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Kemet, el país de la tierra negra (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4


Con una visión distinta de la vida y la necesidad
de dar y recibir afecto de aquellos a quienes tanto había
echado de menos, reencontré a mis seres queridos con la
felicidad del que recupera un tesoro perdido, con la
alegría del niño que sintiéndose extraviado
vuelve a los brazos de su madre, con la dicha del hombre que ve
recuperarse a su hijo que yacía enfermo. Nunca antes
sentí tanto regocijo por el beso de mi madre, las caricias
de mi abuela, ni tanta ternura por el abrazo de mi padre,
llorando como un chiquillo, feliz de tenerlos de nuevo a mi
lado.

Con relación a Tausert, deseaba verla, pero una
gran ansiedad afligía mi espíritu, porque no estaba
seguro de mis
sentimientos con todo lo que me había ocurrido.
Había vuelto decidido a dejar de vernos si es que me daba
cuenta de que nunca la querría como ella se
merecía. De lo que estaba completamente convencido era que
jamás volvería a hacerla sufrir y que no
sería yo el causante de más tristezas y
vergüenzas para ella.

Con respecto a Ahset, por el contrario, evitaría
toda posibilidad de encontrarme con ella por temor a caer
nuevamente presa de sus encantos, que me habían convertido
otrora en su esclavo, y de cuyas nefastas consecuencias me
libró mi larga ausencia en tierras extranjeras.

La mejor de las novedades al arribar a Waset la tuve al
enterarme que mi hermanita Eset, que se había transformado
en una bella mujer,
sería tomada en matrimonio por un
joven artesano orfebre, con total beneplácito de mis
padres.

La feliz celebración que se llevaría a
cabo para festejar la nueva unión de mi hermana y mi
futuro cuñado había sido programada por los
consortes esperando mi regreso desde las tierras del
norte.

Casi sin tiempo para
reacomodarme en mi nueva casa en el barrio de los funcionarios,
dejé los asuntos referidos a la ubicación del
mobiliario y disposición de mis pertenencias en los
diferentes ambientes, a mi fiel esclava, la vieja Awa, confiando
a su buen gusto el arreglo de mi residencia.

Así, recién llegado a la capital, me
vi. inmerso en la vorágine de los preparativos para la
boda de Eset, a menos de una semana de mi retorno a
Kemet.

El reencuentro con mi gente, familiares y vecinos, en
aquellos días, me hizo olvidar por un momento los horrores
de la guerra, y
volví a disfrutar como antaño de la charla amena y
despreocupada con mis amigos, de las buenas nuevas que
tenían para contarme Amunet y mi abuela mientras
preparaban la cena, de los paseos por la ribera en mi potro
"Fantasma", de las mañanas conversando con mi padre,
viéndolo trabajar la piedra con mágica destreza, de
los atardeceres en las colinas orientales gozando de la fresca
brisa del crepúsculo.

El mismo día de la boda, me levanté de mi
cama, entre el batiborrillo de objetos que Awa aún no
había tenido tiempo de acomodar, y mientras preparaba un
poco de pintura para
redactar un documento, robé del centro de mesa un
dátil que comencé a devorar hambriento.

En el mismo instante en que me disponía a iniciar
mi tarea, la anciana Awa, que ordenaba unos enseres cerca de la
ventana de la cocina, advirtió, al mirar a través
de la misma, un papiro enrollado y colgado del sicómoro
del jardín, delante de la puerta de mi casa.

—- Mi señor, han dejado un papiro colgado en el
sicómoro de la entrada.—- advirtió.

Me apuré a salir para tomar el papiro, imaginando
qué procedencia podía tener y el peligro que
significaba que cayera en manos de cualquier desconocido, por
sobretodo teniendo en cuenta que me encontraba rodeado de vecinos
que eran funcionarios de palacio.

Antes aún de tomar el mensaje en mis manos, supe
que se trataba de una carta de Ahset.
Lo presentía, lo adivinaba con solo conocer el modo sutil
en que esperaba atraerme otra vez hacia ella. Mi corazón
saltó dentro de mi pecho, trotando en mi interior como un
brioso toro de cuernos cortos, como cuando nuestros cuerpos se
fundían en un abrazo que parecía eterno.

Mis manos sudorosas, que tantas veces acariciaron su
excitante forma, añoraban la tersura que las deleitaba.
Acercándolo a mi rostro, casi hasta besarlo,
percibí de manera inconfundible que el noble papiro
exhalaba su exquisito perfume a nenúfares azules y
manzanas.

Mi mente fue invadida una y otra vez por fugaces
recuerdos de su irresistible belleza, de su sugerente mirada,
como relámpagos en una noche de tormenta, que crees
seguirlos viendo cuando solo quedan en el resplandor que
cegó tu retina. Mi piel se
estremeció incontrolable, en un intenso repeluzno, como
los que tantas veces recorrieron mi abdomen ante la simple idea
de hacerla mía de nuevo.

Era de ella. Sin haber desplegado el papiro,
sabía que era de Ahset. Intensos sentimientos de
contradicción se debatían en mi interior, en una
lucha que destrozaba mis nervios. Temblaban mis dedos de ansiedad
al rozar el lacre que sellaba la misiva, ante la desesperante
tentación de romperlo, y desenrollándolo,
zambullirme en la lectura de
las palabras que pronunciaban sus labios mientras las
escribía, que se derramaban de su boca como la miel de un
panal digno de los dioses, del que ansiaba volver a libar hasta
saciarme de gozo.

Por otra parte, las fantasmagóricas imágenes
que habían torturado mi alma durante
la ruta hacia Meggido, se hacían presentes nuevamente,
como una revelación que anunciaba el fatal desenlace que
me esperaba si permitía que el recuerdo de la
pasión hiciera mella en mi flaqueza, volviendo a ganar mi
espíritu, para arrojarme nuevamente en sus
brazos.

Tenía que apartar de mi pensamiento
los bellos momentos que habíamos vivido juntos y
sólo pensar en las graves consecuencias que podría
acarrearnos proseguir con el romance. Ya había percibido
el drástico cambio en la
actitud de
Tutmés hacia mí, de modo que, si bien creía
yo que él solo guardaba sospechas sobre la existencia de
cierta relación indebida entre Ahset y yo, no debía
darle motivos para que las confirmara.

El temible poder de su
atracción se abría como un enorme abismo que
consumía las débiles fuerzas con que intentaba
resistir vanamente la maligna curiosidad de desenrollar el
papiro. Moría de interés
por saber de ella, anhelando que me deseara como yo ansiaba
poseerla, por conocer lo que albergaba en su corazón y
cuánto me extrañaba. Ese amor, (y digo
amor porque debo reconocer que creí que amaba a Ahset),
robaba mi voluntad en cada caricia, doblegaba mi ánimo con
cada sonrisa, haciéndome más esclavo que el
más humilde de los esclavos y más siervo que el
más sumiso de ellos. Aunque cautivado, me sentí
amenazado por el peligro de sucumbir a la indigna bajeza de
entregarme a ella, sin importar la suerte de mi familia y de la
propia Tausert.

Abrí el papiro, temblando de emoción y
pueril ansiedad, desgarrando parte de la trama vegetal en el
apuro.

Querido mío:

Sabiendo de vuestro regreso con el ejército,
aguardé con devota paciencia un esperado mensaje de tus
manos, deseando te comunicaras conmigo para concretar un
encuentro.

Mi cuerpo os llama, vibrando de gozoso anhelo, y mi piel
os reclama con fogosa inquietud.

Os he extrañado cada noche, como las flores
extrañan la luz del alba. Os he
necesitado junto a mí como necesito del aire que respiro.
Os he deseado en mi lecho más de lo que preciso al
alimento que me mantiene viva, y sin embargo, tú no has
hecho nada para saber de mí.

He enviado a mi más confiable sierva para que te
llevara estas palabras, aún sabiendo que algunas sierpes
del Harén vigilan mis actos. No hagáis que me
arrepienta de haberos hecho mi amante, demostrando la
cobardía de los hombres de arena que retroceden ante el
peligro, a diferencia de los guerreros que, sabiendo los riesgos que
corren, enfrentan con valor el
destino que les toca. Mi espera se torna en impaciencia y mi
melancolía en fastidio.

Ahset

Estaba dispuesta a todo, incluso a perecer, por
demostrar que nada ni nadie podría quebrantar su voluntad,
ejerciendo su indomable carácter en su decisión de vivir o
morir a su modo.

Por primera vez sentí miedo, pero no miedo a las
consecuencias sino a su amor enfermo, perturbado, alienado,
temiendo que me arrastrara a un final ineluctable. Me
estremecí al percibir en sus palabras el deseo de
inmolarse, o más bien, de que ambos nos inmoláramos
por una causa amorosa, como si llevar nuestro amor hasta la
ejecución pudiese significar un acto heroico que fuese a
salvar al mundo.

Como si hubiese despertado de un mal sueño y con
la frase del guerrero que enfrenta su destino resonando como un
eco en mi cabeza, me di cuenta del cariz de morbosidad que
impregnaba su actitud, destruyendo todo el valor que había
asignado a los sentimientos que guardaba por Ahset.

La había idealizado como a una mujer valiente,
decidida, con una fuerza
interior única y especial. Sin embargo, ahora me
parecía estar leyendo la creación de un
espíritu enajenado por una idea demencial.

Dejé el papiro sobre mi mesa, convencido de que
lo mejor que podía hacer era responder su carta lo antes
posible, para poner en claro que no deseaba continuar la
relación.

Tomando un papiro en blanco, afiné el extremo del
instrumento de escritura, y
mientras mojaba su punta en la negra pintura recién
preparada, meditaba la manera de dar forma a mis pensamientos
para transformarlos en palabras, sin herir demasiado los
sentimientos de Ahset.

Creía yo que ella entendería mis
argumentos, aunque no dudé que fuera difícil que
los aceptara en un primer momento. Sabía que nunca
había conservado tanto tiempo al mismo amante a su lado,
lo que constituía un raro privilegio del que yo
quería prescindir lo antes posible. Tal vez, para mi
pesar, nuestro vínculo había significado en su vida
algo más profundo de lo que yo jamás imaginé
o hubiese podido esperar de un carácter tan voluble y
antojadizo como el de Ahset. Por otra parte, y a causa de esto
mismo, abrigaba la esperanza de que, despechada, Ahset se
arrojara en brazos del Faraón, o me olvidara
sumergiéndose en nuevos deslices amorosos con uno de los
funcionarios de la
administración, o con alguno de los guardias de la
residencia que llegase para custodiarla a sus aposentos del
harén.

Lacré la hoja con un sello sin
identificación, y luego de completar mi desayuno y
acomodar algunos bártulos en mi nueva morada, me puse en
camino hacia el palacio con el principal objetivo de
entregar la respuesta que me liberaría finalmente de la
relación.

Me sentí feliz de verme a mí mismo,
tomando la decisión de alejarme de ella, sin necesidad de
que alguien estuviese azuzándome y advirtiéndome de
las calamidades que se avecinaban.

Era evidente que las aleccionadoras palabras de mi joven
amigo Maya habían calado profundo en mi conciencia, pero
no estuve totalmente seguro de cómo reaccionaría
ante el llamado de la concubina hasta que me topé con la
lectura de su
mensaje.

Como si de un mágico filtro se tratara, de alguna
pócima hábilmente dosificada, o quizás de un
milagroso antídoto contra el mismo mal que antes
ocasionaba, las propias palabras, que en otro momento las hubiese
bebido como a un delicioso néctar, con el placentero
deleite de un exquisito elixir, y que antes me hubieran llevado a
correr a su lado, ahora tenían el efecto de un remedio
amargo que, curando mi alma de la enfermedad que padecía,
me levantaba de mi paralizante obnubilación para
impulsarme a escapar de las causas que me provocaban la
dolencia.

Llevé a la residencia el papiro con mi
contestación, oculto entre los demás documentos que
portaba en mi caja de escriba, con la idea de entregarlo lo
más pronto posible.

No sin cierto nerviosismo, ingresé por la
escalera monumental de la fachada custodiada por los guardias
reales. Como cada día, atravesé la antesala
columnada hacia el nuevo emplazamiento de la sala de escribas,
que había ordenado Tutmés a sus maestros
arquitectos en las ampliaciones de palacio, para refrescar mejor
las extensas galerías ornamentadas con plantas
trepadoras traídas de las lejanas tierras de los bosques
del sur.

Sin demasiado tránsito de funcionarios ni
sirvientes, los patios floridos, rebosantes de jazmines,
perfumaban el aire y embelesaban la vista junto a las
anémonas y las glicinas.

Las mujeres de la servidumbre de palacio elegían
pimpollos y flores de los diferentes canteros, para adornar los
floreros de los diversos ambientes de la residencia, munidas de
cuchillos y cestas de mimbre en las que colocaban los frutos de
su recolección.

Con gesto de burócrata meditativo ocupado en
alguna importante cuestión de estado, me
dirigí hacia los jardines interiores, buscando a alguna de
las esclavas de Ahset, que por aquella hora del día
acostumbraban recoger flores para embellecer las habitaciones de
su señora.

Bajo un gran sauce encontré a una de ellas
cortando las mejores ramitas entre las azufaifas y los
ranúnculos.

Me acerqué a la esclava negra que ya me
había visto llegar, y todavía con cierto
nerviosismo dejé caer mi mensaje dentro de su canasto al
pasar junto a ella que, como sin advertirlo, lo cubrió con
un ramo de margaritas amarillas que lo taparon completamente de
la vista de las demás mujeres.

Tal como llegué, salí del sector de los
canteros hacia el sitio de los frutales, de donde saqué
una jugosa manzana que pendía del primer árbol del
conjunto, tras lo cual dejé el jardín rumbo a las
galerías. Seguro de que nadie se percató de nuestra
maniobra, me dirigí hacia las oficinas de los funcionarios
a completar mis trabajos de aquellos días, referidos a la
copia de documentos, para perfeccionar mis conocimientos de la
lengua del
imperio de Naharín y otras tareas relacionadas con la
interpretación de la legislación
hurrita.

Cerca de la hora del cenit, observaba
despreocupadamente, a través de una de las ventanas de la
sala de escribas, a los gansos y las ocas chapoteando en el
estanque central. Mientras tomaba un descanso y aprovechaba para
comer algo de pan y frutas, dos manos cubrieron mis ojos de
repente, sorprendiéndome, al no haber notado la presencia
a mis espaldas de la persona que me
gastaba la broma. Por reflejo, atiné a tomar aquellas
manos, femeninas por su delicadeza y suavidad. Me di vuelta,
agitado, casi angustiado, temiendo que fuese Ahset que,
arriesgándose de manera descabellada, hubiese ido a
buscarme a mi sitio de trabajo.

—- ¡Buenos días, Shed!—- dijo,
iluminando su rostro con la cálida sonrisa que la
caracterizaba.—- ¿Qué os ocurre? Parece que
hubieseis esperado encontraros con algún demonio.—- dijo
Tausert, notando mi gesto preocupado.

—- ¡Ah, dulce Tausert! ¡Buen susto me
habéis dado!—- repliqué más tranquilo, al
descubrir que era ella.

—- Tenía muchos deseos de veros.—-
comentó con la sinceridad de siempre.—- Quizás
debí haber esperado que vos me buscarais, pero mi
corazón me trajo hasta aquí.—-

La observé sorprendido de tener delante de
mí a la misma Tausert en su sencillez y en su ternura para
conmigo, y sin embargo, había algo en ella que la
hacía diferente. Como si durante los meses que pasé
lejos el tiempo hubiese terminado de endulzar el fruto de su
sensualidad, durante años gestada en su interior, velada
quizá por su inocencia de niña y que, tal vez, yo
mismo ayudé a madurar sin darme cuenta, sin descubrir el
cambio que generaba, aquella noche de amor en que me
entregó su pureza, antes de mi viaje a tierras
extranjeras.

Como el pequeño y modesto capullo que guarda en
su seno toda la potencialidad de la flor más exquisita en
apariencia y aroma, y al igual que el más humilde brote
cuaja para convertirse en la más deliciosa breva,
así como una bellísima mariposa desplegando sus
tornasoladas alas en la fresca brisa del río luego de una
prolongada estancia en la intimidad de la crisálida, la
hermosura en todo su esplendor refulgía en Tausert, con el
exuberante poder de la vida que, inexorable, busca su destino,
cumpliendo el ciclo de la naturaleza que
la convertiría de una delicada jovencita en una mujer de
desbordante belleza.

Extasiado en tan maravillosa mutación, alelado
por tan sorprendente metamorfosis, quedé perplejo y
prendado, enmudecido por la gracia de la criatura que
tenía enfrente, como si nunca antes la hubiese visto, como
si se hubiera descorrido el velo de mis ojos y encontrase la luz
que desesperado buscaba entre tinieblas.

Como el sobreviviente que a la deriva intenta asirse de
un precario madero luego del reciente naufragio emocional,
descubrí en Tausert las seguras playas del amor verdadero,
cuando hacía solo pocas horas creía que
perecería ahogado en las turbulentas corrientes que
arrebataban mi razón y amenazaban mi
existencia.

Sin poder emitir frase alguna, alabé al
todopoderoso Amón-ra en su infinita capacidad de
asombrarme, y con su omnipotencia, elevarme hasta el cielo cuando
la tierra
parecía tragarme.

—- ¿Qué os ocurre, Shed?—-
preguntó confundida por mi silencio y la extraña
manera en que la miraba.—- ¿Os sentís
bien?

—- He visto a Dios, Tausert.—- le dije
sonriendo.

