- Entre el placer y la
culpa. - Rumbo a la reconquista de las
tierras del norte - La toma de
Joppe - Maya, mi amigo y mi
salvador. - La conquista de
Meggido. - El retorno a casa y
el valor del amor verdadero. - Designio
divino - El elixir del
sueño eterno. - El proceso contra
Kina - El que duerma
descansará, y el que vele vivirá en el
tormento - Una muchacha
llamada Menwi. - Nuestras
debilidades, nuestros verdugos. - Mi despedida de
Tausert y una nueva misión. - Fuego y
muerte. - La conquista de
Uartet y Arvad. - La fortaleza de
Urkhi-Teshup. - Los ojos de una dama
hurrita. - Entre las
heladas aguas y el fuego abrasador. - La familia real de
Tunip. - Un pasado de muerte,
un futuro de vida. - Sin destino
seguro - De regreso a La
Tierra Negra - La poción de
la reina - La
trampa - El vientre de
Naunekhet - La profecía
cumplida - Conclusión
Pasada la gran festividad conjunta de la toma de
poder por
Tutmés III y la adoración de Amón del
año veintidós de reinado del Faraón (primer
año efectivo de reinado en realidad, luego de
veintidós años de usurpación de la reina
Hatshepsut) nuestro soberano dispuso que se celebraran los
funerales de la fallecida soberana, cumplidos en tiempo y forma
los rituales de "Ut", la conservación del cuerpo para la
vida eterna, respetuoso de la tradición y las condiciones
que exigía el mundo de ultratumba; sin embargo,
negó a su predecesora un entierro con los honores de
Neter-nefer, otorgándole solo los privilegios de "Gran
esposa de Amón", es decir, consorte Real.
Por otra parte llegó también el momento de
juzgar y condenar a los secuaces de Hatshepsut que sobrevivieron
a la cruenta lucha por el poder.
Como era obvio suponer, Tutmés se mostró
implacable con aquellos que habían colaborado con la
perpetuación del ignominioso reinado de su fallecida
madrastra. Así, Senmut, condenado a muerte, se
suicidó antes de llegada su condena, tomando veneno que
había pedido a uno de sus esclavos que le llevara
secretamente a su lugar de reclusión para acabar con el
martirio que significaba haber perdido a su amante y
soberana.
El general Udimu fue colgado, al igual que el
Chambelán, en tanto que el viejo Shishak murió en
los calabozos de la alcaldía, antes del juicio, al negarse
a probar alimentos y
agua, lo que
provocó su deceso en menos de tres semanas.
Los escribas, los medyau, los miembros del
ejército acólitos de Udimu y los custodios de
Hatshepsut sobrevivientes, debieron purgar sus penas como
esclavos en las minas y canteras de Kush, que era lo mismo que
ser condenados a muerte, pero prolongando la
agonía.
Aún recuerdo con claridad el momento en que
Tutmés preguntó a Shomu por qué lo
había traicionado, justo antes de que el hacha silenciara
para siempre su lengua.
—- La Reina me ofreció grandes riquezas,—-
dijo Shomu mirando fijamente a Tutmés.—- pero no fue eso
lo que motivó mis actos. Durante años tuve que
acallar mi amor y
esconder mis sentimientos por mi amante, teniendo que vernos a
escondidas como ladrones de tumbas.
Conociendo el desprecio con que tratáis a los
hombres de mi condición, me sentí acorralado al
llegar el momento de vuestro advenimiento.
No podría soportar seguir viviendo de aquella
manera y no viendo otra salida a mi angustioso futuro,
accedí a la oferta de
Hatshepsut de una vida libre y pública.—-
concluyó Shomu, volviendo su rostro de lado, esperando el
desenlace sin temor, más bien con resignada
serenidad.
Sentía un profundo dolor por la pérdida de
mis mejores amigos y no aceptaría que se disculpase la
traición, sin embargo, no tuve rencor hacia Shomu y
reconocía que sus palabras no faltaban a la
verdad.
Imaginé que Tutmés se apiadaría de
aquel custodio que durante tanto tiempo le había servido
fielmente, imponiéndole alguna condena menos
severa.
Me equivoqué. Sin decir palabra, desde su sitial,
con un leve gesto, dio la orden al verdugo. Shomu fue, al igual
que su amante, decapitado y su cuerpo enterrado lejos de su
cabeza, sin los ritos Ut de conservación, para asegurar la
destrucción de su Ka, la aniquilación de su
espíritu. Su castigo tenía valor
ejemplarizador, pero no pude evitar cierto malestar por el tiempo
compartido, las misiones en que arriesgamos la vida juntos y por
haber luchado codo a codo, valorándolo también como
gran guerrero que era. En aquel momento se me ocurrió que,
si Tutmés hubiese sido más tolerante a la hora de
juzgar la vida de los demás tal vez Madakh, Ykkur y el
mismo Shomu aún estuviesen vivos, pero para aquel
instante, poco servía imaginar las cosas de otro modo
cuando todo se había consumado.
Los asesinos del padre de Maya fueron descubiertos y
ajusticiados, pero nunca se pudieron recuperar los restos de Ipu,
abandonados en el desierto a la acción
de los animales
carroñeros y a los elementos. Traté de consolarlos
diciéndoles que, personalmente, creía que el
espíritu de los hombres justos como Ipu, eran protegidos
por el Dios Asar aunque sus cuerpos no se conservaran. Si no,
¿de qué otra manera podrían las deidades
recompensar a aquellos que, perdida su sustancia corpórea,
habían obrado en la vida con el sentido que Ma’at
señala?
Asistí conmovido a la inhumación de los
cuerpos de mis queridos amigos Madakh e Ykkur, encontrados poco
después en el lugar de la emboscada, a los que se
rindieron los honores que merecían, luego de sacrificar
sus vidas para salvar la del nuevo soberano. Los
recordaría con afecto durante el resto de mis días,
ya que de ellos aprendí muchas cosas que me
ayudarían a sobrevivir y a superar los escollos que se
presentan en el camino hacia la tumba.
Mi familia, por otro
lado, más allá de los sustos que pasó por
tantas situaciones angustiosas sufridas en los meses anteriores,
se encontraba en perfecto estado. Mi
madre había recuperado la alegría que la
caracterizaba, mi abuela recuperó la tranquilidad que
necesitaba, Eset pudo volver a sus tareas habituales en el taller
de costura del Palacio y mi padre prosiguió entre los
maestros escultores más prestigiosos del país,
encargado luego de dirigir algunas de las obras que
llevaría Tutmés a cabo para engrandecer y hermosear
los templos y santuarios de la gran metrópoli.
Por mi parte, esperaba ser nombrado miembro del grupo de
custodia del Faraón como que tenía sobrados
méritos para ser premiado con dicha
inclusión.
Sin embargo, el soberano tenía otros planes para
mí que cambiaron radicalmente el rumbo de mi vida hacia un
ámbito de la esfera de gobierno
impensado en aquel momento según mis aspiraciones. Fui
nombrado "Guardián de los secretos de las lenguas
extranjeras", es decir, eligió para mí funciones
relacionadas con mis aptitudes para la escritura y
los idiomas que, a decir de todos, me depararía una
existencia envidiable, un futuro promisorio, un cargo de gran
prestigio social, una vejez holgada
disfrutando de las rentas acumuladas y un rico sepulcro en el
sector de la necrópolis reservada a los altos
funcionarios.
Tal vez, la providencia me hubiese favorecido más
brindándome el simple puesto de custodio, mas, querido
nieto Kamose, poco puede hacer el hombre para
cambiar el curso del viento, para contener las olas del mar o
para impedir que el sol se ponga.
Del destino de los hombres solo los dioses saben el cómo y
el por qué, a mí solo me resta narrar los hechos,
pues, en lo que respecta a las respuestas a esos interrogantes,
las desconozco.
Capítulo 1
" Entre
el placer y la culpa."
Un hecho aparentemente menor ocurrido durante las
primeras semanas de reinado de Tutmés, fue la
explosión moderada de una montaña de fuego ubicada
en una importante isla del país de Keftiu, que
ocasionó una gigantesca columna de negro humo, visible
aún desde el delta del Hep-ur, y un posterior
oscurecimiento de la zona marítima y terrestre
circundante, por la formación de densos nubarrones que se
disiparon lentamente con el transcurso de los meses.
Los sacerdotes del templo de Ra aseguraron que dicho
fenómeno también provocó el enfriamiento del
clima de la
región al punto que la estación de la cosecha de
ese período careció de los intensos calores que la
caracterizan. Si bien el suceso no produciría por aquel
entonces alteraciones notables, ya que solo afectó de
manera directa al país de Keftiu y a los territorios
próximos, el estremecimiento que sobrevendría
tiempo después en la mencionada isla resultaría
tener trascendentales consecuencias en los acontecimientos
futuros.
