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Participación: una visión Humanista Cristiana




Enviado por l_quezada



    Un filósofo griego planteaba que el hombre
    sabio no debe abstenerse de participar en el gobierno del
    Estado, pues
    es un delito renunciar
    a ser útil a los necesitados y una cobardía ceder
    el paso a los indignos.

    Pero, ¿qué es participar? Busqué en
    el Diccionario y
    encontré que participar es "tomar o tener parte en algo",
    así como en una sociedad o
    negocio.

    Una definición más satisfactoria, a mi
    juicio, es la que propone un texto de la
    Universidad
    Popular Autónoma del Estado de Puebla, que señala
    que "Participar es tomar parte activa en algo común,
    intervenir, colaborar en algo que es obra conjunta de varios".
    Participar, entonces, implica necesariamente dos componentes: uno
    de carácter subjetivo "yo me siento parte de
    algo"; y el segundo tiene que ver con una mirada desde la
    propiedad:
    "esto es mío, me pertenece".

    Cuando reflexionamos sobre la crisis de
    participación se dan estos dos elementos. Muchos,
    particularmente los jóvenes y los sectores marginados, no
    sienten que el país, la comuna, o el barrio, les
    pertenecen, menos la historia. Se sienten "al
    margen". Consideran que su presencia, su voto o su opinión
    no valen y que no "cambiará nada".

    En el Magisterio de la Iglesia hay un
    cuerpo de conceptos claves al respecto, y que nos hacen entender
    a la participación en forma integral. En primer lugar, la
    naturaleza
    social del hombre. En
    efecto, ya en el Génesis, Dios mismo tras crear al hombre
    señala que "No es bueno que el hombre esté solo".
    Resulta obvio que nuestra especie no pudo subsistir sino unido a
    otros, de otra forma se hubiese extinguido hace mucho rato. Es
    evidente que tuvo que unir esfuerzos junto a otros para
    sobrevivir.

    Al mismo tiempo, cabe
    destacar otro elemento clave de la naturaleza
    humana, que es producto de
    haber sido creado "a imagen de Dios",
    su dignidad, y
    por tanto portador de derechos que tienden a su
    perfeccionamiento.

    Efectivamente, uno de ellos es la participación,
    en cuanto es una aspiración y una necesidad de la persona humana,
    que debe ser respetada, permitida y perfeccionada, en cuanto
    representa, en último término, la
    realización y perfección de cada ser humano.
    Debemos señalar que la participación es un derecho
    y un deber que para un cristiano debe estar inspirada por la fe y
    la ética
    cristiana. La ética cristiana nos obliga a ejercer
    nuestras responsabilidades, grandes o pequeñas, con la
    mejor información posible y con la
    intención de favorecer el bien común integral de
    los conciudadanos.

    Por otra parte, a los que ejercen las decisiones
    políticas les obliga a tener siempre como
    objetivo de
    sus decisiones el bien común, librándose de la
    tentación de utilizar los recursos del
    poder o de la
    autoridad para
    favorecer intereses particulares y privados, ya sean personales o
    partidistas. Solamente la ordenación al bien común
    legitima el ejercicio de la autoridad tanto en el orden
    legislativo como en el ejecutivo o en el judicial.

    La participación es un derecho y un deber que
    debe ejercitarse de manera responsable, es decir, con la
    más alta preparación técnica, profesional,
    científica y cultural (Pacem in Terris
    147-148).

    En este sentido, participación se entiende como
    "el compromiso voluntario y generoso de la persona en los
    intercambios sociales" (Catecismo 1913), así como, la
    serie de "actividades mediante las cuales el ciudadano, como
    individuo o
    asociado a otros, directamente o por medio de los propios
    representantes, contribuye a la vida cultural, económica,
    política y
    social de la comunidad civil a
    la que pertenece" (Compendio DSI 189).

    Se hace necesario, por tanto, que todos participen, cada
    uno según el lugar que ocupa y el papel que
    desempeña, promoviendo el bien común. Los
    ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida
    pública. Es consustancial a su dignidad, el derecho a
    tomar parte activa en la vida pública y contribuir al bien
    común.

    Tal como lo señalaba Pío XII "el hombre,
    como tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la
    vida social, es por el contrario, y debe ser y permanecer su
    sujeto, fundamento y fin" (Radio mensaje
    1944). Pero la participación no puede ser limitada a un
    contenido particular de la vida social, sino que tiene un
    carácter integral, tal como hemos
    señalado.

