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Kemet, el país de la tierra negra (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4


 

Terminando de vestirme, hice señas a mis dos
soldados para que se quedaran en el puesto, mientras yo
subiría con el tercero al muro.

Salí del puesto de guardia vestido como ellos,
observando que todo se encontraba en calma, y al parecer, los
cananeos del torreón nororiental aún no echaban de
menos al compañero que habíamos eliminado. Les
indiqué que me siguieran de cerca, y subimos con
normalidad bajo la fría claridad lunar, con nuestros
rostros ocultos en parte por las sombras que proyectaban nuestros
gorros, dirigiéndonos escaleras arriba directo al
torreón. Cuando ascendíamos, a pocos
peldaños de llegar ante la puerta de acceso al mismo, me
di de frente con uno de los guardias que salía de
él.

—- ¿Qué novedades hay?—-
reaccioné sorprendido, expresándome en la lengua
coloquial de la corte.

Cometí el desliz de expresarme de un modo formal,
no utilizado habitualmente por la gente común entre los
cananeos. Tal vez el error no hubiese tenido consecuencias con
otro individuo,
pero la fortuna no me acompañó en aquel momento, ya
que el guardia con el que me había topado era el gigante
barbado, al que hice reprender por un oficial el día
anterior, durante el altercado a la entrada de la ciudad. A pesar
de mi apariencia el sujeto me había reconocido al ser
iluminado mi rostro por la luz de la
antorcha junto a la pasarela.

—- ¿Qué demonios …?—- dijo el
cananeo, atinando a desenvainar la espada.

Sin tiempo para
sacar mi puñal, lo embestí con todas mis fuerzas,
impactando con mi antebrazo en su rostro, lanzándolo hacia
atrás, haciéndolo retroceder hasta hacerlo tropezar
en el desnivel del piso del torreón, cayendo de espaldas
cuan largo era.

El otro guardia que se encontraba allí
soltó una carcajada ante la torpe caída del
hombretón, sin entender el motivo de la disputa,
imaginando que se trataría de algún asunto personal.

—- ¡Hijo de perra!—- musitó enfurecido
el gigantón.—- ¡Haz sonar el cuerno!—- dijo a su
compañero.

Nos miró sorprendido, pero luego
comprendió que se trataba de algo mucho más grave
que una simple riña, por lo que manoteó el cuerno
que colgaba de su cinto para hacer sonar la señal de
alarma. De soslayo, mientras sacaba mi hacha preparándome
para defenderme del enorme guardián que blandía
amenazante su espada curva, vi a mi compañero descargar su
puñal con un poderoso movimiento de
su diestra sobre el otro custodio del torreón.

El arma blanca se clavó con un leve chasquido
sobre el delgado pectoral de cuero,
penetrando hasta la carne del cananeo que, todavía vivo
trastabilló y cayó de lado sobre una de las almenas
para terminar de ser rematado a filo de espada. Desconcertado y
temeroso, el gigante hizo un ampuloso movimiento, mas bien para
asustarme que para herirme, tratando de ganar la puerta que yo
obstruía para que no huyera del torreón.

Evitando el sablazo, lo dejé pasar por encima de
mi cabeza y quedando casi a su espalda descargué un
furibundo hachazo que hizo crujir su columna aflojando sus
piernas instantáneamente. Antes que gritara pidiendo
ayuda, destrocé su cráneo de otro hachazo que
abrió en dos su cabeza hundiendo el gorro en su
interior.

Retiramos los cuerpos a un costado alejándolos de
la proximidad de la puerta,

cuando vimos a otro guardia que se acercaba luego de
completar su recorrido por las pasarelas de la muralla
proveniente de las torres cercanas.

De espaldas, escuché el rechinar de las tablas
que formaban el piso que vibró bajo su peso, cuando el
sujeto se aproximó a mí.

Como si conversáramos de algún tema
trivial me apoyé con mi brazo derecho sobre las almenas
del muro tratando de tapar, en parte al menos, los cuerpos de los
guardias muertos que habíamos dejado contra la pared en el
interior del torreón.

Al trasponer la puerta del torreón, el guardia se
quedó parado a mi lado mirando perplejo la enorme mancha
de sangre en el
suelo, que
como un espejo púrpura, reflejaba el disco lunar.
Giró su cabeza confundido hacia mi compañero
buscando una explicación, cuando descubrió los
cadáveres tendidos junto al muro. Mi puñetazo
aplastó su nariz respingona de la que manó un gran
chorro de sangre empapando su bigote, su mentón y sus
mofletudas y caídas mejillas. El golpe lo hizo retroceder
hasta caer sentado para terminar golpeando con su cabeza en la
pared, tras lo cual se desvaneció quedando tumbado de lado
como un borracho luego de un exceso de alcohol.

—- Amordázalo y átalo de pies y
manos.—- le dije a mi compañero mientras restregaba mis
nudillos doloridos por el impacto, observando las torres
cercanas, esperando que nadie se hubiese percatado de nuestra
actividad.—- Quédate aquí. Yo bajaré hasta
la entrada para ordenar al resto de nuestros hombres, que ataquen
los demás torreones de manera que tomemos el control de toda
la muralla.

—- Si me ven solo pueden sospechar que sucede algo
anormal.—- advirtió mi compañero.

—- Tendremos que arriesgarnos. No contamos con
suficientes hombres.—- respondí.

Descendí hasta los establos para reunirme con el
resto de los efectivos que esperaban ocultos.

—- Tenemos controlado el torreón nororiental.
—- informé a Heri.—- Movilícense para alcanzar
a través del muro oriental, el torreón sudoriental
y luego los dos occidentales. Una vez que tengan controlados los
demás torreones, neutralicen a los soldados que montan
guardia en los templos para colaborar con los hombres de
Djehuty.—- expresé.

—- ¿Debemos esperar alguna señal de los
hombres que se encuentran en la residencia?—- preguntó
Heri.

—- Atacaremos el palacio solo después de que
controlemos todos los torreones y podamos permitir el ingreso de
nuestras tropas.—- respondí.—- Piensa, que con la
muralla en nuestro poder y el
ejército invadiendo la plaza quedarán a nuestra
merced y poco podrán hacer aunque logren resistir en el
interior de la residencia real. Estarán obligados a
rendirse o morir vanamente en un esfuerzo inútil.—-
expliqué.

—- Comprendido, mi señor. —- respondió
Heri.

—- Hay algo más que debo pedirte. Necesito que
me proporciones a tus tres mejores arqueros para atacar el
atalaya.—- dije.

Señaló a dos, tras lo cual se acercaron a
mí para acompañarme.

—- ¿Tú eres el tercero?—-
pregunté sorprendido.

—- Así es, mi señor.—- expresó
con orgullo, Heri.—- Soy el mejor de entre los arqueros de los
ejércitos del delta.

—- ¿Quién comandará al resto del
grupo?—-
inquirí.

—- Mi hermano Iby está tan capacitado como yo
para hacerlo, mi señor.—- dijo, presentándome a
otro joven soldado.

—- Espero que así sea.—-
respondí.

Agazapados y corriendo entre las sombras proyectadas por
los techos de la edificación, llegamos cerca del ingreso a
la fortaleza.

Había solo tres cananeos resguardando la entrada.
Uno se encontraba sentado junto a la casilla de guardia y los
otros dos apoyados contra la gran puerta de cedro que cerraba el
ingreso a la ciudad interior. Al parecer, a pesar de estar de
guardia, habían conseguido llevar al puesto algo fuerte
con que brindar por la victoria de aquel día y para
calentar la sangre en esa fría madrugada. Platicaban y
reían ruidosamente mientras se cedían
alternativamente un odre conteniendo alguna bebida embriagante.
Los efectos de la misma eran notorios y favorecían
notablemente nuestros planes.

Teniendo en cuenta la pobre luz de la antorcha que
iluminaba el portal y la distancia que nos separaba de los
guardias, decidí que sería demasiado arriesgado
disparar con nuestros arcos.

No aproximamos Heri y yo vestidos con ropas de custodios
aferrando nuestras dagas ocultas bajo las mangas de la
túnica.

El más alejado a nosotros nos observó
despreocupadamente mientras se llevaba el pico del odre a su
boca. El que se encontraba sentado estaba tan borracho que apenas
podía sostenerse. Solo el que estaba en medio de los tres
nos prestó atención. Estaban en tan deplorable
estado de
ebriedad que no tenían posibilidades contra
nosotros.

—- ¿Ocurre algo?—- preguntó con voz
nasal.

Mi golpe fue tan directo y sus reflejos tan pobres que
ya estaba inconsciente antes de golpear su cabeza contra la
puerta. El otro no vio llegar el puñetazo de Heri que
impactó su sien izquierda tumbándolo
estrepitosamente. El último, el que se hallaba sentado, ni
siquiera despertó de su borrachera cuando los llevamos a
los tres al interior de la casilla.

Observando que a nuestro alrededor no hubiese nadie
fisgando nuestros movimientos, hice señas a los
demás para que se acercaran.

—- Abran la puerta.—- ordené a mis
hombres.

Bajo el gélido hálito nocturno, fuimos
devorados por las callejuelas de la ciudad exterior,
desapareciendo de la vista de nuestros hombres que
permanecerían en la ciudadela fortificada, esperando la
llegada de nuestras tropas para concluir la toma de Joppe.
Mientras tanto, deberían mantener en secreto cada
maniobra, cada movimiento dentro de los muros, y concretar el
plan sin darse
el lujo de cometer errores, ya que cualquier yerro podría
alertar a los centenares de soldados enemigos, terminando la
misión
en un desastroso fracaso, con la condena a muerte de
todos aquellos que quedasen atrapados en el lugar.

