2. El mercado como
realidad virtual
3. El mercado como
abstracción, el capitalismo como
desafío
Capítulo del libro "La otra
cara de la política
económica
Lo que nos interesa no es tener dinero, sino
ganarlo". (Juan March)
Tuve la oportunidad de asistir en noviembre de 1.993 a
unas jornadas sobre "La socialdemocracia ante la economía de los
años 90" organizadas por las fundaciones Sistema y Jaime
Vera en las que uno de los aspectos cruciales del debate fue el
del papel del mercado en la
crisis
económica.
Creo que interpreto fielmente la opinión
mayoritaria de los ponentes si resumo sus posiciones de la
siguiente forma: a pesar de las imperfecciones que muestra
generalmente el mercado en las economías occidentales, la
izquierda no debe posicionarse negándolo rotundamente
pues, si se consiguen corregir sus imperfecciones, puede jugar un
papel muy positivo para alcanzar la competencia y la
eficiencia que
son necesarias para no bloquear el progreso económico,
para generar empleo y para
procurar satisfacción.
Uno de los ponentes, Manuel Escudero, utilizó
literalmente la expresión de que "hay que domesticar al
mercado", Apolonio Ruiz Ligero (además de afirmar
rotundamente que "la negación por principio del mercado se
considera hoy día antidemocrático") opinaba que el
mercado es "de manera indiscutible" el mejor mecanismo de
asignación; A. Zabalza, en una línea semejante,
entendía, en fin, que el problema radica en que "hay que
dejar al mercado hacer su labor".
Todas las intervenciones de los ponentes se basaron,
ciertamente, en poner de relieve las
constantes imperfecciones del mercado en nuestras sociedades
pero admitiendo, acto seguido, que sólo
corrigiéndolas y sólo recuperando su protagonismo
esencial en la asignación se haría posible hacer
frente con éxito a
los problemas
graves que hoy afectan a las economías.
En suma, el discurso
prevaleciente -que como es sabido suele autodefinirse como el
más moderno y renovador- se basa en reconocer al mercado
un papel tan imprescindible como positivo y en asignar a los
gobiernos progresistas la tarea de corregir sus defectos, que se
interpretan además como consecuencia del rechazo de la
competencia que suelen generar quienes gozan de privilegios en el
intercambio.
Sobre la naturaleza de
estas tesis quisiera
reflexionar brevemente en este comentario. A pesar de que nos
movemos en el terreno de la abstracción quizá
puedan ser útiles, pues no es novedad que de nada sirven
las propuestas pragmáticas si no han sobrevivido antes en
las arenas movedizas de las ideas.
Ninguna de estas propuestas desea hacer suya desde luego
la morfología
de mercado que hoy conocen quienes se asoman a la realidad
económica por muy escaso que sea su conocimiento
teórico: oligopolios que gracias a estrategias
diversas de colusión controlan los mercados y al
imponer su poder sobre el
precio impiden
los equilibrios de eficiencia, competidores monopolísticos
que provocan una extraordinaria dilapidación de recursos para
lograr diferenciar artificialmente su producto y
dominar segmentos de mercado en donde hacer valer igualmente sus
condiciones bien lejanas a las de competencia
perfecta; o, simplemente, monopolios o cuasi-monopolios,
empresas que
al dominar franjas muy elevadas del mercado se sitúan en
el extremo de la deseada perfección de la plena
concurrencia.
No hace falta sino hojear rápidamente cualquiera
de los manuales de
Economía más al uso para confirmar que, en el pajar
de los mercados, los de competencia perfecta (los que son
precisos para alcanzar la situación de máxima
eficiencia que se desea), son efectivamente una aguja muy
difícil de encontrar.
Las imperfecciones, las limitaciones o los "fallos" del
mercado de competencia como gusta de decirse en la academia, son
tan evidentes que hoy día nadie osaría negar su
existencia.
Y naturalmente, nadie los reivindica. No he leído
nunca que los liberales lo hayan hecho y no hay razón
alguna para esperar que lo hicieran ahora, por mucha que fuese la
furia de su conversión, algunos
socialdemócratas.
