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Ilusión perversa: perfeccionar el mercado




Enviado por juantorres@uma.es



    1. Qué
    mercado reivindicar?

    2. El mercado como
    realidad virtual

    3. El mercado como
    abstracción, el capitalismo como
    desafío

     Capítulo del libro "La otra
    cara de la política
    económica

    Lo que nos interesa no es tener dinero, sino
    ganarlo". (Juan March)

    Tuve la oportunidad de asistir en noviembre de 1.993 a
    unas jornadas sobre "La socialdemocracia ante la economía de los
    años 90" organizadas por las fundaciones Sistema y Jaime
    Vera en las que uno de los aspectos cruciales del debate fue el
    del papel del mercado en la
    crisis
    económica.

    Creo que interpreto fielmente la opinión
    mayoritaria de los ponentes si resumo sus posiciones de la
    siguiente forma: a pesar de las imperfecciones que muestra
    generalmente el mercado en las economías occidentales, la
    izquierda no debe posicionarse negándolo rotundamente
    pues, si se consiguen corregir sus imperfecciones, puede jugar un
    papel muy positivo para alcanzar la competencia y la
    eficiencia que
    son necesarias para no bloquear el progreso económico,
    para generar empleo y para
    procurar satisfacción.

    Uno de los ponentes, Manuel Escudero, utilizó
    literalmente la expresión de que "hay que domesticar al
    mercado", Apolonio Ruiz Ligero (además de afirmar
    rotundamente que "la negación por principio del mercado se
    considera hoy día antidemocrático") opinaba que el
    mercado es "de manera indiscutible" el mejor mecanismo de
    asignación; A. Zabalza, en una línea semejante,
    entendía, en fin, que el problema radica en que "hay que
    dejar al mercado hacer su labor".

    Todas las intervenciones de los ponentes se basaron,
    ciertamente, en poner de relieve las
    constantes imperfecciones del mercado en nuestras sociedades
    pero admitiendo, acto seguido, que sólo
    corrigiéndolas y sólo recuperando su protagonismo
    esencial en la asignación se haría posible hacer
    frente con éxito a
    los problemas
    graves que hoy afectan a las economías.

    En suma, el discurso
    prevaleciente -que como es sabido suele autodefinirse como el
    más moderno y renovador- se basa en reconocer al mercado
    un papel tan imprescindible como positivo y en asignar a los
    gobiernos progresistas la tarea de corregir sus defectos, que se
    interpretan además como consecuencia del rechazo de la
    competencia que suelen generar quienes gozan de privilegios en el
    intercambio.

    Sobre la naturaleza de
    estas tesis quisiera
    reflexionar brevemente en este comentario. A pesar de que nos
    movemos en el terreno de la abstracción quizá
    puedan ser útiles, pues no es novedad que de nada sirven
    las propuestas pragmáticas si no han sobrevivido antes en
    las arenas movedizas de las ideas.

    1. Qué
    mercado reivindicar?

    Ninguna de estas propuestas desea hacer suya desde luego
    la morfología
    de mercado que hoy conocen quienes se asoman a la realidad
    económica por muy escaso que sea su conocimiento
    teórico: oligopolios que gracias a estrategias
    diversas de colusión controlan los mercados y al
    imponer su poder sobre el
    precio impiden
    los equilibrios de eficiencia, competidores monopolísticos
    que provocan una extraordinaria dilapidación de recursos para
    lograr diferenciar artificialmente su producto y
    dominar segmentos de mercado en donde hacer valer igualmente sus
    condiciones bien lejanas a las de competencia
    perfecta; o, simplemente, monopolios o cuasi-monopolios,
    empresas que
    al dominar franjas muy elevadas del mercado se sitúan en
    el extremo de la deseada perfección de la plena
    concurrencia.

    No hace falta sino hojear rápidamente cualquiera
    de los manuales de
    Economía más al uso para confirmar que, en el pajar
    de los mercados, los de competencia perfecta (los que son
    precisos para alcanzar la situación de máxima
    eficiencia que se desea), son efectivamente una aguja muy
    difícil de encontrar.

    Las imperfecciones, las limitaciones o los "fallos" del
    mercado de competencia como gusta de decirse en la academia, son
    tan evidentes que hoy día nadie osaría negar su
    existencia.

    Y naturalmente, nadie los reivindica. No he leído
    nunca que los liberales lo hayan hecho y no hay razón
    alguna para esperar que lo hicieran ahora, por mucha que fuese la
    furia de su conversión, algunos
    socialdemócratas.