Nos perdimos en un laberinto de pasajes oscuros,
estrechos y tortuosos, ganados por los habitantes de la noche;
seres abandonados a su suerte como desechos humanos a los que no
se les permitía el ingreso a la ciudad interior. Las
veredas ocupadas por indigentes y famélicos que se
acercaron a pedirnos algo, lo que fuese; pordioseros pustulosos,
tullidos o deformes, alrededor de una hoguera asando el
cadáver de alguien aun menos afortunado que ellos,
leprosos ocultando sus monstruosas lesiones y tuberculosos
escupiendo los pulmones en cada acceso de tos,
disputándose los desperdicios de la celebración que
los soldados arrojaban de lo alto de la muralla. Sus rostros
reflejaban el sufrimiento del desamparo y el dolor de la auto
negación, muertos vivientes que prolongaban la angustia de
agonizar inútilmente, sin esperanzas de conocer una
existencia que valiese la pena ser vivida. Los olvidados de la
divina providencia, parecían darse cita como
representantes de las miserias humanas, en un concilio que
proclamaba la indiferencia de Dios.

Los perros sarnosos y
los gatos hambrientos se veían como seres más
dignos que aquellos despojados.

Transitamos desconcertados por unos instantes habiendo
perdido el rumbo, sin tener punto alguno de referencia, ya que
rodeados por precarias viviendas de igual construcción, a duras penas podíamos
ubicarnos a través de la luna, que por aquel momento se
encontraba justo por encima de nuestras cabezas.

Sabiendo lo mucho que podría costarnos esa
pérdida de tiempo, ayudamos a uno de los nuestros a trepar
por encima de una de las casas más bajas para que divisara
la ubicación del atalaya que constituía nuestro
objetivo.

Nos habíamos desviado hacia el norte, pero no
estábamos lejos de la ruta correcta. Atravesamos los
suburbios hacia la torre de vigilancia llegando por entre el
caserío más cercano a las dunas costeras,
próximas a las colinas, en el extremo más oriental
de la ciudad.

Desde nuestra posición, en un angosto recoveco
entre los míseros cuchitriles que colindaban con los
yermos montes orientales, podíamos ver dos guardias
encaramados en la parte más alta de la torre, en tanto que
un tercero se encontraba al pié de la misma cerca de la
escalera pero del lado opuesto al que nosotros teníamos de
frente, embadurnando una antorcha en un cubo de madera
conteniendo brea. Esperamos unos momentos hasta estar seguros de que
solo se hallaban en el lugar esos tres soldados, para planear el
modo de ataque.

—- Pongan atención.—- les dije.—- Me
acercaré al soldado que se encuentra abajo. Desde esta
posición sería casi imposible hacer blanco sobre
él y tampoco podemos ver si porta o no el cuerno para dar
la alarma. Cuando lo ataque, dispararán contra los que se
encuentran en la parte superior. Al menos uno de los dos que
permanecen en lo alto debe portar un cuerno. No es necesario
advertirles lo importante que es que sus saetas den en el blanco.
No podemos fallar. Nuestros compañeros dentro de la
fortaleza dependen de nosotros.—- asintieron sin decir palabra,
ubicándose detrás de un parapeto de adobe
controlando sus arcos y eligiendo las flechas que
emplearían.

—- Debería cambiar su uniforme, mi
señor.—- dijo uno de ellos, al percatarse de que mi
indumentaria estaba manchada con sangre y que los guardias que
custodiaban los atalayas podrían desconfiar.

—- Tienes razón.—-
respondí.

Cambié ropas con uno de ellos de manera que no
despertara sospechas.

Recorrí con paso cansino los más de cien
codos que habría hasta el puesto de vigilancia, observando
en la tenue luminosidad nocturna cada detalle que pudiera
resultar de valor al
momento de actuar.

Dos grandes antorchas encendidas y colocadas sobre
soportes, a media altura de la torre, fulguraban en los lados
oriental y occidental del cuadrado armazón de troncos que
constituía la misma. Calculé en no más de
veinte codos la altura de la plataforma, hasta la cual se
accedía a través de una escalera también de
madera, ubicada sobre la pared sur de la estructura. A
poco de llegar, pude ver que los dos guardias en lo alto de la
torre llevaban colgados del cinturón blanquecinos cuernos
de carnero para las señales
sonoras.

Ambos individuos interrumpieron la conversación,
acercándose a la barandilla al verme llegar, seguramente
extrañados por mi presencia en el lugar. Se encontraban en
una posición perfecta para que mis hombres hiciesen blanco
sobre ellos, de modo que me apresuré a actuar.

—- ¿Qué hacéis aquí?—-
dijo en lengua cananea el guardia, que se quedó
mirándome, tratando de reconocer mi rostro a la luz de la
antorcha que brillaba por encima de nosotros. Lo pateé en
el vientre sin demasiada violencia,
pero la suficiente como para quedara encogido de dolor tras lo
cual lo golpeé con el mango del puñal en la nuca,
hasta caer desmayado de cara en la arena.

—- ¡¿Estáis loco…?!.—-
llegó a decir uno de ellos, cuando al pisar el borde de la
escalera para descender, fue alcanzado por una flecha que se le
clavó entre las costillas. Con un ahogado grito se
precipitó al vacío, golpeando pesadamente en el
suelo, rompiéndose el cuello. El otro quedó
inmóvil con una flecha clavada en su abdomen y otra en su
hombro, derrumbándose sobre el suelo de la torre emitiendo
lastimeros quejidos.

Me apresuré a subir para evitar que pudiese dar
la señal de alarma, pero el sujeto se encontraba tan
asustado y dolorido que apenas podía respirar.
Tenía el brazo derecho inmovilizado por el flechazo en su
hombro y el cuerno que portaba del otro lado con la cuerda que lo
sostenía debajo de su cuerpo, de manera cada intento de
desprenderlo de su cintura presionaba la herida del abdomen en el
lado izquierdo. Le quité el cuerno de todas maneras e hice
señas a mis hombres para que se acercaran. La torre de
vigilancia del extremo nororiental de la ciudad estaba tan lejos
que no había peligro de que notaran nuestra
actividad.

Llegaron corriendo hasta el atalaya mientras trataba de
ayudar al cananeo herido. Sin peligro de que pudiera
perjudicarnos, ordené que no le hicieran daño.
El objetivo había sido cumplido y no tenía sentido
matarlo. Las heridas no eran graves, ya que había
atravesado la carne por encima del borde externo de la cadera.
Podía salvarse y no veía razón para que otro
hombre muriese
innecesariamente.

No compartía el espíritu sanguinario que
animaba a otros de nuestro propio ejército, inclinados a
trasformar cualquier choque armado, en una masacre, por el puro
placer de ver los cadáveres de los enemigos esparcidos por
doquier como si se tratara de reses sacrificadas para un
festín. Se excusaban diciendo que lo hacían para
infundir el miedo entre las tropas rivales, pero al verlos, me
erizaba la piel descubrir
que la mayoría de ellos disfrutaban despertando el terror
entre los prisioneros, al verse caer en manos de los impiadosos
verdugos que no buscaban el triunfo en el campo de batalla, sino
una orgía de sangre y cuerpos descuartizados, cuyos
cráneos y miembros eran expuestos a la vista como obscenos
trofeos.

Este salvajismo no conducía más que a
actos de venganza, en los que morían de igual manera
nuestros propios soldados e incluso como ocurriría
después, personajes de relevancia y burócratas que
poco tenían que ver con la forma en que se desarrollaba la
guerra.

La cuestión es que, con el puesto de vigilancia
en nuestro poder, solo nos restaba dar la señal a nuestro
ejército oculto en las colinas orientales, que esperaba
presto para invadir la ciudad. Había pensado que una
señal visual, como habíamos planeado de antemano,
agitando una antorcha encendida desde la torre, sería
más rápida para anunciar a nuestras tropas el
momento de atacar, sin embargo, el peligro de que fuese divisada
por los guardias de los atalayas vecinos, a no más de mil
codos de distancia de nosotros, la hacía desde mi punto de
vista totalmente inviable. Nuestro ejército podría
tardar demasiado en llegar desde su lugar de emplazamiento,
dándoles tiempo a las tropas cananeas a doblegar la
resistencia de
nuestros efectivos en el interior, que deberían luchar
para mantener el control del portal de la ciudadela en
condiciones de enorme desigualdad.

De manera que tomé la decisión de enviar a
dos de nuestros hombres hacia las colinas llevando el mensaje.
Sería más lento, pero juzgué que
resultaría mucho más seguro.

Permanecimos expectantes e impacientes en el atalaya,
esperando la llegada de los nuestros, y en mi caso, preocupado
por la responsabilidad que me cabía.

La noche era clara y el cielo sin nubes, me daba pocas
esperanzas de que nuestro ejército, desplazándose
como un oscuro y gigantesco gusano, no fuese visto desde las
demás torres al alcanzar la región costera
proveniente del desierto. De todas maneras, para ese momento,
aunque emitiesen la señal de alarma, sus soldados no
tendrían tiempo de reaccionar contra los nuestros,
penetrando ya en la intimidad de la
fortificación.

La espera parecía interminable y mis nervios iban
crispándose a medida que transcurría el tiempo, sin
que mis ojos cansados pudiesen divisar la columna armada por
entre los valles cercanos, cuyas colinas reflejaban los rojizos
destellos de la arena, mientras la luna, con su blanquecina luz,
lenta e inexorablemente rodaba hacia el poniente, en tanto en el
levante, podía adivinarse el inminente amanecer, cuando
comenzaban a extinguirse las estrellas, opacadas por el creciente
resplandor solar.

