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Kemet, el país de la tierra negra (página 4)



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Capítulo 9

"El
proceso contra
Kina"

Tutmés fue informado del deceso de su concubina
mientras se encontraba aún en una de las ciudades del sur,
y a pesar de lo doloroso que debe haber sido para él la
noticia del fallecimiento de Ahset, tomó una actitud digna
de un soberano que se encuentra por encima de las cuestiones
mundanas y de los pesares del corazón,
propio de los simples mortales. Decidió permanecer en
Nekhen hasta concluida la festividad, ordenando que se iniciasen
los ritos de Ut con los restos de su mujer, dejando a
cargo del visir el proceso en virtud del cual se
investigarían los sucesos que desencadenaron la
tragedia.

La indignación invadió a Rekhmyre en
contra de Kina, sabiendo que era ella la promotora de las
actividades que habían desencadenado el fatal desenlace,
pues el visir conocía tanto como yo, que la princesa
asiática alentaba los delirios de Ahset a la vez que la
manipulaba.

Kina fue encarcelada en la mazmorra de palacio por orden
suya, mientras al resto de los implicados se los encerró
en las cárceles de la alcaldía.

Como era de esperarse, el asunto conmocionó la
residencia real, transformándose en el bocado preferido de
las damas del harén, muchas de las cuales vieron renovarse
sus esperanzas de influir en el Faraón, aprovechando el
duro golpe que significaba para el soberano la muerte de
la mujer que
amaba.

Desde que el Faraón arribó a Waset se
conoció la noticia de que no juzgaría él
mismo a los culpables del incidente, delegando la responsabilidad en Rekhmyre, que formaría
el consejo que tendría a su cargo el proceso. Por
algún motivo que no comprendí, Tutmés se
mantuvo al margen del asunto, como restándole importancia,
tal vez deseando aparentar que se trataba de un asunto
doméstico que no acaparaba demasiado su atención. Me comentó el secretario
del visir que Tutmés se reservó para sí el
derecho de dictar la sentencia a los acusados.

El juicio se inició una semana después de
ocurridos los hechos, estando presente el Faraón y el
resto de la familia
real, en tanto se permitió la asistencia de los miembros
del harén y la nobleza de la capital, entre
la que se contaban solo los funcionarios más
encumbrados.

El salón de reuniones de palacio dio cita a los
personajes más importantes de la provincia en la apertura
del proceso en que se buscaría la resolución del
incidente que había concluido con la muerte de
Ahset, y en la que Rekhmyre acusaba a la princesa Kina de intento
de asesinato sobre mi persona, pues en
mi condición de funcionario diplomático, era
representado por el visir, como máxima autoridad de
los poderes del imperio por debajo del Faraón.

Yo me encontraba en el lado opuesto de la sala en que se
había instalado el consejo, esperando para ser llamado a
declarar en condición de testigo y víctima al
propio tiempo.
Tausert, nerviosa, se hallaba a mi lado en todo momento,
acompañándome.

El murmullo del público se trasformó en un
silencio absoluto cuando ingresó la principal acusada, la
princesa Kina, a la que se hizo sentar frente al tribunal, del
otro lado de la sala. Llevaba puesta un bello atuendo blanco
tratando de inspirar inocencia y lucía en su cuello
lujosas alhajas de oro y
pedrería dignas de una reina extranjera.

Su tocado, con una corona de florcitas amarillas
entrelazadas le confería una apariencia de pureza y
candidez que engañaría a cualquiera. Los
comentarios por lo bajo que siguieron a su ingreso fueron
rápidamente acallados por el portavoz del consejo, que
mandó a llamar a Uakhau, a quien hicieron ingresar por una
puerta lateral. Uakhau, primero en ser interrogado, era el
secretario escriba de la necrópolis que declaraba como
acusado de permitir la profanación del lugar sagrado. Se
hizo arrodillar al reo, que contestaría las preguntas con
la cabeza gacha, sin levantar la vista hacia el Faraón,
sentado en su sitial, junto a la princesa Meryetra. A la diestra
del monarca y por debajo del nivel en que se encontraba la pareja
real, se hallaba el estrado, en que se había reunido el
consejo de justicia o
Kenbet.

Uakhau se veía asustado mirando a hurtadillas al
tribunal, sin poder ocultar
su temor y su vergüenza. Sudaba copiosamente, mojando su
faldellín con las gotas que caían desde su
prominente abdomen. Despojado del paño de su cabeza, se
veía aún más indefenso, con sus manos atadas
por detrás de la espalda.

—- Uakhau, hijo de Merty, se os acusa de permitir la
profanación del valle de las tumbas de las reinas con
motivos perversos. Decid lo que tengáis para expresar en
vuestro favor, y hablad con la verdad, pues de no ser así
sufriréis la condena de los inicuos.—- dijo el
visir.

—- Mi señor, os juro que recibí un
papiro en donde se autorizaba la presencia de las damas del
harén para un ritual secreto de consagración del
sepulcro.—-

—- ¿Quién autorizaba la presencia de las
concubinas?—- preguntó el visir.

—- El sello que lacraba el papiro rezaba:
Menkheperreseneb, sumo sacerdote de Amón-Ra.—-
respondió Uakhau.

Una oleada de comentarios y murmullos invadió la
sala al ser inculpado el primer servidor del
Dios. El Faraón y la reina escuchaban con
atención.

Menkheperreseneb, que formaba parte del alto tribunal,
preguntó sorprendido.

—- ¿Dónde se encuentra ese
documento?—- inquirió el sumo sacerdote.

El asistente del tribunal acercó la prueba a
Menkheperreseneb, el cual, luego de revisar el papiro y su lacre,
lo entregó al visir para que lo examinara.

—- El sello y la resina del lacre son idénticos
a los utilizados por el templo, pero la autorización
está escrita sobre un papiro común, en lugar del
que se utiliza para los documentos
oficiales. Esto demuestra que es una simple falsificación.
—- dijo el visir.

—- Cualquiera puede copiar el sello del sumo
sacerdote, pero la resina del lacre es original, lo que significa
que ha sido hurtada de las reservas del templo.—- dijo
Menkheperreseneb.—- El secretario portasellos debe ser citado a
declarar, pues es el responsable de las mismas.—-
exigió.

—- De todas maneras, la falsificación no os
exime de culpas, pues como escriba de la necrópolis, era
vuestro deber reconocer el documento como posiblemente falso e
investigar su legitimidad antes de aceptarlo.—- dijo el
visir.

—- ¿Cómo puede ser que no os haya
extrañado que el ritual se realizara de noche, cuando
vagan los entes del desierto y los demonios de la oscuridad?—-
preguntó el clérigo de Amón-Ra.

—- No era la primera vez que las damas visitaban el
sepulcro de noche y realizaban ritos secretos y misteriosos.—-
respondió angustiado el burócrata, tratando de
excusar su omisión.

Se volvió a levantar un murmullo entre el
público presente, ante una revelación escabrosa que
para mí no resultaba extraña.

—- ¿Queréis decir que en reiteradas
oportunidades las concubinas visitaban la necrópolis con
los mismos fines?—- preguntó el tesorero real, sentado
en el extremo opuesto del estrado.

—- Así es, mi señor. La princesa Kina
conoce los secretos de la magia y su poder es grande. En una
oportunidad, incluso salvó la vida del hijo de uno de los
guardias de la necrópolis, que se encontraba gravemente
enfermo, y que los magos sanadores de Waset no habían
podido curar.—- dijo Uakhau, mientras la concurrencia observaba
a la concubina con admiración y miedo al mismo
tiempo.

—- Esa cuestión la dejaremos para más
adelante, lo que quiero saber ahora es si las concubinas
presentaban autorizaciones cada vez que visitaban el cementerio
real.—- dijo Rekhmyre.

—- Ciertamente, mi señor.—- respondió
Uakhau.

—- Podéis retirar al acusado.—- dijo el visir
al asistente.

—- Haced ingresar a la esclava Tanay.—- mandó
el asistente a los guardias que custodiaban la puerta por el
acceso lateral.

La esmirriada muchacha, apenas núbil, con
apariencia de niña, entró a la sala con el rubor
brotando en sus mofletes trigueños. Tenía aspecto
de proceder de las tribus de chehenu del desierto
occidental.

—- Debéis responder con la verdad conforme a
Ma’at, o seréis condenada a muerte.—- dijo
secamente el visir.

La muchacha asintió con la cabeza,
atemorizada.

—- ¿Quién organizó la ceremonia
llevada a cabo esa noche?—- preguntó el
visir.

—- No lo sé con exactitud, mi señor.
Cuando yo llegué al sepulcro ya estaba todo dispuesto para
comenzar el ritual. Las otras esclavas llegaron antes que yo.—-
respondió con voz temblorosa.

—- ¿Porqué llegasteis
después?—- preguntó el tesorero.

—- Llegué tarde porque era la encargada de
confeccionar el atuendo de boda para el señor funcionario,
al que tuve que modificar a último momento, a causa de
unos cambios que hizo mi señora Ahset.—-
respondió.

—- ¿Cómo empezó la ceremonia?—-
preguntó el sumo sacerdote.

—- Cuando el señor funcionario fue ingresado
inconsciente al interior de la cámara funeraria, los
sacerdotes de Amón comenzaron los cánticos rituales
por orden de la princesa Kina. Mi señora Ahset nos
mandó mudar las ropas del desvanecido por el atuendo
nupcial, el que yo había llevado al sepulcro,

momentos antes.—- aclaró Tanay.

—- ¿Qué hacían la señora
Ahset y la princesa Kina mientras tanto?—-preguntó de
nuevo Menkheperre Seneb.

—- Mi señora terminaba de ser maquillada con
sus cosméticos por una de mis compañeras,
tendiéndose luego junto a su futuro esposo para el inicio
de la ceremonia. La princesa Kina vistió la túnica
sacerdotal y su máscara de Sakhmet esperando el momento de
comenzar el oficio.—- explicó la joven
chehenu.

—- Continúa con el desarrollo de
los ritos.—- expresó el visir.

La muchacha vaciló un instante sin saber
qué responder.

—- Los sacerdotes pronunciaron oraciones mientras se
escuchaban los instrumentos…—-

—- Eso no tiene importancia. ¿Se llevó a
cabo la boda?—- dijo Neferhor, exasperado.

—- Creo que sí, aunque realmente no sé
si se completó.—- dijo insegura la joven.

—- ¿Y luego qué ocurrió?—-
inquirió impaciente el canciller.

—- Mi señora intentó darle al
señor funcionario un brebaje, pero cuando se lo acercaba a
los labios, el hombre
despertó de repente asustándonos a todos, y
mientras peleaba con los sacerdotes fue herido por uno de ellos,
a pesar de lo cual pudo escapar del lugar.—- respondió
nerviosa Tanay, esperando la aprobación del tribunal para
que le permitieran salir de allí.

—- ¿Quién preparó el brebaje?—-
preguntó el visir.

—- No lo sé, mi señor.—-
contestó la joven.

—- ¿Qué contenía el brebaje del
que hablas?—- volvió a preguntar.

—- No lo sé, mi señor.—-
respondió con timidez.

—- ¿Qué hizo la princesa Kina cuando vio
que el funcionario escapaba?—- preguntó el
tesorero.

— Salió deprisa dando órdenes a los
esclavos para que lo encontraran y lo trajeran de vuelta vivo o
muerto.—- dijo Tanay.

Se escuchó un murmullo de desaprobación,
pero Kina ni siquiera se sonrojó.

—- ¿Cómo reaccionó la
señora Ahset con la huida del funcionario?—-
preguntó el visir.

—- Se sintió muy entristecida.—- se
limitó a decir.

—- ¿Cómo fue que murió vuestra
ama?—- dijo impaciente Neferhor.

—- Mis compañeras dijeron que había
bebido veneno.—- respondió.

—- ¿Qué no estabais allí en ese
momento?—- preguntó molesto el canciller, ante la
parquedad de la testigo.

—- No, mi señor. Fui enviada a buscar
algún trapo al anexo de la tumba, para limpiar el
líquido derramado en la cámara del
sepulcro.—-

—- La declaración de la testigo no nos sirve
demasiado para aclarar los hechos.—- concluyó irritado
Neferhor.—- Creo que estamos perdiendo el tiempo.

—- Sólo una pregunta más.—- dijo el
visir.—- ¿Dónde se encontraba la princesa cuando
la señora Ahset agonizaba?—-

—- La princesa escapó del sepulcro
acompañada de la otra dama.—- dijo Tanay, provocando
confusión entre los presentes.

—- ¿Con qué otra dama?—-
preguntó el visir, conmovido por el final de su sobrina y
confundido por la aparición de un nuevo personaje en el
relato.

—- Una mujer de educados modales y lenguaje
aristocrático asistió como sacerdotisa de Hathor
colaborando con la princesa Kina.—- describió
Tanay.

—- ¿Conocéis a aquella mujer?—-
preguntó el canciller.

—- Nunca llegamos a ver su rostro, pues lo mantuvo
oculto por un velo y cuando pronunció los ensalmos
litúrgicos, su voz era deformada por la máscara de
Hathor que llevaba puesta.—- precisó la
joven.

Me ocupé de buscar entre las mujeres presentes
alguna actitud que me ayudara a descubrir la identidad de
aquella dama. Sabía que había escuchado esa manera
sutil de expresarse entre los miembros de la corte.

Por un momento la sala quedó en silencio. Mirando
a los demás miembros del tribunal, el visir esperó
que alguien formulara alguna otra pregunta.

—- ¿Nadie tiene otra cuestión que
indagar?—- dijo Rekhmyre.—- Mi señor, ¿desea
hacer alguna pregunta?—- se dirigió el visir al
soberano.

—- No.—- respondió Tutmés.

—- La esclava puede retirarse.—- autorizó el
Visir.

Luego del testimonio de Tanay fueron llamados a declarar
los otros sirvientes, que no aportaron más datos a la
investigación.

Al día siguiente se escucharon los testimonios de
los esclavos de Kina, los de algunos de los guardias de la
necrópolis y de Merenre, el secretario del visir, que me
había rescatado de una muerte segura la noche del
incidente.

Las distintas versiones no cambiaron ni modificaron
demasiado los hechos, sin aclarar mucho más lo ya expuesto
por los primeros testigos, pero sí incrementaban la
responsabilidad de Kina en el asunto.

Recibí todo el apoyo de mi abnegada esposa y de
mi familia, que
me habían respaldado incondicionalmente, aún en los
instantes más comprometedores del juicio.

Tausert se mostraba con una fortaleza y una nobleza de
espíritu que, reflejado en su infinita bondad,
perdonó mis faltas,
dándome aún más motivos para amarla
intensamente.

Al comienzo del tercer día del proceso fui
llamado a declarar. Muchos deseaban que no sólo fuera
considerado como testigo y víctima, sino que, por el
contrario, esperaban que se me juzgase por adulterio y
como responsable de la muerte de Ahset, no existiendo otra
posibilidad que la pena capital, de ser encontrado culpable.
Mientras se desarrollaba el proceso, yo observaba a Tausert y
adivinaba en su tranquila mirada que su inocente alma no
vislumbraba la trágica posibilidad de que el juicio
concluyera con mi condena. Muchos, entre ellos Neferhor,
detestaba verme ocupando el cargo que quería para su hijo,
y los aristócratas de Waset, que constituían la
flor y nata de la capital, odiaban ver a un vástago del
populacho inculto, encumbrado entre lo más selecto de la
burocracia
metropolitana.

Los antiguos enamorados de Ahset entre los que se
encontraban hombres que se disputaron el amor de la
concubina y las mujeres del harén que tanto tiempo
conspiraron para destruir a la favorita, no se
contentarían con asistir a su servicio
fúnebre, si podían disfrutar de ver colgado al
amante de su enemiga que, tantas veces, había burlado sus
artimañas para desenmascarar la adúltera
relación.

Así era el aire que se
respiraba en aquellos días, siendo la corte, una selva
pletórica de alimañas, que se habían dado
cita para acechar a la presa y aguardar el momento apropiado para
clavar sus afilados colmillos ávidos de sangre e inyectar
sus ponzoñas, haciéndome víctima del
sacrificio en que pudiesen saciar sus envidias, sus
resentimientos, sus egoísmos y sus frustraciones.
Qué lejos estaba mi cándida esposa de siquiera
imaginar esa trágica parodia de justicia que desarrollaba
en torno a mi vida,
y al destino de nuestro matrimonio.

—- No es necesario que os recuerde el castigo que
reciben los que faltan a las reglas de Ma’at, señor
funcionario.—- me advirtió Rekhmyre.

—- Lo tengo presente, mi señor.—-
respondí.

Como no podía ser de otra manera Neferhor
tomó la iniciativa.

—- ¿Cómo empezó vuestra
relación con la señora Ahset?—- inquirió
con malicia el canciller.

—- La conocí cuando siendo aprendiz de
carpintero, se me ordenó acudir a sus aposentos a reparar
una estantería de su mobiliario.—- respondí.—-
Hacía poco tiempo que había reñido con mi
actual esposa, que en aquel momento era mi prometida, y
encontrándome solo, al romper nuestra relación, me
sentí atraído por la singular belleza de la
señora Ahset, siendo seducido por sus
encantos.—-

—- No os importó que la mujer estuviese unida
en matrimonio y en flagrante delito os
convertisteis en su amante. ¿Acaso no sabéis que el
marido de la adúltera podía exigir la pena de muerte
para ambos, de haberos descubierto en falta?—- dijo el sumo
sacerdote con gesto admonitorio.

—- Lo sé mi señor, pero su
increíble hermosura y la avasalladora personalidad
de la dama, liberaron mis sentimientos y encadenaron mi
razón.—- respondí avergonzado.

—- ¿Cuánto tiempo duró dicha
relación?—- preguntó el visir,
anticipándose a Neferhor que seguramente
preguntaría lo mismo pero de manera más insultante
y maliciosa.

—- Abandonamos nuestro romance, después de que
nos enteramos que su majestad la tomaría por esposa.—-
respondí escuetamente.

—- ¡No es cierto, porque hay muchos testigos que
los vieron hablando y discutiendo en la boda de vuestra
hermana!—- replicó Neferhor, alterado.

—- El señor canciller y yo estamos hablando en
este momento, y ello no implica que seamos amantes,
¿verdad?—- dije, dejando en ridículo al mal
intencionado burócrata. La audiencia no pudo disimular las
risas mientras dejaba furioso a Neferhor.

—- Yo también estaba presente esa noche.—-
dijo el visir que me dio pie para que pudiese explicar la
situación.—- Os solicito que aclaréis qué
sucedió.—-

—- La señora Ahset se sentía angustiada
porque al mismo tiempo que era halagada por la dedicación
y las atenciones de su esposo el Faraón, creía que
el amor del
soberano se transformaría en menosprecio cuando se diese
cuenta de que ella era estéril.—-
respondí.

Hasta el propio Tutmés se sorprendió ante
la revelación.

—- Por alguna razón que desconozco, ese hecho
la decidió a intentar retomar nuestro vínculo,
creyendo tal vez que yo abandonaría a mi prometida para
volver con ella. Esa misma noche le expliqué que yo no
quería reiniciar la relación por dos motivos de
incuestionable peso: En primer término porque ella se
había transformado en concubina de mi señor
Tutmés y en segundo término porque yo amaba a
Tausert.—- respondí.

Obviamente mentí en parte de la respuesta, ya que
continuamos siendo amantes después de ser desposada por el
Faraón, pero sí dejé de frecuentar a Ahset
cuando me di cuenta de que amaba a Tausert y que deseaba volver
con ella. Había sacrificado la verdad por salvarme en este
mundo, aunque tal vez por mi cobardía sería
condenado en el juicio de ultratumba. De todas maneras,
¿para qué hubiese servido mi condena, sino solo
para traer más tristeza a mi sufrida esposa?

—- ¿Cómo os llevaron a la
necrópolis esa noche?—- preguntó el
tesorero.

—- Yo me encontraba esa madrugada redactando en
lengua hitita,
una misiva para ser llevada antes del alba por el
mensajero real. Después de trabajar toda la noche con
varios documentos, me sentía cansado y decidí salir
de la sala de escribas para ir a refrescarme en la fuente del
jardín. Mientras me encontraba allí, me
sobresaltó la presencia de Kina que apareció en el
lugar, de manera sorpresiva, distrayéndome un momento
durante el cual, Ahset se introdujo en la sala donde yo
trabajaba, sin que pudiese verla. Cuando regresé a
concluir mi tarea, Ahset llegó por detrás de
mí y me clavó la púa de un anillo que
contenía alguna mágica ponzoña que me
paralizó, dejándome semiinconsciente e
inmóvil, sin posibilidad de reaccionar. Así, fui
secuestrado de la residencia.—- respondí.

—- ¿Cómo puede ser que nadie entre los
guardias de aquel turno, os hubiese visto trabajar en la sala de
escribas?—- preguntó Neferhor, con toda la
intención de poner en tela de juicio mi
aseveración.

—- No había ningún guardia recorriendo
los corredores de palacio aquella noche, y el custodio del visir
que dio la alarma sobre mi secuestro, puede
confirmar mis palabras.—- respondí al
canciller.

—- Los guardias responsables de ese turno
también serán indagados.—- dijo el visir
dirigiéndose al Chambelán que se puso visiblemente
nervioso.

—- Desde luego mi señor. Los culpables
serán castigados.—- contestó el
Chambelán.

—- ¿Cómo fue que pudisteis escapar, si
habíais sido dormido?—- preguntó el jefe de los
graneros.

—- Nunca perdí el
conocimiento. Tal vez, la cantidad de sustancia que me
inyectó la señora Ahset, fuese insuficiente para
mantenerme inmovilizado por más tiempo.—-
respondí, sin encontrar otro motivo.

—- Una de las esclavas de la señora Ahset dijo
que intentó escapar cuando os fueron a dar de beber el
veneno. ¿Por qué esperó hasta ese momento
para escapar? —- cuestionó el canciller.

—- Cuando cruzábamos el río,
sentí que el efecto de la sustancia en mi cuerpo comenzaba
a desvanecerse y empecé a recuperar el tacto en mis
miembros de manera muy lenta pero de forma progresiva. Mientras
desarrollaban la ceremonia de matrimonio, recuperé la
sensibilidad de mi cuerpo, pero temiendo que todavía me
encontrase demasiado débil para escapar del lugar,
decidí esperar hasta sentirme lo más fuerte que
pudiese.

Cuando la señora intentó darme de beber el
brebaje, supe que había llegado el momento de intentarlo o
moriría en el sepulcro.—- concluí.

—- ¿Alguna vez dijo la señora Ahset
cuál era su relación con la princesa Kina?—-
preguntó el visir.

—- La señora la tenía en muy alta estima
y la consideraba una gran hechicera dotada de un inmenso poder y
conocimiento
de la magia, pero, personalmente creo que la princesa Kina la
perjudicó, enfermando su ka, confundiendo sus pensamientos
y llevándola hacia un abismo de emociones y
sentimientos del que no pudo escapar.—- respondí, con
toda sinceridad acerca de la responsabilidad que recaía en
la dama asiática.

Por el rabillo del ojo, vi la silueta de Kina sentada a
un lado del estrado, que me estaría destrozando con su
mirada fulgurante llena de odio. Kina no solo enajenó la
mente de Ahset y la empujó al fatal desenlace, sino que
con sus embrujos y maleficios, había puesto en riesgo mi
vida.

Al principio, mi mente se encontraba confundida por la
aparente contradicción entre la supuesta devoción
de Kina por su amiga Ahset y la contrapuesta actitud de incitarla
a situaciones nefastas que terminaron por lanzarla al suicidio.

Sin embargo, como la densa niebla que impide ver el
derrotero va disipándose lentamente rasgada por el haz de
luz que la
invade, así como el relámpago llena de claridad la
negrura nocturna, la razón iluminó mi
entendimiento. Ahset había sido un útil instrumento
para Kina proporcionándole la autoridad de que
disponía la favorita dentro del harén, en el
ámbito de palacio y quizás mucho más
allá. Pero Kina, se dio cuenta que ese poder sería
efímero, al descubrir que Ahset no podría darle un
heredero a Tutmés, pues su esterilidad la marginaba de la
lucha por la sucesión, de la salvaje contienda por el
trono. Por su parte, a pesar de su dominio de la
magia, Kina también era incapaz de parir un descendiente
para su señor el Faraón, habiendo perdido todos y
cada uno de los embarazos, como si una maldición de
ineluctable cumplimiento matara a sus vástagos dentro de
su propio cuerpo, antes de los primeros tres meses de
gestación.

La princesa asiática comprendió entonces
que, de seguir con la amistad que la
unía a la favorita, se hundiría en el pantano de la
exclusión al perder la posibilidad de participar e influir
en el único tema que realmente importaba en el
harén: la herencia de la
doble corona.

La única manera en que podría volver a
introducirse en el excitante mundo de las conspiraciones y las
intrigas, constituido por el nido de serpientes que era el
harén, era ganarse el favor de una de las señoras
que ya le había dado un heredero varón, aunque no
fuese la preferida del soberano. La princesa Meryetra hermana
menor de Hatshepsut, aunque no era bella, ni siquiera atractiva,
y no contaba con la atención del Faraón,
poseía el tesoro más preciado en el hijo que
había dado a luz poco tiempo atrás, y su sangre
real como descendiente directa del propio Tutmés I, eran
razones de peso para transformarla con los años, en la
mujer más importante del Imperio.

Supuse que sería blanda arcilla en las
hábiles manos de la manipuladora Kina, pero antes de
comenzar un firme acercamiento a su próxima presa, la
hechicera asiática debía deshacerse de Ahset que,
siendo inteligente, no tardaría en percatarse de sus
maniobras y elucubraciones en su contra. Y para conseguir su
cometido, qué mejor opción que trastornar su
espíritu, implicándome en la cuestión de
manera circunstancial.

Era obvio que luego de mi muerte, acusaría a la
favorita por mi asesinato con lo que ello implicaba, para luego
continuar su nueva y provechosa amistad con la princesa Meryetra.
Por ello había hecho participar a Meryetra en la ceremonia
secreta, quién sabe con qué excusa, tal vez con la
promesa de ayudarla con sus poderes para favorecerla ante el
soberano, pero con el oscuro objetivo de
comprometerla en un asunto de suma gravedad, que le
serviría de medio para extorsionarla, de ser necesario, e
influir sobre ella. Tutmés la hubiera castigado de
algún modo si se hubiese enterado de su
participación en el escándalo.

—- ¿Insinuáis que la princesa Kina es la
responsable de la muerte de la señora Ahset?—-
preguntó el tesorero extrañado.

—- No cuento con
pruebas para
acusar a nadie pero, el extraño comportamiento
de la señora en el último año me hace
sospechar que se encontraba bajo el negativo influjo de la
princesa.—- respondí, deseando que se hiciese justicia y
que Kina pagase sus maldades.

—- Si nadie más desea preguntar algo, . . .—-
dijo el visir.—- Puede volver a su lugar, señor
funcionario.—- señaló Rekhmyre.

Se procedió a tomar testimonio a los sacerdotes
embalsamadores de Amón-Ra de los que había escapado
milagrosamente aquella madrugada y al final de la tarde,
declararon los guardias de palacio responsables de la seguridad de la
residencia durante esa noche. Así mismo, declaró el
porta-sellos del templo de Amón-Ra que no tuvo otra
opción que decir la verdad y reconocer que había
sido sobornado por Kina para redactar los permisos
apócrifos con que entraba en la
necrópolis.

Al siguiente día, luego de que se hubieron
expresado todos los testigos y los acusados del caso, solo
restaba que Kina fuese llamada ante el consejo.

—- Princesa, el Kenbet os llama a dar testimonio sobre
los hechos acaecidos la madrugada en que perdió la vida la
difunta señora Ahset. Os advierto que faltar a la verdad
irá en perjuicio vuestro.—- anunció el visir, en
tono solemne.

Kina se postró de rodillas ante los magistrados
en actitud de humildad y luciendo un atuendo simple, se
mostró humilde e inofensiva, aspecto que no se
condecía con la perversidad que ocultaba.

—- Princesa, ¿qué relación os
unía a la señora Ahset?—- preguntó el sumo
sacerdote de Amón.

—- Éramos muy buenas amigas. Yo amaba a Ahset
como se ama a una hermana. La favorita fue la única dama
del harén que se acercó a mí y me
brindó su amistad cuando llegué desde el
país de Retenu para unirme en matrimonio al soberano.—-
pronunció, balbuceando y con lágrimas en los
ojos.

Su hipocresía y descaro rebasaba los límites de
la desvergüenza más abyecta.

—- ¿Desde cuando entablaron amistad con la
señora?—- consultó Neferhor.

—- Poco después de mi llegada a Kemet, hace dos
años.—- respondió.

—- ¿La difunta dama le confiaba sus
sentimientos?—- preguntó el tesorero.

—- Ahset no tenía amigas dentro de la
residencia a causa de la clara inclinación que mi
señor el Faraón tenía por ella, lo que
despertaba la envidia y el resentimiento de la mayoría de
las damas del harén. Mi llegada fue una alegría
para ella pues, me confesó que se sentía muy sola
sin poder conversar con otra mujer de las cuestiones del
corazón.—- dijo, inspirando una falsa sensación
de confiabilidad.

—- Como vos misma habéis podido escuchar,
habéis sido acusada de hechicería, de dominar los
prohibidos secretos de la magia. ¿Qué podéis
decir en vuestro favor para defenderos de tan graves cargos?—-
preguntó Neferhor. Se extendió una oleada de
comentarios entre los presentes para posteriormente dar lugar a
un silencio absoluto esperando la respuesta de la
princesa.

—- En mi tierra, la
magia es un don preciado que no cualquiera posee. Yo he sido
dotada de poderes por los mismos dioses que, desde niña,
han puesto en mis manos los atributos y los misterios que emanan
de su omnipotencia. Ignorar o negar el regalo que la divinidad ha
puesto a mi alcance no constituye una virtud sino una torpeza y
peor aún, pues en Retenu se considera una afrenta a Baal
despreciar ese talento.—- emitió, con firmeza y actitud
segura.

—- No estamos en Retenu princesa Kina, sino en
Kemet.—- replicó el visir, con cierta ofuscación
ante la soberbia que reflejaba la respuesta de la princesa.—-
En "el país de las dos tierras", los únicos
autorizados a ejercer los secretos de la magia son los sacerdotes
consagrados de los diferentes cultos de los dioses de nuestro
país. Solo el Faraón, como sumo sacerdote de todos
los dioses, tiene la potestad de autorizar el ejercicio de la
magia a terceros que no formen parte del fuero clerical.
¿Acaso la señora cuenta con la autorización
del soberano para tal ejercicio?—- aseguró el visir,
aunque en realidad la magia era ejercida por cualquiera, pues no
existía control
posible.

—- Desconocía esa norma. Pero por otra parte
¿cómo es que se permiten las artes de la
adivinación y la hechicería en la ciudad? Ambos
conocimientos son parte de la magia.—- arguyó
Kina.

—- Las artes adivinatorias no son consideradas
prohibidas entre nuestra gente, sin embargo, fuera de los
clérigos que interpretan los oráculos de los
dioses, la mayoría de los adivinos a los que consulta el
populacho, no son sino embusteros y charlatanes. Por otro lado,
la hechicería es una práctica penada por la
justicia de Ma’at.—- afirmó el sumo sacerdote de
Amón-Ra.

—- Esto no es una asamblea informativa, mi
señora. Se trata de esclarecer los graves acontecimientos
en cuyas circunstancias se intentó cometer un asesinato y
en los que se quitó la vida una de las damas del
harén, sin contar el sacrilegio llevado a cabo al profanar
la necrópolis de las reinas para un ritual prohibido por
las reglas de Ma’at. No olvide que se está juzgando
vuestro grado de responsabilidad en los hechos.—-
expresó el visir, un tanto impaciente.—- Varios testigos
declararon que habéis oficiado de principal sacerdotisa en
la ceremonia. Esos testimonios os comprometen seriamente en el
acto sacrílego.—- advirtió el visir.

—- La señora Ahset se encontraba severamente
afectada por una grave enfermedad de origen desconocido, que le
ocasionaba largas noches de insomnio, prolongados períodos
de melancolía, incontenibles episodios de llanto
desconsolado y jaquecas que afectaban aún más su ya
deteriorada salud. Henu, uno de los
sacerdotes sanadores del Faraón, —- dijo Kina,
señalando al curandero allí presente.—- puede
corroborar lo que digo, pues él la visitó algunas
veces cuando caía en aquellos frecuentes momentos de
angustia.—-

Nada confiables me resultaban las aseveraciones de Henu,
pues se rumoreaba que era aprendiz y amante de Kina, mucho
más interesado en los misterios de la magia, que en la
sensualidad de la princesa.

—- Siendo su amiga, me vi compelida a brindarle mi
ayuda en lo que se le ofreciera, preocupada de verla en tan
deplorable estado.—-

—- Y ¿qué provocaba la angustia de
vuestra amiga?—- preguntó Neferhor, tratando de husmear
en un rumbo que lo llevaría hacia mí.

—- Fue el morboso amor por Shed lo que
obsesionándola la destruyó, se apoderó de
ella como un gusano que consumió su carne, como una
incontrolable lepra que invadió y corrompió su
espíritu, encadenándola a un sufrimiento
incomprensible, solo explicable por el poder de un embrujo o la
fuerza de
algún maligno sortilegio.—- afirmó, con una
afectación que cautivó la atención de todos,
estremeciendo a muchos de los asistentes.

—- ¿A quién hace responsable del
maleficio del que habla?—- inquirió el canciller deseoso
de escuchar el nombre del acusado, adivinando la
respuesta.

—- Al diplomático que fue su amante, incluso
cuando Ahset ya era consorte de mi señor
Tutmés.—- afirmó con malicia, apuntándome
con su dedo acusador.

Sentí que mi corazón
estallaría.

—- ¡¡No es cierto!!—- exclamé en
tono airado y al mismo tiempo afligido por la manera en que
tergiversaba la situación.—- ¡Está
falseando los hechos para convertirme de víctima en
victimario!—- dije al consejo.

—- No está autorizado para expresarse,
señor funcionario.—- dijo el sumo sacerdote en tono
admonitorio.

—- Siéntese y cálmese. Se le
concederá la oportunidad de defenderse de las afirmaciones
de la princesa.—- dijo el visir intentando
tranquilizarme.

—- ¿Sobre qué suposición basa
vuestra sospecha?—- preguntó curioso el jefe del doble
granero.

—- ¿Cómo sino, puede explicarse que la
más bella dama de la familia real, favorita del soberano,
poderosa y rica, pudiese ser cautivada por un miserable campesino
apenas ilustrado?—- dijo con desprecio, observándome por
encima del hombro.

Hice un esfuerzo sobrehumano para aplacar mi furia.
Tausert me apretó fuerte la mano, tratando de contener mi
exasperación. Kina estaba hundiéndome.

—- ¿Acaso el funcionario Shed domina
también los secretos de la magia?—- preguntó el
visir, creyendo que me hacía un favor.

—- No, pero consulta hechiceras.—- respondió,
sorprendiendo a todos, incluso a mí mismo.

