.
    Ese tratado es mencionado tácitamente en el
    Preámbulo de la Constitución Nacional cuando se
    afirma que los representantes del pueblo de la
    Confederación Argentina reunidos en Congreso General
    Constituyente por voluntad y elección de las Provincias
    que la componen
    lo hacen en cumplimiento de pactos
    preexistentes.

    Mucho del
    articulado del Pacto Federal no pasó de ser letra muerta,
    mera expresión de deseos. Sin embargo los largos
    años de autocrático gobierno de Rosas, van dejando
    pese al mismo Rosas, un sedimento "constitucional". Esto lo
    vieron con contemporánea claridad desde el exilio, Alberdi
    y Sarmiento, seguramente los más lúcidos
    representantes de la Generación del 37, aquella que
    había apostado al proyecto de organización nacional
    a partir de los caudillos federales del Interior.

    Alberdi
    sostenía que el país había avanzado poco y
    nada (en realidad había retrocedido) bajo el gobierno de
    Rosas. Sin embargo el régimen había logrado un
    objetivo
    positivo: la centralización del poder. En igual
    sintonía se expresaba Sarmiento al sostener que "los
    unitarios han perdido, pero ha triunfado la unidad; han vencido
    los federales, pero la federación ha sucumbido". Para
    ambos pensadores Rosas había logrado restablecer el orden,
    quedaba por cumplir el postergado sueño de libertad. Para
    el sanjuanino en particular, la reconciliación entre las
    facciones beligerantes solamente se podría dar por
    medios
    pacíficos, a través de una Constitución
    aprobada por el voto de la población, convertida en "el
    medio más poderoso de pacificación y de orden
    interior".

    Es en ese estado
    de cosas, cuando en 1847 el tucumano lanza una bomba revulsiva
    para tirios y troyanos. Invita a los jóvenes exiliados (el
    mismo lo es) a deponer pasiones y colaborar con Rosas para
    alcanzar la tan ansiada Constitución. Pretendía que
    el Restaurador abandonara sus prácticas represivas y
    negociara una salida institucional, donde no necesariamente
    estaba excluido. En la propuesta de Alberdi, el Gobernador de la
    Provincia de Buenos Aires, podría convertirse
    perfectamente en el primer Presidente Constitucional de la
    Confederación Argentina.

    Rosas ni siquiera
    contestó a la propuesta alberdiana. Lo cual no
    sorprendió a nadie dado el perfil político del
    autócrata terrateniente de las pampas. Desde su
    ególatra omnipotencia, el señor de San Benito de
    Palermo no comprendió (ni intentó hacerlo) esta
    tentativa de conciliación. Si fue entendida por otros
    jefes federales (entre ellos Urquiza), demostrando que la
    propuesta había sido fecunda a largo plazo.

    Finalmente
    sobreviene Caseros. Rosas parte a Southampton y al olvido. Los
    sectores dominantes de la emergente ganadería
    del litoral cuyo representante es el vencedor General Urquiza
    junto a las élites del interior deciden que la hora es
    propicia para organizar definitivamente al país. Creen que
    el sistema republicano, representativo y federal no es
    discutible. Por lo menos en teoría
    tienen razón. Otra cosa es cuando la normativa toque o
    vulnere intereses concretos. En esta dualidad hay que encontrar
    la razón de la secesión porteña y su no
    aceptación de la Constitución que se
    promulgará en Santa Fe en 1853.

    "Rosas no ha hecho nada útil para el
    país"

    Esta frase que
    expresa al mismo tiempo reprobación y desangelado
    desconsuelo pertenece a Juan Bautista Alberdi. La escribe en 1847
    tras sufrir el ominoso silencio del Restaurador a su proyecto de
    institucionalización, tal como vimos. Más
    allá de su herido amor propio,
    el tucumano no andaba del todo desacertado en su
    definición del módico autócrata de las
    pampas. Acertaba en tanto Rosas se había apropiado de
    algunas formas simbólicas del antiguo orden colonial,
    "restaurándolas" para consolidar su propio poder. Tal el
    nacionalismo
    xenófobo y la exaltación de una arcadia rural que
    por lo menos en el género
    discursivo dominaron el imaginario colectivo de la Santa
    Federación. Y no todo había sido mero discurso.
    Entre las acciones
    concretas se podía contar el desmantelamiento del Banco Nacional,
    la resistencia a las
    nuevas formas de tecnología y producción, la restricción a la
    libre circulación de hombres e ideas, y por supuesto, la
    férrea negativa –privilegios porteños de
    aduana mediante- a la organización nacional
    definitiva.

    Todo esto era
    cierto aunque paradójicamente, tal como Alberdi y el resto
    de la Generación del 37 reconocían con distintos
    grados de reticencia, el país había avanzado
    durante los años de Rosas…a pesar del mismo Rosas.
    Así las restricciones impuestas por la dictadura
    punzó al avasallante empuje del capitalismo
    europeo no habían podido evitar un crecimiento
    económico que medido en parámetros de la
    época, era espectacular. Si bien en la punta de la
    pirámide de ese crecimiento se encontraba un áulico
    círculo rosista de hacendados y agentes comerciales, la
    bonanza también se derramaba escalones abajo.
    Especialmente entre la extranjería. Esos vascos, esos gallegos,
    esos irlandeses, llegados al país en proletaria y literal
    huída de las hambres europeas (mal que les pese a sus
    descendientes argentinos que reinventan a sus míseros
    genitores, haciéndolos portadores de nobiliarios escudos
    éuskaros o celtas), formaban hacia 1850 la mayoría
    de la población económicamente activa no solo de
    Buenos Aires y el Litoral, sino de distintos enclaves del
    Interior. Nos encontramos ante una sociedad dinámica y cambiante pese al discurso
    demagógico, estamental y falazmente tradicionalista del
    rosismo, que asiste paradojal y contemporáneamente a un
    proceso de disciplinamiento social. Con lucidez Alberdi sostuvo
    que la gran contribución del régimen rosista fue la
    de haber domesticado a las masas, permitiendo a futuro una nueva
    relación entre los factores de poder y la sociedad civil.
    Relación que colocaría a la Argentina en favorable
    posición para dar el gran salto hacia el orden y el
    progreso. En ese sentido Rosas había sido un
    positivista a medias: su larga autocracia alcanzó el
    orden. Faltaba el progreso.