    Este principio no sólo está asociado a la
    llamada participación social o comunitaria, sino
    también en la participación económica, es
    decir, de los trabajadores en la gestión
    y en las utilidades de las empresas, y de
    quienes menos poseen, individuos o países,
    condición necesaria para la justicia
    social, condición ligada al bien común y al
    ejercicio de una autoridad que reconoce y promueve los derechos
    de la persona. Tal como lo señalaba Mater et Magistra
    "consideramos que es legítima en los obreros la
    aspiración a participar activamente en la vida de las
    empresas, en las que están incorporadas y
    trabajan.

    No es posible prefijar los modos y grados de tal
    participación, pues se hallan en relación con la
    situación concreta que cada empresa presente;
    situación, que puede variar de una empresa a
    otra, y que en lo interior de cada empresa está sujeta a
    cambios, a menudo rápidos y fundamentales.

    Creemos, sin embargo, oportuno llamar la atención sobre el hecho de que el problema
    de la presencia activa de los obreros existe siempre, sea
    pública o privada la empresa; y, en
    cada caso, se debe tender a que la empresa llegue a ser una
    verdadera asociación humana, que con su espíritu
    influya profundamente en las relaciones, funciones y
    deberes de cada uno de sus individuos".

    Parece confirmado por la experiencia que el desarrollo
    económico está cada vez más condicionado
    por el hecho de que sean valoradas las personas y sus
    capacidades, que se promueva la participación, se cultiven
    más y mejor los conocimientos y las informaciones y se
    incremente la solidaridad (Juan
    Pablo II Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 8 de
    diciembre de 2000).

    Efectivamente, este principio de Justicia Social que se
    origina ya desde los primeros versículos de la Biblia y
    que la Doctrina Social de la Iglesia ha destacado a partir de sus
    primeros documentos se
    basa -entre otros- en el Destino Universal de los Bienes.

    El Catecismo, al respecto, señala "Al comienzo
    Dios confió la tierra y
    sus recursos a la
    administración común de la humanidad para que
    tenga cuidado de ellos, los domine mediante su trabajo y se
    beneficie de sus frutos (cf Gn 1,26–29). Los bienes de la
    creación están destinados a todo el género
    humano. Sin embargo, la tierra
    está repartida entre los hombres para dar seguridad a su
    vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia"
    (Catecismo 2402).

    El Magisterio de la Iglesia, al respecto ha
    señalado desde hace mucho tiempo sobre la propiedad, que,
    si bien, la apropiación de bienes es legítima para
    garantizar la libertad y la
    dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus
    necesidades fundamentales y las necesidades de los que
    están a su cargo (Cat. 2402), existe sobre ella una
    "hipoteca social" (Enc. Sollicitudo rei sociales 42), es decir
    que, la tradición cristiana no acepta el derecho a la
    propiedad privada como absoluto e intocable, al contrario siempre
    ha expresado que la propiedad privada es "en su esencia,
    sólo un instrumento para el respeto del
    principio del destino universal de los bienes, y por lo tanto, en
    último análisis, un medio y no un fin" (Compendio
    DSI 177), y por tanto sujeta a un fin social, cual es el bien
    común, vale decir, "el conjunto de condiciones de la vida
    social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus
    miembros el logro más pleno y más fácil de
    la propia perfección" (Comp. DSI 164).

    Hemos hecho mención la participación como
    "actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o
    asociado a otros, directamente o por medio de los propios
    representantes, contribuye a la vida cultural, económica,
    política y social de la comunidad civil a la que
    pertenece". De ello se deducen un par de temáticas que
    analizaremos. En primer lugar, la participación política.