    El planteamiento, por el contrario, es algo más
    sutil. Puesto que la formulación teórica nos indica
    que allí donde hay competencia perfecta en el mercado se
    alcanza el mayor bienestar, lo que debe hacerse es procurar
    alcanzarla, evitar las imperfecciones (que generalmente se
    achacan a intervenciones exógenas de todo tipo) y
    reconducir ("domesticar") el intercambio hacia la
    competencia.

    Sin necesidad de entrar todavía en otras
    consideraciones de mayor alcance es oportuno realizar aquí
    una disgresión esencial.

    Como he apuntado antes, los mercados de competencia
    perfecta -en su necesariamente estricto sentido- no pueden darse
    en la realidad. Constituyen, sencillamente, una ilusión
    formal. Son tales las condiciones que se requieren para que lo
    sean que es literalmente imposible que lleguen a ser un hecho -si
    no es en ámbitos tan particulares como carentes de
    significación social-. Y sobre este asunto me parece que
    no puede haber controversia alguna.

    En consecuencia, si es deseable, como seguramente lo
    sea, alcanzar la mayor competencia posible y la eficiancia
    más generalizada en los intercambios necesarios para la
    satisfacción de las necesidades sociales, es puramente una
    quimera esperar que podamos encontrarla en una perspectiva que no
    puede llevar sino a la tierra de
    nunca jamás: la de la competencia perfecta.

    Podríamos aceptar que es más eficiente
    poner límites a
    la actuación monopolista que no hacerlo; que se alcanza
    una mayor eficacia si
    limitamos todo aquello que impide que los precios no
    sean resultado de la confrontación directa entre los
    oferentes. Es decir, podríamos llegar a aceptar un
    planteamiento que se basara exclusivamente en el criterio de "lo
    mejor"; pero sería de todo punto inaceptable asumirlo como
    "lo bueno", puesto que ésto -en la puridad necesaria-
    sólo se podría conseguir en las condiciones que
    nunca van a existir: las del mercado de competencia
    perfecta.

    Lógicamente, esto debería llevarnos a
    poner sobre el tapete un asunto fundamental: la operatividad
    social y la intención verdaderas de las propuestas que
    tienden a orientar la dinámica de los intercambios en una linea
    que, porque no puede llevar a ninguna parte, tan sólo
    puede conducir al disimulo sobre la naturaleza real de las
    condiciones actuales y al sostenimiento de su inercia.

    Un discurso operativo y más sincero
    debería partir de una base diferente: aceptar con realismo que
    ni la eficiencia, ni la competencia (tanto más otros
    objetivos
    deseables, como analizaré ahora) pueden alcanzarse como
    expresión de un mercado de competencia perfecta, puesto
    que éste no puede darse realmente. Si no se razona
    así, o es que verdaderamente no se desea alcanzarlas (lo
    que se corresponde con la evidencia histórica que muestra
    que las imperfecciones de los mercados no son "añadidos"
    de éstos sino que se han producido como resultado de una
    especie proceso
    ortogenético), o es que, como reconoce Ferguson, se
    consagra el discurso "como una cuestión de fe" en el
    modelo
    teórico, lo que no permitirá sino, a lo sumo,
    graduar la tonalidad de la competencia o la eficiencia en las
    economías, pero sin llegar a conseguir que éstas
    gobiernen realmente los intercambios.

    2. El mercado como realidad
    virtual

    Pero aceptemos por un momento que pudiera alcanzarse la
    deseada competencia perfecta. Supongamos que gracias a la
    acción
    gubernamental (ahora ya no podría ser de otra forma,
    aunque resulte ciertamente sorprendente) pudiésemos
    erradicar todos los corsés que impiden la competencia
    despojando a los ahora agentes más poderosos en el
    intercambio de todos sus privilegios, eliminar la
    asimetría en la información disponible garantizando un
    acceso igualitario de los agentes (aunque esto tampoco nos
    libraría de la incertidumbre), o desterrar todas las
    barreras de entrada a todos los mercados, sean naturales o
    estratégicas. Supongamos en fin que podemos garantizar que
    todos los oferentes y demandantes actúan en igualdad de
    condiciones en el intercambio eliminando toda posible capacidad
    de influencia de alguno de ellos sobre cualquiera de las
    circunstancias (políticas,
    psicológicas, sociales, etc.) que de alguna forma influyen
    en la determinación de precios y cantidades para que
    así se alcanzara un equilibrio de
    competencia.