    Llegaste justo,
    José…

    Pero hacia 1850
    los aportes positivos de Rosas hacía tiempo que se
    habían agotado. Solo su desmedida vocación de poder
    y el apoyo de la oligarquía saladerista porteña que
    hacia pingues negocios con los mercados
    esclavistas de Cuba y
    Brasil,
    mantenía inercialmente a la Santa Federación. Era
    un círculo vicioso de reproducción mutua. La industria de
    los saladeros –sostén económico del
    régimen- había provocado graves distorsiones socio
    económicas. Si bien proporcionaba enormes beneficios al
    áulico circulo terrateniente de la Provincia de Buenos
    Aires, su escaso nivel tecnológico así como las
    relaciones feudales de trabajo forzosamente inherentes a su modo
    de producción, retrasaban el progreso de la región
    en su totalidad. En idéntica sintonía y como
    prístina demostración de defensa de los intereses
    de la clase a la que pertenecía y le daba
    sustentación política, cada vez con mayor
    frecuencia Rosas apelaba a la fuerza en nombre de esa
    oligarquía para obstaculizar los ya inevitables procesos de
    cambio.

    El desafío
    final a la hegemonía del tasajo provino de un grupo de
    similar conformación social al grupo dominante
    porteño: nos referimos a los ganaderos litorales que en
    esos años alcanzan un desarrollo
    económico notable a favor de la expansión
    lanar. No conviene sin embargo exagerar el progreso de Entre
    Ríos. En la provincia mesopotámica la tenencia de
    la tierra
    estaba tan concentrada como en Buenos Aires. Al igual que Rosas,
    el gobernador Justo José de Urquiza representaba y era al
    tiempo el mayor exponente de esos latifundistas

    Hacia 1850 en
    sintonía con la cambiante dinámica social antes
    mencionada se estaba produciendo un reacomodamiento de los
    grupos de
    poder. La puja entre la oligarquía porteña y la
    entrerriana implicaba un enfrentamiento no solo de
    carácter económico sino la lucha por la
    primacía nacional.

    Caseros
    llevó a la superficie manu militari esos intereses
    y provocó una aceleración de los tiempos. Nadie
    puso en duda que tras la teatralizada batalla del 3 de febrero de
    1852, los cambios tantas veces demorados ya no podrían
    verse obstaculizado por ningún déspota
    anacrónico y reaccionario. El desafío de la
    nueva generación de líderes nacionales
    consistía en reemplazar un gobierno arbitrario por un
    poder restringido y sin dudas autoritario, pero regulado e
    institucionalizado.

    No era un
    desafío fácil. Había junto a la euforia de
    la hora, más dudas que certezas. ¿Qué
    pasaría con el monopolio de
    las rentas de aduana que hasta el momento detentaba el puerto
    porteño? ¿Se podría vencer la
    hegemonía de Buenos Aires permitiendo una
    participación decisiva en la administración nacional de grupos y
    áreas geográficas excluidas en el
    pasado?

    Pronto los hechos
    dieron respuesta a esas preguntas. Rápidamente Buenos
    Aires se volvió contra su "libertador" de la
    víspera iniciando un proceso que culminaría en la
    secesión del 11 de setiembre de 1852. Ante la
    provocación separatista Urquiza se movió con
    prudencia y moderación. Pensaba que una vez sancionada la
    tan anhelada Constitución Nacional, la Legislatura de
    Buenos Aires ratificaría la misma. El optimismo del
    entrerriano demostró ser infundado. El puerto no estaba
    dispuesto a perder sus privilegios. Buenos Aires llegó a
    levantar ejércitos para impedir la reunión del
    Congreso Constituyente. Pese a tan cerril oposición, este
    comenzó a funcionar en Santa Fe. Veamos el como y el modo
    de ese funcionamiento. Desacartonando el pasado, traigamos a
    nuestro presente las prácticas de esos actores devenidos
    por fuerza de los hechos en "expertos
    constitucionalistas".

    Convencional buena presencia, joya nunca
    taxi, se alquila

    Cuando uno hace
    referencia a una Convención Constituyente aparecen
    imágenes recurrentes: doctos personajes
    enfrascados en la lectura de
    libros,
    tratados, papeles de toda índole. Sesudos debates de alta
    jerarquía intelectual. Y un todo contextual de solemnidad
    dado por la tarea de formular leyes fundamentales para el futuro
    y el destino de la Nación.
    Afirmó con certeza Benedetto Crocce que toda historia es historia
    contemporánea. Nuestro presente nos lleva a idealizar a
    los congresales que se reunieron en Santa Fe de una manera que
    por ejemplo desde el punto visual, es tributaria de la estética que dimana de un afamado cuadro
    que impone su majestad escénica en el Salón de los
    Pasos Perdidos del Congreso Nacional.

    Frente a este
    empaque leguleyo construido crocceamente en el imaginario
    colectivo con posterioridad a los acontecimientos, recurrimos al
    antídoto de la atrapante (y tendenciosa) narrativa un
    historiador revisionista para desmitificar el lugar, los hechos y
    los hombres: `Fue por la primavera del 52 que empezaron a
    llegar a Santa Fe, vieja ciudad de caudillos, unos señores
    estirados, graves y solemnes; que pusieron con sus fracs europeos
    y sus labios rasurados al estilo unitario, la nota exótica
    en la tranquila y somnolienta calma de la vida provinciana.
    Discurrían con ademanes ampulosos sobre "los pueblos"
    señalando el desierto que empezaba a pocas cuadras de la
    plaza Mayor, y hablaban con difícil y encendida prosa
    sobre "la libertad" mientras los amplios corbatones y las camisas
    de plancha los mantenían sudorosos y oprimidos, pues no
    eran esas prendas las más apropiadas para Santa Fe y para
    el cálido mes de noviembre. Pero ellos querían
    demostrar que la civilización es sólo una, y no
    conoce geografía ni termómetro.

    Los criollos,
    que calafateaban en la Ribera las famosísimas goletas
    santafecinas, los veían pasar, solemnes y despreciativos,
    depositarios de la fórmula mágica que
    traería el "bienestar general"; mientras las habilidosas
    mujeres, tejiendo las fuertes telas del litoral (toscas tal vez,
    pero que duraban toda la vida), comentaban alegremente las
    vestimentas de colores
    extraños usadas por quienes querían vestir la
    Patria con ropaje constitucional. Los veteranos blandengues del
    Patriarca, que corrieran media Confederación en el
    ejército del Brigadier invicto, y que pocos años
    atrás se habían batido como bravos junto a Mansilla
    y Santa Coloma en el Quebracho y San Lorenzo, trataban de
    penetrar el sentido de alguna frase difícil, como esa de
    "proveer a la defensa común", oída al paso de
    alguna atildada y enfática pareja de congresales. Junto a
    la puerta de la Aduana, el viejo Bustamante miraba asombrado los
    "fraques", que venían a hacer Patria, mientras acariciaba
    entre sus manos quemadas por cuarenta años de guerras, el
    tambor que Belgrano le diera en Tacuarí, y con el cual
    repetía continuamente los compases de la carga famosa de
    su niñez
    ´.