—- ¿De qué habláis, mi
señora? ¿A qué hechicera os
referís?—- preguntó curioso el visir.

—- La ilustre hechicera Nakha fue visitada por el
funcionario en más de una ocasión, siendo informada
de ello por uno de mis eunucos a quien ordené
seguirlo.—- respondió.

—- ¡Nakha es adivina, no hechicera!—-
exclamó Tausert, encolerizada ante la falsa
acusación.

La tomé de la mano y le di a entender que no
debía reaccionar.

Sentía que el suelo se
deslizaba bajo mis pies, tragándome poco a poco, como
arena movediza. Jamás imaginé que mis acciones eran
espiadas por sus esclavos.

—- Este hecho deberá ser dilucidado citando a
la mencionada mujer.—- dijo el visir, comenzando a desconfiar
de mi inocencia.

Kina era tan hábil para falsear en su favor las
circunstancias, que me sentí perdido en el lodazal de sus
maquinaciones.

—- Más allá de lo que haya hecho el
funcionario Shed, tema sobre el que volveremos después,
estamos juzgando en este instante vuestra participación en
la profanación del lugar sagrado y las actividades
prohibidas que desarrollasteis.—- dijo Rekhmyre.

—- Los propios sacerdotes que se encargarían de
la momificación del funcionario, reconocieron que fueron
llamados a una reunión secreta por la que vos les
habéis ofrecido un importante pago en oro por sus servicios.—-
acusó Menkheperreseneb.

—- Ahset se encontraba totalmente desequilibrada y por
temor a que cometiese una locura, accedí a colaborar con
su plan.—-
respondió, deslindando responsabilidades.

—- ¿A qué plan hacéis
referencia?—- preguntó el canciller.

—- El plan consistía en desposarse y luego
suicidarse con su amante para compartir juntos la eternidad en la
tumba.—- respondiendo con los ojos lacrimosos, fingiendo
emoción.—- Traté de convencerla de que abandonara
la idea de volver con Shed, pero el embrujo al que la sometieron
era muy intenso y no pude salvarla.—- concluyó, llorando
con desconsuelo, provocó la compasión del
público. Ante su notable actuación, los miembros
del consejo sintieron que debían suspender el
interrogatorio.

—- Creemos que ha sido suficiente por el momento.—-
dijo el visir, engañado como el resto de los
asistentes.

Mañana se continuará con el proceso,—-
dijo a la concurrencia.—- y anuncio al señor funcionario
que hasta que no se aclare la situación referida al
posible embrujo de la fallecida señora Ahset,
deberá permanecer encarcelado en la alcaldía por la
acusación de hechicería.

Tausert se echó a llorar sobre mi hombro,
preocupada por mi suerte.

Esa noche me fue imposible dormir, intentando vislumbrar
la manera de demostrar ante el consejo, que el cargo por embrujo
que Kina había levantado en mi contra, eran burdas
patrañas para desviar de sí misma la
atención acerca de las acusaciones que pesaban sobre
ella.

Agotado y hambriento, transcurrí la madrugada
entera caminando el interior del calabozo como si el movimiento me
pudiese ayudar a encontrar la esquiva solución a mi
problema. Tal vez, la vigilia no fuese en vano, tal vez,
todavía tenía posibilidades de sobrevivir a la
astuta celada tendida por la malévola Kina. Sabía
que cifraba mis esperanzas en argumentos que quizás no
convencieran a los miembros del Kenbet, sin embargo, no contaba
con mejores opciones para salvar mi honor y mi vida.

Contaba con que Nakha, la adivina, declarara la verdad,
referida a que no la conocía, antes de la consulta que le
hicimos con Tausert para elegir el día de nuestra
boda.

Recordé de pronto la misiva que todavía
guardaba entre mis papiros y pensé que podría
servirme de mucho. Era el papiro que me había escrito
Ahset luego de mi regreso de la campaña asiática,
con él intentaría demostrar o al menos en parte,
que era ella la que insistía en mantener nuestro
vínculo, pero me faltaba la principal evidencia de mi
inocencia, que era la carta de
contestación que yo le había enviado,
negándome a proseguir nuestro romance. Si ese papiro
aún existía, podía ser de gran ayuda a mi
defensa, empero, también especulaba con que las esclavas
de Ahset se negaran a proporcionármelo.

Tausert llegó temprano esa madrugada para traerme
alimentos y el
consuelo de su compañía.

Por sus ojeras me di cuenta que ella tampoco
había dormido.

—- Shed, mi amor, te ves muy cansado. Aquí
tienes pan, leche y
dátiles.—- dijo, entregándome un saco y
acariciando mi cara a través de la pequeña
ventanilla de la puerta.

—- Gracias, pequeña mía.—- dije
emocionado, por su ilimitado amor. Angustiado sobremanera,
pensando que tal vez se cumplieran las premoniciones de Nakha, se
quebró mi resistencia y no
pude contener mis propias lágrimas.

—- Tausert, os amo. Os agradezco lo mucho que me
habéis apoyado y por el amor más puro que
jamás ninguna mujer me hubiese entregado. Pase lo que pase
y si me condenan a muerte, os amaré aún desde mi
sepulcro.—-

—- No Shed, por favor no digáis eso.—-
respondió llorando.—- No pueden creerle a esa maldita
mujer.

—- Aunque sea injusto, es posible que eso ocurra, pero
necesito vuestra ayuda para acceder a la única alternativa
que tengo de librarme de una segura condena.—- expliqué,
apremiado por el corto tiempo que me quedaba para conversar con
Tausert.

—- Decid qué queréis que haga.—-
respondió, atenta.

—- Buscad entre mis papiros la carta que me
envió Ahset a mi llegada de la campaña en Retenu, y
entregadla al visir.

—- Pero, mi amor, yo no sé leer.—-
respondió entristecida.

—- No os preocupéis. Encontrad a Merenre, el
secretario escriba del visir, y pedidle que busque la carta.
Él no se negará a ayudarme. Luego, localiza a
Makale, la esclava de Ahset y decidle que necesito la
correspondencia que le envié a su ama la última
vez.

Si conseguís esos dos papiros puede que el
tribunal reconsidere mi situación.—-
aseveré.

—- No os preocupéis, mi amor, encontraré
esas cartas. Si fuese
necesario pagaré
y suplicaré a la esclava para que me entregue la
vuestra.—- respondió.

—- ¿Cómo están mis padres?—-
pregunté, extrañado de que no la hubieran
acompañado.

—- Vinieron conmigo, pero se encuentran afuera porque
no permiten el ingreso más que de un familiar como
visita.—- explicó.

—- Decidles que estoy bien, que los amo y que me
perdonen por la vergüenza que les he causado.—- dije
entristecido.

Tausert vaciló en un rapto de indecisión,
cuando iba a decirme algo.

—- ¿Qué ocurre, pequeña?—-
pregunté, al reconocer su inquietud.

—- Shed, querido esposo mío, no quería
daros esta noticia mientras se desarrollaba este proceso tan
desagradable y esperaba un instante de tranquilidad, pero hemos
tenido pocos últimamente, ¿verdad?—- dijo,
enjugándose las lágrimas, tratando de disminuir un
poco el dramatismo de la situación.

No sabía de qué hablaba, pero nunca
pensé que hubiese estado guardando algún
secreto.

—- Quizá no sea el mejor momento de
contároslo pero, tal vez, os sirva dándoos fuerzas
para bregar por nuestro destino.—- nos besamos con dulzura a
través de los barrotes de la ventanilla, pero la
miré sin comprender aún.

—- Estoy encinta, Shed. Vais a ser padre.—- en medio
de tanta tristeza, llegaba la buena nueva más inesperada,
que insufló en mi espíritu todos los deseos de
vivir.

—- La alegría que me dais hoy, solo puedo
compararla con la felicidad de saber que me amáis.—-
volví a besarla una y otra vez.

Entró uno de los guardias de la alcaldía
mientras reíamos emocionados.

—- Señor funcionario, su esposa ya debe
retirarse.—- nos comunicó.

—- Os veré esta tarde cuando se reinicie el
proceso.—- dijo Tausert, mientras se alejaba.

—- Hasta pronto, mi amor.—-
respondí.

No debía morir sin ver a nuestro hijo. Era un
regalo de los dioses que me llenaba de nuevas ilusiones y ganas
de luchar por seguir viviendo.

Devoré mi alimento con fruición para estar
fuerte. Daría lucha a esa bruja hasta conseguir que me
creyeran los miembros del Kenbet. Pero era fundamental que esas
cartas aparecieran.

Temprano en la tarde de ese día, continuó
el juicio, siendo llevada a comparecer la adivina
Nakha.

El aire cálido del desierto había invadido
las calles de Waset durante el mediodía caldeando las
estancias de palacio con hálito ardiente. Dos enormes
negros de Kush, mecían enormes abanicos de plumas de
avestruz para refrescar a la pareja real ya ubicada en su
sitial.

Me encontraba solo en mi lugar, sin la
compañía de Tausert que debía estar buscando
las cartas.

Las chismosas murmuraban por lo bajo al verme solo,
pensando tal vez que mi esposa me habría abandonado luego
de soportar tantas mentiras y engaños. Pronto se
darían cuenta que estábamos más unidos que
nunca.

—- Que ingrese Nakha, la adivina.—- ordenó
Rekhmyre.

La anciana ingresó caminando apoyada en su
bastón pero con dignidad y
prestancia.

—- Os conmino a decir la verdad o seréis penada
por infligir las reglas de Ma’at.—- le advirtió el
visir.

—- Por vuestro nombre sospecho que no sois de Kemet,
¿es así?—- preguntó el sumo
sacerdote.

—- Es cierto, mi señor. No tuve la
bendición de nacer en vuestro amado país.—- dijo
Nakha tratando de congraciarse con el tribunal.

—- ¿De dónde procedéis
entonces?—- inquirió nuevamente
Menkheperreseneb.

—- Nací en la ciudad de Sidón del
país de Khinakhny.—- contestó ella.

—- ¿Y por qué estáis en
Kemet?—- preguntó el sumo sacerdote.

—- Vine a vivir a esta tierra cuando perdí a mi
familia en un ataque de los hurritas a la ciudad de Simurru.—-
respondió la anciana.

—- ¿Cuál es vuestro medio de vida?—-
preguntó el tesorero.

—- Soy adivina y reconozco los hechos del futuro a
través de las placas de jaspe y las vísceras de los
animales
sacrificados.—- respondió tranquila.

—- ¿Practica también la
hechicería?—- preguntó el canciller.

—- Desde que llegué a esta tierra supe que era
prohibido el ejercicio de la magia para los particulares, de modo
que no he vuelto a practicarla desde entonces.—- dijo
segura.

—- ¿Reconocéis a ese hombre sentado
allí?—- preguntó el visir
señalándome.

—- Si, lo conozco. Se llama Shed.—-
respondió.

—- ¿En qué circunstancias lo
habéis conocido?—- preguntó el
canciller.

—- Lo conocí, cuando Shed fue con su prometida
a consultarme acerca de la elección de la fecha para el
día de su boda.—- explicó.

—- ¿Alguna vez le pidió este hombre que
usted le proporcionara algún tipo de poción
mágica para cautivar el corazón de una mujer?—-
inquirió el jefe de los graneros, profundizando el
interrogatorio.—- Recuerde que si se descubre que
mentís, podéis ser condenada.—-
amenazó.

—- No tengo nada que temer, mi señor, porque
respondo con la verdad.—- dijo, confiada en sí
misma.—- Este joven nunca me solicitó pócima de
ninguna especie y de haberlo hecho, jamás le hubiese dado
un preparado con poderes mágicos sabiendo que están
prohibidos.

—- ¿Esa fue la única oportunidad en que
lo visteis?—- preguntó el visir.

Dudó un segundo en contestar.

—- Al día siguiente de la primera entrevista,
volvió a consultarme nuevamente acerca de un aspecto de su
futuro, que lo inquietaba.—- respondió intentando
ocultar el secreto.

—- ¿Qué lo preocupaba?.—-
inquirió el visir.

—- A través de los símbolos, descubrí que
existían fuerzas ocultas que estaban amenazando su futuro
matrimonio pero, no podía ayudarlo porque el poder de los
entes malignos superaba mis posibilidades.—- respondió,
impresionando a la concurrencia.

—- ¿De quién o de qué
provenía la amenaza?—- preguntó
Rekhmyre.

—- Su procedencia era humana. Alguna persona o
personas intentaban perjudicarlo, pero me fue imposible descubrir
a los responsables, pues las fuerzas del mal saben ocultarse
entre las sombras.—- su sinceridad era tan obvia que
parecía convencer a todos.

—- Si nadie desea formular más preguntas me
parece innecesario retener más tiempo a ésta
mujer.—- expresó el visir, demostrando respeto por la
anciana, que se había ganado la confianza de
todos.

Al dirigirse hacia la puerta, Nakha se topó de
frente con los ojos de Kina, que desvió de inmediato la
mirada, evitando la aguda percepción
de la anciana. Nakha se volvió para mirarme antes de salir
de la sala. Ahora ya sabía de donde provenía el
peligro que nos acechaba.

Me preocupaba que Tausert todavía no hubiese
vuelto.

Mientras esperábamos que el tribunal comenzara a
deliberar y decidiera reunirse en privado para discutir las
opiniones de los integrantes, apareció Merenre por la
puerta lateral, solicitando al Faraón, permiso para
ingresar.

El soberano con aspecto de cansado y a punto de
retirarse, autorizó casi de mala gana al secretario de
Rekhmyre. Siéndole concedido, se acercó para hablar
al oído del
visir.

—- Mi señor, me informan que existiría
un nuevo testigo cuya declaración podría colaborar
notablemente con el esclarecimiento del proceso.—-
expresó el visir.

—- Será el último testigo que se
llamará.—- sentenció Tutmés que
visiblemente afectado por el calor,
volvió a sentarse en su trono. La princesa Meryetra hizo
lo propio.

—- Haced ingresar a la esclava Makale.—-
mandó Rekhmyre, sorprendiendo a todos los
presentes.

El corazón se agitó dentro de mi pecho al
escuchar el nombre de la muchacha nehesi, cuando sin imaginar las
posibilidades de que fuese llamada para ser interrogada, me di
cuenta que su declaración, podía llegar a
transformar mi condición de acusado en
condenado.

Makale, una de las tres esclavas de Ahset, era a la que
mejor conocía por ser la más fiel entre las
sirvientes de la favorita, y quien llevaba los mensajes que yo le
enviaba y la que me los traía de su parte. Makale,
debía sufrir demasiado por la muerte de su ama, ya que era
la única quería mucho a la concubina. Pero
más sorprendente me resultaba su llamado al estrado porque
yo suponía que no podía hablar.

Imploré a Thot, dios de la sabiduría, que
Makale fuese iluminada por la inteligencia
de la divinidad, para que no divulgase los secretos que guardaba,
y que, dolida por la muerte de su señora, no me juzgara
responsable de su suicidio. Me preocupaba sobremanera que al
interrogarla saliese a la luz públicamente la
relación que me unió durante tanto tiempo con Ahset
aún después de su enlace con Tutmés. Rogaba
que ocultara la verdad pues, a pesar de que el monarca ya
sabía de nuestro romance, si mi conducta
adúltera en su perjuicio se daba a conocer en el proceso,
el Faraón no dudaría en castigar mi falta ante el
conjunto de la sociedad.

El visir no hurgaría en mi relación con su
sobrina, pero el canciller Neferhor, que también formaba
parte del tribunal, no desaprovecharía tan buena
oportunidad de que se me acusara de adulterio en frente de
todos.

Lo que no advertí en un primer momento era que
Kina estaba tan preocupada como yo.

Antes de la primera pregunta se le mencionaron las
consecuencias de que faltase a la verdad.

—- ¿Desde cuando servisteis a vuestra ama?—-
preguntó el visir.

—- Serví a mi ama desde mi llegada a la capital
cuando fui comprada por el anterior esposo de la señora
Ahset, hace ocho años.—- respondió la joven negra
que no contaba con más de veinte años. Era la
primera vez que la escuchaba hablar.

—- ¿Por qué fingíais ser
muda?—- preguntó curioso el visir.

—- Nunca fingí ser muda mi señor.
Simplemente me juré no volver hablar con vuestra gente,
cuando los soldados de Kemet mataron a mis padres y nos vendieron
a mí y a mis hermanos como esclavos a los mercaderes de la
ciudad de Sunnu.—- explicó con voz clara.—- por eso me
creyeron muda.

—- ¿Vuestra ama sabía que podías
hablar?—- preguntó de nuevo el visir.

—- Sí, pero cuando le expliqué los
motivos, comprendió mi dolor y guardó mi
secreto.—- respondió.

—- ¿Y por qué habéis decidido
romper vuestra promesa?—- inquirió Rekhmyre.

—- Porque yo quería mucho a mi ama y la
señora Ahset era buena conmigo. Como último
servicio a ella, deseo que se castigue al culpable de su
muerte.—- se me hizo un nudo en la garganta al ver que muchos
posaban sus ojos en mí.

—- ¿Con cuántas esclavas contaba la
señora Ahset?—- preguntó el supervisor del
granero del alto valle.

—- Somos tres las esclavas nehesi y una chehenu, que
servimos a mi ama en los últimos años.—-
respondió.

—- ¿Alguna de vosotras era la preferida de la
señora, o todas cumplían las mismas funciones a su
servicio?—- preguntó el canciller.

—- No mi señor. Mi ama asignaba a esta humilde
sierva sus servicios más importantes.—- respondió
con orgullo.

—- ¿Acaso os confiaba también sus
secretos de alcoba?—- el canciller profundizaba con esa
pregunta en terreno peligroso.

No pude ocultar mi nerviosismo, aunque traté de
mostrarme lo más calmado posible.

Makale vaciló un instante.

—- No temáis.—- dijo el Faraón,
haciendo uso de la palabra por vez primera.—- Expresaos con
libertad, yo
os autorizo.—-

El canciller se regodeó malignamente en las
palabras del soberano esperando que la esclava me hundiera en el
fango.

—- Así era. Muchas veces me contaba sus penas y
sus alegrías con relación a lo que sentía en
su corazón.—- respondió la joven.

Me sorprendió de pronto la presencia de Tausert a
mi lado, tomándome la mano con fuerza.

—- ¿Encontrasteis las cartas?—-
pregunté ansioso.

—- Tranquilizaos mi amor, las he encontrado.—-
respondió sonriente.

—- ¿Y dónde están?—-
pregunté buscando en sus manos.

—- No las tengo aquí.—- respondió.—-
Escuchad Shed, escuchad lo que dice Makale.

Confié en su optimismo pero me preocupaba saber
de las cartas.

—- Y dinos, ¿qué os comentaba de su
matrimonio con su fallecido esposo Khepermare?—- escarbó
nuevamente Neferhor.

—- Mi señora no era muy feliz con él. Mi
antiguo amo era muy tacaño, celoso, y nunca podía
satisfacerla en el lecho nupcial.—- dijo Makale.

En la sala los comentarios por lo bajo y el chisme
barato no se hicieron esperar.

—- ¿Y la señora Ahset le era fiel a su
esposo Khepermare?—- siguió Neferhor.

Se me cortó la respiración de solo pensar en la respuesta
que daría.

—- Mi señora se sentía muy sola y a
veces se enamoraba de hombres jóvenes y apuestos que
veía en las estancias de palacio.—-
respondió.

—- ¿Quieres decir que tenía amantes
entre los hombres que frecuentaban la residencia?—- Neferhor
perseguía la respuesta como un león hambriento
persigue a su presa.

—- Sí, tuvo amoríos con otros
hombres.—- dijo con cautela la esclava.

La puñalada artera se aproximaba como un dardo
envenenado en la oscuridad.

—- ¿Era el joven Shed, uno de esos amantes?—-
los latidos de mi corazón palpitaban en mi garganta, con
la fuerza de un torrente pugnando por desbordar su
cause.

—- Sí, él fue su último
amante.—- respondió Makale, sin siquiera dudar en
responder.

Todas las miradas cayeron sobre mí como saetas de
oprobio, hiriendo de vergüenza a mi inocente
esposa.

Tutmés me observaba con impasible indiferencia,
casi con desprecio, sin importarle el desenlace del
interrogatorio.

No me atreví a mirar a Tausert que supuse
estaría llorando apenada.

Se dibujó una sonrisa de satisfacción en
Neferhor que ya había conseguido clavar los dientes en su
víctima.

Rekhmyre me miró resignado, impotente para
detener la cacería que Neferhor había desatado
sobre mí.

Sentí que caía en un abismo, mi esposa,
mis padres, mi hermana, marginados de la sociedad por mi
culpa.

—- ¿Hasta cuando fueron amantes el funcionario
Shed y la señora Ahset?—- preguntó Neferhor,
disfrutando de mi trágico final asestándome el
golpe de gracia.

—- Hasta que mi señora supo que el
Faraón, mi señor Tutmés, la tomaría
por esposa.—- respondió con tanta seguridad como
antes.

La respuesta me sorprendió como a muchos, y ni
qué decir a Kina y a Neferhor que esperaban que la esclava
dijera que habíamos sido amantes hasta poco antes de mi
boda. Intuí que Makale no quiso manchar el nombre de su
ama al decir una verdad que la condenaría a ser aún
más vituperada en su descanso eterno. Aunque
todavía seguía comprometida, mi situación
había mejorado.

Neferhor se esforzó por controlar su disgusto en
contra de la esclava que él suponía que
había mentido.

—- Recuerda que la mentira se paga con la muerte.—-
dijo el canciller que más que una advertencia,
amenazó a la muchacha para que modificara su
respuesta.—- ¿No fueron amantes después de su
enlace con el soberano?

—- No, no lo creo, pues de haberlo sido, mi ama me
hubiese comentado. Ella no tenía secretos para
conmigo.—- respondió la muchacha de forma
tajante.

—- ¿Estáis segura que no mantuvieron
relaciones
sexuales después de la boda de Ahset con el
soberano?—- hurgó maliciosamente Neferhor.

—- Creo que la esclava ha dado su respuesta al
respecto, considerando por mi parte impertinente y ofensivo para
la memoria de
la difunta insistir sobre el tema.—- dijo el visir, frustrando
el embate del canciller.

—- ¿Cómo es que los hechos que
investigamos volvieron a relacionar a la concubina y su
ex-amante?—- arremetió de nuevo Neferhor sin
resignarse.

—- Mi señora había cifrado muchas
ilusiones en su matrimonio con el Faraón, pero con el
tiempo se dio cuenta de que el soberano dejaría de amarla
y la aborrecería cuando se diese cuenta de que ella era
estéril.

Su corazón volvió entonces a recordar a
Shed. Sintió que su amor le pertenecía a él
y que a pesar de que las atenciones de mi señor
Tutmés eran grandes para con ella, sus noches eran largas
y solitarias, y los días interminables sin la
compañía del hombre que amaba.—- respondió
Makale.

—- Y la concubina, ¿volvió a verse con
el funcionario?—- inquirió Neferhor.

—- Durante varios meses luchó por olvidarlo
pero la princesa Kina no hacía más que mencionar al
funcionario, hablándole del romanticismo del
amor arriesgado y de lo triste que sería cuando el
soberano la repudiara por su infertilidad.—- comentó la
muchacha.

—- ¿Queréis decir que la princesa Kina
terminó por estimular el retorno de Ahset a su pasado
vínculo con el diplomático?—- dijo el
visir.

—- Sus pensamientos volaban como palomas buscando el
nido hacia las noticias de su
amado, y enfermó de tristeza cuando supo que Shed
contraería matrimonio. La princesa por su parte no
hacía más que incitarla a reanudar esa
relación, diciéndole que el funcionario la amaba a
ella, pero que para ocultar la verdad, salvando las apariencias,
trataba de callar los rumores sobre su secreto romance
casándose. —- expresó la muchacha.

El público se encontraba absorto escuchando la
historia,
mientras algunas mujeres enjugaban sus lágrimas conmovidas
por su dramatismo.

—- ¿Ella no volvió a buscarlo antes de
que Shed se casara?—- preguntó el tesorero.

—- Mi señora le escribió una carta que
debe encontrarse en poder del señor funcionario, y yo
tengo aquí la respuesta que él le envió. Mi
señora estuvo a punto de destrozarla por el dolor que le
causaba su contenido, pero no pudo hacerlo porque eran las
palabras de su querido, era su voz que le hablaba y ella lo amaba
demasiado para romperla, de modo que la guardó entre sus
objetos más preciados.—- dijo entregándole el
papiro al asistente del tribunal.

—- Léala.—- ordenó Rekhmyre al
asistente.

Mi señora:

Os ruego sepáis disculpar que no
acceda a vuestros deseos, pero creo que no debemos continuar algo
que nunca debería haber comenzado, sabiendo que desde que
se gestó nuestra relación, existían motivos
por demás poderosos para que ambos supiésemos
comprender que tal vínculo no tenía ni presente ni
futuro y con mayor razón ahora que mi señor
Tutmés os ha tomado como esposa.

He perdido ya, la confianza y la estima
que mi señor el Faraón tenía depositada en
mí, y que en el pasado hube ganado arriesgando mi vida
contra aquellos que buscaban su muerte. En otro tiempo me hubiese
sentido feliz y orgulloso de morir defendiendo a mi señor
y, sin embargo, hoy me encuentro avergonzado de mí mismo
por no hallarme a la altura del hombre que su majestad esperaba
que fuera.

Subyugado por vuestros encantos, me
había convertido en la sombra de una sombra, sin carácter ni voluntad, incapaz de mirarme
frente a un espejo, por temor a encontrar la deplorable imagen de un ser
indigno, transformado en juguete de vuestros voluntad, merecedor
del oprobio más absoluto de quienes me aman y
respetan.

Así, profundamente arrepentido de
mi humana debilidad y luchando contra mi propio deseo de volver a
vuestro lado, he tomado la difícil decisión de
alejarme de vos, para encontrarme a mí mismo y recuperar
al hombre que fui.

Por ello, os suplico, os imploro que
perdonéis mi negativa, pensando que es por el bien de
ambos y de aquellos que nos aman.

Suyo servidor, Shed.

—- ¿Qué hizo ella ante tal respuesta de
su amado?—- preguntó el tesorero.

—- Desesperada por perderlo, intentó
convencerlo de escapar juntos, pero él se negó
diciéndole que ya no la amaba, que su corazón
pertenecía a Tausert, su futura esposa.—-
respondió Makale.

Escuché que Tausert lloraba y la tomé de
la mano. Tutmés dejó de mirarme con odio y vi un
brillo de compasión hacia Ahset en los ojos de la princesa
Meryetra.

—- Continúa.—- dijo el visir.

—- Su respuesta la destrozó. Se negaba a
alimentarse y pasaba todo el día, postrada, diciendo que
solo la muerte podría aliviar su dolor.—-

—- ¿Y cómo terminó todo derivando
en el incidente de la necrópolis?—- preguntó el
sumo sacerdote, preocupado por lo que se refería a su
jurisdicción.

—- La princesa Kina la convenció de que Shed
aún podía ser su esposo, aunque ello significara
que debieran envenenarlo, momificarlo y sepultarlo secretamente
en una cámara anexa de la propia tumba.—-
respondió.

Kina abandonó su mirada inocente para clavar sus
ojos, como brasas encendidas, en la joven esclava.

—- Pero, ¿cómo pudo aceptar tan
demencial idea, de matar a su amado y guardarlo en la tumba?—-
preguntó el tesorero.

—- Para aquel momento, mi señora ya
había perdido la cordura y aquel plan de la princesa
asiática le resultó su mejor opción. Luego,
ella se suicidaría días o semanas después
para ser enterrada junto a él.—-

—- ¿Porqué esperaría ella para
unirse a él, cuando podían morir juntos?—-
preguntó una mujer del harén que se encontraba
entre el público, llena de curiosidad.

La esclava hizo una pausa, pues no tenía
obligación de responder a esa pregunta no autorizada, pero
el Faraón le permitió contestarla ante el interés de
la audiencia.

—- Si ella también desaparecía se
pensaría que había sido una huida de ambos o un
pacto suicida de amantes y por lo tanto, si la
investigación que se realizaría los
descubría, no solo no les permitiría compartir la
misma tumba, sino que se les negarían los rituales de
conservación por su pecado. Si ella seguía
viviendo, solo se trataría de la desaparición de un
funcionario quizás atacado por delincuentes, o fugado por
razones desconocidas, sin que nadie sospechara que se encontraba
descansando en una tumba del valle de las reinas.—-
explicó Makale.

—- ¿Cómo pensó la señora
Ahset que podía tomar por esposo a su amante, si él
ya estaba casado con otra mujer?—- preguntó el sumo
sacerdote.

—- A través de su dominio de la magia, la
princesa Kina la convenció de que ganaría la
voluntad de la diosa Hathor y de la diosa Eset,
halagándolas como a poderosas manifestaciones de Sakhmet,
a cuyas teofanías rendiría holocaustos y
sacrificios de becerros, corderos y machos cabríos, en
misteriosas ceremonias llevadas a cabo en las colinas del
desierto occidental, durante tres noches sin luna. De esta manera
las diosas concederían la anulación de las bodas
previas, otorgándole legitimidad al nuevo enlace en el
más allá.—- respondió Makale.

—- ¿El funcionario Shed accedió
voluntariamente a participar en la ceremonia de la
necrópolis, aquella noche?—- preguntó el
canciller sin muchas esperanzas de poder inculparme.

—- Las esclavas permanecimos esperando en la
necrópolis, de modo que no podría responder esa
pregunta, pero si puedo decir que el funcionario llegó
desvanecido, siendo introducido en el sepulcro por los esclavos
de la princesa Kina.—- contestó.

—- ¿Ya estaban los sacerdotes de Amón-Ra
esperando para llevar a cabo los rituales de conservación
en la propia tumba, o llegaron después?—-
preguntó Menkheperreseneb.

—- Se encontraban allí desde que nosotros
llegamos. Tenían todos los instrumentos dispuestos para
iniciar el ritual apenas falleciera el funcionario.—- se me
erizó la piel de solo
recordar lo que me hubiesen hecho.

—- ¿Podríais reconocerlos?—-
preguntó el clérigo nuevamente, con el fin de
castigar a los culpables.

Noté a Tutmés como turbado. ¿Lo
habrían afectado los recuerdos?

—- Sí, mi señor.—-
respondió.

—- ¿Y cómo pensaban darle muerte?—-
preguntó el visir.

—- Estando el funcionario aparentemente desvanecido,
mi señora Ahset intentó darle de beber el elixir
que contenía un potente veneno preparado por Kina, para
terminar con su vida.—- respondió la
muchacha.

—- ¿Y qué ocurrió luego?—-
preguntó el administrador de
los graneros.

—- En aquel momento el funcionario pareció
despertar súbitamente, golpeó el vaso derramando su
contenido y luchando contra los esclavos y los sacerdotes
embalsamadores, escapó de la tumba.—- respondió
la esclava.

—- ¿Qué hizo Ahset cuando escapó
su amado?—- preguntó Meryetra sorprendiendo a toda la
audiencia incluyendo al propio Faraón.

—- Su ánimo se derrumbó y,
sintiéndose desolada, comenzó a lloriquear como una
niña, mientras tratábamos de consolarla.—-
explicó la muchacha.

—- ¿Cómo reaccionó Kina en aquel
momento?—- preguntó el visir.

—- Salió del sepulcro a ordenar a sus esclavos
y a los guardias de la necrópolis que no permitieran que
el funcionario escapara, y que lo trajeran vivo o muerto.—-
continuó Makale.—- Un tiempo después, la princesa
Kina entró al sepulcro y anunció nerviosa que
debían escapar de allí, pues habían llegado
tropas desde la ciudad.

—- Y luego, ¿qué ocurrió?—-
inquirió el Visir nuevamente.

—- Mi señora, completamente desesperanzada se
negó a huir. Decía que todo había terminado
para ella. La princesa le dijo que si bebía el elixir del
sueño eterno terminarían los sufrimientos para ella
y. . . —- decía la joven cuando fue
interrumpida.

—- ¡¡Son puras invenciones de esa
embustera nehesi!!—- reaccionó sumamente alterada Kina.
Embargada por la aflicción, se veía acorralada y
sin escapatoria ante la declaración de Makale.—-
¡Yo no… nunca obligué…!—- Claramente turbada,
Kina titubeó al no acertar a formular una respuesta que
pudiese ser convincente, para un tribunal que ya no creía
en su inocencia.—- ¡Nunca le dije que bebiera el
veneno!—-

Se elevó una nueva oleada de comentarios entre la
concurrencia horrorizada por la actitud de la princesa
asiática.

—- Recordad que no debéis mentir.—-
reiteró el visir a la muchacha.

—- Mi señor, juro por mi ka que estoy diciendo
la verdad. No he roto mi promesa de no hablar con la gente de
Kemet, solo para venir a engañaros. He aceptado dar
testimonio, por el amor que profesé a mi señora,
que fue la única persona por la que sentí verdadero
afecto, desde que perdí a mi familia y fui convertida en
esclava.—-

—- ¡Mentís, hiena nehesi!—- dijo
exaltada Kina en un rapto de furia.

—- ¡¡Silencio!!—- ordenó
Tutmés. Tal vez solo fuese por el calor reinante pero me
dio la impresión que el soberano acudía demasiado a
su copa con agua. Lo
observé algo demacrado como si no se sintiese
bien.

—- Continuad.—- dijo el sumo sacerdote, sin casi
prestar atención al exabrupto de Kina.

—- La princesa la convenció de que bebiendo el
brebaje al menos terminaría con sus angustias y
sufrimientos, y mientras mi señora ingería el
veneno, Kina escapó con la otra mujer. —-
concluyó Makale.

—- ¿Pudisteis reconocer quién era
aquella mujer?—- indagó Neferhor.

—- No mi señor, no lo sé.—-
respondió.

Después de la declaración de Makale me
sentí más aliviado, imaginando que el tribunal al
menos no me consideraría responsable de la muerte de
Ahset. Pero para Kina todavía pesarían más
acusaciones.

La princesa asiática se veía superada por
los cargos, sin embargo, su actitud era altiva y desafiante. No
podía ocultar su enfado y al mismo tiempo evidenciaba su
impotencia para contrarrestar el testimonio de Makale. La joven
esclava, la estaba comprometiendo tan gravemente que
difícilmente pudiese escapar de ser condenada a
muerte.

—- ¿Vuestra señora, obligó o
amenazó de alguna manera a la princesa Kina para que la
ayudara con los ritos ceremoniales, llevados a cabo en su
sepulcro?—- preguntó el visir.

—- No, mi señor, por el contrario mi
señora no estaba dispuesta a sacrificar a su amado, pero
luego, influida por la princesa y a causa de lo desesperada que
se encontraba, finalmente accedió.

Kina alteraba a mi ama, describiéndole como
unirían, Shed y su esposa, sus cuerpos desnudos, haciendo
el amor en el lecho, como abrazaría y besaría
Tausert a su amado y lo estrecharía en las noches
frías, mientras ella se encontraba sola en sus
habitaciones. Provocaba a mi señora haciéndole
perder la cordura, hasta manejar sus sentimientos y
transformarlos en resentimiento, al hacerla creer que el
señor funcionario la había usado y ultrajado, tan
solo para luego abandonarla, burlándose de ella.—-
explicó la joven negra.