Con la entronización de Tutmés, se
abrían un sinnúmero de interrogantes acerca del
futuro del país y las cuestiones relacionadas con el
manejo de los territorios extranjeros dominados por nuestros
ejércitos. De lo que sí estábamos seguros, era de
la energía con que, el monarca, se disponía a
emprender la nueva empresa.
Durante los siguientes meses el Faraón se
ocupó de reorganizar la
administración, seriamente afectada por la
desaparición y destitución de gran número de
funcionarios, debiendo nombrar en muchas ocasiones a escribas
novatos, a falta de burócratas mejor ubicados en el
escalafón o más experimentados, que inspiraran en
el soberano la confianza necesaria para colocarlos al frente de
importantes responsabilidades.
Tutmés ubicó en la cúspide de cada
estamento a los personajes más eficientes y
reconocidamente fieles a su mando, como a Rekhmyre, que nombrado
visir (Tjaty, como se denomina al cargo en nuestra lengua), se
hallaría a la cabeza de la
organización de los recursos del
estado, confiándole la elección de sus
colaboradores, para obtener el mayor provecho de las riquezas del
país y de los territorios de las tierras nehesi, de manera
que se pudiese contar con los medios
económicos necesarios para hacer frente a su máximo
objetivo, la
recuperación de los territorios del norte, antaño
conquistados por su abuelo Tutmés I.
La más alta jerarquía del clero de
Amón-Ra, permaneció en manos seguras, las del
prestigioso Menkheperre’seneb, confirmado en el
cargo.
El dignísimo puesto de arquitecto y director de
las obras reales, además de supervisor del Tesoro Real,
recayó en la figura del honorable Benimeryt, más
tarde nombrado también tutor de la princesa
Merit-Amón.
Debido a la facilidad que había demostrado en el
dominio de la
escritura, el propio Tutmés ordenó mi
instrucción en el
conocimiento de las lenguas y dialectos extranjeros, para
transformarme en un experto escriba y calificado lingüista,
con miras a reemplazar a los representantes de Kemet ante las
naciones asiáticas, que no habían cumplido sus
funciones con probidad, vendiendo información a los enemigos hurritas y a sus
aliados amorreos, durante el reinado de Hatshepsut.
Fue bastante sorpresivo para mí, considerando el
hecho de que mi entrenamiento
durante los años previos, fue orientado a mi
preparación como custodio para formar parte de la guardia
personal, que
finalmente, quedaría al mando de mi amigo
Amenemheb.
La mayor parte de mi tiempo lo pasaba en Palacio
asimilando los conocimientos recibidos de personajes exiliados
por razones políticas,
nobles y aristócratas caídos en desgracia y
mercaderes asiáticos empobrecidos, que fueron reunidos por
el monarca para formar a los nuevos embajadores entre los que me
encontraba.
Sin embargo, paralelamente, Tutmés en ocasiones
me encomendaba, tarea que me complacía pues me
permitía descansar del agotador y a veces tedioso aprendizaje del
protocolo
diplomático, el entrenamiento de los nuevos miembros de la
custodia, o que supervisara el alistamiento de las tropas del
ejército, a las que deseaba transformar en cuerpos de
combate de máxima eficacia cuyo
desempeño, sumado a las tácticas y
estrategias de
guerra que
planeaba utilizar para enfrentar a las naciones rivales, lo
llevara a la victoria.
A veces, también me ordenaba que lo
acompañara en sus numerosos viajes a
diferentes ciudades del país, pero normalmente me dejaba
en la capital para
que prosiguiera mis estudios con el objetivo de que lograra el
dominio de las lenguas, las letras, las tradiciones y costumbres
de las naciones extranjeras más destacadas.
Este cúmulo de conocimientos en la
formación de un diplomático constituía toda
una innovación ideada por Tutmés, ya que
por lo que me enteré posteriormente, los embajadores y
representantes extranjeros, solo conocían la lengua y
escritura de los países en que desarrollaban sus
actividades.
Mis nuevas responsabilidades, me obligaban a permanecer
largo tiempo en el ámbito palaciego e inevitablemente me
enfrentaban con situaciones y sentimientos ambiguos y
contrapuestos. Contradictorias emociones
embargaban mi ka confundido por pasiones prohibidas que
conmocionaban mi cuerpo en las cálidas noches de insomnio,
como si la razón y mi naturaleza
animal se debatieran en un malvado juego,
maltratando mi indefenso corazón y
llenando mi espíritu de amargo pesar.
Las dos mujeres que colmaban con sus virtudes las
diametralmente opuestas facetas de mi ser, el amor puro y
cándido de Tausert y el irrefrenable deseo que despertaba
Ahset en mí, se cruzaban en mi camino cada día, a
cada instante torturándome con impiadosa crueldad,
manteniéndome en una permanente vacilación e
indecisa pasividad que me afligía
constantemente.
Empero, la decisión debía haber sido
fácil y la cordura tendría que haberse impuesto desde el
principio a los impulsos del cuerpo, que solo me
acarrearían graves problemas.
Podía vencer a cualquier rival en la lucha con la espada,
arrojaba la lanza más lejos que los guerreros, nadie era
capaz de superar mi puntería con el arco y sin embargo, no
conseguía dominar mi propia esencia ni controlar mi
debilidad por el placer sensual.
Ahset se había convertido en concubina de
Tutmés y también en su favorita, luego de que
Khepermare, su ex-esposo, fuese condenado (por haber tomado parte
a favor de Hatshepsut) a trabajar en las minas de oro de Kush en
donde murió poco tiempo después.
Hubiera sido mucho más fácil para
mí olvidarla si ella me hubiese ignorado, abrumada por las
atenciones, los costosos regalos, los magníficas
celebraciones, las exquisitas joyas y los viajes con que la
halagaba el Faraón, servida por decenas de esclavas para
satisfacer todos sus deseos, opacando incluso la importancia de
Meryetra, la Gran Esposa Real. Nada, de todos esos privilegios y
demostraciones de parte del monarca, evitó que Ahset me
enviara mensajes con sus más fieles sirvientes,
invitándome a su alcoba, cada vez que Tutmés
abandonaba la capital por diferentes razones. Engañar a un
funcionario como Khepermare había sido una
irresponsabilidad, pero traicionar al propio monarca
constituía una total locura.
Conocía a Ahset y sabía cuánto la
excitaban los riesgos, como
la hacía vibrar el peligro llevándola a límites
inimaginables.
El harén era por cierto un nido de serpientes en
que se tramaban todo tipo de confabulaciones, se levantaban
calumniosas acusaciones y se urdían planes para
desprestigiar a las mujeres por las que el monarca mostraba
más inclinación o cuyos hijos eran preferidos por
el soberano. Si conociendo como Ahset conocía el ambiente del
harén, sabía que no era necesario que existieran
motivos para que una concubina fuese acusada de amoríos
con algún personaje que frecuentaba el palacio, el mandar
recados a un hombre que desarrollaba sus actividades
constantemente en la residencia, era casi un suicidio.
Sin embargo, parecía que todo eso no era
razón suficiente para calmar las expectativas de Ahset, y
lo peor era que yo tampoco podía dejar de pensar en ella.
Cada vez que la veía en los jardines o la encontraba en
los corredores, intercambiábamos miradas furtivas,
robándonos mutuamente por un instante de aquel
ámbito, para escapar con el pensamiento
hacia un paraíso de privada intimidad donde poder desatar
la pasión y dar rienda suelta a los irreprimibles deseos
de unirnos nuevamente.
Cada madrugada me sorprendía, luego de haberme
extasiado vanamente en el ígneo brillo de sus ojos
cristalinos como el mar, en el sabor de sus labios, en la tersura
de su desnudez contra la mía, escuchando sus gemidos en
mis oídos, tras el cálido roce de su piel
húmeda de perfumado sudor luego de habernos hecho el amor,
con la decepcionante realidad de estar solo en mi lecho mientras
ella esperaba por mí, cada noche sola en el
suyo.
En el extremo opuesto de mis sentimientos se hallaba
Tausert, noble, bondadosa, sensible, con su dulzura, su
inocencia, desbordando de alegría mi corazón con
cada sonrisa, con cada gesto, su amor incondicional pero digno,
la admiración que me profesaba, y la belleza frágil
e inmaculada que la hacía la esposa fiel y la madre ideal
de los hijos que deseaba tener en el futuro. Transcurría
horas conversando con ella, visitando los bosquecillos de
sicomoros, cabalgando juntos a la orilla del río, jugando
como niños a
querernos tiernamente con sutiles caricias e imperceptibles
besos, casi etéreos, en una unión espiritual de dos
almas gemelas. Ahí justamente residía la
ambigüedad de mi situación. Tausert era mi alma gemela y
Ahset mi cuerpo gemelo. No sabía cómo evadirme de
esa contradicción.