    Al respecto, la participación política es
    perfectamente conforme con la naturaleza humana. Las estructuras
    jurídico-políticas deben ofrecer a todas las
    personas el derecho y el deber de participar en el diseño
    de la comunidad política, el gobierno, las instituciones,
    las elecciones de los gobernantes (Gaudium et Spes,
    Nº 75). La participación política implica
    hacerse parte de las decisiones y responsabilidades
    consiguientes. Las decisiones son importantes para todos, porque
    condicionan la vida, no sólo la de hoy sino la de
    mañana también, y no es entonces justo desconocer
    la legítima aspiración de los seres humanos a
    participar, con responsabilidad y conocimiento,
    en esas decisiones (Oct. Adv., N° 47; Conf. Episc.,
    francesa, 30-10-72; Mater et Magistra, p. 144). El problema es
    que, tal como lo decía Jacques Maritain hace más de
    medio siglo "La tragedia de las democracias modernas consiste en
    que ellas mismas no han logrado aún realizar la democracia". A
    ello se añade "el escándalo de las irritantes
    disparidades no sólo en el goce de los bienes, sino,
    aún más, en el ejercicio del poder.

    Mientras en algunas regiones una oligarquía goza
    con una refinada civilización, el resto de la población, pobre y dispersa, se halla "casi
    privada de toda iniciativa y de toda responsabilidad propias, por
    vivir frecuentemente en condiciones de vida y de trabajo indignas
    de la persona humana" (Populorum Progressio, 9).

    El orden político democrático reconoce y
    respeta la participación política, sino pierde su
    sentido y se agota. La historia de la democracia, en este
    aspecto, es la historia del reconocimiento, ampliación y
    perfeccionamiento de la participación política
    libre e igualitaria.

    De esta forma, los mecanismos de participación en
    el régimen político democrático están
    íntimamente ligados a otros aspectos de la democracia,
    como el reconocimiento y respeto de los derechos fundamentales de
    la persona humana, el principio del consentimiento voluntario, la
    responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados y el
    principio de que la mayoría manda y se respetan las
    minorías.

    El Papa Benedicto XVI recientemente ha señalado
    que "el ejercicio de una verdadera democracia" que, "por la
    participación del pueblo, lleva a cabo el gobierno de una
    nación
    cuando se inspira en los valores
    supremos e inmutables y hace posible que el acervo cultural de
    las personas y el progresivo desarrollo de
    la sociedad responda a las exigencias de la dignidad humana".
    Según el obispo de Roma "la paz es
    el primero y sumo bien de una sociedad; supone la justicia, la
    libertad, el orden y hace posible todo otro bien de la vida
    humana".

    Citando a Juan Pablo II, ha advertido asimismo que "una
    democracia sin valores se
    convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto,
    como demuestra la historia, puesto que, sin una verdad
    última que guíe y oriente la acción
    política, las ideas y las convicciones humanas pueden ser
    instrumentalizadas fácilmente para fines de poder"
    (Discurso al
    embajador de Paraguay,
    2005).

    En efecto, el desafío de un modelo de
    desarrollo que pretenda armonizar lo económico, lo social
    y lo ambiental requiere de estructuras de gobierno aptas para
    abordar esta complejidad, a la vez que una activa participación ciudadana en las cuestiones
    públicas. La participación de la sociedad civil en
    las decisiones sobre el desarrollo es fundamental para lograr
    soluciones
    duraderas y viables.

    La vida democrática moderna requiere de un rol
    cada vez más activo de la población. La idea de que
    los gobernados sólo actúan cuando se trata de
    elegir y luego, valga la redundancia, son gobernados por otros
    sin que exista posibilidad alguna de interactuar con los
    gobernantes, ha quedado agotada. Ahora, al concepto de
    democracia representativa se le agrega la calificación de
    participativa.

    En este sentido, además, tal como lo
    señaló Juan Pablo II, y lo reafirma Benedicto XVI,
    la democracia necesita de la virtud, si no quiere ir contra todo
    lo que pretende defender y estimular.

    Nadie puede restarse de la construcción del bien común, es
    más, nadie puede afirmar como Caín: "No sé.
    ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?" (Gen. 4,9). Cada
    uno está llamado a "colaborar, según las propias
    capacidades en su consecución y desarrollo" (Comp. DSI
    167). Los cristianos no pueden desentenderse de la
    participación en la política como un medio
    inevitable de ejercer la caridad con el prójimo. "El
    criterio básico de la participación de los
    cristianos en la vida política ha de ser siempre la
    consecución del bien común, como bien de todos los
    hombres y de todo el hombre". (Simposio De
    Doctrina Social De La Iglesia en el 40º Aniversario de Pacem
    in Terris, Conferencia
    episcopal española, 2003).