—- Y ¿porqué crees que la princesa
actuaba de esa forma si decía ser amiga de la
favorita?—- preguntó confundido el tesorero.

—- Lo ignoro mi señor. Al comienzo de la
relación entre ellas, yo también creí que la
princesa realmente quería a mi ama.—-
respondió.

—- ¿Alguna vez recibió vuestra ama
objeto alguno de su amante, con el cual el funcionario pudiese
haber intentado hechizarla?—- inquirió el sumo
sacerdote.

—- No que yo supiera. Sin embargo, yo fui testigo
cuando la princesa Kina entregó a la favorita un brazalete
talismán, sobre el que había desatado un conjuro
para hechizar al funcionario, y transformarlo en eterno esclavo
del amor de mi ama.—- dijo la muchacha.

Cundió el murmullo en la sala ante las
implicancias del testimonio.

Kina, sentada en su silla y con la mirada perdida, no
intentó desacreditar en modo alguno los últimos
dichos de Makale, como si ya no escuchase sus palabras. Tal vez
se sintiese abrumada al no encontrar la manera de desviar las
acusaciones que, anteriormente, solo habían arrojado
sospechas acerca de sus culpas, pero que ahora se confirmaban con
el inevitable resultado de una segura sentencia.

Sin señales
de arrepentimiento, sin siquiera la más mínima
evidencia de temor ante el inminente desenlace del proceso,
pareció despertar de un mal sueño para adoptar
nuevamente su gesto soberbio, e indiferente a las miradas de
reprobación que se cernían sobre ella. Kina se
mostraba desafiante, como si repudiara a sus acusadores y
despreciara la cercanía de la muerte. ¿Qué
fuerza desconocida movía el espíritu de aquella
inescrutable mujer? ¿De donde provenían sus
mágicos poderes?

Absorto en mis pensamientos no me había percatado
de que Makale ya había abandonado la sala por orden del
visir.

—- Queda una sola cuestión por aclarar.—-
dijo el visir.—- ¿Quién es la misteriosa dama que
os asistió como sacerdotisa aquella noche?—-

Impasible, la princesa ignoró la pregunta con tal
insolencia que encolerizó a Rekhmyre.

—- Os recuerdo que estáis en una
situación demasiado comprometida para todavía
ocultar la identidad de una cómplice, hecho que
podría agravar aún más vuestra condena.—-
le advirtió el visir en tono de amenaza.

Kina, desconociendo la autoridad de Rekhmyre y sin
emitir respuesta, fingió un bostezo, con una osadía
insultante hacia el jefe del tribunal, que se vio
desconcertado.

—- ¿Sabéis que puedo condenaros a
muerte?—- preguntó Tutmés a su
concubina.

Los ojos de Kina, se clavaron en el rostro del soberano
que pareció sorprendido ante la hostilidad de aquella
mirada.

—- Lo sé.—- respondió Kina sin apartar
la vista de su interlocutor.

Había algo en sus ojos, algo tenebroso e
impío, que puso incómodo al Faraón,
juraría que se sintió atemorizado por aquella
mirada. Percibí un misterioso brillo en sus pupilas, un
resplandor inicuo, poderoso y sobrenatural que me
estremeció.

—- ¿Pensáis acaso…?—- el monarca
vaciló perturbado con aparentes dificultades para
expresarse. Confundido por su repentino malestar, se
interrumpió, sin que la concurrencia comprendiera lo que
le ocurría. —- ¿Creéis que vuestra magia
os salvará?—- inquirió Tutmés, haciendo un
esfuerzo por recomponerse.

—- No, mi señor. Se que mis dioses han decidido
desde de mi concepción, en el vientre de mi madre, el
día en que abandonaré el mundo de los vivos. Mis
poderes no alterarán la fecha dispuesta por los seres
superiores….—- mientras Kina hablaba, parecía
agravarse el malestar de Tutmés que se llevaba
disimuladamente la mano a su abdomen, sin casi prestarle
atención.

—-… pero me han confiado ese secreto, negado al
resto de los mortales….—- Kina dejó en suspenso lo que
se esperaba como obvio; que revelara el día de su deceso,
que todos sospechaban muy próximo.

—- Entonces… ¿seréis capaz de adivinar
el día…?.—- el soberano volvió a interrumpirse
ante la preocupación del Chambelán que se
acercó de inmediato.

—- Mi señor, ¿os sentís bien?—-
consultó al Faraón cuyo rostro se veía
pálido.

—- ¿Adivinaréis acaso, el día en
que yo ordene que se ejecute vuestra sentencia?—- dijo
Tutmés con decisión, tratando de sobreponerse a su
evidente estado de enfermedad.

—- No me han dado a conocer la fecha; empero, los
seres que habitan el reino de la oscuridad eterna, me hicieron
saber que seré llamada al más allá, en la
víspera de vuestra muerte.—- la profética
respuesta conmocionó a todos los presentes indignando al
tribunal por el atrevimiento de la extranjera. Cuando miraron al
soberano esperando la reacción lógica
ante tan infame amenaza, observaron con aflicción a
Tutmés desplomarse enfermo e inconsciente en brazos del
Chambelán.

Una gran conmoción cundió en la sala. La
reina angustiada, sostenía la cabeza de Tutmés
caída de lado, como si estuviese muerto. Las mujeres
horrorizadas, oraban a la divinidad por la salud del soberano
mientras, los funcionarios solicitaban sin demora los servicios
del curandero real.

El visir, tratando de imponer el orden en el caos en que
se había transformado el estrado, ordenó que se
llevasen a la acusada y desalojaran la sala, urgidos por
trasladar al Faraón desvanecido hasta sus aposentos para
ser atendido.

Rekhmyre, antes de retirarse del lugar
acompañando a los sirvientes que transportaban al
soberano, autorizó al alcalde a dejarme en libertad, bajo
la prohibición de abandonar la ciudad, quedando bajo la
custodia de los guardias de la alcaldía hasta que el
Faraón diera el veredicto final.

Nos abrazamos alborozados sabiendo con seguridad que no
sería condenado, aunque al mismo tiempo permanecimos
expectantes por la súbita enfermedad de
Tutmés.

—- Amor mío, mi corazón adivinaba que la
justicia triunfaría.—- dijo Tausert llorando de
alegría. Besé sus mejillas, secando sus
lágrimas con mis besos.

—- Otra vez me habéis salvado y me faltan
palabras para expresaros lo mucho que os amo. Ahora
también os debo la posibilidad de ver nacer al
retoño que lleváis en el vientre y de disfrutar el
placer de estrecharlo entre mis brazos.—-

Mi familia y la madre de Tausert se unieron a nosotros
para compartir nuestro júbilo.

Maya, Binnet, Amenemheb y otros amigos, me dieron a
conocer su alegría, al saber que había sido
absuelto de las acusaciones vertidas en mi contra.

Transcurrieron tres días en los que
compartí la calidez del hogar con mi esposa, en la paz y
la tranquilidad de nuestra casa y con nuestros seres queridos,
brindando por la feliz noticia de la preñez de Tausert.
También se nos había informado acerca del estado de
indisposición sufrido por el soberano, que por obra y
gracia de los dioses no era grave ni duradero. El Faraón
repuesto de su dolencia, se haría presente en la sala del
trono para dictar la sentencia del juicio a los
acusados.

La corte en su conjunto se hallaba expectante por la
sentencia que recaería sobre Kina. La mayoría de
los funcionarios estaban seguros que la
condenaría a muerte y otros dudaron pensando en que siendo
una princesa extranjera, no era conveniente desde el punto de
vista político ante la posibilidad de que la
ejecución de Kina pudiese ocasionarle la
sublevación de las ciudades estado de Retenu en que
gobernaban su padre y sus aliados.

Tutmés no era un soberano piadoso y si de
diplomacia se trataba, no hubiese dudado en sentenciarla a pesar
del riesgo de incitar sublevaciones de los asiáticos, ya
que podría aplastarlas fácilmente,
aportándole incluso jugosos dividendos en botines de
guerra y
tributos
suplementarios, como escarmiento por rebelarse a su autoridad
(por mi parte, yo tenía mis serias dudas acerca de que
pudiese alzarse en armas el padre de
Kina, que era un anciano y achacoso rey). Empero, yo
también creía que no la sentenciaría a
muerte, aunque por motivos diferentes.

Tal vez, muchos no advirtieran el temor que la mirada de
Kina había despertado en Tutmés. Sugestionado por
la condición de hechicera de la princesa, el Faraón
no la condenaría a muerte porque creía que
también se estaría condenando a sí
mismo.

La profética respuesta sobre el deceso del
Faraón un día después que ella muriese, y la
sorpresiva morbidez de Tutmés en aquel preciso instante
del juicio, no dejaba lugar a dudas sobre la amenaza que
significaba para el soberano, viniendo de una mujer a la que se
creía dotada de poderes sobrenaturales.

Finalmente, se reunió una vez más el
tribunal en presencia de la pareja real para dar a conocer la
sentencia dictada por el soberano a los responsables de los
hechos que se juzgaban.

Con la sala del trono colmada de nobles y
aristócratas, además de los miembros de la familia
real, cortesanos y curiosos, el secretario del tribunal
recibió de manos del visir, el dictamen del soberano
contra los acusados.

Comenzó por los guardias de la necrópolis
y los de palacio que se hallaban implicados, los cuales fueron
encontrados culpables y en su totalidad, penados a quince
años de tareas en las canteras del desierto occidental en
el país de Uauat. Se habían salvado de morir, pero
sus vidas no se diferenciarían demasiado de las de los
esclavos peor maltratados y con mucha suerte, alguno de ellos
conseguiría sobrevivir ese período.

Los sacerdotes embalsamadores que habían
participado de la ceremonia, fueron expulsados del clero y
condenados a veinticinco años de trabajos forzados en las
minas auríferas de los desiertos de Kush, lo que
equivalía a la sentencia de muerte.

El porta-sellos del templo de Amón-Ra fue
condenado a desempeñar, a perpetuidad, funciones de
escriba en los salares de natrón.

Los esclavos, fueron vendidos a nuevos amos sin ser
penados por sus acciones, y solicité a mi madre que con mi
peculio, comprase como sierva a Makale, para luego dejarla en
libertad de regresar a su tierra.

Por último, leyó el
fallo en contra de Kina.

—- Su majestad, ha declarado a la princesa Kina,
culpable de los cargos de intrusión en el lugar sagrado de
la necrópolis y al ejercicio ilegal de la magia, siendo
condenada a recibir treinta latigazos, efectivizándose la
sentencia ante la presencia de las restantes miembros del
harén para que sirva de advertencia, en cuanto a las
consecuencias de desafiar la autoridad del Faraón.
También pesará sobre la princesa, la
prohibición de abandonar sus aposentos por un
período de dos años.

Sin embargo, se la considera libre de culpa por la
muerte de la señora Ahset, cuyo deceso se atribuye a
suicidio por hallarse poseída por algún
demonio.—- concluyó el secretario del
tribunal.

¿Qué había del intento de asesinato
contra mi persona? Al parecer toda la responsabilidad
recaía sobre Ahset, que ya no estaba para ser condenada
por su falta, de modo que Kina era librada de una responsabilidad
que, de haberse sumado a los otros cargos, la debía
condenar a la pena máxima.

Seguramente, el Faraón deseaba demostrar que
aplicaba un castigo ejemplar (a mi entender por demás
benévolo), que ayudaría a su concubina extranjera,
a recapacitar sobre sus actitudes y
comportamiento, aunque lo que realmente ponía en
evidencia, era su preocupación por la seguridad de la
princesa asiática, temiendo que se cumpliese su
predicción.

Cuán errada era la visión de
Tutmés, que ignoraba completamente el modo de pensar de
una noble como Kina, desconociendo sus sentimientos y lo que
guardaba en su corazón. La sentencia era indigna para una
dama de la realeza de Retenu, resultaba insultante para una mujer
de su estirpe, una humillación que mancillaría su
honor, provocando aún más su rencor, su maldad,
incitando la perversidad de su alma morbosa.

Presentí que incluso la muerte, hubiese resultado
más aceptable a su sentido de la dignidad.

Al parecer, Kina había imaginado que su amenaza
podría arrancar para sí, la indulgencia total del
Faraón, creyendo que sería declarada inocente,
escapando impune de todos los cargos, por temor a sus poderes
sobrenaturales. La lectura del
dictamen, la enfureció. Sus pupilas dejaban traslucir sus
emociones de manera tan clara, que me sentí perturbado al
percibir la ira que reflejaban. No pude evitar cierta
conmoción al ver sus ojos pardos refulgentes de odio
clavados en mí, intuyendo que me culpaba por la
vergüenza y la humillación de ser azotada
públicamente (como si yo hubiese dictado la sentencia),
transformándola en el hazme reír del harén.
A pesar de que debía estar más que satisfecha de
haberse librado de una segura y merecida condena a muerte, la
hostilidad de su mirada me advirtió que debía estar
atento en contra de alguna venganza de su parte.

Por algún motivo que iba más allá
de mis conocimientos, Kina evidenciaba un resentimiento profundo
hacia nuestra tierra y nuestra gente. Quizá se sintiese
presa de las circunstancias, en las que fue entregada por su
propia familia como esposa de un rey que subyugaba a su
país y que personalmente la sometía sexualmente
para luego ignorarla, haciéndola prisionera en un
harén en el que debía compartir su existencia con
decenas de otras mujeres que la menospreciaban solo por ser
originaria de uno de los reinos más
pequeños de Retenu, o tal vez todas mis especulaciones
fuesen equivocadas y jamás podría adivinar la
razón de su malicia.

—- Por último —- declaró el vocero del
tribunal, sacándome de mis pensamientos.—- se ordena la
liberación del funcionario Shed al no encontrársele
responsabilidad en el incidente que nos ocupa, pero en vistas de
su relación adúltera durante el primer matrimonio
de la desaparecida y considerando su comportamiento como indigno
de un funcionario de su rango, se lo degrada en la escala
diplomática a la mera función de
intérprete de los ejércitos de
Kemet.—-

La decisión me perjudicaba en gran manera, ya que
no solo disminuía mis ingresos de forma
notable, sino que limitaba mis ocupaciones a las de un
principiante en la carrera diplomática, cuando en mi
condición de "Guardián de los secretos de las
lenguas extranjeras", lo que en Keftiu denominan embajador, me
encontraba por mérito propio, solo un escalón por
debajo del canciller, desempeñando las funciones
más importantes dentro de las relaciones
internacionales. Perdería las prerrogativas de mi
anterior cargo y tendría que dejar el país para
acompañar a los ejércitos cuando estos abandonasen
Kemet por razones de conquista o simplemente en las excursiones a
las tierras del norte cuando fuesen a recaudar los tributos que
los pueblos vasallos rendían cada año al
Faraón dejando a mi familia y la comodidad del hogar, para
salir de campaña con las tropas. Por otro lado, confiaba
mucho en mi capacidad para el puesto de embajador como para estar
seguro que con
el tiempo, Tutmés no podría prescindir de mis
servicios. Fue un duro golpe a mis aspiraciones como funcionario,
pero me sentía feliz de haber salido casi indemne de la
causa.

La pesadilla había pasado y la calma había
vuelto a nuestras vidas. Me sentí liberado y aunque
pasé algunas malas noches soñando con el recuerdo
de la favorita, poco a poco fui olvidando las dificultades que
durante tanto tiempo me afligieron, permaneciendo en mi memoria, los
buenos momentos compartidos, sin pesar, sin penas ni
remordimientos, pues tenía la conciencia
tranquila de saber que no fui el culpable de que Ahset se quitase
la vida. Luego supe, por el visir, que Ahset le había
confesado a Tutmés que me amaba, y lo había
desafiado a ganar su amor como hombre, y obligado a jurarle que
no usaría su poder para cambiar nuestras vidas. A partir
de aquel momento se abrieron mis ojos a la luz de los hechos que
durante tanto tiempo se mantuvieron en la oscuridad y me llevaron
a entender porque Tutmés no me había condenado a
muerte.

Nunca comprendí el motivo por el cual el
Faraón, ordenó que yo presenciase la
flagelación de la princesa Kina. Si ya me resultaba
desagradable ver como se golpeaba a un animal o a un esclavo,
cuánto más, aborrecía ser espectador del
castigo físico de una mujer, cuyo objeto me resultaba
dudoso, al menos en la intención de doblegar la
rebeldía de la princesa y aplacar su inclinación a
la desobediencia.

Aquella mañana, con el ardiente brillo de Ra
cayendo a plomo sobre el valle y poco antes de hallarse el
sagrado disco en el cenit, las esclavas del harén
descubrieron el torso de Kina hasta la cintura, tras lo cual el
verdugo, ató sus manos a una anilla que pendía de
la columna central del patio. El látigo era de largas
tiras de cuero sin
partes de metal lo que lo hacía menos lacerante, pero no
mucho menos doloroso.

Sentado a la sombra de la galería principal,
Tutmés dio la orden de ejecutar la sentencia.

Su figura enjuta, se estremeció como el pabilo en
la brisa, cada vez que la fusta cortando el aire con su sibilante
chasquido, desgarraba su piel en cada golpe, abriendo
purpúreos surcos bañados por pequeñas gotas
de sudor que, deslizándose lentamente, impregnaban de sal,
las ya de por sí dolorosas laceraciones.

Creí que la princesa no soportaría el
tremendo martirio que representaba para su cuerpo frágil y
delicado, imaginando que el Faraón se apiadaría de
ella parando el brazo del verdugo a mitad del castigo.

Imperturbable, Tutmés vio caer el flagelo una y
otra vez sin que su rostro demostrara siquiera un leve atisbo de
compasión.

Kina, por su parte, en una muestra de
voluntad y entereza más que sorprendentes, ahogó su
dolor sin gritar, emitiendo apenas cortos y casi inaudibles
gemidos, cuando todos esperaban que rogase clemencia antes de que
su carne exangüe ya no resistiera tan fiera
mortificación.

Faltando menos de una decena de azotes y cuando su
pequeña espalda ya era una gigantesca úlcera
sanguinolenta abrazada por el sol, Kina se
desvaneció quedando colgada de sus miembros en la
más penosa imagen que hubiese visto de un
flagelado.

Tan conmovedora y dramática se revelaba aquella
escena, que el resto de las mujeres de la corte, observaron
suplicantes al rey para que suspendiera tan despiadado tormento,
sin resultado alguno.

Inconsciente, Kina fue desatada y transportada hacia su
habitación, no antes de que se cumpliera la
ejecución en su totalidad.

Jamás pensé que algún día,
pudiese arrepentirme de haber sentido compasión por
aquella mujer pero, el tiempo es capaz de modificarlo
todo.

Capítulo 10

"El que
duerma descansará, y el que vele vivirá en el
tormento".

Los meses pasaron desde aquellos días atribulados
y, como si de una noche aciaga o de un mal sueño se
tratara, fuimos olvidando los pesares de ese tiempo, ocupados en
ver crecer el vientre de Tausert cuajado de vida, protector y
alimentador de mi simiente, albergando a nuestro vástago
en ciernes. Portaba en sus entrañas el cálido
cobijo donde dormía el pequeño, soñando la
fantasía de un mundo feliz en la onírica tierra
donde todo es posible, donde la brisa fresca es eterna y el sol
no es ardiente sino tibio y el trigo crece sin ser sembrado y el
pan perfuma con su sabroso aroma sin ser horneado, donde el vino
no embriaga y la vid nace del desierto porque la arena es
fértil como el limo de la crecida, y las dunas son
límpidos manantiales de agua clara en los que abrevan las
criaturas creadas por el demiurgo universal.

Nuestro hijo descansaba en el país de los
niños
en donde todo es alegría, pero, presintiéndolo sin
verlo, deseábamos que despertase a la realidad de los
hombres, con sus miserias y sus maldades, tan solo por el vil
egoísmo de besarlo y acariciarlo. ¿Acaso no estaba
más seguro en la cálida intimidad de su madre, que
bajo la oscura y fría noche del cielo de Nut? Aún
hoy siendo viejo, lloro amargamente desvariando e imaginando
ideas locas, como el poder guardar por siempre a los
retoños en el seno materno, para librarlos del mundo de
iniquidad y perversión que nos ahoga, corrompiendo nuestra
inocencia de infantes, entregando nuestra candidez como se ofrece
el becerro para ser sacrificado ante altar de la mentira y la
hipocresía humanas.

Perdonad querido nieto, si vuestro viejo abuelo cae en
estas digresiones, recordando bellos instantes de felicidad, que
duran lo que la mariposa en la primavera o quizás menos,
lo que dura una flor sin marchitarse bajo los ardientes fulgores
de Ra y que, sin poder evitarlo, se nos escapan como el agua entre
los dedos.

Ese amado hijo que aguardábamos con impaciencia
tu abuela Tausert y yo, no era otro que vuestro padre.

Vuestro padre, de quien vuestra madre ya os habrá
contado muchas cosas cuando hayáis podido leer mi
narración, nació el anteúltimo día
del segundo mes de la estación de Shemu, la cosecha, del
año veintiséis de reinado de Tutmés III.
Luego de un alumbramiento normal bajo la protección de la
diosa hipopótamo Taweret, yo mismo lo llevé a la
orilla del río, lo bañé para protegerlo con
las sagradas aguas del Gran Hep, otorgándole por nombre,
el de su abuelo materno llamado Kai, a pedido de mi esposa. Su
padre, un buen hombre, barquero de oficio, había fallecido
mordido por un cocodrilo, cuando Tausert aún no
había sido destetada por Lyna, mi suegra.

De piel oscura como yo, Kai, tenía finos cabellos
lacios, negros como la noche y brillantes como el reflejo de la
luna en el río. Era hermoso, de gordos mofletes con
grandes y vivaces ojos como los de su madre. Su pequeña
nariz respingona, se transformaría con los años en
la recta nariz de mi padre, sobre labios gruesos y un
mentón recio y varonil.

Inquieto y travieso, el pequeño crecía
sano y fuerte amamantado por la abundante leche que
concedió la diosa vaca a Tausert, cuyos pechos,
habían crecido grandemente colmándose del nutritivo
líquido.

Luego del fallecimiento de mi querida abuela, un
año antes, mi madre sufrió mucho cuando supo que
Eset se iría a vivir con su esposo a Mennufer, en donde le
ofrecieron un importante puesto entre los orfebres del Templo del
Ptah. El nacimiento de Kai llenó de gozo el gran
vacío que dejaban en el corazón de Amunet, la
muerte de su madre y la partida de mi hermana.

Pentu, por otra parte, no hacía más que
hablar a sus compañeros escultores de las travesuras de su
diablillo, como lo llamaba, y se apresuraba a terminar sus tareas
en la necrópolis para esculpir algún
muñequito, un animalito o quizá un pequeño
carro de madera
fabricado a partir de los deshechos de la carpintería, con
el que pudiese sorprender a su nieto que siempre lo
recibía con una sonrisa.

Aunque se encontraba enferma, Lyna paseaba con su nieto,
pavoneándose orgullosa por la barriada, e incluso lo
llevaba en sus visitas a sus ancianas amigas para que lo
conocieran.

Qué felices disfrutábamos de largas horas
viéndolo jugar y ensuciarse hasta el cabello, o embarrarse
la cara saboreando el dulce de dátiles que mi madre le
preparaba y que tanto le gustaba.

Por aquel tiempo, nos preocupamos un tanto cuando
notamos que sus dientes no aparecían. Consultando a un
sacerdote mago, nos dijo que debíamos esperar a que
cumpliese un año aguardando que ocurriera el brote. Como
la aparición de los dientecillos se hacía esperar,
solicitamos al clérigo que hiciera lo necesario para que
aparecieran. La receta consistía en que nosotros mismos
llevásemos a Kai a la ribera del río y en la orilla
ayudarlo a cavar un pequeño hoyo. Debíamos poner un
diente de ajo en su manita y hacer que él lo introdujera
en el hueco, para luego taparlo con tierra. Posteriormente oramos
al dios del trigo, Nepri, para que así como hacía
crecer el grano en la espiga, hiciese crecer junto con el diente
de ajo, sus esquivos dientecillos. No pasaron dos meses para que
comenzásemos a ver germinar los pequeños bordes
sobre las encías de Kai.

Poco después de aquel hecho, recuerdo que Tausert
llevaba al risueño Kai a la residencia real, para hacer
las delicias de sus compañeras de la servidumbre,
acercándome unos momentos a mi niño durante mi
corto descanso de mediodía en la sala de
escribas.

A pesar de haber sido destituido de mi rango de
representante del Faraón en los territorios del norte, mi
labor dentro del ámbito diplomático no se
había modificado, pues continuaba llevando a cabo mis
tareas habituales, (aunque por una remuneración menor) ya
que no existían nuevos funcionarios que pudiesen ocuparse
de la traducción y la redacción de documentos oficiales, misivas
del Faraón a sus aliados, decretos administrativos acerca
de tributos sobre los territorios subyugados y edictos sobre
impuestos al
tránsito de las caravanas comerciales, todos traducidos a
las lenguas nativas de las regiones a las que iban
dirigidas.

Tanto era mi trabajo que a
veces ni siquiera podía almorzar en el hogar, apremiado
por la falta de tiempo, y Tausert me preparaba algún
manjar durante la mañana, para luego llevármelo en
mi corto receso a la hora del cenit.

A causa de las noticias sobre la inminente
coalición del heredero del reino de los hititas con los
reyes de Alalakh y Kizzuwatna, en contra del rey Parsatatar de
Naharín, se había producido una gran
convulsión entre los príncipes del país de
Djahi, que se encontraban en un dilema, al tener que optar entre
apoyar al rey hurrita, (aliado con el que compartían
similares orígenes culturales y religiosos)
arriesgándose a debilitar sus fronteras meridionales
frente a Kemet, o dejar solos a los hurritas, permitiendo la
expansión de los tradicionales enemigos, los monarcas de
Khatti, y el fortalecimiento de las rebeldes tribus de
Assur.

El conflicto
asiático había aumentado, aún más,
mis ya agobiantes obligaciones
durante las últimas semanas, viéndome en la
necesidad de pasar días enteros trabajando con la
abundante correspondencia que había suscitado aquella
situación, volviendo a mi hogar muy tarde en las noches,
para regresar a las mismas antes del amanecer sin poder alegrar
mi corazón con la risa de Kai o las tiernas caricias de
Tausert, a quienes encontraba dormidos cuando llegaba,
dejándolos dormidos cuando partía nuevamente para
seguir con mi trabajo al día siguiente.

Esa madrugada, la besé en los labios mientras
aún dormía en nuestro lecho, y me acerqué a
ver a Kai que descansaba plácidamente en su cuna junto a
ella. Desayuné muy frugalmente acosado por lo exiguo de mi
tiempo, apenas un par de dátiles, un trozo de pan y unas
cuantas cucharadas de cuajada de cabra con miel y salí
como cada mañana hacia la residencia real en la frescura
de la aurora.

El mismo negro firmamento tachonado de estrellas,
anunciaba el alba de una nueva jornada por el purpúreo
resplandor sobre las cimas de las colinas orientales. No
había extrañas señales en los cielos, ni
acres olores en el aire anunciando fatalidad. Los chacales no
merodeaban cerca de nuestro hogar, no rondaban los cuervos en la
brisa matutina, ni los buitres acechaban desde lo alto.
¿Qué tenía de diferente aquel día, a
tantos otros que transcurrieron tranquilamente entre el amor de
nuestra familia y la alegría de vivir en paz? Nada. No
hubo presagios, indicios, ni signos
proféticos, que me ayudaran a advertir o al menos a
sospechar el inenarrable sufrimiento con que, aquel día,
marcaría nuestras vidas.

Llegué a la residencia y tomé rumbo hacia
la sala de escribas para abrir el lugar que todavía se
encontraba cerrado y a oscuras. Los guardias que custodiaban el
lugar me dieron paso saludándome amablemente.
Encendí una lámpara de aceite y
desplegué sobre mi mesa el papiro que contenía el
decreto sobre un impuesto a los
productos que
traficaran los mercaderes amorreos, hacia los territorios de
Naharín-Mitanni. Completada su traducción con las
primeras luces del alba filtrándose verdosa, por entre las
grandes hojas de las palmeras datileras, me dispuse a
transcribirlo en escritura
cuneiforme sobre un papiro oficial que tendría como
destino la ciudad de Keben, desde donde sería distribuido
a través de tablillas de arcilla a todos los puestos
fronterizos controlados por nuestros aliados.

Antes de que concluyera con la trascripción del
documento, escuché un griterío cuyo eco resonaba en
las todavía silenciosas galerías de palacio. Al
principio no le presté atención, ocupado en mis
asuntos hasta que creí escuchar una voz familiar que me
sorprendió, por lo que salí de la sala junto a
otros escribas, a ver que ocurría con aquel
tumulto.

Por entre los guardias que sujetaban a alguien tratando
de entrar por la fuerza al corredor que desembocaba en nuestro
sector, descubrí con perplejidad que la mujer a la que
impedían el paso era Awa, mi fiel esclava nehesi.
Corrí hacia ella para tratar de aclarar lo que
ocurría. Cuando al llegar la vi con los ojos llenos de
lágrimas, mi corazón saltó dentro de mi
pecho, presintiendo que algo malo había
ocurrido.

—- ¡Déjenla tranquila!—-
exclamé.

—- ¡Ésta mendiga ha ingresado burlando la
vigilancia de la entrada!—- respondió uno de los
guardias.

—- No es una mendiga, es mi esclava.—-
respondí mirando el desconsuelo y la tristeza reflejado en
el rostro demacrado de la pobre vieja. No paraba de llorar.
Tomé sus manos para calmarla.

—- ¡Por la gracia de Amón!,
¡¿qué ocurre?!—- pregunté
desesperado.

—- ¡Debéis venir pronto, mi señor,
ha sucedido algo terrible!—- dijo la anciana tirándome
del brazo para que la acompañara.

—- ¡Iré contigo, pero dime qué
pasó!—- inquirí angustiado.—- ¿Acaso al
pequeño Kai…?.—-

—- ¡No, el pequeño está bien, pero
a su esposa…!—- se interrumpió.

—- ¡¿Qué le pasa a Tausert,
Awa?!—- pregunté afligido.

—- ¡La mordió una serpiente, mi
señor!—- dijo ella con pesadumbre.

—- No, no puede ser.—- respondí
incrédulo.

Dejé atrás a Awa y salí corriendo
hacia el exterior y tomé de los custodios uno de los
carros que había cerca del pórtico de entrada. Me
vieron tan alterado que no se atrevieron a frenar mi
avance.

Entre una nube de polvo recorrí las calles de
Waset hacia nuestro hogar sintiendo infinita la distancia. No
podía ser, Awa debía estar equivocada, su mente de
vieja debía estar viendo alucinaciones. Si, eso debe ser,
me dije, tratando de persuadirme de que solo era
imaginación de la esclava.

Salté del carro y observé alarmado que mi
casa se encontraba llena de vecinos y curiosos agolpados en el
jardín delante de la fachada. Atravesé la corta
vereda empujando personas para llegar entre el gentío
hasta la puerta de mi hogar.

Un par de vecinas consolaban al pequeño Kai
sosteniéndolo en brazos en la sala. Me acerqué a
ellos y, mientras besaba a mi hijo, busqué con la vista a
Tausert que no se encontraba allí.

—- ¡¿Dónde está mi
esposa?!—- pregunté agitado.

—- En uno de los cuartos con su madre.—- dijo una de
ellas, visiblemente entristecida tomando a Kai en brazos, cuando
empezaba a lloriquear al ver que me alejaba.

—- ¡Tausert, mi amor!—- caí arrodillado
al verla tendida sin sentido junto a su madre, que la
mecía estrechándola contra su pecho envuelta en una
manta.

—- ¡La mordió una serpiente, Shed!—-
dijo Lyna, destrozada por el dolor.

—- ¿Dónde la mordió?—-
pregunté.

Señaló con el dedo, el brazo tumefacto de
Tausert al destaparla.

Al revisarla pude ver que presentaba las marcas de los
colmillos de una culebra ponzoñosa. Todo se
derrumbó dentro de mí al contemplar la mordedura.
La hinchazón era seria y el estado de
Tausert era propio de una cantidad de veneno más que
considerable. Para mi desconsuelo, descubrí que
había otra mordedura en su pantorrilla cerca del
pié resultado de otro ataque. Había visto
demasiadas de ellas en las expediciones militares, para
engañarme a mí mismo tratando de convencerme de que
podría hacer algo por mi amada esposa. Descorazonado,
caí sentado junto a ella como un chiquillo, llorando de
impotencia al sentir que la vida se escapaba de su cuerpo y que
pronto su ka volaría como un pájaro, sin que yo
pudiese hacer algo para retenerlo.

Rogué a Amón y a los demás dioses,
a todos y a cada uno, a las deidades de Kemet y a las extranjeras
que conocía para que la ayudaran a seguir viviendo, para
que continuara amamantando con leche y amor a nuestro
retoño, para que se sucedieran sus días
regalándome su cálida sonrisa.

Hubiese entregado mi inútil existir a cambio de que
su corazón hubiera seguido latiendo.

Me senté junto a ella. Se encontraba desvanecida,
temblando, bañada en sudor a causa de la fiebre con que el
veneno quemaba su piel.

La besé, la acaricié, enjugué su
frente mojada con un paño húmedo que tenía
Lyna, y le hablé, pero no respondió.

Por un instante, entreabrió sus párpados y
en un esfuerzo supremo, balbuceó unas palabras entre el
temblor extremo de sus labios.

—- Ka… Kai…Kai.—- mi dulzura estaba preocupada
por nuestro hijo a pesar del sufrimiento que le provocaba la
ponzoña.

—- Kai está bien, mi amor. Descansa.—-
respondí sin saber qué decir, abrazándola
más fuerte aún.

—- La serpiente estaba por morder a Kai y ella lo
salvó, pero la alcanzó a ella.—- explicó
Lyna, con la mirada perdida mientras acariciaba a su
hija.

Tausert se estremecía levemente en entrecortados
suspiros como si el dolor o el ardor, no sé precisar, le
impidieran respirar, y luego de lastimosos y prolongados
estertores falleció.

¿Cómo podía estar muerta si apenas
un par de horas atrás la vida bullía en sus labios
cuando la besé dormida? ¿Cómo podría
enfriarse su cuerpo si hace solo unos instantes su sangre
corría presurosa llevando calor por sus venas? No
podía ser que estuviese rígida e inmóvil si
apenas ayer corría y daba brincos haciendo reír a
nuestro hijo. ¡No, su corazón no se había
detenido, era imposible, si recién acababa de sentirlo
palpitar brioso con el ímpetu de tambores resonando
estruendosos con un eco eterno!

Por un instante, tuve la esperanza de que fuese otra de
mis pesadillas, otra macabra jugarreta de mis torturantes noches
y que Tausert me despertara para preguntarme porqué
lloraba dormido. Pero el fatídico sueño
proseguía sin dar señales de ser solo una mala
treta de mi mente enferma.