—- ¿A cuál de ellos?—- preguntó
sin estar segura de si yo hablaba en serio o bromeaba.—-
¿Os burláis de mí?—- preguntó de
nuevo.

—- No, mi dulce amor. Hablo tan seriamente como nunca
antes lo hice.—- respondí, tomando sus tibias manos
entre las mías.

Sus ojos brillaron de alegría.

—- Nunca antes me habíais hablado de esa
manera.—- dijo, temerosa de abrigar esperanzas de corto
vuelo.

—- Porque durante demasiado tiempo fui un tonto por no
apreciar la joya que con vuestro amor sin condiciones me
entregabais. Porque durante demasiado tiempo estuve sordo sin
escuchar a vuestro corazón que gritaba mi nombre. Porque
durante demasiado tiempo estuve ciego, sin ver el reflejo de la
felicidad que fulguraba como el sol en
vuestras pupilas. Por todo eso, mi amor…—- dije, besando sus
labios que me supieron al almíbar más dulce nunca
antes saboreado.

—- Mi amor, no sabéis cuánto
ansié escuchar esto de vos. Me había resignado a
amaros en silencio sin pedir nada a cambio, a daros mi
espíritu sin esperar que vos siquiera insinuarais
retribuir mi entrega; me sentía afortunada con solo
saberme a vuestro lado, recibiendo de vuestro corazón lo
que él estuviese dispuesto a brindar. Hoy me habéis
hecho muy feliz con solo regalarme esas palabras.—- amorosas
lágrimas surcaron sus ruborizadas mejillas.

—- Entiendo las lágrimas si provienen de la
emoción contenida que entristecía vuestra alma,
pero, ¿por qué el rubor?—-
pregunté.

—- Me avergüenza mi simplicidad. Me siento tan
poca cosa comparándome con vos que creo que no os
merezco.—- dijo, bajando la vista con tal humildad que me
sentí conmovido.

—- Tausert, mi tierna niña, quisiera yo ser
merecedor del amor que me habéis prodigado con la mayor de
las atenciones, del paciente esmero con que soportasteis mis
defectos y la candidez con que me habéis halagado, de la
que no soy digno. No me veáis por mis méritos como
diplomático, ni mis conocimientos como lingüista, ni
por la riqueza de mis campos. Reconozco ante vos que mis
debilidades y flaquezas como hombre sólo son comparables
en grandeza a vuestras virtudes como mujer. Sois de
espíritu generoso y de ánimo caritativo y
servicial. Vuestra bondad refleja un corazón abierto,
desconocedor de sentimientos bajos como la envidia y la
mezquindad. Sois tan transparente en vuestro proceder y tan pura
en vuestros pensamientos que no puedo evitar sentir que el que no
es digno de vos soy yo.—- expresé, desahogando algunos
pesares de mi alma.

Cubrió mi boca con sus pequeñas manos, y
en gesto agradecido y primoroso, llevó sus labios hasta
los míos en un beso suave y tierno de amantes unidos por
el indestructible lazo de sus almas.

—- Mi amor, debo regresar a mis tareas antes de que me
regañe mi superiora. Os dejo este beso para que me
recordéis el resto del día hasta vernos esta noche
en la boda de Eset. Ya extraño vuestra
compañía y aún no he soltado tus manos.
Qué larga se hará la jornada hasta volver a
encontraros.—- dijo, enamorada.

—- No estaréis sola, amada mía, porque a
donde vayáis mis pensamientos irán con vos como
vuestra sombra, como la luz del sol que ilumina vuestro camino y
el aire que os rodea.—- respondí, inspirado en el
milagro que la deidad me había concedido luego de tantos
errores.

Al contemplar la figura de Tausert que dejaba el
salón de escribas hacia las galerías,
descubrí detrás de una columna la acusadora mirada
de Kina, la fiel confidente de Ahset, que se había ganado
su amistad por una
obsecuencia sin límites y
la costumbre, de alentar cualquier descabellada idea de la
favorita del Faraón.

Delgada, con una escualidez de cabra mal alimentada, su
rostro enjuto, piel aceitunada y lacios cabellos negros, era lo
menos bien parecida que uno podía imaginar a una princesa
asiática. Destacaba además por su carácter
nervioso, su tendencia constante al cuchicheo, y la
invención de rumores que la hacían una de las
intrigantes más ponzoñosas del
Harén.

Kina había facilitado nuestros encuentros,
sobornando a los guardias de Palacio, engañando a los
custodios o quién sabe qué otras cosas más,
para verse favorecida con los regalos que Tutmés
hacía a Ahset y que no siendo de su agrado, la favorita
desechaba en su beneficio.

Su mirada de desaprobación lo decía todo.
Correría como un perro a los pies de su ama para contarle
que me había visto en arrumacos con Tausert.

A pesar de que me daba cierto alivio el haber entregado
mi carta antes de que nos viese en esa situación, el hecho
de conocer la capacidad de Kina para azuzar los ánimos, y
la facilidad de Ahset para alterarse, no me resultaba demasiado
tranquilizador.

No sabía que actitud tomaría Ahset, pero
luego de que Kina manipulase los hechos para envenenar aún
más su disgusto, no tenía dudas que estaría
completamente furiosa.

Traté de no darle importancia, pero
íntimamente temía la revancha que pudiese tomar
Ahset, teniendo presente lo rencorosa que era.

No pensé que pudiese cometer algún acto
para perjudicarme ante el propio Faraón, pero con Ahset
nunca se podía estar seguro de nada.

No tendría pruebas con
las que pudiese acusarme de tratar de seducirla o cortejarla,
pues la única carta que yo le había enviado era la
que justamente acababa de escribir y que la incriminaba
más a ella que a mí mismo, de modo que
deseché esa posibilidad. Sin embargo, me preocupaba lo que
podrían tramar entre ambas.

Pensando en concluir mi trabajo para después
alistarme en los preparativos de la boda de mi hermana,
transcurrí el resto de la tarde eligiendo mis presentes en
el mercado del
puerto, buscando algo con qué demostrar mi cariño y
beneplácito a la feliz pareja.

Mientras escogía tapices de entre un grupo
abigarrado de mercancías, descubrí una sortija de
oro
delicadamente trabajada con láminas y filigranas que
formaban un loto, en cuyo centro se abría un
corazón de lapislázuli, constituido por
pequeñas escamas de color azul
marino, que le daban la apariencia de un pimpollo
floreciendo.

No dudé ni un momento en comprarlo para Tausert,
como si hubiese sido colocado en mi camino para que pudiese
halagar a mi amada con la joya más bella que había
visto en mi vida. Mil veces contemplé las alhajas de
Ahset, del Faraón, de la reina y de las demás
señoras del Harén; sin embargo, jamás vi. un
trabajo tan sutilmente logrado, con tanta elegancia, y al mismo
tiempo, sin el exceso de adornos con que solían recargar
las piezas de joyería de la realeza muchos de los orfebres
más afamados de Kemet.

Pagué por la sortija un alto precio, aunque
representaba muy poco con relación al amor que
descubrí por Tausert.

Mientras regresaba a casa, meditaba acerca de mí
mismo, como si estuviese sacando conclusiones acerca de las
actitudes de
otra persona.

Tal vez —- pensé —- estuviese madurando,
dejando de lado las hazañas amorosas y el deseo de
aventuras que arrebataba mi mente en busca de la vibrante
sensación que me proporcionaba el peligro y la
excitación provocada por enfrentar los riesgos que me
hacían sentir más vivo. Siendo cada día
diferente y tan incierto como placentero, me alentaba la
incertidumbre de desconocer lo que me depararía el destino
en ese juego de azar
en que se había convertido mi vida, a diferencia de la
rutinaria y monótona existencia que llevaban la mayor
parte de los hombres que yo conocía.

Quizás había llegado mi hora de dar
sosiego a mi espíritu y emprender la formación de
una familia bien constituida, con esposa e hijos.

Después de ver tanta lucha, derramamiento de
sangre,
muerte y
sufrimiento provocados por propios y desconocidos, deseaba
reposar mi cabeza en el regazo de una mujer tierna y sensible
como Tausert, que llenara mi alma de amor en la paz de un hogar
como en el que yo había crecido. La simiente de mi cuerpo
se derramaría en su fértil vientre
colmándolo de vida, y luego se transformaría en los
vástagos que mi dulce esposa amamantaría para
juntos verlos crecer, correr y jugar, escuchándolos gritar
y reír alegremente, llevando la dicha a nuestros
corazones.

Habían dado un vuelco tan brusco mis afectos, que
ni yo mismo podía creerlo. Aún no terminaba de
comprender cómo mis sentimientos tomaron tal cambio de
rumbo, tal giro, mutando de manera tan radical, que
todavía no terminaba de asimilar. Me reproché el
ser voluble en mi sentir, aunque de cualquier modo estaba feliz
de haberme librado del vínculo que me mantuvo atado a
Ahset en los últimos dos años.

Los últimos dos años —-
repetí.—-. Había algo referido a los dos
últimos años que me inquietaba, empero,
recién ahora podía razonar con claridad. Fue
durante ese período en que mi dependencia de Ahset y su
poder de control sobre mi
voluntad se convirtieron en un problema irresoluble. Relacionando
los sucesos ocurridos en aquel tiempo, descubrí que mi
fascinación por la favorita coincidía
extrañamente con la estrecha amistad que surgió
entre ella y Kina. Tal vez las habladurías acerca de los
conocimientos de Kina en las oscuras artes de la
hechicería fuesen algo más que simples cuentos de las
viejas chismosas del Harén, quizás por ello mismo
le temen tanto las concubinas, e incluso las más poderosas
señoras la corte. Ahset se había ganado la amistad
de una mujer realmente peligrosa, que le aseguraba impunidad en
sus actos debido al miedo que las demás mujeres
tenían a las represalias que pudiese tomar la bruja Kina
si acusaban a su amiga y asistente.

Por lo mismo, quizá no fuese descabellado pensar
que el brazalete que me obsequiara Ahset hubiese sido preparado
por Kina con algún embrujo propio de sus artes
esotéricas. ¿De qué otro modo podía
explicar mi propio desconcierto ante el dominio total que
los deseos de Ahset tenían sobre mi voluntad? Desde el
principio de nuestra relación sabía que mi lazo con
Ahset duraría lo que las circunstancias lo permitieran,
sin comprometer mi trayectoria; sin embargo, me había
dejado llevar por su caprichoso carácter,
arriesgándolo todo, sin contemplar los daños que
podrían ocasionar incluso a mis padres.

Por otra parte, la pérdida del brazalete camino a
Meggido me había liberado de los recurrentes episodios de
inexplicables alucinaciones en que Ahset aparecía ante
mí como un fantasma, invadiendo mis pensamientos, ocupando
cada sitio de mi mente y cada momento de mi
existencia.

Un repentino repeluzno erizó mi piel ante la sola
idea de haber sido manipulado como un juguete, en manos de
aquellas mujeres. Me sentí feliz de haber recuperado la
conciencia y el control sobre mis actos.

Con la sortija que llevaba para Tausert y los presentes
para mi hermana y su esposo, regresé a mi casa, esperando
ansiosamente la celebración de esa noche para
entregársela, con la intención de declararle mi
amor públicamente y pedirle que aceptase convertirse en mi
esposa.

Los festejos de la boda, luego de la sencilla ceremonia
realizada en un santuario a la diosa Opet, cercano a Waset, se
llevó a cabo en la villa de un noble, amigo, y cliente del padre
del esposo de Eset, que la había brindado gentilmente. El
propio visir por orden del Faraón había obsequiado
grandes manjares para la fiesta en agradecimiento a Pentu por sus
magníficas estatuas para el ajuar de la tumba real del
monarca.

El enorme patio exterior de la residencia, adornado
primorosamente con guirnaldas de flores multicolores, símbolos vegetales de fertilidad,
imágenes de genios de la fecundidad y demás
ornamentos relacionados, se extendía hasta la playa
cercana del Hep-ur, iluminada por innumerables antorchas, entre
la abundancia de palmeras datileras, sauces, higueras y
sicómoros. Los sonoros sistros, las dulces melodías
de las flautas, los rítmicos compases de los tambores,
interpretados por músicos profesionales, impregnaban el
ambiente de
alegres sones, acompañados por las delicadas voces de las
cantantes y las sensuales danzas de las bailarinas. El delicioso
vino de los uhat, la más refinada cerveza de la
capital y el rico zumo de granada que se fabricaba en la
región, se servían generosamente para regar la
diversidad de manjares que iban desde las carnes de cordero
asado, pasando por las enormes percas exquisitamente
condimentadas hasta las ocas cocinadas en leche.
Variedades farináceas como pasteles de manzanas, tortas de
higos y bollos con miel de abejas, hacían las delicias de
los golosos, y cestos rebosantes de frutos frescos y secos se
acercaban a los comensales, luego de las ensaladas de
verduras.

Mi hermana y su esposo, el joven Hery, se veían
felices conversando y riendo en el centro del patio, aclamados
por los concurrentes, entre los que se encontraban mis padres y
los suegros de Eset.

En aquel instante, vi a Tausert, acompañada por
su madre, llegar desde la costa entre los invitados.

Jamás la había visto tan maravillosa como
esa noche, en su vestido de lino púrpura, que destacaba su
esbelta figura. Sus delicadas facciones resaltadas por un suave
maquillaje, el fino delineado de sus ojos, y sus labios carnosos
me deslumbraron. Quedé prendado por su belleza, y su
mirada quemó mi pecho con el fuego del deseo, como nunca
antes había sentido, y la amé para
siempre.

—- ¡Qué afortunado soy de ser el
dueño de vuestro amor, mi bella Tausert!—- la
recibí.

—- Mi amor, la diosa Hathor ha escuchado mis ruegos y
las plegarias que por vuestro nombre elevé.—- dijo,
saludándome con un beso.

—- ¡Qué hermosa está vuestra hija
y que felices se los ve!—- comentó Lyna, saludando a mi
madre.

—- Hery es un buen muchacho y la ama profundamente. Me
confesó que hace años que estaba enamorado de
Eset.—- me dijo.—- Presiento que será un excelente
marido,—- sonrió Amunet por la contagiosa risa de mi
hermana, causadas por las ocurrencias de su flamante esposo, que
la hacía girar danzando alrededor de ella.

—- ¿Qué bonita pareja forman,
verdad?—- dijo mi madre, a la madre de Tausert.

—- ¿Qué podéis decir de nosotros,
madre?, mirad lo bien que lucimos juntos.—- dije, pasando mi
brazo por encima de los hombros de Tausert, hasta estrecharla
contra mí y besar sus cabellos tiernamente.

—- No sé qué esperáis para
casaros.—- dijo mi madre, respondiéndome con cierto tono
de reproche.—- Creí que vosotros me daríais
nietos mucho antes que Eset, y míralos, con lo
jóvenes que son, me harán abuela dentro de poco.
Estoy ansiosa por escuchar los berrinches y besar las mejillas de
esos pequeños diablillos que ya sueño con sostener
entre mis brazos.—- dijo Amunet a Lyna, mi futura
suegra.

—- Shed se encuentra demasiado ocupado en sus funciones para
dedicarse a una familia que le restaría el tiempo que el
Faraón le exige por sus deberes como
diplomático.—- respondió Lyna, intentando
justificar mi indecisión al respecto.

No imaginaban la alegría que tenía
reservada para Tausert cuando le entregase la sortija,
pidiéndole que se convirtiera en mi esposa. Sólo
esperaba que se calmara un poco la fiesta, pues con tanta
música y
baile no era el momento indicado para hacer mi anuncio, ya que la
mayoría de los concurrentes estaban muy entretenidos
cenando y disfrutando de las danzas.

Como si algo le faltara a la celebración para
hacerla memorable, se anunció la llegada de la nave del
visir Rekhmyre, amigo personal del
suegro de mi hermana.

Cuán grande fue mi sorpresa al advertir que entre
la comitiva que secundaba al visir se hallaban Ahset y Kina, que
acompañaban a la esposa del funcionario.

Sabiendo que no constituía un encuentro casual,
traté de alejarme llevando conmigo a Tausert hacia el
extremo opuesto del patio, rumbo a las galerías, pero no
pude evitar encontrarme de frente con Ahset cuando el suegro de
mi hermana me tomó por los hombros, invitándome, o
más bien, llevándome a saludar a los recién
llegados, alardeando de la amistad con que el visir lo
honraba.

Con sus ojos clavados en mí, Ahset pasó
entre los demás sin siquiera detenerse para saludar a los
dueños de la residencia, en actitud tan evidente y
desvergonzada, que sentí el rubor instalarse en mi rostro,
hasta percibir mi piel húmeda de nerviosismo.

Las miradas se dirigieron hacia ella, y luego, el propio
dueño de casa disimuló la bochornosa
situación ofreciendo a los nuevos comensales las
exquisiteces que se exhibían en las mesas.

Vino hacia mí, de frente, contoneándose de
manera sensual y descarada, mirándome fijamente, sin
importarle que Tausert estuviese a mi lado.

—- Venid conmigo a conversar o haré un
escándalo.—- dijo al pasar junto a mí, en tanto
sonreía a Kina, que caminaba a su lado.

Nervioso y descontrolado como estaba, temí que
Ahset realmente lo hiciera y cometí el error de
seguirla.

—- Esperadme un instante, amor,… —- dije a
Tausert, que, sin responderme, se alejó de mí con
evidentes muestras de enfado y con los ojos llenos de
lágrimas.

Como Kina se encontraba con nosotros, Ahset desvirtuaba
las sospechas de que estuviésemos comprometidos en una
situación inconveniente.