    Hay que tener en cuenta que para aceptar un supuesto de
    esa naturaleza debemos aceptar inevitablemente otros más
    drásticos: para que pueda darse concurencia plena en el
    mercado en esas condiciones sería preciso modificar la
    dotación desigual de derechos de
    apropiación inicial, lo que equivale a decir que
    deberíamos modificar no sólo la estructura de
    propiedad
    existente sino evitar que los derechos consolidados sobre lo que
    puede o no puede hacer cada agente en el mercado deberían
    quedar proscritos -puesto que ahora son desiguales- para hacer
    posible una presencia en el intercambio equilibrada y que impida
    que cualquiera de ellos -con su mayor influencia- modifique a su
    favor la pauta de concurrencia que es necesaria.

    Por ejemplo, debería ser eliminada toda
    posibilidad de que una empresa
    transnacional imponga condiciones sobre precios y condiciones a
    otras de menor poder sobre el mercado, habría que generar
    un estado de tal
    transparencia que evitara cualquier fuga de información
    privilegiada sobre las condiciones del intercambio o
    habría que lograr una especie de re-dotación de los
    recursos para que todas las empresas fueran precio-aceptantes y
    los consumidores tan libres en sus elecciones como
    racionales.

    En fin, aceptemos por un momento que es posible no ya
    alcanzar, sino tan sólo acercarnos suficientemente a la
    competencia perfecta.

    Quienes entonces se propusieran sinceramente lograr
    mayores niveles de competencia en los mercados deberían
    comenzar por plantear la necesidad de abordar el hecho de que, en
    las economías mejor situadas para alcanzarla, entre el 1 y
    el 5% de la población dispone aproximadamente del 25%
    al 50% de la renta y la riqueza y que no más del 10% de
    las empresas controlan directamente más del 75% de los
    mercados en los sectores más importantes o
    estratégicos para la satisfacción humana que se
    pretende por intermedio de la eficiencia productiva. Parece
    evidente que estos son los principales obstáculos que
    presentan nuestras sociedades para que en ellas se pueda hablar
    de plena competencia. Luego por ahí debería empezar
    el discurso del mercado que se reivindica para lograr la
    competencia.

    Pero el problema radica, sin embargo, en que ni tan
    siquiera si lográsemos ese estado ideal (que desde luego
    se correspondería con la utopía igualitaria
    más radical) llegaríamos a disfrutar de un estado
    general de satisfacción. En primer lugar, porque tan
    sólo habríamos hecho frente a un ámbito muy
    reducido de la provisión social de los bienes y los
    servicios que
    satisfacen las necesidades humanas. Dejaríamos fuera toda
    la provisión de bienes públicos y, por supuesto,
    toda la gama de actividades que no suelen ser consideradas (en
    una de las pruebas
    más flagrantes de que la economía convencional
    tiene muy poco que ver con la realidad de las cosas) ni tan
    siquiera como pertencientes al mundo medible de los hechos
    económicos (se ha calculado en Francia, por
    ejemplo, que tan sólo el trabajo
    doméstico genera actividad -que deberíamos
    considerar económica pues es de satisfacción de
    necesidades materiales e
    implica aplicación de factores e intercambio- equivalente
    a la mitad del producto interior bruto).

    En segundo lugar, y esto también es bien sabido,
    porque aunque se podría lograr una situación de
    máxima eficiencia en los intercambios ésta
    sería compatible con cualquier distribución de las rentas. La optimalidad
    que puede proporcionar la competencia perfecta que hemos supuesto
    alcanzable sólo se refiere a las condiciones técnicas
    de la asignación, no de la distribución. Y esto es
    lo que provocaría que se pudieran alcanzar situaciones de
    desigualdad, que no son sino aquellas en las que un abanico
    amplio de agentes quedan excluídos del intercambio,
    imposibilitados pues para satisfacer sus necesidades.

    Como es natural, este problema sólo es planteable
    si, junto al criterio técnico, se incorpora un juicio
    ético acerca de la bondad del equilibrio que proporciona
    insatisfacción y un criterio moral que la
    estime más o menos inaceptable. Su ausencia, su falta de
    planteamiento explícito siempre que se hable de mercado o
    de competencia en los términos en que ahora están
    de moda,
    debería ser también un elemento cardinal en el
    juicio de las propuestas que vengo comentando. Pues, que
    validez social debemos conceder a los discursos
    -sean "de izquierda" o "de derecha"- que no expresan previamente
    el juicio de valor que les
    merece la insatisfacción o el sufrimiento
    humano?.

