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Kemet, el país de la tierra negra



Partes: 1, 2, 3, 4

    1. Entre el placer y la
      culpa.
    2. Rumbo a la reconquista de las
      tierras del norte
    3. La toma de
      Joppe
    4. Maya, mi amigo y mi
      salvador.
    5. La conquista de
      Meggido.
    6. El retorno a casa y
      el valor del amor verdadero.
    7. Designio
      divino
    8. El elixir del
      sueño eterno.
    9. El proceso contra
      Kina
    10. El que duerma
      descansará, y el que vele vivirá en el
      tormento
    11. Una muchacha
      llamada Menwi.
    12. Nuestras
      debilidades, nuestros verdugos.
    13. Mi despedida de
      Tausert y una nueva misión.
    14. Fuego y
      muerte.
    15. La conquista de
      Uartet y Arvad.
    16. La fortaleza de
      Urkhi-Teshup.
    17. Los ojos de una dama
      hurrita.
    18. Entre las
      heladas aguas y el fuego abrasador.
    19. La familia real de
      Tunip.
    20. Un pasado de muerte,
      un futuro de vida.
    21. Sin destino
      seguro
    22. De regreso a La
      Tierra Negra
    23. La poción de
      la reina
    24. La
      trampa
    25. El vientre de
      Naunekhet
    26. La profecía
      cumplida
    27. Conclusión

    Introducción

    Pasada la gran festividad conjunta de la toma de
    poder por
    Tutmés III y la adoración de Amón del
    año veintidós de reinado del Faraón (primer
    año efectivo de reinado en realidad, luego de
    veintidós años de usurpación de la reina
    Hatshepsut) nuestro soberano dispuso que se celebraran los
    funerales de la fallecida soberana, cumplidos en tiempo y forma
    los rituales de "Ut", la conservación del cuerpo para la
    vida eterna, respetuoso de la tradición y las condiciones
    que exigía el mundo de ultratumba; sin embargo,
    negó a su predecesora un entierro con los honores de
    Neter-nefer, otorgándole solo los privilegios de "Gran
    esposa de Amón", es decir, consorte Real.

    Por otra parte llegó también el momento de
    juzgar y condenar a los secuaces de Hatshepsut que sobrevivieron
    a la cruenta lucha por el poder.

    Como era obvio suponer, Tutmés se mostró
    implacable con aquellos que habían colaborado con la
    perpetuación del ignominioso reinado de su fallecida
    madrastra. Así, Senmut, condenado a muerte, se
    suicidó antes de llegada su condena, tomando veneno que
    había pedido a uno de sus esclavos que le llevara
    secretamente a su lugar de reclusión para acabar con el
    martirio que significaba haber perdido a su amante y
    soberana.

    El general Udimu fue colgado, al igual que el
    Chambelán, en tanto que el viejo Shishak murió en
    los calabozos de la alcaldía, antes del juicio, al negarse
    a probar alimentos y
    agua, lo que
    provocó su deceso en menos de tres semanas.

    Los escribas, los medyau, los miembros del
    ejército acólitos de Udimu y los custodios de
    Hatshepsut sobrevivientes, debieron purgar sus penas como
    esclavos en las minas y canteras de Kush, que era lo mismo que
    ser condenados a muerte, pero prolongando la
    agonía.

    Aún recuerdo con claridad el momento en que
    Tutmés preguntó a Shomu por qué lo
    había traicionado, justo antes de que el hacha silenciara
    para siempre su lengua.

    —- La Reina me ofreció grandes riquezas,—-
    dijo Shomu mirando fijamente a Tutmés.—- pero no fue eso
    lo que motivó mis actos. Durante años tuve que
    acallar mi amor y
    esconder mis sentimientos por mi amante, teniendo que vernos a
    escondidas como ladrones de tumbas.

    Conociendo el desprecio con que tratáis a los
    hombres de mi condición, me sentí acorralado al
    llegar el momento de vuestro advenimiento.

    No podría soportar seguir viviendo de aquella
    manera y no viendo otra salida a mi angustioso futuro,
    accedí a la oferta de
    Hatshepsut de una vida libre y pública.—-
    concluyó Shomu, volviendo su rostro de lado, esperando el
    desenlace sin temor, más bien con resignada
    serenidad.

    Sentía un profundo dolor por la pérdida de
    mis mejores amigos y no aceptaría que se disculpase la
    traición, sin embargo, no tuve rencor hacia Shomu y
    reconocía que sus palabras no faltaban a la
    verdad.

    Imaginé que Tutmés se apiadaría de
    aquel custodio que durante tanto tiempo le había servido
    fielmente, imponiéndole alguna condena menos
    severa.

    Me equivoqué. Sin decir palabra, desde su sitial,
    con un leve gesto, dio la orden al verdugo. Shomu fue, al igual
    que su amante, decapitado y su cuerpo enterrado lejos de su
    cabeza, sin los ritos Ut de conservación, para asegurar la
    destrucción de su Ka, la aniquilación de su
    espíritu. Su castigo tenía valor
    ejemplarizador, pero no pude evitar cierto malestar por el tiempo
    compartido, las misiones en que arriesgamos la vida juntos y por
    haber luchado codo a codo, valorándolo también como
    gran guerrero que era. En aquel momento se me ocurrió que,
    si Tutmés hubiese sido más tolerante a la hora de
    juzgar la vida de los demás tal vez Madakh, Ykkur y el
    mismo Shomu aún estuviesen vivos, pero para aquel
    instante, poco servía imaginar las cosas de otro modo
    cuando todo se había consumado.

    Los asesinos del padre de Maya fueron descubiertos y
    ajusticiados, pero nunca se pudieron recuperar los restos de Ipu,
    abandonados en el desierto a la acción
    de los animales
    carroñeros y a los elementos. Traté de consolarlos
    diciéndoles que, personalmente, creía que el
    espíritu de los hombres justos como Ipu, eran protegidos
    por el Dios Asar aunque sus cuerpos no se conservaran. Si no,
    ¿de qué otra manera podrían las deidades
    recompensar a aquellos que, perdida su sustancia corpórea,
    habían obrado en la vida con el sentido que Ma’at
    señala?

    Asistí conmovido a la inhumación de los
    cuerpos de mis queridos amigos Madakh e Ykkur, encontrados poco
    después en el lugar de la emboscada, a los que se
    rindieron los honores que merecían, luego de sacrificar
    sus vidas para salvar la del nuevo soberano. Los
    recordaría con afecto durante el resto de mis días,
    ya que de ellos aprendí muchas cosas que me
    ayudarían a sobrevivir y a superar los escollos que se
    presentan en el camino hacia la tumba.

    Mi familia, por otro
    lado, más allá de los sustos que pasó por
    tantas situaciones angustiosas sufridas en los meses anteriores,
    se encontraba en perfecto estado. Mi
    madre había recuperado la alegría que la
    caracterizaba, mi abuela recuperó la tranquilidad que
    necesitaba, Eset pudo volver a sus tareas habituales en el taller
    de costura del Palacio y mi padre prosiguió entre los
    maestros escultores más prestigiosos del país,
    encargado luego de dirigir algunas de las obras que
    llevaría Tutmés a cabo para engrandecer y hermosear
    los templos y santuarios de la gran metrópoli.

    Por mi parte, esperaba ser nombrado miembro del grupo de
    custodia del Faraón como que tenía sobrados
    méritos para ser premiado con dicha
    inclusión.

    Sin embargo, el soberano tenía otros planes para
    mí que cambiaron radicalmente el rumbo de mi vida hacia un
    ámbito de la esfera de gobierno
    impensado en aquel momento según mis aspiraciones. Fui
    nombrado "Guardián de los secretos de las lenguas
    extranjeras", es decir, eligió para mí funciones
    relacionadas con mis aptitudes para la escritura y
    los idiomas que, a decir de todos, me depararía una
    existencia envidiable, un futuro promisorio, un cargo de gran
    prestigio social, una vejez holgada
    disfrutando de las rentas acumuladas y un rico sepulcro en el
    sector de la necrópolis reservada a los altos
    funcionarios.

    Tal vez, la providencia me hubiese favorecido más
    brindándome el simple puesto de custodio, mas, querido
    nieto Kamose, poco puede hacer el hombre para
    cambiar el curso del viento, para contener las olas del mar o
    para impedir que el sol se ponga.
    Del destino de los hombres solo los dioses saben el cómo y
    el por qué, a mí solo me resta narrar los hechos,
    pues, en lo que respecta a las respuestas a esos interrogantes,
    las desconozco.

    Capítulo 1

    " Entre
    el placer y la culpa."

    Un hecho aparentemente menor ocurrido durante las
    primeras semanas de reinado de Tutmés, fue la
    explosión moderada de una montaña de fuego ubicada
    en una importante isla del país de Keftiu, que
    ocasionó una gigantesca columna de negro humo, visible
    aún desde el delta del Hep-ur, y un posterior
    oscurecimiento de la zona marítima y terrestre
    circundante, por la formación de densos nubarrones que se
    disiparon lentamente con el transcurso de los meses.