Por fin, con la ansiedad haciendo mella en mi fatigado
cuerpo, avizoré la imagen del
monstruo reptante que, como una manga de langosta, se
contorsionaba cambiando de forma en su avance sobre el terreno. A
pesar de que llegaban corriendo, me parecía que se
movían con la lentitud de un caracol; tal era el estado de
exasperación que me afligía.

—- ¿Por qué tardasteis tanto?—-
pregunté al comandante, mientras las tropas se
movían rápidamente hacia las calles de la
ciudad.

—- Debimos alejarnos hacia el interior, ante el
riesgo de que
nos descubriera una tribu de pastores que se asentó en la
región, ayer por la tarde.—- respondió el
oficial.

—- Lo importante es que llegaron a tiempo. No se ha
escuchado ninguna señal y ahora ya no tiene demasiada
importancia que la emitan.—- respondí confiado en
nuestro éxito.

Como era de esperar que ocurriera, los cuernos
comenzaron a escucharse desde cada uno de los atalayas, en un
concierto de vanas y disonantes señales de alarma,
mientras nuestras tropas concluían la invasión de
la ciudadela aún dormida y totalmente inerme.

Miles de ciudadanos en la plaza, en la explanada del
mercado, en las
calles de la ciudad interior, despertaron de su borrachera en la
incipiente madrugada, desconcertados por la sinfonía de
cuernos que alertaba sobre un peligro que sólo
comprendieron al ver a los efectivos de nuestro ejército
invadiendo las vías de la ciudad, instalados en la muralla
de la fortificación y reduciendo a las tropas del
príncipe Zipor, desarmadas y siendo recluidas en la propia
ciudadela; desbordados de estupor, comprobaron que, libres y
orgullosos el día anterior, amanecían bajo el
dominio de
Kemet, cuyas huestes habían burlado el sistema de
defensa de Joppe.

Por otra parte, la entrada de nuestro ejército
allende los muros tomó al resto de las tropas cananeas
totalmente por sorpresa; el grupo de hombres ingresados en las
cestas había ganado el control de los demás
torreones de la fortaleza, y Djehuty, encabezando a sus
oficiales, tenía a los miembros de la corte y a la propia
familia real
como rehenes dentro de la residencia palaciega.

La conquista de la importante ciudad costera de Joppe
quedaría en los anales de la historia bélica de
nuestra tierra, como
uno de los más notables logros de la estrategia de
nuestros generales y una clara muestra de la
valentía de los guerreros conducidos por el descollante
genio del Faraón más grande en conquistas que
tendría Kemet.

Capítulo 4

"Maya, mi
amigo y mi salvador."

Habiendo regresado junto al grueso de las tropas
llevando el tesoro del templo de Baal, a los miembros de la familia
real y más de diez veces cien prisioneros con nosotros,
fuimos acogidos con un cálido recibimiento por parte de
nuestros compañeros de armas, luego de
la hazaña militar de Joppe. Atravesamos los territorios de
Retenu, sin oposición de ejércitos cananeos ni
escaramuzas con hordas de nómadas Shasu.

En las jornadas sucesivas, los habitantes de ciudades,
pueblos y aldeas, daban muestras de sumisión ante el paso
de la columna armada que atravesaba el país de Retenu sin
oposición alguna en ausencia de los príncipes
cananeos que, reunidos bajo el mando de Durusha, preparaban la
estrategia para atacar a nuestro ejército en su avance
hacia Meggido.

Agricultores y pastores de aquellas tierras nos
observaban transitar las rutas de su país con temor y
desconfianza, en tanto las urbes más pobladas,
debían rendirse ante la imposibilidad de resistir un
asedio prolongado. Éramos recibidos con despreciativa
indiferencia por los ciudadanos, cuyos líderes y nobles
rendían honores a Tutmés, aceptando el vasallaje
que se les imponía, declarándose a si mismos
súbditos del Faraón.

Nuevamente, el fantasma de la guerra se cernía
sobre millares de almas inocentes que, sin gozar de los
beneficios que obtenían los reyezuelos embarcados en
expediciones bélicas cuando la suerte no les era esquiva,
eran las primeras víctimas en caer presas de las
hambrunas, las pestes y el abuso de los ejércitos
invasores que maltrataban a los ancianos, vejaban a las mujeres,
asesinaban a los hombres, saqueaban, destruían y quemaban
todo a su paso.

Ingenuamente creí que, al menos parte del
objetivo de conquista era llevar el mandato del Ma’at, la
justicia y la
verdad, a esas naciones azotadas por los conflictos
entre los príncipes cananeos, que conspiraban unos contra
otros para apoderarse de las tierras y los tesoros de sus
templos.

Sin embargo, el ideal que animaba antaño mi
espíritu, imaginando un mundo gobernado en paz y
armonía por la gran nación
de Kemet, era solo un sueño imposible de realizar y cuya
concreción no estaba en los planes del soberano a quien
tanto había admirado y apoyado.

Nosotros no éramos mejor que los demás y
Tutmés no tenía intenciones de demostrar más
piedad con aquellos que cayesen humillados bajo el poder de
nuestras armas.

Mensajeros de la desgracia, llevábamos el dolor y
el pesar a aquellas masas castigadas por la indiferencia de sus
dioses. Ignoradas sus súplicas, resistían a duras
penas una difícil supervivencia robada con esfuerzo a los
estériles suelos de sus
territorios, flagelados por enfermedades y
sequías interminables, que hacían penosas sus vidas
aún en tiempos de paz.

Ignorantes de las calamidades que asomaban en el
horizonte de su futuro cercano, combatían las sombras de
la desesperanza y el desaliento con la misma resignación
con que enterraban a sus seres queridos. Aceptaban sumisamente un
destino inexorable con la naturalidad de los que llevan una
existencia al borde de la
muerte.

Durante una de las apacibles veladas que se
desarrollaban, luego de la opípara cena que brindaba el
monarca a sus altos mandos militares y a aquellos que
ocupábamos puestos diplomáticos, Tutmés
consultó a su jefe astrólogo, o "Guardador del
tiempo", como les llamábamos en nuestra lengua, acerca de
un evento sumamente significativo que había pasado
inadvertido para alguno de los presentes.

—- Decid qué habéis descubierto en
vuestras observaciones de la estrella nueva.—- dijo
Tutmés solemnemente, deseoso por conocer la opinión
del sabio anciano, aunque guardando una actitud
hierática.

Con medida parsimonia, Ra-hotep se irguió en su
silla para dar respuesta a la inquietud del soberano, esperando a
su vez captar toda nuestra atención,
transformándose en el centro de todas las miradas. Su lisa
y brillante calva contrastaba grandemente con su arrugado y
oscuro cuello. La mezcla de un ajado rostro recorrido por
centenares de surcos y una gran nariz ganchuda precediendo los
pequeños ojos, le daba un aspecto de gigantesca tortuga.
Ataviado con una inmaculada túnica blanca, adoptó
una pose de formalidad casi ceremonial para responder con voz
sonora y grave.

—- Poco tiempo después del comienzo de la
expedición, más exactamente cuando
arribábamos a Sharuhen, mi joven asistente
descubrió, al revisar el mapa celeste, un tenue, casi
imperceptible destello de luz en las cercanías de
Hor-Desher, el astro cuya esencia lumínica dimana del
divino Ka del Dios guerrero. El fulgor de la nueva estrella se
fue acrecentando notablemente a medida que progresábamos
en territorio asiático y su forma y color han ido
cambiando de un pálido tono Ketj (amarillo), como todos
conocen, símbolo de nuestro amado Dios Ra, a partir del
cual ha mutado lentamente con el transcurso de las semanas,
desplegando sus miembros alados como "Hor Señor del
Cielo", e incrementando su intensidad hasta el Yenes (rojo),
color que simboliza la sangre y la guerra.

Según mis conclusiones, la evolución de la nueva estrella es una clara
señal de que Amón-Ra, amado Dios Todopoderoso, ha
allanado el camino de vuestros ejércitos hacia la victoria
sobre los enemigos de Kemet. La aparición del astro junto
a la estrella de Hor no puede tener otro significado que el
señorío de Su Majestad, ungido de los Dioses, sobre
las demás naciones, en la conquista de las tierras del
norte.—- expresó con total convencimiento.

El rostro del soberano reflejó una contenida
sonrisa de satisfacción, en tanto el resto de los
presentes, felices por la buena nueva, abundaban en comentarios y
alabanzas a los Dioses, agradecidos para con la divina
providencia por haberlos hecho partícipes en una era de
grandeza nacional al servicio del
Neter-nefer Tutmés III.

En medio del entusiasmo de los comensales, el
Faraón elevó su mano derecha ornada de suntuosas
sortijas y lujosas pulseras, que brillaron con dorados destellos,
reflejando la luz de las lámparas. Se hizo un absoluto
silencio para escuchar la palabra del monarca. Impetuoso y lleno
de optimismo, como inspirado por una fuerza vital y
sobrenatural, anunció la decisión tanto tiempo
esperada.

—- Mañana, antes que despunte el Sol,
encabezaré la marcha triunfal que nos lleve a la conquista
de Meggido, para la gloria de mi Padre Amón-Ra.—-
expresó Tutmés, como si de una profecía se
tratara, ante la algarabía general. Se hizo silencio
nuevamente, a la espera de que el soberano diera más
precisiones.

—- He decidido tomar la ruta de las montañas
para arribar a Meggido.—- concluyó Tutmés,
esperando algún tipo de comentario, sabiendo que sus
generales se sorprenderían ante una decisión tan
arriesgada.

—- ¿Mi Señor, puedo hacer una observación al respecto?—-
consultó el general Uneg.

