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Economía de la televisión




Enviado por juantorres@uma.es



    1. Características
      económicas de la industria
      televisiva
      .
    2. La regulación
      estatal de la industria televisiva

      .
    3. Televisión
      concurrencial: ¿solamente la privada

      ?.

    Por razones tan diversas como poco justificadas, los
    economistas no han solido prestarle a los aspectos
    económicos de las industrias
    culturales y de la televisión
    en particular una atención semejante a la que merecen otros
    sectores quizá con menor dimensión y trascendencia
    social.

    Sin embargo, es un lugar común que la industria
    televisiva moviliza enormes cantidades de recursos
    (humanos, financieros, creativos,…), que sigue atrayendo el
    mayor porcentaje de la inversión publicitaria y que la naturaleza de
    su "mercado" no es
    indiferente a relevantes problemas
    sociales, económicos, políticos o culturales
    que afectan a las sociedades
    modernas.

    Además, desde muy recientemente se vienen
    produciendo cambios muy importantes y significativos en la
    industria televisiva europea, cambios que afectan a la
    estructuración de su oferta, a la
    naturaleza de los productos
    finales que reciben los telespectadores y al grado en que pueden
    satisfacerse sus demandas.

    Como en tantos otros ámbitos de las relaciones
    sociales, los economistas pueden proporcionar criterios y
    predicciones sobre estos fenómenos que ya se van revelando
    como acertados, aunque no siempre sean asumidos por los
    políticos o los grandes empresarios del
    audiovisual.

    Características económicas
    de la industria televisiva.

    La emisión de programas de
    televisión requiere disponer de frecuencias
    adecuadas para ello. Puesto que éstas frecuencias son
    escasas, es preciso establecer un orden preciso de emisión
    que garantice la ausencia de interferencias. Como en otros casos,
    se hace necesario disponer de un sistema de
    asignación que sea lo más eficiente
    posible.

    Al igual que sucede con otros recursos escasos, las
    frecuencias podrían ser asignadas por diferentes procedimientos:
    sorteos, concesiones administrativas, discrecionalidad
    administrativa o por medio del mercado.

    Este último sistema debería ser el que, de
    conformidad con la teoría
    económica convencional, proporcionase el mayor grado de
    eficiencia.

    Sucede, sin embargo, que la televisión constituye
    -en el caso general- lo que los economistas llamamos un "bien
    público", cuya provisión no puede ser realizada
    mediante el sistema de precios de
    mercado.

    El consumo de
    televisión es "no rival", es decir, que su consumo por
    parte de alguien no impide que también lo realice otra
    persona. No se
    puede excluir del consumo a quien no hubiera pagado el precio
    impuesto a la
    recepción de una determinada emisión o programa (salvo
    en el caso todavía minoritario de la televisión de
    pago).

    Estas circunstancias hacen que el sistema de precios
    como catalizador del intercambio no garantice soluciones
    eficientes en la industria televisiva. Puesto que a nadie se
    puede excluir del consumo si no paga, muchos optarían
    -racionalmente- por no hacerlo. Eso significa que el coste
    marginal de la producción televisiva es nulo: que no hay
    coste adicional por el incremento en el consumo de un televidente
    más.

    La teoría económica predice que no se
    alcanzará el necesario nivel de eficiencia cuando el
    precio sea diferente del coste marginal y eso determina,
    según lo señalado, que para alcanzar soluciones
    eficientes de intercambio el precio de las emisiones de
    televisión debería ser también
    cero.

    Si el sistema de precios no funciona, quiere decirse que
    éstos no podrán ser el medio que permite la
    recuperación de la inversión realizada. La
    asignación de frecuencias no puede llevarse a cabo por un
    sistema de mercado, puesto que no habría precios capaces
    de reintegrar el coste que conlleva el uso productivo de la
    frecuencia.

    Esa es justamente la gran cuestión de la economía de la
    televisión: se requiere una producción muy costosa
    y se busca la rentabilidad.
    Pero el producto debe
    proporcionarse gratuitamente a los consumidores.