    Los sacerdotes del templo de Ra aseguraron que dicho
    fenómeno también provocó el enfriamiento del
    clima de la
    región al punto que la estación de la cosecha de
    ese período careció de los intensos calores que la
    caracterizan. Si bien el suceso no produciría por aquel
    entonces alteraciones notables, ya que solo afectó de
    manera directa al país de Keftiu y a los territorios
    próximos, el estremecimiento que sobrevendría
    tiempo después en la mencionada isla resultaría
    tener trascendentales consecuencias en los acontecimientos
    futuros.

    Con la entronización de Tutmés, se
    abrían un sinnúmero de interrogantes acerca del
    futuro del país y las cuestiones relacionadas con el
    manejo de los territorios extranjeros dominados por nuestros
    ejércitos. De lo que sí estábamos seguros, era de
    la energía con que, el monarca, se disponía a
    emprender la nueva empresa.

    Durante los siguientes meses el Faraón se
    ocupó de reorganizar la
    administración, seriamente afectada por la
    desaparición y destitución de gran número de
    funcionarios, debiendo nombrar en muchas ocasiones a escribas
    novatos, a falta de burócratas mejor ubicados en el
    escalafón o más experimentados, que inspiraran en
    el soberano la confianza necesaria para colocarlos al frente de
    importantes responsabilidades.

    Tutmés ubicó en la cúspide de cada
    estamento a los personajes más eficientes y
    reconocidamente fieles a su mando, como a Rekhmyre, que nombrado
    visir (Tjaty, como se denomina al cargo en nuestra lengua), se
    hallaría a la cabeza de la
    organización de los recursos del
    estado, confiándole la elección de sus
    colaboradores, para obtener el mayor provecho de las riquezas del
    país y de los territorios de las tierras nehesi, de manera
    que se pudiese contar con los medios
    económicos necesarios para hacer frente a su máximo
    objetivo, la
    recuperación de los territorios del norte, antaño
    conquistados por su abuelo Tutmés I.

    La más alta jerarquía del clero de
    Amón-Ra, permaneció en manos seguras, las del
    prestigioso Menkheperre’seneb, confirmado en el
    cargo.

    El dignísimo puesto de arquitecto y director de
    las obras reales, además de supervisor del Tesoro Real,
    recayó en la figura del honorable Benimeryt, más
    tarde nombrado también tutor de la princesa
    Merit-Amón.

    Debido a la facilidad que había demostrado en el
    dominio de la
    escritura, el propio Tutmés ordenó mi
    instrucción en el
    conocimiento de las lenguas y dialectos extranjeros, para
    transformarme en un experto escriba y calificado lingüista,
    con miras a reemplazar a los representantes de Kemet ante las
    naciones asiáticas, que no habían cumplido sus
    funciones con probidad, vendiendo información a los enemigos hurritas y a sus
    aliados amorreos, durante el reinado de Hatshepsut.

    Fue bastante sorpresivo para mí, considerando el
    hecho de que mi entrenamiento
    durante los años previos, fue orientado a mi
    preparación como custodio para formar parte de la guardia
    personal, que
    finalmente, quedaría al mando de mi amigo
    Amenemheb.

    La mayor parte de mi tiempo lo pasaba en Palacio
    asimilando los conocimientos recibidos de personajes exiliados
    por razones políticas,
    nobles y aristócratas caídos en desgracia y
    mercaderes asiáticos empobrecidos, que fueron reunidos por
    el monarca para formar a los nuevos embajadores entre los que me
    encontraba.

    Sin embargo, paralelamente, Tutmés en ocasiones
    me encomendaba, tarea que me complacía pues me
    permitía descansar del agotador y a veces tedioso aprendizaje del
    protocolo
    diplomático, el entrenamiento de los nuevos miembros de la
    custodia, o que supervisara el alistamiento de las tropas del
    ejército, a las que deseaba transformar en cuerpos de
    combate de máxima eficacia cuyo
    desempeño, sumado a las tácticas y
    estrategias de
    guerra que
    planeaba utilizar para enfrentar a las naciones rivales, lo
    llevara a la victoria.

    A veces, también me ordenaba que lo
    acompañara en sus numerosos viajes a
    diferentes ciudades del país, pero normalmente me dejaba
    en la capital para
    que prosiguiera mis estudios con el objetivo de que lograra el
    dominio de las lenguas, las letras, las tradiciones y costumbres
    de las naciones extranjeras más destacadas.

    Este cúmulo de conocimientos en la
    formación de un diplomático constituía toda
    una innovación ideada por Tutmés, ya que
    por lo que me enteré posteriormente, los embajadores y
    representantes extranjeros, solo conocían la lengua y
    escritura de los países en que desarrollaban sus
    actividades.

    Mis nuevas responsabilidades, me obligaban a permanecer
    largo tiempo en el ámbito palaciego e inevitablemente me
    enfrentaban con situaciones y sentimientos ambiguos y
    contrapuestos. Contradictorias emociones
    embargaban mi ka confundido por pasiones prohibidas que
    conmocionaban mi cuerpo en las cálidas noches de insomnio,
    como si la razón y mi naturaleza
    animal se debatieran en un malvado juego,
    maltratando mi indefenso corazón y
    llenando mi espíritu de amargo pesar.

    Las dos mujeres que colmaban con sus virtudes las
    diametralmente opuestas facetas de mi ser, el amor puro y
    cándido de Tausert y el irrefrenable deseo que despertaba
    Ahset en mí, se cruzaban en mi camino cada día, a
    cada instante torturándome con impiadosa crueldad,
    manteniéndome en una permanente vacilación e
    indecisa pasividad que me afligía
    constantemente.

    Empero, la decisión debía haber sido
    fácil y la cordura tendría que haberse impuesto desde el
    principio a los impulsos del cuerpo, que solo me
    acarrearían graves problemas.
    Podía vencer a cualquier rival en la lucha con la espada,
    arrojaba la lanza más lejos que los guerreros, nadie era
    capaz de superar mi puntería con el arco y sin embargo, no
    conseguía dominar mi propia esencia ni controlar mi
    debilidad por el placer sensual.

    Ahset se había convertido en concubina de
    Tutmés y también en su favorita, luego de que
    Khepermare, su ex-esposo, fuese condenado (por haber tomado parte
    a favor de Hatshepsut) a trabajar en las minas de oro de Kush en
    donde murió poco tiempo después.

    Hubiera sido mucho más fácil para
    mí olvidarla si ella me hubiese ignorado, abrumada por las
    atenciones, los costosos regalos, los magníficas
    celebraciones, las exquisitas joyas y los viajes con que la
    halagaba el Faraón, servida por decenas de esclavas para
    satisfacer todos sus deseos, opacando incluso la importancia de
    Meryetra, la Gran Esposa Real. Nada, de todos esos privilegios y
    demostraciones de parte del monarca, evitó que Ahset me
    enviara mensajes con sus más fieles sirvientes,
    invitándome a su alcoba, cada vez que Tutmés
    abandonaba la capital por diferentes razones. Engañar a un
    funcionario como Khepermare había sido una
    irresponsabilidad, pero traicionar al propio monarca
    constituía una total locura.

    Conocía a Ahset y sabía cuánto la
    excitaban los riesgos, como
    la hacía vibrar el peligro llevándola a límites
    inimaginables.

    El harén era por cierto un nido de serpientes en
    que se tramaban todo tipo de confabulaciones, se levantaban
    calumniosas acusaciones y se urdían planes para
    desprestigiar a las mujeres por las que el monarca mostraba
    más inclinación o cuyos hijos eran preferidos por
    el soberano. Si conociendo como Ahset conocía el ambiente del
    harén, sabía que no era necesario que existieran
    motivos para que una concubina fuese acusada de amoríos
    con algún personaje que frecuentaba el palacio, el mandar
    recados a un hombre que desarrollaba sus actividades
    constantemente en la residencia, era casi un suicidio.

    Sin embargo, parecía que todo eso no era
    razón suficiente para calmar las expectativas de Ahset, y
    lo peor era que yo tampoco podía dejar de pensar en ella.
    Cada vez que la veía en los jardines o la encontraba en
    los corredores, intercambiábamos miradas furtivas,
    robándonos mutuamente por un instante de aquel
    ámbito, para escapar con el pensamiento
    hacia un paraíso de privada intimidad donde poder desatar
    la pasión y dar rienda suelta a los irreprimibles deseos
    de unirnos nuevamente.

    Cada madrugada me sorprendía, luego de haberme
    extasiado vanamente en el ígneo brillo de sus ojos
    cristalinos como el mar, en el sabor de sus labios, en la tersura
    de su desnudez contra la mía, escuchando sus gemidos en
    mis oídos, tras el cálido roce de su piel
    húmeda de perfumado sudor luego de habernos hecho el amor,
    con la decepcionante realidad de estar solo en mi lecho mientras
    ella esperaba por mí, cada noche sola en el
    suyo.