—- Lo escucho.—- dijo Tutmés, sabiendo
exactamente cual sería la objeción de Uneg, para
luego explicar sus motivos.

—- Mi Señor, con todo respeto
desearía mencionar lo peligrosa que es la ruta de los
desfiladeros. Hay sectores del camino que son muy estrechos, por
los que pasa un solo caballo, a lo que se agrega el inconveniente
que plantean la nieve, o peor aún el hielo cuando
ésta se solidifica, y el fuerte viento de las altas
cumbres.—- advirtió Uneg, mientras la gran
mayoría de los altos oficiales asentía.

—- Con respecto a la dificultad que plantea el camino,
la respuesta es transitar aquellos tramos estrechos pasando un
carro por vez, tirado por solo un animal, y tomar los resguardos
que fuesen necesarios para no sufrir accidentes. En
cuanto a la nieve y el viento, durante esta época las
tormentas son muy poco frecuentes y apenas se conserva hielo en
los picos más elevados. Lo sé bien, pues he
consultado con mercaderes que transitan la región durante
todo el año.—- replicó Tutmés.

—- Mi Señor, una marcha lenta a través
del territorio montañoso retrasaría mucho nuestro
avance hacia Meggido.—- expresó otro oficial.

—- Utilizar las rutas más seguras es lo que
ellos esperan que hagamos. Tendrán hombres en cada aldea y
cada pueblo de la ruta espiando nuestros movimientos, para
informar a Durusha acerca de la marcha del ejército de
Kemet y darle a conocer exactamente el día de nuestro
arribo a Meggido.

Además, el tiempo no es tan importante en este
caso. Llegar un poco antes o un poco después no
agregaría ventaja ni desventaja adicional, ya que el rey
cananeo y sus aliados esperan nuestra llegada a la planicie. De
todas maneras, nuestro ejército estará en la
región con antelación a lo que ellos imaginan,
porque planeo una marcha directa, sin detenernos en las ciudades
ni pueblos que se encuentran en el rumbo que, como ya sabemos,
permanecen indefensos, pues el grueso de las milicias
asiáticas están acantonadas bajo el mando de la
coalición.

Los enemigos suponen que avanzamos cautelosamente,
revisando bajo cada piedra del desierto sin encontrar
oposición, para sorprendernos con un ataque masivo,
empleando todo el poderío militar de los aliados. La
sorpresa en este caso lo aportaría el hecho de arribar a
Meggido por el desfiladero, bajando de las montañas entre
la ciudad y la posición de nuestros enemigos, instalados
en la planicie, que aguardan nuestra llegada a través de
los valles que desembocan en la misma. Caeremos sobre ellos como
una jauría de lobos sobre desprevenidos corderos.—-
respondió el monarca, haciendo alarde de un genio
estratégico admirable.

Los generales aceptaron las palabras del Faraón
sin más objeciones, aunque no se veían
completamente convencidos.

La madrugada siguiente partimos rumbo al norte, en busca
de los angostos y áridos valles que nos conducirían
a las cimas más elevadas del cordón
montañoso. La hierba y los pocos árboles
adaptados a la escasa humedad de los valles más protegidos
del viento del desierto eran paulatinamente reemplazados por
pastos duros y raquíticos arbustos, que resistían
el inclemente clima, a medida
que ascendíamos hacia el relieve
más escarpado.

Rebaños de ovejas pastaban en las colinas de
pastos más tiernos, en tanto las cabras aprovechaban
aún la tosca vegetación de los terrenos más
castigados por el frío de la altura y la
desertización. Corzos y gamos, habitantes frecuentes de
los valles mejor regados por las lluvias provenientes del "Gran
verde", eran reemplazados por liebres y ratones en las zonas en
que los recursos
alimentarios resultaban más escasos.

Así mismo, zorros y chacales constituían
la fauna de
predadores en las regiones en que los mamíferos herbívoros comenzaban a
escasear. Bandadas de buitres acechaban desde lo alto,
desplegando sus alas en interminables vuelos en círculo,
esperando terminar con los despojos de las víctimas que
dejaban los grandes felinos y las hienas.

El viento del noreste, proveniente de los desiertos, se
enfriaba a medida que ascendíamos en la ruta de las
cumbres que desnudaban su intimidad de roca recia y
estéril, en ausencia de plantas y
animales, en
las que solo de vez en cuando se divisaba a gran altura, en los
recodos protegidos de las incesantes ráfagas
eólicas, algún nido abandonado por las
águilas hasta la siguiente temporada de
cría.

Al atardecer de la primera jornada, advertimos con
desánimo que el frío de la montaña era
más crudo de lo que había supuesto el
Faraón. Centenares de fogatas, encendidas con leña
transportada a lomo de burro y excrementos de animales, apenas
sirvieron al numeroso ejército para soportar la primera
noche en un pequeño valle de altura.

La borrasca levantaba polvo y pedregullo de los picos
cercanos, arrojándolos a la depresión
en donde nos encontrábamos. Cuando el viento amainaba se
hacía más soportable la espera y hasta era posible
observar el firmamento rebosante de celestiales hogueras, como si
fuese una imagen en espejo del campamento, multiplicada por
incontables cantidades.

Nunca en mi vida había sentido tanto frío,
a pesar de haber pasado muchas madrugadas en el desierto, durante
las expediciones de caza. Aún permaneciendo junto al fuego
y cubierto con un largo abrigo de lana, cada soplo de la ventisca
parecía atravesar la carne con mil cuchillos,
provocándome temblores imposibles de controlar.

La piel de mi rostro y de mis manos, acostumbrada a las
cálidas temperaturas de Kemet, se sentía reseca y
escamosa, como si el despiadado clima la quemara con su
hálito helado. Mis ojos lloraban irritados y mis narices
derramaban constantemente un moco líquido, que de tanto
limpiarlo, erosionaba la piel del labio superior hasta formar
dolorosas escaras, que se desprendían una y otra vez ante
cada intento de higienizarme.

El Faraón descansaba en una amplia tienda,
atendido por sus sirvientes, y dormía en un camastro
plegadizo, lo bastante cómodo para reiniciar la marcha con
las primeras luces del alba de la
siguiente jornada, como si hubiese pernoctado en
palacio.

Sin poder dormir, fui a visitar a Maya, que se
encontraba entre las tropas que acampaban cerca de mi
ubicación. Mi joven amigo había sido ascendido a
oficial luego de los servicios
prestados durante la batalla contra las tropas de Udimu, en la
lucha fratricida que culminó con la coronación de
Tutmés. A pesar de que las ocupaciones de ambos nos
mantenían un tanto alejados, nos visitábamos
siempre que teníamos oportunidad.

La confianza y el afecto que forjaron nuestra amistad se
habían fortalecido con el tiempo, viniendo Maya a llenar
el gran vacío que dejaron las ausencias de Ykkur y Madakh,
transformándonos en íntimos amigos. Por el
contrario, mis lazos con Amenemheb y Sai, tan estrechos en cierta
época, se hicieron más superfluos, sintiendo la
necesidad, por mi parte, de alejarme de ellos en razón de
que sus intereses directos como jefe y subjefe, respectivamente,
del cuerpo de custodia del Faraón, iban en contra de mi
prohibida relación con Ahset. Me sentía intranquilo
ante la idea de comprometerlos en mis asuntos amorosos, y,
obviamente, no podía pedirles que fuesen cómplices
de mis actos.

Maya se encontraba sentado frente a la fogata de su
sector, con las piernas cruzadas y los brazos entrelazados junto
al cuerpo, intentando, como el resto, combatir contra el
frío que calaba los huesos. Llevaba
puesto un sacón de lana grueso, que debería haberlo
aislado de la helada mejor de lo que el mío, más
delgado, me protegía a mí. Sin embargo, se lo
veía acurrucado resistiendo la gélida madrugada a
duras penas.

—- Querido amigo, ¿cómo
estáis?—- dije tiritando, parado junto a
Maya.

—- Congelado, mi estimado Shed.—- respondió
Maya con voz temblorosa, observándome por debajo de la
capucha que cubría su cabeza, casi sin querer
moverse.

—- Tenéis un buen abrigo muchacho,
¿cómo podéis sentir frío?—-
pregunté con socarronería.—- ¿Tal vez el
joven oficial se ha vuelto debilucho y delicado?—- dije en voz
alta, despertando risas de todo el grupo apretujado en
círculo frente a la hoguera.

—- Veo que el frío no afecta vuestra jocosidad,
anciano.—- respondió sonriente devolviendo la chanza,
mientras se paraba.

—- No os levantéis. Venía solo a
saludaros.—- dije.

—- No creáis que me levanto por vos. Deseo
estirar las piernas y necesito caminar un poco porque tengo
entumecido el trasero de tan helado que está el suelo.—-
respondió, haciendo reír nuevamente a los
congregados frente a las llamas.

Nos alejamos caminando por la pendiente del estrecho
sendero hacia un enorme peñasco que emergía sobre
una de las laderas rocosas. El mapa celeste fulguraba en
infinitos puntos brillantes que tapizaban la negra cúpula
sobre nuestras cabezas. Intermitentes ráfagas silbaban con
agudos sones al atravesar el adusto relieve
montañoso.

—- ¿Cómo está vuestra familia?
Hace ya largo tiempo que no los veo.—- dije, mientras cerraba
un poco más mi abrigo, cruzándome de
brazos.

—- Se encuentran muy bien, Shed, y siempre os
recuerdan con cariño.—- respondió.

—- ¿Aún continuáis vuestro
romance con la bella Ari?—- pregunté. Ari era la
más joven de las hijas de un idenu de Waset, que,
perteneciendo a la nobleza local, no veía con buenos ojos
la relación de su hija con un joven oficial de
condición inferior.