    Aunque el coste marginal de la emisión televisiva
    es nulo, los costes totales de su provisión son, por el
    contrario, muy elevados, como consecuencia de la necesidad de
    complejas infraestructuras y de las altas inversiones
    necesarias para llevarla a cabo. Esto provoca la existencia de
    altas barreras de entrada a los mercados y,
    consiguientemente, que se produzca una fuerte tendencia a la
    conformación de monopolios u oligopolios para poder
    así conseguir las economías de escala
    necesarias.

    La tendencia hacia la formación de mercados muy
    imperfectos se fortalece además por una
    característica singular de las mercancías
    culturales. Su realización está sujeta a una alta
    dosis de incertidumbre, como consecuencia de su caracter
    prototípico y del muy alto contenido de creación e
    investigación que incorporan.

    Finalmente, no se puede olvidar la trascendencia de la
    televisión en el mantenimiento
    de las estructuras de
    dominación política y en la
    conformación de las actitudes de
    los individuos ante el conflicto o el
    consenso social que impide que la oferta sea transparente y
    completamente libre.

    Estas características dan lugar a que la
    industria televisiva no pueda generar un mercado propio
    (entendido éste como un sistema de intercambio a
    través de los precios) y que, por tanto, las fuentes de
    financiación deban ser de "no mercado": asumidas por
    el Estado o
    grupos
    privados de capital,
    procedentes de otro mercado ajeno al ámbito estricto del
    intercambio comunicacional, como es el mercado publicitario, o
    derivadas de
    sistemas
    híbridos (como el canon) que tampoco son expresión
    fiel del sistema de precios.

    La regulación
    estatal de la industria televisiva.

    Por las razones señaladas resulta que el Estado alcanza
    a tener una función
    esencial en la ordenación de los intercambios que se
    generan en torno a la
    producción y distribución de espacios televisivos, bien
    porque las asume íntegramente como asunto de dominio
    público, bien porque establece las condiciones de entrada
    al mercado concediendo licencias de emisión, bien porque
    determina el alcance con que el mercado publicitario puede
    afectar a la industria.

    Ahora bien, aunque la regulación del mercado es
    imprescindible el alcance de la regulación del Estado no
    es siempre el mismo y, de hecho, se puede afirmar que una
    característica primordial de los diferentes sistemas
    televisivos es la diversidad de formas de regulación
    existentes.

    Mientras que (salvo en el llamado modelo
    norteamericano) el inicio de la televisión estuvo ligado a
    su concepción como servicio
    público y la financiación asegurada por los propios
    Presupuestos
    del Estado (bien en su totalidad, bien asumiendo los
    déficits generados), diversas circunstancias han
    modificado este sistema en los últimos años, hasta
    el punto de que hoy día apenas si quedan ofertas
    televisivas de titularidad exclusivamente
    pública.

    Entre ellas destaca el que la aplicación
    generalizada de tecnologías de la información a los sistemas productivos ha
    modificado las condiciones de realización de las
    mercancías. Se dispone de mucha mayor versatilidad en la
    producción de casi todas ellas y la competencia por
    medio de los precios se ha sustituído -en una gran medida-
    por la competencia mediante la imagen de
    producto. Ello hace más necesario desarrollar estrategias de
    penetración en el mercado. Se multiplican las exigencias
    de "imaginación" de los productos por los consumidores y
    de generación de nuevas necesidades. Eso ha hecho de la
    publicidad un
    recurso estratégico, muy necesario para la
    rentabilización y, en consecuencia, altamente
    rentable.

    Este impulso del mercado publicitario trajo consigo la
    posibilidad de financiar un mayor volumen de
    espacios audiovisuales como soporte de mensajes publicitarios, lo
    que hacía más segura la inversión en la
    industria a la par que ofrecía umbrales de rentabilidad
    más atractivos.

    Además, el desarrollo
    tecnológico ha abaratado también de forma notable
    la infraestructura necesaria para la codificación que es necesaria para el
    desarrollo de la televisión por suscripción o de
    pago.

    En definitiva, se han multiplicado las posibilidades de
    beneficio en el sector audiovisual, posibilidades que, durante
    muchos años, no se basaron más que en la venta de
    aparatos. Ahora se han abierto nuevas y quizá definitivas
    posibilidades para recuperar inversiones y obtener rendimientos
    para el capital privado.