El planteamiento, por el contrario, es algo más
sutil. Puesto que la formulación teórica nos indica
que allí donde hay competencia perfecta en el mercado se
alcanza el mayor bienestar, lo que debe hacerse es procurar
alcanzarla, evitar las imperfecciones (que generalmente se
achacan a intervenciones exógenas de todo tipo) y
reconducir ("domesticar") el intercambio hacia la
competencia.
Sin necesidad de entrar todavía en otras
consideraciones de mayor alcance es oportuno realizar aquí
una disgresión esencial.
Como he apuntado antes, los mercados de competencia
perfecta -en su necesariamente estricto sentido- no pueden darse
en la realidad. Constituyen, sencillamente, una ilusión
formal. Son tales las condiciones que se requieren para que lo
sean que es literalmente imposible que lleguen a ser un hecho -si
no es en ámbitos tan particulares como carentes de
significación social-. Y sobre este asunto me parece que
no puede haber controversia alguna.
En consecuencia, si es deseable, como seguramente lo
sea, alcanzar la mayor competencia posible y la eficiancia
más generalizada en los intercambios necesarios para la
satisfacción de las necesidades sociales, es puramente una
quimera esperar que podamos encontrarla en una perspectiva que no
puede llevar sino a la tierra de
nunca jamás: la de la competencia perfecta.
Podríamos aceptar que es más eficiente
poner límites a
la actuación monopolista que no hacerlo; que se alcanza
una mayor eficacia si
limitamos todo aquello que impide que los precios no
sean resultado de la confrontación directa entre los
oferentes. Es decir, podríamos llegar a aceptar un
planteamiento que se basara exclusivamente en el criterio de "lo
mejor"; pero sería de todo punto inaceptable asumirlo como
"lo bueno", puesto que ésto -en la puridad necesaria-
sólo se podría conseguir en las condiciones que
nunca van a existir: las del mercado de competencia
perfecta.
Lógicamente, esto debería llevarnos a
poner sobre el tapete un asunto fundamental: la operatividad
social y la intención verdaderas de las propuestas que
tienden a orientar la dinámica de los intercambios en una linea
que, porque no puede llevar a ninguna parte, tan sólo
puede conducir al disimulo sobre la naturaleza real de las
condiciones actuales y al sostenimiento de su inercia.
Un discurso operativo y más sincero
debería partir de una base diferente: aceptar con realismo que
ni la eficiencia, ni la competencia (tanto más otros
objetivos
deseables, como analizaré ahora) pueden alcanzarse como
expresión de un mercado de competencia perfecta, puesto
que éste no puede darse realmente. Si no se razona
así, o es que verdaderamente no se desea alcanzarlas (lo
que se corresponde con la evidencia histórica que muestra
que las imperfecciones de los mercados no son "añadidos"
de éstos sino que se han producido como resultado de una
especie proceso
ortogenético), o es que, como reconoce Ferguson, se
consagra el discurso "como una cuestión de fe" en el
modelo
teórico, lo que no permitirá sino, a lo sumo,
graduar la tonalidad de la competencia o la eficiencia en las
economías, pero sin llegar a conseguir que éstas
gobiernen realmente los intercambios.
2. El mercado como realidad
virtual
Pero aceptemos por un momento que pudiera alcanzarse la
deseada competencia perfecta. Supongamos que gracias a la
acción
gubernamental (ahora ya no podría ser de otra forma,
aunque resulte ciertamente sorprendente) pudiésemos
erradicar todos los corsés que impiden la competencia
despojando a los ahora agentes más poderosos en el
intercambio de todos sus privilegios, eliminar la
asimetría en la información disponible garantizando un
acceso igualitario de los agentes (aunque esto tampoco nos
libraría de la incertidumbre), o desterrar todas las
barreras de entrada a todos los mercados, sean naturales o
estratégicas. Supongamos en fin que podemos garantizar que
todos los oferentes y demandantes actúan en igualdad de
condiciones en el intercambio eliminando toda posible capacidad
de influencia de alguno de ellos sobre cualquiera de las
circunstancias (políticas,
psicológicas, sociales, etc.) que de alguna forma influyen
en la determinación de precios y cantidades para que
así se alcanzara un equilibrio de
competencia.