    Si, eran los
    hombres del fraque, que pese a la vestimenta no
    tenían el empaque solemne de aquel Tezano Pintos que no
    había sabido apreciar la sabiduría de andar en
    calzoncillos en el tórrido verano santiagueño.
    Elegidos de modos disímiles por las trece provincias
    interiores, los convencionales no se destacaban, salvo
    excepciones, por su vuelo intelectual. Algunos ni siquiera
    pertenecían a las provincias que deberían
    representaban. En Buenos Aires los llamaron "alquilones", porque
    ´ni Elías ni Martínez sabían donde
    quedaba La Rioja, cuyos intereses representaban; ni Huergo ni
    Gondra podían señalar a conciencia el
    sitio exacto de San Luis, que los había "elegido";
    ni Gutiérrez había pisado jamás Entre
    Ríos; ni Alvear, Catamarca; ni Lahitte y del Carril eran
    nativos de Buenos Aires que los "enviaba", ni tampoco
    Pérez de Entre Ríos; mientras Seguí,
    Gorostiaga, Delgado y Barros Pazos faltaban respectivamente de
    Santa Fe, Santiago, Mendoza y Córdoba desde sus
    años mozos y muy pocos los reconocerían por
    allí, no obstante haberlos
    "votado"´.

    El relato
    precedente juega en clave irónica con la complicidad del
    lector. El autor del mismo es José María Rosa, uno
    de los revisionistas más reconocidos y sin duda el de
    mayor impacto en el público en general. Su Historia
    Argentina
    fue una obra de largo aliento (13 tomos, luego
    ampliados a 17) y constituyó un éxito
    editorial de proporciones. Rosa es un cabal ejemplo de esa
    generación de intelectuales
    para quienes la interpretación de la historia nacional se
    constituyó como un campo de batalla político, en el
    que la presentación de una visión alternativa a la
    oficial de la historia
    argentina se convirtió en un importante eje de un
    combate ideológico orientado a la impugnación del
    orden socioeconómico y político existente. Siempre
    dispuesto a dar batalla por el presente utilizando como arma
    (lejos de todo rigor heurístico) su interpretación
    del pasado, es en esta clave que se puede entender por ejemplo,
    que halla encomillado los términos "elegido" y
    "votado", lo cual constituye un anacronismo. Es pretender
    pensar y cuestionar los modos de designar representantes a
    mediados del siglo XIX desde la óptica
    de una decencia de los modos electorales que recién
    comenzará a hacerse perceptible a partir de la
    promulgación de la Ley Sáenz Peña en
    1912.

    Así que mal
    que les pese al espíritu de Pepe Rosa y a otros
    venerables espectros del hoy historiográficamente obsoleto
    revisionismo histórico, no debemos rasgarnos las
    vestiduras por el modo en que los padres fundadores del orden
    institucional llegaron a serlo. Ni aún ante el peligro de
    que esas vestiduras queden embadurnadas por el dulce de leche de un
    alfajor santafesino…

    El otro Yo del Doctor Merengo

    Todavía no
    en estatura de próceres con derecho a que sus nombres
    figuraran en el nomenclador de alguna calle secundaria de
    nuestras ciudades, los convencionales se reunían en el
    local en que Hermenegildo Zuviría abrió en Santa Fe
    en ese año 52, un despacho de bebidas y fábrica de
    alfajores en la esquina de las calles del Cabildo y San
    Jerónimo, frente mismo al lugar donde funcionaba el
    Congreso Constituyente. Don Merengo – así se
    lo llamaba familiarmente – gozaba de justa fama como
    repostero y de buen aprecio por su correcto trato. La
    alfajorería de Merengo era el punto de reunión de
    la sociedad santafesina en los anocheceres veraniegos, cuando el
    insoportable calor
    imponía la tertulia con abanicos, panales y dulces
    provincianos.

    En los altos de
    Merengo el ministro y constituyente Manuel Leiva había
    alquilado cuartos para sus colegas en el Congreso que por recelo
    liberal no se avenían a la hospitalidad del convento de
    San Francisco o del antiguo – y por entonces vacío
    – Colegio de los Jesuitas.
    Allí paraban Juan María Gutiérrez,
    José Benjamín Gorostiaga, Salustiano
    Zavalía, entre otros. Allí los dos primeros
    estudiaron el anteproyecto
    constitucional de Alberdi que habría de someterse
    definitivamente en el salón del Cabildo.

    Dos de los
    residentes en la alfajorería de Merengo, Gorostiaga y
    Gutiérrez fueron los redactores reales del Proyecto
    Constitucional. Así entre diciembre de 1852 y enero de
    1853, mientras sus "colegas" se entretenían a orillas del
    río donde calmaban ardores y ausencias desfogándose
    con las chinitas que servicialmente les brindaba la élite
    santafecina, los dos pobres juristas dedicaban largas horas a
    traducir a lenguaje llano
    "los trabajos abstractos del doctor Alberdi".

    No debemos sin
    embargo exagerar la participación de Gorostiaga y
    Gutiérrez. En esencia, la Constitución
    sancionada en 1853 es la obra de Alberdi
    , con algunos
    agregados extemporáneos e ilógicos.

    La Constitución nace
    manca

    Ya tenemos
    Constitución. El cuadernito de los doctores unitarios de
    1826 ha sido sustituido por un libro que
    constaba de un preámbulo y 107 artículos divididos
    en dos grupos: declaraciones, derechos y garantías,
    por un lado; y por el otro el referido a las autoridades de la
    nación dividido a su vez en dos títulos: gobierno
    federal y gobiernos provinciales. El gobierno federal estaba
    dividido a su vez en poder
    ejecutivo, legislativo y judicial.

    Sancionada el 1 de
    mayo, promulgada el 25 del mismo mes y jurada solemnemente el 9
    de julio de 1853 adquiere desde el inicio una entidad
    incontrastable. Nótese que las fechas coinciden con las de
    la patria misma, lo cual no es casual. Regresan entonces los
    convencionales a sus provincias reales o supuestas con la
    satisfacción del deber cumplido, empalagados de alfajores
    y el recuerdo de algún cuerpo mestizo.

    Esta
    satisfacción podía ocultar un hecho: si la
    Constitución pretendía tener fuerza de ley sobre
    todo el territorio, era ésta una Constitución
    manca. Buenos Aires, la provincia más poderosa no la
    había reconocido. La unidad política que tras la
    euforia de la caída de Rosas se había pensado
    lograría ser fundada a partir de la sanción de una
    Constitución, se quebró con el golpe porteño
    del 11 de septiembre de 1852. Como expresamos previamente Buenos
    Aires no aceptó transferir su poder económico (la
    aduana tal como lo establecía el artículo 19 del
    Pacto de San Nicolás) ni tampoco aceptó ponerse a
    nivel de igualdad
    política con los "trece ranchos" al enviar la misma
    cantidad de representantes que cada una de las restantes
    provincias. Así durante casi una década
    habrá una coexistencia armada dentro del territorio
    nacional de dos unidades políticas:
    la Confederación Argentina con asiento en Paraná y
    el Estado Libre de Buenos Aires.