Molesto conmigo mismo al haber cedido a una nueva
manipulación de su parte y abandonar a Tausert que se
sintió humillada por mi actitud, me aproximé a
ellas sin presentar los respetos que se debía a las
consortes secundarias del soberano.

—- ¿Qué queréis de mí?—-
pregunté, de un modo descortés, que denotaba mi
enojo.

—- Mi querido Shed, parece que no os alegráis
de verme.—- respondió, con el sarcasmo tan propio de su
desvergüenza.

—- ¿Acaso no recibisteis mi carta expresando
mis deseos de terminar con nuestra relación?—-
pregunté, sabiendo que si estaba allí era porque
sí la había recibido.

—- ¡Quién creéis que sois para
hablarme así y decidir cuándo y cómo se
acabará lo nuestro!—- respondió.—-
¡¿Creéis que un gusano como vos se puede
negar así como así a mis deseos sin sufrir las
consecuencias?! ¿Creéis que podéis acostaros
en mi lecho y luego salir tranquilamente de mi vida como si yo
fuese una ramera del puerto? ¿Qué habéis
creído, imbécil?—- dijo, levantando tanto la voz,
que temí que la escuchasen. Kina nos observaba sin decir
palabra.

—- Por favor, pueden escucharos.—- dije,
contemplando con preocupación a los asistentes a la fiesta
que de a ratos nos miraban con curiosidad.—- Continuar con esto
es una locura, Ahset. Lo que hubo entre nosotros nunca
debió pasar y no quiero arriesgar mi vida y la seguridad de los
míos por un vínculo que jamás tendrá
futuro.

—- No os creía un cobarde que fuera a
retroceder ante los peligros que plantea nuestro amor. Prefiero
morir a resignarme a vivir sin vos.—- respondió de
manera tan sincera que quedé perplejo. Jamás
sospeché que se hubiese enamorado de mí, pero eso
no cambiaba las cosas.

—- ¿De qué os sirve morir por un amor
incompleto, cuando podéis vivir una vida llena de placeres
al lado del rey más poderoso de la tierra, que os
ama, os colma de atenciones y obsequios, y al que en cualquier
momento podéis dar un heredero al trono?.—-
pregunté, tratando de convencerla.

—- Kina dice que soy estéril.—-
respondió con tristeza.—- ¿Cuánto tiempo
seré la favorita de Tutmés si no puedo darle
descendencia?—-

No supe qué responderle sabiendo que no
pasarían muchos años antes que el Faraón la
despreciase por esa causa.

—- Tutmés os ama por vuestra irresistible
belleza, no por los hijos que podáis darle.—-
insistí, tratando de modificar su actitud.

—- Pero yo os amo a vos y no a él.—-
respondió.

No sabía qué hacer. No me animaba a
decirle en aquel momento que estaba enamorado de Tausert y que me
casaría con ella.

Recordé la historia de la joven Merneit
que me contara mi padre cuando yo era un muchacho y se me
ocurrió pensar que la muerte tal
vez no fuera el peor castigo para Ahset.

—- Ahset, recordad que la compasión no es una
de las virtudes de Tutmés. Si nos descubre, la condena por
vuestra infidelidad puede que no sea la horca, sino algo peor,
como ser desfigurada, o alguna otra forma de castigo que sirva de
escarmiento a las demás mujeres del Harén, como
ocurrió en mi provincia cuando mi padre era joven. Pensad
en el dolor físico y la tristeza de ver perdida vuestra
hermosura por espantosas cicatrices. No, Ahset, pensad bien y os
daréis cuenta de que no vale el sufrimiento.

Por mi parte, mi compromiso y lealtad con el
Faraón me obligan a renunciar a vos. Pienso en las
consecuencias que tendría para mi familia que nos
descubrieran y se me hace un nudo en la garganta. Morir no me
importaría tanto, pero no podría soportar saber que
ellos paguen por mis faltas.—- le
expresé, buscando la manera de hacerla entrar en
razón.

—- No me importa nada más, Shed. No voy a
reprimir mis deseos, nunca lo hice y tampoco lo haré
ahora. Nadie me impedirá estar con vos aunque se derrumbe
el mundo.—- su necia y egoísta obsesión
superó mi paciencia. Quizá hubiese debido contener
mi reacción, pero pensé que tal vez era mi
última oportunidad para hacerla recapacitar.

—- Ahset, deseo que comprendáis que no os amo y
que no quiero sacrificarme por una relación que para
mí ha llegado a su fin. Voy a casarme con Tausert, poco me
interesa cual sea vuestro parecer, no voy a volver a satisfacer
vuestros deseos y no importa el escándalo que
provoquéis, no conseguiréis nada de mí.—-
respondí secamente, dándoles la espalda para volver
con Tausert.

Ahset quedó tan conmocionada con mi respuesta
que, como nunca antes, enmudeció, y me observó
estupefacta, mientras me alejaba.

Temí que estallara en una tormenta de amenazas e
insultos, pero no dijo nada más, cosa que me dejó
aún más preocupado, pues esa no era su manera
habitual de reaccionar.

Me acerqué con cautela a Tausert, sabiendo que se
había apartado de su madre para que no la viese llorar. La
había abandonado abruptamente para ir detrás de
Ahset, en una actitud de tal desconsideración, que
debía haber destrozado su corazón.

—- Pequeña, no lloréis, no fue mi
intención dejaros sola. Os ruego me disculpéis, ya
sabéis como es la señora Ahset cuando desea
algo.—- dije, tratando de justificar mi conducta.

—- ¡Sí, os desea a vos!—-
respondió, girando hacia mí, al tiempo que se
apartaba, retrocediendo y sollozando de forma incontenible.—-
¿Os burláis de mí, Shed? ¡Vuestro
romance con la favorita corre de boca en boca como un sabroso
rumor en las lenguas de todos! Constantemente niego tales
habladurías ante el propio Chambelán, que me ha
conminado a decir la verdad, ofreciéndome incluso la
jefatura de la cocina palaciega para que os traicione.

—- Escuchadme, Tausert, por favor.—- traté de
explicarle mis intenciones, pero no me lo
permitió.

—- Creí que erais sincero conmigo, y por un
momento abrigué la esperanza de que hubieseis cambiado. En
verdad, soñé que habríais olvidado a la
señora Ahset, y dejando de lado una aventura absurda y
peligrosa, hubieseis valorado el amor
incondicional que siempre os ofrecí. Pero me doy cuenta
que sigo siendo la tonta de siempre y que otra vez me
equivoqué.—- concluyó, enjugándose las
lágrimas del rostro sin permitir que yo la
tocara.

—- ¡Por la santidad de Mut, Tausert, os juro que
no es lo que pensáis! ¡No voy a negar la
relación que tuve con ella, pero os aseguro que eso ya
pasó, y también es verdad que no he vuelto a
buscarla, y que no tengo intenciones de hacerlo!—-
respondí a su acusación con la seguridad de quien
habla con el corazón.

—- ¡¿Por eso salisteis corriendo
detrás de ella como un perro faldero que sigue a su
ama?!—- replicó con indignación.

—- Temo a su carácter desquiciado y caprichoso,
que puede desatarse como una tormenta y arrastrarme a un
desenlace nefasto, por ello accedí a hablar con ella, pero
no caeré otra vez bajo su influencia.—- tomé su
mano para acariciarla, pero la retiró con un gesto de
desengaño.

—- ¡¿Cómo podría creeros,
Shed, si me habéis mentido tantas veces?!—- me
miró con los ojos llenos de amor, de un amor sufrido,
sacrificado y devoto, un amor que rogaba no ser traicionado
nuevamente por mi desleal comportamiento. Conmovido, la abracé,
llorando junto a ella, arrepentido por las penas que la
había hecho padecer durante tanto tiempo.

—- Tausert, mi amor, debéis creerme, porque
hablo con la voz de mi alma. Esta noche pensaba hacer
pública mi declaración de amor, y delante de todos,
pediros que seáis mi esposa.—- sabía que
desconfiaría de mis palabras.

—- Sólo lo decís para convencerme.
Pudisteis haberlo hecho antes de que llegase Ahset.—-
respondió incrédula.

A lo lejos divisé, entre las luces de las
antorchas, que Ahset y Kina se alejaban hacia la costa, buscando
el amarradero en donde se encontraba atracada la nave del visir.
No podía elegir mejor momento para llamar a todos los
invitados y comunicarles mi decisión de pedir a Tausert en
matrimonio a su madre, para desvirtuar todos los comentarios que
habría suscitado la escena con Ahset, y al mismo tiempo,
no constituyera un desafío directo a la concubina del
Faraón que, por aquel momento, ya estaría en el
barco.

Desprendí del cordón que sujetaba la
cintura de mi túnica el pequeño saco en el que
guardaba la sortija que había comprado para Tausert. La
tomé de la mano, y, guardando el anillo en la otra, nos
dirigimos hacia el centro del patio.

—- ¿Qué hacéis, Shed?,
¿adónde me lleváis?—-
preguntó.

—- Por favor, esta vez confiad en mí.—-
respondí.

—- Os solicito vuestra atención, por favor.—- llamé en
voz alta, pidiendo a los músicos que hicieran silencio por
un momento.—- Deseo ante vosotros, en presencia de mi familia y
de la madre de Tausert, entregar esta sortija a mi amada, y
declararle mi deseo de que se convierta en mi esposa en el
decimosexto día del cuarto mes de Shemu.—- dije,
colocándole la joya en su mano, al tiempo que la besaba en
la frente.

El murmullo generalizado que se escuchó entre el
gentío fue el marco que esperaba, ya que muchos pensaban
que nunca me casaría con una muchacha humilde como
Tausert, sino con alguna dama de la nobleza y de posición
acomodada de entre las muchas que, aún solteras, buscaban
marido entre los funcionarios con futuro promisorio como
yo.

Besando sus manos, me arrodillé ante ella, que se
veía anonadada, sin poder creer lo que le estaba
diciendo.

—- Amada mía, ¿aceptáis ser mi
esposa?—- volví a preguntar.

—- Yo. . .—- dijo insegura.

—- Os amo con todo mi corazón, Tausert.
Concededme el privilegio de ser vuestro esposo.—-
supliqué.

—- ¡Sí, acepto!—- respondió,
iluminándose de alegría su mirada.

—- ¡Que Hathor bendiga a los enamorados!—-
gritó mi hermana, viniendo a felicitarnos con mi
cuñado, mientras los demás la imitaban.

—- Habéis tomado una buena decisión,
hijo mío.—- se acercó mi madre,
sonriendo.

—- Bien hecho, Shed.—- me abrazó mi
padre.

—- Hermanito, que Bes sea el custodio de vuestra
felicidad.—- dijo Eset.—- No podría haber tenido una
fiesta de bodas más feliz que ésta.

En un tumulto de gente, todos se aproximaron
dándonos su bendición. La madre de Tausert se
unió a su hija en un abrazo de interminable
alegría, mientras besó mi frente.

—- Ella os hará muy feliz, hijo mío.—-
dijo la anciana.

—- Lo sé, Lyna.—- le respondí con una
sonrisa, seguro de ello.

Las dos semanas que siguieron transcurrieron
rápidamente, entre el trabajo
habitual que nos ocupaba, y los preparativos para nuestras
nupcias.

Nuestra unión fue el tema preferido en boca de
todos en la corte, y hasta en los suburbios de Waset se comentaba
como una extraña novedad, fuera de lo frecuente y
tradicional, el matrimonio de un alto funcionario
diplomático con una muchacha de condición inferior,
que formaba parte de los asistentes de Palacio. Por supuesto, la
mayor parte de los habitantes de la ciudad no conocían que
mi origen era tan humilde como el de mi prometida, o
quizás aún más.

La cuestión es que, para mi tranquilidad, o para
mi preocupación, según como quiera verse, no
había sabido absolutamente nada acerca de Ahset. No se la
veía en los jardines de la residencia con el resto de las
damas del Harén, no acompañaba al Faraón en
las ceremonias, en los eventos
oficiales, ni en sus viajes al
interior del país. Decían que estaba enferma, que
pasaba sus días durmiendo, que ni siquiera se alimentaba.
Por mi parte, no imaginaba en qué podría desembocar
esa situación, pero resultaba muy extraño un
comportamiento de ese tipo en ella.

Capítulo 7

"Designio divino"

Diez días antes de la ceremonia, Tausert
llegó a mi casa durante el ocaso, para que juntos
fuéramos a ver a una adivinadora del futuro, de manera que
conociésemos si la jornada que yo había elegido
para nuestra boda era adecuada. En nuestra tierra es
indispensable la consulta de los expertos en las mágicas
artes de la adivinación y la predicción para la
elección del día en que se inicia la construcción de un templo, en que se
colocan los cimientos de un edificio, en que se realiza el rito
de bendición de un recién nacido bajo la
protección de determinada deidad, y, como en nuestro caso,
la fecha de la boda.

Mientras llegábamos a la casa de Nakha, la
anciana adivina, me percaté de la inquietud que ocultaba
Tausert.

—- Os noto nerviosa y tiemblan vuestras manos.
¿Qué sucede, Tausert? —- pregunté
curioso.

—- No lo sé, Shed. Tengo un mal presentimiento
respecto a lo que pueda predecir la adivina.—-
respondió, preocupada.

—- Creo que estáis demasiado ansiosa y eso os
está afectando. Si la fecha que elegí no fuese la
indicada, la cambiamos por otro día que nos reserve la
bendición de los dioses.—- expliqué, para
devolverle la tranquilidad.

—- Sí, mi amor, debéis estar en lo
cierto. Tal vez, solo sea mi imaginación.—-
respondió, sin mucha convicción.

A medida que nos acercábamos al lugar
sentí que su mano tensa se aferró más fuerte
aún a la mía, como asiéndose a mí,
buscando la seguridad ante un peligro desconocido, que yo
suponía producto de su
corazón temeroso de perderme.

Ingresamos en la casa, sumamente deteriorada, con
muestras de evidente abandono, sin mantenimiento
y con el revestimiento desprendido del marco de puertas y
ventanas, las paredes de adobe mostraban gran antigüedad,
descontando el mal estado del techo, que daba la impresión
de que se derrumbaría de un momento a otro. Habiendo
escuchado la fama de aquella anciana y de la riqueza que
debía haber acumulado en tantos años de ser
consultada por cortesanos y nobles de todos los rincones del
país, me extrañó la humildad de la
vivienda.

Acompañados por un esclavo nehesi, accedimos a la
habitación en que Nakha, la adivina, recibía a sus
clientes.

La anciana, sentada detrás de una mesa baja,
desparramaba pequeñas piezas cuadradas de madera
pintadas de negro. Sumamente concentrada en la lectura del
mensaje que las mismas guardaban en su disposición, se
sorprendió al vernos ingresar en la
habitación.

—- Acercaos, por favor, bienvenidos a mi humilde
morada. Podéis sentaros en estos cojines.—-
pronunció Nakha, con cierta dificultad, ante la falta de
la mayor parte de sus dientes. Una larga cola trenzada, de
blancos y resecos cabellos, reposaba sobre su pecho, cubriendo
parcialmente un bello collar de cuentas de
cerámica vidriada, de cuyo extremo
pendía una imagen de la
diosa Nekhbet en oro y lapislázuli. Su inmaculada
túnica blanca, de largas y amplias mangas al estilo
oriental, combinado con su alta y delgada figura de aspecto
asiático le conferían un aspecto ultraterreno. La
dulzura de su voz y su tierna mirada mejoraban notablemente la
apariencia que le daba su piel ajada y algo hirsuta.

Un gran gato, a la izquierda de la mujer en un
pequeño taburete, lamía sus patas delanteras, sin
prestarnos la menor atención. Detrás de ella, dos
cuervos lo observaban todo desde un tronco de sicómoro
suspendido del techo. Un cachorro de chacal husmeaba curioso
entre los cofres que yacían arrinconados en una esquina,
repletos de frascos, vasos, amuletos, estatuas y quién
sabe qué otras cosas más, en total desorden. Hacia
nuestra derecha, en el suelo, junto a la
pared, una gran caja con tapa hecha de juncos soportaba una
imagen de alabastro de la diosa Hathor. Imaginé que en el
interior de la cesta que tenía a su diestra la anciana
descansaría una serpiente, pero no me atreví a
preguntarle, ya que no era de mi incumbencia.

—- ¿Cuál es el motivo de vuestra
visita?—- preguntó la mujer, percatándose de la
angustia de Tausert.

—- Queremos conocer si la fecha de nuestra boda es
agradable a los dioses.—- respondí, ante el
apretón de mi mano que me dio Tausert para que lo hiciera.
Se encontraba tan tensa, que, al parecer, ni siquiera
quería hablar.

—- Muy bien, jovencitos. De modo que los enamorados
van a casarse.—- dijo la vieja, mientras sacaba unas
pequeñas placas de marfil grabadas con desconocidos
símbolos pintados en negro que tenía en un
reluciente cofre de bronce.—- ¿Qué ocurre,
preciosa? Estáis muy afligida, ¿o me equivoco?—-
le preguntó a Tausert de manera amable.

—- Sí, tal vez.—- respondió Tausert,
tocándose el cabello sin saber cómo ocultar el
temblor de sus manos.

—- Pequeña, estáis temblando.—- dijo
la adivina, tomando sus manos con ternura.—- ¿Qué
os preocupa tanto?

—- No lo sé. Es que tengo un mal presentimiento
al respecto.—- contestó Tausert, bajando la vista
avergonzada.

—- Mi amor, —- dije, pasando mi brazo alrededor de
sus hombros.—- si el día elegido no fuera de buenos
augurios lo cambiaremos por otro mejor.