La confianza que el Faraón había
depositado en mí, reprimía mis ansias de acudir a
los aposentos de Ahset cuando él se ausentaba semanas
enteras llevado al norte por asuntos de estado, mas,
sentía flaquear mi templanza cuando veía la lujuria
reflejada en los ojos de esa mujer. La
infidelidad hacia Tausert y la deslealtad para con el
Faraón me hacían sentir más vil y miserable
de lo que fue Shomu con su traición, sin embargo, como la
barca a la deriva no puede evitar ser llevada por la corriente
hacia la catarata, así, mi ánimo era arrastrado por
la sensualidad hacia el placer.
Aquella tarde, durante un viaje del soberano a Mennufer
para celebrar la festividad del Dios Ptah, me encontraba en la
quietud de los jardines de palacio, tomándome un momento
de descanso después de horas de trabajar en mi
perfeccionamiento de la lengua hitita, con un noble de Hatti
exiliado en la capital de Kemet. Habiéndose retirado mi
instructor asiático, disfrutaba de la belleza del
purpúreo resplandor del ocaso sobre las colinas, bajo la
fresca sombra de una acacia luego de una tórrida jornada,
en la tranquilidad de la residencia, casi desierta por la partida
de la corte secundando al monarca, incluidos un buen
número de sirvientes y esclavos, entre los que se hallaba
la propia Tausert, que acompañaba a una de las
señoras del harén.
Sorpresivamente, vi. aparecer a Makale, una de las
esclavas nehesi, transitando los senderos entre los canteros de
malvas y margaritas, llevando un cesto con el que recogía
flores, mientras se dirigía hacia mí.
No era raro ver a una sirviente negra en los jardines,
empero, me llamó la atención que la esclava más fiel de
Ahset permaneciese en palacio. Hasta aquel instante creí
que Ahset había viajado aquella misma mañana con la
comitiva, como el resto de las damas del harén, pero al
ver a la joven nehesi, sospeché que no lo había
hecho.
Con calculada distracción la muchacha dejó
caer un rollo de papiro al pasar junto a mí, mientras
inspeccionaba el cantero de amapolas que se hallaba a mis
espaldas. Disimuladamente, aunque con cierto nerviosismo ya que
aún quedaban muchos ojos indiscretos en palacio,
levanté el escrito encontrando como esperaba una nota de
Ahset, sin firma ni sello para no dejar pruebas de su
autoría: "He aguardado esta oportunidad por meses. Te
espero cada noche anhelando tus caricias y mis labios recuerdan
cada beso de tu boca. Mi piel arde de deseos ansiando ser
recorrida por tus manos. Necesito de ti como el viajero siente
necesidad del agua en el desierto. No me niegues tu oasis, se mi
fresco manantial y mi frondoso sicómoro para que en ti
aplaque mi sed y bajo tu agradable sombra repose mi cabeza. Mi
esclava guiará tus pasos esta noche hasta los aposentos de
mi amiga, la princesa Kina."
Mi corazón latió intensamente, en tanto,
una rara mezcla de ansiedad y temor se apoderó de
mí, abrumado por la idea volver a tenerla entre mis
brazos, al tiempo que consideraba los riesgos que implicaba la
posibilidad de que algún guardia del harén o
quizá cualquier sirviente de palacio pudiera
descubrirnos.
La ocasión no podía ser más
propicia, teniendo en cuenta que ni siquiera se encontraban las
compañeras de Tausert, que podrían sospechar de
mí y que el propio Chambelán se había
retirado a su residencia en las afueras de Waset, ante la
ausencia de la mayoría de los cortesanos. Su secretario
escriba, era un borrachín que no tardaba en caer en total
estado de ebriedad cuando lo dejaban a sus anchas, invitando a
los miembros de la guardia en una orgía de bebidas,
hurtadas de la bodega de la residencia, que iba desde cerveza hasta
vino y licor.
Me sentía lleno de pesar, pero al mismo tiempo
deseoso de tener aquel encuentro prohibido, incitado por los
recuerdos de aquellas noches de deleite carnal, capaces de
arrebatar la cordura del hombre más casto.
Cargado de culpas por traicionar a Tausert y a mi
soberano, me veía atraído hacia ella en una
ineluctable caída, hacia una vorágine de la que me
era imposible escapar.
Parece difícil de creer que yo amase a Tausert y
cayera en brazos de Ahset en la primera ocasión que se
presentaba. Sin embargo, era verdad que la amaba, pero el amor de
la dulce Tausert, sabía a agua fresca de manantial que
todo hombre necesita para vivir y disfruta cuando está
sediento. Por el contrario, el fuego que encendía Ahset en
mis entrañas, tenía el efecto de un mágico y
exquisito elixir, como un vino dulcemente embriagador, que
adormecía el pudor y encendía mis sentidos,
entregándome a un gozo adictivo, que me hacía
débil y vulnerable al dominio con que manipulaba mi
ser.
En los meses que habían pasado desde la
coronación, con la estabilidad y la tranquilidad de vuelta
a nuestras vidas, había reanudado mi romance con Tausert e
incluso llegamos a compartir momentos de sensual intimidad,
reconfortantes y plenos de ternura, que fortalecían
nuestra unión. A pesar de ello, el amor de Tausert
satisfacía mi corazón mas, no mi cuerpo.
Me resultaba imposible abstenerme de la atracción
animal que Ahset ejercía sobre mí, como una
irresistible tentación de ignominioso poder que me
rebajaba a la condición de una fiera salvaje incapaz de
controlar sus instintos.
Trataba de ocupar mi mente en otros asuntos, buscando
evadirme de los pensamientos que una y otra vez, me llevaban el
recuerdo de sus formas perfectas y su voraz erotismo, terminaba
siendo una lucha inútil, vana, que consumía mis
fuerzas y derruía mi concentración hasta
agotarme.
Esa noche luego de entrar en las habitaciones del
Harén, cual saqueador a un sepulcro, artero e infame,
apresuré mis pasos por los corredores desolados hacia los
brazos del acto nefando, de la perfidia más despreciable,
mientras mis piernas se negaban a desandar el camino que me
llevaría a satisfacer a mi piel y a avergonzar a mi
corazón. La encontré yaciendo sobre mullidos
jergones con un camisón de lino blanco transparente que
exaltaba sus atributos y elevaba su hermosura a la
condición de una diosa.
Bebiendo de una copa de alabastro jugaba con sus dedos
enrulando sus sedosos cabellos que brillaban con tonos rojizos
ante el tenue fulgor de una lámpara de aceite.
Hambriento de su carne, me acerqué a sus espaldas,
acechándola como un león pronto a devorarla, en un
juego de presa y cazador. Ella intuía mi presencia
esperando nerviosa el roce de mis manos, adivinando mis deseos de
redescubrir su siempre indómita naturaleza.
Excitado por su figura me saqué el taparrabo y me
acosté detrás de ella sin que emitiese un sonido ante mi
cercanía, sin que hiciese el más mínimo
movimiento
para volverse hacia mí, como si desconociese mi
existencia.
Apoyé mi pecho sobre su espalda y mi shendyt
tenso por la presión de
mi falo sobre sus caderas, sintiendo temblar sus piernas. Sin
darse vuelta se movió lentamente en ondulaciones reptantes
que provocaron el deslizamiento del camisón hasta
descubrir sus caderas desnudas, que frotó lascivamente
contra mi faldellín, hasta levantarlo por encima de mi
pene, que se irguió enhiesto contra su entrepierna. Con
extrema suavidad escabullí mi mano derecha por debajo de
la translúcida tela hasta arribar a sus pechos turgentes
como odres llenos con los pezones tibios e hinchados provocando
el erizamiento de su piel. Se apretó contra mi cuerpo
hasta que sentí que había penetrado en su vientre
que ondulaba suave y rítmicamente. Mordí su cuello
y seguí subiendo hasta a la nuca oculta tras la cabellera
perfumada a manzanas, que caía de lado cubriendo su hombro
con grandes bucles.
Al succionar el lóbulo de su oreja recorriendo
con mi lengua su pabellón giró sobre si misma para
terminar pasando sus piernas alrededor de mi cintura.
Emitió un quejido casi felino, arañando mi espalda,
retorciéndose y atrayendo contra su pelvis mis caderas con
más y más intensidad aún, en rítmicos
vaivenes más rudos y frecuentes, entre gemidos y jadeos.