Hay que tener en cuenta que para aceptar un supuesto de
esa naturaleza debemos aceptar inevitablemente otros más
drásticos: para que pueda darse concurencia plena en el
mercado en esas condiciones sería preciso modificar la
dotación desigual de derechos de
apropiación inicial, lo que equivale a decir que
deberíamos modificar no sólo la estructura de
propiedad
existente sino evitar que los derechos consolidados sobre lo que
puede o no puede hacer cada agente en el mercado deberían
quedar proscritos -puesto que ahora son desiguales- para hacer
posible una presencia en el intercambio equilibrada y que impida
que cualquiera de ellos -con su mayor influencia- modifique a su
favor la pauta de concurrencia que es necesaria.
Por ejemplo, debería ser eliminada toda
posibilidad de que una empresa
transnacional imponga condiciones sobre precios y condiciones a
otras de menor poder sobre el mercado, habría que generar
un estado de tal
transparencia que evitara cualquier fuga de información
privilegiada sobre las condiciones del intercambio o
habría que lograr una especie de re-dotación de los
recursos para que todas las empresas fueran precio-aceptantes y
los consumidores tan libres en sus elecciones como
racionales.
En fin, aceptemos por un momento que es posible no ya
alcanzar, sino tan sólo acercarnos suficientemente a la
competencia perfecta.
Quienes entonces se propusieran sinceramente lograr
mayores niveles de competencia en los mercados deberían
comenzar por plantear la necesidad de abordar el hecho de que, en
las economías mejor situadas para alcanzarla, entre el 1 y
el 5% de la población dispone aproximadamente del 25%
al 50% de la renta y la riqueza y que no más del 10% de
las empresas controlan directamente más del 75% de los
mercados en los sectores más importantes o
estratégicos para la satisfacción humana que se
pretende por intermedio de la eficiencia productiva. Parece
evidente que estos son los principales obstáculos que
presentan nuestras sociedades para que en ellas se pueda hablar
de plena competencia. Luego por ahí debería empezar
el discurso del mercado que se reivindica para lograr la
competencia.
Pero el problema radica, sin embargo, en que ni tan
siquiera si lográsemos ese estado ideal (que desde luego
se correspondería con la utopía igualitaria
más radical) llegaríamos a disfrutar de un estado
general de satisfacción. En primer lugar, porque tan
sólo habríamos hecho frente a un ámbito muy
reducido de la provisión social de los bienes y los
servicios que
satisfacen las necesidades humanas. Dejaríamos fuera toda
la provisión de bienes públicos y, por supuesto,
toda la gama de actividades que no suelen ser consideradas (en
una de las pruebas
más flagrantes de que la economía convencional
tiene muy poco que ver con la realidad de las cosas) ni tan
siquiera como pertencientes al mundo medible de los hechos
económicos (se ha calculado en Francia, por
ejemplo, que tan sólo el trabajo
doméstico genera actividad -que deberíamos
considerar económica pues es de satisfacción de
necesidades materiales e
implica aplicación de factores e intercambio- equivalente
a la mitad del producto interior bruto).
En segundo lugar, y esto también es bien sabido,
porque aunque se podría lograr una situación de
máxima eficiencia en los intercambios ésta
sería compatible con cualquier distribución de las rentas. La optimalidad
que puede proporcionar la competencia perfecta que hemos supuesto
alcanzable sólo se refiere a las condiciones técnicas
de la asignación, no de la distribución. Y esto es
lo que provocaría que se pudieran alcanzar situaciones de
desigualdad, que no son sino aquellas en las que un abanico
amplio de agentes quedan excluídos del intercambio,
imposibilitados pues para satisfacer sus necesidades.
Como es natural, este problema sólo es planteable
si, junto al criterio técnico, se incorpora un juicio
ético acerca de la bondad del equilibrio que proporciona
insatisfacción y un criterio moral que la
estime más o menos inaceptable. Su ausencia, su falta de
planteamiento explícito siempre que se hable de mercado o
de competencia en los términos en que ahora están
de moda,
debería ser también un elemento cardinal en el
juicio de las propuestas que vengo comentando. Pues, que
validez social debemos conceder a los discursos
-sean "de izquierda" o "de derecha"- que no expresan previamente
el juicio de valor que les
merece la insatisfacción o el sufrimiento
humano?.