—- Es cierto, no tenéis de qué
preocuparos.—- dijo Nakha, respaldando mi opinión para
tranquilizarla.

—- Es verdad, me he comportado como una chiquilla.—-
dijo Tausert, reprochándose su actitud.

—- Bueno. Dejemos de lado los temores infundados y
vamos a averiguar que os depara la divina providencia.—- dijo,
mientras formaba dos pilas con igual
número de placas.—- Estas son para vos, perdón,
¿cuál es vuestro nombre?—

—- Mi nombre es Shed.—- respondí.

—- Qué extraño, nunca lo había
escuchado antes.—- opinó, mientras acercaba el otro
montón a Tausert.

—- Es el nombre de un antiguo y olvidado dios de los
desiertos de la región de Khmun, mi ciudad
natal.

—- Ah, muy bien, Shed, y vos pequeña,
¿os llamáis Tausert?—- preguntó la
mujer.

—- Así es.—-

—- Muy bello, por cierto.—- comentó la
adivina.—- Ahora juntos elevaremos una plegaria solicitando la
protección de la diosa madre Eset y de la divina Hathor
suplicando su misericordia por un bienaventurado
matrimonio.

Luego de la oración, Nakha colocó las
plaquetas en la mesa delante de nosotros.

—- Ahora bien, deberéis mezclar vuestras placas
sin ver los símbolos y cuando terminéis,
formaréis una sola pila, colocando una placa vos y una
placa él, hasta completar la misma. Luego la
tomaréis entre ambos, la elevaréis sobre la mesa, y
la dejaréis caer.—- explicó.

Seguimos sus instrucciones y por fin dejamos caer la
pila, que golpeó con gran estrépito,
desparramándose las placas por toda la mesa.

—- ¿Qué fecha habíais fijado para
la boda?—- preguntó Nakha.

—- El decimosexto día del cuarto mes de la
estación de la cosecha.—- respondí, un poco
nervioso también.

—- Falta muy poco tiempo para la feliz
unión.—- comentó la mujer.

Separó cuatro placas y las dejó aparte,
ubicadas a nuestra derecha. Luego nos preguntó nuestras
fechas de nacimiento, separando después de nuestras
respuestas, ocho placas más. Por fin, nos pidió que
eligiéramos un símbolo cada uno, de entre los
grabados sobre las plaquetas que habían quedado hacia
arriba, con los que nos sintiéramos identificados. Los
grabados de las plaquetas no tenían sentido alguno para
nosotros, pues no representaban nada en concreto, sino
solo figuras geométricas, puntos y líneas, cuyo
significado desconocíamos.

Así lo hicimos, tras lo cual la adivina
estudió el resto de las plaquetas que habían
quedado en el centro de la mesa.

Su rostro mostró señales
de turbación que supe descubrir, pero que pasaron
inadvertidos para la inocente Tausert, que observaba las
plaquetas con ansiedad. No supe qué había
descubierto, pero era fácil intuir que había algo
malo con aquella fecha.

—- ¿Sería conveniente modificar la
fecha?—- pregunté, pensando que mis especulaciones eran
acertadas.

—- Así es, Shed. Tal vez haya otra fecha
cercana que sea mucho más feliz.—-
respondió.

—- ¡Lo sabía, Shed, sabía que
había algo malo que nos amenazaba!—- dijo Tausert,
aún más alterada que antes.—- ¿Qué
habéis descubierto en los símbolos? Por favor,
decidlo.—- suplicó.

—- Mi amor, calmaos. Existen centenares de
posibilidades para elegir un día más propicio.—-
dije, tomando su mano.

—- Hija mía, vuestro futuro esposo tiene
razón, no debéis alarmaros teniendo tantos otros
días para elegir y tanta juventud para
disfrutar.—- aconsejó dulcemente la anciana.—-
comencemos de nuevo. Elegid vos la fecha ya que vuestro amado
tiene poco tino para ello.—- dijo bromeando, tratando de
disimular el difícil momento.

—- Querida, ¿qué día
preferís?—- preguntó con una sonrisa.

—- Hazlo, mi pequeña, el día que
elijáis estará bien para mí.—- dije cuando
me miró, esperando mi consentimiento.

—- El día noveno de este mes.—- le dijo,
mirándome para observar mi reacción. Solo faltaban
cinco días para esa fecha.

—- ¿Tendréis tiempo para concluir los
preparativos?—- pregunté, sorprendido por su
prisa.

—- Mi corazón me dice que no importa la
celebración, ni la opinión de nuestros allegados,
solo me urge convertirme en vuestra esposa porque el miedo a
perderos me domina.—- expresó, con la candidez que la
caracterizaba.

—- Se hará como vos deseéis.—-
respondí, besando suavemente sus manos.

—- Repitamos el procedimiento.—- sugirió la
anciana.

Todo se hizo como al principio, pero esta vez nos
pidió que eligiéramos símbolos con que nos
identificáramos el uno al otro.

Su gesto permaneció inalterable, seguramente para
no preocupar más a Tausert, pero fue obvio para mí
que el hecho de no comentar con entusiasmo lo que nos deparaba la
nueva fecha, significaba que tampoco era una buena
opción.

—- Esta fecha será tan buena como la mejor,
querida.—- expresó, para mi sorpresa, con la
simpatía que le había despertado Tausert, pero
advertí que no había sinceridad en sus
palabras.

—- ¡Estoy muy feliz, mi amor!—- dijo Tausert,
abrazándome.

Respondí su abrazo rodeando su cuerpecito con mis
brazos mientras buscaba la mirada de la adivina que, ocupada en
acomodar las plaquetas, evitaba mis ojos, sabiendo que yo
había descubierto que nos ocultaba algo
importante.

La situación había cambiado en cuanto a
nuestra actitud respecto a la boda. Tausert, aceptó
ingenuamente la aseveración de la adivina en tanto que yo
quedé angustiado, presintiendo que nos esperaban
días aciagos en nuestro futuro.

Hice esfuerzos por no mostrarme preocupado, de modo que
no empañara la alegría que habían despertado
en mi amada las falsas bienaventuranzas prometidas por la
adivina. Pagué las dos pulseras de bronce, el precio del
trabajo de la mujer, y nos dispusimos a abandonar el
lugar.

—- Que la protección de la Divina Eset bendiga
vuestra unión.—- dijo la anciana, despidiéndonos
desde la puerta de su hogar.

—- Que la luz de Amón-Ra ilumine vuestros
días.—- le dijo Tausert, saludándola.

Por mi parte, miré fijamente sus ojos y me
devolvió la mirada, dándome la certeza que no lo
había dicho todo, que algún amargo secreto guardaba
en su benévola alma, que los símbolos habían
augurado alguna nube de tormenta en nuestras vidas, o
algún oscuro presagio enlutaría la felicidad de
nuestro enlace, pero no deseaba angustiar más a mi joven e
inocente prometida.

Regresamos a la casa de nuestros padres bajo la noche
tachonada de estrellas entre el gentío alborotado en las
calles de Waset, que se divertía en vísperas de la
fiesta de los dones de Hapy, en la que se agradecerían las
especialmente abundantes cosechas que el dios de la
inundación había regalado al país. Ella
retornaba con la feliz noticia de una boda aún más
próxima; yo con la incertidumbre clavada en el pecho como
una daga envenenada.

La jornada siguiente transcurrió entre el trabajo
en palacio y los apresurados arreglos para la celebración.
Las mujeres se encontraban llenas de ilusiones, mi madre y mi
futura suegra atareadas en los preparativos, trabajando con la
ropa que todas llevarían, y en los detalles relacionados
con la decoración; mi hermana y Tausert se aplicaban a los
temas de la comida y bebidas que se servirían, los
músicos, y las bailarinas que se
contratarían.

Para mí, por el contrario, el día se
había transformado en una prolongada e interminable
tortura, pendiente del movimiento del
disco solar, que parecía moverse con la lentitud de un
caracol ante mi ansiedad por volver a ver a la adivina y conocer
la verdad que guardaba.

Antes que la barca de Amón-Ra vistiese de
púrpura con sus destellos el cielo occidental,
volví a la barriada de los magos, los videntes, los
profetas y los adivinos, en busca de una respuesta de
Nakha.

El esclavo negro me acompañó hasta la
habitación en que Nakha leía el futuro. Sentada
cómodamente en una gran silla de mimbre, acariciaba
lentamente el suave pelaje del gato que habíamos visto la
noche anterior, que yacía descansando sobre su
regazo.

—- Os esperaba, mi señor. Esperé
impaciente todo el día a que volvieseis, porque la misma
ansiedad por saber la verdad que os corroe, carcome mi
corazón, como un enorme gusano devorando mis
entrañas, por ocultar un lúgubre secreto que no
soporto guardar.—- dijo Nakha, mientras posaba su gato en el
suelo, para sentarse delante de la mesa frente a
mí.

—- No demos más rodeos, Nakha. ¿Que nos
espera a Tausert y a mí?—- pregunté,
preparándome para lo peor.

—- Fuerzas malignas, difíciles de desvelar,
ensombrecen vuestro porvenir, Shed. No se trata de ninguna fecha
para la boda, o de si os casáis ahora o dentro de un
año. Los símbolos me mostraron la silueta de la
muerte acechando vuestras vidas, pero al mimo tiempo que el mal
se cierne claro sobre el futuro de ambos, se oculta tras un halo
de misterio que no me permite ver la manera en que pudieseis
luchar para cambiar la situación.—- aseveró
Nakha.

—- Me confundís, amable señora. No
entiendo con exactitud que queréis decirme.—-
respondí.

—- Los símbolos expresan tres sentencias que
marcan negativamente vuestras vidas, pero que no puedo vislumbrar
porque, entes de origen incierto, me impiden descubrir las causas
de vuestro hado.—- se me heló la sangre ante semejante
amenaza.

—- ¿Queréis decir que no existe modo de
evitar nuestra desdicha?—- pregunté,
desesperanzado.

—- No lo sé, Shed. Tal vez sí pero, las
circunstancias que conforman ese peligro se encuentran más
allá de mis habilidades y, por lo tanto, no sé como
podríais evitarlas. No conozco vuestras historias
personales, Shed, ni quiero saber nada de ellas, porque no es
bueno que una adivina se inmiscuya en la vida de sus clientes. Mi
salud no es buena y temo que el poder al que debería
enfrentarme rebase mis posibilidades físicas y mentales.
Además, en el caso particular de vosotros, me
afectaría más, porque Tausert me recuerda a mi
hija, y en ella presiento una bondad y una inocencia
difícil de encontrar en la gente. —-
explicó.

—- Por los cuernos de Amón, ¿qué
dicen los símbolos?—- inquirí
impaciente.

—- Los dioses os dejan conocer a través de los
símbolos tres sentencias; vos deberéis saber
interpretarlas:

_ "Aquel que os brindó su copa
llevará la desgracia a vuestro hogar".

_ "La mano del extraño será
el instrumento de castigo".

_ "El que duerma, descansará, y el
que vele, vivirá en tormento".

—- Que Thot me ilumine con su sabiduría pues,
no sé que significa el mensaje.—- dije, ocultando el
sentimiento de temor que me embargó cuando creí
interpretar las sentencias, como mi condena a muerte por causa de
mi romance con Ahset. —- ¿A qué extraño se
refiere, Nakha? Por el eterno descanso de Asar, Señor de
ultratumba, ayudadme.—- rogué, desesperado.

—- No puedo hacerlo. Solo vos y tal vez Tausert,
podáis tener la respuesta.—- contestó.

—- ¿Deshacer la boda o suspenderla
temporalmente podría cambiar la situación?—-
pregunté, especulando sobre esa posibilidad.

—- No lo creo, Shed. Los símbolos marcan una
unión tan estrecha entre vuestras vidas, que, aunque no os
caséis, no podréis vivir separados el uno del otro,
y creo que, planteando esa posibilidad, provocaríais una
gran tristeza en vuestra prometida.—- respondió,
dejándome pensativo.

—- No sé que faltas habréis cometido,
Shed, —- continuó diciendo.—- pero me doy cuenta de
que vuestra angustia proviene del reconocimiento de errores
propios. La vejez me ha
otorgado la sabiduría que madura con los años y que
ayuda a ver más allá de las palabras, más
allá de los rostros, más allá de las
actitudes, viendo en lo profundo de los corazones. Me doy cuenta
de lo arrepentido que podéis estar pero, quizá el
arrepentimiento no sirva de mucho.—- dijo, en tono de
apercibimiento.

—- Fui hechizado, Nakha, no sabía lo que
hacía.—- dije, tratando de acallar mi conciencia, aunque
realmente sospechaba que algún tipo de magia habían
ejercido sobre mí.

—- Yo no soy juez ni verdugo, Shed. No sé
qué circunstancias marcaron vuestros actos y tampoco
quiero saberlo, pero guardad mi consejo que, tal vez, os ayude a
enfrentar la adversidad. Procurad que, de hoy en más,
vuestros actos sigan el recto camino de Ma’at y alejaos de
las situaciones que impliquen peligros. Tal vez no sea imposible
cambiar vuestro destino, pero solo vos tenéis la clave que
os permita conseguirlo.—- concluyó.

Se hacía evidente que no había nada
más que decir y que de alguna manera quedaba en mis manos
la oportunidad de cambiar nuestra historia, si aún
existía esa posibilidad.

Obsesionado en el intento de descifrar el mensaje de los
símbolos, me reprochaba inútilmente el haberme
complicado la existencia por disfrutar de un amorío fugaz,
gestado de un romance mal concebido. La experiencia me
enseñaba que el arrepentimiento no sirve y el pasado no se
puede volver atrás.

Mis días previos al matrimonio con la dulce
Tausert se transformaron en una vana búsqueda dentro de mi
mente por encontrar la solución al acertijo que me
planteaban las sentencias; al mismo tiempo, en mi corazón,
se libraba la lucha entre mis deseos de tomar a Tausert como mi
esposa y la opción de desaparecer de Waset, escapando
lejos de ella y de los que me aman, antes de provocarles
más pesares. Pero, ¿cómo podría
alejarme de Tausert sin ocasionarle más dolor del que ya
había padecido por mi culpa?

Mis noches eran sin sueño y mi cama un lecho de
espinas, incapaces de dar a mi cuerpo y a mi alma el descanso que
necesitaban. Rodaba incesantemente sin encontrar posición
en que pudiera dormir, para calmar mi conciencia reclamada por
los fantasmas del
temor y las sombras del mal presagio.

—- ¿Qué os ocurre, mi señor, que
no podéis conciliar el sueño?—- preguntó
solícita la vieja Awa, apareciendo con una lámpara
de aceite ante la
puerta de mi habitación, al escuchar que me movía
en mi cama.—- Tengo guardadas leche de cabra y un poco de miel
que podrían calmar vuestro insomnio.—- me
ofreció, amablemente.

La buena Awa había llegado a transformarse en mi
esclava cuando, a través de Tausert, supe que el
Chambelán de palacio había decidido venderla a bajo
precio por su lentitud y vejez, decidiendo comprarla antes de que
cayese en manos de algún despótico
aristócrata que la maltratara y la exigiera hasta
convertirla en un despojo humano. Décadas de servir
fielmente a los moradores del palacio real de Waset habían
desmejorado su salud, estropeado sus manos, encallecido sus pies
y deteriorado sus pobres huesos, afectados
ya por su edad.

—- Gracias, Awa, pero mi insomnio no puede ser
aliviado con vuestros amables cuidados.—- respondí, sin
prestarle mayor atención.

—- A veces es bueno compartir las preocupaciones para
que la carga sea menos pesada, mi señor.—- dijo la
anciana.

Tal vez tuviese razón y pudiese calmar mi mente
contándole a la vieja Awa mis pesares,
pensé.

—- Prometedme que no contaréis a nadie lo que
voy a confiaros.—- dije sentándome en mi cama, mientras
ella se posaba en un taburete, dejando la lámpara sobre
una pequeña mesa.

—- Podéis azotar hasta morir a esta negra si
abre su enorme boca, mi señor.—- dijo Awa, con gracioso
ademán.

—- Se que no lo haréis, porque de hacerlo
lastimaríais a Tausert y bien sé yo cuanto la
queréis.—- respondí, haciendo una pausa para
ordenar mis pensamientos.

—- Nakha, la adivinadora del futuro, me ha confesado
que ha visto la sombra de la desgracia en mi unión con
Tausert. Estoy pensando seriamente en dejar Waset para irme
lejos, a algún sitio en donde comenzar una nueva vida.—-
dije, cabizbajo.

—- ¡Mi señor, la dulce Tausert es la
muchacha más tierna que conozco y os ama como ninguna otra
os amará en vuestra vida! ¡Esa bruja debe estar
pagada por alguien que envidia vuestra felicidad!—- dijo,
disgustada.

—- No, Awa, nadie sabía que íbamos a
consultar con ella la fecha de la boda. Lo que me dijo es lo que
realmente le han hecho saber los dioses a través de los
símbolos.—- dije, tratando de convencerla de que la
adivina no me había engañado.

—- Pero, mi amo, ¿cómo podéis
creer que vuestra unión con Tausert sea causa de vuestra
desgracia en el futuro?—- su negro y ajado rostro denotaba un
total desconcierto.

—- Mi buena Awa, no habéis comprendido lo que
acongoja mi corazón. El temor que embarga mi alma no tiene
que ver con que Tausert provoque mi infelicidad, sino que, por el
contrario, sea yo quien ocasione su desdicha.—-

—- ¿Qué faltas pueden ser tan malas que
el amor de Tausert no pueda perdonarlas?—- dijo Awa.