—- Así es. Estoy enamorado de ella y creo que
ella también lo está de mí, pero su padre no
me quiere y no sé que futuro pueda tener nuestro
noviazgo.—- respondió apenado.

—- No os desaniméis, Maya. Quizá solo
sea cuestión de tiempo para que os valore y sepa reconocer
que podéis ser un buen yerno. Además, tenéis
un promisorio futuro dentro del ejército, pensando que ya
sois oficial siendo tan joven.—- expresé intentando
despreocuparlo.

—- Temo que su padre termine por convencerla de que le
conviene aceptar a Bat, un primo lejano de noble cuna y con
enormes posibilidades de transformarse en escriba real.
¿Me imagináis con posibilidades de superar a un
competidor así?—- inquirió.

No pude evitar reírme por la manera en que Maya
veía su situación.

—- ¿Os burláis de mí?—-
preguntó molesto.

—- No, Maya, no me burlo de vos, pero me causa gracia
la forma en que consideráis vuestras probabilidades de
éxito.—- respondí, apoyando mi mano en su hombro
y rodeándolo con mi brazo, demostrándole mi
afecto.—- Ari no es una competencia de
tiro al blanco, ni una carrera de carros. No penséis que
competís contra nadie. Ella os ama, lo he visto en sus
ojos, el modo en que os mira, la forma en que se refiere a vos.
El corazón de
una muchacha romántica como Ari no se compra con una cuna
noble.

—- Pero su padre …—- volvió a decir. Lo
interrumpí.

—- No importa tanto lo que diga su padre, si vuestro
nombre está grabado en el corazón de Ari.
Demostradle que la amáis, y que lucharéis por ese
amor sin
importar los obstáculos que debáis sortear. Confiad
en mis palabras, Maya.—- expresé, con la certeza que me
brindaban algunos años más de
experiencia.

Maya permaneció un momento, meditativo y en
silencio.

—- ¿Y qué hay de vuestra relación
con Tausert?—- me preguntó, observando el firmamento,
como si no quisiera mirarme para no darse cuenta de que le
mentiría.

Me tomó por sorpresa. Por un momento no supe
qué responder. Si le decía la verdad me
amonestaría con total justificación.

—- Bien. Todo está bien entre nosotros.—-
respondí, sin poder fingir seguridad.

A pesar de la oscuridad que nos rodeaba supe que Maya
clavó sus ojos en mí.

—- ¿Dejasteis de frecuentar a Ahset?—-
inquirió en tono severo.

Era obvio que no podía mentirle. Maya
tenía la extraña virtud de desnudar mis debilidades
y mis engaños.

—- No, realmente aún no he terminado con
ella.—- respondí con vergüenza.

—- ¡Por los cuernos de Amón, Shed!—-
maldijo en voz baja.—- ¡Sabía que me estabais
mintiendo!—- dijo, realmente muy enfadado.

—- Quisiera poseer la mitad de la sabiduría de
Thot para lograr quitarme el pesado yugo que representa mi amor
por Ahset.—- respondí sincero.

—- ¡No me habléis de sabiduría,
Shed! ¡Sois lo suficientemente inteligente para saber que
lo estáis arriesgando todo por esa mujer y no vale
la pena! ¡Si os descubren, lastimaréis a Tausert,
mancharéis de oprobio a vuestra familia y
destruiréis vuestra inmaculada trayectoria!—-
expresó preocupado y molesto ante mi comportamiento.—- Ya lo habíamos hablado
anteriormente. No puedo creer que aún sigáis
empantanado en ese asunto.

—- Lo sé, Maya. Es una batalla que libro
íntimamente entre la sensatez que me impulsa a alejarme de
ella y la obsesión que, ganando mi espíritu, me
empuja a su lecho cada vez que siento su presencia o recuerdo su
belleza.—- respondí, resignado.

—- Una belleza vacía y mortal, diría yo,
que os arrastrará a un abismo sin retorno.—-
replicó.

Permanecí en silencio, sin decir palabra, en un
estado de parálisis que exasperó a Maya.

—- ¡Os estáis comportando como un
muchacho que recién descubre el sexo y se
deslumbra por la primera mujer que le da placer! ¡Esa
mujerzuela no vale el riesgo a que os exponéis por ella, y
por el otro lado, dejáis a una muchacha maravillosa como
Tausert que os ama con el amor más puro que un hombre
pueda desear!.

¡Lo más probable es que el Faraón os
condene a muerte a ambos si llega a sus oídos que vosotros
sois amantes!—- expresó en un clamor
desesperado.

Maya tenía toda la razón, pero, me era tan
difícil sustraerme a los encantos de Ahset que me estaba
resignando a aceptar el destino que me tocara, sin importar el
desenlace final.

Mi mente, obnubilada por el lujurioso romance,
perdía la perspectiva de los sucesos que caerían
como una maldición sobre mis seres queridos. Maya
intentó hacerme recapacitar, en un momento en que
había perdido el control sobre mis actos, y era dominado
por esa enfermiza pasión.

—- Además, pensad en la vergüenza y la
desgracia que sobrevendrá sobre Pentu.
¿Creéis que el Faraón reaccionará
solo contra vos? Vos mismo dijisteis que la compasión no
es una de sus virtudes, ¿no es así? Imaginad las
medidas que puede tomar contra vuestro padre. Lo
deshonrará, expulsándolo de la jefatura de
artesanos. Peor aún. Por rencor puede despedirlo como
escultor y prohibir que sea empleado en cualquier obra
pública en templos y edificios oficiales.
¿Pensáis que los nobles y aristócratas le
darán trabajos para sus ajuares funerarios o para sus
residencias si el soberano lo execra del núcleo de sus
artistas? ¡No lo pensasteis, Shed!, ¿de qué
vivirán Pentu y vuestra madre? Si es que los amáis
tanto como aseguráis, no los hagáis pasar por una
humillación que podría terminar con sus vidas. Yo
perdí a mi padre y haría cualquier cosa para
recuperarlo, pero no puedo resucitarlo; vos, sin embargo, os
comportáis de manera egoísta con vuestros padres,
puesto que, por un estúpido capricho, podéis
condenarlos a morir en la deshonra.—- concluyó,
dejándome solo para volver al campamento.

Las palabras de Maya conmovieron mi conciencia,
golpearon mis oídos como una maza de guerra sobre la
inerme humanidad de un enemigo moribundo. Como una bofetada,
despertó mi mente, dormida por un mortal hechizo, del que
quizás no hubiese despertado hasta sentir el hacha del
verdugo sobre mi cuello.

El peligro que se cernía sobre el futuro de mi
familia, provocado por mi inexplicable estado de aturdimiento,
despabiló mis sentidos sumidos en el embrujo que
había tejido Ahset como inmensas redes de placer, en su telar
de besos y arrumacos, armando una fatal trampa de
seducción en torno de mi
vulnerable naturaleza,
tan hábilmente manipulada por sus expertas manos. De no
haber sido Maya tan duro en sus términos, me hubiese
arrepentido vanamente, llenándome de culpas y
remordimientos, el resto de mis días. La angustia que me
ocasionó el imaginar las consecuencias que mi
relación con la concubina del Faraón podría
tener sobre mi familia, me llevó a asumir la necesidad de
terminar con Ahset, apenas regresara a Kemet, luego de concluida
la expedición a Retenu.

El temor al castigo moral que
recaería sobre los seres que más amaba, recompuso
mi sentido de la responsabilidad, armándome de valor para
tomar la decisión que salvara mi propio futuro y el de los
míos, del enorme abismo de infelicidad y desdicha frente
al que me encontraba. No sería fácil,
debería sobreponerme a mis propias debilidades y
limitaciones para salir lo mas urgentemente que pudiese de aquel
escabroso asunto. Esos días en tierras extranjeras, mi
gran amigo Maya me salvó de cometer el peor error de mi
vida, que podría haber concluido con un final más
trágico aún que mi propia muerte.

Me resultó imposible conciliar el sueño
las pocas horas que restaban antes del alba.

Agobiados mi mente y mi cuerpo al comenzar la nueva
jornada de marcha hacia Meggido, me sentí extenuado,
invadido por una sensación de debilidad extrema que,
consumiendo mis últimas fuerzas, parecía hundirme
en un sopor y una pesadez que me resultaba difícil
combatir. Como si estuviese borracho, tenía grandes
dificultades para mantener el equilibrio
durante el ascenso a través de los tortuosos senderos de
montaña, percibiendo la flaqueza en mis miembros
inferiores, que vacilaban a cada paso, en la imposibilidad de
impulsar con seguridad mi cuerpo, que parecía pesar lo que
un elefante. Me sentía confundido, y mi entendimiento,
perturbado por imágenes
que deformaban la realidad que me rodeaba, me sumía en un
total desconcierto al cual no le hallaba
explicación.

Nuevamente, Ahset apareció ante mí, en su
delicado camisón de lino púrpura, llamándome
a su lecho. Sacudí mi cabeza tratando de esfumar la
visión.

No quería volver a mirar y contemplar otro
fantasma que amenazara con desmoronar la endeble entereza que me
quedaba. Afligido, pensé que la locura pudiese estar
arrebatando la poca cordura que animaba mis actos, el precario
juicio que restaba en mi espíritu.

¿Algún ente del submundo intentaba invadir
mi maltrecho Ka?, ¿Estaría siendo amenazado por un
demonio que trataba de destruir mi corazón?

Temía siquiera especular, pues incluso en la
especulación acechaba la sombra de la incertidumbre,
sembrando más dudas en mi desquiciado entendimiento. No
tuve siquiera el valor para enfrentar lo que podía
aparecer nuevamente ante mis pupilas y simplemente mantuve los
ojos cerrados.