    Se nos diría enseguida que la corrección
    realizada de la desigualdad inicial evitaría un resultado
    de estas características o que la dinámica de
    "domesticación" del mercado propuesta implica precisamente
    una intervención (redistributiva) para evitar esas
    desigualdades.

    Pero es entonces cuando debemos hacer referencia a una
    tercera cuestión.

    Como sabemos, el mercado es un mecanismo de intercambio
    que permite proporcionar soluciones de
    precio y cantidad sin intervención exóguna alguna.
    En ese sentido, el mercado es al mismo tiempo una
    institución (pues comporta un conjunto de agentes y de
    relaciones-tipo entre ellos) y un proceso (pues implica tomas
    reiteradas de decisiones). Y eso quiere decir que para que pueda
    proporcionar dichas soluciones se deben dar determinadas
    condiciones en él, en las reglas que lo gobiernan como
    institución y en los citerios de los que se siguen las
    decisiones.

    El mercado se caracteriza porque es un lugar (no en su
    sentido físico naturalmente) en donde se pueden definir
    las partes de lo intercambiado y la participación de los
    agentes en ellas sin necesidad de decisiones externas gracias a
    que en él se produce un "encuentro" entre los producido y
    lo deseado que garantiza una solución aceptable para las
    partes.

    Pero para que eso ocurra es necesario que se den,
    básicamente, dos condiciones:

    – un conjunto de normas que
    garantice la apropiación privada de los recursos, de
    manera que alguna de las partes pueda disponer lo más
    conveniente con aquello que "es suyo"; deben existir unos
    derechos de apropiación privada bien definidos y que
    permitan la recuperación del esfuerzo o la inversión realizados frente al azar o la
    incertidumbre.

    – un sistema de incentivos que
    haga posible la aplicación del excedente logrado (sea de
    recursos o sea de trabajo
    personal) en
    actividades de intercambio cuyo resultado o rentabilidad
    no está previamente asegurada.

    Dicho de otra manera, estas dos condiciones quieren
    decir que el mercado se vehicula por y para hacer posible la
    ganancia; la necesidad de garantizar el beneficio y de
    salvaguardar su búsqueda es el presupuesto
    consustancial y necesario para que se lleve a cabo correctamente
    la dinámica del mercado.

    Esto es lo que implica que la acción
    redistributiva deseada tenga un límite esencial: el
    respeto al
    beneficio. En la medida en que le llegue a suponer un freno, todo
    el sistema de intercambio se resquebraja y se bloquea por falta
    de incentivo.

    Y puesto que es literalmente imposible concebir una
    acción redistributiva que no implique una merma en los
    recursos o en los derechos en que se sostiene el incentivo del
    beneficio, es inaudito pensar que pueda hacerse frente a una
    posible (sólo posible?) exclusión o a la
    insatisfacción sin que esto no bloquee la dinámica
    del intercambio.

    Por otro lado, no deben dejar de considerarse otras
    implicaciones importantes que tiene la asunción del
    mercado como lugar privilegiado de asignación bajo las
    condiciones de apropiación e incentivo a las que he hecho
    referencia.

    La búsqueda del beneficio como elemento motor de los
    procesos de
    asignación de los recursos implica evidentemente que las
    referencias de la producción no sean las necesidades humanas
    sino la posibilidad de ganancia. Naturalmente, los productores
    han de tratar (pues esa es la esencia del intercambio mercantil)
    de ubicar sus excedentes en aquellas producciones que sean
    suceptibles de ser más demandadas. Y se nos podría
    decir que, puesto que hemos aceptado los supuestos de plena
    concurrencia, de libertad en la
    elección y de comportamiento
    racional de los consumidores, no habría razón para
    pensar que las preferencias mostradas en el intercambio (y que
    condicionarían la oferta de los
    productores) no fueran realmente las que mostraran realmente el
    grado de insatisfacción real de la sociedad. En
    consecuencia, se podría estimar como factible que el
    encuentro entre oferta y demanda
    y el objetivo
    común de "maximizar" las utilidades esperadas
    proporcionaría una solución aceptable en cuanto a
    la variedad de necesidades que se desea satisfacer.