—- El incondicional amor de Tausert todo lo perdona,
sin embargo, mis debilidades me han llevado a cometer errores que
pueden dañar a los seres que amo. No soportaría ser
un nuevo motivo de sufrimiento o vergüenza en la vida de
Tausert.—- dije emocionado, sin poder evitar que las
lágrimas empañasen mis ojos.

—- Os aconsejo entonces que, si mi señor decide
alejarse de su prometida faltando tan poco para la boda, mejor
sería que atravesase su corazón con una espada,
antes de someterla al dolor que le provocará ser
abandonada por el único hombre que amó, ama y
amará.—- dijo la esclava, en tono de
admonición.

—- Por favor, Awa, no digáis eso. Tausert es
joven y bella, pronto me olvidará y encontrará
entre sus pretendientes algún hombre que, más digno
de su amor que yo, pueda hacerla feliz y darle el matrimonio que
ella merece.—- dije, tratando de que comprendiese mi
actitud.

—- No importa lo dura que sea la vida que deban
enfrentar estando juntos, no importa lo desgraciado que pueda ser
el futuro de ambos si se unen como marido y mujer, esa muchacha
es capaz de soportarlo todo; pero si mi amo abandona a la dulce
Tausert, la condenará a una muerte en vida.

Mi señor, el amor que os profesa se ha convertido
en el único motivo que la impulsa a vivir con
alegría, a sonreír cada mañana y a trabajar
duramente desde que la barca de Amón sale por el levante
hasta que se oculta en el poniente, y esto que os digo no es
todo, porque no falta mucho para que Tausert quede completamente
sola, ya que su madre se encuentra enferma de una dolencia que
los magos sanadores aseguran que es incurable. La propia Lyna me
lo ha confesado, comentándome lo mucho que la
tranquilizaba saber que a su muerte, Tausert no quedaría
sola, ya que pronto sería vuestra esposa.—-
concluyó.

Simplemente no tuve más palabras para seguir
sosteniendo mis argumentos. Solo me restaba entregar a Tausert el
profundo amor que por ella sentía, demostrándole
que tendría el coraje para enfrentar la desdicha, y la
fortaleza de espíritu para luchar contra lo que el destino
pudiera depararnos.

—- Gracias, Awa, por ayudarme a ver las cosas con
más claridad. De no ser por ti, hubiese cometido el error
de huir en mi afán de proteger a Tausert de los males que
puedan afligirla cuando la convierta en mi esposa,
lastimándola y humillándola una vez más.—-
dije, besando la frente de la anciana negra.

Apagando la lámpara de aceite, la vieja Awa se
retiró de mi cuarto, arrastrando sus cansados pies para
dejarme solo.

Mientras los pálidos reflejos lunares de la
madrugada se filtraban a través de los árboles
iluminando mi ventanal, pronuncié una oración a la
diosa Renenutet, buscando que nos ayudara a sobrellevar las
angustias del porvenir.

Al día siguiente, mientras desarrollaba mis
tareas habituales en la sala de escribas, se acercó uno de
los mensajeros reales para comunicarme que el soberano
requería mi presencia. No me preocupó que deseara
hablar conmigo pero, sí me extrañó que me
mandara a llamar en aquel momento, pues sabía que el
Faraón se disponía a salir en su recorrida semanal
de inspección de los trabajos de excavación de su
fastuoso sepulcro en el valle de las tumbas reales, en la ribera
occidental del Hep-ur.

Fuera de palacio nos esperaban los carros que nos
llevarían hasta la nave real, anclada en el
puerto.

Mientras navegábamos por las tranquilas aguas con
las velas hinchadas por la fresca brisa del alba, los primeros
rayos del gigantesco disco purpúreo de Mandet, la barca de
la mañana de Amón-Ra, bañaban de luz las
cimas de las colinas occidentales, entre las que se destacaba el
agudo pico de "El cuerno", la piramidal formación rocosa
que dominaba el valle de las tumbas de los faraones.

Tutmés no había salido del castillo
central de la nave mientras sus sirvientes lo atendían.
Por mi parte, solo me quedaba esperar en la cubierta a ser
llamado ante su presencia. Salvo los siervos que lo
asistían, no acompañaban al soberano ni el
Chambelán, que solía secundarlo habitualmente en su
viaje de inspección, ni otros funcionarios de la corte.
Los hombres de la guardia personal del rey y la
tripulación formaban el resto de los pasajeros. No
había damas del harén, escribas ni demás
burócratas. Era obvio que Tutmés deseaba conversar
en privado conmigo, y la inspección de los trabajos en la
necrópolis le daba una buena excusa para hacerlo, sin que
los curiosos y las chismosas de palacio prestaran oídos a
nuestra plática.

Luego de arribar al amarradero de la ribera occidental,
fuimos conducidos en carros hasta el valle, a través del
camino creado durante el reinado de Tutmés I, quien
inauguró el cementerio Real.

Llegados al lugar de descanso eterno, y mientras me
apeaba del carro, escuché el eco de las herramientas
golpeando la roca viva de la montaña, cuyas
entrañas eran abiertas por decenas de trabajadores,
afanados en la creación de la última morada del Rey
Dios. Picapedreros, canteros, cargadores, escultores, entre los
que se encontraba mi padre, pintores, carpinteros y quién
sabe cuántos artesanos más, se movían como
un ejército de hormigas a través de los senderos,
las galerías, los corredores, y las cámaras,
ocupados en sus quehaceres para dar forma al sueño de
eternidad de Tutmés III junto a sus
predecesores.

Momentáneamente los trabajadores suspendieron su
actividad al percatarse de la llegada del Faraón, por
medio del sonido de las
trompetas tocadas por los guardias de la
necrópolis.

Benimeryt, el arquitecto real, apareció de entre
una nube de polvo, bajando de una loma cubierta de escombros, que
se levantaba junto a la entrada del sepulcro.

—- Mi Señor, —- dijo el director de obras
luego de arrodillarse ante Tutmés.—- es un honor tener a
su majestad otra vez entre nosotros.

De mediana edad, Benimeryt era un hombre apuesto, de
entrecanos cabellos ondulados, ojos vivaces y cuerpo fornido,
aunque no muy alto. Vestía una túnica sin mangas,
cubierta por el fino polvo que flotaba en el aire de la zona de
excavación. Trabajador e inteligente, llevaba adelante su
cargo con excelentes resultados, tanto en la ampliación de
los templos de Amón-Ra y la creación de santuarios
en la región de Waset, como así también, en
la supervisión de obras públicas y
religiosas en las ciudades más importantes del alto
valle.

Pero en aquel momento Tutmés no se encontraba
especialmente interesado en las actividades de su
arquitecto.

—- No hace falta que nos acompañéis,
continuad lo que estabais haciendo y ordenad que todos vuelvan a
trabajar.—- dijo el Faraón a su director de obras.—-
Seguidme, Shed. Voy a mostraros mi mansión
eterna.—-

Descendimos por la rampa que nos llevaba hacia el
interior de las cámaras que constituían los
diferentes sectores del sepulcro. Fuimos transitando lentamente,
mientras me comentaba cómo serían ornamentadas las
estancias y la disposición de los tesoros y demás
objetos que guardaría en ellas para su utilización
en la otra vida.

—- Llegó a mis oídos la noticia de que
os uniréis en matrimonio con una de las sirvientes de
palacio.—- expresó, mirándome de hombre a hombre,
directo a los ojos, escrutando en mi espíritu. Me
sentí morir y la sangre parecía congelarse en mis
venas. Él conocía los rumores que circulaban y
sufría en silencio la humillación. Pero en su
corazón no había sospechas, sino certezas.
Desconfiaba de mí aún más, como si pensara
que mi casamiento fuese solo una excusa para encubrir mi
relación con Ahset.

—- Así es, mi Señor.—- respondí
con nerviosismo.—- Se llama Tausert y estoy completamente
enamorado de ella. Es una muchacha inocente, cuya pureza ha
cautivado mi corazón.—- respondí, sin saber que
más decir.

—- Resulta difícil de creer que os
caséis con una mujer de la servidumbre, teniendo la
posibilidad de desposaros con muchachas casaderas de entre la
nobleza más encumbrada de Waset. ¿Qué
ocultáis, Shed?—- preguntó de manera casi
agresiva, como queriendo obligarme a confesar lo que no se
atrevía a preguntarme directamente.

—- No tengo nada que ocultar, mi señor. Puedo
jurar por la vida de mis padres que amo a esa mujer y que no
haré nada que pueda hacerla infeliz. Mi deseo de formar un
hogar con ella y tener hijos es mi mayor anhelo.—- dije, seguro
de mis sentimientos.

—- Veo con beneplácito que hayáis
asumido con madurez la idea de formar un hogar y transformaros en
un hombre de familia, sereno y responsable que cumpla sus deberes
de funcionario con lealtad. La fidelidad es una virtud mal
valorada, y pocos saben los perjuicios que puede acarrear el
transgredirla. Bien sabéis lo duro que soy con quienes me
traicionan.—- Tutmés había pasado sutilmente de
alabar mi decisión de formar un hogar a advertirme o,
más bien, amenazarme. Sus palabras me confirmaban lo peor.
Un súbito estremecimiento recorrió mi piel al darme
cuenta de que todo ese tiempo mi vida había estado
pendiendo de un hilo y yo, con mis acciones,
seguía retando a la muerte. A la vez que sorprendido, me
resultaba incomprensible que nos hubiese perdonado la vida a
ambos, conociendo lo implacable que era al juzgar a los que lo
rodeaban.

No sabía porqué milagro aún
seguía vivo pero, me cuidaría de no cometer ninguna
estupidez que pudiese provocar aún más su ira de lo
que aquella situación ya había
ocasionado.

Se me ocurrió pensar que tal vez Tutmés
estuviese tan enamorado de Ahset que, a pesar de tener todo el
poder para darle muerte, prefería compartirla a perderla.
Al tiempo que seguramente desearía castigarla por su
infidelidad, sabía que, dando a conocer su falta, se
vería obligado a condenarla a morir, (y yo sospechaba que
no tenía el valor para hacerlo) ya que, no podía
perdonarle la vida luego de su inexcusable comportamiento.
Además, dejar sin castigo su adulterio,
despertaría aún más el rencor del resto de
sus esposas descontando, por cierto, el pésimo ejemplo que
constituía para el resto de las mujeres del harén.
Tutmés debía sentirse terriblemente frustrado e
impotente al carecer de la capacidad para ganarse el amor de
Ahset. Sería desconsolador para el Rey Dios que la mujer
que realmente amaba se entregase en brazos de un hombre
infinitamente inferior, como lo era yo, cuando él le
brindaba no solo su afecto, sino también, lujos y
atenciones que ninguna otra mujer despreciaría.

Me arrodillé ante Tutmés, bajando la
cabeza en signo de total sumisión, y rogué
clemencia del modo menos humillante que encontré,
recordando a mi señor mi entrega y dedicación como
súbdito.

—- Sabéis que siempre he servido fielmente y no
he dudado en arriesgar mi vida para salvar la de mi Señor.
Reconozco que he cometido errores, aunque jamás he tenido
la intención de haceros daño, y
os juro que nunca más vuestro siervo actuará de
manera alguna que os pueda ofender.—- no sabía que
reacción podía esperar de él en aquel
instante, al reconocer mis culpas. Sabía que, de haberla
tenido consigo, hasta hubiese sido posible que desenvainara su
espada para decapitarme ahí mismo pero, sólo
sentí su mano tensa posándose en mi hombro, en
señal de perdón. Derramé lágrimas,
arrepentido y agradecido al mismo tiempo, sin atreverme a pararme
delante de él.

—- Levantaos, Shed. Debemos irnos.—-
pronunció, dándome la espalda, mientras se
dirigía hacia la salida del sepulcro.

Sentí que había vuelto a la vida, que
había recuperado con mi sinceridad algo de su confianza,
la que por mi parte, me esforzaría en no volver a
defraudar.

Regresamos a la ribera oriental como habíamos
zarpado de ella, el Faraón en el castillo central de la
nave, en tanto yo me hallaba en la popa, sentado cerca del
timón, aún nervioso y temblando, por el
difícil momento que había superado.

Tratando de recomponerme del trance, regresé a la
residencia para continuar con mi trabajo en la traducción de documentación llegada desde el
extranjero.

Cuando cruzaba el corredor que conducía a la sala
de escribas, me topé de frente con el canciller Neferhor,
que al verme, me observó con desprecio.

—- Pensé que para esta hora estaríais en
la mazmorra esperando ser juzgado por adulterio.—- dijo
despectivamente.

—- ¿Qué mal os hice para que me
odiéis tanto?—- pregunté enfadado.

—- Me molesta que un vulgar campesino se
mezcle con lo más selecto de la aristocracia de Kemet.—-
respondió con sarcasmo.

—- No reniego de ser campesino y creo que me he ganado
mi lugar.—- respondí, mientras me di vuelta para seguir
mi camino.

—- Os lo habéis ganado gracias a esa concubina
ramera.—- espetó.

No pude soportar más la agresión verbal de
ese gusano. Giré sobre mis propios pies y, con el
puño cerrado, le apliqué una trompada en pleno
rostro, que lo arrojó al suelo de espaldas cuan redondo
era, haciendo temblar su obeso y desbordante vientre.

—- ¡Salvaje, me habéis partido el
labio!—- dijo el canciller, casi lloriqueando.

Sentado en el suelo con las piernas abiertas, miraba
perplejo su blanco faldellín manchado con la sangre que
desde la barbilla bajaba hasta caer goteando en su
barriga.

—- ¡Bestia incivilizada, mira lo que le
habéis hecho!—- me reprochó Baef’re, el
hijo de Neferhor que se había acercado al escuchar la
discusión. Intentó abalanzarse contra mí,
mas, sin intención de continuar el pleito lo frené
empujándolo con mi palma abierta sobre su
pecho.

—- No me provoquéis si no queréis salir
lastimado vos también.—- le advertí, desnudando
su pose bravucona, que era solo fachada, ya que, fue suficiente
levantar mis puños cerrados para hacerlo desistir de su
tibia intención.

Los guardias que custodiaban la sala de escribas se
apresuraron a interponerse entre nosotros tratando de calmar
nuestros ánimos.

Khnumhetep, el jefe de funcionarios escribas
salió preocupado, tratando de evitar que el incidente se
transformara en un escándalo de proporciones
mayores.

—- ¡Señores, os estáis comportando
como niños!
¡Por las barbas de Ptah, que no podéis dar estos
espectáculos!—- dijo, enfadado por nuestro
comportamiento.

El visir Rekhmyre, que se encontraba en el lado opuesto
del extenso corredor, conversando con el tesorero del granero del
sur, nos observó con gesto adusto. Mientras ayudaban al
gordinflón funcionario a levantarse y le conducían
a la sala del sanador de palacio, llegó hasta mi uno de
los secretarios, para comunicarme que el Visir quería
conversar conmigo en privado.

Sabía que no era bueno transformarme en el centro
de todos los chismes y menos ganarme el odio de los demás
funcionarios de la administración. Había cometido un
grave error al atacar a Neferhor, que no solo era mi superior en
la escala
diplomática sino que, constituía el referente de
fortuna y opulencia al que la mayoría de los
burócratas aspiraba llegar, cuya amistad muchos de ellos
deseaban granjearse.

El solo hecho de haber surgido de la masa del pueblo, en
vez de proceder de la rica e influyente nobleza del país,
me hacía merecedor de al menos la desconfianza que todo
escriba, como parte de la aristocracia, dirige hacia los
individuos salidos de los estratos más bajos de la
sociedad. Para
muchos de ellos resultaba incomprensible e inaceptable el hecho
de que un bruto aldeano, hijo de un artesano escultor, pudiera
haber accedido a un cargo de tal importancia.

Mi desdén hacia las costosas vestiduras, las
ricas túnicas, las joyas, los cosméticos y las
pelucas, me transformaba en un insignificante plebeyo que
despreciaba las buenas costumbres que, para ellos,
distinguían la figura del burócrata de alcurnia del
vulgo iletrado. Asimismo, agradecía ser marginado de los
eventos sociales en que hacían alarde de sus generosas
donaciones a los templos y sus extensas haciendas, de sus ricas
tumbas y sus numerosos esclavos. Nunca me acostumbré a la
forma de vida que ellos consideraban la única aceptable,
en contraste con la simpleza del hombre común al que no
dudaban en humillar.

Reinaba el silencio en la sala del trono cuando me
presenté ante la puerta principal. Un escriba secretario
yacía sentado sobre una estera, esperando con su pincel en
mano para continuar con el dictado de Rekhmyre.

—- Adelante, Shed.—- dijo el visir, sin mirarme, en
tanto leía el papiro que sostenía en sus manos.—-
Dejadnos solos.—- ordenó al escriba, que, tomando sus
instrumentos, se retiró a través de una puerta
lateral.

—- ¿Qué está ocurriendo,
Shed?—- preguntó, suspirando como un padre cansado de
renegar con su revoltoso hijo. Cruzó sus huesudos brazos
delante de su pecho posando su mirada inquisitiva sobre
mí, esperando una respuesta que no le resultaría
satisfactoria.

—- Solo fue un altercado menor, señor
visir.—- respondí, sin más
explicaciones.

—- ¿Y por una simple discusión golpeaste
a tu superior?—- preguntó, en tono
admonitorio.

—- Sabe usted, mi señor, cuanto me detesta
Neferhor, por el solo hecho de mi origen humilde.—-
contesté.—- Me provoca constantemente con sus
comentarios insultantes, y le molesta sobremanera que yo responda
directamente al Faraón o a vuestra autoridad,
pasando por encima de la suya.