    En el extremo opuesto de mis sentimientos se hallaba
    Tausert, noble, bondadosa, sensible, con su dulzura, su
    inocencia, desbordando de alegría mi corazón con
    cada sonrisa, con cada gesto, su amor incondicional pero digno,
    la admiración que me profesaba, y la belleza frágil
    e inmaculada que la hacía la esposa fiel y la madre ideal
    de los hijos que deseaba tener en el futuro. Transcurría
    horas conversando con ella, visitando los bosquecillos de
    sicomoros, cabalgando juntos a la orilla del río, jugando
    como niños a
    querernos tiernamente con sutiles caricias e imperceptibles
    besos, casi etéreos, en una unión espiritual de dos
    almas gemelas. Ahí justamente residía la
    ambigüedad de mi situación. Tausert era mi alma gemela y
    Ahset mi cuerpo gemelo. No sabía cómo evadirme de
    esa contradicción.

    La confianza que el Faraón había
    depositado en mí, reprimía mis ansias de acudir a
    los aposentos de Ahset cuando él se ausentaba semanas
    enteras llevado al norte por asuntos de estado, mas,
    sentía flaquear mi templanza cuando veía la lujuria
    reflejada en los ojos de esa mujer. La
    infidelidad hacia Tausert y la deslealtad para con el
    Faraón me hacían sentir más vil y miserable
    de lo que fue Shomu con su traición, sin embargo, como la
    barca a la deriva no puede evitar ser llevada por la corriente
    hacia la catarata, así, mi ánimo era arrastrado por
    la sensualidad hacia el placer.

    Aquella tarde, durante un viaje del soberano a Mennufer
    para celebrar la festividad del Dios Ptah, me encontraba en la
    quietud de los jardines de palacio, tomándome un momento
    de descanso después de horas de trabajar en mi
    perfeccionamiento de la lengua hitita, con un noble de Hatti
    exiliado en la capital de Kemet. Habiéndose retirado mi
    instructor asiático, disfrutaba de la belleza del
    purpúreo resplandor del ocaso sobre las colinas, bajo la
    fresca sombra de una acacia luego de una tórrida jornada,
    en la tranquilidad de la residencia, casi desierta por la partida
    de la corte secundando al monarca, incluidos un buen
    número de sirvientes y esclavos, entre los que se hallaba
    la propia Tausert, que acompañaba a una de las
    señoras del harén.

    Sorpresivamente, vi. aparecer a Makale, una de las
    esclavas nehesi, transitando los senderos entre los canteros de
    malvas y margaritas, llevando un cesto con el que recogía
    flores, mientras se dirigía hacia mí.

    No era raro ver a una sirviente negra en los jardines,
    empero, me llamó la atención que la esclava más fiel de
    Ahset permaneciese en palacio. Hasta aquel instante creí
    que Ahset había viajado aquella misma mañana con la
    comitiva, como el resto de las damas del harén, pero al
    ver a la joven nehesi, sospeché que no lo había
    hecho.

    Con calculada distracción la muchacha dejó
    caer un rollo de papiro al pasar junto a mí, mientras
    inspeccionaba el cantero de amapolas que se hallaba a mis
    espaldas. Disimuladamente, aunque con cierto nerviosismo ya que
    aún quedaban muchos ojos indiscretos en palacio,
    levanté el escrito encontrando como esperaba una nota de
    Ahset, sin firma ni sello para no dejar pruebas de su
    autoría: "He aguardado esta oportunidad por meses. Te
    espero cada noche anhelando tus caricias y mis labios recuerdan
    cada beso de tu boca. Mi piel arde de deseos ansiando ser
    recorrida por tus manos. Necesito de ti como el viajero siente
    necesidad del agua en el desierto. No me niegues tu oasis, se mi
    fresco manantial y mi frondoso sicómoro para que en ti
    aplaque mi sed y bajo tu agradable sombra repose mi cabeza. Mi
    esclava guiará tus pasos esta noche hasta los aposentos de
    mi amiga, la princesa Kina."

    Mi corazón latió intensamente, en tanto,
    una rara mezcla de ansiedad y temor se apoderó de
    mí, abrumado por la idea volver a tenerla entre mis
    brazos, al tiempo que consideraba los riesgos que implicaba la
    posibilidad de que algún guardia del harén o
    quizá cualquier sirviente de palacio pudiera
    descubrirnos.

    La ocasión no podía ser más
    propicia, teniendo en cuenta que ni siquiera se encontraban las
    compañeras de Tausert, que podrían sospechar de
    mí y que el propio Chambelán se había
    retirado a su residencia en las afueras de Waset, ante la
    ausencia de la mayoría de los cortesanos. Su secretario
    escriba, era un borrachín que no tardaba en caer en total
    estado de ebriedad cuando lo dejaban a sus anchas, invitando a
    los miembros de la guardia en una orgía de bebidas,
    hurtadas de la bodega de la residencia, que iba desde cerveza hasta
    vino y licor.

    Me sentía lleno de pesar, pero al mismo tiempo
    deseoso de tener aquel encuentro prohibido, incitado por los
    recuerdos de aquellas noches de deleite carnal, capaces de
    arrebatar la cordura del hombre más casto.

    Cargado de culpas por traicionar a Tausert y a mi
    soberano, me veía atraído hacia ella en una
    ineluctable caída, hacia una vorágine de la que me
    era imposible escapar.

    Parece difícil de creer que yo amase a Tausert y
    cayera en brazos de Ahset en la primera ocasión que se
    presentaba. Sin embargo, era verdad que la amaba, pero el amor de
    la dulce Tausert, sabía a agua fresca de manantial que
    todo hombre necesita para vivir y disfruta cuando está
    sediento. Por el contrario, el fuego que encendía Ahset en
    mis entrañas, tenía el efecto de un mágico y
    exquisito elixir, como un vino dulcemente embriagador, que
    adormecía el pudor y encendía mis sentidos,
    entregándome a un gozo adictivo, que me hacía
    débil y vulnerable al dominio con que manipulaba mi
    ser.

    En los meses que habían pasado desde la
    coronación, con la estabilidad y la tranquilidad de vuelta
    a nuestras vidas, había reanudado mi romance con Tausert e
    incluso llegamos a compartir momentos de sensual intimidad,
    reconfortantes y plenos de ternura, que fortalecían
    nuestra unión. A pesar de ello, el amor de Tausert
    satisfacía mi corazón mas, no mi cuerpo.

    Me resultaba imposible abstenerme de la atracción
    animal que Ahset ejercía sobre mí, como una
    irresistible tentación de ignominioso poder que me
    rebajaba a la condición de una fiera salvaje incapaz de
    controlar sus instintos.

    Trataba de ocupar mi mente en otros asuntos, buscando
    evadirme de los pensamientos que una y otra vez, me llevaban el
    recuerdo de sus formas perfectas y su voraz erotismo, terminaba
    siendo una lucha inútil, vana, que consumía mis
    fuerzas y derruía mi concentración hasta
    agotarme.

    Esa noche luego de entrar en las habitaciones del
    Harén, cual saqueador a un sepulcro, artero e infame,
    apresuré mis pasos por los corredores desolados hacia los
    brazos del acto nefando, de la perfidia más despreciable,
    mientras mis piernas se negaban a desandar el camino que me
    llevaría a satisfacer a mi piel y a avergonzar a mi
    corazón. La encontré yaciendo sobre mullidos
    jergones con un camisón de lino blanco transparente que
    exaltaba sus atributos y elevaba su hermosura a la
    condición de una diosa.

    Bebiendo de una copa de alabastro jugaba con sus dedos
    enrulando sus sedosos cabellos que brillaban con tonos rojizos
    ante el tenue fulgor de una lámpara de aceite.
    Hambriento de su carne, me acerqué a sus espaldas,
    acechándola como un león pronto a devorarla, en un
    juego de presa y cazador. Ella intuía mi presencia
    esperando nerviosa el roce de mis manos, adivinando mis deseos de
    redescubrir su siempre indómita naturaleza.

    Excitado por su figura me saqué el taparrabo y me
    acosté detrás de ella sin que emitiese un sonido ante mi
    cercanía, sin que hiciese el más mínimo
    movimiento
    para volverse hacia mí, como si desconociese mi
    existencia.

    Apoyé mi pecho sobre su espalda y mi shendyt
    tenso por la presión de
    mi falo sobre sus caderas, sintiendo temblar sus piernas. Sin
    darse vuelta se movió lentamente en ondulaciones reptantes
    que provocaron el deslizamiento del camisón hasta
    descubrir sus caderas desnudas, que frotó lascivamente
    contra mi faldellín, hasta levantarlo por encima de mi
    pene, que se irguió enhiesto contra su entrepierna. Con
    extrema suavidad escabullí mi mano derecha por debajo de
    la translúcida tela hasta arribar a sus pechos turgentes
    como odres llenos con los pezones tibios e hinchados provocando
    el erizamiento de su piel. Se apretó contra mi cuerpo
    hasta que sentí que había penetrado en su vientre
    que ondulaba suave y rítmicamente. Mordí su cuello
    y seguí subiendo hasta a la nuca oculta tras la cabellera
    perfumada a manzanas, que caía de lado cubriendo su hombro
    con grandes bucles.