—- Mi señor, ¿se encuentra bien?—-
preguntó alguien a mi lado.

Al dirigir la vista hacia mi interlocutor,
descubrí con espanto la imagen de mi padre colgado por el
cuello como un condenado a muerte, observándome con ojos
desorbitados y el rostro desfigurado, preguntándome por
qué él debía ser castigado por mis
culpas.

Mi cabeza parecía que estallaría de dolor
y mi estómago intentaba deshacerse del poco contenido que
le había proporcionado la noche pasada. Perdí el
equilibrio y aferrado a mi potro, me encontré oscilando en
el vacío. Por temor a caer al precipicio, busqué un
lugar donde asirme y me encontré de frente la mirada de
Tausert, despreciativa y llena de rencor, reprochándome
que la hubiese traicionado. No, no podía ser verdad lo que
estaba pasando, lo que veía debía ser solo
consecuencia de mi imaginación.

Sudaba profusamente y al mismo tiempo, mi piel se
erizaba de frío. Creí morir de tan enfermo que me
sentía.

Abrí y cerré mis párpados para
observar otra vez, sin poder entender lo que me
ocurría.

—- Señor embajador, ¿me escucha?—-
repitió la voz amable y lejana.

Todo se volvió negro, y mientras la propia
montaña giraba a mí alrededor, perdí
contacto con mi caballo y sentí que mi cuerpo flotaba en
el aire. Apenas
percibí dolor cuando barranca abajo, mi cuerpo rodó
hacia las frías aguas del lago que llenaba el fondo de la
hondonada, perdiendo completamente el
conocimiento.

Todo se transformó en oscuridad y silencio. No
existen recuerdos en mi memoria de lo que
sucedió después. Tampoco sé cuanto tiempo
transcurrió, hasta que percibí aquel penetrante
olor a sangre y al apestoso hedor a excremento. Completamente
tieso, sin poder moverme, con mi cuerpo entumecido y helado, era
obvio que estaba muerto. En un extraño estado de
ensoñación, me imaginé dentro de un
ataúd, envuelto en el vendaje de lino y el sudario
mortuorio, mis órganos extirpados y colocados en los vasos
sagrados, en tanto mi Ba se debatía en las tinieblas del
inframundo, aguardando el veredicto del Dios Asar, Señor
del mundo de ultratumba, en espera de la absolución y el
pasaje al Am-Duat, o la condena y la aniquilación de mi
espíritu para toda la eternidad.

No existía luz en aquel sitio, tampoco sonidos de
ninguna especie, solo aquella mixtura de repugnantes aromas.
Pero, ¿por qué debería captar los olores y
no otras sensaciones como sonidos o luces? ¿Se
podría acaso percibir el sabor o tal vez el tacto?
Inmóvil como estaba, y sabiendo que me encontraba atrapado
en la mortaja fúnebre, hice un intento por mover un dedo
de mi mano derecha, pero no sentí movimiento alguno, sino
tan solo ese desagradable entumecimiento, como si careciera de
miembros.

Sin fuerzas, intenté mover mi lengua, y para mi
sorpresa, pude sentir que tocaba el paladar y hasta
entreabrí mi boca. Pasé mi lengua por el borde
externo de mi labio y, un sabor amargo y sanguinolento se hizo
presente. ¿Por qué tenía el rostro con
sangre y mis párpados mojados por esa sustancia pegajosa y
desagradable?

Muy débil aún, inclusive para pensar con
claridad, mientras trataba de razonar lo que ocurría con
mi cuerpo, descubrí, para mi asombro, que sí
podía escuchar algo. Se trataba de, casi imperceptibles
golpes rítmicos que surgían de, ¡de mi
pecho!

¡Tal vez aún no había muerto!, pero,
¿¡me habían encerrado en un féretro
para llevar mi cuerpo de regreso a Kemet!?
¡Terminaría muriendo de asfixia de todos modos!—-
pensé alarmado.

Mis latidos se hicieron más fuertes y en la
desesperación hice un esfuerzo por mover mis miembros.
¡Pude sentir que una de mis piernas se extendía,
aunque con enorme dificultad, hasta que, finalmente, logré
liberarla! Logré mover mis manos hacia mi cara hasta
tocarla, sin encontrar ningún tipo de vendaje que la
cubriese. Todo mi cuerpo estaba rodeado de bolsas o sacos
húmedos, llenos de líquidos y sustancias
malolientes de donde provenían los nauseabundos
olores.

En tanto, recuperaba mis fuerzas, y desconcertado
aún por ignorar el lugar en donde me encontraba,
giré mi cuerpo levemente, y al moverme, golpeé
contra una superficie correosa y dura, que a modo de cubierta se
encontraba apenas por encima de mí. En aquel preciso
instante, vi. la tenue luz que se filtraba cerca de mis pies y
escuché voces en el exterior.

—- ¡Se está moviendo!—- gritó
alguien allí afuera.

—- ¡Está vivo!—- exclamó Maya,
con alegría.

—- ¡Sáquenlo de allí y
cobíjenlo con mantas de lana y pieles! Permanezcan con
él hasta que se reponga. Nosotros volveremos con el
Faraón.—- dijo el hombre que
impartía las órdenes, cuya voz reconocí. Era
Amenemheb.

A medida que abrían la cubierta animal que me
protegía, comprendí lo que había ocurrido.
Tiritando, y con mi cuerpo terminando de reaccionar, fui ayudado
a salir del interior del sarcófago de carne y hueso en que
me habían introducido, no para sepultarme, sino para
salvar mi vida, luego de caer en las heladas aguas del lago de
montaña. Temblando en extremo al salir desnudo del
interior del buey que habían sacrificado, fui envuelto en
pieles y llevado hasta la hoguera que habían encendido
Maya y los soldados que nos acompañarían hasta mi
total recuperación.

Cobijado en el interior de las pieles de carnero y junto
al abrigo del fuego, me percaté de que el brazalete que me
regalara Ahset no se encontraba en mi muñeca. Me
invadió una profunda aflicción por la
pérdida de aquel objeto y estuve a punto de preguntar a
Maya acerca de él. Tal vez se desprendió en mi
caída o tal vez me lo habían robado los hombres que
me sacaron de las aguas del lago. No me animé a decir nada
pero tuve que reprimir la desesperación que me impulsaba a
salir a buscarlo en medio de la noche, como si mi propia vida
dependiera de ello. Turbado y nervioso traté de calmarme y
de disimular mi pesar ante la imposibilidad de recuperarlo,
temiendo además que Maya notara mi descontrol, sabiendo lo
mucho que reprobaría mi actitud por tan poca cosa. Vano
fue mi intento pues el rostro de mi amigo, me dio la pauta de que
sabía lo que me ocurría. Bajé la cara
apesadumbrado por mi propia flaqueza y me sumí en el
silencio, hundiéndome entre las pieles para ocultar mi
vergüenza de la mirada acusadora de Maya hasta quedarme
dormido.

Al día siguiente, sintiéndome recuperado
físicamente y mucho mejor de ánimo, proseguimos
nuestro derrotero. Me sentía feliz de estar vivo luego de
haber sido salvado de morir congelado, gracias al procedimiento,
hasta aquel momento desconocido por mí, que empleaban los
habitantes de las regiones montañosas al norte del Elam,
en casos de accidentes en ríos o lagos helados que, para
mi suerte, conocía el guía cananeo que
conducía a nuestro ejército.

Capítulo 5

"La
conquista de Meggido."

Antes del final de la tarde, habiendo recuperado por
completo mi compostura, alcanzamos a la retaguardia de nuestro
ejército, que transitaba el último tramo del
desfiladero, azotado por el intenso viento del norte.

Bajo una fina llovizna de un cielo oscuro y borrascoso,
arribamos al último valle previo a la planicie de Meggido,
poco antes de que oscureciera.

La enorme serpiente humana que se había deslizado
sigilosamente por los abruptos senderos de montaña,
comenzaba a replegarse sobre sí misma para pasar la noche
a menos de un iteru de distancia de la planicie de Meggido y con
la ventaja de aguardar la llegada del alba en situación
más que favorable con relación a nuestros enemigos
de la coalición cananea, a los que esperábamos
tomar por sorpresa.

La parte más difícil de la aventura
bélica había sido superada. Lo realmente peligroso
no era enfrentar a las tropas asiáticas, sino salvar el
enorme obstáculo que representaba la geografía de la
región, que nos entregaba al enemigo en inferioridad de
condiciones, arribando a la planicie con nuestras huestes
separadas por los desniveles del terreno que nos hubiesen
enfrentado contra un enemigo que nos aguardaba sólidamente
alistado. Por el contrario, la estrategia de Tutmés,
aunque riesgosa, era tan osada que no entró entre las
opciones que deben haber considerado los líderes
a’amu.

A esta altura de la empresa,
sabíamos que no quedaba otra posibilidad que el
éxito para el ejército de Amón-Ra y la
derrota para los príncipes coligados.

Por lo que me enteré más tarde, perdimos
en los acantilados y precipicios de la accidentada ruta
sólo siete hombres, entre los que pude haberme encontrado,
dos asnos, un carro, tres caballos y cuatro bueyes, uno de los
cuales fue sacrificado para salvar mi pellejo. La cifra de las
bajas, desde la fría consideración numérica,
era despreciable, teniendo en cuenta la magnitud de un
ejército de veinticinco mil hombres, cuatrocientos
caballos, más de trescientos asnos, setenta bueyes y
doscientos cincuenta carros de combate.