Sin asumir completamente que lo que ocurría era
real y no parte de mi imaginación atormentada, me
paré a su lado.

—- Lyna . . . , Lyna . . . , Tausert ha muerto . . .
—- mi suegra mecía el cuerpo sin vida de su hija,
arrullándola como si estuviese dormida en tan triste
escena que las abracé para unirme en un llanto
desconsolado.

—- ¡No, no es cierto, déjanos solas!—-
reaccionó, violentamente.—- ¡Vete, déjala
descansar, ya despertará cuando la fatiga abandone su
cuerpo!—- deliraba Lyna.

—- Lyna, por la gracia de Amón, no os
hagáis más daño.
Yo también sufro por su pérdida pero, ya nada
podemos hacer.—- dije, intentando ayudarla a afrontar la cruel
realidad que a mí también me destrozaba el
corazón.

—- ¡¿Vos?, ¿qué
sabéis vos de sufrimiento?! ¡Mi pobre hija no ha
vivido más que amarguras y tristezas desde que os
conoció, y la he escuchado llorar en la oscuridad de la
noche por vuestros engaños y mentiras! ¡Alejaos de
nosotras!—- sus palabras me apabullaron.

Con mi alma hecha jirones, abandoné la
habitación, lastimado por la dura verdad de sus
palabras.

—- ¿Dónde se encuentra la serpiente?—-
pregunté a las mujeres que se encontraban en la sala con
Kai.

—- No lo sabemos, pero Lyna nos dijo que se hallaba en
vuestro cuarto cuando mordió a Tausert.—-
respondió una de ellas.

Recordé que mi jepesh estaba allí mismo, y
el ver cerrado el aposento me hizo suponer que la sierpe
aún se encontraba en el lugar. Lyna debe haberla encerrado
por temor a que saliera hacia la sala, pensé.

Abrí lentamente y con suavidad, desplazando la
puerta un palmo de anchura, para observar el interior.
Asomé la cabeza por el marco, y al ver que la serpiente no
estaba cerca, entré y cerré la puerta a mis
espaldas.

Allí se encontraba, enroscada en un rincón
con la cabeza baja y en una quietud total, entre la cuna de Kai y
la pared. Era una mamba negra. No alcanzaba a comprender
cómo había llegado hasta esta región tan al
norte del país cuando era sabido que esa especie
pertenecía a los territorios al sur de Uauat y Kush. Fui
al extremo opuesto de la habitación sin apartar mi vista
de ella y saqué mi espada curva, la que guardaba al lado
del arcón. La así con las dos manos firmemente y me
acerqué con sigilo al reptil. Era grande para su tipo. Su
longitud sería de al menos cinco codos y las escamas que
cubrían su cuerpo brillaban como el nácar
pulido.

Al acercarme esgrimió su lengua bífida en
el aire escrutando el ambiente, como
si hubiese percibido mi presencia. Irguió su cuello en
actitud de alerta y comenzó a deslizarse lentamente sobre
sí misma, en giros envolventes. Me miró con sus
ojos escalofriantes, exentos de piedad y fríos como
cuentas de
cristal, atrayéndome hacia ellos con su mortal atractivo.
Me sentí hipnotizado por aquella mirada que hechizaba mis
sentidos aletargando mi mente con su fatal promesa. Tal vez, la
diosa Wadjet me llamaba para llevarme con mi amada. Quizá
no fuese tan doloroso y tuviese como consuelo el poder unirme a
Tausert en el mundo de ultratumba.

De repente la mamba alargó su cuello y se
lanzó hacia mí en un violento ataque que no
llegó a destino por milagro. Salté hacia
atrás sorprendido trastabillando hasta casi
caer.

¿Qué me ocurre? ¡¿Por la
sabiduría de Tot que me está pasando?!
¡Estuve a punto de dejarme matar! ¿Quién
criará a Kai si yo muero? Mis padres son ancianos y tal
vez no les queden muchos años de vida. ¿Qué
será de mi hijo sin mí?

Despabilado luego del susto que me dio,
reaccioné. Tomé una de mis túnicas y la
lancé contra la serpiente que cayó bajo el peso de
la tela, tras lo cual salté hacia adelante y
apliqué tres golpes con el filo del sable, el
último de los cuales le destrozó la
cabeza.

Arrojé los pedazos de la culebra hacia la calle
para que los perros dieran
cuenta de ella y todavía temblando al haber sentido tan de
cerca la muerte, fui a estrechar entre mis brazos a Kai, que
aún berreaba porque no lo llevaban con su
madre.

Lloré, lloré y seguí llorando sin
saber hasta cuando, sin tiempo ni medida, porque mi mundo se
había terminado. Lloré sin consuelo, con la
amargura del que pierde la visión, porque mi luz se
había apagado.

Cubrí con cenizas mi cabeza en señal de
luto y junto a mi familia llevamos en cortejo fúnebre, los
restos de mi amada esposa por las calles de Waset, hacia el
templo, donde su cuerpo sería preparado para el descanso
eterno.

Me fueron concedidos tres días de duelo que los
empleé para ordenar la preparación del sepulcro de
mi esposa en la tumba familiar que habíamos adquirido con
mi padre en la necrópolis popular de la ciudad, en el
sector reservado a los funcionarios, por estar esa área
más protegida de los saqueadores.

Al cuarto día después del fallecimiento de
Tausert, y en espera de que se cumpliese el período que
exigían los rituales de ut, regresé a trabajar con
los documentos que con urgencia me había encomendado el
propio visir, ante la impaciencia del Faraón que al
parecer planeaba una campaña en pocos meses, en vista de
los acontecimientos que se sucedían entre Naharín y
Khatti.

Al acercarme a mi lugar de trabajo, descubrí
entre los documentos que buscaba, un papiro enrollado y atado con
un cordón hecho con fibras de junco, lo que me daba la
pauta de que no se trataba de ningún papiro oficial. Me
extrañó encontrar aquel rollo allí, ya que
antes de ingresar a la sala pregunté, como de costumbre,
si había recibido correspondencia personal, siendo
informado que nada había llegado para mí. Lo
abrí, curioso por conocer su contenido, sabiendo que si se
encontraba entre mis elementos de escritura, debía estar
dirigido a mí.

Al abrirlo, contemplé horrorizado el espeluznante
símbolo de enterramiento recorrido por una culebra
idéntica a una mamba que lo abrazaba con su cuerpo
enroscado en él. Había más que una cruel
burla en aquel obsceno mensaje. La vileza que reflejaba el
dibujo,
también reconocía la responsabilidad de su autor,
que se daba a conocer como artífice del crimen. Nunca dije
a nadie el tipo de serpiente que había mordido a
Tausert.

Sentí la ira apoderarse de mí como el
fuego consume un campo de rastrojos secos. Una amarga impotencia
destrozaba mi corazón que ansiaba la venganza contra el
infame que había segado la vida de mi amada esposa, una
criatura tan inocente como Tausert, incapaz de dañar a
nadie, llena de compasión y dispuesta siempre a perdonar.
Su asesino había matado mis ganas de vivir, sepultado la
alegría de nuestra familia y robado la felicidad de mi
pequeño hijo.

—- ¡¿Quién dejó esto entre
mis cosas?!—- grité desencajado.—-
¡¿Quién fue?!—-

En mi desesperación amenacé y
maltraté a muchos de los escribas que trabajaban en la
sala, desconcertados ante mi demencial comportamiento.

—- ¡¿Ha sido Neferhor verdad?! ¡No
encubran a ese cobarde hijo de ramera!—-

Todos y cada uno, negaron saber la procedencia del
papiro. Ni siquiera conocían el contenido del mismo por lo
que no comprendían mi reacción, hasta que
alarmados, llamaron a los guardias de palacio para poner fin a mi
descontrol, cuando corrí como un loco por los pasillos de
la residencia buscando al canciller.

Entre cuatro de los custodios, consiguieron paralizar
mis miembros que lanzaban golpes de ira e impotencia en todas
direcciones, derribando a cuantos se me acercaban.

Cuando me llevaban inmovilizado ante el visir,
descubrí a Kina mirándome desde la ventana de su
habitación riendo maliciosamente, con su escuálido
rostro deformado en una mueca de satisfacción.

Los tristes recuerdos surgieron en mi memoria dormida
como genios maléficos liberados por el propio dios Sutej
para torturarme. La profecía de Nakha la adivina, se
había cumplido como una ineluctable sentencia.

Las palabras de Nakha retumbaron dentro de mi cabeza con
la fuerza destructiva de una tormenta:

_ "Aquel que os brindó su copa
llevará la desgracia a vuestro hogar".

_ "La mano del extraño será
el instrumento de castigo".

_ "El que duerma, descansará, y el que vele,
vivirá en tormento".

La copa de la que fui convidado era la de Ahset, ya que
por motivo de mi relación con ella, la desgracia
invadió nuestras vidas.

Mi amada esposa reposaría en su descanso eterno y
yo velaría por Kai en memoria de nuestro amor, atormentado
por mis culpas.

La respuesta a la sentencia que restaba desató mi
furia, encendida por el dolor y los remordimientos, comprendiendo
que Kina había intentado asesinar a nuestro hijo para
vengarse de mí y que Tausert, tal vez presintiendo el
peligro, lo había evitado a costa de su propia vida.
Sabía que mis conclusiones eran correctas porque
había algo más que me daba la certeza de que no
estaba equivocado. El día de la muerte de Tausert se
cumplía exactamente un año de la ejecución
de la sentencia contra Kina.

A golpes y tirones me libré de mis captores y
escapando hacia los corredores avancé buscando las
estancias del Harén. Corrí escaleras arriba con la
mente obnubilada y la sangre quemándome las
entrañas. Mataría con mis propias manos a ese
monstruo humano con forma de mujer así fuera lo
último que hiciese en mi vida.

Con un gran número de custodios
persiguiéndome llegué hasta el ingreso al
harén y mientras ponía fuera de combate a uno de
los guardianes que cuidaban los aposentos, sentí un duro
golpe en la cabeza que me hizo perder el conocimiento.

Desperté en el despacho de Rekhmyre tendido en el
suelo cuando me arrojaron agua en la cara.

—- ¿Queréis decirme que os ocurre, Shed?
Os comportáis como un endemoniado insultando a voces a
Neferhor, amenazando y maltratando a otros funcionarios, y
golpeando a los guardias. Exijo una explicación de vuestra
parte.—- me intimó el visir.

Me dolía terriblemente la cabeza y me
sentía mareado, pero no había perdido la
noción de lo que había hecho.

—- Mi señor, Kina ha asesinado a mi esposa.—-
respondí, mientras me tocaba el chichón en mi
nuca.

—- ¿Qué locura estáis diciendo,
Shed? Kina hace más de un año que no sale de su
habitación por la prohibición impuesta por el
soberano.—- replicó.

—- Tal vez no lo haya hecho con sus propias manos,
pero mandó a poner la serpiente que mató a
Tausert.—- insistí.

—- ¿Qué pruebas tenéis de
ello?—- inquirió Rekhmyre.

—- Ninguna prueba fehaciente, pero sé que ella
lo hizo para vengarse de mí.—- respondí
convencido.

—- Y ¿por qué insultabais a
Neferhor?—- preguntó inquisitivo.

—- Porque encontré sobre mi mesa un papiro
conteniendo un dibujo que hacía alusión a la muerte
de mi esposa y, como sé que me odia, pensé que
él sería el responsable pero, al ver a Kina
riéndose de mi sufrimiento, supe que era ella.—-
expliqué.

—- Creo que estáis muy afectado por la
pérdida de vuestra esposa y lo comprendo, pero no
debéis dejaros arrastrar por vuestra imaginación,
buscando obsesivamente un responsable de su muerte. No es
frecuente pero, una serpiente del desierto puede deslizarse hacia
un caserío y matar a alguien de manera accidental.—-
respondió.

—- La serpiente era una mamba, que no es común
en esta zona del país y no creo que de forma azarosa mi
esposa muriese exactamente un año después de que se
cumpliera la sentencia de Kina.—- objeté,
acongojado.

—- De todas maneras no podéis acusarla sin
evidencias
concretas. ¿Qué pensabais hacer cuando los guardias
os golpearon?—- preguntó curioso.

Parecía que mis piernas no podían
sostenerme y me derrumbé de rodillas. Avergonzado y
consternado, oculté el rostro a la mirada de Rekhmyre e
intenté contener mi llanto sin conseguirlo, frente a la
realidad que no lograba superar.

—- Sentí el impulso de matarla en mi
desesperación por vengar la muerte de Tausert.—-
enjugué mis lágrimas, y lo miré como si
él pudiese encontrar remedio a mi dolor.—- Sé que
fue Kina.

—- Aunque fuese verdad que Kina hubiese mandado a
poner la serpiente en vuestro hogar, cuestión que en mi
opinión está más que en duda, el asesinar a
Kina no solo no os devolverá la vida de vuestra esposa,
sino que dejará huérfano a vuestro pequeño
hijo, porque sabéis que vuestro castigo no podría
ser otro que la pena de muerte. ¿Creéis que a
Tausert la haría feliz saber que ella murió en vano
tratando de proteger a vuestro retoño para que,
finalmente, terminase quedando a cargo de sus ancianos abuelos al
morir vos también?—- las palabras del visir gozaban de
la fuerza de la cordura.

A pesar de que mi alma se quemaba por dentro sabiendo
que la asesina de mi esposa saldría impune de su crimen,
debía reconocer que no tenía más
opción que seguir su consejo.

—- Cuidaos de vuestros enemigos y cuidad a vuestro
hijo que es lo más valioso que tenéis en la vida.
Advertid sobre Kina a vuestros padres para que no corran peligro
y honrad la memoria de Tausert por el resto de vuestros
días.—- puso su mano en mi hombro tratando de expresarme
que comprendía mi pesar.—- Llorad su ausencia hasta que
vuestro pecho se desahogue, entregaos al sufrimiento hasta que no
os queden lágrimas y agotad vuestro dolor hasta que las
fuerzas abandonen el corazón sediento de justicia. Dejad
que os sorprenda el sueño, fustigad vuestro cuerpo para
que no la extrañe por las noches y ocupad vuestra mente
para que no la evoque todo el tiempo. Pero, no cometáis el
error de querer lavar su sangre, derramando inútilmente la
vuestra.—- concluyó.

Capítulo 11

"Una muchacha llamada Menwi."

Abandoné el despacho del visir sin conocer el
consuelo, sin haber podido colmar el vacío que se
agigantaba en mi alma, sin descubrir la cura que mitigara mi
desazón.

Quería huir pero, no se puede huir de uno mismo.
Corrí hacia el desierto como un endemoniado, perseguido
por los fantasmas de
mi propia conciencia, buscando escapar de mi pesar, tratando de
evadirme de mis culpas por saber que si no me hubiese mezclado
con Ahset, Tausert aún estaría viva.

Cobardemente deseaba tomar el puñal que colgaba
de mi cintura y abrir mis venas para dar final a aquella tortura
pero, aparecía en mi mente mi pequeño Kai con sus
manitas aferrando mis orejas, jugando animado con los
muñecos que le fabricaba mi padre y sonriendo con su
babeante boquita apenas poblada por algunos dientes.

Vagabundeé por las dunas durante largas horas,
sin rumbo, sin noción del tiempo, hasta caer rendido en la
arena cuando el crepúsculo alargaba las sombras de la
tarde.

Desperté en la oscuridad de la noche, con la piel
erizada por el frío viento del desierto soplando entre las
colinas recortadas bajo la luz de la luna. No sabía donde
me encontraba y, comencé a caminar hacia donde
creía que se encontraba el río.

A poco de andar entre los médanos y los
pastizales, descubrí un sendero que me llevaba hacia un
barján más elevado, desde el que divisé unas
luces a la distancia.

Al llegar vi que se trataba de una aldea, una de las
tantas que poblaban la ribera al norte de Waset, entre
ésta, y el próximo centro urbano de
importancia.

La mayoría de las cabañas se encontraban a
oscuras con sus moradores durmiendo.

Atraído por un bullicio cercano, atravesé
las callejuelas hasta dar con una taberna en la que se escuchaban
risotadas e insultos, canto y sonidos musicales arrancados sin
mucho arte a
maltratados instrumentos.

Desaliñado y sucio, con mi faldellín
cubierto de arena, entré al tugurio enfilando hacia el
dueño, que se encontraba roncando, apoyado sobre la mesa
en que dispensaban las bebidas.

El lugar estaba lleno de marinos que habían
tomado la bodega de la taberna por su cuenta, entonando
desafinados cantos tradicionales, acompañados de mujeres
de dudosa condición y músicos más dormidos
que despiertos.

Ignorando sus miradas, me acerqué al cantinero
despertándolo de un golpe en el brazo que soportaba su
cabeza.

—- Dadme una jarra de vino.—- le dije
arrojándole uno de mis brazaletes de bronce.

Molesto por haberlo despertado, el cantinero estuvo a
punto de proferir alguna obscenidad mas, cuando se percató
del valor de mi
pago, buscó sin pérdida de tiempo mi
pedido.

Una de las mujeres, abandonó el grupo
interesada en la posibilidad de ganarse otra ajorca a cambio de
favores sexuales. El marino con el que estaba, se levantó
tambaleándose tras ella para asirla por el
brazo.

—- ¡¿A dónde vais?!.—- le
recriminó, balbuciente.

—- Dejadme borracho maloliente, ¿acaso sois mi
dueño?—- se burló la mujer empujándolo. El
sujeto cayó hacia atrás tumbando un taburete y
quedando desparramado en el piso.

—- ¿Quién os creéis que sois para
despreciar a mi amigo, sucia mujerzuela?—- dijo otro de ellos,
aproximándose amenazador hacia la muchacha.

Sin prestarle atención, la joven se acercó
intentando captar mi interés.

—- Qué fuertes espaldas tienes.—- dijo,
apoyando sus manos en mis brazos.

—- Vete. No quiero nada contigo.—- le
contesté, apurando otro vaso de vino.

Quería beber y emborracharme, sin importarme nada
más.

El hombretón alto y gordo arrancó a la
mujer de mi lado y le dio una sonora bofetada con el revés
de su enorme mano, derribándola e hiriendo su labio
inferior del que surgió un hilo de sangre. Las risotadas
del resto no se hicieron esperar al ver caer de bruces a la
prostituta.

—- ¡Hijo de la hiena más ramera!—- le
gritó ella, lanzándole una andanada de
puñetazos que rebotaban contra sus obesos flancos,
provocando aún más hilaridad en los
espectadores.

Ignorando los golpes de la mujer que no hacían
mella en su humanidad, la asió de los cabellos
desgreñados y la atrajo hacia sí.

—- ¿Quieres oro perra?—- le espetó en
la cara.—- Yo te lo daré.

El tercer vaso de vino había transformado mi
tristeza en mal humor, y aquella estúpida riña de
borrachos terminó con la poca paciencia que me
quedaba.

Vi venir la enorme mole de carne hacia mí,
dispuesta a despojarme de las ajorcas que me quedaban. Sin
pensarlo dos veces tomé la jarra con vino que estaba sobre
la mesa y la estrellé contra la frente del gigante que se
desplomó cuan largo y pesado era.

La taberna se transformó en una batalla campal
cuando los marinos enfurecidos, atropellaron a los flautistas
para caer sobre mí.

Afectados por mi dosis de bebida, mis reflejos se
encontraban lentos y mi capacidad de reacción era inferior
al de una tortuga coja, sin embargo, mis rivales, para mi
fortuna, estaban en peores condiciones que yo.

Dando y recibiendo toda clase de
golpes destrozamos el lugar en un escándalo tal que debe
haber despertado a toda la aldea. Las meretrices y los
músicos se unieron al tumulto descontentos por no recibir
su paga.

Exhaustos luego de una contienda a puño limpio
caímos tendidos durmiendo la mona en el piso de la taberna
destruida, hasta el día siguiente.

Desperté en una mísera pocilga sobre una
vieja estera de junco, al lado de un perro flaco que me miraba
sin saber si era un nuevo habitante de la cabaña o su
próxima comida.

No recordaba cómo había llegado
allí.

Una penetrante mezcla de repugnantes olores impregnaba
el ambiente. El intenso calor desprendía los miasmas
emanados de alguna materia en
descomposición que invadían el aire del
lugar.

Al mirar hacia arriba, me cegó el sol de
mediodía que se filtraba verticalmente a través de
un agujero entre el techo y el muro.

Me dolía todo el cuerpo y la cabeza me pesaba
cual si fuera un bloque de granito.

A duras penas me levanté vacilante y luego de
hacer dos pasos tuve que sentarme porque todo me daba
vueltas.

Vomité sobre la pared de adobe hasta sentir que
mis entrañas querían escapar por mis fauces. Era la
primera vez que bebía demasiado.

—- ¿Cómo os sentís, hombre de
anchas espaldas?—- dijo la muchacha de la noche anterior,
apareciendo al abrir una destartalada puerta de
cañas.

—- Bastante mal…—- respondí interrumpiendo
la respuesta para lanzar otra bocanada de hedionda
bilis.

—- Cuando dejéis de vomitar, venid conmigo. Os
prepararé una infusión de hierbas para que os
recuperéis.—-

La muchacha vivía en aquel cuchitril con un
niño de unos diez años que me observaba con
recelo.

—- ¿Cómo os llamáis?—-
pregunté, recibiendo el jarro que me
ofrecía.

—- Mi nombre es Menwi.—- respondió mientras
apagaba la pequeña hoguera.—- ¿Y vos?

—- Me llamo Shed.—- respondí.

Su piel era trigueña y suave, sus
enmarañados cabellos, negros y ondulados. A pesar de su
aspecto desaliñado, su cuerpo era bien formado y sus
facciones no carecían de belleza.

—- ¿Duele mucho la herida en la boca?—-
tenía los labios un poco hinchados y un moretón en
la mejilla, del golpe que le había propinado el
gigante.

—- Bah, no es gran cosa. He sufrido peores heridas
peleando con las otras mujeres.—- respondió, sin darle
importancia.

—- ¿Él es vuestro hijo?—-
pregunté, en tanto que bebía la
infusión.

—- Así es, se llama Hui.—-
respondió.

—- ¿Con quién lo dejáis cuando
vais a la taberna?—- pregunté.

—- Mi madre lo cuidaba hasta hace un año
atrás pero luego de su muerte lo dejo durmiendo solo. Ya
es grande y sabe cuidarse bien.—- respondió, sin
evidenciar preocupación por él.

—- ¿A dónde lleváis a los
clientes?
Quiero decir…—- no sabía cómo preguntarlo sin
que resultara ofensivo.—-

—- Copulan ahí.—- dijo el niño,
señalando el camastro revuelto junto a la
ventana.

—- Responde solo cuando os pregunten.—- lo
reprendió, jalándolo de la oreja.

El niño abandonó enojado la cabaña,
corriendo hacia la ribera.

—- No trabajo solo con hombres, también soy
partera y me desempeño bien, pero gano mejor como
prostituta y el trabajo es
más fácil.—- respondió, con cierta
vergüenza.

Su té calmó mis náuseas y me
sentí agradecido hacia ella. Presentí que no era
una mala persona pues podría haberme robado las ajorcas
mientras dormía y, sin embargo, no lo hizo y me
albergó en su hogar.

La ayudé en sus quehaceres y conversamos de
muchas cosas.

Cuando la penumbra comenzaba a ganar el interior de la
cabaña encendí la hoguera alimentada con
estiércol de cerdo.

—- ¿Quién sois?—- dijo con mirada
inquisitiva.

—- Un hombre como cualquier otro, Menwi.—-
respondí, sin ánimos de ahondar en
detalles.

—- No fui bien educada ni vengo de una familia de
sacerdotisas, pero no soy tonta, Shed. Vestís un
faldellín de lino de la mejor clase, calzáis
sandalias de cuero de vaca, portáis brazaletes de oro y de
bronce, y luces una lujosa sortija en vuestro cuello. —- dijo,
observando el anillo de bodas de Tausert que yo guardaba como
recuerdo.—- ¿Habéis cometido algún crimen?
Si huís de la policía medyau no desconfiéis
de mí; no entregaría ni a mi peor enemigo a esos
malditos.—- dijo, adelantándose a mi
respuesta.

—- Nadie me persigue si eso os preocupa, no soy un
criminal, pero no quiero hablar de mis asuntos.—-
respondí, tratando de evitar cualquier recuerdo.—-
¿Cuántos niños trajisteis al mundo?—-
pregunté, sin real interés, tan solo por cambiar de
tema.

—- Seis o siete, no recuerdo bien, pero uno de ellos
nació muerto.—- respondió, sin
tristeza.

—- ¿Quién os enseñó las
habilidades de las comadronas?—- inquirí.

—- Mi madre. Ella era una gran partera. Intervino en
casi todos los nacimientos de los brutos que pueblan esta
miserable aldea.—-

—- ¿Por qué no os marcháis de
aquí si tanto despreciáis este lugar y a su gente?
Podrías ejercer como partera en alguna ciudad más
importante y dejar de prostituiros.—- opiné, creyendo
ayudarla.

—- ¿Y de qué viviría hasta que me
hiciese de fama? Debería trabajar de ramera de todas
formas y en las grandes ciudades hay meretrices más
hermosas y de esbeltas figuras. Los pescadores de la aldea y los
marinos ebrios no son demasiado exigentes y tampoco son
tacaños.—- respondió satisfecha.

—- ¿Y el padre del niño?—-
pregunté, imaginando que podía ser un cliente de
paso.

—- Ese inmundo borracho murió hace mucho
tiempo, bendito sea el pendenciero que lo mandó al otro
mundo.—- respondió aliviada.

—- ¿Era vuestro marido?—-
pregunté.

—- Ni amenazada de muerte me hubiese casado con esa
bestia. Me violó antes de mis trece años.—-
respondió, mientras revolvía el guisado de lentejas
y pescado en una abollada marmita de cobre.

—- ¿Tenéis hijos?—- preguntó de
forma casual.

—- Os dije que no quiero hablar de mi vida.—-
respondí, molesto ante su insistencia por saber de
mí.

—- Está bien. Os prometo que no volveré
a preguntar.—- se disculpó.

—- Iré a buscar agua para la cena.—- dije,
concluyendo la charla.

Luego de la comida me quedé durmiendo en el
cuarto contiguo, haciendo compañía al niño
mientras ella salía hacia la taberna.

A media noche me desperté pensando en Tausert, en
Kai y en mi familia que estaría preocupada al no tener
noticias de mí. Otra vez los sentimientos de culpa, los
recuerdos penosos, mi conciencia atormentada. Me levanté y
salí al frío de la noche para volver a la taberna a
emborracharme, a pelear, a apostar por oro, trigo o pescado o lo
que fuera que estuviese en juego, para
finalmente terminar al alba donde fuese y como fuese. Si
encontraba la muerte por ahí mucho mejor.

Día tras día, noche tras noche durante
semanas, adormecía mi mente y apagaba mis recuerdos en la
taberna hasta quedar sin sentido tendido en alguna calle, en la
ribera o a la vera del camino con pordioseros y
mendigos.

Una mañana de regreso a la casa de Menwi,
borracho y maloliente, la encontré lavando la ropa en el
río.

—- ¡Querida Menwi! ¿Cómo
estáis?—- dije, vacilante, haciendo esfuerzos para
mantener el equilibrio.

—- Apestas Shed, ve a bañaros. Ni los cerdos se
os acercarían.—- dijo enfadada.

—- ¿Qué os ocurre mujer? ¿Os
habéis acostado con pescadores más hediondos que yo
y ahora os molesta que entre así a esa apestosa
pocilga?—- hizo caso omiso a mi injustificada
ofensa.

Dejó de lavar para mirarme pensativa.

—- ¿Porqué intentáis destruiros
Shed? ¿Qué mal hicisteis que os castigáis de
esa manera?—- preguntó, clavando un puñal en mi
corazón…

—- ¿Quién demonios sois para juzgar mis
actos?—- reaccioné violentamente, alterado por la
bebida.

—- Se nota que sois un hombre instruido y de modales
cortesanos, no comprendo que os comportéis como esos
brutos que nunca tendrán la suerte de recibir educación.—- me
reprendió como a un niño.

—- ¿Por qué me molestáis
mujerzuela? ¿Estáis celosa porque me he acostado
con todas vuestras amigas y todavía no lo hice con vos?
¿Queréis sexo ramera?
Ven que te lo daré.—- hiriente y grosero, la tomé
del brazo e intenté arrastrarla por la playa hacia la
cabaña.

Logró levantarse y, soltándose de mi mano,
me pegó un puñetazo en la quijada que me hizo
perder el precario equilibrio que me mantenía en
pié, para terminar cayéndome entre los
pastizales.

—- Cerdo engreído. Os traté como a un
amigo y, ¿me insultáis como si fuera basura?—-
dijo, entristecida por mi maltrato.—- Sois como todos los
hombres, necio y bueno para nada.—- dio media vuelta y se
marchó.—- ¡Y no volváis a pisar mi
casa!—- gritó, mientras se alejaba.

Menwi había sido muy buena conmigo y la
había lastimado sin motivo. Pero no hice caso a sus
protestas porque ni siquiera su amistad me importaba. Ya nada
tenía valor para mí. Solo quería volver a
beber sin pensar en el pasado ni en el futuro.

No sé cuanto habría pasado desde aquella
tarde pues había perdido la noción del tiempo, y
los días y las noches se sucedían sin tener en
cuenta su transcurso.

Una noche mientras me encontraba bebiendo junto a un
grupo de pescadores en una mesa de la taberna, sentí un
jalón en mi pelo que me tiró del taburete y me
arrastró hacia afuera.

—- ¡¿Qué demonios…?!.—-
exclamé sorprendido.

No podía pararme y me dolía el cuero
cabelludo, tanto que creía que me lo arrancarían.
De pronto me soltaron el cabello y asiéndome de las
muñecas me continuaron llevando hacia la ribera. A pesar
de mi ebriedad, advertí que Menwi venía
siguiéndonos. Creí que me atacaban para robarme el
anillo de Tausert que era lo único de valor que me quedaba
y que ella se vengaba por haberla insultado.

Maldiciendo y blasfemando contra mis agresores, fui
llevado hasta el pequeño muelle desde donde me arrojaron a
las frías aguas del Hep-ur en medio de la negrura
nocturna. Las gélidas aguas me despabilaron de golpe
quitándome la borrachera y alertándome al pensar
que trataban de ahogarme.

Al salir flotando hacia la superficie, nadé hacia
un costado de los pilotes, y alcé la vista hacia aquellos
hombres, cuyas siluetas recortadas contra las luces de las
antorchas no llegaba a distinguir.

Uno de ellos me estiró la mano para ayudarme a
subir y no iba a asirla hasta que escuché su
voz.

—- Shed, dadme la mano.—- el corazón se
paró dentro de mi pecho al reconocer la voz de mi
padre.

La vergüenza por abandonarlos sin dejar siquiera un
mensaje, me hicieron sentir un cerdo desconsiderado e
ingrato.

—- ¡Padre! ¡Maya!.—- exclamé al
reconocerlos.

Me ayudaron a subir al entablado.

—- ¡¿Por qué nos hacéis
padecer, Shed?!—- preguntó mi padre, con gran tristeza y
enfado al mismo tiempo.

Mi padre me abrazó sollozando como si yo hubiese
resucitado de mi tumba. Menwi se aproximó
observándome con mirada admonitoria.

—- ¿Qué os proponéis
estúpido muchacho?—- preguntó mi padre, con
lágrimas en los ojos.—- ¿Es que no imaginasteis
lo mucho que sufriríamos al no saber nada de vos? Os
comportáis como un niño irresponsable.—-
reprochó mi insensatez.

—- Padre… yo… vos no comprendéis el dolor
que me quemaba las entrañas.—- no supe qué decir,
como justificarme.

—- No puedo creer que os hayáis escapado de esa
manera y que os ocultéis cobardemente, para evadiros de la
realidad, despreciando el apoyo de los que os amamos.

¿Cuándo murió el gran guerrero del
que aprendí a enfrentar los peligros de la batalla y los
golpes de la vida? ¿Dónde está el sepulcro
del gran héroe que salvó al Faraón y me
infundió entereza y valor para recuperarme de la muerte de
mi padre? Decídmelo para que lleve ofrendas a su
tumba porque él era el ejemplo de hombre que me esforzaba
por emular.—- me reprochó Maya.

—- Nunca quise ser referente de nadie.—-
respondí, evadiendo la responsabilidad que ello
significaba.

—- ¿Creéis que esa respuesta sirve de
excusa para rebajaros a la condición de un beodo que
deambule entre prostíbulos y tabernas hasta dejarse morir
como un miserable vagabundo?—- dijo Maya, con la ruda
sinceridad que lo caracterizaba.

—- ¡Quiero morir padre, la vida es mi peor
condena porque no soporto más tener en mi conciencia el
peso de ser culpable de la muerte de Tausert!—-
respondí, llorando como un chiquillo.

—- No penséis en el dolor, porque el dolor os
hace egoísta y no reparáis en el sufrimiento que
provocáis a vuestra madre, transformándoos en un
borracho, un mendigo que desperdicia su valiosa vida de forma
penosa, por temor a afrontar la realidad.—- dijo mi
padre.

—- Pensad en vuestro hijo, Shed.—- dijo
Maya.

—- En él pienso todo el tiempo.
¿Cómo haré para poder mirarlo a los ojos y
decirle la verdad de por qué murió su madre?—-
pregunté, desconsolado.

—- ¿Creéis que se sentirá
orgulloso cuando sepa que su padre lo abandonó para
transformarse en un don nadie que duerme su embriaguez en
cualquier lugar? Si lo que deseáis es morir hazlo de una
vez y muere dignamente.—- dijo, entregándome su
puñal.—- Vuestros padres cuidarán de Kai y, si
ellos mueren yo me comprometo a adoptarlo y protegerlo como si
fuese sangre de mi sangre pero, no sigáis con este
martirio que destroza el corazón de los que os aman.—-
dijo Maya.

—- Perdón, perdón por mi
cobardía, perdón por mi estupidez, perdón
por mi ingratitud, padre mío.—- dije cayendo de rodillas
y quebrado en llanto ante Pentu.

Mi padre acarició mi cabeza cariñoso y
emocionado.

Los estreché contra mi pecho conmovido, y al
mismo tiempo, feliz de saber que aunque mi pena no pasara, ellos
estarían siempre a mi lado para apoyarme.

Menwi lloraba tan conmovida como nosotros.

—- Gracias, Menwi.—- dijo mi padre,
entregándole un pequeño saco con oro.

—- Yo no lo hice pensando en que me recompensaran.—-
dijo negándose a recibirlo.

—- No lo toméis como un pago si no como un
regalo por habernos ayudado a encontrar a mi hijo. Sin vos nunca
lo hubiésemos logrado.—- respondió Pentu. Ella
finalmente lo aceptó.

La abracé agradecido por haberme salvado de
mí mismo.

Tomamos una barca y alejándonos del muelle, la vi
desaparecer con la mano en alto despidiéndose de nosotros
mientras avanzábamos río arriba rumbo a
Waset.

Capítulo 12

"Mi
despedida de Tausert y una nueva misión."