    Es en paralelo con estas circunstancias que se viene
    llevando a cabo un amplio proceso
    (convencionalmente denominado "desregulador") tendente a
    favorecer la participación o penetración del
    capital privado en éstos nuevos mercados y que ha puesto
    en crisis el
    modelo televisivo de servicio público.

    Lo que generalmente se conoce como desregulación
    es más bien una regulación de diferente alcance (o
    una "desestructuración del sector
    público" como dice Miége), no menos
    intervencionista pero en un sentido ordenador radicalmente
    distinto. No se trata en modo alguno de que el sistema
    audiovisual pase a ordenarse autónomamente (que quede
    desregulado en sentido estricto) sino de que el Estado establezca
    las condiciones para que los intereses del capital privado puedan
    beneficiarse de expectativas de beneficio antes inexistentes. Y
    para lo cual, en ausencia del mecanismo de precios, sigue siendo
    necesaria una regulación precisa del Estado.

    Una primera fase de esta nueva regulación (o
    re-regulación, como se ha dicho a veces) consistió
    en la consolidación del impulso del mercado publicitario,
    permitiéndose la cada vez mayor presencia de espacios de
    esta naturaleza en la programación y obligando a las empresas de
    televisión a renunciar a la tutela financiera
    del Estado, haciéndolas depender (cada vez en mayor
    medida) de los ingresos por
    publicidad.

    Posteriormente, se quebró de hecho el tradicional
    sistema de servicio público permitiendo la
    aparición de cadenas privadas. Pero este último
    proceso no puede entenderse sin tener en cuenta que es el Estado
    quien desarrolla y financia en su mayor parte las
    infraestructuras así como las redes necesarias para la
    exclusión, lo que implicará un mayor impulso del
    sector de las telecomunicaciones, una mayor renuncia a financiar
    el desarrollo de las televisiones públicas y la
    configuración de nuevos espacios tecnológicos
    adecuados para la rentabilización futura del capital
    privado.

    De continuar estas tendencias, el final de estos
    procesos de
    nueva regulación no podrá ser otro que la renuncia
    del sector público a erigirse en competidor de las
    emisoras privadas; bien renunciando para ello a los ingresos
    publicitarios, bien excluyéndose del ámbito de la
    televisión de pago, bien por no ganar espacios en los
    mercados intermedios de la creación, la producción
    y, sobre todo, la distribución.

    Televisión
    concurrencial: ¿solamente la privada?.

    La forzada quiebra del
    modelo de televisión de servicio público se ha
    basado en una amplia difusión de que ésta comporta
    la ineficiencia en la provisión del servicio televisivo
    típica de los monopolios, mientras que la competencia de
    emisiones privadas lleva consigo la diversificación, la
    libertad de
    elección y, por lo tanto, la mejor satisfacción de
    la demanda.

    Efectivamente, la teoría económica
    demuestra que cualquier mercado de competencia proporciona
    soluciones de provisión caracterizadas por una mayor
    eficiencia, puesto que, a medida que el poder de monopolio es
    mayor, se logra una menor provisión del servicio y a un
    mayor precio.

    Sin embargo, esta predicción es aceptable
    sólo cuando se trata de sistemas de intercambio regulados
    por el mecanismo de los precios. Mecanismo que, como
    señalé, no puede funcionar en el caso de los
    bienes
    públicos.

    Los criterios para valorar la eficiencia y la
    optimalidad en la satisfacción de la demanda en la
    industria televisiva deben ser necesariamente otros. Se debe
    tratar de conocer en qué condiciones se alcanza una
    provisión del servicio efectivamente más
    diversificada, a menor coste para el consumidor, con
    menores costes sociales y sin generar mecanismos de
    exclusión que den lugar a una subprovisión de la
    demanda.

    La financiación de la televisión por los
    presupuestos públicos puede comportar problemas muy
    variados que afectan a la naturaleza del servicio, a su calidad y al
    nivel de satisfacción que proporciona.

    Esta financiación detrae recursos de otras
    actividades y es soportada por todos los ciudadanos,
    independientemente de que consuman o no el servicio
    televisivo.