    El conflicto se
    dirimirá a favor de la supremacía porteña en
    la ficcional puesta en escena de la batalla de Pavón, en
    septiembre de 1861. Para que este final fuera posible, para que
    esta batalla pour la galerie cerrara aparatosamente el
    acuerdo entre la burguesía porteña y sectores
    emergentes de las élites del Litoral en desmedro de los
    viejos estamentos del interior mediterráneo, hubo que
    realizar en 1860 la primera reforma a la
    Constitución.

    Sintéticamente esta reforma estableció que los
    derechos de exportación no serían considerados
    como rentas nacionales y tiró la pelota hacia adelante en
    el ríspido tema de la cuestión capital al
    establecer que ésta se establecería en aquella
    ciudad que designara el Congreso previa sesión de la
    legislatura local. Mientras tanto las autoridades nacionales
    residirían en la ciudad de Buenos Aires. De esta forma la
    Constitución determinó el papel del presidente de
    modo teórico y ayudó a que en la práctica se
    negara lo que en la teoría se normaba.

    Durante las tres
    presidencias ocurridas desde 1862 a 1880 los titulares del Poder
    Ejecutivo Nacional debieron desempeñar su papel
    constitucional en un territorio muchas veces hostil y siempre
    ajeno, donde carecían de los medios necesarios para hacer
    efectivo el poder político debido a su coexistencia
    obligatoria en la misma ciudad con el gobernador de la provincia
    más poderosa. El caso más patético fue el de
    Nicolás Avellaneda que llegó a decirle a un amigo,
    señalándole a un policía de facción
    en la Casa de Gobierno: "-ves ese milico que está
    allí, pues sobre él el presidente de la
    Nación no tiene la menor autoridad. Es más, si se
    le ocurre a Tejedor
    (gobernador de la provincia de Buenos
    Aires), éste puede ordenar que me detenga". La
    federalización de la ciudad de Buenos Aires
    dirimirá la larga cuestión capital. La provincia
    porteña entregaba su puerto y su aduana a la
    Nación, pero como con ironía señaló
    el profesor de
    historia (entre otras actividades) Juan Domingo Perón,
    para entonces ya la Nación era Buenos Aires.

    Superada esta
    cuestión, y en lo que estrictamente a la
    Constitución atañe, tenemos entonces a partir de
    1860 un corpus legal que en esencia va a permanecer inalterable
    hasta la reforma de 1949, pues los cambios realizados en 1866 y
    1898 modificaron solamente cuatro artículos menores.
    Relacionados con la pertenencia de los derechos de
    exportación al tesoro nacional en el primer caso, y con la
    proporcionalidad aplicable a la elección de diputados y al
    número de ministros, en el segundo.

    Construyendo
    ciudadanía y
    exclusión

    Sostiene Michael
    Foucault que hay
    veces en que el derecho se erige simplemente en un instrumento de
    dominación, y como tal trasmite y hace funcionar
    relaciones que no son otra cosa que relaciones de
    exclusión.

    La esencia de
    nuestra Constitución asume ambigüedades y
    contradicciones que tornan pertinente la definición de
    Foucault. De carácter liberal, -la declaración de
    derechos y garantías responde ciertamente a esa impronta-,
    nuestra Carta Magna no
    escapa a el contexto de época en que fue creada. Hay
    artículos que ciertamente contienen normas que no
    contribuyen a integrar sino a discriminar. Véase sino el
    inciso 15 del artículo 67 que entre otras atribuciones del
    Congreso, institucionaliza la conversión (forzosa) de los
    indios al catolicismo. Impuesto en 1853,
    recién en 1994 fue eliminada ésta cláusula.
    Demos por sentado que el espíritu racista de 1853 se
    extendió a las Reformas de 1866 y 1898. No entendemos por
    que no fue eliminado en 1949 o 1957. Tal vez intentar entender
    esta rémora legal implique aceptar la existencia de un
    lado oscuro de la sociedad argentina del cual la
    Constitución sería solo el reflejo.

    Asimismo el
    artículo 25 privilegió taxativamente a determinada
    migración. Su texto no deja
    margen de duda al respecto: "el Gobierno Federal fomentará
    la inmigración europea; y no podrá
    restringir, limitar ni grabar con impuesto alguno la entrada en
    el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto
    labrar la tierra,
    mejorar las industrias e
    introducir y enseñar las ciencias y las
    artes". El gobernar es poblar de la consigna alberdiana implicaba
    hacerlo con gente de pigmentos claros.

    No es conveniente
    sin embargo cargar las tintas en demasía sobre el
    espíritu discriminatorio de la Constitución. En
    esencia creemos que el debate debe darse en torno a la
    interrelación entre normativa y realidad. Hay ciertamente
    un paradigma
    civilizador del cual la Constitución es reflejo. La
    normativa igualitaria (pese a estos artículos que se
    oponen a ese espíritu) está de acuerdo a las ideas
    positivistas, ideas dominantes y hegemónicas en la
    época. Éstos artículos en tal sentido no
    serian sino la excepción que confirma esa regla
    igualitaria. Todo ello respondiendo en lo económico a un
    modelo concreto de
    inserción del país bajo un perfil agroexportador
    asociado subordinadamente al capital financiero, especialmente al
    de origen británico. Sin embargo, esta visión no
    tiene en cuenta una contradicción básica entre los
    postulados universalistas proscriptos desde lo político en
    la Carta
    Magna, y la libertad de mercado en lo
    económico que también postula el andamiaje
    normativo, contradicción esta que se expresa en la
    desigualdad y subordinación que tiñen las
    prácticas cotidianas del hecho social.

    A finales del
    siglo XIX y principios del XX
    se acentúa la tensión entre una normativa
    teóricamente universalista integradora y un contexto real
    restrictivo, lo cual, y en opinión de las historiadoras
    Marta Bonaudo y Elida Sonzogni "…obliga al Estado entre el
    fin de siglo y la Primera Guerra
    Mundial, ha replantear su rol. Estos diferentes actores van
    generando, a través de sus demandas la necesidad de
    rediscutir el papel punitivo de éste o su desempeño solo como garante del orden en
    términos de legalidad. En
    ésta etapa se comienza a colocar en el plano de la
    discusión la importancia de reformular sus niveles de
    ingerencia operando más ampliamente como regulador y
    árbitro de las relaciones sociales".

    Ese Estado opera
    sobre una nueva sociedad donde la cuestión social toma
    creciente importancia. Paradójicamente la conflictividad
    entre normativa y realidad se asienta en los postulados de ese
    artículo 25 que fomenta la inmigración europea.
    Claro que no han llegado, salvo en pequeñas cantidades,
    los "industriosos y civilizados" anglosajones y germanos que
    pretendía Alberdi para construir una sociedad de
    farmers en éstas pampas, sino que ha sido de la
    Europa mediterránea y oriental de donde arribaron los
    migrantes que no encontraron por cierto acceso a la propiedad de
    la tierra. Ésta ya había sido parcelada en
    beneficio de las élites oligárquicas. A su vez, la
    Conquista del Desierto había dado el verdadero sentido del
    inciso 15 del artículo 67 de la Constitución
    Nacional: a los indios se los convertía
    "pacíficamente" al catolicismo a fuerza de
    fusil.