Me sentía enloquecer libando sus senos mientras se
sacudía con frenesí hasta gritar, arrebatada por
una excitación indescriptible, en un estremecimiento que
hizo vibrar lo más íntimo de nuestro ser, en un
rapto extático. Aquella madrugada de descontrolada
pasión, Ahset llevó a límites hasta entonces
desconocidos mi experiencia sexual.
Antes de que yo escapara de sus aposentos cobijado por
las últimas sombras del alba, ella
abrió su cofre de alhajas y sacó un bello brazalete
de ébano y marfil grabado con símbolos desconocidos en su
exterior.
—- Esta joya representa el indestructible lazo que te
mantendrá junto a mí en cuerpo y alma, para que
nuestro amor sea eterno.—- dijo colocándomelo antes del
beso de despedida.
La inscripción interior rezaba, "Unidos en la
vida y en la muerte bajo
la magia de la poderosa Sakhmet". Me llamó la
atención que hubiese elegido a una deidad guerrera con
inclinaciones hacia los embrujos y los poderes ocultos, en vez de
una diosa como Hathor caracterizada por bendecir los amores
profundos y puros, pero viniendo de Ahset no podía
desconocer su originalidad y su desprecio por lo trillado y
convencional.
Algo había de poderoso en aquella joya que me
hizo sentir estrechamente ligado a Ahset, tan íntimamente
unido a ella, que me encadenó a su voluntad.
Así fue como volví a caer en las garras de
la lujuria hecha mujer, de la tentación hecha carne,
aborreciéndome a mí mismo por la flaqueza de mi
espíritu, por engañar la confianza y el amor que
Tausert depositaba en mí. A ella le dije que había
recibido el brazalete como obsequio del propio
Faraón.
Ahogado en un mar de remordimientos, me hundí con
enfermizo fervor en la pecaminosa relación que nos
arrastraba hacia un futuro impredecible, plagado de peligros y de
desenlace incierto.
Nuestros furtivos encuentros se sucedieron con
frecuencia cada vez mayor, convirtiendo el placer en un juego
demencial de riesgos innecesarios que podían costarnos la
cabeza. Una noche nos escapamos de una celebración en
palacio, para hacer el amor en una de las salas de la administración que se hallaba a oscuras. En
otra ocasión lo hicimos en los jardines en donde nos
podrían haber descubierto los guardias
nocturnos.
Cuando volvía la calma y recuperaba la
compostura, en la soledad de mis aposentos, llegué a
llorar amargamente afligido por la compulsiva obsesión que
dominaba mi ser, corriendo el albur de perderlo todo por una
pasión desenfrenada que no me conduciría a nada
bueno.
Decidí poner cierta distancia entre Ahset y yo,
pidiendo a Tutmés que me permitiera acompañarlo en
la campaña que iniciaría en breve, esgrimiendo como
excusa que podría practicar mis conocimientos de las
lenguas de los pueblos de Retenu.
El soberano accedió de buen grado, sugiriendo que
me uniera al grupo que iría a la vanguardia
explorando la ruta costera.
Días antes del viaje me había sentido raro
y aunque no era la primera vez que participaba de una
expedición a tierras extranjeras, embargaba mi pecho una
sensación de angustia que me resultaba imposible soportar
y además sufría un extraño padecimiento que
se asemejaba a tener una culebra retorciéndose dentro de
mis entrañas. Agudos dolores de abdomen que me abandonaban
y regresaban sin motivo aparente, al punto que mis padres
intentaron convencerme de que desistiera de formar parte de
la empresa. La
propia Tausert, preocupada por mi estado de salud, compró hierbas
curativas del mercado para que
tomara sus infusiones pero nada calmaba mi
afección.
La misma Ahset me envió un mensaje
diciéndome que su amiga del harén, la princesa
Kina, otra esposa secundaria del monarca, una dama misteriosa que
según ella poseía poderes sobrenaturales,
recomendaba que viese a Henu, el mago curandero y herbolario del
soberano. Lleno de dudas y creyendo que pudiese tratarse de un
embrujo o algún mal incurable, consulté a Henu que
después de inspeccionar mi cuerpo insistió en que
me abstuviera de partir con los ejércitos del
Faraón y me proporcionó un potingue espumoso,
más parecido a agua podrida que a una cura milagrosa, cuya
ingesta debía repetir por tres días seguidos. El
repugnante bebistrajo me provocó vómitos tan
intensos y una debilidad tan marcada que no lo volví a
tomar.
Finalmente, durante ocho días, purgué mi
vientre alimentándome solamente con leche de
mujeres que daban la teta a sus retoños, como me
aconsejó mi madre que, sabiamente, decía que si la
leche materna era tan buena para los recién nacidos
también lo sería para alguien enfermo. Al cabo de
diez días me sentía mejor pero estaba flaco y
endeble.
Todavía preocupado, temiendo que la
travesía pudiese costarme la vida, rogué a mi amigo
Maya, que viajaba con el contingente, que se ocupara de mis
restos si algo malo me pasaba. A pesar del riesgo que
corría, mi mente me impulsaba a dejar Kemet aunque mi
cuerpo se negaba a alejarse de Ahset. Me consolaba pensando que
si fallecía durante la campaña aún
tendría una agradable morada eterna en la tumba que me
estaba haciendo excavar en el cementerio de los nobles, mas, si
era condenado a muerte por mi relación con la concubina,
el rey se encargaría de que no hubiese eternidad para
mí.
Capítulo 3
El disco de Atón rodaba por el vientre de Nut
abrasando el desierto a medida que atravesábamos los
áridos valles entre las colinas de Retenu, pero el
calor que no
era tan intenso como otros años, amainaba al atardecer y
cuando el viento levantaba alguna tormenta de arena, no solo
impedía la visión a unos pocos codos de distancia
sino que, tornaba el ambiente marcadamente frío. La diosa
Ioh era nuestra única compañía en las
gélidas noches de calma, alumbrando con su pálido
resplandor la actividad de nuestro improvisado
campamento.
Junto al fuego de una de las tantas hogueras dispersas
por el angosto valle, me senté a comer mi ración al
lado del comandante.
—- He ideado un plan que,
teniendo en cuenta la imposibilidad de asediar la ciudad con el
reducido número de hombres con que contamos, puede
llevarnos
a conquistar Joppe sin bajas considerables para nuestras
tropas.—- dijo Djehuty, devorando junto con un trozo de gacela
asada su hogaza de pan, que desprendía migas rodando hasta
su abultado vientre.
Lo miré expectante, mientras terminaba de tragar
su alimento, moviendo como un rumiante la boca grasienta y sus
gordas mejillas cubiertas por una barba entrecana y
desaliñada.
—- Contadme, ¿qué tenéis
pensado?—- pregunté, interesado.
—- Mi intención es . . . —- se
interrumpió para arrojar un trozo de carne a su mascota,
al que llevaba a todos lados. El felino, un robusto gato barcino,
era su fiel compañero desde hacía varios
años por lo que sabía, y se había convertido
casi en un símbolo entre sus tropas, como una
protección de la diosa Bastet.—- Prefiero no dar a
conocer los detalles por ahora.—- dijo mirando a su alrededor,
ya que no estábamos solos.
Sospeché que su plan estaba relacionado con los
carros llenos de pieles, lana, cereales, y demás productos,
parte de los tributos
entregados por los pueblos vasallos al Faraón durante los
días previos de campaña, que llevábamos
junto con nuestras provisiones.
—- ¿Para qué llevamos los carros con los
tributos? —- le pregunté intrigado.
—- He ahí el secreto de mi plan.—- dijo,
aproximándose a mí, para luego dar otra mordida al
muslo.—- No creáis que desconfío de vos. Por el
contrario, os confiaré un importante protagonismo en la
conquista de la ciudad enemiga. Ocurre que la traición
tiene ojos y oídos aún entre las desoladas dunas
del desierto.—- explicó, tras lo cual hizo una pausa
para limpiarse la boca con el vuelo del lado derecho del
paño de cabeza de su tocado, dejándolo mugroso.—
Los riesgos serán muchos, —- prosiguió.—- y el
precio del
fracaso para los que lleven a cabo la misión
será la muerte. Sé que a pesar de vuestra juventud sois
un hombre sensato, por lo que sabréis comprender mi
silencio. Pronto os desvelaré mi estrategia.—-
respondió el comandante, dando muestras de prudencia y
astucia. Djehuty terminó de sacarse con una de sus largas
y sucias uñas los restos de comida retenidos en los
espacios entre los pocos y oscurecidos dientes que le quedaban,
en tanto yo, me limité a asentir con la cabeza, mientras
terminaba mi frugal alimento consistente en leche de cabra y unos
pocos dátiles que llevaba en mi saco.