Se nos diría enseguida que la corrección
realizada de la desigualdad inicial evitaría un resultado
de estas características o que la dinámica de
"domesticación" del mercado propuesta implica precisamente
una intervención (redistributiva) para evitar esas
desigualdades.
Pero es entonces cuando debemos hacer referencia a una
tercera cuestión.
Como sabemos, el mercado es un mecanismo de intercambio
que permite proporcionar soluciones de
precio y cantidad sin intervención exóguna alguna.
En ese sentido, el mercado es al mismo tiempo una
institución (pues comporta un conjunto de agentes y de
relaciones-tipo entre ellos) y un proceso (pues implica tomas
reiteradas de decisiones). Y eso quiere decir que para que pueda
proporcionar dichas soluciones se deben dar determinadas
condiciones en él, en las reglas que lo gobiernan como
institución y en los citerios de los que se siguen las
decisiones.
El mercado se caracteriza porque es un lugar (no en su
sentido físico naturalmente) en donde se pueden definir
las partes de lo intercambiado y la participación de los
agentes en ellas sin necesidad de decisiones externas gracias a
que en él se produce un "encuentro" entre los producido y
lo deseado que garantiza una solución aceptable para las
partes.
Pero para que eso ocurra es necesario que se den,
básicamente, dos condiciones:
– un conjunto de normas que
garantice la apropiación privada de los recursos, de
manera que alguna de las partes pueda disponer lo más
conveniente con aquello que "es suyo"; deben existir unos
derechos de apropiación privada bien definidos y que
permitan la recuperación del esfuerzo o la inversión realizados frente al azar o la
incertidumbre.
– un sistema de incentivos que
haga posible la aplicación del excedente logrado (sea de
recursos o sea de trabajo
personal) en
actividades de intercambio cuyo resultado o rentabilidad
no está previamente asegurada.
Dicho de otra manera, estas dos condiciones quieren
decir que el mercado se vehicula por y para hacer posible la
ganancia; la necesidad de garantizar el beneficio y de
salvaguardar su búsqueda es el presupuesto
consustancial y necesario para que se lleve a cabo correctamente
la dinámica del mercado.
Esto es lo que implica que la acción
redistributiva deseada tenga un límite esencial: el
respeto al
beneficio. En la medida en que le llegue a suponer un freno, todo
el sistema de intercambio se resquebraja y se bloquea por falta
de incentivo.
Y puesto que es literalmente imposible concebir una
acción redistributiva que no implique una merma en los
recursos o en los derechos en que se sostiene el incentivo del
beneficio, es inaudito pensar que pueda hacerse frente a una
posible (sólo posible?) exclusión o a la
insatisfacción sin que esto no bloquee la dinámica
del intercambio.
Por otro lado, no deben dejar de considerarse otras
implicaciones importantes que tiene la asunción del
mercado como lugar privilegiado de asignación bajo las
condiciones de apropiación e incentivo a las que he hecho
referencia.
La búsqueda del beneficio como elemento motor de los
procesos de
asignación de los recursos implica evidentemente que las
referencias de la producción no sean las necesidades humanas
sino la posibilidad de ganancia. Naturalmente, los productores
han de tratar (pues esa es la esencia del intercambio mercantil)
de ubicar sus excedentes en aquellas producciones que sean
suceptibles de ser más demandadas. Y se nos podría
decir que, puesto que hemos aceptado los supuestos de plena
concurrencia, de libertad en la
elección y de comportamiento
racional de los consumidores, no habría razón para
pensar que las preferencias mostradas en el intercambio (y que
condicionarían la oferta de los
productores) no fueran realmente las que mostraran realmente el
grado de insatisfacción real de la sociedad. En
consecuencia, se podría estimar como factible que el
encuentro entre oferta y demanda
y el objetivo
común de "maximizar" las utilidades esperadas
proporcionaría una solución aceptable en cuanto a
la variedad de necesidades que se desea satisfacer.
Si además damos por buena también la
información perfecta e incluso un reparto concurrencial de
recursos y derechos, se nos insistiría en mostrar que no
hay muchos argumentos para rechazar que la dinámica
autónoma del mercado conduciría finalmente a un
resultado aceptable.