    En esa mezcla de
    igualitarismo normativo y exclusión de hecho, surge un
    discurso donde la hipocresía campea por sus fueros. El
    mito de la
    Argentina crisol de razas es entendido por buena parte de la
    sociedad de una manera muy particular. Un sector ve sin duda en
    el artículo 25 o en el inciso 15 del artículo 67
    (recordemos que este recién fue derogado en 1994), algo
    más digno de elogio que de reprobación. Esta
    "conversación general" no es fácilmente
    erradicable. Como bien expresó Waldo Ansaldi en "La
    construcción de una ciudadanía democrática
    requiere necesaria e imprescindiblemente de la

    abolición de toda forma de discriminación, viejas y nuevas. La
    común prohibición, en locales bailables de la
    ciudad de Buenos Aires, de entrada a jóvenes y adolescentes
    de tez morena y/o cabellos negros es un caso harto conocido. Del
    mismo tenor es la aberrante conducta de
    quince mujeres "de la alta sociedad» salteña que
    amenazaron con incendiar la catedral de la ciudad de Salta y
    presionaron al vicario episcopal para que -como finalmente
    ocurrió- quitara del atrio un «pesebre
    criollo» cuyas imágenes tenían rasgos collas
    y estaban vestidas con trajes bolivianos,
    «argumentando» que de ese modo las mismas no se
    mostraban en "su perdurable belleza".

    Si en
    señoras de las cuales quizás no pueda esperarse
    otra cosa, esa actitud es
    grave y repudiable, en otro caso la conducta es gravísima
    y más repudiable aún por tratarse de un hombre con
    funciones de
    gobierno muy importantes -las cuales lo ponen (deberían
    poner) en un plano de acción
    en favor de la cohesión social-, como el protagonizado por
    el gobernador de la provincia de Chubut. Según la prensa, el
    mandatario, Carlos Maestro, momentos antes de una
    grabación televisada, sin advertir que el micrófono
    estaba abierto le pregunta a un colaborador: «
    ¿Cómo se llama esa mina, medio rompebolas? Esa que
    era más loca que la mierda… Esa que es medio india,
    dirigente mapuche».No hay excusa alguna para justificar
    tamaña agresión, tanto en términos de
    género -por su condición de mujer, degradada
    a la de mina-, cuanto de conducta -«medio
    rompebolas»-, de estado –"más loca que la
    mierda"-, de pertenencia étnica –"medio india"- y de
    responsabilidad –"dirigente
    mapuche".

    Los ejemplos que
    da Ansaldi pueden multiplicarse hasta el infinito. Esta
    multiplicidad en cierto modo, despoja de parte de culpa a nuestra
    Vieja Dama Indigna, trasfiriéndola a la sociedad de la
    cual es Ley Suprema. Ella ha creado ciudadanía a lo largo
    del tiempo y a su vez a establecido normativamente la
    exclusión racial. No debemos sorprendernos que una
    posible síntesis
    sea el actual resultante de esta construcción
    constitucional: una sociedad de ciudadanos racistas, con un
    hipócrita doble discurso
    . Discurso que en situaciones
    límites
    se torna prístinamente descarnado. Como cuando ante el
    éxodo de miles de personas de clase media durante la
    crisis del 2001/02, era habitual escuchar lamentos por la partida
    de tantos "buenos argentinos" al tiempo que se señalaba
    compungidamente la pena por lo que le pasaría al
    país en el futuro, dado que "los negros de mierda" se
    quedaban.

    La
    Constitución entuavía no
    llegó

    Relata Jorge
    Abelardo Ramos en Revolución y contrarrevolución
    en la Argentina
    un episodio acaecido en 1905, cuando el
    Presidente Quintana cansado de que las cámaras
    legislativas no trataran los proyectos de
    leyes que enviaba, procedió a clausurar el Congreso. Esto
    produjo una gran conmoción. Una multitud se agolpó
    frente al Palacio Legislativo. Un diputado
    histriónicamente preguntaba a los gritos: –¡la
    Constitución, ¿donde está la
    Constitución?!
    Un soldado del cuerpo de bomberos de
    facción frente al edificio lo escuchó y
    burlonamente le contestó: –entuavía no
    llegó-.

    Este suceso
    refleja la indiferencia con la que buena parte de los sectores
    subalternos asumían el proceso institucional. La
    Constitución que entre sus funciones fundamentales
    tenía la de crear ciudadanía era objeto de esta
    mofa. La razón última de estas ironías se
    encontraba en la dicotomía entre una normativa igualitaria
    e integradora, y una práctica decididamente restrictiva
    que hacía del fraude electoral
    una herramienta fundamental de la vigencia y reproducción
    del régimen oligárquico fortalecido especialmente a
    partir de 1880. Régimen falaz y descreído lo
    llamará con su kraussista estilo, Hipólito
    Yrigoyen. Precisamente será éste quien
    acaudillará durante los "veinticinco años
    seculares", un movimiento cuya bandera más significativa
    (en esencia tal vez la única), será la plena
    vigencia de la Constitución Nacional. Entienden los
    hombres del radicalismo que el fraude es una anomalía que
    no está prescripto en la Carta Magna sino que atenta
    contra el espíritu de la misma.

    Es una
    afirmación discutible. Los Constituyentes de 1853 (y su
    tucumano numen inspirador) no creían en el sufragio
    universal como medio de representación política. El
    Preámbulo lo expresa claramente: "el pueblo no delibera ni
    gobierna sino por medio de sus representantes". Y como
    éstos eran elegidos mediante componendas entre los
    distintos sectores de poder, deliberaban y gobernaban las
    minorías con el pueblo ausente. La chusma y el populacho
    debían ser excluidos dando paso a la inteligencia y
    la fortuna. Esa adjetivación tenía un claro sentido
    restrictivo para los hombres de la
    Organización Nacional.

    Es evidente que la
    sociedad argentina fue cambiando a lo largo de esa segunda mitad
    del siglo XIX. Aunque en esencia es igualmente burda la
    paródica opción de los soldados de Urquiza por
    candidatos tales como "Felipe Lotas" o "Serapio Ludo" en 1852,
    con el acaparamiento de libretas electorales por parte del
    pintoresco Cayetano Ganghi (un cololichesco "caudille positive"
    que orgulloso de su eficiencia le
    muestra a Carlos Pellegrini un cajón repleto de libretas
    incautadas, listas para ser utilizadas a favor del mejor postor),
    el contexto no es el mismo. Las revoluciones
    vico-militares de 1890, 1893 y 1905 se ocuparon de
    recordar a las élites que el pueblo quería
    participar de la cosa pública mediante la pureza del
    sufragio.