—- No es excusa para un comportamiento deplorable. No
puedo ayudaros si no os ayudáis. Estáis haciendo
muy difíciles las cosas, Shed.—- dijo preocupado.—-
Sois uno de los mejores traductores de documentos extranjeros, y
vuestro dominio de la lengua hurrita es tan notable que el
mercader Gamartu dice que no puede diferenciar vuestra
pronunciación de la de un nativo de su país. Sin
embargo, hacéis todo lo posible por ganaros la
antipatía de los demás funcionarios y me
ocasionáis problemas por
defenderos de sus críticas.

—- Señor visir, nunca he dado motivos a mis
superiores para que se quejaran de mi comportamiento, ni he
faltado el respeto a
ningún miembro de la administración. Y más aún, os
puedo asegurar que ni los sirvientes ni los esclavos de la
residencia pueden decir que yo haya tenido para con ellos
actitudes despectivas o humillantes, que es mucho más de
lo que podría decirse del resto de los bien educados y
prominentes aristócratas.—- respondí.

—- Haber golpeado a vuestro superior directo delante
de todos no es lo que se podría considerar como buen
comportamiento.—- dijo en tono sarcástico el
anciano.

—- Reaccioné de manera impulsiva, lo sé,
pero su provocación fue descarada e insultante. Si
Neferhor tiene un poco de vergüenza reconocerá que su
infame agresión fue injustificada.—-
contesté.

—- ¿De que manera os agredió el
canciller?—- preguntó el Visir.

—- Ruego al señor visir me disculpe por guardar
silencio en referencia a dicho asunto.—- no podía
negarme a decirle la verdad, por ello esperaba que me permitiese
reservármelo.

Rekhmyre era un hombre demasiado inteligente como para
que ignorara la situación de tensión que
había entre el Faraón y yo con relación a
Ahset. Sin embargo, hasta aquel momento no había imaginado
la razón por la que el visir no había intentado
intervenir en mi romance con la concubina.

—- Shed, decidme la verdad por más dura que
sea.—- dijo Rekhmyre, en tono inquisidor.

—- Neferhor dijo que me había ganado el cargo
por mi . . . amistad con la señora Ahset, a la que
llamó ramera. Simplemente no pude soportarlo.—-
reconocí.

—- Os comprendo, Shed, y no puedo culparos por vuestra
reacción. Yo conozco todo lo ocurrido entre vos y ella
desde el principio, cuando eran amantes antes de que
Tutmés la convirtiera en su concubina.—- su
confesión me dejó sin habla.

—- Pero . . .—- balbuceé sin poder creer lo
que estaba escuchando.—- ¿Porqué no os
delató ante el Faraón?.—- pregunté
incrédulo.

—- Amo demasiado a esa muchacha como para
traicionarla.—- dijo apesadumbrado el Visir.

—- No comprendo . . .—- dije, completamente
confundido. No podía creer que Ahset también
hubiese sido amante del anciano.

—- No es lo que estáis pensando, Shed. Ahset es
como una hija para mí. Nació de la relación
adúltera entre una princesa de Keftiu, concubina de
Tutmés II y mi hermano Kagemni, oficial del
ejército, fallecido durante una campaña en Retenu.
Mi hermano me había obligado a jurarle que me
encargaría de la pequeña Ahset si algo le
ocurría, comprometiéndome a protegerla de las
malvadas del harén, entre las que se encontraba la propia
Hatshepsut. En todos estos años pude mantenerla lejos de
las garras de las arpías y las sierpes que habitan en
palacio, pero fui impotente para protegerla de su propio
carácter díscolo, de su personalidad
suicida, capaz de exasperar al padre más tranquilo,
haciendo oídos sordos a los consejos e ignorando las
advertencias bien intencionadas. Esa muchacha me ha hecho salir
más canas que todos los problemas del imperio. Cuando
descubrí que os había seducido con sus encantos, le
prohibí que os viese y la amenacé con acusarla con
Khepermare, su anterior esposo, pero no tuve el valor de hacerlo,
sabiendo que podía hacerla condenar a muerte. Nunca
más pude controlar sus caprichos, y a pesar de suplicarle
que modificase su actitud por su propio bien, parece que por el
contrario solo hubiese estimulado sus deseos de desafiar todo
riesgo,
tomando el peligro como una forma de vida. Su imposibilidad de
procrear destruyó las pocas esperanzas que yo guardaba en
que se transformara en una mujer respetable. Kina, manipuladora y
ambiciosa, la utiliza para conseguir lo que no puede lograr por
sus propios medios. Ella
le hacía mucho daño apoyando sus locuras,
consintiendo sus aventuras amorosas y ayudándola a
llevarlas a cabo. Sin embargo, ocurrió algo que Ahset no
tenía planeado. Se enamoró de vos y, como no
podía ser de otro modo, su amor es enfermizo y
autodestructivo. No sé cuánto tiempo
soportará Tutmés su comportamiento. Él la
ama profundamente, pero temo que esté perdiendo la
paciencia.—- comentó el visir.

—- Realmente estoy muy sorprendido. Espero que mi
matrimonio la haga recapacitar y acepte que lo nuestro nunca
debió siquiera empezar. Por mi parte, me he negado a
dejarme manipular por sus pretensiones, dejándole en claro
que amo a mi prometida y que lo mejor que puede hacer es
entregarse al amor que le ofrece el soberano.—-
dije.

—- Sé feliz con vuestra futura esposa y no
volváis a veros con Ahset por ningún motivo. No
dejéis que os tiendan una celada para regresar a sus
brazos y no permitáis que Kina consiga algún objeto
que os pertenezca, porque su magia es poderosa y puede hechizaros
para dominar vuestra voluntad.—- concluyó Rekhmyre, para
luego ordenar el ingreso del escriba que aguardaba fuera de la
sala.

—- No os angustiéis por lo ocurrido con el
canciller. Lo compensaré con oro para limpiar su dignidad,
mancillada por la vergüenza que le hicisteis pasar,
diciéndole que estáis arrepentido por lo sucedido
y, como es tan avaro, aceptará el cambio sin pedir castigo
para vos.—- terminó diciendo cuando me disponía a
abandonar el lugar.

Le agradecí sinceramente, prometiéndole
seguir sus consejos.

La advertencia de Rekhmyre acerca de los poderes de
Kina, confirmaba todas mis sospechas al respecto y, me
convencía aún más de la necesidad de evitar
todo contacto con ellas.

El día de la boda me encontraba con mi amigo Maya
en la casa de mis padres, alistándome para la ceremonia
que se desarrollaría en el templete de Hathor, en la
orilla oriental, a menos de un iteru del complejo de
Ipet-Resyt.

—- No apretéis tanto.—- dije a Maya al sentir
el cordón oprimiendo mi cintura.

—- Esto se usa ajustado, Shed, y para que quede
elegante las puntas no deben caer menos de un codo por debajo de
la cintura.—- respondió.

—- No seáis tan estricto, Maya, no soy una
danzante que deba cuidar su aspecto buscando recibir alguna
ajorca de bronce de los espectadores.—- comenté, al
considerar excesivas sus preocupaciones por la estética de mi vestimenta.

—- Sé que nunca disteis importancia a las
formalidades del vestir, pero piensa lo mucho que alegrará
a Tausert veros tan apuesto con tu bella túnica
púrpura arrodillaros ante el altar para pedirle que sea
vuestra esposa. Es un momento muy especial, Shed. Seréis
la envidia de todos los curiosos que asistan.—- replicó,
ajustando aún más el cordón hasta casi
dejarme sin respiración.

—- Uff! Nunca imaginé que moriría
partido en dos por mi mejor amigo.—- dije sonriendo.

—- No seáis exagerado. Además, se os
aflojará de a poco camino al santuario.—- me
reprendió Maya.—- A pesar de que bromees os veo tenso,
¿qué os ocurre?—-

Mi gran amigo tenía una gran capacidad de
observación y me conocía demasiado
como para negar lo que a sus ojos resultaba obvio. Luego de un
intervalo de silencio, contesté, sabiendo que no
podía mentirle.

—- Es verdad, Maya, me conoces mejor de lo que me
conozco yo mismo.—- inspiré profundo, y con la vista
perdida mirando la nada, reflexioné acerca de mis
pensamientos.—- Debería estar disfrutando este instante,
en que comenzaré una nueva vida junto a Tausert, la
celebración de nuestra unión, la alegría de
tener a mis padres junto a mí para que compartan conmigo
este momento, y sin embargo, no puedo evitar pensar en los malos
augurios de Nakha, la adivina.—-

—- ¿Pero, si Tausert me comentó que la
adivina les dijo que hoy era un día de buenos
augurios?—- preguntó confundido.

—- No, Maya, Nakha no quiso angustiar más a
Tausert. Simplemente dijo que hoy o cualquier día
sería lo mismo, lo que no significa que fuese un
día bendecido por los dioses.—-
respondí.

—- Pero, ¿por qué creéis que no
es un día propicio?—- inquirió.

—- Me di cuenta que Nakha había visto algo malo
en los símbolos, pero me dejó aún más
preocupado por haber tratado de ocultarnos de qué se
trataba y regresé al siguiente día a verla solo,
sin Tausert.—-

—- Seguramente quería sacarte más
metal.—- dijo Maya, desconfiando.

—- No era esa su intención. Me estaba esperando
para revelarme la verdad, sabiendo que yo volvería para
averiguar lo que no quiso decir en presencia de Tausert, para no
entristecerla y causarle más temores de los que ella ya
tenía.

—- Y contadme, ¿que es lo que dijo?—- dijo
ansioso y preocupado.

—- Ha visto la desgracia enlutando nuestro matrimonio
y al preguntarle si sería mejor anularlo, dijo que las
fuerzas maléficas que nos acechan no le permitían
descubrir si hacerlo cambiaría nuestro destino.—-
respondí.

—- ¡No hagáis caso, Shed, con tantas
imprecisiones no debéis creer lo que ha dicho esa mujer!
Pensad además que el peor momento en vuestra
relación con el Faraón ha pasado y Ahset no os ha
vuelto a molestar.—- dijo, intentando
tranquilizarme.

—- Con respecto a Tutmés me siento bastante
tranquilo, pero en referencia a Ahset me preocupan más sus
silencios que sus escándalos.—-
reflexioné.

—- Debe haberse resignado y quizás pronto
esté seduciendo a algún otro funcionario de
palacio. Olvidaos de ella, Shed. Disfrutad de este día tan
especial. Regocijaos en la dulce Tausert que os amará y
cuidará de vos y de vuestra prole.—-
concluyó.

—- Tal vez, tengáis razón…—-
decía, en el instante en que entró mi
padre.

—- ¡Debemos partir! ¡La barca de
Amón está casi en el cenit!—- entró mi
padre, apurándonos.

—- ¿Cómo me veo, padre?—- dije con una
sonrisa, disimulando mi preocupación.

—- Parecéis un príncipe, hijo
mío. Os veis muy apuesto. Las muchachas de la aristocracia
envidiarán la suerte de Tausert.—- dijo Pentu,
halagándome.—- Pongámonos en camino, no perdamos
más tiempo.

Con el disco solar refulgiendo sobre el valle y bajo el
cálido esplendor de mediodía, se llevó a
cabo la ceremonia de nuestro enlace, cuya celebración
duró toda la jornada hasta bien entrada la madrugada del
día siguiente. Jamás había visto a Tausert
tan feliz, tan hermosa, en su túnica blanca inmaculada,
luciendo una sencilla corona de pequeñas flores silvestres
azules y amarillas. Un día perfecto, lleno de
alegrías e ilusiones para mi amada esposa, que no
debía ser empañado. Sólo me restaba hacerla
feliz como ella se merecía y darle mi amor sin temer lo
que podía deparar el futuro.

Capítulo 8

"El
elixir del sueño eterno."

Pasó la estación de la cosecha y con ella
un nuevo año se iniciaba en el país de la tierra
negra, con toda una serie de actividades en el orden
diplomático, provocadas por las noticias
llegadas a través de los mercaderes del país de
Djahi, referentes a la reanudación de las reuniones de los
reyezuelos de Kadesh, Tunip y Katna, con sus aliados, y la cumbre
de los líderes de la región, a cuya cabeza se
encontraba el propio rey de Naharín,
Parsatatar.

Ocupado en mis trabajos de traducción de cartas llegadas
desde la lejana Keftiu, la mítica Karduniash, el imperio
de Hatti, y en la trascripción de los mensajes secretos de
nuestros propios enviados que recorrían las rutas de
comercio,
permanecía hasta altas horas de la noche, atareado
mientras Tausert aguardaba a veces despierta para
acompañarme a cenar.

Aquella noche me encontraba solo en la sala de escribas,
traduciendo en lengua hitita una misiva del Faraón
dirigida al rey de Hatti, aliado de Kemet, en contra de las
aspiraciones de expansión del imperio hurrita de
Naharín y la coalición de príncipes
amorreos. Cansados mis ojos después de un arduo día
de trabajo y casi sin tiempo para la entrega al mensajero real
que debía zarpar antes del amanecer hacia el norte,
decidí salir un segundo hasta la galería que daba
al jardín a tomar la refrescante brisa que, proveniente de
las colinas orientales, se derramaba sobre el valle como una
bendición sobre la ciudad, azotada por la estación
cálida.

Me sentía agobiado por la falta de descanso y
saturado por el humo de las lámparas de aceite que
venía inhalando desde el ocaso, en que tuve que
encenderlas ante la falta de luz diurna. Di un corto paseo
disfrutando de aquella bocanada de aire fresco sobre mi piel
húmeda de sudor, después de tantas horas de
encierro entre las caldeadas estancias de la
administración.

Me llamó la atención no haberme cruzado
con ninguno de los guardias que, por aquella hora, debían
transitar los corredores de palacio en sus recorridas de
inspección, pero como desde hacía mucho tiempo no
estaba al tanto de la disposición de los turnos de
custodia, no le di importancia y proseguí mi caminata
hacia la fuente central. Planeaba beber un poco de agua para
luego regresar a terminar mi tarea y volver a mi hogar, junto a
Tausert, que quizás estuviese preocupada por mi
ausencia.

Frente a una de las columnas que sostenían las
grandes antorchas que iluminaban el lugar, me incliné para
mojarme el rostro y los cabellos, viendo mi reflejo en las
calmadas aguas del estanque, bajo cuya superficie se deslizaban
con suaves movimientos los pececillos de colores entre los
juncos y los lirios de agua.

La aparición de una repentina sombra que
eliminó mi reflejo del agua me sobresaltó
sobremanera.

—- ¡¿Quién…?!—- dije
sorprendido. Al verla, la reconocí de inmediato.—-
¿Kina, qué hacéis aquí…? —- me
interrumpí, antes de preguntarle la razón de su
presencia. Su mirada lo decía todo y lo que fuese
significaba problemas para mí. No respondió,
limitándose a observarme con sus ojos vacíos de
sentimientos y una sonrisa maléfica insinuándose en
su escuálido rostro.

Retrocedí para alejarme de ella. No sabía
que se proponía y tampoco quería
averiguarlo.

Me apresuré a volver, despabilado del susto que
me dio. Temía a esa mujer. Había algo profundamente
maligno que la animaba.

Agitado y nervioso, entré en la sala de escribas
que, luego del encuentro con Kina, me pareció un ambiente
agradable y protector.

Retomando mi tarea, me percaté con agrado de que
sólo me faltaba traducir el saludo protocolar del
Faraón para con su aliado hitita, a fin de concluir mi
trabajo y poder retornar a mi hogar.

Cuando me inclinaba sobre el papiro para tomar mi
pincel, vi. por debajo de mis brazos surgir un par de manos a
ambos lados de mi cuerpo que, como salidas de la nada por
detrás de mi espalda, me aferraron el abdomen con fuerza,
haciéndome dar un respingo por el que casi tiro todo lo
que había sobre mi mesa de trabajo. Tan sorprendido como
estaba y antes que pudiese atinar a quitarme sus manos de encima
y girar sobre mí, sentí un pinchazo sobre mi pecho
como si una abeja me hubiese inyectado, descubriendo en una de
las manos una sortija con una fina púa que se había
clavado en mi carne hasta hacer manar de ella una gota de
sangre.

—- ¡Ah!—- gemí.

—- Perdonadme, mi amor, pero seréis mío
y de nadie más.—- dijo junto a mi oreja en un susurro
que me estremeció al reconocer su voz.

—- ¡¿Qué…qué
hacéis aquí, Ahset?! ¡Por los cuernos de
Amón!, ¡¿qué pretendéis . . .
?!.—- se encontraba ebria y volvió a
abrazarme.

—- Mi amor, estaremos juntos por toda la
eternidad.—- dijo en tono delirante y aterrador, como si
hubiese enloquecido completamente.

Me sentí mareado y comencé a ver sus
rasgos distorsionados. Sacudí mi cabeza, abriendo y
cerrando mis ojos varias veces tratando sobreponerme a la
extraña obnubilación que embotaba mi mente,
alterando mis sentidos.

—- ¿Qué me inyectasteis . . . ?. Me
siento confundido…—- no pude continuar lo que quería
decir luego de aquel instante.

—- No temáis, mi amor.—- dijo besando
tiernamente mis labios.—- Yo estaré con vos. El miedo a
sufrir y a ser castigado pasará y solo sentiréis
paz, descansando en mi regazo.—-

Su voz se transformó en una melodía dulce
y embriagante. Tenía la impresión de que estaba
viviendo un sueño, sin angustias, lejos del dolor,
sintiendo que flotaba como si no tuviera cuerpo. Me
imaginé como un halcón remontándome en vuelo
lejos de la tierra, dejando atrás todo aquello que me
ataba al mundo real.