    Al succionar el lóbulo de su oreja recorriendo
    con mi lengua su pabellón giró sobre si misma para
    terminar pasando sus piernas alrededor de mi cintura.
    Emitió un quejido casi felino, arañando mi espalda,
    retorciéndose y atrayendo contra su pelvis mis caderas con
    más y más intensidad aún, en rítmicos
    vaivenes más rudos y frecuentes, entre gemidos y jadeos.
    Me sentía enloquecer libando sus senos mientras se
    sacudía con frenesí hasta gritar, arrebatada por
    una excitación indescriptible, en un estremecimiento que
    hizo vibrar lo más íntimo de nuestro ser, en un
    rapto extático. Aquella madrugada de descontrolada
    pasión, Ahset llevó a límites hasta entonces
    desconocidos mi experiencia sexual.

    Antes de que yo escapara de sus aposentos cobijado por
    las últimas sombras del alba, ella
    abrió su cofre de alhajas y sacó un bello brazalete
    de ébano y marfil grabado con símbolos desconocidos en su
    exterior.

    —- Esta joya representa el indestructible lazo que te
    mantendrá junto a mí en cuerpo y alma, para que
    nuestro amor sea eterno.—- dijo colocándomelo antes del
    beso de despedida.

    La inscripción interior rezaba, "Unidos en la
    vida y en la muerte bajo
    la magia de la poderosa Sakhmet". Me llamó la
    atención que hubiese elegido a una deidad guerrera con
    inclinaciones hacia los embrujos y los poderes ocultos, en vez de
    una diosa como Hathor caracterizada por bendecir los amores
    profundos y puros, pero viniendo de Ahset no podía
    desconocer su originalidad y su desprecio por lo trillado y
    convencional.

    Algo había de poderoso en aquella joya que me
    hizo sentir estrechamente ligado a Ahset, tan íntimamente
    unido a ella, que me encadenó a su voluntad.

    Así fue como volví a caer en las garras de
    la lujuria hecha mujer, de la tentación hecha carne,
    aborreciéndome a mí mismo por la flaqueza de mi
    espíritu, por engañar la confianza y el amor que
    Tausert depositaba en mí. A ella le dije que había
    recibido el brazalete como obsequio del propio
    Faraón.

    Ahogado en un mar de remordimientos, me hundí con
    enfermizo fervor en la pecaminosa relación que nos
    arrastraba hacia un futuro impredecible, plagado de peligros y de
    desenlace incierto.

    Nuestros furtivos encuentros se sucedieron con
    frecuencia cada vez mayor, convirtiendo el placer en un juego
    demencial de riesgos innecesarios que podían costarnos la
    cabeza. Una noche nos escapamos de una celebración en
    palacio, para hacer el amor en una de las salas de la administración que se hallaba a oscuras. En
    otra ocasión lo hicimos en los jardines en donde nos
    podrían haber descubierto los guardias
    nocturnos.

    Cuando volvía la calma y recuperaba la
    compostura, en la soledad de mis aposentos, llegué a
    llorar amargamente afligido por la compulsiva obsesión que
    dominaba mi ser, corriendo el albur de perderlo todo por una
    pasión desenfrenada que no me conduciría a nada
    bueno.

    Decidí poner cierta distancia entre Ahset y yo,
    pidiendo a Tutmés que me permitiera acompañarlo en
    la campaña que iniciaría en breve, esgrimiendo como
    excusa que podría practicar mis conocimientos de las
    lenguas de los pueblos de Retenu.

    El soberano accedió de buen grado, sugiriendo que
    me uniera al grupo que iría a la vanguardia
    explorando la ruta costera.

    Días antes del viaje me había sentido raro
    y aunque no era la primera vez que participaba de una
    expedición a tierras extranjeras, embargaba mi pecho una
    sensación de angustia que me resultaba imposible soportar
    y además sufría un extraño padecimiento que
    se asemejaba a tener una culebra retorciéndose dentro de
    mis entrañas. Agudos dolores de abdomen que me abandonaban
    y regresaban sin motivo aparente, al punto que mis padres
    intentaron convencerme de que desistiera de formar parte de
    la empresa. La
    propia Tausert, preocupada por mi estado de salud, compró hierbas
    curativas del mercado para que
    tomara sus infusiones pero nada calmaba mi
    afección.

    La misma Ahset me envió un mensaje
    diciéndome que su amiga del harén, la princesa
    Kina, otra esposa secundaria del monarca, una dama misteriosa que
    según ella poseía poderes sobrenaturales,
    recomendaba que viese a Henu, el mago curandero y herbolario del
    soberano. Lleno de dudas y creyendo que pudiese tratarse de un
    embrujo o algún mal incurable, consulté a Henu que
    después de inspeccionar mi cuerpo insistió en que
    me abstuviera de partir con los ejércitos del
    Faraón y me proporcionó un potingue espumoso,
    más parecido a agua podrida que a una cura milagrosa, cuya
    ingesta debía repetir por tres días seguidos. El
    repugnante bebistrajo me provocó vómitos tan
    intensos y una debilidad tan marcada que no lo volví a
    tomar.

    Finalmente, durante ocho días, purgué mi
    vientre alimentándome solamente con leche de
    mujeres que daban la teta a sus retoños, como me
    aconsejó mi madre que, sabiamente, decía que si la
    leche materna era tan buena para los recién nacidos
    también lo sería para alguien enfermo. Al cabo de
    diez días me sentía mejor pero estaba flaco y
    endeble.

    Todavía preocupado, temiendo que la
    travesía pudiese costarme la vida, rogué a mi amigo
    Maya, que viajaba con el contingente, que se ocupara de mis
    restos si algo malo me pasaba. A pesar del riesgo que
    corría, mi mente me impulsaba a dejar Kemet aunque mi
    cuerpo se negaba a alejarse de Ahset. Me consolaba pensando que
    si fallecía durante la campaña aún
    tendría una agradable morada eterna en la tumba que me
    estaba haciendo excavar en el cementerio de los nobles, mas, si
    era condenado a muerte por mi relación con la concubina,
    el rey se encargaría de que no hubiese eternidad para
    mí.

    Capítulo 3

    "La toma
    de Joppe"

    El disco de Atón rodaba por el vientre de Nut
    abrasando el desierto a medida que atravesábamos los
    áridos valles entre las colinas de Retenu, pero el
    calor que no
    era tan intenso como otros años, amainaba al atardecer y
    cuando el viento levantaba alguna tormenta de arena, no solo
    impedía la visión a unos pocos codos de distancia
    sino que, tornaba el ambiente marcadamente frío. La diosa
    Ioh era nuestra única compañía en las
    gélidas noches de calma, alumbrando con su pálido
    resplandor la actividad de nuestro improvisado
    campamento.

    Junto al fuego de una de las tantas hogueras dispersas
    por el angosto valle, me senté a comer mi ración al
    lado del comandante.

    —- He ideado un plan que,
    teniendo en cuenta la imposibilidad de asediar la ciudad con el
    reducido número de hombres con que contamos, puede
    llevarnos

    a conquistar Joppe sin bajas considerables para nuestras
    tropas.—- dijo Djehuty, devorando junto con un trozo de gacela
    asada su hogaza de pan, que desprendía migas rodando hasta
    su abultado vientre.

    Lo miré expectante, mientras terminaba de tragar
    su alimento, moviendo como un rumiante la boca grasienta y sus
    gordas mejillas cubiertas por una barba entrecana y
    desaliñada.

    —- Contadme, ¿qué tenéis
    pensado?—- pregunté, interesado.

    —- Mi intención es . . . —- se
    interrumpió para arrojar un trozo de carne a su mascota,
    al que llevaba a todos lados. El felino, un robusto gato barcino,
    era su fiel compañero desde hacía varios
    años por lo que sabía, y se había convertido
    casi en un símbolo entre sus tropas, como una
    protección de la diosa Bastet.—- Prefiero no dar a
    conocer los detalles por ahora.—- dijo mirando a su alrededor,
    ya que no estábamos solos.

    Sospeché que su plan estaba relacionado con los
    carros llenos de pieles, lana, cereales, y demás productos,
    parte de los tributos
    entregados por los pueblos vasallos al Faraón durante los
    días previos de campaña, que llevábamos
    junto con nuestras provisiones.

    —- ¿Para qué llevamos los carros con los
    tributos? —- le pregunté intrigado.

    —- He ahí el secreto de mi plan.—- dijo,
    aproximándose a mí, para luego dar otra mordida al
    muslo.—- No creáis que desconfío de vos. Por el
    contrario, os confiaré un importante protagonismo en la
    conquista de la ciudad enemiga. Ocurre que la traición
    tiene ojos y oídos aún entre las desoladas dunas
    del desierto.—- explicó, tras lo cual hizo una pausa
    para limpiarse la boca con el vuelo del lado derecho del
    paño de cabeza de su tocado, dejándolo mugroso.—
    Los riesgos serán muchos, —- prosiguió.—- y el
    precio del
    fracaso para los que lleven a cabo la misión
    será la muerte. Sé que a pesar de vuestra juventud sois
    un hombre sensato, por lo que sabréis comprender mi
    silencio. Pronto os desvelaré mi estrategia.—-
    respondió el comandante, dando muestras de prudencia y
    astucia. Djehuty terminó de sacarse con una de sus largas
    y sucias uñas los restos de comida retenidos en los
    espacios entre los pocos y oscurecidos dientes que le quedaban,
    en tanto yo, me limité a asentir con la cabeza, mientras
    terminaba mi frugal alimento consistente en leche de cabra y unos
    pocos dátiles que llevaba en mi saco.