    Tal vez hablar de
    pueblo de modo genérico tal vez sea inapropiado. Si se
    puede afirmar que a principios del siglo XX ha aparecido un nuevo
    actor social constituido por los sectores en ascenso, esos
    segmentos de una creciente clase media hija en gran parte de la
    inmigración (con el aditamento de argentinos viejos) que
    no encuentran un espacio político en correlatividad con el
    lugar que ya ocupan en el espacio social.

    El hecho de elevar
    estos sectores a la Constitución como emblema de su causa
    nos indica el valor
    simbólico que va adquiriendo la Carta Magna más
    allá de la intencionalidad originalmente restrictiva de
    sus redactores.

    Este conflicto se
    resolverá parcialmente cuando los sectores más
    lúcidos del régimen descompriman la
    situación al votar en 1912 la ley de sufragio universal
    con padrón militar para los ciudadanos varones. Pero como
    una endemia similar a las plagas de langosta que por esos
    años azotaban nuestros campos, el fraude retornará
    con virulencia en la década de 1930. Realizado en algunos
    casos en nombre de los principios constitucionales. Tal el
    llamado "fraude patriótico" ejecutado por los
    conservadores para evitar el retorno de la "chusma
    radical".

    La Reforma del Chaucha

    El 3 de septiembre
    de 1948 Perón anunció al país la
    próxima Reforma de la Constitución Nacional. El 24
    de enero de 1949 quedó constituida la Convención
    Reformadora, presidida por el coronel domingo Mercante. La
    oposición radical negó validez a la
    Convención y se retiró de la misma Por lo tanto el
    9 de marzo de 1949 se aprobaron sin disenso, discusión o
    debate, las Reformas propuestas.

    Las principales
    Reformas incorporadas incluían los derechos del
    trabajador, la familia y
    la ancianidad, el derecho a la propiedad privada con una función
    social y el capital al servicio de la
    economía
    nacional. Por el artículo 40 se nacionalizaban los
    minerales, las
    caídas de agua, los
    yacimientos de petróleo, de carbón y de gas y las
    demás fuentes de
    energía exceptuando los vegetales. Se estatizaban
    también los servicios
    públicos y se prohibía su enajenación o concesión a
    particulares. .En el plano político permitía la
    reelección presidencial y constituía también
    a la Suprema Corte de Justicia como un tribunal de
    casación.

    Para los
    opositores el único sentido de la Reforma obedecía
    a posibilitar la reelección del Presidente Perón.
    Lo demás era pura hojarasca. Hermosas declaraciones que
    envolvían en una épica nacionalista y soberana el
    espinoso asunto de la reelección.

    El artículo
    más revolucionario de esa Reforma es el número 40
    que declara de propiedad exclusiva del estado argentino, al
    subsuelo nacional. Lo que en buen romance significaba que
    el
    petróleo no podía ser explotado por el capital
    extranjero. El artículo 40 era el símbolo
    máximo de la soberanía que proclamaba el peronismo. Cuando
    el mismo es aprobado por la Asamblea Constituyente, Arturo Sampay
    llama emocionado al presidente de la Nación para darle la
    buena nueva. Sin embargo, éste le contesta lo siguiente:
    "-Lo que yo quiero saber es si ya aprobaron el tema de la
    reelección. Lo demás es puro papel"
    . Y agrega:
    "-o usted nos cree tan pelotudos que por más que lo
    pongamos en la Constitución, nos vamos a enfrentar al
    gobierno de Estados Unidos por el tema del petróleo".

    Sampay e Italo
    Luder desempeñaron en la ocasión el mismo rol que
    Gorostiaga y Gutiérrez casi un siglo antes. El nivel del
    resto de los convencionales dejó mucho que desear, medido
    esencialmente en el nivel de sofisticación de los modos
    políticos que el país había alcanzado. Ni
    siquiera se cuidaron las formas en la elección de los
    mismos. Algunos de ellos estaban ubicados en las fronteras de la
    picaresca, la delincuencia o
    el ridículo. Así, en la primera sesión un
    convencional por el bloque peronista, pidió la
    destitución del gobernador de la provincia de Buenos Aires
    y presidente de la Convención Constituyente, Domingo
    Mercante. Interrogado como podía pedir eso siendo parte
    del bloque oficialista, aclaró que el en realidad era
    radical, viajante de comercio y le había ganado jugando al
    truco el lugar en la lista al verdadero candidato.

    Tal vez el
    paradigma de todo este embrollo lo constituya la figura de
    Antonio López Quintana, alias "el Chaucha". Llegó a
    convencional sin que fuera impedimento que tuviera en su haber
    varias entradas por infracción a la ley de juegos y
    tiroteos varios. En 1952 atacó a balazos a un diputado, en
    1969 cayó en un enfrentamiento con la policía
    bonaerense en el Tigre. En ese momento su prontuario registraba
    delitos contra
    la propiedad, juegos de azar, tráfico de drogas, etc.
    Con sentido de revancha evidente el diario La Prensa le
    dedicó una editorial a la muerte de
    "el Chaucha" al denominarlo personaje simbólico de la
    Constitución de 1949. Era esta una apreciación
    falaz y tendenciosa. El manejo clientelar y el turbio maridaje
    con el hampa y el lumpenaje es de larga data en la historia
    política argentina. ¿Quién podría
    entonces horrorizarse y tirar la primera piedra?

    No seguramente los
    sectores conservadores con una larga tradición en utilizar
    elementos de acción, de Juan Moreira a
    Ruggierito.

    Tampoco lo
    podrían hacer los radicales que se retiraron de la
    Convención como campeones del civismo y de la pureza de
    las prácticas políticas. No eran precisamente
    inmaculados los intereses que, por ejemplo en nuestra zona,
    unían a dirigentes radicales como Juan Cepeda con
    elementos de acción tales como el paisano
    Díaz
    , un tenebroso explotador de mujeres hoy
    insólitamente reivindicado por la "rosarinada", ese
    deleznable movimiento local que ensalza y eleva a paradigma
    referencial a cuestionables personajes telúricos,
    simplemente por eso, por ser "de acá".

    Reformas, parches y
    remiendos entre torturas y proscripciones:

    Los avatares de la
    política argentina llevaron a que en 1955 la
    autodenominada Revolución Libertadora derogara las
    reformas de 1949 restableciendo el texto constitucional anterior
    a las mismas. Luego una Convención reunida en 1957
    introdujo algunas de las pautas sociales ya implementadas en
    1949. Inspirada en la Constitución italiana de diez
    años atrás, la Reforma de 1957 introdujo en la Ley
    Suprema el salario
    mínimo, vital y móvil; impulsó la
    participación de los trabajadores en al dirección y ganancias de las empresas,
    limitó la jornada laboral,
    reconoció constitucionalmente a los sindicatos,
    enunció el derecho de huelga,
    afirmó principios de seguridad, etc. Especialmente el
    artículo 14 bis (o catorce nuevo como gustan de llamar los
    leguleyos) encarna esos derechos sociales. Pese a estos cambios
    introducidos, la Constitución en sí, y el respeto a la
    misma, importaba muy poco. Al punto que el llamado a elecciones
    de convencionales sirvió para un recuento globular del
    tamaño real de cada fuerza política. Recordemos, es
    pertinente hacerlo, que la Reforma de 1957 se produjo en un
    marco asordinado por fusilamientos, torturas y la
    proscripción del peronismo.