La familia festejó mi regreso llevando regalos a
los dioses por haberlos escuchado en sus ruegos.

Cuán feliz estreché a mi pequeño
retoño entre mis brazos, mimándolo y
compensándolo por el tiempo que no lo arrullé en su
cuna, que no velé por sus sueños,
abandonándome a la nada y afanándome por mi propia
destrucción.

Pasé la primera semana en Waset, descansando y
recuperándome en el hogar de mis padres, hasta lograr mi
restablecimiento, sabiendo que me resultaría sumamente
difícil conseguirlo si permanecía en nuestra casa
con tantos recuerdos de Tausert a mí alrededor.

—- ¿Mi suegra sabe de mis sospechas acerca de
que la princesa Kina fue la responsable de la muerte de
Tausert?—- pregunté a mi madre mientras ella preparaba
la cena.

—- No, no lo sabe Shed. Decidimos que era mejor que no
lo supiese, pensando que la haría sufrir más de lo
que ya ha sufrido y que además podría provocar su
rencor cargando las culpas en vos.—- respondió,
Amunet.

—- ¿Y vosotros cómo supisteis de
ello?—-

—- El visir hizo llamar a Pentu al sentirse preocupado
por vuestra desaparición, luego del tercer día que
no fuisteis a proseguir la traducción de unos documentos
que él aguardaba con urgencia. Nos angustiamos mucho
cuando comentó a Pentu que os veíais muy
atormentado cuando le confiasteis que creíais que Kina
había mandado a poner la serpiente en vuestra casa.
Pensamos lo peor y la aflicción nos ocasionó muchas
noches en vela. Os hicimos buscar por toda la ciudad y luego en
los centros urbanos más importantes del país,
incluida Mennufer a donde pensamos que podíais haber
viajado para ver a Eset.—-

—- Realmente lamento mucho lo que habéis
padecido, pero en aquel momento perdí la cordura y hasta
llegué a pensar en asesinar a Kina con mis propias
manos.—- respondí, recordando esos momentos de
desesperación.—- pasado el tiempo ni siquiera estoy
seguro de que ella sea la culpable.

—- Mientras estuvisteis ausente nos llegaron noticias
que confirmaban vuestras sospechas y que por lo mismo nos
alarmaron en extremo, pensando que podrían haberos
asesinado.—- dijo Amunet como revelando un secreto que
debería callar.

—- ¿De qué habláis madre?—-
pregunté intrigado.—- ¿Cuáles
noticias?—

—- No os debería estar diciendo esto. Vuestro
padre me reprendería si supiese que os lo estoy
contando.—- dijo en voz baja.

—- ¡Dime madre, por la gracia de
Amón!—- requerí impaciente.

—- ¡Prometedme que no cometeréis otra
locura!—- dijo mi madre, casi arrepentida al observar mi
ansiedad.

—- Madre os juro por la vida de mi amado Kai que no
haré nada de lo que pueda arrepentirme.—- le
respondí, tranquilizándola.

—- Una de las esclavas de Ahset, Makale, fue
apuñalada y murió durante un confuso episodio en el
mercado de la
ciudad fronteriza de Sunnu.—-

—- ¡Por los cuernos de Hathor, hizo perseguir a
la muchacha hasta darle muerte!—- exclamé,
azorado.

—- Debéis cuidaros de esa mujer, hijo
mío. Es una asesina y está completamente
endemoniada.—- dijo mi madre preocupada.

—- Si tuviese los medios para
llegar a ella o quizás a Henu, su cómplice.—- le
comenté, pensativo.

—- ¡Hijo mío, acabáis de jurarme
que no haríais nada que pudiera volver a angustiarme!
¡No me deis más sustos por la piedad de Mut!—-
dijo Amunet, juntando sus manos en señal de
ruego.

—- No os preocupéis madre. No intentaré
nada descabellado. —- respondí.

En realidad no creía que Henu fuera capaz de
dejar la serpiente que mató a mi esposa, de otro modo, lo
habría hecho pagar sus culpas. Sin embargo, a pesar de que
conocía su avaricia y de que era un individuo sin
escrúpulos, no tenía el coraje para asesinar a
nadie.

Al saber de mi regreso, mi suegra sintió alivio
de saber que me encontraba a salvo, yendo a visitarme.

—- Fui demasiado dura con vos y me arrepiento de mis
dichos en vuestra contra, pues sois un buen hombre e hicisteis
muy feliz a Tausert mientras fue vuestra esposa. Mi
corazón se alegra de que estéis bien pues mi nieto
os necesita y mi hija descansará su ka en el
paraíso de Asar al saber que habéis regresado para
honrar su memoria.—- dijo Lyna,
disculpándose.

—- Lyna, mi amor por ella es verdadero y su recuerdo
no se apagará, porque es mi promesa mantener por el resto
de mis días su memoria viva en el corazón de
nuestros descendientes, haciendo honor a su amor maternal, que la
llevó a sacrificarse a si misma para salvar la vida de
nuestro hijo.—- dije, besando las manos de la
anciana.

—- Mis días se acaban, Shed. La enfermedad que
me aqueja avanza día a día y siento flaquear mis
fuerzas. La muerte de mi pequeña, disminuye aún
más mis deseos de resistirme a la tumba que me llama hacia
sus entrañas. Mi esposo yace en el reino de Asar desde
hace mucho tiempo y ahora que mi hija ha partido para encontrarse
con él, siento que ya nada me queda por hacer
aquí.

Tenéis mi bendición y no existe
resentimiento en mi corazón hacia vos. Por otra parte,
sé que sois un buen padre y que amando como amas a Kai, no
permitiréis que nada le falte, ni que nadie le haga
daño.—- acentuó tan significativamente la
última frase, que intuí que hacía
alusión a lo de Kina.

No pude ocultar mi vergüenza y mi dolor ante sus
ojos, arrodillándome delante de ella para suplicar su
perdón.

—- No os culpo de nada, Shed, porque mi hija nunca lo
hizo y considero que ya difícil carga debe ser llevar la
pena que os causa su ausencia, para todavía agregar
reproches a vuestro yugo.—- dijo, con voz calmada.

Su perdón fue un bálsamo para las heridas
de mi alma, abiertas por el filo de mi conciencia.

Mientras estuve ausente, transcurrió el tiempo en
que los restos de mi esposa fueran sometidos a la acción
preservadora de las sales sagradas, que asegurarían la
incorruptibilidad de su cuerpo para toda la eternidad.

Sus servicios fúnebres se cumplieron luego de los
días estipulados por el ritual, al encontrarse en
óptimas condiciones para su momificación. Sus
exequias fueron trasladadas por las calles de Waset hacia la
necrópolis, en un conmovedor cortejo funerario, ante las
demostraciones de pesar de muchos pobladores que habían
llegado a conocer y valorar la calidad humana de
Tausert.

La ceremonia se desarrolló luego de que hubimos
depositado su ataúd en el bello sarcófago de
granito rosa que le hice esculpir.

Colocamos las ofrendas y se cantaron himnos de
bienaventuranza para propiciar su exitoso viaje hacia el Duat, el
reino de Asar en el paraíso eterno.

Antes de abandonar la necrópolis con el resto de
la familia, les pedí que me dejaran solo para despedirme
de mi esposa.

—- Querida Tausert, os entrego estas palabras de mi
alma, como un humilde y último tributo al valioso amor con
que halagasteis a mi indigno ser:

Venid lúgubre ave de la noche en
pos de mí, llevadme en vuestras negras alas a su
encuentro, porque sin ella, mis venas ya no llevan sangre sino
lodo y mi corazón no late, sino que se convulsiona de
amargura ante su falta. Aborrezco mi juventud que
ha marchitado con su partida, deseando en alma y vida la
prematura vejez de mi
aliento, cansado de lamentar su ausencia, que me acerque a la
tumba para volver a sus brazos.

Sin sentido es la belleza del alba que es
oscura penumbra a mis pupilas y, sin su calor, el lecho
cómplice de nuestro amor, no es sino matas y espinas
heladas por la escarcha.

Mi amor, cizañas y malas hierbas
son las amapolas y los nenúfares, comparadas con la
primorosa flor que guarda vuestro sepulcro.

La batalla y el entrechocar de armas no
me traerá temor por la espada del guerrero o la saeta del
arquero, porque la lanza de mi enemigo atravesando mi cuerpo,
solo sería un consuelo o una bendición que
terminaría con la vana existencia del estar pero no ser,
como es bueno el rayo de tormenta calcinando el árbol seco
que yergue su estéril presencia hacia la luz que ya no
puede aprovechar, tendiendo sus muertas raíces hacia el
agua que ya no puede absorber.

Amada mía, sin vos soy un espectro
que arrastra su osamenta, la mera sombra de un hombre al que le
han robado el espíritu y profanado el ka.

El trino de las aves no es
sino un grotesco gorjeo de buitres que hacen carroña de mi
triste silencio que os añora.

Ni la cándida mirada de nuestro
pequeño hijo, puede hacerme feliz siquiera un instante
pues, en su carita, dibuja tu tierna sonrisa que os devuelve a
mí.

Y no es que tiemble el puñal en mi
mano para abrir mi carne y terminar con este inútil
devenir, con este despertar cada día sin realmente vivir,
transcurriendo, sin motivos para continuar, con esta absurda
agonía de simplemente permanecer hasta que la muerte se
apiade de mí, no, no es miedo a morir porque estoy muerto,
mas, en mi egoísta deseo de no ser, ¿tengo derecho
de quitar a mi vástago el padre, después de haberle
arrebatado a su madre?

Solo él me ata a este mundo
vacío de motivaciones, carente de atractivos, lleno de
excusas para huir de él, cuando en el más
allá me esperáis vos, mi amada esposa, que en
vuestra infinita bondad, ya habréis perdonado mi culpa y
lavado mi falta con el sacrificio de vuestra
inocencia.

Mi pecado agiganta mi pesar pues, no solo
lloro vuestra pérdida sino que llevo como un yugo en mi
alma el ser responsable de vuestra muerte. El dolor de no teneros
me lastima y la soledad en que deambulo como un fantasma sin
descanso me tortura, empero, la carga que me agobia como un
lastre en el cuello, es la de saberme causante de que hoy
moréis en donde yo debería estar pagando mis
maldades.

Mi memoria me desgarra en interminables
noches de vigilia como el reo esperando el momento de su
ejecución, como la víctima en el altar aguardando
ser inmolada pero, mi desesperanza no está en el
desenlace, sino en el lento paso del tiempo que no termina con
mis huesos, que no
agota mis entrañas, que se niega a concluir con mi condena
de seguir viviendo.

En el silencioso ambiente de la necrópolis
desierta y con el viento del norte como única
compañía, abandoné el lugar sagrado bajo los
rojizos reflejos del ocaso.

Días después de reintegrado a mi tareas,
me rebeló mi amigo Amenemheb, la intención del
Faraón de lanzar una expedición en territorio
asiático, proyectada para el próximo año, de
la que yo debería formar parte como miembro del cuerpo de
intérpretes que acompañaría la vanguardia de
las tropas.

A la semana siguiente de aquel comentario, me
llamó la atención una notificación que me
llegó, cuyo contenido hacía referencia a la
reunión a la que se me citaba, que presidiría
Tutmés, con cierto carácter de confidencial y
urgente. No entendía el motivo de mi participación
en la misma, teniendo en cuenta que tras mi desaparición
fui relevado de mis obligaciones en las labores
diplomáticas por mis superiores, delegándome el
propio canciller, solo las tareas y documentación de carácter
administrativos.

Aquella noche, fuimos convocados al salón
central, un reducido número de funcionarios y los
principales representantes del ejército y la
flota.

Neferhor, que allí se encontraba esperando con
los demás y acompañado por su hijo, me
observó con fastidio aunque sin hacer ningún
comentario. Era obvio que le molestaba mi presencia pero no
tenía otra opción que aceptarlo pues, significaba
que era el soberano quién había ordenado mi
presencia.

Al ingresar al recinto, nos sorprendió a todos
encontrar a Tutmés acompañado por el visir y por un
sacerdote del clero de Ra, sentado en la cabecera de la gran mesa
de ébano, revisando una serie de documentos que se
hallaban desplegados en aparente desorden.

—- Señores, —- dijo Tutmés, sin
preámbulos, levantando la vista hacia nosotros en el
momento en que ingresábamos.—- os he reunido esta noche
para tratar los temas relacionados a la expedición que
planeo ejecutar luego de la fiesta de Opet del próximo
año. Venid, en torno a la mesa que voy a plantearos mi
estrategia,
necesitando de vosotros ciertos datos que serán de vital
importancia para la consecución de la misma.—- hizo una
breve pausa, esperando que todos se ubicasen en sus lugares
habituales.

—- Después de haber afianzado la
hegemonía de Kemet sobre los territorios de Retenu, ha
llegado el momento de expandir nuestro dominio, teniendo en
cuenta que la situación política actual entre
las naciones del norte, es favorable a nuestros intereses.—-
reflexionó, observando los rostros atentos de sus
interlocutores.—- Señor canciller, os pido que
expongáis a modo informativo y de forma escueta, los
hechos acaecidos en el último mes entre las potencias
imperiales del norte, para que tengamos una visión clara
de la situación.—-

Neferhor hizo una reverencia hacia el soberano
asintiendo a su pedido.

—- Hemos recibido noticias de que a la muerte del rey
Khantilli del reino de Khatti, su vecino Parsatatar, el soberano
de las tribus hurritas de Naharín, desconoció al
heredero real Zidanta II, aduciendo que el trono del país
de los hititas, correspondía al primogénito de la
hija mayor del difunto monarca, casada, con motivo de una alianza
de paz entre los dos reinos, con el heredero al trono de
Naharín, el
príncipe Saushsatar, su propio hijo, por lo que
declaró usurpador a Zidanta y con esta excusa
invadió el territorio oriental del reino de
Khatti.

Zidanta II apoyado por la mayoría de los
líderes tribales de los hititas, enfurecidos por el
oportunismo y la actitud traicionera de su, hasta entonces
aliado, estableció una coalición con su rival, el
monarca Palliya de Kizzuwatna al hacerle notar las terribles
consecuencias que tendría para ambos seguir luchando entre
sí mientras Parsatatar, ávido de más
territorios, esperaba que se debilitasen mutuamente para luego
caerles encima con todo el poder de sus ejércitos. Para
reforzar su unión convencieron al rey Idrimi de Alalakh de
que se sumase a la coalición para enfrentar a
Naharín, a cambio de la total exención de impuestos
sobre las caravanas comerciales procedentes de su reino hacia
Khatti y hacia la isla de Alashiya bajo dominio hitita,
más el libre tránsito de productos de intercambio a
través del reino de Kizzuwatna.

Tan grandes ventajas convencieron a Idrimi de respaldar
a Zidanta y Palliya en su confrontación contra
Naharín trayéndole a nuestro enemigo graves
problemas a
los que se ha sumado el reciente levantamiento del
carismático caudillo Ashshurbel de las tribus rebeldes de
Assur, que tiene convulsionada la región oriental del
reino hurrita.

Se podría decir que los gobernantes del
país de Kharu, Djahi y de las ciudades costeras de
Khinakhny como los príncipes de Biblos, Sidón y
otros, se encuentran virtualmente librados a su suerte debido a
que el rey Parsatatar tiene demasiados problemas como para
prestarles apoyo frente a una avanzada de nuestras
huestes.

Karaindash del reino de Karduniash, seguramente
contribuirá con el monarca hurrita para sofocar a los
rebeldes del líder
Ashshurbel, pues tampoco le conviene el resurgimiento de sus
acérrimos rivales de Assur.

Por otro lado y aunque no tenemos informes
precisos al respecto, quedan pocas dudas de que los
líderes del Pankhu, el consejo de sabios ancianos que
dirige los destinos de la escindida nación
hurrita que aborreció los crímenes de Parsatatar
para llegar al trono, brindará su ayuda a sus hermanos de
Naharín.—- concluyó Neferhor, para luego
retirarse.

—- De esta manera, —- dijo Tutmés.—- vemos
que el equilibrio de fuerzas se encuentra estable y que nuestra
intervención en el conflicto, resultaría muy
provechosa para nuestras pretensiones sobre el indefenso
país de Djahi y Khinakhny.

El propio Zidanta II nos ha abierto el camino al
enviarnos su solicitud de apoyo, ofreciéndonos la total
neutralidad de su armada para con nuestra flota, de modo que
podamos atacar por mar las ciudades de Khinakhny a cambio del
envío de cereales.

Obviamente, el plan que les pasaré a describir no
deben revelarlo a nadie bajo ningún concepto.
Conociendo estos detalles veamos cuáles serán
nuestros objetivos.—-
dijo, desplegando un mapa trazado sobre papiro.—- Ante la
situación de desamparo de los príncipes de
Khinakhny atacaremos las ciudades costeras del país con un
desembarco masivo sobre la ciudad de Sidón, para luego
cerrar nuestro cerco sobre Tiro.—- dijo, observando los rostros
como si buscara alguna respuesta.

Su actitud era diferente a la que mostraba en la
planificación de otras maniobras.
Había algo extraño en su mirada, una sombra de
desconfianza en quienes lo rodeábamos.

—- Las tropas del ejército de Amón
avanzarán desde Meggido a través de la cadena de
montañas mientras que el ejército de Ptah
tomará la vanguardia del ataque cayendo por sorpresa desde
el sur llegando por la región costera.—-
respondió sin hacer más comentarios.

Lo conocía demasiado para no darme cuenta que
Tutmés se traía algo entre manos.

Su estrategia carecía de la audacia que lo
caracterizaba, limitándose a movimientos seguros basados
en un desplazamiento de tropas que tomarían los objetivos
gracias al número de efectivos empleados.

¿Había perdido Tutmés la
osadía que siempre lo llevó a obtener rutilantes
triunfos?, ¿se estaba volviendo viejo y conservador,
haciendo hincapié en asegurar terreno para afianzar sus
dominios lenta y progresivamente? Me resultaba difícil
creerlo.

No puso énfasis en ningún aspecto de la
campaña que pudiese asegurar la victoria, no mostró
el entusiasmo contagioso que siempre trasmitía a sus altos
oficiales y tampoco evidenció satisfacción por el
plan que su ingenio había creado.

Todos se limitaron a asentir esperando más
instrucciones sobre las tareas que se llevarían a cabo
para poner en marcha una operación militar de semejante
envergadura.

—- Partiremos de Kemet el próximo año,
un mes después de concluida la festividad de Opet.—-
continuó diciendo.—- Idenu Nebka os encomiendo la tarea
de dirigir una expedición hacia las tierras al sur de la
sexta catarata en busca de madera de los bosques tropicales
dirigida a la fabricación de sesenta naves de gran calado
para reforzar la flota marítima y trescientos carros de
combate. Comenzad el preparativo mañana mismo. Poned en
conocimiento del visir y por escrito todo lo que preciséis
para la
organización de la misma.

General Uneg tendréis a vuestro cargo el
alistamiento de las milicias mercenarias que harán falta
para reemplazar las huestes del Delta destacadas entre los
cuadros que se sumarán a la escuadra naval.

Por otra parte he enviado a mis arquitectos para que
colaboren en la culminación de las obras de
engrandecimiento del puerto de Perunefer para albergar la flota
que pondremos en marcha rumbo al Gran verde.

¿Alguno de vosotros tiene alguna pregunta para
formular?—- preguntó, observando a todo el
grupo.

El portaestandarte Kau levantó su mano
solicitando intervenir.

—- ¿Qué deseáis saber?—-
inquirió Tutmés.

—- ¿Serán suficientes las reservas de
metal para la fabricación de armas, y piezas de los
carros?—- era una cuestión importante que no
había sido mencionada por el monarca.

—- Hay más de ocho mil hombres trabajando desde
hace dos meses en las minas del Sinaí para engrosar los
depósitos de cobre con que cuenta Mennufer. Justamente
vuestra pregunta me hizo recordar un punto que me olvidaba. La
fundición de la capital del norte trabaja día y
noche desde hace semanas aumentando el arsenal para armar
nuestros ejércitos en vistas a esta campaña.—- la
respuesta del Faraón fue concluyente.

—- General Mineptah.—- dijo dirigiendo la mirada
hacia el jefe de carros del ejército de Ptah.—-
Mañana saldréis en la nave que se dirige al norte
con la misión de controlar la fabricación de las
partes necesarias para el ensamblaje de los carros de combate a
ser empleados en la próxima expedición, ya que la
velocidad de
ataque será factor vital para conseguir el éxito,
empleando la estrategia de combate que he planeado.—-
expresó Tutmés.

—- ¿Algo más que aclarar?—- dijo el
Faraón.

Nadie más tuvo alguna pregunta que formular por
lo que Tutmés dio por finalizada la
reunión.

Cuando regresaba a casa montado en mi caballo,
advertí que dos hombres me seguían en un carro de
combate. Cauteloso, decidí desviar mi ruta hacia el
mercado, cuya actividad había menguado al mínimo
durante la noche, de modo que pudiese perderme en las callejuelas
oscuras para sorprender a mis perseguidores. En un sector
atestado de tiendas entre la fuente y la avenida que
conducía al puerto, me apeé del potro y lo
escondí detrás de un muro de adobe.

Uno de ellos bajó del carro y me buscó
entre los tenderetes. Salí por detrás de él
y tomándolo por sorpresa le torcí el brazo derecho
por detrás de la espalda, inmovilizándolo con mi
otro brazo en su cuello.

—- ¡¿Por qué me seguís?!
¡Hablad!. —- lo amenacé apretando demasiado su
garganta.

—- ¡Mi señor, no le hagáis
daño! ¡Venimos de parte del visir!—- gritó
el otro, alarmado.

Lo solté al ver que ninguno de ellos llevaba
armas en sus manos. Tampoco intentaron desenvainar las espadas
que colgaban de sus cinturas.

—- Acabo de estar con el visir y no parecía
interesado en hablar conmigo. ¡¿Por qué
habría de creeros?!—- dije, aun desconfiado.

—- Os lo juro. Somos integrantes de la custodia
personal de Rekhmyre. Mi señor nos ha encomendado que os
entreguemos este mensaje.—- dijo, dándose a
conocer.

—- Acercaos a la luz que no os veo.—- era verdad, lo
había visto antes acompañando al visir.

Dejé libre a su compañero el que
quedó algo dolorido por mi maltrato, y abrí el
rollo de papiro lacrado que me extendió.

Reconocí la escritura de Rekhmyre y su sello
oficial. Me solicitaba una entrevista secreta en su residencia
para aquella misma noche.

—- Mi señor Rekhmyre quiere platicar con vos.
Nos ha ordenado que os escoltemos hasta su villa.—- dijo, con
tímido respeto.

Accedí a la petición del visir teniendo en
cuenta la urgencia del tema a tratar, según sus propias
palabras.

Fui conducido hacia la residencia a través de un
sendero al borde del desierto, que recorría el este de la
ciudad de norte a sur. La luna menguante apenas se veía y
el firmamento nublado que se agitaba con el viento amenazaba con
algún posible chaparrón. El aire olía a
margaritas silvestres en aquel camino poco transitado.
Constituía la mejor opción para llegar; una ruta
poco empleada para evitar que alguien nos viese.

Ya en la residencia, fui conducido a la sala principal
de la mansión, a los efectos de responder a sus
requerimientos.

Luego de esperar unos instantes en la antesala, un
sirviente me hizo ingresar a donde se encontraba el anciano
funcionario, acompañado por un escriba, sentado con un
papiro sobre el cual redactaba el dictado del jefe de la
administración.

—- Dejadnos solos.—- ordenó
Rekhmyre.

El visir hizo silencio hasta que estuvo seguro de que
nadie podía escuchar lo que hablábamos.

—- Shed, el Faraón me ha pedido que hable con
vos de un asunto sumamente delicado que le preocupa grandemente.
Justamente no quiere tratarlo directamente para que no se
sospeche acerca de ello.—- expresó el visir.

Aguardé atento sus palabras sin imaginar de
qué se trataba. Rekhmyre hizo una pausa para tomar
aliento. Su salud no era la misma que hace un par de años
atrás y claramente se notaba el deterioro de sus
capacidades.

—- Mi señor Tutmés os necesita para
llevar a cabo una investigación. El propósito de la
misma, es descubrir al traidor que está divulgando
información confidencial, cuyo contenido,
es fundamental para el éxito de Kemet en la lucha contra
el imperio de Naharín y sus aliados.—- lo miré
sorprendido sin saber de qué me estaba
hablando.

—- Sí Shed, como lo escucháis, alguien
de entre los personajes que se encontraban en la reunión
de anoche, debe estar vendiendo información secreta al
enemigo. Dos embarques de trigo y cebada dirigidos uno hacia
Alashiya y otro hacia las costas de Kizzuwatna fueron
interceptados por flotas amorreas aliadas de Naharín. La
pérdida del primer cargamento la creímos casual,
imaginando que una patrulla enemiga había dado de manera
fortuita con nuestras naves, pero el segundo envío fue
emboscado por una flota cuantiosa que sabía la ruta que
seguirían los barcos cargueros y el número de naves
que los escoltaban.

—- ¿Y por qué el Faraón
confía en mí?—- pregunté
curioso.

—- Porque ambos cargamentos se perdieron durante
vuestra ausencia, por lo que sois el único de entre los
funcionarios de palacio que no tuvo la oportunidad de entregar la
información acerca de los pormenores de ambos
envíos.—- respondió.

—- Por cierto, ¿si la información
hubiese sido divulgada por los funcionarios de Mennufer?—-
pregunté entreviendo esa posibilidad.

—- Los capitanes que comandaban ambas flotas
recibieron órdenes escritas redactadas en Waset sin
intervención de funcionarios de Mennufer y tampoco podemos
desconfiar de ellos porque uno fue tomado prisionero y el otro
murió defendiendo la carga.—- concluyó el
visir.

—- ¿Puedo suponer entonces que el plan que
describió el Faraón es falso, y que trata de
engañar a nuestros enemigos utilizando al propio
espía para transmitir informaciones erróneas?—-
especulé.

—- Tenéis toda la razón, Shed. Al mismo
tiempo, dicha información servirá de señuelo
para atrapar al traidor, al que aprehenderemos luego de que haya
transmitido la información falsa.—- explicó,
Rekhmyre.

—- No será fácil descubrirlo. Tal vez,
esté transmitiendo la información en este
instante.—- reflexioné.

—- No creemos que se arriesgue a comunicar la
información inmediatamente. De todas formas el
Faraón ya ha ordenado la formación de un grupo de
hombres que os secundará en la investigación.—-
dijo Rekhmyre.

—- Prefiero elegir yo mismo a la gente que me ayude a
vigilar a los sospechosos. Además, pongo como
condición para aceptar la misión, que sus
integrantes actúen bajo mis órdenes directas sin
intervención de terceros. El jefe del grupo será el
joven oficial Maya del ejército de Amón.
Sepárelo de sus funciones con alguna buena excusa para que
nadie sospeche de nuestras actividades. Entre él y yo,
decidiremos el resto de los integrantes. Salvo el Faraón,
nadie, sin excepción debe conocer la existencia de nuestro
grupo, en primer término por la seguridad de sus
integrantes y en segundo término, para el éxito de
la investigación.—- expliqué.

—- Comprendo vuestros recaudos Shed, pero no sé
si el Faraón accederá a todas vuestras
exigencias.—- advirtió Rekhmyre.

—- No tiene opciones, pues lo haremos de esa manera o
no lo haremos de ninguna. El que traiciona al Faraón sabe
que se juega la vida, de modo que quien sea no dudará en
matar si sabe que fue descubierto. No me arriesgaré a que
asesinen a mi gente.—- respondí
intransigente.

—- Supongo que Tutmés no pondrá
objeciones pero debo confirmar mañana su respuesta.—-
dijo Rekhmyre.—- De todas maneras os solicito que
iniciéis la investigación mañana
mismo.

—- Esperaré que me hagáis llegar la
respuesta del soberano a mi lugar de trabajo en la sala de
escribas a través de un mensajero de palacio como si se
tratara de algo intrascendente para no despertar suspicacias.
Desde ahora, no volveremos a encontrarnos en las estancias de
palacio sino que yo os buscaré cuando tenga novedades que
informar.—- dije, despidiéndome del alto
funcionario.

Me reuní con Maya la mañana siguiente para
informarlo de la misión que el Faraón nos
había encomendado.

—- ¿De quién sospecháis,
Shed?—- preguntó Maya, mientras nos dirigíamos a
casa para planificar nuestro trabajo.

—- Puede ser cualquiera de ellos o quizás sea
más de uno, no es fácil saberlo. De todos modos
debemos actuar como si todos fueran culpables para luego ir
descartando posibilidades de acuerdo a como se presenten las
evidencias.—- dije.—- ¿Ya tenéis pensado a
quienes vamos a reclutar para que colaboren con
nosotros?

—- No tengo todos los nombres pero ya he pensado en
tres personas confiables que nos pueden ser muy útiles en
nuestra labor.—- respondió Maya.

—- Os escucho.—-

—- El primero en quien pensé es Kemy, el mayor
de mis hermanos, es fuerte y cauto.

El segundo es nuestro amigo Wadj que como oficial del
ejército puede mezclarse entre los de mayor grado sin que
desconfíen de él.—- asentí con total
acuerdo sabiendo que era un hombre confiable.

—- El tercero es mi hermano Ta’a . . . —-
continuó.

—- No creo que sea conveniente involucrarlo en este
asunto. Ta’a es casi un niño.—- le
interrumpí considerando que era demasiado joven para la
peligrosa tarea.

—- Ta’a es muy astuto y sabe cuidarse solo,
trabaja en el mercado de abarrotes y conoce a mercaderes y
marinos. Sin embargo, lo reemplazaré si pudiese existir
algún riesgo para él.—- respondió Maya,
confiando en la capacidad de su joven hermano.

—- Quién es el otro.—-
pregunté.

—- Una mujer.—- respondió.—- Su nombre es
O’my, es una muchacha nehesi, que fue esclava y a la que su
amo le cortó la mano por robarle pan estando hambrienta.
Sobrevivió a su herida y desechada por su dueño,
quedó desamparada en las calles de Waset, mendigando para
vivir. Mi familia la ayuda con ropa y la alimenta desde hace
años.—- explicó Maya.

—- ¿Y de qué manera creéis que
podría sernos de provecho?—- pregunté.

—- Conoce cada rincón de la ciudad y por su
condición de indigente pasa inadvertida. Podría
husmear sin que nadie sospechara.—-

—- Tenéis razón, no lo había
pensado.—- respondí.

—- Y vos, ¿en quién habéis
pensado para que colabore con la investigación?—-
preguntó Maya.

—- Cuento con la ayuda de un hombre fiel a
Tutmés, como es el mercader Gamartu y estuve pensando en
traer Menwi, la muchacha que conociste en la aldea a la que
fueron a buscarme vos y mi padre.—- respondí.

—- La recuerdo.—- preguntó
sorprendido.

—- Sí. Podría serme útil
introduciéndola en el ambiente de los prostíbulos
ya que el general Sipar es afecto a las meretrices y ya
sabéis lo que se dice: "El hombre confiesa en la alcoba lo
que no se atrevería a contarle a su padre".—-
comenté según un conocido refrán de mi
tierra.

—- Aún nos faltan al menos dos colaboradores
más para vigilar al resto de los sospechosos.—- dijo
Maya.

—- Esta madrugada estuve investigando algunos datos y
por lo que averigüé, ya podemos eliminar a dos
hombres de la lista de sospechosos. Uno de ellos es el general
Uneg. Es un hombre rico de noble cuna estimado por el
Faraón que no necesita del oro con que podrían
comprar su lealtad y no existen motivos para que
pudiésemos pensar que es extorsionado. Lleva una vida
feliz con su familia tiene varias esposas, es normal en cuanto a
sus inclinaciones sexuales y nunca se lo ha visto frecuentando el
harén, ni ha sido descubierto en situaciones
comprometedoras o que puedan despertar desconfianza. Se
diría que si alguien debe ser eximido de sospecha ese es
Uneg.—- respondí convencido de que no podía ser
el traidor.

—- ¿Quién es el otro?—-
preguntó Maya.

—- Neferty, es el comandante de carros del delta
oriental. El propio Rekhmyre me transmitió esta madrugada
cuando llegaba a la residencia que recordó que el
comandante no había asistido a la reunión en que se
mencionó el envío del segundo cargamento de cereal
rumbo a Khatti, pues estaba entrenando los nuevos cuerpos de
combate entre las guarniciones fronterizas en Hut-Waret. Son
buenas noticias que facilitan nuestra tarea.—-
respondí.

—- Yo desconfiaba de él antes que de cualquier
otro. Es un sujeto hosco que da la impresión de ser
malvado.—- juzgó Maya.

—- Es un buen hombre pero su corazón sufre gran
dolor porque tiene un hijo endemoniado, al que lo mantienen
encerrado por su agresividad y apariencia bestial.—-
expliqué.—- Del que desconfío antes que de los
otros es del Idenu Kau. Se rumorea que es homosexual y aunque
nadie puede afirmar tal hecho ya que tiene una concubina,
podría estar siendo extorsionado por ese motivo. Nunca
olvidaré la historia de Shomu mi compañero de la
custodia de Tutmés, antes de recuperar la corona.—-
reflexioné recordando los tristes sucesos.—- Dejaremos
que O’my lo vigile.

—- ¿Cuándo haréis venir a la
muchacha de la aldea… cuál era su nombre?—-
preguntó Maya tratando de recordarlo.

—- Menwi.—- respondí.—- Ve ha buscarla de
mi parte y dile que le proporcionaré un techo y que no le
faltará comida para su hijo.—-

—- Yo iba a seguir los pasos del idenu Nebka.—-
respondió Maya.

—- Yo mismo lo seguiré. Tu busca a Menwi que
puede ayudarnos mucho a recoger datos sobre Sipar el jefe de la
flota del delta.—- comenté.—- Estuvo en todas las
reuniones previas y no sabemos casi nada de él. Se dice
que frecuenta todas las casas de placer de la ciudad y lleva
mujeres a su residencia en las afueras de Waset. Tal vez alguna
de ellas sea su contacto con los mensajeros que llevan nuestros
secretos al enemigo.—- especulé sin verdaderos
argumentos en qué basarme.

Asignados los personajes que serían vigilados por
cada uno de los integrantes del grupo, me dediqué desde
esa misma tarde a observar las actividades de Nebka.

Como un buitre revoloteando sobre su víctima,
observé a mi presa desde que salió de su villa,
situada en los fértiles suburbios al sur de la capital,
entre las residencias de los nobles más poderosos de la
metrópoli, antes de que los primeros fulgores de Ra
diseminarán sus reflejos escarlatas sobre el firmamento
oriental.

Pasó su jornada atareado en la
planificación de la expedición dirigida a la
búsqueda de la materia prima
de los bosques tropicales, que proporcionaría madera
suficiente para armar una poderosa flota, a fin de alcanzar los
ambiciosos objetivos que había trazado el soberano. Yendo
y viniendo entre la residencia palaciega, los talleres reales, el
puerto y las barracas, reclutando mano de obra, herramientas y
demás recursos para
poner en marcha la campaña.