Durante la siguiente jornada, observé que el
comandante había ordenado aminorar la marcha y
deliberadamente transitábamos la ruta hacia Joppe pasando
por todas las poblaciones asentadas entre el campamento del
Faraón y la costa, recogiendo hasta los modestos presentes
y miserables tributos como demostración de vasallaje,
aún de las aldeas más humildes. ¿Intentaba
ponernos en evidencia? No solo éramos pocos sino que
tampoco podríamos atacar por sorpresa pues, los
espías del rey de Joppe ya le habrían llevado
noticias de
nuestro avance. ¿Acaso se proponía sobornar al
soberano a’amu con la paupérrima recaudación
de algunas ciudadelas y unas cuantas aldeas? Me resultaba
difícil de creer.
Luego de haber pasado el día especulando con
distintas posibilidades y sin encontrar un desahogo a mi
curiosidad, me acerqué durante el ocaso al comandante que
esperaba a que terminaran de armar su tienda, sentado sobre una
estera de junco mientras era refrescado por un par de sirvientes
que limpiaban su cuerpo de sudor y aplicaban aceite
aromático a su piel. No podía esperar más
para saber cual sería mi función en
el proyecto.
—- ¿Un poco de agua, señor
comandante?—- ofrecí al militar, extendiéndole mi
odre rebosante del fresco líquido del pozo
cercano.
Bebió con placer derramándose parte sobre
la cara para luego mojarse el ralo y ensortijado
cabello.
—- Entre el calor y nuestro cansino avance por este
paisaje desolado me siento más cansado que cuando
empezamos la campaña a toda marcha.—- dije,
sacándome el paño de cabeza para enjugarme la cara
de sudor.
—- Sé que nuestro progreso es lento pero para
lograr engañar a nuestros adversarios es preciso hacerlo
de esta manera.—- explicó.
—- Es obvio que vuestro objetivo no es un ataque
sorpresivo a la ciudad costera. Por el contrario, lo que
hacéis es dar tiempo al rey Og para que se prepare antes
de nuestra llegada, ¿verdad?—-
inquirí.
—- Sois muy perceptivo, embajador, —- dijo
Djehuty.—- sin embargo, creo que estáis equivocado al
creer que el soberano de Joppe se encuentra en su reino.
Confiando en la información de aquellos hombres que se
presentaron ante el Faraón, diría que el rey de
Joppe se encuentra en Meggido esperando la llegada de nuestros
ejércitos con los demás soberanos rebeldes,
habiendo dejado en su ciudad a algún miembro masculino de
la familia
real para resistir nuestro asedio cerrando la
ciudad.—-
—- Pero, si ya nos aguardan preparados para resistir
el sitio de la ciudad, ¿en qué nos beneficia llegar
más tarde de lo que ellos esperan?—- pregunté
confundido.
—- Mi plan apuesta a que se sientan tan confiados en
su superioridad de fuerzas y recursos, que se atrevan a
enfrentarnos en la llanura o quizá a emboscarnos para
destruirnos, antes de que un nuevo contingente de tropas de
nuestros ejércitos pudiese reforzar el asedio a su
ciudad.—- expresó el comandante.
—- Pero, si las tropas que guardan la ciudad son
inferiores a nuestras fuerzas tampoco se animarán a dar
batalla y permanecerán tras la seguridad de las
murallas.—- dije, sin comprender aún que se
proponía Djehuty.
—- Mis espías regresaron esta mañana con
la información que yo esperaba. Zipor, el hijo menor del
rey está a cargo del gobierno de la ciudad. El soberano y
el príncipe heredero fueron al encuentro de los
demás reyes cananeos.
Por otra parte, como lo imaginaba, el ejército
que custodia la ciudad es superior al nuestro en al menos cinco
veces cien hombres. Les dejaremos creer que pueden vencernos
fácilmente y durante la contienda huiremos
precipitadamente abandonando los carros con los tributos en los
que se encontrarán escondidos cierto número de
soldados que abrirán de noche las puertas de la ciudad
para caerles por sorpresa.—- explicó.
—- ¿Entonces que haré yo,
comandante?—- inquirí, nuevamente.—- Lo pregunto
porque puede serme de utilidad revisar
mis papiros con tiempo para repasar el protocolo que acostumbra
la corte de Joppe.
—- Os proporcionaré todo para que os
hagáis pasar por un mercader que introducirá en la
ciudad a parte de nuestros hombres, escondidos entre los
productos que trafica.—- respondió.—- El resto los
introducirán los mismos asiáticos cuando se lleven
el botín de guerra al huir precipitadamente nuestras
huestes ante el ataque del ejército de Joppe. Vos y los
hombres que lleváis, ayudaréis a los demás
soldados a salir de los escondites para que juntos abran las
puertas de la ciudad después de la medianoche.
—- Ni falta hace decir que si nos descubren nos
despellejarán, ¿verdad? —- dije, estremecido por
un escalofrío que recorrió mi espina, pensando en
lo que podrían hacernos los asiáticos si
caíamos en sus manos.
—- Tal vez los despellejen, tal vez intenten venderlos
al Faraón si es que los consideran lo suficientemente
valiosos como para pagar un rescate por sus vidas.—-
respondió.
—- El Faraón no pagará ningún
rescate por hombres que fracasaron en una misión. Lo
conozco demasiado como para hacer suposiciones inviables, de modo
que no nos queda más opción que conquistar Joppe de
cualquier manera.—- dije resignado.
—- Así es. Mi carrera militar quedará
truncada, la vergüenza caerá sobre mi estirpe y hasta
puedo perder el sepulcro que he preparado para mí y para
mi esposa si el plan no da resultado, por lo que mi futuro
terrenal y también espiritual dependen de nuestro éxito.
—- respondió con gesto grave, irguiéndose para
dirigirse a su tienda.
El príncipe Zipor era conocido en toda la
región por su carácter sanguinario y las apetencias por
la herencia del
primogénito. No dudaría en sacrificarnos como
corderos para demostrar su valía. Además, al igual
que su padre el rey Og y su hermano, era un obsecuente de
Parsatatar, rey de Naharín y del príncipe
Akrabín de Qatna, sucesor al trono de su tierra.
Por lo que sabíamos acerca de los hombres de la
Casa real de Joppe, sus ambiciones de territorios en Retenu, los
habían llevado a enfrentamientos con sus pares de otros
reinos vecinos,
demostrando poco tino en el aspecto diplomático y peor
visión de la política que les
convenía a los príncipes asiáticos para
enfrentar a los ejércitos de Tutmés III.
Al parecer, los veinte años de debilidad en las
fronteras del imperio, demostrados por el ilegítimo
gobierno de Hatshepsut, llevaron a los reyezuelos a’amu a
subestimar el resurgimiento de Kemet como potencia militar
a manos del nuevo soberano. La falta de unificación de
criterios y las actitudes
individualistas y mezquinas de gobernantes cananeos como Og,
habían salvado a Kemet de ser invadido en las peores
épocas de decadencia del ejército durante el
reinado de la madrastra de Tutmés III, como en los tiempos
de los Heka-Khasut.
Su necedad, rayana en la más absoluta estupidez,
impulsó a Og a desafiar la autoridad que
Durusha de Meggido tenía sobre los príncipes de
Canaán, intentando conquistar Siquem, sin posibilidad
alguna de éxito con un ejército reducido y en
contra de una alianza poderosa. Sólo la oportuna
intervención de los enviados de Parsatatar lo salvaron del
desastre total, al convencerlo de entregar un pequeño
botín para salvaguardar su retirada y la de sus hombres,
cuando se encontraba acorralado por los ejércitos aliados
bajo las órdenes del hijo mayor de Durusha, que
había ido en ayuda de Joab, ante el asedio bajo el que Og
pretendía someter a la ciudad de Siquem.
El astuto Parsatatar podría haber dejado que la
coalición que dirigía Durusha aplastara a Og, pero
sabía que eso aumentaría el prestigio de su
líder,
que con el tiempo podría transformarse en una amenaza
contra la hegemonía que él tenía sobre los
territorios de Djahi y el país de los amorreos, por lo
cual le convenía sobremanera que se mantuviese el equilibrio de
fuerzas en la región. Por otro lado, el control de la
ciudad puerto de Joppe revestía una importancia
trascendental para el dominio marítimo al que aspiraba el
rey hurrita, en contra de sus enemigos hititas y contra la armada
de Kemet, que recuperaba lentamente el esplendor de otros
tiempos. Parsatatar seguramente consideraba que, a pesar de su
impulsividad, Og era mucho más maleable entre sus manos
que otros príncipes canaaneos, de modo que le
convenía mantenerlo como monarca en un sector vital de la
costa de Retenu, al sur de Akko, una de las bases más
importantes de la flota hurrito-cananea.