    Durante la siguiente jornada, observé que el
    comandante había ordenado aminorar la marcha y
    deliberadamente transitábamos la ruta hacia Joppe pasando
    por todas las poblaciones asentadas entre el campamento del
    Faraón y la costa, recogiendo hasta los modestos presentes
    y miserables tributos como demostración de vasallaje,
    aún de las aldeas más humildes. ¿Intentaba
    ponernos en evidencia? No solo éramos pocos sino que
    tampoco podríamos atacar por sorpresa pues, los
    espías del rey de Joppe ya le habrían llevado
    noticias de
    nuestro avance. ¿Acaso se proponía sobornar al
    soberano a’amu con la paupérrima recaudación
    de algunas ciudadelas y unas cuantas aldeas? Me resultaba
    difícil de creer.

    Luego de haber pasado el día especulando con
    distintas posibilidades y sin encontrar un desahogo a mi
    curiosidad, me acerqué durante el ocaso al comandante que
    esperaba a que terminaran de armar su tienda, sentado sobre una
    estera de junco mientras era refrescado por un par de sirvientes
    que limpiaban su cuerpo de sudor y aplicaban aceite
    aromático a su piel. No podía esperar más
    para saber cual sería mi función en
    el proyecto.

    —- ¿Un poco de agua, señor
    comandante?—- ofrecí al militar, extendiéndole mi
    odre rebosante del fresco líquido del pozo
    cercano.

    Bebió con placer derramándose parte sobre
    la cara para luego mojarse el ralo y ensortijado
    cabello.

    —- Entre el calor y nuestro cansino avance por este
    paisaje desolado me siento más cansado que cuando
    empezamos la campaña a toda marcha.—- dije,
    sacándome el paño de cabeza para enjugarme la cara
    de sudor.

    —- Sé que nuestro progreso es lento pero para
    lograr engañar a nuestros adversarios es preciso hacerlo
    de esta manera.—- explicó.

    —- Es obvio que vuestro objetivo no es un ataque
    sorpresivo a la ciudad costera. Por el contrario, lo que
    hacéis es dar tiempo al rey Og para que se prepare antes
    de nuestra llegada, ¿verdad?—-
    inquirí.

    —- Sois muy perceptivo, embajador, —- dijo
    Djehuty.—- sin embargo, creo que estáis equivocado al
    creer que el soberano de Joppe se encuentra en su reino.
    Confiando en la información de aquellos hombres que se
    presentaron ante el Faraón, diría que el rey de
    Joppe se encuentra en Meggido esperando la llegada de nuestros
    ejércitos con los demás soberanos rebeldes,
    habiendo dejado en su ciudad a algún miembro masculino de
    la familia
    real para resistir nuestro asedio cerrando la
    ciudad.—-

    —- Pero, si ya nos aguardan preparados para resistir
    el sitio de la ciudad, ¿en qué nos beneficia llegar
    más tarde de lo que ellos esperan?—- pregunté
    confundido.

    —- Mi plan apuesta a que se sientan tan confiados en
    su superioridad de fuerzas y recursos, que se atrevan a
    enfrentarnos en la llanura o quizá a emboscarnos para
    destruirnos, antes de que un nuevo contingente de tropas de
    nuestros ejércitos pudiese reforzar el asedio a su
    ciudad.—- expresó el comandante.

    —- Pero, si las tropas que guardan la ciudad son
    inferiores a nuestras fuerzas tampoco se animarán a dar
    batalla y permanecerán tras la seguridad de las
    murallas.—- dije, sin comprender aún que se
    proponía Djehuty.

    —- Mis espías regresaron esta mañana con
    la información que yo esperaba. Zipor, el hijo menor del
    rey está a cargo del gobierno de la ciudad. El soberano y
    el príncipe heredero fueron al encuentro de los
    demás reyes cananeos.

    Por otra parte, como lo imaginaba, el ejército
    que custodia la ciudad es superior al nuestro en al menos cinco
    veces cien hombres. Les dejaremos creer que pueden vencernos
    fácilmente y durante la contienda huiremos
    precipitadamente abandonando los carros con los tributos en los
    que se encontrarán escondidos cierto número de
    soldados que abrirán de noche las puertas de la ciudad
    para caerles por sorpresa.—- explicó.

    —- ¿Entonces que haré yo,
    comandante?—- inquirí, nuevamente.—- Lo pregunto
    porque puede serme de utilidad revisar
    mis papiros con tiempo para repasar el protocolo que acostumbra
    la corte de Joppe.

    —- Os proporcionaré todo para que os
    hagáis pasar por un mercader que introducirá en la
    ciudad a parte de nuestros hombres, escondidos entre los
    productos que trafica.—- respondió.—- El resto los
    introducirán los mismos asiáticos cuando se lleven
    el botín de guerra al huir precipitadamente nuestras
    huestes ante el ataque del ejército de Joppe. Vos y los
    hombres que lleváis, ayudaréis a los demás
    soldados a salir de los escondites para que juntos abran las
    puertas de la ciudad después de la medianoche.

    —- Ni falta hace decir que si nos descubren nos
    despellejarán, ¿verdad? —- dije, estremecido por
    un escalofrío que recorrió mi espina, pensando en
    lo que podrían hacernos los asiáticos si
    caíamos en sus manos.

    —- Tal vez los despellejen, tal vez intenten venderlos
    al Faraón si es que los consideran lo suficientemente
    valiosos como para pagar un rescate por sus vidas.—-
    respondió.

    —- El Faraón no pagará ningún
    rescate por hombres que fracasaron en una misión. Lo
    conozco demasiado como para hacer suposiciones inviables, de modo
    que no nos queda más opción que conquistar Joppe de
    cualquier manera.—- dije resignado.

    —- Así es. Mi carrera militar quedará
    truncada, la vergüenza caerá sobre mi estirpe y hasta
    puedo perder el sepulcro que he preparado para mí y para
    mi esposa si el plan no da resultado, por lo que mi futuro
    terrenal y también espiritual dependen de nuestro éxito.
    —- respondió con gesto grave, irguiéndose para
    dirigirse a su tienda.

    El príncipe Zipor era conocido en toda la
    región por su carácter sanguinario y las apetencias por
    la herencia del
    primogénito. No dudaría en sacrificarnos como
    corderos para demostrar su valía. Además, al igual
    que su padre el rey Og y su hermano, era un obsecuente de
    Parsatatar, rey de Naharín y del príncipe
    Akrabín de Qatna, sucesor al trono de su tierra.

    Por lo que sabíamos acerca de los hombres de la
    Casa real de Joppe, sus ambiciones de territorios en Retenu, los
    habían llevado a enfrentamientos con sus pares de otros
    reinos vecinos,
    demostrando poco tino en el aspecto diplomático y peor
    visión de la política que les
    convenía a los príncipes asiáticos para
    enfrentar a los ejércitos de Tutmés III.

    Al parecer, los veinte años de debilidad en las
    fronteras del imperio, demostrados por el ilegítimo
    gobierno de Hatshepsut, llevaron a los reyezuelos a’amu a
    subestimar el resurgimiento de Kemet como potencia militar
    a manos del nuevo soberano. La falta de unificación de
    criterios y las actitudes
    individualistas y mezquinas de gobernantes cananeos como Og,
    habían salvado a Kemet de ser invadido en las peores
    épocas de decadencia del ejército durante el
    reinado de la madrastra de Tutmés III, como en los tiempos
    de los Heka-Khasut.

    Su necedad, rayana en la más absoluta estupidez,
    impulsó a Og a desafiar la autoridad que
    Durusha de Meggido tenía sobre los príncipes de
    Canaán, intentando conquistar Siquem, sin posibilidad
    alguna de éxito con un ejército reducido y en
    contra de una alianza poderosa. Sólo la oportuna
    intervención de los enviados de Parsatatar lo salvaron del
    desastre total, al convencerlo de entregar un pequeño
    botín para salvaguardar su retirada y la de sus hombres,
    cuando se encontraba acorralado por los ejércitos aliados
    bajo las órdenes del hijo mayor de Durusha, que
    había ido en ayuda de Joab, ante el asedio bajo el que Og
    pretendía someter a la ciudad de Siquem.

    El astuto Parsatatar podría haber dejado que la
    coalición que dirigía Durusha aplastara a Og, pero
    sabía que eso aumentaría el prestigio de su
    líder,
    que con el tiempo podría transformarse en una amenaza
    contra la hegemonía que él tenía sobre los
    territorios de Djahi y el país de los amorreos, por lo
    cual le convenía sobremanera que se mantuviese el equilibrio de
    fuerzas en la región. Por otro lado, el control de la
    ciudad puerto de Joppe revestía una importancia
    trascendental para el dominio marítimo al que aspiraba el
    rey hurrita, en contra de sus enemigos hititas y contra la armada
    de Kemet, que recuperaba lentamente el esplendor de otros
    tiempos. Parsatatar seguramente consideraba que, a pesar de su
    impulsividad, Og era mucho más maleable entre sus manos
    que otros príncipes canaaneos, de modo que le
    convenía mantenerlo como monarca en un sector vital de la
    costa de Retenu, al sur de Akko, una de las bases más
    importantes de la flota hurrito-cananea.