    Si además damos por buena también la
    información perfecta e incluso un reparto concurrencial de
    recursos y derechos, se nos insistiría en mostrar que no
    hay muchos argumentos para rechazar que la dinámica
    autónoma del mercado conduciría finalmente a un
    resultado aceptable.

    Pero es que, aún aceptando esos supuestos sobre
    la bondad de la dinámica autónoma del mercado, lo
    que en cualquier caso no puede contemplarse es que ésta
    actúe completamente al margen de otras realidades sociales
    y que no imprima caracter a las propias relaciones
    humanas en que se desenvuelve y que, a su vez, le
    influyen.

    Para que el beneficio sea un incentivo adecuado para el
    intercambio no debe quedar sujeto a límite alguno, pues es
    evidente que dejaría entonces de ser efectivo como motor
    de un proceso de cambio que se
    caracteriza por su caracter acumulativo. Eso implica, en primer
    lugar, que la dinámica del mercado conlleva una
    relación insostenible con el ecosistema
    social en que se desenvuelve. La búsqueda del beneficio
    implica economías de uso que tienden siempre hacia la
    sobreutilización de recursos y al rechazo de la variedad
    en sus aplicaciones, como ponen de manifiesto los análisis más modernos de la
    relación entre la evolución de las economías y su
    mundo (limitado) circundante.

    En segundo lugar, eso quiere decir que la
    dinámica del mercado envuelve permanentemente una
    tensión determinante de los intercambios: el beneficio
    como detonante de las decisiones (que se convierte en un
    inexorable "cada vez más beneficio") deriva
    inevitablemente en la ruptura de las reglas de competencia que
    por definición impiden los beneficios extraordinarios, o
    si se quiere la desigualdad entre precios y costes de
    producción. Si se salvaguarda la competencia, se limita la
    oportunidad del beneficio; si se limita el beneficio se paraliza
    necesariamente la acumulación.

    En tercer lugar, el ejercicio de los derechos de
    apropiación deben garantizarse de forma absoluta, pues en
    otro caso se impide la recuperación de la inversión
    realizada. Tampoco entonces pueden establecerse límites
    sobre la disposición privada de los recursos (o lo que es
    igual, sobre su uso exclusivo en pos del beneficio), lo que
    implica que tampoco puede esperarse un uso de los recursos que no
    esté dirigido al lucro; es imposible, por ejemplo,
    disponerlos como remedio frente a la escasez (cuya
    generación, en una dinámica de oferta y demanda, no se
    olvide, es una estrategia para
    el beneficio) o tratar de que atiendan preferentemente la
    satisfacción puesto que en el mercado ésta
    sólo puede expresarse en términos de renta
    disponible; cuando esta no existe, no hay función de
    demanda que satisfacer.

    Por último, habría que considerar la
    inevitable retroalimentación que se produce entre la
    dinámica del intercambio y el conjunto de las relaciones
    humanas. La búsqueda de la ganancia obliga a expandir
    permanentemente el ámbito de lo mercantil, pues
    sólo de esa forma se puede ampliar la perspectiva del
    beneficio. Más mercado significa más
    producción, porque se consigue mayor ganancia. Pero esto
    (que no necesariamente comporta mayor satisfacción
    general) debe leerse también como que existen cada vez
    más espacios humanos cuyo único sentido social es
    el convertirse en nichos del lucro.

    Todo esto quiere decir que es el mismo mercado el que
    lleva consigo su propia imperfección, porque el sistema
    institucional que requiere y los incentivos que le son precisos
    pervierten el objetivo incial satisfacción a través
    del intercambio que termina siendo un mecanismo de
    exclusión a costa de la salvaguarda del beneficio que
    lleva a una competencia espúrea tan sólo dirigida a
    beneficiarse del desequilibrio, de la asimetría y de la
    desigualdad.

    3. El mercado como
    abstracción, el
    capitalismo
    como desafío

    Quien se tomara la molestia de buscar en los manuales de
    Economía más conocidos y ortodoxos qué se
    entiende por "mercado" comprobaría que las definiciones
    que se proporcionan no son iguales. En cada uno de ellos se
    entiende un fenómeno o una relación distinta e
    incluso con condiciones diferentes.

    Esto no debería sorprender si se considera que el
    mercado, sin más adjetivaciones, es una simple
    abstracción. La prueba es que lo encontramos en diferentes
    épocas históricas -desde luego anteriores al
    capitalismo-, en distintas economías, con diferentes
    expresiones institucionales y con diversa
    morfología.