    Al depender del burócrata la provisión del
    servicio, la satisfacción de la demanda dependerá
    de que éste acierte o no a reconocer los deseos de los
    consumidores. La dificultad con que pueden revelarse las funciones de
    preferencias colectivas, si no existen mecanismos institucionales
    de participación y control
    plenamente democráticos, incentivan el protagonismo del
    burócrata y éste, muy posiblemente, tenderá
    a maximizar su propia función de utilidad
    más que la colectiva (entiéndase, quizá, sus
    propios intereses políticos, ideológicos o
    partitocráticos).

    En segundo lugar, la financiación estatal puede
    incentivar que no se tomen en cuenta rigurosamente los costes que
    conlleva la producción televisiva y que ésta sea
    ajena a cualquier criterio de racionalización
    económica. Esto puede dar lugar al desarrollo de empresas
    públicas de televisión sobredimensionadas (incluso
    en relación con la rentabilidad social y no de balance que
    persiga) y despilfarradoras.

    Por último, este sistema de financiación
    puede ir acompañado de mecanismos de control politizados,
    muy dependientes de los gobiernos y suceptible de una fuerte
    manipulación.

    Sin embargo, la financiación por la vía de
    los Presupuestos del Estado tiene sus ventajas.

    En primer lugar, evita recurrir predominantemente a
    otros sistemas (especialmente el publicitario) cuyos efectos
    pueden llegar a ser tanto o más negativos para la
    comunicación audiovisual libre y
    auténtica.

    En segundo lugar, garantiza la producción y
    emisión de programas que no serían realizados si
    sólo se atendiese a criterios de rentabilidad.

    Por último, la salvaguarda financiera que suponen
    los presupuestos públicos permite hacer frente a los
    costes de la descentralización, de la segmentación de la producción y, en
    suma, de acercar al espectador a las instancias de
    decisión.

    Naturalmente, un mecanismo que garantizase estas
    ventajas y no llevara consigo sus inconvenientes debe basarse
    necesariamente en el desarrollo de sistemas rigurosos de
    revelación de las preferencias colectivas, en la adopción
    de criterios de racionalización en la dimensión y
    organización empresarial y en el
    establecimiento de sistemas de
    control y participiación ciudadana mucho más
    avanzados, seguramente, que los que suelen ser consustanciales a
    los actuales sistemas partitocráticos de nuestras
    democracias.

    Cuando la financiación de la emisión
    televisiva es la publicidad (como necesariamente ha de ser en la
    televisión pública o privada que no sea de pago) la
    recuperación de la inversión y la
    realización de beneficios requiere la venta del mayor
    volumen posible de espacios publicitarios y ésto, como es
    sabido, sólo se puede alcanzar si se asegura la mayor
    audiencia posible, la máxima recepción del impacto
    publicitario.

    Por ello, la concurrencia audiovisual en un sistema
    comercial no persigue ofrecer a la audiencia la mayor y
    más variada cantidad de servicio al precio de mercado,
    sino que trata de abarcar la mayor audiencia que hace posible la
    rentabilización publicitaria y con ella la de la empresa
    televisiva.

    La competencia comercial se dirige a alcanzar esta mayor
    franja y la estrategia de la
    competencia, en lugar de ser la diversificación que
    comporta mayores posibilidades de elección, es la de la
    redundancia y la reiteración. La concurrencia comercial,
    condenada a garantizar el mayor impacto publicitario, puede
    llevar consigo más canales, pero no comporta
    necesariamente mayor concurrencia de programas, que en definitiva
    es la expresión auténtica de la más amplia
    satisfacción; termina por homogeneizar el producto, tal y
    como predice el análisis teórico y como ponen de
    relieve los
    estudios empíricos de todo tipo.

    El objetivo de
    maximización de audiencias tiende a banalizar el producto
    haciéndolo repetitivo y de gusto mediocrizado, condiciona
    la programación y su distribución horaria, impide
    que ésta equilibre la información, la cultura y el
    entretenimiento por su tendencia a espectacularizar los
    contenidos y tiende a convertir los programas en simples
    escaparates de productos comerciales, por la vía de la
    sponsorización o el merchandising.