Teniendo presente la poca brillantez de genio que
demostraban los varones de Joppe, la idea de Djehuty tenía
visos de éxito, aunque no debíamos subestimar al
príncipe Zipor, ya que lo que le podía faltar de
astucia, le sobraba de desconfiado y traicionero. Debíamos
ser audaces, pero, al mismo tiempo, cautos, armando una historia que fuese
creíble y que no despertara sospechas.
Habiendo alcanzado el último valle al este del
cordón montañoso que nos separaba de la planicie
costera, Djehuty ordenó a sus hombres que permaneciesen
acampados durante el día de nuestra partida, para darnos
tiempo a ingresar en la ciudad. Luego, durante la siguiente
jornada, retomarían la marcha para continuar con su parte
del plan.
Aquella misma madrugada, antes del alba,
estábamos listos para partir rumbo a Joppe dispuestos a
comenzar con el plan que nos llevaría a la conquista de la
ciudad puerto, o en su defecto, a una muerte segura.
Iba vestido con una túnica de lino crudo, de
mangas largas, un gorro rojo de lana y la barba y el bigote
ralos, que me había dejado crecer desde la salida de
Kemet, parecía, según decían los idenus del
grupo, un verdadero mercader, de aquellos que se veían
pulular en las ferias de toda gran ciudad, ofreciendo su
mercancía, voceando las virtudes de sus productos, o
engañando a los posibles clientes para
ganar a sus competidores.
Luego de que camufláramos a los soldados
escondidos dentro las cestas de caña, cargadas de pieles
de cabra y oveja, salimos en busca de la planicie costera hacia
la ruta habitual de las caravanas que desde el norte llevaban sus
artículos a comerciar con las ciudades de
Retenu.
En tres carros repletos de cestas, jalados por yuntas de
fuertes bueyes, transitamos la ruta en total soledad, con la
tranquilidad de saber despejada la costa de salteadores
nómadas, que nosotros mismos habíamos eliminado de
la región.
Bajo el brillante disco de mediodía, cuyo efecto
era disminuido por la fresca brisa marina, transitamos a la vera
de un par de aldeas enclavadas al pie de las colinas sembradas de
olivo, rumbo a Joppe.
A medio iteru de distancia de la fortificación,
cuyas blancas murallas veíamos ondular por efecto del
aire caliente
sobre el ardiente camino, fuimos interceptados por soldados de un
puesto de guardia, que, ubicados en un atalaya cercano,
inspeccionaban las caravanas que se dirigían hacia el
mercado urbano.
—- ¡Alto ahí!—- gritó uno de los
guardias desde la torre del puesto de vigilancia.
En número de ocho a diez con cascos oblongos de
cobre, camisas
blancas, chalecos de cuero, los
barbados asiáticos se aproximaron a revisar la carga que
mis cuatro sirvientes (en realidad eran todos soldados
mercenarios de Khinakhny de las milicias extranjeras de Kemet), y
yo, conducíamos hacia la ciudad del rey Og.
Uno de los más fornidos de entre los guardias
enemigos, de tupida barba negra, se acercó hasta el carro
que conducía uno de mis soldados disfrazado de sirviente,
a inspeccionar la mercadería. Mi gato (el de Djehuty en
realidad) refunfuñó enojado al hombretón,
que se sorprendió, apartándolo con la mano. El
felino vino hacia mí, buscando
protección.
Me apeé de mi carro, alarmado, cuando vi. al
sujeto levantando y sacando las pieles y los cueros de las cestas
arrojándolas al suelo, temiendo
que descubriera a los soldados escondidos dentro
ellas.
—- Os ruego no arruinéis mi
mercancía.—- dije en lengua cananea con disimulada
preocupación, mientras levantaba y sacudía las
pieles ensuciadas con arena.
—-¿Quién eres tú para decirme
qué debo y qué no debo hacer, mercachifle
barato?—- dijo el asiático, atrayéndome hacia
sí, estirando con sus torpes manos mi túnica hasta
poner mi cara enfrente de la suya, mientras vociferaba, emanando
un apestoso aliento. Más alto que yo, parecía un
oso, de manos grandes, antebrazos gruesos y cubiertos de tan
espeso pelo que apenas permitían ver la blanca piel que
cubrían.—- ¡Desparramaré tu maldita
mercancía por toda la playa y la irás juntando de
rodillas sin decir palabra! ¿Me entiendes, rastrero
gusano?—- gritó en mi cara, en tanto que sus
compañeros festejaban con sonoras risotadas el maltrato al
que me sometía, mientras seguían vaciando
peligrosamente las cestas.
—- No creo que al rey Og le agrade ver cómo
arruinaron las pieles que pidió que le enviara mi
señor.—- dije apurado, intentando detenerlos antes de
que nos descubrieran. Se me ocurrió invocar a Og, sabiendo
que no se hallaba en la ciudad.
El embuste surtió efecto. El hecho de que las
pieles fueran para el rey los paralizó, y dejaron de
revolver las cestas inmediatamente. Otro guardia, al parecer el
jefe del grupo, más bajo, de largos cabellos
castaños y ojos pardos claros, apartó con gesto
preocupado al gigante barbado y acomodó el cuello
desbocado de mi túnica, tratando de recomponer el error
que estaban cometiendo.
—- ¡Levanten todo y limpien las pieles que
tiraron en la arena!, ¡Rápido!—- les ordenó
a sus hombres, haciendo lo propio, temiendo las consecuencias que
la estupidez cometida pudiera acarrearles.
—- Perdone, señor mercader, este lamentable
malentendido. Os ruego nos permita escoltarlo con uno de nuestros
carros hasta la ciudad.—- expresó.
—- Estaría sumamente agradecido.—-
respondí amablemente, en tanto reía
íntimamente por el cambio de
actitud de los
guardias, que lo único que faltaba era que buscaran una
alfombra roja para mi entrada a Joppe.
—- Le ruego no mencione a "Mi Señor" este
desgraciado incidente.—- solicitó el comandante de la
guardia, mirando con evidente enojo al gigante, que sacudiendo
cueros y pieles, trataba de evitar la mirada de su enfadado
superior.
—- No os preocupéis.—- dije.—- El rey nunca
conocerá este acto de descortesía.—-
expresé, ante la preocupada sonrisa del jefe.
Más tranquilo, luego de pasar la inquietante
situación suscitada, entramos en la ciudad, en cuyo centro
se levantaba la ciudadela protegida por una fortificación
cuadrangular de altos muros almenados. Bajo la fresca techumbre
de grandes higueras, altísimas palmeras y coposos
sicomoros, rebosaba de actividad la plaza central, colmada de un
gentío bullicioso, intercambiando toda clase de
objetos, manufacturas, cereales, legumbres, artesanías,
animales de tiro, cabras, ovejas, pescados y otros
productos.
Transitamos lentamente entre la multitud congregada,
ubicándonos sobre uno de los sectores junto al muro, donde
se apretujaban los visitantes arremolinados alrededor de la
feria, los carros de los comerciantes ambulantes o los puestos
instalados en el predio del puerto.
A pesar de no ser una urbe espacialmente grande, se
podía adivinar su riqueza e importancia a través de
la magnificencia del templo a su dios Baal y los santuarios a
dioses tutelares menores, que se distribuían por la ciudad
y ante los cuales los fieles entregaban sus ofrendas para
sacrificios, como palomas, corderos, carneros, etc.
La residencia real ocupaba gran parte del muro norte y
evidenciaba en su fachada el egocentrismo y la megalomanía
del rey por su propia persona, cuya
imagen, del
tamaño de las columnas del pórtico de entrada, se
alzaban por pares, flanqueando la escalinata de ingreso, en
actitud hierática, exaltando su supuesta condición
divina.
Recorrí la ciudad exterior observando atentamente
la disposición de los atalayas, ubicados
estratégicamente en la falda de las colinas, que
descendían hacia la planicie costera. Desde allí se
divisaba la región hacia los cuatro puntos cardinales, de
manera de prevenir cualquier ataque sobre Joppe, inclusive por
mar, dando tiempo a la defensa de su guarnición en la
ciudadela fortificada en caso de asedio por parte de un gran
ejército.
Decenas de soldados, distribuidos entre los torreones y
las torres que a distancias regulares coronaban el muro de
circunvalación, custodiaban el orden dentro y fuera de la
ciudadela bullente de un mercantilismo
febril.