Al final de la tarde, cuando las penumbras del ocaso se
deslizaban sigilosamente sobre el valle y luego de un día
realmente agotador, divisé a Nebka entre su gente,
despidiendo a todos, no sin antes recordarles que debían
estar prestos para reiniciar las labores al día siguiente,
antes que despuntara la barca de Amón-Ra.

Sin haber obrado de manera extraña en
ningún momento y descubriendo en él a un
funcionario responsable y laborioso, creí que no
debía ser Nebka el intrigante y traidor que entregaba al
enemigo los secretos más preciados del alto mando de su
majestad. Sin embargo, era demasiado prematuro absolverlo de
culpa con tan pocas evidencias en su favor. Debía
controlar sus actividades incluso durante las horas que los
dioses han destinado para el descanso del hombre, sabiendo que la
oscuridad da cobijo a los injustos y a los impíos, que
creyéndose impunes entre las sombras, desarrollan sus
actos inicuos como los murciélagos despliegan sus alados
miembros en la noche.

Dejó la residencia real sin su secretario a quien
había ordenado retirarse momentos antes. Lo propio hizo
con sus esclavos, los que dejaron las instalaciones palaciegas
llevándose la litera de su amo. Como un ladrón al
acecho, se escabulló de los sectores más
transitados de palacio, ocultándose de las miradas, en
busca de los jardines y aún más allá, hacia
los bosquecillos de palmeras que llevaban a los establos, en
donde lo esperaba un sirviente con un carro tirado por dos
corceles, dispuesto para que abandonase el lugar por los fondos,
atravesando la espesura del cañaveral hacia el
exterior.

Tuve que salir rápidamente de la residencia y
montar mi potro, dando un largo rodeo a la residencia sabiendo
que de no actuar con celeridad perdería el
rastro.

Su actitud resultaba sumamente sospechosa y no
podía tener otra razón para tal comportamiento que
ocultar un secreto. Quizás había encontrado lo que
buscaba. Tal vez me hallaba tras los pasos del
traidor.

Entusiasmado por la posibilidad de lograr el
difícil objetivo encomendado por Tutmés,
cabalgué a todo galope cubriendo la gran distancia que me
separaba de Nebka.

La nube de polvo levantada por el veloz tránsito
del vehículo de ruedas, me permitió descubrir la
rauda fuga del funcionario atravesando las desoladas calles de la
capital, más allá de los muros del complejo de
templos.

Lo seguí a distancia prudencial evitando ponerme
en evidencia; Nebka empero, llevaba tanta prisa que no se hubiese
percatado de mi presencia aún cabalgando junto a
él.

Llegó a la ribera en donde dormían sobre
la playa un grupo de barqueros. Despertó al que más
cerca se encontraba del sendero en que dejó el carro, para
que lo transportara hacia la otra orilla.

Detuve mi marcha y esperé a que se alejara de la
costa para hacer lo propio en otra barca.

La noche era agradable, atemperada por la brisa que se
derramaba sobre el valle como una bendición de frescor
luego del intenso calor diurno.

La diosa del cielo en su faz creciente, jugaba a las
escondidas entre las nubes que se debatían en el viento,
dibujando animales y objetos, caras y cuerpos, dioses y demonios,
sobre el negro firmamento, como un pintor ebrio creando imágenes
sin sentido, surgidas de alguna prolífica
borrachera.

Alternativamente encontraba y perdía a Nebka en
las penumbras creadas por los oscurecimientos nubosos, a punto
tal que casi me pongo en evidencia cuando por temor a perderlo de
vista me acerqué demasiado al lugar en que su barca
había abordado la playa occidental.

No me descubrió de pura casualidad, porque se
encontraba tan absorto en sus pensamientos, que el mundo a su
alrededor se esfumaba a su paso, al encuentro de lo que con tanta
avidez iba a buscar.

El pequeño embarcadero, se encontraba emplazado
sobre un promontorio de modestas dimensiones que interrumpiendo
la playa, daba acceso a los campos que se extendían entre
la ribera y las colinas occidentales, al sur de Waset.

Nebka tomó una tea encendida de los pilares que
formaban la entrada de la propiedad y
ascendiendo por el barranco, enfiló hacia los
sembradíos. Del otro lado a través de los árboles, se podía observar entre el
follaje la luminosidad proveniente de antorchas.

Abriéndose paso entre los campos de escanda,
llegó al límite de los terrenos de siembra para
adentrarse luego hacia una arboleda de sauces y acacias. La paja
recién cortada despedía su perfumado y
característico aroma a medida que transitaba agazapado el
surco dejado por Nebka.

Me alejé del sendero flanqueado de azufaifos, por
el que ingresó el funcionario hacia un cenador en donde se
reuniría con alguien que ya lo estaba esperando.
Encontré reparo en un grupo de tamarindos que me
permitían husmear por entre sus ramas la sita
secreta.

Un par de esclavas nehesi sostenían las antorchas
apartadas algunos codos del lugar en que se encontraban sentados
platicando el funcionario con su misterioso
interlocutor.

Estaba demasiado lejos para poder escuchar la
conversación y la ubicación tomada por Nebka me
impedía ver quién lo acompañaba. Con sigilo
me deslicé tratando de ver al personaje que ocultaba su
rostro bajo una túnica con capucha. La insuficiente luz
del lugar tampoco era propicia para espiar su identidad. Acianos
y anémonas embellecían los canteros que los
rodeaban, de los que Nebka cortó un capullo para regalarlo
a su acompañante que lo recibió aspirando su
fragancia. Debía ser una mujer pero ni de eso podía
estar seguro.

Se alejaron aún más hacia la cobertura
vegetal bajo las palmeras que rodeaban una especie de establo en
la intimidad del bosquecillo.

Nebka tomó una de las teas y abrazado a ella (su
andar y maneras eran de una mujer) ingresó al lugar en
busca de mayor intimidad ordenando a sus esclavas que los
esperaran cerca de la playa.

Debía acercarme más para poder ver el
rostro de la mujer de modo que pudiese reconocerla
luego.

Busqué un acceso a través del cual pudiese
ver hacia adentro. Encendieron una lámpara de aceite
dentro de la casilla y a través de la ventana el
resplandor del pabilo me permitió posicionarme para
observarlos. No era correcto espiarlos en sus actos
íntimos, pero debía descubrir la identidad de la
acompañante antes de que transcurriera la
madrugada.

Sus siluetas a contra luz se unieron en un beso ardiente
de sensualidad creciente. Él le apartó la capucha
para luego sacarle la túnica por encima de su cabeza,
apartándose de ella un instante para verla desnuda y
disfrutar de la belleza con que sus armoniosas formas lo
deleitaban.

Quedé estupefacto cuando la tímida luz de
la lámpara, iluminó su rostro y reconocí a
la amante del funcionario. Comprendí el por qué de
tantas reservas, de tanto secreto. Las razones para ocultar la
relación no provenían de oscuros motivos
atribuibles a la entrega de datos e información al
enemigo, sino a un vínculo amoroso que los
comprometía peligrosamente.

La mujer que acompañaba a Nebka era la bella
Kebhet, la esposa de Mineptah, el máximo jefe de los
carros del ejército de Ptah, que había salido
aquella misma mañana rumbo a Mennufer.

Mineptah era un hombre irascible e impulsivo que no
dudaría en asesinarlos a ambos si llegaba a descubrir su
relación. Era lógico que buscasen la mayor
privacidad que pudieran proporcionarse.

Si bien no era moralmente aceptable su vínculo,
yo no era quién para juzgarlos teniendo en
consideración que yo había cometido la misma
falta.

Consideré conveniente abandonar el lugar tal como
había llegado.

Por accidente, cuando me alejaba del sitio, pisé
unas ramas secas que no advertí en la oscuridad. El
sonido que
produjeron al quebrarse bajo mi peso, delataron mi
presencia.

—- ¡¿Quién anda ahí?!—-
gritó Nebka, saliendo nervioso del establo con la antorcha
en una mano y su espada en la otra.

Permanecí inmóvil por un instante,
suponiendo que no llegaría a verme entre los arbustos,
pero mi faldellín blanco me puso en evidencia.

—- ¡No escapéis cobarde! ¡Os
cortaré en mil pedazos antes que dejaros ir!—-
exclamó corriendo hacia el cantero de los
ranúnculos para interceptar mi huida.

Viendo que no podría evitar su acometida,
intenté tranquilizarlo, disuadiéndolo de
atacarme.

—- ¡Calmaos, no voy a delataros!—-
dije.

—- ¡Por supuesto que no lo harás, porque
no saldrás vivo de aquí!—- gritó
descontrolado.

—- Escuchad lo que os diré.—- dije tratando
de platicar con él.—- No es lo que pensáis. No me
importa vuestra relación adúltera…—- me
interrumpió, furioso.

—- ¡¿Venís a espiarnos y me
decís que no os importa nuestro romance?!
¡¿Creéis que soy estúpido?!—-
respondió enfurecido.—- ¡Preparaos para liberar
vuestro ka al viento!—- dijo amenazándome de
muerte.

—- ¡Matadlo Nebka o mi marido nos matará
a ambos!—- gritó Kebhet cubriendo su desnudez en la
entrada del establo.

Alcé un palo del suelo para defenderme, sabiendo
que serían vanos mis intentos de convencerlo.

Me escondí detrás de un granado luego de
su primer intento fallido. Nebka distaba mucho de ser un experto,
pero no debía descuidarme pues su furia lo hacía
extremadamente peligroso.

Otro golpe de su sable hizo saltar pedazos de la corteza
de un sauce tras el cual me protegí. Desairado,
embistió nuevamente lanzando un tajo lateral que
hendió el aire dejando descubiertos sus costillas del lado
opuesto al ataque, aprovechando por mi parte para aplicarle un
palazo en la espalda por detrás del brazo. Gimió de
dolor, pero solo sirvió para irritarlo aún
más.

—- ¡¡Hijo de la hiena más sucia,
voy cortarte por la mitad!! ¡Aaaaaaaah!.—- gritó
blandiendo su khepesh en alto, corriendo de frente hacia
mí.

Me hice a un lado y cuando llegaba le golpeé con
fuerza sobre el abdomen.

—- ¡Uuuugh!—- emitió un ronco quejido
quedando arrodillado.

Antes que pudiese desarmarlo volvió a pararse
tomó aire apretándose el estómago,
recuperándose para renovar su ataque.

—- Reconsidera vuestra actitud. No podréis
hacerme daño, recuerda que pertenecí a la custodia
de Tutmés.—- expresé.

—- ¡Me importa un cuerno lo que hayáis
hecho! Voy a abriros el vientre así sea lo último
que haga.—- respondió.

Avanzó otra vez, aunque con menos ímpetu
que antes y lanzó una tímida estocada con
más temor a ser golpeado que con convicción de
dañar.

Golpeé su antebrazo desarmándolo y luego
apliqué un fuerte revés sobre su hombro derecho
para hacerlo desistir de cualquier otro intento de
ataque.

Se retorció de dolor quedando tendido en el suelo
al tiempo que Kebhet se acercó corriendo preocupada por su
estado.

—- Aparte del dolor y unos cuantos moretones no le
pasará nada.—- dije a Kebhet.

—- Os daré todas mis joyas, y el oro que
queráis, pero no nos delatéis.—- rogó ella
llorando, mientras lo ayudaba a levantarse.

—- Ya os dije que no me interesa que
engañéis a vuestro marido. No vine a espiar vuestro
vínculo. La razón por la que lo he seguido es otra
pero, no puedo revelarla porque es un secreto.—-
expliqué a la mujer.

Alcé la espada y la arrojé lejos hacia los
matorrales para que no intentara atacarme nuevamente.

—- Vuestro secreto no será conocido por mi
lengua. No me siento juez de nadie, así es que
podéis estar tranquilos.—- dije, antes de
marcharme.

Retorné a mi hogar exhausto, buscando recuperar
las fuerzas para continuar con la investigación. Antes que
amaneciera me despertó el trino de las aves revoloteando
en vuelos agresivos, peleándose por los maduros
dátiles que pendían como dulces trofeos de las
palmeras del jardín. Mientras desayunaba los observaba
como se abalanzaban en picada unos sobre otros
amenazándose y propinándose uno que otro picotazo
sin realmente dañarse, sin lastimarse al punto de que
alguno de ellos pudiese llegar a morir, y comparaba su
comportamiento con el de los humanos, tan diferentes, entregados
a mortales enfrentamientos en que los hombres se afanan por
conquistar territorios, tesoros y esclavos, matándose unos
a otros sin sentido, pues a mi modo de ver, ninguna conquista
puede compensar el sufrimiento que la guerra, la opresión,
el sometimiento y la esclavitud,
ocasionaban a las naciones que se autoinmolaban por los
líderes a los que seguían en sus aventuras
bélicas, siendo los poderosos, los únicos
beneficiarios del derramamiento de sangre.

El llamado a mi puerta, interrumpió mis
pensamientos, haciéndome regresar a la realidad, en la que
la razón y el sentido común son los primeros
baluartes arrasados por las destructivas fuerzas de la
insensatez.

—- ¡Menwi, qué alegría volver a
veros!—- exclamé, al abrir la puerta y encontrar a mi
amiga y a su hijo, acompañando a Maya.

—- ¡Shed, mi corazón se regocija por
vos!—- respondió ella asiendo con firmeza mis
manos.

—- Lo mismo digo, querida amiga. Tal vez Maya ya os
haya adelantado algo acerca de la razón por la que os
solicité que vinierais a la capital.—- dije, esperando
una respuesta de mi amigo.

—- No me pareció conveniente adelantarle
nada.—- dijo, Maya.

—- Solo me dijo que me necesitabais y fue suficiente
para decidirme a abandonar la aldea, sabiendo que mi hijo y yo,
estaríamos mejor cerca de vos.—- respondió,
posando sus manos sobre los hombros del pequeño
Hui.

—- Ambos permaneceréis en casa de mis padres
hasta que puede conseguiros una vivienda.—- respondí,
hincándome para saludar al niño que devolvió
tímidamente mi muestra de afecto.

—- Shed, no tenemos tiempo que perder, recuerda que
debíamos reunirnos con Gamartu para saber si el resto de
los miembros del grupo ha podido averiguar algo.—- dijo Maya,
advirtiendo que se hacía tarde.

—- Es cierto.—- respondí.—- Dejaremos a Hui
con mi madre y en el camino de regreso os comentaré la
razón por la que estáis aquí.

Mi madre aceptó de buen grado cuidar al
pequeño, tras lo cual dejamos la aldea de los artesanos de
la necrópolis para regresar a la orilla oriental
dirigiéndonos inmediatamente a entrevistarnos con
Gamartu.

—- ¿Qué os puedo ofrecer, estimado
Shed?.—- dijo el mercader, al vernos aparecer ante su
puesto.

—- Deseo que me mostréis el bello pectoral de
oro y turquesas que me prometisteis tenerme para hoy.—-
respondí, disimulando ante los clientes que examinaban sus
mercancías.

—- Os ruego me acompañéis al interior de
mi humilde hogar para que conversemos sobre el precio de tan
valiosa joya.—- dijo.—- Consultad lo que queráis con
mis hijos.—- dijo a sus demás clientes.

Dejando a sus hijos y a sus sirvientes atendiendo a los
posibles compradores, nos hizo ingresar hacia la parte posterior
de su tienda.

—- Mujer, dejadnos unos momentos que debemos hablar de
negocios.—-
dijo Gamartu a su esposa y a una de sus hijas que allí se
encontraban.

Se retiraron hacia el exterior haciendo una sencilla
reverencia ante nosotros en señal de respeto.

Presenté a Menwi al mercader, a quién le
brillaron los ojos al apreciar las atractivas formas de la
muchacha.

—- Contadme que habéis averiguado.—-
pregunté, ansioso.

—- Sí, …—- dijo Gamartu, visiblemente
distraído por los bellos pechos de Menwi, la que se
sonrió al darse cuenta.—- Vuestro compañero Wadj
me dijo que aún no ha podido encontrar ningún
indicio de que el jefe de la flota del Alto Hep-ur pueda ser el
traidor. Solo descubrió que Daga es un fanático
jugador y que se pasa largas noches en el juego de la serpiente y
otros más, apostando fuertes cantidades de oro.—-
respondió Gamartu.

—- Tal vez esté comprometido en deudas
importantes que alguien haya aprovechado para tentarlo a
traicionar por oro al Faraón.—- dijo Maya, especulando
con esa posibilidad.

—- No lo creo.—- respondí.—- He escuchado
que es un gran jugador y aunque no lo fuera, viene de una familia
de las más ricas del iripat, dueña de campos y
fundaciones piadosas en el Delta y cuyas propiedades se cuentan
entre las más extensas del alto Kemet.

—- Pienso lo mismo.—- dijo Gamartu.—- Es uno de
mis mejores clientes. Suele no reparar en gastos con tal de
que su esposa y sus hijos luzcan las más finas alhajas que
los orfebres locales y extranjeros pueden crear.—-

—- Talvez sea conveniente que Wadj siga observando sus
actividades, pero creería que tampoco es nuestro
hombre.—- respondí.

—- ¿Por qué dices tampoco?—-
preguntó Maya.

—- Porque también he descartado a Nebka de
entre los sospechosos.—- respondí.

—- Pero, si me dijiste que había ciertas
versiones que hacían desconfiar de él.—-
insistió Maya con la típica curiosidad de los
jóvenes.

—- Sin embargo, he descubierto ciertos secretos de
él que explican su comportamiento.—- respondí
dando a entender que no era necesario profundizar más al
respecto.—- Pasando a la actividad que desarrollará
Menwi, esta tarde la presentaré con Merythator, una
muchacha del barrio de las meretrices para que la introduzca en
los prostíbulos que frecuenta Sipar. Veremos que puede
averiguar acerca de él.

¿Qué hay a cerca del tesorero Penniut?—-
pregunté a Maya a quién correspondía su
seguimiento.

—- La verdad es que no he conseguido descubrir nada de
él que pueda resultar sospechoso. Está separado de
la madre de sus hijos y se cree que tiene como amante a una de
sus esclavas, una mujer amorrea que ha sido su fiel sirviente
desde hace muchos años. Se sabe que es un buen padre y ha
sido un recaudador intachable desde que se le encomendó la
tarea de controlar los ingresos de la rica región de
Ta-she sin que nunca faltase siquiera un saco de cebada de los
silos. Se diría que es un funcionario ejemplar.—-
concluyó Maya un tanto frustrado.

—- No penséis que vuestro trabajo no ha servido
solo porque no habéis descubierto en Penniut al traidor.
Es tan importante saber que los demás son hombres honestos
y confiables, como descubrir a aquel que entrega nuestros
secretos al enemigo. Sabíamos que no sería
fácil descubrir a quién nos traiciona. Pueden pasar
meses hasta lograrlo e incluso puede que nunca lo logremos.—-
dije a Maya para que no decayera su entusiasmo en la
investigación.—- De todos modos tenemos que intentarlo y
por sobre todo no hay que desesperar.

En ese momento ingresó desde una entrada lateral
una figura envuelta con harapos, maloliente y sucia que llevaba
cubierta su cabeza con un mantón de lana desgarrado. Nos
observó con desconfianza, posando la mirada en Maya que se
acercó a ella.

—- Ella es O’my.—- dijo Maya,
presentándonos a su amiga.

—- ¿Has comido algo el día de hoy?—-
pregunté preocupado por su salud. Se la veía como
una criatura débil y enfermiza que renqueaba al caminar.
Entre sus enmarañados cabellos negros, un ejército
de liendres se deslizaba lentamente por su cabeza. De a ratos
introducía los dedos de su única mano para rascarse
con sus mugrosas uñas, sacando montones de pelo invadidos
por puntos blancos.

Negó con la cabeza sin hablar.

—- ¿Qué puedes contarnos de Kau?—-
preguntó Maya, mientras le servía pan y frutas
secas.

Hablaba con Maya como si nosotros no
existiésemos.

—- Ese hombre recibió durante la noche a otro
hombre en su hogar.—- respondió.

—- ¿Cómo era el otro hombre?—-
preguntó Maya.

Me señaló sin dar más
detalles.

—- ¿Cómo yo de estatura?—-
pregunté extrañado, porque se trataría de un
sujeto alto.

—- Sí, pero más gordo y de piel
blanca.—- respondió.

—- ¿Joven o viejo?—- volví a
indagar.

—- Joven.—- afirmó con seguridad.

—- ¿Iba solo o lo llevaban sus sirvientes?—-
preguntó Maya.

—- Llegó en una costosa litera transportado por
esclavos. Tiene aspecto de ser un miembro del Iripat, como el
malvado amo que me cortó la mano.—- dijo mostrando su
muñón, que dejó impresionada a
Menwi.

—- Puede ser un amante, confirmando su homosexualidad, o tal vez su contacto, si fuese el
traidor.—- especulé.

—- Deberíamos acompañar a O’my,
tal vez sea importante.—- dijo Maya.

—- Tendremos que disfrazarnos de mendigos. No podemos
arriesgarnos a que nos descubran.—- dije.

—- Yo les daré ropas viejas de mis esclavos.
Deberán rasgarlas y ensuciarlas un poco.—- dijo el
mercader.

—- Las necesitaremos para esta misma noche.—-
comenté pensando en que era conveniente no perder
tiempo.—- Tenedlas preparadas para el ocaso que vendremos a
buscarlas luego de acompañar a Menwi hasta el
caserío de las meretrices.—- concluí.

—- ¿Dejaré de observar los movimientos
de Penniut?—- preguntó Maya.

—- Al menos por algunas noches. Quiero que me
acompañéis para ver si podéis ayudarme a
reconocer al visitante de Kau. Tal vez sea un hombre del
ejército, pensando que es un individuo corpulento, y vos
conocéis muchos más oficiales de alto rango.—-
expliqué.

Nos despedimos de Gamartu, dejando que O’my
comiera y bebiera con el comerciante que le ofreció su
hospitalidad.

Cuando llegamos a mi casa, encontramos a Awa arrodillada
en el jardín de entrada, despejando de malas hierbas el
cantero de las juncias.

—- Mi señor, una joven os espera en la
sala.—- dijo la anciana.

Merythator nos aguardaba. La había citado
allí para presentarle Menwi.

—- Gracias por acudir a mi llamado.—- dije a la
joven meretriz, saludándola con afecto.

—- Siempre podéis contar con mi amistad.—-
respondió, amablemente.

—- Ella es Menwi, una buena amiga.—- dije
presentándolas.—- Se ha visto en problemas con su pareja
y huyendo de él, ha venido a mí para solicitarme
ayuda, pero es demasiado orgullosa para permitir que la mantenga,
de modo que desea trabajar en vuestro burdel.—- expresé
en tono de confidencia, mientras me alejaba con Merythator,
dejando a Menwi con Maya.

—- ¿Es vuestra amante?—- preguntó, con
indiscreta curiosidad.

—- No, no lo es. Es una buena amiga a quien quiero
retribuir un favor.—- respondí.

—- ¿Ha trabajado en algún burdel
anteriormente?—- inquirió Merythator.

—- Así es. En su aldea era meretriz de modo que
sabe manejarse con los clientes.—- respondí.

—- Quiero ser sincera con vos. Necesitará
algunos cambios en su aspecto.—- dijo la mujer, desaprobando el
cabello desordenado de Menwi.—- Además para empezar
deberá darme la mitad de lo que gane durante los primeros
meses pues yo pagaré su estancia en la casa de las
mujeres, su comida y vestido. Luego de un tiempo de trabajo
podrá ganar más.—- aclaró Merythator, como
una experta conocedora del negocio.

—- No os preocupéis por la vivienda, ella puede
vivir en mi casa con su hijo.—- lo dije como al pasar para ver
si aceptaba esa condición. Mi madre ya tenía
demasiado trabajo con el pequeño Kai y con Lyna que se
encontraba enferma para todavía darle más trabajo
cuidando a Hui.

—- No importa que tenga un hijo, otras mujeres
también los tienen pero debe estar a disposición de
los clientes cuando yo la necesite, por eso debe vivir con las
demás. Tenemos esclavas que cuidan de los
niños.—- dijo con la decisión de no transigir al
respecto.

—- Está bien, como vos digáis.—-
acepté mostrando satisfacción, para disimular el
verdadero interés de que Menwi pudiese ingresar al
burdel.

—- Debemos irnos.—- dije a Menwi.—- Merythator os
proporcionará todo lo necesario. Iré a visitaros
mañana mismo en cuanto tenga un tiempo de
descanso.—-

Volvimos al mercado a buscar la vestimenta que
utilizaríamos para hacernos pasar por mendigos y esperamos
allí hasta después del ocaso para abandonar el
lugar amparados por las sombras de la noche que ya habían
invadido las oscuras callejuelas del puerto.

Durante los primeros días nada ocurrió y
esperamos vanamente alguna aparición.

Antes de la medianoche del sexto día de
vigilancia, merodeábamos la casa del jefe de los
rebaños en espera de tener más fortuna para conocer
al visitante nocturno.

Mezclados entre un grupo de vagabundos y pordioseros,
nos cobijamos del frío de la madrugada bajo un sauce
ubicado en un descampado cercano a la residencia del noble Kau,
para husmear la actividad reinante.

Todo se veía normal, en un ir y venir de
custodios, sirvientes y esclavos atareados en sus actividades
previas a la cena de su señor.

Cansado de fijar la vista a la distancia, me detuve a
observar a los que me rodeaban. Miserablemente vestidos, aquellos
indigentes, harapientos y sucios, hediendo a heces, orina y
sudor, se daban calor unos a otros, algunos dormitando, otros
hablando por lo bajo en murmullos casi imperceptibles e incluso
había una pareja copulando, sin que a los demás les
llamase la atención.

Una mujer desgreñada y andrajosa dormía su
borrachera jarra en mano mientras, su pequeño hijo le
chupaba la teta ávidamente para succionar su
leche.

Resultaba penoso ver a esas personas, abandonadas a su
suerte, en un país rico que se vanagloriaba de guardar en
las arcas de su Dios, más oro del que poseían
juntas el resto de las naciones del mundo.

Me parecía increíble que, menos de un mes
atrás, yo mismo me había entregado a esa existencia
de autodestrucción.

El gran disco de la diosa Ioh, recorrió un largo
trecho en su periplo celeste, antes de que se observara actividad
en la entrada de la casa del funcionario Kau.

—- Ese es el hombre.—- musitó
O’my.

Entre las sombras que proyectaban los árboles
bajo el blanquecino reflejo lunar, nos deslizamos con sigilo
hacia la entrada para ver mejor al visitante.

Los guardias que custodiaban el pórtico de
ingreso a la residencia, saludaron al personaje recién
llegado en su litera, con respetuosa familiaridad.

Ubicados a no más de cincuenta codos de distancia
entre los matorrales que se alzaban en el descampado, vimos
acercarse la litera hacia la luz que irradiaban las grandes
antorchas enclavadas en los pilares que limitaban el acceso a la
mansión.

La litera era lujosa, de cedro probablemente, lustrada y
con aplicaciones en marfil con figuras de animales del
típico gusto de los miembros del iripat.

El personaje en cuestión vestía una
túnica blanca de mangas cortas que permitían ver
las ajorcas con pedrería que lucía en su
muñeca derecha. En sus manos se adivinaban sortijas que
brillaban con áuricos reflejos en sus dedos. Llevaba el
tocado de lino en la cabeza que, desde nuestra posición,
ocultaba en parte sus facciones, a lo que se sumaba la
insuficiente iluminación que me impedía ver con
claridad.

—- ¿Podéis ver de quién se
trata?—- pregunté al oído a Maya, ya que yo no
había alcanzado a distinguir al sujeto.

—- No llego a verlo bien, pero creo que no lo conozco
o al menos no recuerdo haberlo visto.—-
respondió.

Los guardias abrieron el portal y la litera
penetró en los jardines sin que pudiésemos ver al
hombre.

—- ¿Esperaremos a que salga para intentar
reconocerlo?—- preguntó Maya, sin saber que
hacer.

—- No tengo intenciones de pasarme toda la madrugada
en este frío.—- respondí, mientras evaluaba
ciertos riesgos.

—- ¿Qué haremos, Shed?—- me
miró extrañado.—- No estaréis pensando en
entrar a la casa, ¿verdad?—- preguntó,
incrédulo.

—- No nos queda otra opción, Maya. El tiempo
corre y aún no tenemos ningún indicio que nos lleve
tras los pasos del traidor.—- respondí.

—- ¿Cómo pensáis entrar? Los
perros que llevan los guardias se ven feroces.—-
advirtió.

—- Me ayudaréis a distraerlos.—-
respondí.

—- ¿Cómo lo haré?—-
preguntó.

—- ¿Podéis subiros a aquella
palmera?—- pregunté indicando una palmera datilera de
mediana altura cargada de frutos, cercana al muro de
circunvalación de la residencia.

—- Sí, puedo hacerlo.—- respondió, sin
comprender aún lo que me proponía.

—- Mientras arrojáis dátiles hacia el
jardín para confundir a los canes, yo saltaré el
extremo opuesto del muro.—- respondí.

—- ¿Ese es todo el plan?—-
preguntó.—- Recordad que hay guardias, que puede veros
algún esclavo, que tal vez haya más perros de los
que hemos visto.—-

—- Tenéis razón, pero pensad que
quizá no halla otro modo para saber que hace ese individuo
en casa de Kau.—- respondí sin otro argumento
válido que justificara tanto riesgo.

—- Si os descubren y son quienes entregan nuestros
secretos a los hurritas, no dudarán en mataros.—- dijo
Maya, intentando disuadirme.

—- Si eso pasa comunicarás al visir que
habéis encontrado al traidor y mi muerte habrá
valido la pena.—- respondí, decidido.

—- Está bien.—- respondió, no muy
convencido.

Esperé que Maya se trepara a la palmera para
moverme circundando el muro por el exterior, hacia los fondos de
la residencia.

El paredón de adobe alcanzaba unos seis codos de
altura en el sector más bajo y se extendía sin
solución de continuidad rodeando toda la propiedad.
Habiendo buscado el tramo iluminado por la luna, divisé
cerca de una esquina una añosa y enorme higuera que
ayudaría a ocultar mi ingreso con su follaje. Hice
silencio un instante prestando oídos a algún sonido
que pudiera señalar la presencia de animales o personas
del otro lado del muro. Al no escuchar más que la suave
brisa meciendo suavemente las hojas de un sauce cercano, me
dispuse a escalar la pared. Fui asiéndome lentamente de
las oquedades e imperfecciones de su estructura que
ascendí no sin cierta dificultad hasta alcanzar la parte
superior, tras lo cual me quedé acostado sobre ella
tratando de ver qué había del otro lado. La negra
sombra que proyectaba el muro no me permitía ver nada, de
modo que tuve que esperar a que mi visión se adaptara a la
oscuridad de la zona para poder distinguir lo que había a
mi alrededor.

En ese instante me sobresaltó el ladrido de los
perros a la distancia, pero no venían hacia mí,
sino que se encontraban inquietos por los dátiles que
estaría arrojando Maya para darme tiempo a ingresar.
Debía actuar rápido pues mi compañero
tampoco podría distraer a los canes y a los guardias
durante mucho tiempo sin que lo descubrieran.

Bajé despacio permaneciendo aferrado de las manos
hasta quedar colgado a menos de un codo del suelo y me
dejé caer. Bajo mis pies había un cantero cuyas
plantas sufrieron
el rigor de mi peso. Salí de allí y caminando con
cautela entre los árboles del parque fui
acercándome hasta la casa propiamente dicha que se
veía iluminada interiormente en varios sectores de la
misma. Husmeando a través de puertas y ventanas
caminé agachado buscando el sitio en donde se
encontrarían el dueño de casa y su visitante. Lo
primero que vi fue la cocina en la que un grupo de sirvientes
aseaban los trastos que se habían utilizado para preparar
la cena. Junto a la misma se encontraba una pequeña
habitación aparentemente empleada como depósito de
objetos de limpieza y demás enseres.

En otra estancia de la casa, un grupo de esclavas negras
calentaban agua en recipientes de arcilla sobre un brasero que
luego vertían en una enorme tina construida en piedra e
instalada a nivel del suelo, que fue una verdadera novedad ya que
jamás había visto algo parecido en Kemet, pero que
luego descubrí que era una costumbre muy apreciada por los
nobles hititas y por otros de latitudes septentrionales que
gustaban de los baños de inmersión calientes. Al
principio quedé confundido sin entender qué se
proponían las sirvientes hasta que escuché a una de
ellas anunciar a su señor que el baño estaba
listo.

De pronto escuché voces en el sector del parque
cercano a mi ubicación y apresuradamente busqué
refugio en uno de los árboles cercanos trepándome
al más robusto de ellos cuyo tronco se bifurcaba
próximo al suelo en una gran rama. Permanecí
inmóvil agarrado a su áspera corteza silenciando
incluso mi respiración al ver que dos custodios se
aproximaban en su recorrida alrededor de los jardines.

Para mi suerte no llevaban perros que hubiesen
descubierto mi presencia a través del olfato, aún
antes de verme. Mi vestimenta era oscura así es que talvez
pasara inadvertida entre el tupido follaje, pero parte de mi
sombra se proyectaba en el suelo deformando la del tronco que me
sostenía.

Recién después de que los guardias se
hubieron alejado en su ronda, reparé que la
posición en que me encontraba me permitía observar,
a través de una ventana más cercana al techo que al
suelo, todo lo que hacían las esclavas terminando de
alistar el baño para su amo.

—- Podéis retiraos a descansar.—- dijo Kau a
algunas de las esclavas.—- Vosotras nos serviréis esta
noche.—- dijo al resto del grupo.

—- Acomodaos, amigo mío.—- dijo al sujeto que
lo acompañaba a quién no veía por
encontrarse en el otro extremo de la habitación hasta que
se aproximó a él mientras se
desvestía.

Quedé estupefacto al reconocer de manera
inconfundible al hijo de Neferhor y funcionario del soberano, que
a su vez era mi superior en la escala diplomática. El
"jefe de los secretos de las lenguas extranjeras" Baef’re,
era el misterioso visitante de Kau.

—- Llama a las mujeres.—- ordenó Kau a una de
las esclavas mientras otra le desprendía su taparrabo.
Otra hizo lo propio con Baef’re, y ambos sujetos entraron
en la gran tina.

Seguidamente aparecieron las mujeres a quienes
había hecho llamar Kau. Una de ellas era una prostituta de
la casa de placer de Merythator, a quien conocía de vista,
que abriendo lentamente su translúcido vestido, lo
dejó caer tras de sí para sumergirse con los
hombres. Luego entró otra muchacha de las que trabajaban
para ella.

—- Os traje lo que me pedíais.—- dijo la
mujerzuela a Baef’re.—- Es una sorpresa que os
tenía reservada.

—- ¿Me halagaréis con una muchacha
nueva?—- preguntó con ávida
curiosidad.

—- Así es. Pero os va a costar más de lo
que creéis.—- respondió ella, con medida
avaricia.

—- No importa el oro que pague, si es que ella lo
vale.—- dijo Baef’re.

—- La hice venir especialmente desde Mennufer para
vos.—- mintió ella.