    Tal vez el mayor
    desprecio a la idea de legitimidad que la Constitución
    encarnaba esté dado por la enmienda que lleva adelante el
    gobierno de facto encabezado por Alejandro Agustín Lanusse
    en 1972. Dispuso manu militari reformas, agregados o
    suspensiones temporarias de varios artículos.

    Le dejo un abrazo,
    general…

    Finalmente
    llegó la larga noche del Proceso Militar donde la
    Constitución fue tirada literalmente a la basura. Se
    instituyó mano militari que las Actas del Proceso
    tenían preeminencia sobre la Carta Magna. De este modo al
    mismo tiempo prístino y feroz, los pretores establecieron
    que ni siquiera en el marco meramente teórico acataban la
    Ley Fundamental.

    Al condicionar el
    funcionamiento constitucional a los estatutos por ella dictados,
    la dictadura se arrogó impunemente el rol de "soberano".
    Este rol, que lamentablemente desde nuestro hoy, buena parte de
    la dirigencia política de la época le
    reconoció tácita o implícitamente,
    convertía al gobierno militar en fuente de juridicidad, en
    virtud de la cual la legalidad que de el dimanaba se colocaba por
    encima de la legalidad constitucional.

    Ese rol
    había sido asumido por las Fuerzas Armadas antes del golpe
    mismo. Hacia 1975 la clase política toda se tornaba
    impotente al no poder controlar la violencia generalizada que se
    daba en medio de la quiebra final del
    modelo redistributivo. La sociedad civil ya no creía en
    una recomposición dentro de los marcos institucionales y
    miraba expectable a las Tres Armas. El propio
    partido gobernante, desquiciado por sus luchas faccionales,
    había abandonado toda vocación de mediación
    política, asumiendo implícitamente su imposibilidad
    de dar respuesta a hechos que consideraba inabordables. Es en
    este contexto en que debemos entender la forma vergonzosa en que
    el gobierno civil peronista dejó librada la
    represión en Tucumán al exclusivo arbitrio de la
    cúpula militar, lo que permitió trasladar la figura
    del "soberano" a la misma. En ese estadio había que dar
    solo un pequeño paso a la represión generalizada:
    todo aquel que no acepte al "soberano" y las medidas que este
    dicte se convierte inmediatamente en un enemigo sin derechos. La
    primera etapa de la dictadura se caracterizó por una
    militarización casi total de la sociedad, que pasivamente
    en general aceptó el clima de guerra
    que se le impuso. Al respecto se torna pertinente la
    definición de Carl Schmitt:
    "la guerra es un terreno apropiado…con el pretexto de
    restablecer el orden, se ejerce un poder ilimitado y a lo que
    antes se llamaba libertad se llama ahora motín y
    desorden"

    Camino a Santa Fe pactando por
    Olivos.

    Sin embargo este
    manifiesto desprecio por la ley fue generando, tímidamente
    al principio, decididamente después, una reacción
    de signo contrario en la población. Poco a poco entre las
    tinieblas, la gente buscó una luz de esperanza en esa
    Vieja Dama Indigna con la que había tenido en el pasado
    una relación a veces ambigua, a veces tortuosa y las
    más de las veces de indiferencia.

    Por primera vez en
    la historia argentina lo institucional fue valorizado por vastos
    sectores del pueblo argentino. Al punto que con la
    restauración democrática de 1983 el candidato
    finalmente triunfante, Raúl Alfonsín,
    recorrió en campaña electoral todo el país
    convocando multitudes inimaginables hoy, recitando el
    Preámbulo de la Constitución.

    En 1994 afianzado
    el sistema institucional y ya a salvo de asonadas e intentonas
    golpistas, la Constitución es nuevamente reformada. Se
    monta toda una misa en escena para darle al boato necesario.
    Actos y reuniones se suceden en Santa Fe, Paraná y
    finalmente la nueva Constitución es promulgada en el
    Palacio San José de Concepción del Uruguay. La
    reforma en sí agregó principios de distinto
    carácter, incluso aquellos de carácter
    extranacional como la adhesión al Pacto de San José
    de Costa Rica. Se
    incorporan instrumentos tales como el de la consulta popular
    vinculante y se hace una defensa taxativa en el texto
    constitucional de la defensa de la democracia, la ética y
    los derechos de sectores tan disímiles como los
    aborígenes, los usuarios y los consumidores.

    Todo muy bonito,
    muy positivo pero en definitiva un gran enmascaramiento tras
    bellos principios del objetivo principal de la reforma: la
    reelección presidencial y el afianzamiento de la clase
    política como tal. Esto fue percibido rápidamente
    por la opinión
    pública al considerar la reforma constitucional como
    el emergente del llamado Pacto de Olivos establecido entre los
    dos más importantes popes de la política argentina:
    el presidente Menem y el ex
    presidente Alfonsín.

    "Tengo derechos porque soy argentino hasta la
    muerte"

    Hemos ido
    historiando el proceso de construcción y
    consolidación de nuestra Carta Magna con una visión
    crítica
    e irónica, tratando de desacralizar el contexto en que ese
    proceso se inscribió. Es obvio que toda normativa es obra
    del espíritu humano. Tras lo aparentemente más
    excelso y más justo de la Ley se oculta la intencionalidad
    de los hombres que la formulan.

    Eso en cuanto a
    quienes a lo largo de éste siglo y medio escribieron y
    reformularon en las sucesivas Reformas citadas. Pero hemos
    encabezado este ensayo a modo
    de introducción haciendo referencia a los
    actores sociales subalternos. Consideramos que tal
    categoría involucra en nuestro hoy a la gran
    mayoría de los argentinos. A esos ciudadanos a los que la
    Constitución ayudó a crear en tal carácter.
    Subalternos porque no han tenido participación activa en
    la formulación de las reformas constitucionales.
    Utilizando términos tan caros a algunos historiadores como
    centro y periferia, es la gente común la que actúa
    en este último carácter rodeando de modo satelital
    el núcleo conformado por la Constitución, los
    constitucionalistas, los cientistas políticos y todos
    aquellos que hacen del estudio y análisis del articulado de nuestra Ley
    Fundamental, una especialidad.

    Y a esa gente, a
    ese nosotros, recurrimos los autores de este ensayo para tratar
    de desentrañar la relación que la une (sus
    pequeños amores) o desune (sus pequeños problemas) con
    la Constitución. O expresado de otra forma, ver el grado
    de inscripción simbólica que asume nuestra Carta
    Magna en el imaginario colectivo.