Pero es que, aún aceptando esos supuestos sobre
la bondad de la dinámica autónoma del mercado, lo
que en cualquier caso no puede contemplarse es que ésta
actúe completamente al margen de otras realidades sociales
y que no imprima caracter a las propias relaciones
humanas en que se desenvuelve y que, a su vez, le
influyen.
Para que el beneficio sea un incentivo adecuado para el
intercambio no debe quedar sujeto a límite alguno, pues es
evidente que dejaría entonces de ser efectivo como motor
de un proceso de cambio que se
caracteriza por su caracter acumulativo. Eso implica, en primer
lugar, que la dinámica del mercado conlleva una
relación insostenible con el ecosistema
social en que se desenvuelve. La búsqueda del beneficio
implica economías de uso que tienden siempre hacia la
sobreutilización de recursos y al rechazo de la variedad
en sus aplicaciones, como ponen de manifiesto los análisis más modernos de la
relación entre la evolución de las economías y su
mundo (limitado) circundante.
En segundo lugar, eso quiere decir que la
dinámica del mercado envuelve permanentemente una
tensión determinante de los intercambios: el beneficio
como detonante de las decisiones (que se convierte en un
inexorable "cada vez más beneficio") deriva
inevitablemente en la ruptura de las reglas de competencia que
por definición impiden los beneficios extraordinarios, o
si se quiere la desigualdad entre precios y costes de
producción. Si se salvaguarda la competencia, se limita la
oportunidad del beneficio; si se limita el beneficio se paraliza
necesariamente la acumulación.
En tercer lugar, el ejercicio de los derechos de
apropiación deben garantizarse de forma absoluta, pues en
otro caso se impide la recuperación de la inversión
realizada. Tampoco entonces pueden establecerse límites
sobre la disposición privada de los recursos (o lo que es
igual, sobre su uso exclusivo en pos del beneficio), lo que
implica que tampoco puede esperarse un uso de los recursos que no
esté dirigido al lucro; es imposible, por ejemplo,
disponerlos como remedio frente a la escasez (cuya
generación, en una dinámica de oferta y demanda, no se
olvide, es una estrategia para
el beneficio) o tratar de que atiendan preferentemente la
satisfacción puesto que en el mercado ésta
sólo puede expresarse en términos de renta
disponible; cuando esta no existe, no hay función de
demanda que satisfacer.
Por último, habría que considerar la
inevitable retroalimentación que se produce entre la
dinámica del intercambio y el conjunto de las relaciones
humanas. La búsqueda de la ganancia obliga a expandir
permanentemente el ámbito de lo mercantil, pues
sólo de esa forma se puede ampliar la perspectiva del
beneficio. Más mercado significa más
producción, porque se consigue mayor ganancia. Pero esto
(que no necesariamente comporta mayor satisfacción
general) debe leerse también como que existen cada vez
más espacios humanos cuyo único sentido social es
el convertirse en nichos del lucro.
Todo esto quiere decir que es el mismo mercado el que
lleva consigo su propia imperfección, porque el sistema
institucional que requiere y los incentivos que le son precisos
pervierten el objetivo incial satisfacción a través
del intercambio que termina siendo un mecanismo de
exclusión a costa de la salvaguarda del beneficio que
lleva a una competencia espúrea tan sólo dirigida a
beneficiarse del desequilibrio, de la asimetría y de la
desigualdad.
3. El mercado como
abstracción, el capitalismo
como desafío
Quien se tomara la molestia de buscar en los manuales de
Economía más conocidos y ortodoxos qué se
entiende por "mercado" comprobaría que las definiciones
que se proporcionan no son iguales. En cada uno de ellos se
entiende un fenómeno o una relación distinta e
incluso con condiciones diferentes.
Esto no debería sorprender si se considera que el
mercado, sin más adjetivaciones, es una simple
abstracción. La prueba es que lo encontramos en diferentes
épocas históricas -desde luego anteriores al
capitalismo-, en distintas economías, con diferentes
expresiones institucionales y con diversa
morfología.