Fui incapaz de articular palabra alguna y tampoco
conseguí moverme para salir de allí. Mis miembros
no respondían y caí lentamente al aflojarse mis
piernas. A partir de ese momento solo veía el rostro de
Ahset sin comprender lo que me decía. Me levantaron del
suelo para luego ser cargado y llevado de los brazos y las
piernas por dos esclavos negros hacia el exterior de la
residencia sin que nadie se los impidiese.

Me subieron a un carro tapándome con esteras para
ocultarme y me alejaron de la residencia con rumbo desconocido.
No podía ver nada y solo percibía los golpes de mi
cuerpo rebotando contra el duro piso de madera. Luego de un buen
rato dejamos de movernos y me bajaron para trasladarme hacia la
ribera. Me subieron a un pequeño bote de remos y cruzamos
el río rumbo a la orilla occidental.

Dos negros remaban en el centro de la pequeña
nave, en tanto que otro iba a mi lado sosteniéndome,
mientras un cuarto, sentado cerca de la proa, sostenía una
antorcha dirigiendo el rumbo de la embarcación. El negro
firmamento tachonado de estrellas aún no anunciaba la
aurora. Faltando poco para arribar a la orilla occidental,
empecé a sentir mis extremidades, primero las superiores y
luego las inferiores como si de a poco fuese perdiendo efecto la
sustancia que me había inyectado Ahset. No intenté
hacer nada pues no tenía ninguna oportunidad de escapar
mientras permaneciese en la barca, con aquellos fornidos esclavos
y mis miembros todavía débiles y
pesados.

Tampoco me resultaba atractiva la idea de lanzarme al
río, a pesar de ser un buen nadador, teniendo en cuenta la
posibilidad de ser atacado por los hipopótamos o los
cocodrilos que podía haber en la zona. De modo que me
mantuve en calma, esperando se restableciera mi control mental y
físico. Al llegar a la costa ya sentía
restablecidos mis sentidos. Podía escuchar lo que hablaban
los esclavos y de a poco fui percibiendo los olores y el sabor
amargo de algo que me habían colocado en la boca. Me
habían puesto un trapo para que no pudiese emitir sonidos
que alertaran a alguien sobre mi secuestro.

Me bajó de la barca uno de ellos y
levantándome entre dos, me subieron a otro carro, que
partió lejos de las tierras fértiles hacia la
intimidad del desierto. A medida que avanzábamos me
percaté que tomaban el rumbo hacia el valle de las tumbas
de las reinas, entre las colinas del lugar de descanso eterno. No
comprendía qué se proponía Ahset al traerme
a este sitio, pero imaginé que tal vez quisiese mantenerme
en cautiverio. La idea era demencial pero no pude imaginar otro
motivo para que me hiciera raptar de esa manera. De una forma u
otra terminaría escapándome de allí, sin
importar cuántos hombres me custodiaran o el lugar en
donde quisiera mantenerme recluido.

Llegamos a un recodo entre las laderas de las desnudas
paredes rocosas en que, al abrigo de los vientos, se abría
una gruta, seguramente excavada con el fin de servir de sepulcro.
Trasladado sobre los hombros del más fuerte de los
esclavos, fui descendiendo por las escaleras que, iluminadas por
lámparas de aceite pintadas con símbolos del Dios
chacal Anup adosadas a los muros, se internaban profundamente en
la masa pétrea. Luego de atravesar un corto pasillo en el
que terminaba la escalera, fui llevado hasta una gran
cámara y finalmente, acostado sobre una mesa de piedra
cubierta por una delgada sábana de lino blanca que no
aislaba mi cuerpo de la fría superficie.

Con los ojos entrecerrados como aparentemente
debía encontrarme por efecto del narcótico,
miré a mí alrededor descubriendo que junto a
mí se encontraba Ahset recostada a mi lado. Vestía
una túnica de tipo nupcial ornamentada para la
ocasión con todos los atributos para una ceremonia
matrimonial.

Frente a nosotros, se levantaba un pequeño e
improvisado altar sobre el que se hallaba una estatua de la diosa
Hathor en su forma de mujer con orejas de vaca y el sol entre sus
cuernos. En una de sus manos portaba el sistro y en la otra el
ankh, símbolo de vida eterna. No me pareció
extraño el empleo de
aquella manifestación de Hathor, pero me sorprendió
que estuviese representada como señora de occidente, es
decir, diosa de ultratumba, y que estuviese acompañada por
una imagen de Anup como su asistente.

El aire dentro de la cámara se encontraba
impregnado de las sagradas fragancias del incienso y la mirra
quemándose lentamente en los incensarios, mezcladas con el
aroma de los ramos de flores multicolores que rodeaban el
altar.

Fui despojado de mi faldellín y vestido, por un
par de esclavas nehesi, con vestiduras habitualmente empleadas
para la celebración. Era obvio que Ahset pretendía
anular mi enlace con Tausert ante la deidad, para tomarme por
esposo de forma supuestamente legítima.

Delante del altar apareció un personaje con
atuendo sacerdotal que, de espaldas a nosotros, se inclinó
ante la Diosa en señal de reverencia, para luego girar
sobre sí sosteniendo entre sus manos un papiro
litúrgico. Llevaba su cabeza cubierta por una
máscara que representaba una mística fusión de
aspectos de Hathor, imbricados con caracteres
iconográficos propios de Sakhmet, la temible diosa con
cabeza de leona, dotada de cuernos vacunos y la cobra en su
frente.

Dos asistentes ataviadas con similares atuendos se
aproximaron a ambos lados de la sacerdotisa, que comenzó
los ritos nupciales entonando un lúgubre himno de alabanza
a la diosa vaca, invocando a su vez el nombre secreto de la diosa
felina, buscando su buena predisposición. El
rítmico sonido de los sistros repicó con
metálico eco en los subterráneos muros.

—- ¡Hathor, divina Señora del día
y de la noche, portadora de la flama que da vida y de la llave
que abre las puertas de la morada del más allá,
borrad del libro de los
cielos las nupcias previas de este hombre y esta mujer, para que
puedan ser unidos en una sola carne y sus ka permanezcan unidos
para siempre!—- a pesar de que el sonido era deformado por su
emisión a través de la máscara, la voz me
resultó conocida, pero no creí que fuese
Kina.

—- Vos que sois todopoderosa, unid a los enamorados
hasta el fin de los tiempos bajo la divina protección de
Sakhmet en la pureza del fuego y la paz que proporciona el elixir
del sueño eterno.—- lanzando hacia el quemador de
incienso que había delante de la diosa un puñado de
polvo mágico, que al contacto con el fuego
desprendió una súbita llamarada y una gran voluta
de humo entre amarillo y escarlata de exquisito
perfume.

Al disiparse la nube de humo que cubrió a los
oficiantes, surgió como una aparición fantasmal un
nuevo personaje más atemorizante aún que el
anterior, con todos los atributos del fuero clerical,
complementando su hábito con una máscara de la
diosa Eset, fusionada con la diosa gato Bastet en su forma
más peligrosa, de aspecto salvaje, con sus fauces abiertas
exhibiendo los agudos colmillos machados de sangre en una
expresión de forma y colores que le conferían una
apariencia francamente bestial.

—- ¡Gran hechicera, Señora del poder de
la magia!, ¡Vos que devolvisteis a la vida a tu amado
esposo Asar, vos que resucitasteis sus restos y les insuflasteis
la vida, oh, gran maga, liga en sacra alianza a este hombre y a
esta mujer para que sean unidos en la bendición de Hathor
y nadie pueda volver a separar lo que la gran maga ha unido!—-
no me quedaban dudas de que aquella voz era la de Kina,
¿quién era entonces la otra mujer?.

Salmodiando loas en honor a la gran maga e invocando sus
poderes al son de los sistros, Kina vertió en una copa de
alabastro blanco, un oscuro brebaje que elevó delante del
altar.

—- Bendice a los amantes en un pacto de entrega mutua,
para que quede sellado a través del elixir del
sueño eterno.—- aterrorizado, comprendí que aquel
espeso líquido debía tratarse de un veneno que
intentarían obligarme a beber. La temible
imaginación de aquellas mujeres había maquinado un
plan macabro
del que no tendría escapatoria. Tenía que huir en
aquel momento o la eternidad comenzaría prematuramente
para mí. Cerré mis puños por debajo de las
largas mangas de mi túnica y los sentí duros y
firmes, mi mente estaba despierta y alerta para reaccionar con
celeridad. Mis piernas tensas se encontraban prestas a correr
veloces para alejarme de una muerte segura.

Precisamente en aquel momento uno de los esclavos negros
se acercó a Kina.

—- Mi Señora, el sacerdote de Anup se encuentra
listo para llevar a cabo el ritual del Ut (la
momificación).—- dijo el nehesi.

Kina le entregó a Ahset el vaso con el veneno
para que ella me lo hiciese a beber.

—- Tomad este elixir, esposo mío, para que
descanséis en la paz del reino de ultratumba,
esperándome en esta morada hasta que mis días
terminen y me una a vos en el sueño eterno.—-
quería asegurarse que yo no volviese a serle infiel, pero
ella no pensaba morir todavía.

Arrodillada junto a mí, besó mis labios y
tomando mi cabeza, la inclinó hacia delante, acercando el
vaso a mi boca.

Con todas mis energías, me incorporé de
pronto, golpeando con mi mano derecha el vaso con el veneno que
se destrozó contra el piso.

—- ¡Aah!—- gritó Ahset sorprendida ante
mi brusco despertar.

—- ¡Sujétenlo…!.—- ordenó Kina
a los esclavos que se abalanzaron hacia mi.

Al primero de ellos, un negro fuerte pero bastante
más bajo que yo, lo derribé golpeándolo en
pleno rostro con una vara de bronce que encontré sobre la
mesa preparada para mi momificación. Cayó delante
de mí, desvanecido y con la cara cubierta de
sangre.

Tratando de evitar a los dos negros que venían
desde el otro extremo, salté encima de la mesa de piedra
sobre la que todavía se hallaba Ahset, que se
aferró de mi túnica para no dejarme escapar, no
quedándome otra opción que golpearla con el dorso
de la mano abierta sobre su rostro, consiguiendo que me
soltara.

Levantando la túnica para que no me estorbase,
pateé en la cabeza a uno de los negros que intentaron
asirme por los pies para derribarme, para luego lanzarme encima
del otro, al que golpeé en el suelo con el puño y
el codo.

—- ¡Auuh!—- Aullé de dolor al sentir un
duro golpe con un bastón que me había dado Kina en
la espalda, al atacarme por detrás. Le quité el
bastón y la empujé haciéndola trastabillar
hasta caer por la fuerza del impulso contra el altar. Giré
lo más rápido que pude para enfrentar a uno de los
sacerdotes embalsamadores, que me atacó con un cuchillo de
obsidiana, pero no fui lo suficientemente veloz, y logró
abrirme una profunda herida en el brazo izquierdo, que
instantáneamente comenzó a manar profusamente. Me
lancé sobre él con todo el peso de mi cuerpo hacia
atrás hasta hacerlo chocar con su cabeza contra el muro,
cayendo desmayado. El otro sacerdote fue empujado por el
oficiante de Anup para que interceptara mi huida, pero se
apartó de mi camino cuando me vio blandir el cuchillo que
le había quitado a su compañero. Ante la mirada
horrorizada del resto de las mujeres, escapé de la tumba
al ver que los esclavos se recuperaban para perseguirme.
Corriendo a grandes zancadas, subí las escaleras para
abandonar el sepulcro hacia la negrura exterior,
escabulléndome de mis perseguidores hacia la oscuridad
nocturna.

Sorteando los escollos del sendero lo mejor que pude,
sin ver casi nada, tropecé y caí a unos cien codos
de la entrada de la tumba y me oculté tras un grupo de
rocas para
descansar un instante.

—- ¡Debe haber huido por el camino!—-
gritó Kina enfurecida en la entrada de la tumba.—-
¡Traedlo muerto si es preciso, pero no lo dejéis
escapar!

Los guardias de la necrópolis, también
confabulados, salieron con los negros tras mis pasos, munidos de
antorchas encendidas y perros
cazadores.

Corrí un poco más, quizá ciento
cincuenta o doscientos codos a través del camino, buscando
algún recoveco en donde esconderme. La herida sangraba
demasiado y temía que pudiese desmayarme si la hemorragia
continuaba. Empapado en sudor, agitado y nervioso me detuve.
Viendo que mis perseguidores aún estaban muy lejos de mi
ubicación, aproveché un momento de descanso para
rasgar mi túnica y extraer un largo pedazo de tela para
envolverlo alrededor de la herida, asegurándolo
fuertemente con un nudo atado con la mano del brazo sano, tomando
el otro extremo con los dientes, tratando de frenar la
pérdida de sangre.

Escuchando que dos de los guardias de la
necrópolis se aproximaban a mi posición,
intenté continuar mi fuga por el camino, pero al alejarme
hacia la entrada del valle que conducía a la ribera del
río, descubrí para mi desazón que estaba
bloqueada por guardias armados con lanzas y montados en carros,
de modo que mi escape por esa vía resultaba inviable. No
tenía otra opción que ascender por la colina con
suma cautela, pisando firme, y tomándome con las manos de
las rocas para no despeñarme.

Permanecí inmóvil al percatarme de que los
guardias se hallaban al pie de la colina justo abajo de
mí.

—- No debe andar lejos.—- dijo uno de
ellos.

—- Es verdad. No pudo haber pasado sin que lo vieran
los guardias que custodian la entrada del valle.—-
respondió el otro.

—- ¡Vengan hacia aquí con las antorchas!
Seguro que ha trepado la ladera de alguna colina.

Sentí que todo había terminado, ya que no
tenía manera alguna de evitar que me descubriesen, y la
roca era demasiado escarpada para intentar escalar.

El silencio del valle fue interrumpido bruscamente en
aquel instante por el galope de caballos tirando de los carros,
un griterío de hombres y el entrechocar de armas.

—- ¿Que está ocurriendo en la
guardia?—- dijo uno de ellos.

—- No lo sé, pero al parecer, alguien ha
atacado a nuestros hombres.—- respondió el
otro.

Los guardias y los esclavos que se acercaban estaban tan
confundidos como yo, sin saber qué ocurría en el
puesto de guardia en la entrada del valle de las tumbas de la
reinas.

Permanecí inmóvil hasta no comprender
qué estaba ocurriendo. De todas maneras, lo que fuera, me
daba un respiro para intentar al menos subir hasta un
peñasco cercano para esconderme de ellos.

Portando grandes antorchas sobre portentosos carros de
combate, aparecieron mis salvadores como si el propio Amón
los hubiese enviado a rescatarme. Más de veinte soldados
de la guardia de palacio armados con lanzas, arcos y flechas,
surgieron de la oscuridad voceando a mis
perseguidores.

—- ¡Soltad vuestras armas y deponed cualquier
actitud de rebeldía si queréis seguir vivos!—-
gritó el segundo de la guardia de palacio a los
confabulados, que eran apuntados por los arqueros dispuestos a
disparar sobre ellos.

—- ¿¡A dónde llevasteis al
funcionario!?—- dijo, refiriéndose a mí, Merenre,
el secretario del visir que acompañaba al idenu de la
guardia, al que reconocí de inmediato por su grave voz,
que resonó con un eco de trueno en la garganta
rocosa.

—- Ha escapado.—- dijo uno de ellos.

—- Si le habéis matado, el visir
solicitará al Faraón que os condene a muerte a
todos sin contemplaciones.—-

—- No, mi señor. Os juro que nosotros no le
hemos hecho daño, pero uno de los sacerdotes de Anup lo ha
herido.—- se apuró a decir uno de los guardias de la
necrópolis, temiendo las represalias.

—- ¡Aquí estoy!—- grité desde lo
alto, sabiendo que ellos habían venido a
socorrerme.

Sorprendidos por mi exclamación desde lo alto de
las peñas, todos se volvieron hacia mi, en tanto que un
par de guardias de la residencia se apresuraron a ayudarme a
descender la ladera.

—- ¿Estáis bien, Shed?—-
preguntó preocupado, el secretario.

—- Tengo una profunda herida en el brazo, pero por lo
demás estoy bien gracias a vosotros.—-
respondí.

Sus hombres desarmaron a los guardias de la
necrópolis y a los esclavos que me habían
secuestrado.

—- Supongo que la favorita es la responsable de que os
halléis aquí, ¿verdad?—- me
preguntó en voz baja Merenre, adivinando con
pesar.

—- Lamentablemente es así y estuve a punto de
sucumbir.—- respondí, mientras otro guardia me acomodaba
mejor la improvisada venda sobre la herida.

—- ¿Donde se encuentra ella?—-
preguntó el idenu de la guardia.

—- En el sepulcro del extremo del valle.—-
respondí.

—- Debemos detenerla por orden del visir y llevarla
ante su presencia antes que el escándalo pueda llegar a
oídos del Faraón, que se encuentra celebrando la
festividad de Hor en Nekhen.—- dijo Merenre, mientras me
indicaba que subiera a uno de los carros para que fuésemos
juntos hacia el sitio.

—- Ahset ha ido demasiado lejos esta vez.—- dije
entristecido, pensando en que no podría ser protegida
después de semejante locura.

—- ¿Estáis dispuesto a acusarla ante
Tutmés?—- preguntó, preocupado por el sufrimiento
que acarrearía al visir.