    Teniendo presente la poca brillantez de genio que
    demostraban los varones de Joppe, la idea de Djehuty tenía
    visos de éxito, aunque no debíamos subestimar al
    príncipe Zipor, ya que lo que le podía faltar de
    astucia, le sobraba de desconfiado y traicionero. Debíamos
    ser audaces, pero, al mismo tiempo, cautos, armando una historia que fuese
    creíble y que no despertara sospechas.

    Habiendo alcanzado el último valle al este del
    cordón montañoso que nos separaba de la planicie
    costera, Djehuty ordenó a sus hombres que permaneciesen
    acampados durante el día de nuestra partida, para darnos
    tiempo a ingresar en la ciudad. Luego, durante la siguiente
    jornada, retomarían la marcha para continuar con su parte
    del plan.

    Aquella misma madrugada, antes del alba,
    estábamos listos para partir rumbo a Joppe dispuestos a
    comenzar con el plan que nos llevaría a la conquista de la
    ciudad puerto, o en su defecto, a una muerte segura.

    Iba vestido con una túnica de lino crudo, de
    mangas largas, un gorro rojo de lana y la barba y el bigote
    ralos, que me había dejado crecer desde la salida de
    Kemet, parecía, según decían los idenus del
    grupo, un verdadero mercader, de aquellos que se veían
    pulular en las ferias de toda gran ciudad, ofreciendo su
    mercancía, voceando las virtudes de sus productos, o
    engañando a los posibles clientes para
    ganar a sus competidores.

    Luego de que camufláramos a los soldados
    escondidos dentro las cestas de caña, cargadas de pieles
    de cabra y oveja, salimos en busca de la planicie costera hacia
    la ruta habitual de las caravanas que desde el norte llevaban sus
    artículos a comerciar con las ciudades de
    Retenu.

    En tres carros repletos de cestas, jalados por yuntas de
    fuertes bueyes, transitamos la ruta en total soledad, con la
    tranquilidad de saber despejada la costa de salteadores
    nómadas, que nosotros mismos habíamos eliminado de
    la región.

    Bajo el brillante disco de mediodía, cuyo efecto
    era disminuido por la fresca brisa marina, transitamos a la vera
    de un par de aldeas enclavadas al pie de las colinas sembradas de
    olivo, rumbo a Joppe.

    A medio iteru de distancia de la fortificación,
    cuyas blancas murallas veíamos ondular por efecto del
    aire caliente
    sobre el ardiente camino, fuimos interceptados por soldados de un
    puesto de guardia, que, ubicados en un atalaya cercano,
    inspeccionaban las caravanas que se dirigían hacia el
    mercado urbano.

    —- ¡Alto ahí!—- gritó uno de los
    guardias desde la torre del puesto de vigilancia.

    En número de ocho a diez con cascos oblongos de
    cobre, camisas
    blancas, chalecos de cuero, los
    barbados asiáticos se aproximaron a revisar la carga que
    mis cuatro sirvientes (en realidad eran todos soldados
    mercenarios de Khinakhny de las milicias extranjeras de Kemet), y
    yo, conducíamos hacia la ciudad del rey Og.

    Uno de los más fornidos de entre los guardias
    enemigos, de tupida barba negra, se acercó hasta el carro
    que conducía uno de mis soldados disfrazado de sirviente,
    a inspeccionar la mercadería. Mi gato (el de Djehuty en
    realidad) refunfuñó enojado al hombretón,
    que se sorprendió, apartándolo con la mano. El
    felino vino hacia mí, buscando
    protección.

    Me apeé de mi carro, alarmado, cuando vi. al
    sujeto levantando y sacando las pieles y los cueros de las cestas
    arrojándolas al suelo, temiendo
    que descubriera a los soldados escondidos dentro
    ellas.

    —- Os ruego no arruinéis mi
    mercancía.—- dije en lengua cananea con disimulada
    preocupación, mientras levantaba y sacudía las
    pieles ensuciadas con arena.

    —-¿Quién eres tú para decirme
    qué debo y qué no debo hacer, mercachifle
    barato?—- dijo el asiático, atrayéndome hacia
    sí, estirando con sus torpes manos mi túnica hasta
    poner mi cara enfrente de la suya, mientras vociferaba, emanando
    un apestoso aliento. Más alto que yo, parecía un
    oso, de manos grandes, antebrazos gruesos y cubiertos de tan
    espeso pelo que apenas permitían ver la blanca piel que
    cubrían.—- ¡Desparramaré tu maldita
    mercancía por toda la playa y la irás juntando de
    rodillas sin decir palabra! ¿Me entiendes, rastrero
    gusano?—- gritó en mi cara, en tanto que sus
    compañeros festejaban con sonoras risotadas el maltrato al
    que me sometía, mientras seguían vaciando
    peligrosamente las cestas.

    —- No creo que al rey Og le agrade ver cómo
    arruinaron las pieles que pidió que le enviara mi
    señor.—- dije apurado, intentando detenerlos antes de
    que nos descubrieran. Se me ocurrió invocar a Og, sabiendo
    que no se hallaba en la ciudad.

    El embuste surtió efecto. El hecho de que las
    pieles fueran para el rey los paralizó, y dejaron de
    revolver las cestas inmediatamente. Otro guardia, al parecer el
    jefe del grupo, más bajo, de largos cabellos
    castaños y ojos pardos claros, apartó con gesto
    preocupado al gigante barbado y acomodó el cuello
    desbocado de mi túnica, tratando de recomponer el error
    que estaban cometiendo.

    —- ¡Levanten todo y limpien las pieles que
    tiraron en la arena!, ¡Rápido!—- les ordenó
    a sus hombres, haciendo lo propio, temiendo las consecuencias que
    la estupidez cometida pudiera acarrearles.

    —- Perdone, señor mercader, este lamentable
    malentendido. Os ruego nos permita escoltarlo con uno de nuestros
    carros hasta la ciudad.—- expresó.

    —- Estaría sumamente agradecido.—-
    respondí amablemente, en tanto reía
    íntimamente por el cambio de
    actitud de los
    guardias, que lo único que faltaba era que buscaran una
    alfombra roja para mi entrada a Joppe.

    —- Le ruego no mencione a "Mi Señor" este
    desgraciado incidente.—- solicitó el comandante de la
    guardia, mirando con evidente enojo al gigante, que sacudiendo
    cueros y pieles, trataba de evitar la mirada de su enfadado
    superior.

    —- No os preocupéis.—- dije.—- El rey nunca
    conocerá este acto de descortesía.—-
    expresé, ante la preocupada sonrisa del jefe.

    Más tranquilo, luego de pasar la inquietante
    situación suscitada, entramos en la ciudad, en cuyo centro
    se levantaba la ciudadela protegida por una fortificación
    cuadrangular de altos muros almenados. Bajo la fresca techumbre
    de grandes higueras, altísimas palmeras y coposos
    sicomoros, rebosaba de actividad la plaza central, colmada de un
    gentío bullicioso, intercambiando toda clase de
    objetos, manufacturas, cereales, legumbres, artesanías,
    animales de tiro, cabras, ovejas, pescados y otros
    productos.

    Transitamos lentamente entre la multitud congregada,
    ubicándonos sobre uno de los sectores junto al muro, donde
    se apretujaban los visitantes arremolinados alrededor de la
    feria, los carros de los comerciantes ambulantes o los puestos
    instalados en el predio del puerto.

    A pesar de no ser una urbe espacialmente grande, se
    podía adivinar su riqueza e importancia a través de
    la magnificencia del templo a su dios Baal y los santuarios a
    dioses tutelares menores, que se distribuían por la ciudad
    y ante los cuales los fieles entregaban sus ofrendas para
    sacrificios, como palomas, corderos, carneros, etc.

    La residencia real ocupaba gran parte del muro norte y
    evidenciaba en su fachada el egocentrismo y la megalomanía
    del rey por su propia persona, cuya
    imagen, del
    tamaño de las columnas del pórtico de entrada, se
    alzaban por pares, flanqueando la escalinata de ingreso, en
    actitud hierática, exaltando su supuesta condición
    divina.

    Recorrí la ciudad exterior observando atentamente
    la disposición de los atalayas, ubicados
    estratégicamente en la falda de las colinas, que
    descendían hacia la planicie costera. Desde allí se
    divisaba la región hacia los cuatro puntos cardinales, de
    manera de prevenir cualquier ataque sobre Joppe, inclusive por
    mar, dando tiempo a la defensa de su guarnición en la
    ciudadela fortificada en caso de asedio por parte de un gran
    ejército.

    Decenas de soldados, distribuidos entre los torreones y
    las torres que a distancias regulares coronaban el muro de
    circunvalación, custodiaban el orden dentro y fuera de la
    ciudadela bullente de un mercantilismo
    febril.