    Parece raro entonces que se haya convertido en una pieza
    verbal tan aparentemente significativa y en un concepto que en
    el discurso convencional no admite prácticamente
    discusión alguna. Sin duda, no por lo que expresa sino por
    lo que oculta.

    Se afirma que en nuestras economías
    debería predominar el mercado en la medida en que
    éste se asocia con la idea de eficacia y competencia, pero
    allí donde encontramos "mercado" aparece el despilfarro y,
    desde luego, una ausencia prácticamente total de la
    competencia que se supone debería acompañarlo, no
    la que se produce entre oligopolios o por la simple
    diferenciación del producto.

    Y así, mientras se está reivindicando el
    mercado como algo que implica en abstracto libertad y
    competencia, se están aceptando como dadas las condiciones
    sociales (de propiedad, de reparto y de jerarquía) que
    constituyen el mercado en lo concreto; que
    paradójicamente se consideran como presupuesto de su
    funcionamiento más perfecto, pero cuya pretensión
    es, precisamente, esquivar la competencia e interpretar la
    libertad en el único sentido de búsqueda del
    beneficio.

    De esa forma, el discurso económico se convierte
    en una simple retórica. La obsesión por el respeto
    a las categorías abstractas es la liturgia que
    acompaña a la despreocupación por cuestiones mucho
    más concretas: la insatisfacción social, la
    infelicidad y el sufrimiento humano que ocasiona un uso desigual
    de los recursos y de las oportunidades de utilizarlos.

    Y resulta en extremo lamentable que un discurso "de
    izquierda" (si es que seguimos entendiendo por ello
    transformador, no sólo "moderno") no se distinga
    precisamente por partir de las categorías concretas del
    bienestar humano. Con frecuencia perversa, el discurso no surge
    de plantear con firmeza, por ejemplo, la insostenibilidad de
    la pobreza o
    del desempleo
    generalizado, sino de una retórica frustrante y frustrada
    del tipo "es preciso salvaguardar X para Y", siendo X un estado
    dado que está justamente en la causa de Y, que sólo
    discursivamente se desea evitar.

    Colateralmente, un discurso de ese tipo va
    acompañado necesariamente de una perspectiva de
    coyunturalidad. Es curioso que, en los momentos de mayor
    deterioro económico, el elemento discursivo de mayor
    realce sea siempre la fijación de un hito temporal:
    se comenzará a crear empleo en el 95, en el 96
    quizá, o habremos de esperar al 97?.

    Lo importante es configurar en la mente colectiva un
    hito temporal que, a pesar de las apariencias, no constituye un
    "necesario" estímulo optimista, sino una expresión
    de inevitabilidad. Puesto que llegaremos a la situación
    deseable, no modifiquemos el pilotaje, ni la ruta ni al propio
    capitán de la nave.

    Sólo si se recuperan las categorías
    concretas se puede elaborar una alternativa de progreso.
    Por qué en lugar de preguntarnos por el mercado,
    no nos preguntamos por la concentración de la renta y la
    riqueza, por qué en lugar de discurrir tan obsesiva como
    inutilmente sobre la competencia no llamamos la atención sobre los privilegios, por
    qué en lugar de abstraernos sobr el bienestar no llamamos
    a la rebeldía social frente a la ceremonia permanente del
    despilfarro?.

    La Humanidad está viviendo hoy día
    momentos de padecimiento demasiado profundo. Los datos que
    reflejan el malestar social, por más que se pretenda
    ocultarlos detrás del nominalismo macroeconómico,
    indican claremente hasta qué punto el sufrimiento humano
    está generalizado. Basta echar una ojeada a nuestro
    alrededor para comprobar hasta qué punto pierde
    consistencia el cementado de nuestra sociedad, de las relaciones
    humanas y del tejido social (y en consecuencia
    productivo).

    Frente a la utopía como no-topos, la que
    sólo puede expresarse como un regate a las causas del
    malestar que con tanto ardor se asume siempre a los vientos del
    poder, es preciso construir una utopía del "más
    allá del lugar", como negación profunda de un topos
    que no es que sea indeseable, sino sencillamente
    insostenible.

    Planear correctamente la utopía que lleva a
    trascender el topos permite, como decía Lamartin, que no
    llegue a ser un sueño irrealizable sino una verdad
    prematura.

    Juan Torres López.

    Catedrático de Economía Aplicada de la
    Universidad de
    Málaga

    Juantorres[arroba]uma.es

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