Periódicamente desde cada puesto de guardia se
hacía sonar el cuerno de carnero que portaban los
oficiales al mando, como aviso de calma y orden desde cada
atalaya y a lo largo de la muralla, o en señal de alarma,
que se propagaba de un puesto a otro, de norte a sur y de este a
oeste.
Calculé el número de sus tropas en al
menos quince veces cien hombres, contando los soldados de las
barracas, los de las murallas, de los atalayas, de los templos,
de las plazas, del puerto y los que custodiaban el palacio y los
edificios anexos. Era seguro que para
las excursiones armadas contarían con un mayor
número de hombres, proporcionado por las levas realizadas
entre los habitantes de las aldeas cercanas, directamente
dependientes del gobierno de Joppe.
Considerando la situación y nuestros recursos,
nuestras posibilidades de conquistar la ciudad, según el
plan, eran buenas, pero resultaba imprescindible neutralizar a
los vigías de por lo menos uno de los atalayas, para
permitir el paso de nuestros hombres, durante la noche, rumbo a
la ciudadela, cuyas puertas debían ser abiertas desde el
interior por nuestros soldados ocultos.
Durante la tarde pude ver al príncipe Zipor,
mientras, con su comitiva, inspeccionaba a las tropas en la
explanada frente al templo de Baal.
La aparente tranquilidad en que había
transcurrido la mañana se había convertido en
tensión hacia la tarde, y pronto una masiva migración
se iniciaba hacia el interior de los muros. Poco antes del ocaso,
cuando las antorchas ya habían sido encendidas en las
calles, en lo alto de los torreones y las torretas, en los
atalayas y sobre los macizos pilares que flanqueaban el gran
portal de acceso a Joppe, familias enteras que habitaban los
barrios de la ciudad exterior terminaban de ingresar con sus
animales de tiro y sus carros repletos de enseres, sacos con
grano y ropas. Hombres, mujeres, niños y ancianos arreaban
sus cerdos, cabras, ovejas y vacas, y trasladaban sus aves de corral
algunas en brazos y otras en jaulas, además de sus
pertenencias personales más importantes para ponerse a
resguardo, sabiendo que se aproximaba el enemigo.
Esa noche sufrí nuevamente las consecuencias del
mal que me aquejaba. De a ratos sentía aquello quemando mi
cuerpo por fuera, bañándome en profuso sudor, y con
la sensación de que una criatura devoraba mis
vísceras por dentro.
Trastornando mi espíritu me provocaba confusas
visiones en las que empecé a descubrir a Ahset caminando
entre la gente en la plaza, junto al templo, deambulando sobre
las pasarelas de la muralla. No podía dar fe de lo que
veía, mis ojos me engañaban y mis hombres
empezarían a creer que estaba endemoniado.
¿Cómo podría hacer que siguiesen mis
instrucciones si perdían su confianza en mí? La
veía constantemente pero simplemente comencé a
ignorar su imagen, porque no podía encontrarse
allí. Debía ser el efecto de mi afección. De
pronto todo cesaba y parecía volver a la
normalidad.
A riesgo de perder autoridad con mis subordinados tuve
que confesar a Heri el jefe de grupo que estaba bajo mi mando,
que me sentía enfermo y que precisaría de su
ayuda.
Los soldados en general solían detestar a los
funcionarios letrados por su carácter soberbio y su
arrogante desprecio hacia las demás profesiones por
considerarlas de clase inferior. Se vanagloriaban de su
cómodo trabajo
intelectual que les brindaba una vida sin sobresaltos, bien
remunerada y bajo una fresca sombra donde trabajar con sus
papiros y su equipo de escriba. Por mi parte, yo tenía la
fortuna de que en el ejército se me conociera por mi
anterior ocupación de custodio del Faraón y porque
nunca abandoné las actividades bélicas durante las
cuales conocí a grandes guerreros entre los que hice
buenos amigos, ganándome el respeto de la
mayoría de los hombres de armas.
Para mi tranquilidad, Heri me brindó su atenta
asistencia en todo momento.
Pasada la medianoche y ciertamente, más repuesto
de mi padecimiento, decidí que amparados en la oscuridad y
la quietud nocturna nos dispusiéramos a sacar a los
soldados escondidos. Cobijados en las sombras proporcionadas por
los techos de las caballerizas contiguas a nuestra tienda,
ayudamos a los diez soldados a salir de las cestas. La
mayoría se hallaban con el trasero dolorido y con los
miembros inferiores entumecidos después de haber
permanecido sentados con las piernas encogidas durante toda la
jornada.
Mientras ellos se alimentaban con pan y frutas,
recuperando su compostura, repasamos los movimientos que
deberíamos efectuar la noche siguiente teniendo en cuenta
los dispositivos de seguridad con que contaba la fortaleza,
según lo que habíamos observado el día
previo.
Antes del amanecer las tropas de Zipor salieron de la
fortificación hacia la llanura costera en espera de la
llegada de nuestras huestes. A los efectivos que tenía la
ciudad se sumaron durante el alba al menos cinco veces cien
hombres provenientes de las levas entre las poblaciones
circundantes. Algunos de ellos no eran más que
niños y la mayoría sumaba demasiados años
para defender su propia vida ante el embate de cualquiera de
nuestros soldados.
El príncipe había tragado el anzuelo y se
disponía a hacernos frente en batalla alentado por el
reducido número de nuestros efectivos, buscando una
resonante victoria, que le favoreciera en su lucha por el trono
de Joppe o ambicionando un lugar preeminente entre los
príncipe de Retenu, en lugar de la mucho menos descollante
actitud de resistir el asedio sobre la ciudad.
Hacia el mediodía, bajo un cielo nublado y un
ambiente opresivo, los rumores y chismes surgidos entre el
populacho hacinado en la ciudadela declaraban que el comandante
del ejército invasor, luego de haber conminado al
príncipe a rendir la plaza, había recibido de
éste como contestación un total rechazo.
Además Zipor, elevado por la chusma al rango de
héroe, había amenazado a los enemigos
diciéndoles que no tomaría prisioneros y que todo
aquel que cayese en manos de sus soldados sería
sacrificado, para escarmiento de los que osaran pisar suelo del
reino de Og.
Como estaba previsto por Djehuty la contienda
llevó más tiempo en los preparativos que en
resolverse en el terreno, dado que nuestras tropas no opusieron
resistencia. A
media tarde el ejército de Joppe había puesto en
precipitada fuga a las tropas del Faraón, o eso
creían ellos, y tomaban como botín de guerra lo que
dejaron abandonado los nuestros en la huida.
Así, según lo planeado, antes de que el
disco de Atón se pusiera allende los mares, nuestros
enemigos introducían en palacio al resto de los soldados
con quienes esa noche abriríamos las puertas de la ciudad
al ejército de Kemet. Como en aquel viejo cuento de
nuestra infancia, el
chacal disfrazado de ave entraba en el palomar.
Esa noche la ciudad se vistió de fiesta y por
doquier se encendieron fogatas para celebrar el resonante triunfo
de Zipor al que muchos empezaban a vitorear llamándole "El
heredero". Se sacrificaron bueyes de cuernos cortos al dios Baal
y cada santuario recibía las bestias para sus holocaustos,
lo que alegraba al sacerdocio que disfrutaría de una
opípara cena. En tanto que la residencia real se hallaba
iluminada hasta su última antorcha y engalanada con sus
más exquisitos ornamentos con la nobleza disfrutando de
los agasajos al príncipe salvador de Joppe, el pueblo se
regocijaba asando cabritos, corderos y cerdos por las plazas y en
las avenidas de la ciudad. La cerveza y el vino corrían
por las calles en odres que pasaban de mano en mano y pronto la
algarabía se transformaba en franca
disipación.
Luego de la medianoche, aprovechando las circunstancias
que llevaban a un relajamiento de la vigilancia en el interior de
la fortaleza, ordené a mis hombres que se prepararan para
comenzar la misión. Cada uno de ellos portaba un arco, una
aljaba llena de saetas, un hacha y un puñal.
Dificultando nuestra operación, una gran luna
llena que de a ratos asomaba entre espesos nubarrones,
bañaba de blanquecina luminosidad la ciudadela en los
sectores en donde debíamos movernos.
—- Las torres de la muralla han sido abandonadas,
manteniéndose ocupados por soldados sólo los
torreones ubicados en cada una de las esquinas de la
fortaleza.—- dije, observando que todos prestaban
atención a mis indicaciones.—- Los guardias recorren las
pasarelas del muro atravesando las torres, uniendo en su trayecto
la distancia entre los torreones. Según pude observar, se
mantienen dos guardias en cada uno de ellos, mientras que otros
dos van y vienen hasta la torre ubicada sobre el sector central
del muro, sitio en el que se encuentran con el guardia
proveniente del torreón vecino.