Tuvimos que acampar sobre el húmedo valle,
pasando la noche bajo la fina y persistente garúa, que
duró hasta la siguiente jornada, sin fogatas que nos
proporcionaran calor y luz,
pero no podíamos arriesgarnos a ser descubiertos por los
centinelas del ejército cananeo. Luego de devorar mi
ración junto a los de mi grupo, platiqué con Maya
poco antes de dormirme.

—- ¿Que te ocurrió cuando caíste
hacia el lago?—- preguntó Maya, observando las
magulladuras que mostraba mi cara, bastante maltratada por la
rodada sobre las recias aristas de la ladera rocosa.

—- Me sentía muy mal, tan enfermo como nunca
antes lo había estado.—-contesté, evitando
comentar las escalofriantes visiones que sufrí previas al
accidente.

—- Sabes cuánto afecto siento por ti y lo mucho
que quiero a los tuyos, Shed. Sin intención de molestarte
en mi insistencia, espero que mis palabras hayan encontrado
abrigo en tu corazón y alertado tu razonamiento. Tal vez
fui demasiado duro en mis apreciaciones, pero no por ello fueron
exageradas con relación a la urgente necesidad de un
cambio total
en tu actitud con respecto a Ahset.—- expresó Maya,
intentando vislumbrar en mis gestos alguna verdad que acaso
pudiese ocultarse tras de una respuesta mentirosa para
tranquilizarlo.

—- Te aseguro, amigo mío, que tus palabras
fueron tan sabias y aleccionadoras, que lograron conmocionar mi
espíritu, atormentándome con el flagelo de la
certeza y el azote de la verdad, hasta tal punto, que invadieron
mi mente de espectros capaces de aterrorizar al propio Asar,
Señor de ultratumba.

—- Temí ser demasiado vehemente en mi
empeño de ayudarte a recapacitar sobre el error de
continuar tu relación con la favorita del
Faraón.—- dijo Maya, bajando la voz al percatarse de que
se acercaban dos soldados de nuestro grupo.

—- Entiendo tu preocupación, me siento
sumamente agradecido contigo por haberme ayudado a despertar del
sueño embriagador en que había caído a causa
del embrujo bajo el que me tenía sometido, y puedes estar
tranquilo con respecto a la actitud que tomaré a mi
regreso a Kemet.—- respondí a Maya, poniendo mi mano en
su hombro en señal de la estima en que lo seguiría
teniendo por el resto de mis días.

Aunque no estaba seguro, imaginé que había
sido él quien me librara del brazalete. Maya sabía
que la favorita me lo había obsequiado. Sin embargo,
preferí no preguntarle por el incidente para no herir su
corazón si es que él no tenía nada que ver
con la desaparición del mismo, siendo tal vez, otro hombre
de los que me habría socorrido quien me despojara de la
alhaja solo por su valor material. De lo que estaba absolutamente
convencido era que no lo había perdido por accidente ya
que estaba firmemente unido a mi brazo.

Maya se retiró unos instantes, y no sé en
qué momento, me quedé profundamente
dormido.

Antes del amanecer del día veintiuno del mes en
curso, las tropas se habían alistado esperando las
primeras luces del alba para entrar en acción.
Había cesado de llover y los nubarrones se disipaban
lentamente, permitiendo que la claridad previa a la
aparición del Gran Atum, el disco Solar, inundase de luz
las cumbres de los montes orientales.

Descendimos hacia la llanura de Meggido por
detrás de la posición de los campamentos cananeos,
abriéndonos paso a la entrada de la planicie en forma de
media luna o de una hoz, abarcando, con los extremos norte y sur
de la vanguardia,
las fastuosas tiendas de campaña de los líderes
asiáticos que aún se encontraban
descansando.

Los gritos de nuestros guerreros, el estruendo de los
carros, el galope de los caballos y el tintinear de los bronces,
produjeron tal espanto entre los enemigos apenas despiertos, que
la escena resultaba patética, provocando risas en vez de
incitar al combate.

Los pocos soldados y oficiales asiáticos que se
hallaban preparados para la batalla observaban azorados a los
príncipes y demás líderes de la
coalición huyendo a pie, desnudos o semidesnudos, hacia la
ciudad fortificada, presas del pánico,
abandonando sus tiendas, sus joyas, sus armas, sus delicadas
vestiduras, sus carros y caballos.

Fue un espectáculo tan vergonzoso, tan indigno de
verdaderos gobernantes, que Tutmés ordenó que los
dejaran refugiarse en la fortaleza, al verlos escapar como
mujeres asustadas, aún sabiendo que al hacerlo les daba la
oportunidad de rehacer sus fuerzas y preparar la ciudad para un
asedio que le llevaría meses sostener.

Esta vez el Faraón se mostró
magnánimo y benevolente para con sus rivales al
permitirles protegerse en Meggido, cuando de haberlo deseado,
podría haberlos masacrado, al encontrarlos completamente
indefensos en la planicie, y entrar victorioso en la ciudad
rebelde sin ninguna oposición.

A pesar de la opinión de los generales, referida
la necesidad de atacar la ciudad antes de que cerraran los
portales de ingreso y de que defendieran las torres y los
atalayas, el monarca mandó recoger el botín que
había abandonado el enemigo y decidió levantar
circunvalaciones en torno a la fortaleza para sitiarla, hasta
obligarlos a rendirse sin derramamientos de sangre, cuando sus
reservas de alimentos se
agotaran.

Mientras se mantenía el asedio de Meggido, fue
conquistada Jenoam y otras ciudades, pueblos y aldeas de Retenu y
de Kharu, que rindieron tributo a Tutmés, en tanto que el
rey de Kadesh, y otros príncipes amorreos y hurritas del
país de Djahi, enviaron presentes y obsequios en joyas,
oro, piedras
preciosas y demás objetos de lujo, en reconocimiento al
poderío del Faraón.

Transcurrieron siete largos meses de sitio, en los que
el soberano de Kemet se dedicó a recorrer la región
que, a partir de entonces, pasaba a formar parte de los
territorios conquistados y controlados, cuyos pueblos
rendirían honores al monarca, reconociéndose
vasallos de su majestad, el ungido de Amón-Ra,
Tutmés III.

Antes que finalizara el séptimo mes de asedio a
Meggido, los sitiados, acosados por la falta de alimentos y una
epidemia declarada en las últimas semanas, se rindieron,
rogando clemencia al Faraón, jurando entregar sus tesoros
y el oro de sus templos, abriendo la ciudad a la entrada del
ejército, con la palabra de nuestro soberano de que los
lugares sagrados no serían profanados y su gente no
sería víctima de actos de barbarie de parte de
nuestras tropas.

Ingresamos a través de "La puerta de los Dioses",
que era el modo en que denominaban los cananeos al enorme portal
de entrada a la ciudad fortificada de Meggido, con los carros al
frente, a cuya cabeza sobresalía la imponente figura de
Tutmés, vestido con sus atavíos más lujosos,
preparado para recibir de sus enemigos subyugados el botín
de guerra correspondiente a los tesoros del templo de Hadad, Dios
de la tempestad del cielo y de los templetes de otras divinidades
asiáticas.

Viendo el lamentable estado en que se encontraban los
sobrevivientes, ya que, además de la hambruna,
había aparecido una temible peste, el Faraón
ordenó que se permitiese el ingreso de las
mercancías retenidas para repartir alimentos entre los
vencidos. La enfermedad que diezmó a la población se manifestaba sobre todo en
ancianos y niños
que presentaban manchas moradas sobre la piel, alta fiebre
acompañada de diarrea,
mitos,
concluyendo fatalmente en pocos días; había matado
a la tercera parte de los habitantes refugiados en la fortaleza
hasta los días previos a nuestro ingreso.

Aquellos que permanecían en pie, desfilaban ante
nosotros como muertos vivos, arrastrando sus miembros para
desplazarse, los rostros pálidos y demacrados, muchos de
ellos enfermos, descarnadas figuras al borde de la muerte por
inanición, entre las que se había desatado la
pasada jornada una lucha despiadada por la carne de las pocas
ratas que aún quedaban en la ciudad, y que había
decidido a Durusha, su Rey, a rendirse ante
Tutmés.

El repugnante hedor que impregnaba el aire
provenía de las decenas de cadáveres diseminados
por las calles, las plazas, los palacios y templos, que los
sobrevivientes no se atrevían a enterrar, provocando
la
contaminación de los pozos de agua y los
canales de aprovisionamiento. Enjambres de moscas pululaban a sus
anchas, infestando el ambiente con
su negra sombra.

Los esqueletos descarnados de vacunos, caballos, asnos,
perros, gatos y cualquier animal capaz de servir de alimento,
acompañaban los cuerpos sin vida de hombres, mujeres,
ancianos y niños, que, habiendo encontrado la muerte,
yacían expuestos a la intemperie bajo el sol de
mediodía que aceleraba su descomposición,
proporcionando un verdadero festín a los buitres que se
zambullían en picada, para dar cuenta de los
despojos.

Al observar el sombrío espectáculo,
Tutmés ordenó la permanencia de los efectivos del
ejército fuera de las murallas, en tanto hizo llamar a los
magos sanadores para que colaborasen con los pobladores. Los
generales y funcionarios más destacados, entre los que me
encontraba, secundamos al monarca de Kemet en su camino hacia la
residencia de Durusha, que ya nos estaba esperando.

La urbe asiática mostraba la misma
disposición que todas las ciudades cananeas, aunque se
diferenciaba de la mayoría por riqueza y
tamaño.