    No somos
    cientistas políticos, tampoco sociólogos ni doctos
    encuestadores. Recurrimos entonces desde nuestra cuasi universal
    ignorancia de historiadores al sentido común general,
    aplicando este a un cuestionario
    conformado por siete preguntas que le presentamos a veinte
    personas en forma individual, garantizándoseles el
    anonimato -y va de suyo- la absoluta libertad en las respuestas.
    Encuadramos a grandes rasgos a los encuestados en lo que se puede
    definir muy genéricamente como los sectores bajos y medios
    de la clase media: estudiantes, profesionales, empleados,
    comerciantes, amas de casa. Con gran diversidad etaria, tal vez
    su punto en común sea su residencia actual en las ciudades
    de Rosario o Arroyo Seco. Lo cual no implica condición de
    rosarinos o arroyenses para todos ellos. También
    entrerrianos, misioneros, santafesinos integran esta veintena.
    Detallamos a continuación de la manera más sumaria
    posible, las preguntas y sus respuestas:

    En primer
    término se les preguntó si consideraban que como
    ciudadanos gozaban de derechos. De forma abrumadora (17 a 3) la
    mayoría contestó afirmativamente.

    Luego se les
    preguntó acerca de cuales eran esos derechos. Las
    respuestas fueron variadas, pero en general (14 sobre 20)
    remitieron a alguno/s de los establecidos en la
    Constitución. Pero solo 3 encuestados hicieron referencia
    específica a la Constitución.

    En cambio en la
    tercera pregunta: ¿por qué cree usted que tiene
    esos derechos?, la mitad de los encuestados consideró
    tenerlos porque se los otorga la Constitución. En dos
    casos, remitieron el origen de esos derechos a la nacionalidad
    antes que a la normativa. Testimonio de N.P.B, nivel secundario,
    empleado, 64 años: "tengo derechos porque soy argentino y
    amo a mi país".

    Testimonio de
    H.V., nivel primario, empleado, 62 años: "tengo derechos
    porque soy argentino hasta la muerte". Posiblemente esta
    enfática expresión remite concientemente o no en el
    testimoniante al título de una canción puesta de
    moda a principios
    de los años 70 por el teatralmente desaforado Roberto
    Rimoldi Fraga, un cantor enrolado en la más cerril derecha
    nacionalista. Paradójicamente, nuestro entrevistado se
    define como liberal, comprometido "desde siempre" con los
    postulados de la Unión Cívica Radical.

    Ambos
    testimoniantes se ubican en el extremo más alto de la
    franja etaria del grupo de entrevistados.

    La siguiente
    pregunta fue: ¿qué idea tiene de la
    Constitución Nacional? Las respuestas fueron en general de
    una vaguedad extrema. "Alguna vez la leí", "no se me
    ocurre nada", "no recuerdo", "se algunas cosas, pero muy pocas",
    etc. Un solo testimoniante: J.E.F.F., arquitecto, 45 años,
    afirmó tener "un buen conocimiento".

    Luego se
    interrogó acerca de si en la vida cotidiana, la
    Constitución estaba presente o no. Las respuestas fueron
    afirmativas y negativas por mitades.

    A la siguiente
    pregunta sobre si consideraba que la Constitución era
    justa, 10 testimoniantes afirmaron que si, 7 que no y 3 no
    supieron o quisieron dar una respuesta sobre el
    particular

    La última
    pregunta que se les hizo fue acerca de que les gustaría
    agregar, sacar o modificar a la Constitución. La
    mayoría (17 sobre 20) contestó de modo ambiguo,
    genérico o negativo: "no se me ocurre nada", "no me
    interesa mucho el tema", "no puedo contestar porque no lo
    sé", "muchas cosas", "la dejaría como está",
    "me declaro ignorante en este punto", "ni idea".

    Sintomáticamente los testimoniantes restantes, desean
    modificar la Carta Magna, no para darle mayor amplitud sino para
    hacer más restrictiva su normativa. Dos de ellos lo
    expresan taxativamente: "agregar la pena de
    muerte", "pena de muerte a ciertos delitos". El tercer
    encuestado nos da en principio una propuesta progresista.
    "más derecho a los pobres", aunque agrega "pero cuidado, a
    la gente pobre pero honrada". Nuevamente la tensión ya
    expresada entre integración y exclusión. Incentivado
    por un discurso mediático fundado en un contexto real de
    inseguridad y
    creciente marginalidad.

    La Constitución y la
    gente. Una difusa omnipresencia.

    Hecha y presentada
    la encuesta,
    algunas conclusiones. La mayoría cree que tiene derechos.
    No necesariamente relacionan directamente los mismos con la
    Constitución. Aunque "lo constitucional" esté
    rondando el sentido de las respuestas. La Ley hace al derecho del
    ciudadano. El ciudadano es producto de
    esa Ley. Aunque tenga una idea muy vaga (o ninguna) de la Ley
    Suprema. La mitad de los encuestados consideró que la
    Constitución estaba presente en su vida cotidiana. Igual
    proporción consideró que la Constitución era
    justa. En este estado resulta pertinente una pregunta: ¿la
    botella esta medio llena o medio vacía? El empate debe ser
    visto en el contexto de actualidad. Así la euforia
    institucional del regreso a la democracia de 1983, con un
    Alfonsín recitando el Preámbulo ante las
    multitudes, esa mitad hubiese significado que la botella estaba
    media vacía. Creemos que en nuestro hoy la botella
    está medio llena. Pese al descrédito de la clase
    política, de "lo político" en forma
    genérica, la mitad de los encuestados considera que, la
    Constitución simboliza la Justicia. Y que de diversas
    formas está presente en su vida cotidiana. Y la inmensa,
    la abrumadora mayoría muestra un asimétrico respeto
    por nuestra sesquicentenaria Carta Magna. "No se le anima" a la
    misma. Agregarle o sacarle artículos no es tarea de los
    encuestados. Tal vez de nadie. El tiempo anquilosa y sacraliza a
    la Constitución Nacional. Ciento cincuenta años de
    una Vieja Dama Indigna que a diferencia de la que creara el
    dramaturgo Bertold Brecht, no contribuye a modificar el sentido
    común del que, muy a menudo, la gente se siente orgullosa
    pero que puede responder a la costumbre, los prejuicios y las
    falsas apreciaciones.

    Costumbres,
    prejuicios y falsedades cimentando un imaginario largamente
    elaborado desde el arriba y al que el abajo (en este caso, todos
    nosotros) debemos darle un nuevo sentido. Porque (en obvia
    paráfrasis serratiana) detrás de los
    preámbulos, de los convencionales, detrás de los
    incisos y el articulado, detrás…detrás esta
    la gente.

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    Historia. Universidad
    Nacional de Rosario

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