—- ¿Qué esperáis para mostrarme
la nueva adquisición?—- respondió el
cliente.

—- Entrad Menwi.—- dijo la meretriz, para completar
mi sorpresa.

Saliendo desde una puerta lateral, se acercó
hasta el borde de la fuente. Si no hubiese escuchado su nombre
hubiera jurado que se trataba de otra mujer. Su negro cabello,
brillaba bajo la luz de las lámparas en decenas de finas
trenzas bajo una delicada corona de alelíes. Los
cosméticos con que fue maquillada destacaban sus
pómulos suaves y redondeados, bajo los almendrados ojos
pardos, pintados con magistral sutileza. Su boca parecía
una fruta madura dispuesta a deleitar al paladar más
exigente.

—- Quitaos la túnica.—- dijo
Baef’re.

Sentí acelerarse mis latidos y mi sangre
apuró su tránsito por mis venas. La odié y
la deseé intensamente por lo que ella haría con
esos hombres como si me estuviese siendo infiel.

Su vestido cayó, dejando al descubierto la
impensada belleza que sus humildes ropas habían ocultado
tanto tiempo a mis ojos. No se parecía a Tausert y tampoco
podría haberla comparado con la abrumadora hermosura de
Ahset, sin embargo, el encanto de su rostro en armonía con
la sensual proporción de su feminidad despertaron mis
anhelos de poseerla.

Lentamente se sumergió junto a Baef’re que
la abrazó posando sus asquerosas manos sobre ella. Mi
cuerpo experimentaba el llamado sexual y al mismo tiempo un
encendido encono hacia mi superior. Los demás personajes
en la habitación habían desaparecido para
mí. Tan solo existía Menwi que se entregaba a aquel
miserable que la manoseaba con total descaro.

Lamió sus pezones hasta casi morderlos con
agresividad, con su obscena lengua recorrió su cuello
hasta derivar en sus carnosos labios que se abrieron pecaminosos,
adúlteros, para unirse en besos apasionados a aquel
infame.

La tendió sobre el suelo, con sus piernas
aún sumergidas en el agua y llenando un cuenco con el
tibio líquido, lo derramó sobre su vientre. Su piel
se erizó de excitación y ella lo atrajo hacia
sí para terminar de turbar mis morbosos pensamientos
agitados entre la ira y la pasión por aquella
mujer.

No pude soportarlo más. Debía irme de
allí. Era obvio que Kau y Baef’re no eran
homosexuales y que ocultaban sus actividades solo para evitar
problemas con sus prometidas, mujeres de noble cuna dentro de la
aristocracia que no soportarían ser reemplazadas por
profesionales del sexo. No imaginaba a un par de traidores
disfrutando de los placeres sensuales despreocupadamente,
mientras arriesgaban sus pellejos entregando información
secreta a los enemigos de su rey. No, no podían ser
ellos.

Esperé el momento adecuado para bajar de
allí, evitando mirar lo que ocurría dentro de la
casa, que de solo pensarlo exaltaba mi imaginación en una
mezcla de intenso ansias, al tiempo que desprecio hacia Menwi por
la manera en que se entregaba a otros.

Bajé del árbol apenas se dio la primera
oportunidad y corrí hacia los fondos por donde
había ingresado.

Los lebreles percibieron mi presencia y se echaron a
correr tras mis pasos pero sin oportunidad de darme alcance, para
solo lograr confundir a los guardias que nunca sospecharon de mi
presencia.

—- ¡Estaba preocupado por vos!—- dijo Maya
saliendo a mi encuentro cuando me vio llegar.—-
¿Averiguasteis algo de valor?—-
inquirió.

—- Nada concluyente, pero me animaría a
eliminar a Kau de la lista de sospechosos.—-
respondí.

—- ¿Os ocurre algo?—- observó Maya,
percibiendo un cambio en mi ánimo.

—- Nada Maya, no sucede nada.—- respondí, sin
lograr disimular mi turbación.

Junté nuestros harapos sin decir palabra y en
silencio regresamos a la ciudad sin poder quitar de mi mente la
imagen de Menwi.

Capítulo 13

"Nuestras debilidades, nuestros
verdugos."

Durante la mañana de aquel día luego de
dormir un poco, volvimos al mercado para reunirnos con Gamartu
para analizar el progreso de nuestra
investigación.

—- Se nos terminan los sospechosos y no encontramos
evidencias que dirijan nuestra atención a un individuo en
particular que pueda ser el traidor que buscamos.—-
reflexionó Maya.

—- Todavía nos queda conocer si Khnumhetep, el
jefe de escribas, tuvo acceso a alguna orden escrita por el
Faraón a los jefes de las flotas que comandaban las
expediciones atacadas. De confirmarse dicha posibilidad,
tendríamos a un nuevo sospechoso.—-
repliqué.

—- Pero si el jefe de escribas tuvo la oportunidad de
leer dichos documentos, también pudieron caer en manos de
otros funcionarios cercanos al soberano o al propio visir, como
ser el propio vocero Amunedjeh.—- dijo Gamartu.

—- Es cierto lo que decís. Tal vez estemos
buscando entre los hombres equivocados.—- pensando en que
podría ser enorme el número de burócratas
que pudieron copiar las órdenes si no hubiesen permanecido
en lugar seguro antes de ser entregadas a sus destinatarios.—-
Deberé consultar a Rekhmyre si las condiciones de
seguridad bajo las cuales se mantuvieron guardados los
documentos, garantizan que nadie más entre los
funcionarios de la residencia pudiese acceder a ellos.—-
concluí.

—- También falta conocer lo que pueda descubrir
Menwi a cerca de Sipar.—- dijo Maya.

El recuerdo de los sentimientos experimentados la noche
anterior, los revivió con amargo realismo.

—- Sí, . . .—- dije titubeando
distraído por la perturbadora emoción que me
ocasionaban imágenes que aún flotaban en mi
mente.—- veremos que podemos averiguar de él.—-
respondí por obligación eludiendo cualquier otra
cuestión acerca de Menwi. Por supuesto que no pude impedir
que Maya percibiese que algo me afectaba en relación a
ella, pero en aquel momento no dijo nada, solo me observó
inquisitivo.

—- Iré ahora mismo a ver al visir, para
confirmar nuestra lista de sospechosos.—-
comenté.

—- Yo buscaré a mi hermano que me
reemplazó en el seguimiento de las actividades de Penniut
para saber como van sus investigaciones.—- dijo.

Salí con Maya hacia la residencia tratando de
concentrarme en los datos que teníamos sobre todas las
informaciones recabadas hasta el momento, buscando en mi memoria
algún signo, alguna señal que me indicara que
estábamos pasando por alto un hecho importante, una
actitud extraña o quién sabe que
más.

—- ¿Qué está pasando Shed? Os
comportáis de manera poco habitual desde anoche, y no me
digáis que estoy imaginando cosas. Os conozco lo
suficiente para darme cuenta que hay algo que os molesta.—-
dijo Maya, muy perspicaz como siempre.

Permanecí en silencio un momento sin deseos de
responder pero luego pensé que contarle a Maya lo que me
ocurría quizá me ayudase a comprender lo que
sentía y a superarlo.

—- Anoche, cuando entré en la casa de Kau,
descubrí que su compañero de juerga es
Baef’re mi superior, el hijo del canciller Neferhor y que
se reúnen en secreto porque llevan prostitutas para
divertirse, de manera que sus prometidas no sepan sobre sus
actividades.—-

—- Y, ¿qué es lo que os molesta de
ello?—- preguntó Maya,
interrumpiéndome.

—- Dejadme terminar. Entre las mujeres que llevaron
anoche estaba Menwi que había sido enviada por
Merythator.—- respondí, sin atreverme a explicar sin
rodeos el asunto.

Maya me miró sin comprender a lo que me
refería. Me observó sin animarse a interrumpirme de
nuevo.

—- No sé lo que me ocurre, ni por qué,
pero sentí celos al ver a Menwi, hermosa como estaba, en
brazos de otro hombre. Me sentí traicionado y la
odié por serme infiel.—- expresé con sinceridad
esperando la réplica de Maya.

—- ¿Fuisteis amante de Menwi?—-
preguntó.

—- No.—- respondí.

—- ¿Estáis enamorado de ella?—-
concluyó.

—- No lo sé. Creo que no podría sentir
amor por ella. Esto no tiene sentido.—-
reflexioné.

—- Quizá sea una mezcla de deseo y alguna forma
de celos nacida de la amistad surgida entre vosotros.—-
expresó Maya, sin seguridad.

—- Cuando estuve en la aldea pude haberme acostado con
ella muchas veces y nunca lo intenté. Ni siquiera la
veía atractiva.—- respondí con
sinceridad.

—- Pero, por algún motivo anoche fue diferente.
Me dijisteis que se veía hermosa, ¿verdad?—-
preguntó.

—- Realmente se veía hermosa como nunca
antes.—- dije. —- Anoche sentí una gran
excitación al imaginar que podía estar en el lugar
de Baef’re, pero al mismo tiempo me sentía mal por
desearlo.—- respondí.

—- ¿Creéis equivocado mezclar la amistad
que los une con el sexo?—- especuló Maya.

—- Pienso, que lo que me perturba es reconocer que
deseo a una mujer, como si estuviese traicionando el recuerdo de
Tausert.—- respondí inseguro.

—- ¿No tuvisteis relaciones con las prostitutas
de la aldea de Menwi?—- preguntó
extrañado.

—- Si lo hice, pero no por placer sino para auto
castigarme, rebajarme y destruirme, tal como me abandoné a
la bebida para morir de a poco.—- respondí, recordando
aquellos difíciles momentos.

—- Entiendo. No creo que sea incorrecto que
busquéis la compañía de una mujer luego de
tres meses del fallecimiento de Tausert.—- dijo.

—- ¿Qué pensáis que
debería hacer al respecto?—- pregunté,
desorientado.

—- Si estuviese en vuestro lugar comenzaría por
no dar demasiada importancia a mis propios pensamientos y
actuaría de manera natural.—-
respondió.

—- No sé a qué os referís
Maya.—- pregunté.

—- Sí lo sabéis, Shed. No tenéis
por qué contener vuestros deseos hacia otras mujeres.
Lamentablemente, Tausert murió pero, vos no y, el hecho de
que veáis a otras mujeres o volváis a enamoraros,
no significa que olvidéis a vuestra esposa o que no la
hayáis amado.—- dijo.

—- Gracias Maya, vuestras palabras me sirven de
mucho.—- respondí.

Maya me dejó para seguir su ruta mientras, yo me
dirigí a palacio en busca de Rekhmyre.

Atravesé los corredores rumbo a la administración sin perder tiempo y evitando
en lo posible ser visto por los escribas.

Los guardias del Visir sabían por orden del
propio funcionario, que debían permitir mi ingreso en la
sala de entrevistas,
en cualquier momento y sin preguntar motivos. El objetivo era que
nadie me viese esperando para un encuentro con él, que de
alguna manera pudiese relacionarlo con la misión secreta
que llevábamos adelante. Fuese para informarlo o para
consultarle sobre cualquier asunto, debía aguardarlo en la
intimidad de la sala, lejos de las miradas y los
comentarios.

Así es que al entrar imprevistamente al despacho
de Rekhmyre, encontré a Merenre que revisaba unos papiros
guardados en un pequeño y delicado armario de caoba y
marfil, que por su aspecto valioso, debía guardar objetos
de gran importancia.

El secretario se sobresaltó de tal manera que se
le cayeron la mitad de los papiros que se hallaba inspeccionando,
el rubor cubrió sus mejillas, su frente se empapó
de sudor y sus manos temblaron como si hubiera visto al
mismísimo Sutej secundado por su ejército de
demonios viniendo hacia él para arrancarle el Ka de su
cuerpo.

—- Perdón, señor secretario, no fue mi
intención asustarlo.—- me disculpé.

—- ¡Po…! ¡Por los… cuernos de
Amón!, ¡¿Cómo se os ocurre entrar de
esa forma?!—- dijo enfadado y avergonzado a la vez.

Se acuclilló para recoger los documentos que se
hallaban en el suelo con un nerviosismo que excedía lo
normal. Había algo más en su semblante que la
sorpresa de encontrarse con lo inesperado. Su perturbación
acusaba un temor, un miedo que me pareció exagerado por un
simple susto.

—- ¿Me permitís que os ayude?—-
pregunté intentando reivindicarme.

—- ¡Bastante habéis hecho ya! No
toquéis nada y manteneos lejos de mis documentos.—-
dijo, sumamente molesto, mientras guardaba los papiros en el
armario para luego asegurar su cierre.

—- No fue mi intención… —- dije, tratando
de disculparme pero me interrumpió.

—- No tiene importancia, pero la próxima vez al
menos haceos anunciar golpeando la puerta.—- respondió,
fastidiado.—- ¿A qué se debe vuestra
presencia?—-

—- Debo hablar con el visir.—-
respondí.

—- Sobre qué tema.—-
inquirió.

—- Un asunto privado.—- repliqué.

—- Mi señor Rekhmyre acompañó al
Faraón en su recorrida por las obras reales en el templo
de Amón-Ra.—-

—- No tengo prisa, voy a esperar a que regrese.—-
respondí.

—- No podéis permanecer aquí.—- me
espetó.

—- El propio Rekhmyre me autorizó a ingresar y
a esperarlo en este lugar de ser necesario.—- dije.

—- Me parece muy extraño que no me lo haya
comunicado.—- dijo, molesto y aún nervioso.

—- ¿Acaso el visir debe daros explicaciones o
consultar con vos las decisiones a tomar?—- pregunté,
irónicamente.

—- No, por supuesto que no.—- dijo antes de
retirarse.

El comportamiento de Merenre era inusual, su actitud, la
exagerada reacción que tuvo ante mi entrada. Su propio
aspecto era diferente del que tenía acostumbrado a
observar en él. Se lo veía un tanto
desaliñado, cansado, ojeroso, como si no durmiese bien.
Tenía poco más de treinta años y de pronto
aparentaba cincuenta, hasta daba la impresión de estar
mucho más canoso que cuando se celebró el juicio en
contra de Kina. ¿Qué le estaba ocurriendo? No
podía ser él el traidor. Era la mano derecha de
Rekhmyre, su heredero directo a ocupar el más alto cargo
de la administración del país, con un
futuro asegurado, prestigio, propiedades y una rica tumba en el
cementerio de los nobles de Waset. Era ridículo siquiera
imaginar que intentara traicionar por riqueza al Faraón.
Pero algo le estaba pasando. ¿Estaría enfermo? De
todas maneras, aunque así fuera, no se explicaba su
reacción cuando irrumpí en la sala del
Visir.

¿Qué sabía realmente acerca de
él? Era soltero y vivía con su anciana madre. Su
padre fallecido largo tiempo atrás había sido
administrador del tesoro de Ptah en Mennufer, en donde Merenre se
formó en la escuela de
escribas desde muy joven, mostrando sus capacidades para cargos
importantes en la burocracia. Una desagradable cicatriz provocada
por una quemadura en su niñez, había deformado su
cuello y parte de su rostro, provocándole gran
vergüenza que lo llevaba a ocultar su deformación con
una bufanda de lino. Se decía que frecuentaba las casas de
placer como cualquier hombre normal y que si no tenía
esposa o concubina era porque desconfiaba de las mujeres creyendo
que se acercaban a él por interés y no por
amor.

Poco tiempo después llegó el
visir.

—- ¡Shed!, estaba impaciente por tener noticias
vuestras. ¿Qué habéis podido averiguar?—-
preguntó ansioso Rekhmyre.

—- A decir verdad nada concluyente, pero al menos
hemos separado de la lista de sospechosos a la mayoría de
los funcionarios, entre ellos a Nebka, a Daga, y muy posiblemente
a Kau. Nos queda por seguir los pasos de Sipar y confirmar la
inocencia del jefe de los graneros, Penniut, de quien hasta ahora
no hemos encontrado actividad que nos haga presuponer que sea el
traidor.—- respondí un tanto desilusionado por los
magros resultados de la investigación.

—- Pero, ¿cómo puede ser que no aparezca
el culpable?—- preguntó insatisfecho y preocupado
Rekhmyre.—- El Faraón me pregunta constantemente acerca
de la cuestión. ¿Qué le responderé?,
¿qué excusas le daré para justificar que no
hemos descubierto a un miserable traidor de entre solo nueve o
diez hombres?—-

—- Mi señor, le advertí que los
resultados no serían inmediatos. El plan que he puesto en
práctica es el único que nos puede garantizar el
éxito. No pensará que es mejor torturar a todos
esos hombres hasta que uno confiese su culpabilidad,
¿verdad?

—- Por supuesto que no, pero…—- dijo, sin
convicción.

—- Confiad en mí.—- le dije convencido.—-
Esto lleva tiempo. Investigar las actividades de tantos
funcionarios no es tarea fácil, teniendo presente que de
ser descubiertos se corre el riesgo de echar por la borda toda la
misión, sin dar jamás con el responsable. No
debemos apresurarnos pues si cometemos un error y se conoce
nuestra investigación perderemos al contacto aunque
descubramos al traidor.—-

—- Tutmés me exige celeridad en los resultados.
Dice que no puede dar a conocer los verdaderos planes de la
campaña hasta que no se descubra al traidor. Además
hemos recibido un mensaje urgente de nuestros aliados hititas
solicitando un nuevo envío de cereales. Se encuentran en
problemas para alimentar a sus ejércitos tras el duro
invierno en las estepas, pero, ¿cómo preparar el
cargamento y enviar la expedición, sin el peligro de
perderlo nuevamente a manos del enemigo?—- expresó
preocupado, Rekhmyre.

—- Decidle al soberano que nos dé una semana
más. Si en ese intervalo no logramos descubrir al traidor,
que planifique el envío sin informar a su alto mando y que
transmita órdenes orales directas y sin intermediarios al
jefe de la expedición, de esa manera evitará
riesgos de que se filtre información.—-
concluí.—- Por cierto.—- recordé preguntar
cuando ya me iba.—- ¿Hay alguna posibilidad, que los
detalles relacionados con el envío de los cargamentos
anteriores, hayan sido asentados en papiros que pudieron estar al
alcance de cualquier miembro de la administración?.—-
consulté.

—- Tal vez, pudiera ser que en un descuido, la
información respecto del contenido del cargamento, la ruta
a seguir y el puerto de destino de la primera expedición
enviada a nuestros aliados, hubiese estado a la mano de cualquier
burócrata de palacio. Con respecto a la segunda
expedición, tengo la seguridad que el papiro en donde se
encontraban los detalles en cuestión, nunca salió
de esta oficina, pues mis
guardias custodian este lugar día y noche sin que nadie
pueda ingresar aquí sin mi autorización.—-
respondió Rekhmyre.

—- Y, ¿cuántas personas cuentan con
dicha autorización?—- inquirí.

—- Solo mi secretario.—- respondió.—-
¿Por qué?

—- Por nada. Solo quería estar seguro de que no
existían otras vías por las que pudiese fugarse
información.—- respondí.

No quise cubrir con un manto de sospecha la trayectoria
de Merenre delante del visir, hasta no investigar sus
actividades, ya que me sentía en deuda con él, por
haberme salvado de una muerte segura aquella noche en que fui
secuestrado y llevado a la necrópolis, y por lo mucho que
había colaborado en la búsqueda de aquellas cartas
que me absolvieron de culpa durante el juicio a Kina. Sin
embargo, desde aquel momento se transformó en mi principal
sospechoso.

Contaba con la confianza del visir, tenía acceso
a la información que había pasado a manos del
enemigo y su comportamiento se había mostrado, si no digno
de sospecha, por lo menos sumamente extraño. Pero,
¿qué motivo podía tener un hombre que
perseguía un futuro promisorio, para traicionar a su
propio soberano quién sería el único que
podría proporcionárselo? La respuesta a tan
misterioso interrogante ocuparía mi atención
durante los próximos días.

Dejé la residencia evitando transitar por los
sitios en que se desarrollaba la actividad diplomática,
para no encontrarme al canciller Neferhor, a su hijo, o a
cualquiera de los otros funcionarios que compartían
conmigo la sala de escribas, que de toparse conmigo me
preguntarían las razones de mi ausencia.

Regresé a mediodía a la tienda de Gamartu
para conocer las novedades que tenía el hermano de Maya,
respecto a las actividades del Jefe del granero del alto Kemet.
Maya ya se encontraba allí con su hermano Kemy y estaba
conversando con O’my la mendiga, Gamartu, Wadj, y para mi
sorpresa también se encontraba Menwi. Saludé a
todos en general sin detenerme en Menwi que al parecer esperaba
un trato especial. Aún me sentía molesto por lo de
la noche pasada y la sangre quemó mis entrañas y mi
corazón se agitó en mi pecho al verla. A pesar de
no estar embellecida como la noche anterior, se veía
hermosa con un llamativo vestido nuevo que marcaba su cuerpo y
dejaba traslucir sus pezones a través del delgado lino
púrpura. Noté en sus facciones un gesto de fastidio
por mi descortesía.

—- Veo que estamos casi todos. Nos dediquemos a
estudiar el estado de nuestra investigación.—- dije,
eludiendo su mirada. Puede parecer absurdo, pero al ignorarla me
vengaba de lo que yo sentía como su infidelidad.—-
¿Qué habéis averiguado de importancia
respecto a Penniut?—- pregunté a Kemy.

—- Nada. El jefe del granero es un funcionario
correcto, un tanto holgazán pues solo da órdenes
sin mover su gordo trasero de la silla desde la que dirige a sus
escribas pero por lo demás no hay nada que decir en su
contra.—- respondió el hermano de Maya.

—- ¿Lo has seguido, luego de dejar los silos al
final de la jornada?—- pregunté.

—- Cada atardecer retorna a su hogar llevado en litera
por sus sirvientes, atiende personalmente a sus halcones y cena
opíparamente con su familia para luego retirarse a su
terraza a beber antes de ir a dormir.—- relató Kemy.—-
Podría apostar mi cabeza a que él no es el
traidor.—- concluyó.

—- ¿Qué dices tú, O’my?—-
consulté a la muchacha nehesi que, sentada en el suelo
mataba hormigas con su dedo para después introducirlas en
su boca, ante la sorpresa de todos.

—- No sé nada más.—- respondió
sin levantar su vista hacia mí, mientras continuaba con su
cacería.

—- ¿Qué puedes contarnos de Daga?—-
pregunté a Wadj.

—- Tampoco pude aportar más de lo que ya
informé de él.—- respondió.—- Es un
jugador empedernido y un apostador enfermizo pero, ni siquiera
tiene deudas de juego ya que gana mucho más de lo que
pierde. Realmente no creo que sea el sujeto que buscamos.—-
dijo.

—- Por mi parte, puedo asegurarte que Uneg es tan
transparente como parece y no he encontrado motivos para dudar de
su inocencia.—- dijo Gamartu, anticipándose a mi
pregunta.

—- ¿Qué hay de los que faltan?—-
pregunté a Maya.

—- ¿Acaso no importa lo que yo haya
averiguado?—- preguntó Menwi, molesta.

—- Ya llegará vuestro turno.—-
respondí cortante.

Me miró furiosa, sin decir palabra. Maya
esbozó una sonrisa al tiempo que reprobaba mi infantil
actitud. Se esforzó para responder sin reírse. Le
hice una seña con la cabeza para que contestara mi
pregunta.

—- Ninguno descubrió algún hecho de
importancia.—- respondió Maya.

—- Dime Menwi, ¿qué habéis
averiguado?—- pregunté.

—- ¡Nada!—- respondió, enfadada para
fastidiarme. Al darse cuenta que su respuesta la hacía
quedar como una tonta, se ruborizó y respondió lo
que realmente había querido comunicar antes.—- En
realidad, … si he averiguado algo. Sipar estará esta
noche en lo de Merythator y me acercaré a él para
conocerle más.—- respondió.

—- ¿Qué habéis averiguado de lo
que hablamos esta mañana?—- preguntó Gamartu,
interesado.

—- El propio Rekhmyre me aseguró que nadie
excepto él tuvo acceso a esos documentos.—- no quise
mencionar mis sospechas respecto a Merenre delante de
todos.

—- Entonces si no es Sipar, habremos fracasado en
nuestro empeño.—- dijo defraudado el joven
Kemy.

—- Tal vez exista otra posibilidad. Cuando esté
seguro, les haré saber. Por el momento no quiero despertar
falsas expectativas.—- respondí al grupo, observando
renovarse la luz de esperanza en sus miradas.—- Volveremos a
reunirnos dentro de tres días aquí mismo. Si
llegaran a descubrir algo importante, lo comunicarán a
Gamartu, quién me lo trasmitirá. Hemos terminado
por hoy y que Amón-Ra ilumine con su protección
vuestro camino.—- dije, despidiéndome de
ellos.

—- ¿Qué os ocurre Shed?—- me
enfrentó directamente cuando ya me retiraba.—-
¿Porqué me tratáis con indiferencia?—-
preguntó Menwi.

—- No lo hago.—- dije, sin ganas de dar
explicaciones.

—- ¿Acaso negaréis que me ignorasteis
adrede cuando saludasteis a los demás?—- replicó
con enfado.

—- Estoy demasiado preocupado para perder el tiempo en
nimiedades. Si creéis que os ignoré pido disculpas
y terminemos con esto.—- respondí, grosero.

—- Me irrita vuestra altanería. Nunca
pensé que fuerais tan soberbio. Os creí educado y
galante pero veo que me equivoqué.—- dijo,
dándome la espalda al salir.

Me sentí como un estúpido. Estaba
comportándome como un niño que no podía
controlar sus sentimientos y menos aún los impulsos de su
cuerpo. Debía retractarme de mi actitud en algún
momento y pedirle disculpas. Menwi no estaba haciendo nada que no
correspondiese. Era prostituta y estaba cumpliendo con la
misión mientras hacía su trabajo habitual. La
deseaba y quería poseerla pero, no debía confundir
mis emociones pues podría afectar no solo nuestra amistad
sino también su desempeño en la
misión.

Fui a casa de mis padres a visitarlos y a ver a Kai, que
llevado por mi suegra, pasó todo el día jugando con
Hui, en la aldea de los artesanos de la ribera occidental. Mi
esclava, la vieja Awa, fue para colaborar con mi madre en la
atención de los niños y de la pobre Lyna cuya
dolencia había deteriorado notablemente su ya precaria
salud. Comí con ellos, y retorné a descansar a mi
casa antes del ocaso pues, el agotamiento provocado por varias
noches sin dormir me impediría seguir con atención
a Merenre.

Las blancas paredes de los palacios y los muros de los
templos brillaban como espejos, reflejando la intensa luminosidad
de la tarde que cegaba con su dorada claridad. El calor era
bochornoso y el aire se tornaba sofocante cuando el viento del
desierto hacía su aporte de polvo y arena.

Llegué transpirado a casa y me quité el
faldellín para enjugarme el sudor y eliminar la suciedad
pegada a mi piel. Di un suave masaje a mis pies agobiados que se
veían hinchados y ampollados, luego de una actividad casi
continua durante varios días.

Sentado en una silla y con un trapo mojado con agua
fresca que empapé en un barril que manteníamos a la
sombra, fui limpiando mis piernas con lentitud aprovechando el
momento para disfrutar de la sombra de la acacia en la
tranquilidad del jardín.

Su aparición en la sala me sorprendió
pero, me pareció oportuno el momento para hablar de lo que
me había estado pasando y para disculparme por mi
comportamiento.

—- La puerta estaba abierta. Espero que no os moleste
que haya venido. Necesitaba dialogar con vos.—- dijo
Menwi.

—- No me molesta, por el contrario. Yo también
deseaba que hablemos.—- respondí.

—- Antes que nada quiero deciros que si os
habéis arrepentido de haberme llamado a Waset, no
dudéis en decírmelo. Prefiero que seáis
sincero y no que me ocultéis la verdad
transformándome en una carga para vos.—- dijo
pensativa.

—- Os aseguro que no es ese el motivo de mi grosero
comportamiento. Lo reconozco porque vuestro reproche de hoy era
justificado y sé que no merecéis ese trato de mi
parte.—- expresé avergonzado.

—- Dejadme que os limpie la espalda.—-
dijo.

Le entregué el lienzo que comenzó a pasar
suavemente por mis hombros. Sentí la excitación que
me provocaba su cercanía y el roce de sus
manos.

—- Entonces, ¿por qué actuasteis de esa
manera?—- preguntó, intrigada.

—- Anoche estuve husmeando la casa del idenu Kau, que
era uno de nuestros sospechosos, y os vi con Baef’re.—-
me interrumpí pues me costaba decirlo sin que pareciera
fuera de lugar. Menwi me miró con atención, pero
aún sin comprender.—- Sentí celos al veros con
él. Sí, puede pareceros ridículo, —- me
apresuré a decir.—- pero es la verdad. Vuestra diferente
apariencia, la vestimenta que utilizabais y hasta la actitud tan
alegre que mostráis con relación a la vida que
llevabais en la aldea, provocaron en mí un cambio en la
forma de veros.—- sus manos se deslizaron sobre mi abdomen y
prácticamente me rodeó con sus brazos.

—- Anoche os deseé como jamás lo
había hecho antes. Sois hermosa y no puedo evitar sentirme
atraído por vos, aunque sé que no debería
estar diciéndoos todo esto.—- sus manos aferradas a mi
pecho mientras besaba mi cuello, demostraba que a ella tampoco le
importaba.

Un vigoroso impulso recorrió mis entrañas
cuando ella mordió tiernamente mi oreja. Sentía la
presión
de sus senos contra mi espalda y llevé mis manos por
detrás de mi cabeza para acariciar sus cabellos que
caían sobre mi hombro como una lluvia de delgadas trenzas.
Su pelo olía a dátiles, en tanto que su piel
húmeda llevaba el aroma de granadas silvestres.
Giró hasta quedar arrodillada frente a mí
uniéndonos en un beso interminable y apasionado. Cuando
intenté abrazarla llevó mis manos hasta su vestido
que prontamente arrojó a un lado para hundir mi boca sobre
sus pezones enhiestos. ¡Con qué placer
indescriptible libé de sus pechos suaves y tibios como si
de un manjar de los dioses se tratara! Bajó lentamente
hasta encontrar mis labios. Nos devoramos mutuamente como
predadores hambrientos. Lamí su cuello cual gacela
saciando su sed a orillas del río. Jadeante de
excitación, Menwi descendió por mi vientre hasta
soltar mi taparrabo.

Antes de que alcanzara el éxtasis, se posó
sobre mí y con serpenteantes movimientos ondulatorios me
provocó aún más excitación y luego la
monté como lo hace el león con su hembra que
duró largo tiempo. Finalmente terminamos unidos en el
intenso calor de nuestras anatomías fundidas en un abrazo
ardiente. Cansados y sudorosos, caímos en un sueño
reparador entrelazados sobre una estera de junco.

Desperté sobresaltado, cuando un movimiento de
Menwi junto a mí, me sorprendió de repente
descubriendo que ya había oscurecido
totalmente.

—- ¡Menwi, ya ha caído la noche debemos
irnos!—- dije, preocupado, pensando que seguramente Merenre ya
se habría retirado de la residencia real.

—- ¡Oh, no! Merythator me reprenderá por
llegar tarde.—- dijo alarmada, mientras se vestía con
premura.

Salimos apurados, aparentando cada cual, estar pensando
en sus obligaciones. No dijimos nada en el camino. Nos
observábamos a hurtadillas como niños tratando de
descubrir en el otro, lo que no nos animábamos a
preguntarle de forma directa. Ambos sabíamos que
impulsivamente habíamos infringido una regla no escrita
que alteraba la relación de amistad que nos unía
hasta entonces. El simple contacto de nuestras manos al
saludarnos, el roce de nuestra piel al acercarnos, el cruce de
nuestras miradas, ya no serían los mismos. La
pasión, de alguna manera, había dañado el
sentimiento casi fraternal que alguna vez creíamos que se
había gestado de un aprecio desprovisto de intereses
mundanos. Nos separamos cerca de las murallas del templo de
Amón, sin saber qué decir, con tan solo un "hasta
pronto" forzado por las circunstancias.

Capítulo 14

"Fuego
y muerte."

Tuve suerte al encontrar a Merenre aún en palacio
pero sus movimientos y tareas no tenían nada de
extraño o sospechoso. Durante tres días lo
seguí prácticamente sin descanso a través de
la residencia, las calles de la ciudad en sus recorridas por las
entidades oficiales, los encargos del visir a las estancias del
templo dedicadas a la administración, la correspondencia
que se enviaba en los navíos reales desde el puerto, la
recepción de los recuentos de impuestos enviados por los
Heritepa’as (es decir los gobernadores de las provincias),
los despachos que se enviaban a los administradores de Uauat y
Kush, y las órdenes dictadas a los administradores de los
Wehat (los oasis). Nada, absolutamente nada, hacía
presumir que Merenre pudiese estar metido en algo turbio y, por
el contrario, me sentía culpable por haber dudado de
él, reconociendo incluso que su dedicación al
trabajo superaba con creces la mía.

Mi impaciencia al no encontrar ni la más
mínima evidencia de actos que pudiesen relacionarse al
robo de información o a la entrega de secretos militares,
se transformaba en desesperación al agotarse el tiempo
solicitado a Rekhmyre para encontrar a el o a los traidores. De
lo único que podía acusar a Merenre era de trabajar
demasiado. Si yo hubiese desempeñado todas las tareas de
las que él se ocupaba en el mismo día, seguramente
mi rostro hubiera reflejado el doble de cansancio que el suyo y,
mucho más abandonado mi aspecto.

Pedí a Maya que nos turnáramos para
vigilarlo. Merenre dormía tan poco de noche, que
debía esforzarme por llevarle el ritmo y aún
así no podía lograrlo. En una de aquellas
oportunidades, tuve que ser reemplazado por Maya cuando, luego de
no dormir durante tres jornadas completas, me encontró
dormido frente a la casa del secretario que para aquel momento ya
había dejado su hogar para reanudar sus tareas
matutinas.

Esa misma noche surgió la primera prueba de que
mi intuición no me había engañado. Luego de
descansar todo el día y toda la noche, regresé
frente a la casa de Merenre en donde estaría Maya
espiándolo de cerca.

—- ¿Ha ocurrido algo imprevisto?—-
pregunté de manera rutinaria a Maya que observaba con
atención hacia la casa del secretario.

—- Más de lo que imagináis.—-
respondió, sorprendiéndome
inesperadamente.

—- ¡Contadme!—- dije ansioso.

—- Anoche, muy entrada la madrugada, seguí a
Merenre hasta el mercado de abarrotes, al cual se dirigió
solo, sin sus sirvientes, con ropas oscuras y tratando de ocultar
su identidad. Se entrevistó con una bailarina que trabaja
en una de las tiendas montadas en la feria de espectáculos
ambulantes que proviene de Mennufer y que se encuentra instalada
desde hace dos meses en Waset.—- dijo Maya.—- Escuché
parcialmente lo que conversaban, pues no pude ubicarme lo
suficientemente cerca para oír con claridad todo lo que
decían, pero creo que ocurre algo malo entre ellos que
está afectando profundamente al secretario.—-

—- ¿Qué es lo que escuchasteis?—-
pregunté desanimado, imaginando que se trataría de
otra falsa suposición, relacionándola mas bien con
otro asunto amoroso malhadado.