    Periódicamente desde cada puesto de guardia se
    hacía sonar el cuerno de carnero que portaban los
    oficiales al mando, como aviso de calma y orden desde cada
    atalaya y a lo largo de la muralla, o en señal de alarma,
    que se propagaba de un puesto a otro, de norte a sur y de este a
    oeste.

    Calculé el número de sus tropas en al
    menos quince veces cien hombres, contando los soldados de las
    barracas, los de las murallas, de los atalayas, de los templos,
    de las plazas, del puerto y los que custodiaban el palacio y los
    edificios anexos. Era seguro que para
    las excursiones armadas contarían con un mayor
    número de hombres, proporcionado por las levas realizadas
    entre los habitantes de las aldeas cercanas, directamente
    dependientes del gobierno de Joppe.

    Considerando la situación y nuestros recursos,
    nuestras posibilidades de conquistar la ciudad, según el
    plan, eran buenas, pero resultaba imprescindible neutralizar a
    los vigías de por lo menos uno de los atalayas, para
    permitir el paso de nuestros hombres, durante la noche, rumbo a
    la ciudadela, cuyas puertas debían ser abiertas desde el
    interior por nuestros soldados ocultos.

    Durante la tarde pude ver al príncipe Zipor,
    mientras, con su comitiva, inspeccionaba a las tropas en la
    explanada frente al templo de Baal.

    La aparente tranquilidad en que había
    transcurrido la mañana se había convertido en
    tensión hacia la tarde, y pronto una masiva migración
    se iniciaba hacia el interior de los muros. Poco antes del ocaso,
    cuando las antorchas ya habían sido encendidas en las
    calles, en lo alto de los torreones y las torretas, en los
    atalayas y sobre los macizos pilares que flanqueaban el gran
    portal de acceso a Joppe, familias enteras que habitaban los
    barrios de la ciudad exterior terminaban de ingresar con sus
    animales de tiro y sus carros repletos de enseres, sacos con
    grano y ropas. Hombres, mujeres, niños y ancianos arreaban
    sus cerdos, cabras, ovejas y vacas, y trasladaban sus aves de corral
    algunas en brazos y otras en jaulas, además de sus
    pertenencias personales más importantes para ponerse a
    resguardo, sabiendo que se aproximaba el enemigo.

    Esa noche sufrí nuevamente las consecuencias del
    mal que me aquejaba. De a ratos sentía aquello quemando mi
    cuerpo por fuera, bañándome en profuso sudor, y con
    la sensación de que una criatura devoraba mis
    vísceras por dentro.

    Trastornando mi espíritu me provocaba confusas
    visiones en las que empecé a descubrir a Ahset caminando
    entre la gente en la plaza, junto al templo, deambulando sobre
    las pasarelas de la muralla. No podía dar fe de lo que
    veía, mis ojos me engañaban y mis hombres
    empezarían a creer que estaba endemoniado.
    ¿Cómo podría hacer que siguiesen mis
    instrucciones si perdían su confianza en mí? La
    veía constantemente pero simplemente comencé a
    ignorar su imagen, porque no podía encontrarse
    allí. Debía ser el efecto de mi afección. De
    pronto todo cesaba y parecía volver a la
    normalidad.

    A riesgo de perder autoridad con mis subordinados tuve
    que confesar a Heri el jefe de grupo que estaba bajo mi mando,
    que me sentía enfermo y que precisaría de su
    ayuda.

    Los soldados en general solían detestar a los
    funcionarios letrados por su carácter soberbio y su
    arrogante desprecio hacia las demás profesiones por
    considerarlas de clase inferior. Se vanagloriaban de su
    cómodo trabajo
    intelectual que les brindaba una vida sin sobresaltos, bien
    remunerada y bajo una fresca sombra donde trabajar con sus
    papiros y su equipo de escriba. Por mi parte, yo tenía la
    fortuna de que en el ejército se me conociera por mi
    anterior ocupación de custodio del Faraón y porque
    nunca abandoné las actividades bélicas durante las
    cuales conocí a grandes guerreros entre los que hice
    buenos amigos, ganándome el respeto de la
    mayoría de los hombres de armas.

    Para mi tranquilidad, Heri me brindó su atenta
    asistencia en todo momento.

    Pasada la medianoche y ciertamente, más repuesto
    de mi padecimiento, decidí que amparados en la oscuridad y
    la quietud nocturna nos dispusiéramos a sacar a los
    soldados escondidos. Cobijados en las sombras proporcionadas por
    los techos de las caballerizas contiguas a nuestra tienda,
    ayudamos a los diez soldados a salir de las cestas. La
    mayoría se hallaban con el trasero dolorido y con los
    miembros inferiores entumecidos después de haber
    permanecido sentados con las piernas encogidas durante toda la
    jornada.

    Mientras ellos se alimentaban con pan y frutas,
    recuperando su compostura, repasamos los movimientos que
    deberíamos efectuar la noche siguiente teniendo en cuenta
    los dispositivos de seguridad con que contaba la fortaleza,
    según lo que habíamos observado el día
    previo.

    Antes del amanecer las tropas de Zipor salieron de la
    fortificación hacia la llanura costera en espera de la
    llegada de nuestras huestes. A los efectivos que tenía la
    ciudad se sumaron durante el alba al menos cinco veces cien
    hombres provenientes de las levas entre las poblaciones
    circundantes. Algunos de ellos no eran más que
    niños y la mayoría sumaba demasiados años
    para defender su propia vida ante el embate de cualquiera de
    nuestros soldados.

    El príncipe había tragado el anzuelo y se
    disponía a hacernos frente en batalla alentado por el
    reducido número de nuestros efectivos, buscando una
    resonante victoria, que le favoreciera en su lucha por el trono
    de Joppe o ambicionando un lugar preeminente entre los
    príncipe de Retenu, en lugar de la mucho menos descollante
    actitud de resistir el asedio sobre la ciudad.

    Hacia el mediodía, bajo un cielo nublado y un
    ambiente opresivo, los rumores y chismes surgidos entre el
    populacho hacinado en la ciudadela declaraban que el comandante
    del ejército invasor, luego de haber conminado al
    príncipe a rendir la plaza, había recibido de
    éste como contestación un total rechazo.

    Además Zipor, elevado por la chusma al rango de
    héroe, había amenazado a los enemigos
    diciéndoles que no tomaría prisioneros y que todo
    aquel que cayese en manos de sus soldados sería
    sacrificado, para escarmiento de los que osaran pisar suelo del
    reino de Og.

    Como estaba previsto por Djehuty la contienda
    llevó más tiempo en los preparativos que en
    resolverse en el terreno, dado que nuestras tropas no opusieron
    resistencia. A
    media tarde el ejército de Joppe había puesto en
    precipitada fuga a las tropas del Faraón, o eso
    creían ellos, y tomaban como botín de guerra lo que
    dejaron abandonado los nuestros en la huida.

    Así, según lo planeado, antes de que el
    disco de Atón se pusiera allende los mares, nuestros
    enemigos introducían en palacio al resto de los soldados
    con quienes esa noche abriríamos las puertas de la ciudad
    al ejército de Kemet. Como en aquel viejo cuento de
    nuestra infancia, el
    chacal disfrazado de ave entraba en el palomar.

    Esa noche la ciudad se vistió de fiesta y por
    doquier se encendieron fogatas para celebrar el resonante triunfo
    de Zipor al que muchos empezaban a vitorear llamándole "El
    heredero". Se sacrificaron bueyes de cuernos cortos al dios Baal
    y cada santuario recibía las bestias para sus holocaustos,
    lo que alegraba al sacerdocio que disfrutaría de una
    opípara cena. En tanto que la residencia real se hallaba
    iluminada hasta su última antorcha y engalanada con sus
    más exquisitos ornamentos con la nobleza disfrutando de
    los agasajos al príncipe salvador de Joppe, el pueblo se
    regocijaba asando cabritos, corderos y cerdos por las plazas y en
    las avenidas de la ciudad. La cerveza y el vino corrían
    por las calles en odres que pasaban de mano en mano y pronto la
    algarabía se transformaba en franca
    disipación.

    Luego de la medianoche, aprovechando las circunstancias
    que llevaban a un relajamiento de la vigilancia en el interior de
    la fortaleza, ordené a mis hombres que se prepararan para
    comenzar la misión. Cada uno de ellos portaba un arco, una
    aljaba llena de saetas, un hacha y un puñal.

    Dificultando nuestra operación, una gran luna
    llena que de a ratos asomaba entre espesos nubarrones,
    bañaba de blanquecina luminosidad la ciudadela en los
    sectores en donde debíamos movernos.

    —- Las torres de la muralla han sido abandonadas,
    manteniéndose ocupados por soldados sólo los
    torreones ubicados en cada una de las esquinas de la
    fortaleza.—- dije, observando que todos prestaban
    atención a mis indicaciones.—- Los guardias recorren las
    pasarelas del muro atravesando las torres, uniendo en su trayecto
    la distancia entre los torreones. Según pude observar, se
    mantienen dos guardias en cada uno de ellos, mientras que otros
    dos van y vienen hasta la torre ubicada sobre el sector central
    del muro, sitio en el que se encuentran con el guardia
    proveniente del torreón vecino.