    Tampoco es evidente que la televisión de pago o
    por suscripción provea más eficientemente el
    servicio televisivo.

    Aunque este sistema puede revelar más
    nítidamente las preferencias de los consumidores (se paga
    por lo que se desea), es el menos eficiente de los sistemas de
    financiación. Aunque comporta exclusión,
    ésta no es total y los costes marginales siguen siendo
    nulos, por lo que, al establecerse un precio, conlleva la mayor
    divergencia entre éste y el coste marginal.

    A menos que el productor tenga un conocimiento
    perfecto de las curvas individuales de demanda, el mercado
    proporcionará soluciones de infraprovisión
    (consecuencia de que el precio sea mayor que el coste marginal),
    independientemente de que se trate de una oferta competitiva o
    monopólica.

    Los análisis realizados muestran -tal y como
    predice la teoría- que la televisión de pago ofrece
    una mayor variedad de programas a costa de niveles de consumo
    subóptimos (es decir, de mayores franjas de demanda sin
    acceso al servicio). Al igual que en el caso de
    financiación por ingresos publicitarios, se tiende a
    reducir el coste de los programas y a dejar insatisfechos a
    grupos de audiencia no mayoritarios o con demanda más
    selectiva.

    Si a todo ello se une el coste mismo de la
    exclusión, se pueden establecer varias predicciones: que
    el precio (siempre más elevado incluso que el
    correspondiente a una hipotética solución de
    equilibrio
    competitivo) no será realmente la expresión de la
    preferencia de la demanda, que el alcance de la provisión
    del servicio por éste sistema dependerá de otras
    variables como
    la calidad del producto ofertado y que su provisión
    dependerá más bien del coste de otros servicios
    sustitutivos (cine, video
    doméstico,..).

    Sin embargo, la televisión de pago puede
    proporcionar soluciones de provisión eficientes si la
    oferta de canales es muy elevada y ello incluso permite aventurar
    que la televisión pública pudiera ofertar
    eficientemente determinados servicios de pago, quizá
    especializados, aprovechando las economías de escala y de
    integración que le son propias y sin que
    ello tenga que suponer, en un futuro en que este sistema
    dispondrá necesariamente de infraestructuras de
    exclusión menos costosas, una renuncia a la
    vocación de servicio público mayor que la que
    comporta, por ejemplo, la financiación
    publicitaria.

    La cuestión, por lo tanto, no puede estribar en
    dilucidar simplemente si la oferta televisiva debe ser
    pública o privada. Ambos sistemas pueden comportar la
    misma ineficiencia, idéntica insatisfacción y
    semejante supeditación a los intereses
    comerciales.

    De hecho, es la financiación publicitaria lo que
    desnaturaliza el diseño
    de la programación y lo que resuelve la ecuación de
    la demanda en términos del necesario ingreso publicitario
    y no en función del interés
    del espectador. Bajo condiciones de emisión dictadas por
    la presión
    publicitaria, éste se ve inevitablemente abocado a sufrir
    la reiteración y la estandarización, quedando
    inmerso en lo que Riesman denominó el "espectro de la
    uniformidad" que es imprescindible para rentabilizar la
    programación del espacio publicitario.

    En teoría, por lo tanto, la concepción de
    la televisión como servicio público no tiene por
    qué llevar consigo menor gama de elección, siempre
    que la producción, en lugar de tratar de alcanzar la
    maximización de la audiencia, trate de maximizar la
    satisfación de las diferentes franjas de ésta,
    diversificando los programas sin el condicionante publicitario.
    Y, desde luego, siempre que se establezcan mecanismos adecuados
    de control y representación que eviten la
    manipulación política o la espúrea
    supeditación de las demandas comunicacionales a los
    intereses de partido o grupo (lo que,
    por cierto, puede también suceder en la televisión
    comercial privada).

    La mejor alternativa a un servicio público
    comercializado ((o incluso manipulado!) no tiene por qué
    ser necesariamente la oferta comercial privada de
    televisión. La teoría económica más
    simple advierte que la realidad presenta matices que los
    intereses comerciales o políticos no siempre desean
    desvelar.

    Juan Torres López

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