Parece raro entonces que se haya convertido en una pieza
verbal tan aparentemente significativa y en un concepto que en
el discurso convencional no admite prácticamente
discusión alguna. Sin duda, no por lo que expresa sino por
lo que oculta.
Se afirma que en nuestras economías
debería predominar el mercado en la medida en que
éste se asocia con la idea de eficacia y competencia, pero
allí donde encontramos "mercado" aparece el despilfarro y,
desde luego, una ausencia prácticamente total de la
competencia que se supone debería acompañarlo, no
la que se produce entre oligopolios o por la simple
diferenciación del producto.
Y así, mientras se está reivindicando el
mercado como algo que implica en abstracto libertad y
competencia, se están aceptando como dadas las condiciones
sociales (de propiedad, de reparto y de jerarquía) que
constituyen el mercado en lo concreto; que
paradójicamente se consideran como presupuesto de su
funcionamiento más perfecto, pero cuya pretensión
es, precisamente, esquivar la competencia e interpretar la
libertad en el único sentido de búsqueda del
beneficio.
De esa forma, el discurso económico se convierte
en una simple retórica. La obsesión por el respeto
a las categorías abstractas es la liturgia que
acompaña a la despreocupación por cuestiones mucho
más concretas: la insatisfacción social, la
infelicidad y el sufrimiento humano que ocasiona un uso desigual
de los recursos y de las oportunidades de utilizarlos.
Y resulta en extremo lamentable que un discurso "de
izquierda" (si es que seguimos entendiendo por ello
transformador, no sólo "moderno") no se distinga
precisamente por partir de las categorías concretas del
bienestar humano. Con frecuencia perversa, el discurso no surge
de plantear con firmeza, por ejemplo, la insostenibilidad de
la pobreza o
del desempleo
generalizado, sino de una retórica frustrante y frustrada
del tipo "es preciso salvaguardar X para Y", siendo X un estado
dado que está justamente en la causa de Y, que sólo
discursivamente se desea evitar.
Colateralmente, un discurso de ese tipo va
acompañado necesariamente de una perspectiva de
coyunturalidad. Es curioso que, en los momentos de mayor
deterioro económico, el elemento discursivo de mayor
realce sea siempre la fijación de un hito temporal:
se comenzará a crear empleo en el 95, en el 96
quizá, o habremos de esperar al 97?.
Lo importante es configurar en la mente colectiva un
hito temporal que, a pesar de las apariencias, no constituye un
"necesario" estímulo optimista, sino una expresión
de inevitabilidad. Puesto que llegaremos a la situación
deseable, no modifiquemos el pilotaje, ni la ruta ni al propio
capitán de la nave.
Sólo si se recuperan las categorías
concretas se puede elaborar una alternativa de progreso.
Por qué en lugar de preguntarnos por el mercado,
no nos preguntamos por la concentración de la renta y la
riqueza, por qué en lugar de discurrir tan obsesiva como
inutilmente sobre la competencia no llamamos la atención sobre los privilegios, por
qué en lugar de abstraernos sobr el bienestar no llamamos
a la rebeldía social frente a la ceremonia permanente del
despilfarro?.
La Humanidad está viviendo hoy día
momentos de padecimiento demasiado profundo. Los datos que
reflejan el malestar social, por más que se pretenda
ocultarlos detrás del nominalismo macroeconómico,
indican claremente hasta qué punto el sufrimiento humano
está generalizado. Basta echar una ojeada a nuestro
alrededor para comprobar hasta qué punto pierde
consistencia el cementado de nuestra sociedad, de las relaciones
humanas y del tejido social (y en consecuencia
productivo).
Frente a la utopía como no-topos, la que
sólo puede expresarse como un regate a las causas del
malestar que con tanto ardor se asume siempre a los vientos del
poder, es preciso construir una utopía del "más
allá del lugar", como negación profunda de un topos
que no es que sea indeseable, sino sencillamente
insostenible.
Planear correctamente la utopía que lleva a
trascender el topos permite, como decía Lamartin, que no
llegue a ser un sueño irrealizable sino una verdad
prematura.
Juan Torres López.
Catedrático de Economía Aplicada de la
Universidad de
Málaga
Juantorres[arroba]uma.es