—- La favorita ha perdido la cordura. Esta noche tuve
la protección de los dioses de mi lado, de otra manera,
estaría esperando el juicio de los justos en mi mortaja de
sal.—- dije.

—- El Visir intentará hacerla enclaustrar,
convenciendo al Faraón de que debe curar su ka enfermo con
las medicinas de los curanderos reales, para expulsar los
demonios que lleva dentro. Si la acusáis ante el soberano
la condenaríais a morir sin darle alguna oportunidad de
curarse del mal que la aqueja.—- expresó Merenre, a
pedido de Rekhmyre, buscando convencerme.

—- Si el visir me asegura que podrá
controlarla, permaneceré en silencio sobre lo
ocurrido.—- respondí, accediendo al deseo del
visir.

—- Os aseguro que él la mantendrá lejos
de vos para que no pueda volver a perjudicaros.—-
respondió Merenre.

Llegando cerca del sepulcro observamos una nube de
polvo, levantada por la huida de un par de carros que
habían tomado un atajo entre las colinas. Sin embargo,
para nuestra sorpresa vimos a Ahset ingresando a través de
las escaleras hacia las cámaras interiores, en vez de
intentar escapar del valle.

Tuve que colaborar con los hombres de Merenre para
sofocar un intento de alzamiento de los guardias del cementerio
real que trataron de darse a la fuga.

Luego de controlados los confabulados, seguí al
secretario hacia la tumba, en busca de la favorita de
Tutmés.

La antecámara estaba vacía al igual que el
anexo, de modo que el único lugar en que podía
encontrarse era la cámara funeraria.

Al asomarme a la puerta de la misma quedé
sorprendido al observar la escena que se desarrollaba en su
interior, sin poder creer lo que mis ojos veían. El olor
del incienso todavía impregnaba el aire del lugar de
descanso eterno y los elementos de embalsamamiento se hallaban
dispuestos en orden, como si no hubiese existido una disputa en
su interior. Todo había sido acomodado, colocado cada
objeto en su posición correcta, recogido los pedazos del
vaso que yo había arrojado y limpiado el veneno
derramado.

Tres esclavas negras se encontraban a la derecha del
altar, arrodilladas, meciéndose rítmicamente
adelante y atrás, prorrumpiendo en lamentos y lastimeros
gemidos, mientras balbuceaban ininteligibles rezos.

Habiendo rasgado sus vestiduras y llevando ceniza del
altar en sus cabezas en señal de luto, lloraban
desconsoladamente, golpeando sus pechos desnudos con sus
puños.

Ahset estaba tendida sobre el lienzo de lino blanco,
delante del altar de Hathor, como si la placidez del sueño
hubiese vencido su voluntad. Un vaso de alabastro volcado junto a
su brazo extendido mostraba rastros del veneno que había
intentado darme de beber.

Sentí pena por ella. Recordé con tristeza
su desconsuelo al saber que era estéril. Tal vez, un hijo
le hubiese cambiado la vida.

Me acerqué a ella, tomé su mano inerte
entre las mías y rogué por el destino de su ka en
el juicio ante el tribunal divino.

No pensé que pudiese quitarse la vida pero, tal
vez era de esperarse, teniendo en consideración su
carácter imprevisible. Sus pensamientos siempre fueron
inescrutables para mí y tampoco pude adivinar lo que
sentía, aunque resultaba evidente que sus emociones
habían desbordado el lecho de su corazón en
referencia a mi persona.

Me fue inevitable sentir que con su muerte
también se extinguía la misteriosa llama que ella
había encendido en mí. Sin ella, se agotaba la
savia salvaje que como un manantial arrancado a las
entrañas del desierto, había brotado vigoroso,
abriéndose paso por entre la aridez de mi tímido
carácter, para surgir como un precioso don, con la
energía del néctar de la vida, que da sentido a
cada momento vivido intensamente. Su desaparición
hería mortalmente al corcel brioso e indómito que,
nacido desbocado e incontrolable de los más
recónditos e inexplorados rincones de mi alma, ella me
había enseñado a dominar.

Sufrí su pérdida calladamente, pues mi
amor ahora era solo de Tausert, sin embargo, los sentimientos que
guardaba por ella eran de un afecto sincero, a pesar de los
trastornos que su obsesión me ocasionaron.

Una parte de mi ser murió con Ahset y si bien
terminaban los problemas que la relación nos había
provocado a mi esposa y a mí, la tranquilidad que ello
trajo a mi vida solo sería momentánea, como la
calma que precede a la tormenta.

Después de aquel día, hasta el comienzo de
mi relato, no volví a pronunciar su nombre por temor a
mancillarlo con la obscena irrespetuosidad con que se refirieron
a ella los que continuaron vituperando su persona por no haberla
jamás aceptado y menos comprendido. El silencio fue mi
homenaje y mi agradecimiento, y aunque nunca llevé
ofrendas a su
tumba, le hice esculpir una bella estatuilla de mármol de
la diosa Hathor, que el visir me permitió depositar en su
sepultura.

Miré perplejo al secretario Merenre, tan
confundido como yo, sin respuestas para explicar el
dramático rumbo que tomaba el incidente.

La favorita del Faraón se había suicidado
y la princesa Kina, otra de sus mujeres, se hallaba implicada en
el intento de asesinato sobre mi persona. Por otra parte, mi
mente no acertaba descubrir quién era la otra mujer que
había participado en la ceremonia, cuya voz me resultaba
conocida, sin saber de quién se trataba.

En aquel instante me asaltó el temor de que
Tutmés tomase represalias contra mí,
haciéndome responsable de la muerte de Ahset, pero luego
me tranquilicé pensando que el visir Rekhmyre
estaría de mi lado, sabiendo que yo había sido
secuestrado por la concubina y su gente, siendo por tanto
víctima de sus asechanzas.

Yo mismo me ocupé de llevar el cuerpo de Ahset
acompañado por Merenre al templo de Amón-Ra, en
espera de la decisión que el visir tomase.

Para el momento en que abandonábamos la
necrópolis ya amanecía, siendo inevitable que se
divulgase la tragedia por toda la ciudad, a pesar de que
traía en mis brazos su cadáver envuelto con un
sudario. Los efectivos de palacio dejaron a los prisioneros al
cuidado de las tropas medyau urbanas, y formaron un cortejo
fúnebre, acompañando nuestro arribo al gran
santuario del Dios nacional.

Exhausto, me dirigí a la residencia real para
terminar la misiva diplomática de la noche anterior para
que pudiese ser llevada por el mensajero del
Faraón.

El palacio se transformó en un avispero. El
alboroto era general y el de por sí bullicioso ambiente
del harén, se transformó en un caldero hirviente de
versiones y chismes, de acusaciones e invectivas entre sus
miembros, incluidos los eunucos que lo
dirigían.

En medio de semejante tumulto de guardias arrestando
gente por orden del visir, y un enorme escándalo entre los
esclavos y los sirvientes, divisé a mi esposa, tan
afligida como desconcertada, acompañada por su amiga
Binnet, mi madre y mi hermana.

Al verme llegar, corrió hacia mí
visiblemente emocionada. La encontré demacrada, con los
ojos hinchados y aspecto de haber llorado.

—- ¡Mi amor, os creí muerto!—- dijo,
con lágrimas surcando sus mejillas.

—- Calmaos, Tausert. Ya veis amor mío que estoy
bien. No lloréis, mi dulce esposa.—- le dije,
acariciando tiernamente sus cabellos.

—- ¡Estáis herido!—- se
preocupó.—- ¿Qué ha pasado,
Shed?

—- No quiero hablar de ello aquí.—-
expresé, viendo al gentío que nos rodeaba en los
jardines de palacio, ante la mirada atónita de los
funcionarios de la administración que desconocían
el motivo de semejante barahúnda y los rumores de la
muerte de una de las esposas de Tutmés.

—- Shed tiene razón, Tausert. No es buen lugar
para hablar sobre todo si uno tiene algo que ocultar.—- dijo
Binnet, maliciosamente desconfiando de mí.

—- Sois injusta, Binnet. No sabéis nada de lo
que ha ocurrido y ya me hacéis culpable de algo.—- me
defendí.

—- Estoy cansada de ver como hacéis sufrir a
Tausert con vuestro comportamiento, y no digáis que no
tengo motivos para desconfiar de vos.—-
respondió.

—- No tengo porqué daros explicaciones y
tampoco me sobra el tiempo para discutir con vos.—-
contesté malhumorado.—- Madre, estoy bien, y ya
tendremos oportunidad de conversar sobre lo ocurrido. Ahora me
voy a terminar una carta que debo entregar al mensajero real.—-
me despedí, sin darles oportunidad para
preguntar.

—- Antes del ocaso os visitaré en vuestra
casa.—- dijo mi madre.

—- ¡Os estaremos esperando!—- le
respondí, mientras me alejaba de ellas llevando conmigo a
Tausert.

—- Algunas mujeres del harén esparcieron el
rumor de que vos y la favorita trataron de huir juntos y que los
guardias de palacio os habían dado muerte.—- dijo
Tausert, insistiendo en la cuestión.

—- Esposa mía, todavía no estáis
segura de lo mucho que os amo. Eso me duele, pero no me enfado
con vos porque sé que me amáis. Luego os
contaré lo que pasó. Ahora acompañadme y no
hagáis más preguntas, pues estoy demasiado agotado
para hablar.—- dije cansado.

Sin decir palabra me besó en los labios con
dulzura y caminó junto a mí aferrando mi
mano.

Terminé la carta que
entregué al mensajero real y regresamos a nuestro
hogar.

Estaba tan cansado que cuando Tausert me cambiaba los
vendajes que cubrían mi herida, me quedé
profundamente dormido.

Desperté con un fuerte dolor de cabeza y
náuseas, como si hubiese estado borracho. Había
perdido la noción del tiempo sin saber cuantas horas
permanecí en cama, y por un instante, tampoco estaba
seguro del lugar en el que me hallaba. La trémula luz de
una lámpara de aceite penetraba a través de la
puerta de la habitación contigua y de a poco me
percaté que me encontraba en mi propia casa. Hacía
frío. El pálido reflejo de Ioh, la diosa lunar, se
deslizaba con extrema lentitud sobre el suelo del cuarto,
entrando a través de la ventana que daba a nuestro
jardín. Era de noche y el silencio que reinaba en el
caserío me hizo pensar que había dormido todo el
día. Recostado sobre mi lado derecho, como había
despertado, hice el intento de darme vuelta hacia mi izquierda
para abrazar a Tausert, pero me sentía tan aturdido y
mareado por la jaqueca y mi cuerpo dolorido, que desistí
de mi intención y sólo extendí mi brazo
izquierdo por encima de las cobijas que me cubrían, para
saber que ella se encontraba junto a mí.

La toqué levemente, para no despertarla, y
escuché que emitió un sonido suave, por lo que
decidí dejar que siguiese durmiendo, pues el día
tampoco había sido fácil para ella. Cuando
retornaba a mi postura inicial para continuar descansando,
apareció una figura con túnica femenina delante de
la puerta, de la cual veía solo la oscura silueta. Era
demasiado alta para ser mi madre, por lo que imaginé que
se trataría de mi hermana.

Me extrañó que estuviese en mi casa, en
lugar de estar en la suya con su esposo. Sin embargo, no eran
infrecuentes en Eset sus actitudes serviciales, pensando que se
habría quedado con nosotros para colaborar con
Tausert.

—- ¿Eset?—- pregunté en voz suave para
no despertar a Tausert.—- ¿Sois vos?—- tal vez no me
hubiese escuchado— pensé, —- pues no
respondió.

Al avanzar un par de pasos hacia nosotros, el tenue
reflejo de la luna me permitió ver que traía algo
en sus manos. Supuse que descubriéndome despierto, me
acercaba un plato con alimento, sabiendo que yo no había
comido desde el día anterior.

Tausert volvió a hacer ruido y
creyéndola despierta, levanté la voz.

—- ¿Hermana?—- volví a
preguntar.

—- Bebed esto y podréis descansar en paz.—-
dijo.

Estremecido de terror, con mi piel erizada por un
escalofrío que, como una oleada recorrió cada palmo
de mi cuerpo, reconocí la voz de Kina. El corazón
se agitó dentro mi pecho, convulsionado de miedo, y ante
el peligro que se cernía sobre nosotros, empujé a
Tausert para que despertara. Sentí su cuerpo tieso e
inmóvil, y al destaparla, descubrí con horror que
no era Tausert sino el cadáver de Ahset, pálido y
helado, el que yacía junto a mí.

Invadido por el pánico,
pude ver en la penumbra a Tausert, sentada en una silla,
amordazada, atada de pies y manos, custodiada por una esclava que
la amenazaba con una daga. Alarmado, traté de pararme para
arrojarme sobre Kina y someterla, de manera que diera orden a la
esclava de que dejara en libertad a
Tausert. Caí torpemente al suelo con mi pierna sujeta a
una de las patas de la cama a la cual me habían atado. Sin
posibilidad de soltarme, vi a Kina abalanzarse hacia mí,
blandiendo un puñal, enfurecida.

—- ¡¡Muere, cobarde!!—- aulló con
el salvajismo de un endemoniado.

Indefenso, no pude frenar su brazo. Sentí una
punzada lacerante que desgarraba mi pecho, penetrando
profundamente en la carne, y el frío metal recorriendo mis
entrañas, hundiéndose hasta el mango en un chirriar
de huesos aserrados. Un dolor insoportable ahogó mi
respiración y una bocanada de líquido espeso y
caliente fluyó por mi garganta. Ante mi cara veía
el rostro desencajado de Kina que, clavando una y otra vez la
hoja bañada en mi sangre, repetía sin
cesar:

—- ¡¡Muere, cobarde, muere!!—- y todo se
convirtió en oscuridad.

—- ¡Aaaaaaaaaaaaaaaahh!—-

—- ¡Mi amor, despierta! Todo está bien,
solo fue un mal sueño.—- dijo Tausert, mientras
acariciaba mis pómulos sudorosos. Transpiraba
profusamente, sentía mi frente caliente y la jaqueca era
terrible.

Ver su sonrisa frente a mí me devolvió la
calma y el sosiego, luego de una pesadilla tan
espantosa.

—- ¿Qué soñabais, mi amor? Estaba
en la sala con mi madre y os escuchamos gritar
desesperado.

—- Tuve una pesadilla. Prefiero no revivirla
contándola.—- dije sin fuerzas.

—- Tenéis fiebre, hijo
mío.—- dijo Lyna, tocándome la frente.

—- Me siento enfermo y tengo frío.—-
respondí.

—- Os prepararé un jarabe de miel y
dátiles, Shed.—- dijo Tausert.

—- No deseo tomar nada. Siento náuseas. Solo
traedme agua para beber y refrescarme la cabeza con un
paño.—- contesté.

En aquel momento entraban en casa Eset y mi
madre.

—- Pequeña, ¿como se encuentra Shed?
—- dijo Amunet, saludando a Tausert.

—- Un poco enfermo.—- respondió
Tausert.

—- ¿Cómo sentís, hermanito?—-
preguntó Eset, tomando mi mano.

—- Tengo una jaqueca como si me hubiesen abierto la
cabeza de un hachazo.—- respondí.

—- Shed, no imagináis cuánto
lloré pensando que os perdería.—- dijo Tausert,
mientras llenaba de agua mi vaso. Mi madre se encontraba del otro
lado, junto a mi suegra, y mi hermana detrás.

—- ¿Cómo pudisteis pensar que os
abandonaría para irme con Ahset? ¿Por qué
razón me hubiese casado con vos entonces?—-
pregunté, cansado de que dudara de mis
sentimientos.

—- Nunca dudamos de vos, pero es cierto, hijo
mío, se corrió la voz de que habían sido
asesinados tratando de huir. Sufrimos lo indecible hasta que
supimos que estabais vivo.—- dijo mi madre entre sollozos
entrecortados.

—- Estuve en grave peligro, pero me salvé de
morir gracias al secretario del visir.—- dije.

—- ¿Qué tuvo que ver la favorita del
Faraón en todo lo ocurrido?—- preguntó
Eset.

Les relaté todo lo sucedido tratando de
tranquilizarlas, contándoles que Ahset se había
suicidado al sentir que nunca podría conseguir lo que
quería.

—- Tal vez esté mal decirlo, pero me alegro de
que esté muerta. Ya no podrá perturbar nuestras
vidas.—- expresó Tausert.

—- Ahset había enloquecido completamente,
Shed.—- dijo mi madre sin salir del asombro.

—- El asunto se ha convertido en un gran
escándalo.—- dijo Eset.—- Se comenta que se
formará un tribunal para juzgar a los
implicados.

—- Pero, ¿a quién juzgarán si la
culpable está muerta?—- dijo Tausert.

—- Ahset era una víctima de la
manipulación de la princesa Kina. Ella es la que fomentaba
los delirios de Ahset y los explotaba para su propio
provecho.—- aclaré lo perversa que podía ser la
princesa asiática.

—- No puedo creer que imaginéis a Ahset como
una inocente paloma influenciada por la princesa Kina.—- dijo
mi suegra.

—- ¿Por qué la defendéis,
Shed?—- preguntó Tausert, en tono de reproche.—-
Estuvo a punto de mataros.—-

—- No la defiendo, mi amor. No niego la responsabilidad de Ahset en el incidente, pero
vosotras no conocéis lo maligna que puede ser Kina. Debajo
de la piel de cordero se esconde un lobo cien veces más
peligroso que Ahset.—- respondí.

—- Pero… si la princesa Kina parece tan
tímida y callada.—- dijo Lyna
incrédula.

—- No os dejéis engañar por las
apariencias.—- les advertí.

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