En total conté dieciséis hombres
custodiando las alturas de la fortificación, en tanto que
otros cuatro guardan la seguridad de la gran puerta que se abre
en la pared oriental, de frente a las colinas en las que se
oculta nuestro ejército. La plaza central es recorrida por
tres parejas de soldados que transitan entre la festiva
muchedumbre el sector del mercado y los templos, mientras que una
decena más resguardan la seguridad del puerto, pero estos
últimos están tan lejos de nuestro sector de
acción que casi no debemos preocuparnos por
ellos.
Los edificios oficiales y los templos se encuentran
custodiados por dos guardias delante de cada fachada y solo la
residencia real se halla bajo una estricta vigilancia, a cargo de
los custodios del rey, que, por lo que pude ver, no suman
más de una docena. De ellos se ocuparán los hombres
ocultos en los carros que forman el botín de guerra, que
estarán esperando nuestra señal para entrar en
acción dentro de palacio.
El resto de la tropa se halla mezclada con la plebe
disfrutando su embriaguez .—- dije.—- El general Djehuty me
confió la planificación de los movimientos de nuestro
grupo para dar ingreso a las tropas de nuestro ejército,
en tanto que el otro grupo de hombres se encargarán de
neutralizar a las tropas de la residencia y de la toma de rehenes
de la familia real, si es que las maniobras no salen según
lo previsto, de manera de poder negociar algún tipo de
rendición por parte del príncipe Zipor, o en su
defecto, nuestra salida de Joppe sin demasiadas bajas.—-
expliqué a los soldados. Me sorprendí al descubrir
lo jóvenes que eran algunos de ellos y lo tranquilos que
se veían. Sabía que Djehuty los había
elegido de entre lo más selecto de sus guerreros, pero por
un instante, me preocupó que no fuesen lo suficientemente
experimentados.
—- Nuestro primer objetivo será la puerta de la
fortaleza, la que deberemos ganar poniendo fuera de combate a los
hombres que la custodian, sin llamar la atención. Luego,
tomarán las ropas de los cananeos que eliminen y
vistiéndose con ellas, continuarán atacando a los
guardianes de los torreones, para finalmente salir de la
ciudadela y tomar el atalaya que se encuentra justo en frente de
la fortaleza. Desde allí, daremos la señal para que
nuestro ejército avance hacia la ciudad. Oremos para que
la voluntad de Amón-Ra nos lleve a la victoria.—-
concluí.
Nos arrodillamos frente a la estatuilla de "El Oculto",
como llamamos a Amón, y rezamos en la oscuridad una
plegaria para recibir su bendición:
"OMNIPOTENTE SEÑOR DE LA TIERRA
NEGRA,
AMADO PROTECTOR DE LOS DÉBILES Y
LOS DESVALIDOS, FUERZA DE LOS
JUSTOS Y FLAGELO DE LOS INICUOS,
GUÍA NUESTROS PASOS PARA LA GLORIA
DE TU NOMBRE, OH, BENDITO AMÓN-RA."
—- Yo encabezaré el grupo que atacará a
los custodios del portal de ingreso.—- dije mientras me
ponía de pie.—- Vosotros tres vendréis conmigo,
el resto aguardará en las sombras hasta que tomemos el
control de la entrada.—-
Vestido con una túnica negra sin mangas ajustada
por una cuerda a la cintura, portando mi arco sobre el hombro
izquierdo, y el carcaj en mi espalda, llevaba entre mis manos el
gato de Djehuty, quien no me perdonaría si llegaba a
ocurrirle algo malo, pero lo necesitaba para distraer a los
custodios cuando al pasar por las caballerizas se alteraran las
bestias por nuestra presencia, arriesgando el éxito de la
misión.
Me deslicé, seguido por mis hombres a
través de los establos. Los potros, asustados por nuestro
subrepticio avance, se agitaron sensiblemente moviéndose y
relinchando. Permaneciendo oculto e inmóvil entre el
ganado, aproveché aquel instante para lanzar hacia la
entrada del cobertizo al felino, que maulló enojado por mi
maltrato, en el momento en que uno de los custodios del portal de
la fortaleza se aproximaba a investigar el motivo por el cual los
animales se hallaban inquietos.
Bajo la claridad lunar, observé al guardia
levantar al gato, que mansamente se entregó a sus brazos;
seguidamente, el cananeo dio media vuelta para volver a su
puesto, mostrando a uno de sus compañeros la causa del
alboroto.
Agazapados y luego arrastrándonos por
detrás de altos montones de hierba con que se alimentaba a
los caballos del rey, llegamos debajo de la escalera que
subía hasta el torreón nororiental. El sitio se
veía despejado, y pasando por delante de la misma,
accedimos al ángulo de la fortaleza donde se hallaba
instalada una pequeña casilla.
Al parecer, en ella disponían los custodios de un
lugar de descanso, para beber agua o comer algo caliente durante
las gélidas noches de invierno, en que, bien sabía
yo por mi estancia en Biblos, la llegada del alba se hacía
interminablemente larga. Nos encontrábamos a menos de dos
veces cien codos de la entrada de la fortaleza y a cubierto de la
vista de los cananeos que la custodiaban. Escondidos
detrás de los carros de combate estacionados junto a la
mencionada cabaña, vimos salir del puesto a uno de los
guardias, dirigiéndose hacia nuestra posición,
bostezando y desperezándose.
El cananeo no podría vernos a menos que se
acercara demasiado, pero no le daríamos tiempo de hacer
tal cosa. Hice señas a mis hombres para que se prepararan
para actuar. Puñal en mano atacaría al
asiático, permitiendo que ellos rápidamente se
adelantaran y eliminaran a los otros tres que conversaban dentro
del puesto. Por experiencia, sabía que la sorpresa es un
factor sumamente importante en el éxito de cualquier
movimiento, y aunque podría haberme limitado a matar al
guardia de un flechazo, no podía estar seguro de que no
emitiese algún sonido que alertara a los demás.
Indiqué a uno de mis hombres que le disparara al pecho, en
tanto yo me lanzaría sobre él para cortar su
pescuezo.
En el momento en que nos disponíamos a actuar, me
alarmó que el custodio que se aproximaba levantara su mano
para saludar a alguien que se hallaba a nuestra espalda.
Sobresaltado, giré para observar a quién se
dirigía, y vi. a uno de los guardias del torreón
que había descendido por la escalera sin que me percatara
de su presencia.
Cuando nos descubrió ya era muy tarde para
él. La saeta, disparada con instintiva reacción por
uno de los míos, atravesó su pecho con mortal
certeza. Antes de que el guardia del torreón terminara de
derrumbarse escaleras abajo, me subí a uno de los carros
desde el que me lancé sobre el custodio de la entrada que,
boquiabierto, contemplaba a su compañero muerto, sin
comprender qué había sucedido.
Caí sobre él con todo el peso de mi
cuerpo, hundiendo mi puñal en su garganta, antes de que
pudiese hacer el más mínimo intento por defenderse.
Sentí lástima por él cuando se
debatía vanamente tratando de respirar, mientras se
ahogaba con su propia sangre, que
burbujeando por la herida, bañaba su cuello.
Nunca pude acostumbrarme a matar, aunque mis
víctimas fuesen enemigos. El matar a un ser humano me
producía una extraña y desagradable
sensación de vacío en mi estómago,
acompañada de un sentimiento de desolación e
inútiles especulaciones sobre aquellos a quien
sacrificaba, en relación a si serían buenos esposos
o si tendrían hijos o si sus padres dependerían de
su trabajo para subsistir.
Mi mente me torturaba, castigándome, para mitigar
la culpa que experimentaba al acabar con una vida, como quien
apaga la débil lumbre de una lámpara.
Entre tanto, dos de mis hombres corrieron hacia el
puesto para atacar a los otros tres custodios de la entrada. El
cuarto hombre de mi grupo se había ocupado de desvestir al
cananeo muerto en la escalera, quitándole las ropas para
ponérselas. Nuestro próximo movimiento sería
contra los guardias del torreón, que, ignorantes de lo que
ocurría bajo sus pies, esperaban la muerte, que estaba tan
próxima como estaban nuestras armas de terminar con sus
existencias.
Luego de ocultar el cadáver detrás de los
carros, llegué corriendo para ayudar a los dos hombres de
mi grupo que, habiendo neutralizado a los custodios, los
desvestían para colocarse sus respectivos
atuendos.
Haciendo lo propio con el tercer custodio muerto,
tratando de evitar los ojos del desdichado como si me miraran
acusadores, despojé su cuerpo inerte de la coraza de
cuero, el gorro y la túnica de lino crudo que llevaba
puesta.
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