Aquí y allá se elevaban columnas de humo
negro y maloliente, procedente de casas de particulares y
edificios incinerados por razones que desconocíamos. Se
observaban enormes fosos a medio tapar, exhibiendo cuerpos
cubiertos de gusanos e insectos que se arremolinaban sobre los
restos putrefactos.

Como el muro exterior, los edificios oficiales estaban
construidos de pequeños bloques de piedra, no mucho mayor
que el tamaño de nuestros adobes, extraída de las
montañas cercanas. El Palacio real, al que se
accedía a través de una escalinata también
de piedra, dominaba la plaza del mercado en ruinoso estado, sobre
cuyo extremo norte se alzaba el templo al dios cananeo Hadad. Dos
construcciones menores pero no por ello menos llamativas,
completaban el conjunto del complejo religioso, dedicadas a las
deidades Athtarath, relacionada con la fertilidad y Anath, cuya
imagen dorada se alzaba sobre un imponente pedestal de
mármol, como impasible espectadora de tan lúgubre
escenario, en el vestíbulo de la residencia de
Durusha.

El pórtico del palacio, formado por seis columnas
cuadradas, exhibía en sus fustes escenas en bajorrelieve y
pintadas del Rey o sus predecesores en actividades relacionadas
al culto de los dioses o en la tarea de gobernar. El techo del
vestíbulo que precedía a la entrada principal de la
residencia se encontraba también esculpido con
imágenes del dios de la tormenta, reinando sobre su
creación.

La enorme puerta de cedro enchapada en láminas de
oro se abrió para dar paso a Tutmés, que fue
recibido por el chambelán del rey cananeo, que lo esperaba
en el interior del salón del trono. Los sirvientes del rey
de Meggido, sus funcionarios y los príncipes coligados, se
arrodillaron en presencia del Faraón, mientras Durusha lo
esperó al lado del trono, habiéndose apeado de
él, para cedérselo en muestra de sumisión,
haciendo una genuflexión para besar la mano del monarca de
Kemet, buscando su perdón, apelando a la adulación
como recurso para ganarse el favor del soberano, envanecido con
su propia grandeza. Durusha se expresó con
corrección en la lengua de los faraones sin que mediara
intérprete.

—- Mi Señor, os ruego, os imploro perdón
por mi falta, al desafiar vuestro poder bélico y la magia
de vuestros Dioses. De haber sabido que su majestad era un
verdadero Dios de espíritu piadoso y corazón
generoso, hubiera abierto las puertas de mi reino para que la
grandeza del hijo de Amón-Ra iluminase con su aura mi
humilde morada.—- casi vomito al escuchar tanta mentira e
hipocresía.—- Mi intención fue solo la de
proteger los lugares sagrados, los templos de nuestros Dioses, y
a mi pueblo, del saqueo y la profanación.

—- ¿Acaso habéis presenciado acto alguno
de salvajismo de parte de mi ejército?—- preguntó
Tutmés, mientras se sentaba en el trono.

—- ¡No, mi señor, por el contrario, he
descubierto que su majestad es sumamente bondadoso y lleno de
misericordia para con los vencidos!—- expresó, temeroso
de provocar el disgusto del monarca de Kemet.

—- Entonces, ¿qué motivos tuvisteis para
temer, si ninguna maldad os he hecho?—- preguntó el
Faraón.

No sabiendo qué excusas dar, como aquel cobarde
que insulta y provoca cuando se ve respaldado por otros, Durusha
no tuvo mejor idea que la de culpar a sus
cómplices.

—- Los soberanos del país de Djahi y los
hurritas de Naharín os temen, y fueron ellos quienes nos
obligaron a tomar las armas contra vosotros, bajo amenaza de ser
invadidos si no combatíamos vuestro avance hacia el
norte.—- respondió, sin mirar a
Tutmés.

—- ¿También obligaron a Joab de Siquem a
asesinar al príncipe de Sucot?—- la pregunta del
Faraón provocó que el resto de los príncipes
asiáticos se apartaran de Joab, que se encontraba entre
ellos, como si de un leproso se tratara.

—- Mi señor, —- se notaba que improvisaba la
respuesta.—- Misael, príncipe de Sucot, me tendió
una emboscada para asesinarme y luego atacar Siquem
apoderándose de ella. Habiéndome llamado él
mismo ante su presencia, aduciendo que quería unir su
ejército a nuestra coalición para luchar contra
voz, trató de sacar provecho de mi ingenuidad.—-
transpiraba profusamente haciendo más evidente su
falacia.

—- Misael era mi aliado y sé por uno de sus
mensajes que nunca pensó en apoderarse de reino alguno.
Tampoco estaba dispuesto a traicionarlos, pero me había
informado que se mantendría neutral en el conflicto
considerándose vasallo de Kemet.—- las palabras del
Faraón provocaron una mortal palidez en Joab, que
vaciló abrumado.

La mención a los mensajes que el
príncipe Misael había enviado a la corte de
Kemet me convenció que el Faraón ya no confiaba en
mí, pues siendo uno de sus funcionarios de mayor
relevancia, me había mantenido al margen de este
importante secreto, y quién podía saber de
cuántos más.

Por supuesto que no cuestionaría al Faraón
el ocultarme cierta información relevante a mi cargo de
diplomático. ¿Quién era yo para juzgar una
decisión suya? Un intenso escalofrío
recorrió mi piel; según mi parecer, su actitud
confirmaba que sospechaba de mi relación con Ahset. Lo que
no comprendí hasta mucho tiempo después, era por
qué no nos condenó a muerte.

—- Por el bronce mataste y por el bronce
morirás,—- siguió diciendo Tutmés.—- te
condeno a muerte por el asesinato del Príncipe Misael y
serás decapitado al final del día.—-
sentenció a Joab, ante el estupor de los
presentes.

De nada sirvieron las súplicas de Joab que
lloró implorando de rodillas el perdón del
Faraón que, inmutable, ordenó que llevaran al reo
hasta la celda en donde permanecería hasta el momento de
su ejecución.

—- Los demás príncipes retornarán
sanos y salvos a sus reinos luego de
jurar lealtad a Su Majestad. En el plazo, no mayor de una semana,
enviarán los tesoros al Faraón, en objetos de oro,
plata y piedras preciosas, tanto como juzguen conveniente los
inspectores del soberano de acuerdo a la riqueza de sus templos,
en tres cofres diferentes.

Cada año entregaréis la misma cantidad de
trigo, cebada y lino, igual a la estipulada en las condiciones
que aceptaron durante la rendición como tributos
obligatorios de pueblos vasallos. —- comunicó el
intérprete Sela al resto de los mandatarios
asiáticos, que sabiamente disimulaban su disgusto por la
pérdida que significaban los botines de guerra que
exigía Tutmés.

—- ¿Cuándo partiremos?—-
preguntó uno de ellos, ansioso por dejar
Meggido.

—- Los inspectores del Faraón ya los
están esperando fuera de Palacio para
acompañarlos.—- respondió Sela.

Los príncipes cananeos fueron invitados a
postrarse ante el soberano de Kemet y besar su mano, antes de
retirarse de la sala del trono.

Seguí al cortejo de sirvientes de Palacio, que
acompañaban a Durusha y a los príncipes hasta la
fachada de la residencia, en donde la guardia esperaba por el
Faraón, para secundarlo en su visita al templo de Hadad,
en donde lo aguardaban los sacerdotes, para entregarle los
tesoros del Dios de la tormenta del cielo.

Grande fue el disgusto de los gobernantes
asiáticos cuando, al salir del pórtico de la
residencia, descubrieron que no los esperaban sus carros de
guerra para regresar a sus respectivos reinos, sino que les
habían preparado asnos, en los que viajarían
montados hacia sus ciudades, para humillarlos ante sus
pueblos.

El soberano de Kemet se proponía demostrar a sus
adversarios hurritas que si bien su objetivo era finalmente
avanzar sobre Amurru, Djahi y de ser posible llegar hasta las
puertas mismas de la capital de
Naharín, no iba a descuidar los territorios invadidos,
avanzando las enormes distancias y los difíciles terrenos
que separaban sus zonas de influencia, sin antes consolidar su
poderío sobre la totalidad del país conquistado.
Una ofensiva armada potente, pero carente de control territorial,
hubiese podido concluir en una retirada apresurada y prematura de
los ejércitos de Kemet, o aún peor en desastres
militares, de no haber afianzado previamente la autoridad y el
poder del Faraón sobre la miríada de ciudades,
pueblos y aldeas que constituían el sitio de asiento del
vasto panorama de naciones, dirigidas por los reyezuelos de
Retenu. No cometería el error de su abuelo Tutmés I
que en una fulgurante campaña militar llegó a la
frontera misma
de Naharín-Mittani hasta la tierra de
los ríos invertidos del norte, para tener que luchar con
la retaguardia de sus huestes la retirada precipitada en los
campos de Djahi, asediado por los mismos ejércitos que
había derrotado semanas o meses antes.

Tutmés III planeaba organizar el país y
dividirlo administrativamente, para aprovechar mejor los recursos
del mismo, pacificarlo y al mismo tiempo utilizarlo como cuartel
general desde donde tomar impulso para sus próximas
campañas bélicas.

Durante los próximos tres años, el monarca
se dispondría a confirmar su señorío sobre
la región en futuras campañas, tomando las ciudades
de Nuges, Herenkaru y la opulenta ciudad portuaria de Tiro, como
base naval y de aprovisionamiento de suministros del
ejército de Kemet.

Capítulo 6

"El
retorno a casa y el valor del amor verdadero."

Retornamos a la tierra del Hep-ur en el año
veinticuatro de reinado del Faraón, habiendo transcurrido
casi un año y medio fuera de nuestro país y lejos
de nuestros seres queridos.

Partes: 1, 2, 3, 4
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