    En total conté dieciséis hombres
    custodiando las alturas de la fortificación, en tanto que
    otros cuatro guardan la seguridad de la gran puerta que se abre
    en la pared oriental, de frente a las colinas en las que se
    oculta nuestro ejército. La plaza central es recorrida por
    tres parejas de soldados que transitan entre la festiva
    muchedumbre el sector del mercado y los templos, mientras que una
    decena más resguardan la seguridad del puerto, pero estos
    últimos están tan lejos de nuestro sector de
    acción que casi no debemos preocuparnos por
    ellos.

    Los edificios oficiales y los templos se encuentran
    custodiados por dos guardias delante de cada fachada y solo la
    residencia real se halla bajo una estricta vigilancia, a cargo de
    los custodios del rey, que, por lo que pude ver, no suman
    más de una docena. De ellos se ocuparán los hombres
    ocultos en los carros que forman el botín de guerra, que
    estarán esperando nuestra señal para entrar en
    acción dentro de palacio.

    El resto de la tropa se halla mezclada con la plebe
    disfrutando su embriaguez .—- dije.—- El general Djehuty me
    confió la planificación de los movimientos de nuestro
    grupo para dar ingreso a las tropas de nuestro ejército,
    en tanto que el otro grupo de hombres se encargarán de
    neutralizar a las tropas de la residencia y de la toma de rehenes
    de la familia real, si es que las maniobras no salen según
    lo previsto, de manera de poder negociar algún tipo de
    rendición por parte del príncipe Zipor, o en su
    defecto, nuestra salida de Joppe sin demasiadas bajas.—-
    expliqué a los soldados. Me sorprendí al descubrir
    lo jóvenes que eran algunos de ellos y lo tranquilos que
    se veían. Sabía que Djehuty los había
    elegido de entre lo más selecto de sus guerreros, pero por
    un instante, me preocupó que no fuesen lo suficientemente
    experimentados.

    —- Nuestro primer objetivo será la puerta de la
    fortaleza, la que deberemos ganar poniendo fuera de combate a los
    hombres que la custodian, sin llamar la atención. Luego,
    tomarán las ropas de los cananeos que eliminen y
    vistiéndose con ellas, continuarán atacando a los
    guardianes de los torreones, para finalmente salir de la
    ciudadela y tomar el atalaya que se encuentra justo en frente de
    la fortaleza. Desde allí, daremos la señal para que
    nuestro ejército avance hacia la ciudad. Oremos para que
    la voluntad de Amón-Ra nos lleve a la victoria.—-
    concluí.

    Nos arrodillamos frente a la estatuilla de "El Oculto",
    como llamamos a Amón, y rezamos en la oscuridad una
    plegaria para recibir su bendición:

    "OMNIPOTENTE SEÑOR DE LA TIERRA
    NEGRA,

    AMADO PROTECTOR DE LOS DÉBILES Y
    LOS DESVALIDOS, FUERZA DE LOS
    JUSTOS Y FLAGELO DE LOS INICUOS,

    GUÍA NUESTROS PASOS PARA LA GLORIA
    DE TU NOMBRE, OH, BENDITO AMÓN-RA."

    —- Yo encabezaré el grupo que atacará a
    los custodios del portal de ingreso.—- dije mientras me
    ponía de pie.—- Vosotros tres vendréis conmigo,
    el resto aguardará en las sombras hasta que tomemos el
    control de la entrada.—-

    Vestido con una túnica negra sin mangas ajustada
    por una cuerda a la cintura, portando mi arco sobre el hombro
    izquierdo, y el carcaj en mi espalda, llevaba entre mis manos el
    gato de Djehuty, quien no me perdonaría si llegaba a
    ocurrirle algo malo, pero lo necesitaba para distraer a los
    custodios cuando al pasar por las caballerizas se alteraran las
    bestias por nuestra presencia, arriesgando el éxito de la
    misión.

    Me deslicé, seguido por mis hombres a
    través de los establos. Los potros, asustados por nuestro
    subrepticio avance, se agitaron sensiblemente moviéndose y
    relinchando. Permaneciendo oculto e inmóvil entre el
    ganado, aproveché aquel instante para lanzar hacia la
    entrada del cobertizo al felino, que maulló enojado por mi
    maltrato, en el momento en que uno de los custodios del portal de
    la fortaleza se aproximaba a investigar el motivo por el cual los
    animales se hallaban inquietos.

    Bajo la claridad lunar, observé al guardia
    levantar al gato, que mansamente se entregó a sus brazos;
    seguidamente, el cananeo dio media vuelta para volver a su
    puesto, mostrando a uno de sus compañeros la causa del
    alboroto.

    Agazapados y luego arrastrándonos por
    detrás de altos montones de hierba con que se alimentaba a
    los caballos del rey, llegamos debajo de la escalera que
    subía hasta el torreón nororiental. El sitio se
    veía despejado, y pasando por delante de la misma,
    accedimos al ángulo de la fortaleza donde se hallaba
    instalada una pequeña casilla.

    Al parecer, en ella disponían los custodios de un
    lugar de descanso, para beber agua o comer algo caliente durante
    las gélidas noches de invierno, en que, bien sabía
    yo por mi estancia en Biblos, la llegada del alba se hacía
    interminablemente larga. Nos encontrábamos a menos de dos
    veces cien codos de la entrada de la fortaleza y a cubierto de la
    vista de los cananeos que la custodiaban. Escondidos
    detrás de los carros de combate estacionados junto a la
    mencionada cabaña, vimos salir del puesto a uno de los
    guardias, dirigiéndose hacia nuestra posición,
    bostezando y desperezándose.

    El cananeo no podría vernos a menos que se
    acercara demasiado, pero no le daríamos tiempo de hacer
    tal cosa. Hice señas a mis hombres para que se prepararan
    para actuar. Puñal en mano atacaría al
    asiático, permitiendo que ellos rápidamente se
    adelantaran y eliminaran a los otros tres que conversaban dentro
    del puesto. Por experiencia, sabía que la sorpresa es un
    factor sumamente importante en el éxito de cualquier
    movimiento, y aunque podría haberme limitado a matar al
    guardia de un flechazo, no podía estar seguro de que no
    emitiese algún sonido que alertara a los demás.
    Indiqué a uno de mis hombres que le disparara al pecho, en
    tanto yo me lanzaría sobre él para cortar su
    pescuezo.

    En el momento en que nos disponíamos a actuar, me
    alarmó que el custodio que se aproximaba levantara su mano
    para saludar a alguien que se hallaba a nuestra espalda.
    Sobresaltado, giré para observar a quién se
    dirigía, y vi. a uno de los guardias del torreón
    que había descendido por la escalera sin que me percatara
    de su presencia.

    Cuando nos descubrió ya era muy tarde para
    él. La saeta, disparada con instintiva reacción por
    uno de los míos, atravesó su pecho con mortal
    certeza. Antes de que el guardia del torreón terminara de
    derrumbarse escaleras abajo, me subí a uno de los carros
    desde el que me lancé sobre el custodio de la entrada que,
    boquiabierto, contemplaba a su compañero muerto, sin
    comprender qué había sucedido.

    Caí sobre él con todo el peso de mi
    cuerpo, hundiendo mi puñal en su garganta, antes de que
    pudiese hacer el más mínimo intento por defenderse.
    Sentí lástima por él cuando se
    debatía vanamente tratando de respirar, mientras se
    ahogaba con su propia sangre, que
    burbujeando por la herida, bañaba su cuello.

    Nunca pude acostumbrarme a matar, aunque mis
    víctimas fuesen enemigos. El matar a un ser humano me
    producía una extraña y desagradable
    sensación de vacío en mi estómago,
    acompañada de un sentimiento de desolación e
    inútiles especulaciones sobre aquellos a quien
    sacrificaba, en relación a si serían buenos esposos
    o si tendrían hijos o si sus padres dependerían de
    su trabajo para subsistir.

    Mi mente me torturaba, castigándome, para mitigar
    la culpa que experimentaba al acabar con una vida, como quien
    apaga la débil lumbre de una lámpara.

    Entre tanto, dos de mis hombres corrieron hacia el
    puesto para atacar a los otros tres custodios de la entrada. El
    cuarto hombre de mi grupo se había ocupado de desvestir al
    cananeo muerto en la escalera, quitándole las ropas para
    ponérselas. Nuestro próximo movimiento sería
    contra los guardias del torreón, que, ignorantes de lo que
    ocurría bajo sus pies, esperaban la muerte, que estaba tan
    próxima como estaban nuestras armas de terminar con sus
    existencias.

    Luego de ocultar el cadáver detrás de los
    carros, llegué corriendo para ayudar a los dos hombres de
    mi grupo que, habiendo neutralizado a los custodios, los
    desvestían para colocarse sus respectivos
    atuendos.

    Haciendo lo propio con el tercer custodio muerto,
    tratando de evitar los ojos del desdichado como si me miraran
    acusadores, despojé su cuerpo inerte de la coraza de
    cuero, el gorro y la túnica de lino crudo que llevaba
    puesta.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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