    Como la construcción del bien común es una
    tarea de todos y cada uno, cabe referirnos al principio de
    subsidiaridad, que implica que "una estructura
    social de orden superior no debe interferir en la vida
    interna de un grupo social
    de orden inferior, privándola de sus competencias,
    sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y
    ayudarla a coordinar su acción con la de los demás
    componentes sociales, con miras al bien común" (CA 48;
    Pío XI, enc. "Quadragesimo anno").

    La subsidiaridad estatal comprende en relación
    con los cuerpos intermedios, una doble función:
    Negativa: aquello que los individuos particulares pueden hacer
    por sí mismos y con sus propias fuerzas, no se les debe
    quitar y entregar a la comunidad, es decir que ni a las
    agrupaciones superiores ni al Estado les compete absorber o
    destruir la actividad de las inferiores, y Positiva: las
    autoridades en virtud de este principio deben tender a favorecer
    y a auxiliar, así como también a fomentar,
    estimular, ordenar, fiscalizar, suplir y completar a los cuerpos
    intermedios, como la familia,
    los grupos, las
    asociaciones, las realidades territoriales locales (los
    municipios en nuestro caso), "en definitiva, aquellas expresiones
    agregativas de tipo económico, social, cultural,
    deportivo, recreativo, profesional, político, a las que
    las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible
    su efectivo crecimiento social" (Comp. DSI 185).

    Esta "socialización" expresa así la
    tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con
    el fin de alcanzar objetivos que
    exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades
    de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de
    responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (cf GS 25,2; CA
    12).

    Sería fácil mirar para el lado o responder
    cínicamente como Caín a la invitación a
    participar, a construir el bien común, pero de manera
    alguna puede afirmarse que no estamos convocados a trabajar junto
    con otros para construir una sociedad más
    justa.

    El Padre Hurtado en una de sus más hermosas
    reflexiones criticaba la pusilanimidad, de quien cree que no vale
    nada, o que su esfuerzo no tiene ninguna relevancia.

    El mismo Jesús, que todo lo puede, ante las
    multitudes hambrientas les dice a sus discípulos (que
    sólo tenían un par de peces
    machucados y cinco panes duros) "denles de comer" (Mt. 14, 13-21)
    haciéndolos responsables, pese a sus pobres recursos, del
    bienestar de otros, y estos pocos panes y peces en sus manos
    alimentan a millares. Esa modesta contribución deja
    satisfecho a una multitud. ¡Qué emoción le
    hubiese producido ver a ese joven deteniendo los tanques en
    Tiananmen, como diciendo "yo puedo cambiar la
    historia"!

    El mensaje de Cristo una y otra vez convoca al amor. Miente
    quien dice llamarse cristiano, o que ama a Dios y no ama a su
    hermano. Miente, quien no enfrenta al mal cuerpo a cuerpo.
    Miente, quien no tiene un gesto heroico con sus
    semejantes.

    Participar no es sólo un derecho, sino más
    aun, se nos ha dicho que nos juzgará por cuanto bien
    hicimos, así como por cuanto bien dejamos de hacer.
    "Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más
    pequeños, a mí me lo hicisteis". Lo que sembramos
    hoy, lo cosecharemos mañana.

    Como Maritain destaca insistentemente en su obra,
    más que perfección, lo que necesitamos para
    construir una sociedad mejor es, sobre todo,
    "heroísmo".

    La única garantía de que lleguemos a
    alguna parte (si es que se puede hablar de "garantías" en
    esto), está en el compromiso, en la entrega y en la lucha
    de cada uno de nosotros para poner en acción día a
    día estos principios
    conforme, sin duda, a las limitaciones de cada cual, pero
    también al esfuerzo que pongamos en ser mejores de lo que
    somos al tratar de estar a la altura de ese desafío
    (Cristianismo y
    democracia según Jacques Maritain, Angel
    Correa).

    Decía el Padre Hurtado que, "uno es santo o
    burgués, según comprenda o no esta visión de
    eternidad. El burgués es el instalado en este mundo, para
    quien su vida sólo está aquí.

    Todo lo mira en función del placer", o acaso,
    ¿estás dispuesto a vivir, como pocos, con
    heroísmo y pararte delante del mal ya sea un tanque o la
    opresión, y preguntarte, qué haría Cristo en
    mi lugar?

    Leopoldo Quezada

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