—- Merenre la tomó del brazo con violencia
sacándola de la tienda mientras otros integrantes del
elenco de artistas se hallaban celebrando algo en el interior. De
pronto, un hombretón forzudo con aspecto extranjero
salió aprisa tras ellos y lo apartó de un
empujón de la mujer, a quien ordenó entrar a la
tienda con los demás, mientras que el secretario, casi
descontrolado, vociferaba que "exigía verla".—-
respondió Maya.

—- ¿A la bailarina?—- pregunté,
confundido.

—- Tal vez no. Supongo que no se refería a la
muchacha.—- dijo Maya sin total convicción.—- En ese
instante, salió el saltimbanqui de la tienda de
espectáculos y lo amenazó.

—- ¿Qué le dijo?—- pregunté,
impaciente.

—- Le escuché decir al titiritero: "No
podéis exigir nada y si no hacéis lo que digo,…"
pero en aquel momento se escucharon risas y cantos en el interior
de la tienda que no me permitieron interpretar lo que
decía y, finalmente, le dijo "… la enviaré a
reunirse con vuestro padre". Merenre enfurecido intentó
atacar al comerciante pero el guardaespaldas del mercader lo
impidió sacándolo a empellones.

—- ¿Entonces pensáis que…?.—-
inquirí horrorizado.

—- Vos mismo nos dijisteis que la madre de Merenre es
viuda y vive con él, ¿verdad?—-
preguntó.

—- Así es.—- afirmé, intuyendo la
sospecha de Maya.

—- También dijisteis que la anciana adora su
jardín y que lo cuida y atiende ella misma, ¿no es
así?—- dijo Maya.

Me estremeció de solo pensar a las conclusiones a
que estaba arribando.

—- ¿Habéis visto a la madre del
secretario en estos días?—- preguntó.

—- No, realmente no. Vi a sus esclavos y custodios
pero no he visto nunca a su madre. Pensé que podía
estar enferma dentro de la casa, porque jamás
apareció por el jardín.—- contesté,
conmovido por lo que la especulación de Maya traía
aparejado.—- ¿Creéis que…?.—- me
interrumpí, sin siquiera atreverme a decirlo.

—- Así es Shed. Creo que esa gente tiene
secuestrada a la anciana y está extorsionando a Merenre,
exigiéndole el robo de información a cambio de no
dañarla.—- respondió.

—- De solo pensarlo me compadezco de él.—-
respondí.—- Y, ¿qué está haciendo
ahora el secretario?—- pregunté.

—- No ha salido de la casa desde su regreso de
palacio.—- respondió Maya.—- Podríamos hablar
ahora mismo con él y decirle que deseamos
ayudarlo.—-

—- No es conveniente. Piensa que la gente que lo
extorsiona seguramente lo mantiene constantemente vigilado para
que no intente pedir ayuda, y debe amenazarlo con matarla si lo
hace. Tal vez, haya alguien entre los guardias de su custodia o
entre sus sirvientes, que forme parte de los secuestradores, de
manera que debemos cuidar que no nos descubran.—-
expliqué.

—- Entonces, ¿qué haremos?—-
preguntó.

—- Se me ha ocurrido una idea que puede dar
resultado.—- dije.—- Mañana le llevaréis un
mensaje para que pueda encontrarme con él, lejos de las
miradas de quienes lo vigilan.—-

—- ¿Dónde lo citaréis?—-
preguntó con curiosidad.

—- En el templo de Amón-Ra. En el área
prohibida del lago sagrado.—- respondí.

—- Pero,…—- dijo extrañado Maya.—-… los
guardias permitirán el ingreso de Merenre pero no os
dejarán entrar.—- advirtió Maya.

—- Buscaré alguna manera de escabullirme hacia
el interior del recinto sagrado sin que me reconozcan.—-
dije.—- Regresemos a casa para que redacte el mensaje que
llevaréis antes del alba a su despacho, de forma que
Merenre lo encuentre al llegar a la residencia.—-

—- ¿Qué ocurrirá si se alarma al
verse descubierto y comete algún error que nos ponga en
evidencia?—- preguntó Maya, mientras nos
alejábamos de la zona.

—- Por el bien de su madre y de él mismo
esperemos que no lo haga porque, de lo contrario, es posible que
maten a la anciana.—- repliqué preocupado.—- Le
haré saber que actuamos por orden del Faraón, que
conocemos su situación y que intentaremos ayudarlo para
atrapar a los culpables y salvar a su madre.—- le
expliqué.

—- ¿Cómo enviarán la
información que les proporciona Merenre?—-
preguntó Maya.

—- Deberemos averiguarlo a como de lugar y tendremos
que actuar pronto para que no llegue a manos de Parsatatar. Es
sumamente importante que encontremos al mensajero que lleva los
verdaderos planes de Tutmés al enemigo. Toda la
campaña ideada por el Faraón debería ser
anulada y aunque fuese modificada, habría perdido gran
parte de su valor estratégico al poner en aviso a los
hurritas sobre los puntos que nuestras fuerzas tendrían
como prioridad atacar.—- comenté.—-
¿Quién es el dueño de la tienda de
espectáculos ambulante?—- pregunté.

—- Su nombre es Hiram y, por lo que sé, es un
mercader cananeo del sur del país de Retenu.—-
comentó.

—- Deberíamos vigilar los movimientos de Hiram
y su gente, desde esta misma noche. Busca a Kemy y a Wadj para
que colaboren contigo, yo me uniré a vosotros cuando
termine la nota para Merenre.—- dije.

—- ¿Informaremos al visir acerca de todo
esto?—- preguntó Maya, poco antes de arribar al centro
de la metrópoli.

—- Al final, todo se sabrá pero, por ahora, lo
mantengamos en secreto por el bien de Merenre y su madre.—-
concluí.

Redacté la nota lo más pronto que pude,
con el poco material que tenía, ya que frecuentemente no
llevaba a casa mis mejores instrumentos para escribir que,
normalmente, permanecían en la sala de
escribas.

Maya llevó el mensaje como habíamos
convenido mientras yo lo reemplazaba en la vigilancia de las
tiendas de Hiram. Kemy y Wadj se encontraban vigilando los
movimientos del mercader desde otros sectores de la
feria.

Transformados en vendedores de productos exóticos
proporcionados por Gamartu, y ataviados a la usanza de las
naciones del norte para no ser reconocidos, transitamos durante
toda la mañana el mercado, husmeando a Hiram y a su
gente.

Maya me mostró a la bailarina con quién
había estado Merenre aquella noche, y, apreciando la
singular belleza de la joven, comprendí que podía
estar relacionada directamente con el secuestro de la madre del
secretario.

Con el fulgor de Ra, cerca de mediodía, cayendo
ardiente sobre el valle, me dirigí al encuentro de
Merenre, a quien había citado a la hora de mayor actividad
dentro de la mansión del Dios, considerando que en medio
del ajetreo de miles de fieles, sacerdotes, aprendices,
burócratas y sirvientes, nuestra reunión
subrepticia en las estancias sagradas del templo pasaría
inadvertida para la muchedumbre que pululaba atareada.

Infiltrado entre un grupo de deudos que esperaban los
ritos de Ut para su familiar fallecido, me escabullí hacia
el interior de las salas de embalsamamiento y robé una
túnica usada, de las que empleaban los sacerdotes que
practicaban la incisión y vaciamiento de los
cadáveres y con una máscara de ritual del dios Anup
que se encontraba allí mismo, me deslicé a
través del patio peristilo, hacia la sala de columnas, en
donde esperaba encontrar al secretario.

Se sorprendió al verme aparecer de pronto, por
detrás de una de las grandes columnas, con la
máscara del dios chacal y la túnica sucia de
secreciones y sangre humanas.

—- ¡¿Quién sois?!—-
preguntó temeroso.

—- Tranquilizaos, soy Shed.—- dije, sin sacarme la
máscara.

—- ¿Qué queréis?—- dijo
asustado.

—- Confiad en mí. Quiero ayudaros. Nunca
olvidaré lo mucho que colaborasteis para que me
absolvieran durante el juicio a la princesa Kina.—- dije,
intentando calmarlo.

—- ¿El Faraón y Rekhmyre saben de mis
actos?—- preguntó, abrumado por la angustia.

—- No creí conveniente revelarles la verdad
hasta conocer con certeza las razones de vuestros actos. Siempre
os conocí como un hombre digno y un funcionario probo, por
ello quiero ayudaros a salir de esto y luego, tal vez, el
Faraón y el visir, comprendiendo vuestra situación
sean más benignos al dictar la pena, considerando las
circunstancias que os impulsaron a actuar como lo hicisteis.—-
expliqué.

Transpiraba mucho más que yo que estaba cubierto
por las calientes vestiduras y la sofocante
máscara.

—- ¿Cómo ocurrió todo?—-
pregunté.

—- Fui convencido por el mercader Hiram, luego de
innumerables invitaciones y obsequios, de asistir al
espectáculo que brindaban sus artistas en la gran tienda
que tiene en la feria. Allí conocí a su hija
Josabet, la más bella de las bailarinas, y como un
estúpido me dejé seducir por sus encantos, cayendo
en la trampa que me tendieron.—- confesó con
pesadumbre.—- Sabiendo que me había enamorado de
Josabet, Hiram empezó a cerrar el cerco a mi alrededor
presionándome para conseguir ciertas licencias sobre sus
negocios, y exención de impuestos sobre sus ganancias, con
el solo objeto de extorsionarme para conseguir cada vez
más de mí.

Demasiado tarde, advertí que me estaba hundiendo
en un pantano del que no podría salir, sin gran perjuicio
para mi carrera. Me amenazó con acusarme ante el propio
Faraón si no le entregaba información secreta
relacionada con la alianza firmada con los hititas, el
número de efectivos de las guarniciones en Retenu y Djahi,
las rutas de envío de cereales a nuestros aliados, los
lugares de asiento de los puestos de frontera,
sitio de tránsito de las delegaciones encargadas de
recaudación de tributos e impuestos, etc.

Decidí negarme a continuar accediendo a sus
presiones aunque me costase perder mi posición y muchos
años de duro trabajo. Lo que más me preocupaba era
defraudar la confianza que había depositado Rekhmyre en
mí, empero, jamás traicionaría a mi soberano
y a mi tierra por salvar mi pellejo. Entonces fue cuando el
maldito Hiram mandó a sus hombres que raptaran a mi
madre.

Torturado por la culpa y desesperado ante una
encrucijada de la que no sabía como salir, cedí a
sus pretensiones para salvar la vida de mi pobre madre que
inocente de todo cuanto ocurría, se había
transformado en víctima de mis debilidades. Hoy ni
siquiera estoy seguro de que esté viva.

—- ¿Cuándo la secuestraron?—-
pregunté.

—- Hace al menos dos meses y medio.—-
respondió.

—- ¿Y cuánto tiempo pasó desde la
última vez que la visteis?—- pregunté.

—- Por lo menos tres semanas. Me preocupa que
esté enferma o que la hayan dejado morir. Su salud ha
flaqueado durante los últimos dos años.—-
respondió.

—- ¿Os llevaron a verla al lugar en donde la
ocultan o la trajeron hasta la feria?—-
pregunté.

—- Me trasladaron con los ojos vendados a un lugar en
el desierto a donde la habían llevado. Estaba bien pero se
veía muy angustiada y me rompió el corazón
verla sufrir por mi culpa.—- respondió
acongojado.

—- Debemos averiguar el sitio en donde la tienen
secuestrada para poder rescatarla.—- dije.—-
¿Habéis entregado el documento con los planes para
la campaña de Tutmés del próximo
año?

—- Hice una copia del documento pero, aún no se
la entregué. La tengo en mi poder. Creo que Hiram espera
esos datos para dejar Waset y viajar hacia el norte, por ello no
quiero dárselo hasta que no me entreguen a mi madre.—-
dijo convencido.

—- Lo más probable es que la mantenga como
rehén hasta salir del país para asegurarse de que
no los mandaréis a perseguir para quitarles los documentos
y luego matarlos. Fuera de las fronteras de Kemet estarán
relativamente seguros y supondrán que ni siquiera os
atreveríais a dar a conocer vuestros actos pues lo
único que conseguiríais sería poneros la
soga al cuello.—- reflexioné.

—- ¡Por la santidad de Eset que no podemos
permitir que abandonen Waset!—- exclamó
alarmado.

—- Debéis presionarlos para que os permitan
verla. Tenéis que amenazarlos con no entregarle los
papiros si no lo hacen. Diréis que robaréis los
secretos de la expedición cuando os demuestren que vuestra
madre se encuentra bien. No os queda otra opción pues si
saben que tenéis con vos el plan secreto, os
torturarán y destruirán vuestra casa
buscándolo hasta conseguirlo.

Simulad que estáis volviéndoos loco, de
modo que se preocupen pensando que podrían correr el
riesgo de ser descubiertos si el escándalo que provocareis
pusiese en alerta a la policía medyau. Os llevarán
con ella para calmaros y allí aprovecharemos para
rescatarla. Los seguiremos hasta el escondrijo y los
atacaremos.—- dije, tratando de darle confianza.

—- Si descubren la trampa matarán a mi
madre.—- dijo, dubitativo.—- No puedo ponerla en peligro.—-
declaró, retractándose de su intención de
cooperar.

—- Eso deberíais haberlo pensado antes.—-
dije en tono admonitorio.—- De todas maneras no tenéis
la seguridad de que la dejen con vida cuando abandonen el
país y por otro lado si les entregáis los
documentos y no logramos recuperarlos antes que salgan de Kemet
no os podré proteger del Faraón que os
condenará a muerte y yo mismo estaré en graves
problemas si lo permito. Debéis pensar en la tristeza de
vuestra madre cuando quede sola en el mundo.—- confiaba en
poder salvar a la anciana y al mismo tiempo evitar que el secreto
de la campaña llegase a manos de los hurritas.

—- Tengo miedo, Shed. Soy uno de los funcionarios
más importante de Kemet después del propio visir y,
estoy temblando como un chiquillo asustado.—- dijo
descontrolado.

Conmovido, estreché sus manos y las cubrí
con las mías, sintiendo piedad al verlo tan
vulnerable.

—- Todos tenemos miedo alguna vez, pero debemos
sobreponernos a las causas que lo originan haciéndoles
frente. No se puede volver el tiempo atrás y os lo digo
por experiencia, uno desearía cambiar algunas cosas del
pasado pero como eso es imposible, solo nos resta luchar contra
la adversidad y tratar de sobrellevar las consecuencias de
nuestros actos.

Ésta misma noche debéis visitar a Hiram y
plantearle vuestras exigencias, incomodándolo al punto de
provocar su preocupación, impulsándolo a dar el
paso en falso que nos permita recuperar a vuestra anciana
madre.

El tiempo se nos agota, ya que el Faraón
está urgiendo a Rekhmyre para que el grupo de
investigación que ha formado, es decir mi gente y yo,
obtenga los resultados deseados. El visir nos dio solo unos pocos
días más y en menos de una semana debo darle una
respuesta, de no ser así, Tutmés enviará a
sus esbirros de la custodia a torturar a media ciudad hasta que
encuentren algo. Si no permitís que intervengamos no me
quedará otra opción que informar a Rekhmyre de
vuestros actos y el revuelo que esto ocasionará
hará peligrar mucho más la vida de vuestra
madre.—- expliqué, al desesperado Merenre.

—- Veo que no tengo alternativa.—- respondió
con los ojos lacrimosos.—- Mi corazón se estremece de
temor. No podría soportar que ella sufriera algún
daño por mi culpa.—- dijo, con la mirada perdida en el
vacío.

—- Vamos a evitar que eso ocurra.—- respondí
tratando de infundirle optimismo.—- Os seguiré los pasos
esta noche cuando veáis a Hiram. No digáis que
tenéis los documentos en vuestro poder.—- le
advertí.

Terminamos la conversación y abandonamos la sala
por diferentes lugares de manera que no nos vieran
juntos.

Me despojé de los atuendos robados y salí
de allí sin que nadie se hubiese percatado de mi
presencia.

Había algo más que me preocupaba pero al
tiempo escapaba de mi comprensión integral de los hechos.
¿Cómo llegó a conocer Hiram, un simple
mercader de feria, que Merenre sería una víctima
ideal para concretar sus planes? Sentía que faltaba atar
un cabo en toda esta historia pero no lograba
encontrarlo.

Desde una distancia prudencial observé a Merenre
dejar el ámbito del templo seguido de lejos por un
individuo al que no conocía pero que por su aspecto
recordaba a los musculosos malabaristas de Hiram. Grande fue mi
sorpresa cuando advertí que a aquel hombre de Hiram le
seguía los pasos otro sujeto al que sí
conocía. Era uno de los custodios de Tutmés de la
guardia cuyo jefe era mi amigo Amenemheb.

¿Qué estaba ocurriendo?—-
pensé.—- ¿Porqué estaba ese guardia
personal haciendo el trabajo que nos correspondía a los de
mi grupo? ¿Me estarían siguiendo a mí y sin
darme cuenta los habré llevado hasta Merenre?
¿Habría autorizado el propio Tutmés un grupo
paralelo que estaría espiando nuestros
movimientos?

Monté en cólera
al suponer que posiblemente nos estuviesen utilizando para dar
con el culpable, a quién capturarían pasando por
encima de la autoridad que merecíamos detentar en virtud
del esfuerzo de investigación desplegado en estos
interminables días de desvelos, y agotadoras jornadas,
siguiendo los pasos de funcionarios que nada tenían que
ver con el asunto, erróneamente conducidos por datos
equivocados. ¿O acaso también desconfiarían
de mí? ¿Pensarían quizás que
seríamos capaces de vendernos al enemigo por alguna
tentadora oferta?

Furioso me dirigí a palacio para consultar a
Rekhmyre por aquella intromisión en nuestra
investigación cuando aún no había expirado
el plazo concedido por el propio visir.

Entré como la tempestad en el despacho de
Rekhmyre a exigir una explicación.

—- ¡¿Shed, como os atrevéis a
ingresar de esa manera?!—- preguntó el visir molesto por
mi abrupta invasión de su sala.

—- ¡¿Quién autorizó que nos
espiaran?!—- exploté, como el rayo en la tormenta. Los
guardaespaldas del visir se aproximaron amenazadores hacia
mí.

—- Retiraos.—- dijo Rekhmyre a sus custodios y a un
escriba que me observó horrorizado por mi osadía
para con el visir.—- Mis guardias podrían haberos
atacado.

—- ¡Eso sería menos ofensivo que saber
que me hacéis espiar por los imbéciles guardias del
Faraón!—- respondí.

—- El propio Tutmés, impaciente, a pesar de mi
opinión en contrario, ordenó seguiros a
Miamón, para conocer lo que estaba ocurriendo con la
investigación. Os envié un mensajero a Gamartu
vuestro amigo para poneros en aviso pero, por lo que veo no
llegó a tiempo.—- respondió resignado.

Miamón, era el segundo de Amenemheb. Éste
último era mi amigo y jefe de la custodia del monarca.
Tutmés había traído al brutal guardaespaldas
del gobernador de Mennufer para secundar a Amenemheb, mucho
más reflexivo y previsor que ejecutivo. El ambicioso
Miamón, aprovecharía aquel mandato del
Faraón, como un escalón para trepar a lo más
alto de la custodia desplazando a Amenemheb.

—- Miamón puede echar todo a perder si comete
el más mínimo error.—- advertí.—- Ya
estamos muy cerca de lograr el objetivo.

—- Shed, ya no hay tiempo para prórrogas.
Tutmés a ordenado encontrar al traidor usando cualquier
medio para lograrlo. Vuestro grupo deberá dejar la
búsqueda.—- dijo.

—- ¡Le estoy diciendo que ya sabemos
quién es el responsable de la entrega de
información al enemigo!.—- dije exasperado.

—- ¡¿Porqué no lo habéis
capturado ya?!.—- preguntó irritado.

—- Porque el responsable es un buen hombre que
cometió un grave error y por su culpa su madre puede
morir.—- respondí.

—- ¿De quién habláis, Shed?.—-
preguntó ansioso.

—- Es Merenre, vuestro secretario.—- respondí
entristecido.

—- No puede ser.—- dijo Rekhmyre con gesto de
estupefacción.

—- Yo tampoco podía creerlo pero es él,
me lo ha confesado con gran pesar. Quienes lo extorsionan tienen
secuestrada a su madre.—- afirmé, ante la
incrédula mirada del visir.

—- Llamadlo inmediatamente.—- me ordenó
Rekhmyre.

—- No es conveniente pues, al parecer, lo vigilan
constantemente. Si ellos lo saben dañarán a la
madre de Merenre.—- repuse.

Rekhmyre se levantó pensativo de su silla y
caminó por la sala con la mirada perdida.

—- ¿Cómo pudo ocurrir semejante
cosa?.—- dijo atónito.

—- Hiram, el mercader de espectáculos, le
tendió una hábil celada al hacerlo seducir por los
encantos de la más bella de sus bailarinas. Él se
enamoró de ella y, poco a poco, el mercader lo fue
manipulando a través de la muchacha, aprovechándose
de sus sentimientos para que le otorgara licencias para sus
propios negocios que, el asiático utilizó para
obligarlo a situaciones cada vez más
comprometedoras.

Muy tarde comprendió Merenre, que había
caído en las redes de Hiram y por no
poner en riesgo su carrera accedió a entregarle la
información referida a los envíos de cereal con
rumbo a Khatti. Cuando hubo rumores acerca de la
expedición que planeaba Tutmés en tierras de los
amorreos, Hiram lo conminó a que le entregase los papiros
de la campaña y al negarse a dárselos sin importar
las consecuencias que tuviera para su trayectoria como
funcionario, Hiram hizo secuestrar a su madre para tenerla como
rehén, canjeándola por los documentos que Merenre
debía obtener para él.—-
expliqué.

—- Tenéis mi autorización para continuar
con la misión. ¿Merenre les entregó el plan
de invasión a Khinakhny?.—- preguntó
preocupado.

—- No lo hizo aún y seguramente eso es lo que
esperan para abandonar la capital rumbo al norte.—-
respondí.

—- Esos documentos no deben salir de Waset por
ningún motivo. Ni siquiera deben llegar a manos de Hiram,
no podemos correr ese riesgo.—- dijo el visir.

—- ¿Existe en papiro el plan falso de la
campaña?.—- pregunté.

—- No. Solo el plan original fue asentado por
escrito.—- respondió.

—- He planeado rescatar a la madre del secretario,
engañando a Hiram con entregarle el plan de la
campaña si permite que Merenre la vea. Cuando lo lleven
con ella, los atacaremos y salvaremos a la anciana.

Necesito que me proporcione un papiro oficial con el
plan falso descrito paso a paso como si del verdadero se tratara,
para que no despierte sospechas en Hiram. Una vez que atrapemos a
Hiram, este documento apócrifo nos serviría de
carnada para descubrir al mensajero que lleva la
información hacia territorio enemigo.

—- La identidad del mensajero la podemos obtener a
través del propio Hiram una vez capturado.—- dijo
Rekhmyre como algo obvio.

—- Mi amigo el mercader Gamartu me ha enseñado
que los espías de Parsatatar saben que si son capturados
sus vidas no valen nada y que se suicidarán antes de que
los torturen para sacarles algo. También sé por
él, que los hurritas tienen muchos ojos y muchos
oídos en todos los países, de manera que
será mejor que nadie se entere de la captura del mercader
traidor y que rastreemos a sus contactos por medio del plan
falso, haciendo pasar a algunos de nuestros hombres como gente de
Hiram escapada de nuestras garras y al mismo tiempo, introducir
el plan falso para engañar a nuestros enemigos respecto de
nuestros movimientos y objetivos en la campaña,
induciéndolos a error.—- dije.

—- No decís que Hiram intentará escapar
con el papiro hacia el norte?.—- preguntó.

—- Estoy seguro de que Hiram no lleva personalmente la
información fuera de Kemet, debe tener contactos en las
ciudades del norte del país a quienes las entrega para que
la saquen de nuestras fronteras.—- especulé.

—- Os haré confeccionar un papiro con el plan
falso y os apoyaré para que intentéis salvar a la
madre de Merenre, pero no puedo aseguraros de que convenza al
Faraón para que repliegue al grupo de Miamón para
que abandone su investigación paralela.—-
dijo.

—- Miamón no lleva a cabo ninguna
investigación paralela, sino, que se limita a husmear
nuestras actividades, sin saber cabalmente lo que estamos
haciendo, ni porqué.—- expresé,
airado.

Rekhmyre se encogió de hombros dándome a
entender que la última decisión al respecto, y, a
pesar de todos mis argumentos en contrario, la tenía
Tutmés.

—- Veré qué puedo hacer.—-
respondió.

—- Necesitaré el papiro para esta misma noche.
No debemos dar lugar a que Miamón y sus hombres,
interfieran en nuestros planes.—- dije antes de
salir.

—- Lo tendréis.—- respondió Rekhmyre,
mientras preparaba un papiro.

Fui directamente hacia el mercado del puerto a ver a
Gamartu para consultarle algunas inquietudes relacionadas con
Hiram.

Luego de recorrer varias calles atravesando la zona de
las murallas que circundaban los templos y santuarios de nuestras
deidades bajo el impiadoso calor de la tarde, descubrí que
un individuo vestido con atuendo de campesino, de rostro enjuto y
sombrío, seguía mis pasos con evidente
intención de saber sobre mis actividades.

Me irritó sobremanera pensar que Miamón
estuviera fisgando mis movimientos. No debía darles
oportunidad de conocer la maniobra que planeábamos contra
Hiram.

Me introduje entre las tiendas de los mercaderes de
Karduniash abarrotadas de géneros, joyas y productos de
lujo, entre las que se mezclaban sin concierto, las de los
comerciantes de especias procedentes de más allá de
Elam.

De lejos observé el gentío curioso
arremolinado ante los puestos de unos mercaderes recientemente
llegados desde ignotas tierras al oriente del oriente trayendo
exóticas mercancías de particular belleza y
desconocidas para nuestro pueblo. Estos pequeños
hombrecillos de ojos rasgados, caras planas y largas barbas
puntiagudas, traficaban entre otras cosas, un clase de cerámica nunca antes vista en nuestras
tierras, como así también un tipo de tela tan suave
como los pétalos de la flor de loto, que confeccionaban
con una especie de hilo que aseguraban ser obtenido a partir de
un gusano.

La cuestión es que aprovechando el alboroto, me
confundí entre el público para evadirme de mi
perseguidor. Di un rodeo al sector corriendo entre las tiendas
para acercarme al sujeto y poder sorprenderlo por
detrás.

Lo hice trastabillar de un empellón y lo puse de
frente contra un pilar inmovilizando uno de sus brazos para poder
controlarlo, mientras la gente que se encontraba cerca nos miraba
sorprendida.

—- Soy de la guardia ciudadana.—- dije a los que se
hallaban cerca para no alarmarlos. Saqué al sujeto de
allí para interrogarlo.

—- ¿Por qué me seguís?
¿Quién os mandó? Responded o os
romperé el brazo.—- dije amenazándolo.

—- Mi señor, . . . trataba de alcanzaros para
darle un mensaje.—- dijo al borde del dolor.—- Me
envía vuestro padre a avisaros que Lyna, vuestra suegra,
ha fallecido.—- inmediatamente lo solté.

—- Os ruego me disculpéis por el maltrato, y os
agradezco por traerme el mensaje.—- dije avergonzado, sin saber
cómo compensar al pobre hombre.

La muerte de Lyna era previsible, pero me
sorprendió que ocurriese de manera tan
sorpresiva.

Aunque debía comenzar el ritual de duelo aquella
misma tarde, no podía posponer la reunión con el
grupo para salvar a la madre de Merenre. Fui a la tienda de
Gamartu en donde esperaba encontrar a Maya.

—- ¡Shed, estábamos inquietos sin saber
por qué tardabais en llegar!—- dijo Maya con gesto de
preocupación al verme llegar.

El grupo se encontraba completo, incluida Menwi. Les
comenté que había confirmado lo referente a Merenre
y nos dispusimos a crear un plan para salvar a su
madre.

Esa misma noche, los miembros del grupo, nos esparcimos
entre la muchedumbre, congregada ante el escenario montado entre
las grandes fogatas encendidas en el terreno central de la feria.
El público que contemplaba absorto el espectáculo,
vivaba acaloradamente las piruetas de los malabaristas dando
saltos y cabriolas, mientras Hiram anunciaba a voz en cuello al
resto de los artistas, en la presentación durante el
inicio de la función de esa noche.

Mientras tres hábiles muchachos deleitaban al
populacho haciendo malabares, arrojando por el aire antorchas
encendidas de a tres o cuatro sin dejarlas caer, vi llegar a
Merenre para sumarse al gentío. Se veía agitado y
nervioso y luego de permanecer un momento entre el gentío
que observaba alelado el número del ilusionista, se
dirigió directamente hacia la tienda de Hiram ubicada en
uno de los extremos de la plaza, cuyo dueño se encontraba
ante una mesa, contando las ganancias de la jornada,
acompañado de su custodio, un forzudo de gran altura y
fuertes músculos.

Lo contemplé a la distancia, tranquilo al
principio cuando advertí que conversaba con el mercader,
manteniendo una postura adecuada, aunque un tanto
tensa.

Me inquietó observar que el secretario
increpó a Hiram en el momento en que intervino el custodio
empujando al funcionario hasta hacerlo retroceder con cierta
brusquedad. Hiram ingresó a su tienda dándole la
espalda al funcionario y haciendo caso omiso a sus palabras,
mientras este reaccionaba descontrolado tratando de ingresar en
la tienda. De pronto Merenre sacó del interior de su
túnica un papiro que llevaba escondido, dejándolo a
la vista del custodio que llamó a su señor, quien
retornó interesado a dialogar con el secretario. La
escena, que pasaba desapercibida para la multitud, resultó
terriblemente preocupante para quienes sabíamos lo que
podría acarrear la entrega de aquel papiro al caer en
manos de Hiram.

—- ¡Merenre ha entregado el papiro original de
la campaña!—- dijo alarmado Maya que se había
aproximado entre la gente hasta mi posición.—-
¿Qué haremos ahora?—-

Realmente vacilé en aquel momento sin saber con
seguridad si debíamos mantener una actitud expectante o
tendríamos que actuar ante la inesperada acción de
Merenre.

No tuve tiempo de responder. Una flecha salida de la
oscuridad se clavó en el pecho del custodio de Hiram que
se desplomó pesadamente. Azorados, vimos escapar al
mercader hacia el interior de una de las tiendas contiguas en
tanto Merenre gritaba que se detuviera. Ante nuestra propia
sorpresa, Miamón y una decena de hombres fuertemente
armados salió de entre la muchedumbre blandiendo sus
espadas contra el resto de los guardias que protegían a
Hiram. Los gritos de pánico
del gentío próximo, las mujeres asustadas por el
incidente y el llanto de los niños atemorizados,
provocaron una estampida entre la multitud aterrorizada que
comenzó a huir sin rumbo para ponerse a resguardo de las
saetas que caían contra los custodios y los artistas del
mercader. En medio de la confusión, vimos a Merenre
derrumbarse bajo el efecto de una lanza que le atravesó el
pecho cerca del brazo derecho.

Un pavoroso incendio se originó al prenderse
fuego las tiendas cuando la gente en su desesperación por
escapar, pateó los maderos encendidos de las fogatas
contra los puestos que limitaban la plaza.

Nos lanzamos hacia la tienda de Hiram detrás de
Miamón y sus hombres que penetraron en el lugar matando a
quien se les interpusiera en el camino en busca del
mercader.

Hiram, montado en un carro con su auriga y custodiado
por dos hombres que lo seguían en otro, huía por la
parte de atrás, burlando la persecución de
Miamón para salir de la feria bordeando el muro que
limitaba el predio. Corrimos hacia ellos Maya, Wadj y yo, en
tanto los demás del grupo ayudaban a la gente a salir de
la plaza y otros a apagar las llamas que amenazaban con consumir
por completo el lugar.

—- ¡Intentan rodear el muro por el este para
escapar hacia el desierto!—- les grité, intuyendo lo que
hacían.

En ese momento tropecé con una familia que
corría en sentido contrario quedando retrasado con
respecto a mis compañeros.

Maya con la velocidad de un halcón y la agilidad
de un gato, trepó a la parte superior del muro y se
lanzó al vacío contra el primero de los carros que
pasaba.

Derribó al custodio y golpeó al auriga,
que perdiendo el control, cruzó el carro al tironear de
las riendas de sus caballos, los cuales se atravesaron en la ruta
del carruaje en el que escapaba Hiram, cuyo conductor se vio
obligado a frenar para evitar el choque. Wadj que en su carrera
había levantado del suelo un largo pedazo de caña,
cruzó rápidamente el portal que separaba secciones
contiguas del muro, e interceptó al vehículo de
Hiram que venía desprevenido viendo como volcaba el carro
de sus hombres con el que, por milagro, no habían
colisionado.

El golpe de Wadj alcanzó a Hiram entre el pecho y
la cara arrancándolo del carro con fuerza hasta finalmente
hacerlo caer estrepitosamente en la calle. El auriga frenó
el rodado un poco más adelante y apeándose de
él nos enfrentó para proteger a su
señor.

Ni siquiera le presté atención, dejando
que Wadj se ocupara de él. Me preocupaba la
condición de Maya que en su caída golpeó
duramente contra los custodios y el bastidor del vehículo.
No solo temía que hubiese sufrido un serio daño
sino que fueran a atacarlo los hombres de Hiram al verlo
desvanecido.

Uno de ellos se levantó algo vacilante y mientras
yo llegaba alzó su espada del suelo para ir contra Maya
que se encontraba completamente inconsciente.

—- ¡¡Cuidado, Maya!!—- grité,
temiendo que el barbado cananeo descargara el filo de su khepesh
contra mi amigo en completo estado de
indefensión.

Como un toro embravecido arremetí contra el
custodio que apenas llegó a girar hacia mí, cuando
lo embestí con la fuerza de mi impulso haciéndolo
chocar de bruces contra el pilar de una de las esfinges con
cabeza de carnero que flanqueaban la avenida. Cayó como
muerto luego de dar con su cara en la piedra.

Me levanté lo más rápido que pude y
asiendo el arma del extranjero con ambas manos, di media vuelta
para enfrentar a su compañero que se abalanzaba hacia
mí, atacándome por la espalda. A pesar de que su
ataque era feroz por los poderosos brazos del sujeto, su lentitud
lo hacía menos peligroso, sin embargo, aquella embestida
que en otra época me hubiese sido fácil de
esquivar, a causa de mi falta de entrenamiento,
estuvo a punto de hacerme sucumbir ante un rival inferior en las
artes de lucha. No pude evitar que la hoja de su espada marcara
un hilo de sangre, como una pequeña culebra roja sobre mi
abdomen que podría haber sido una herida mortal, de
haberme enfrentado contra un guerrero más
veloz.

Salté hacia atrás, sorprendido al
descubrir el purpúreo fluido manando de mi vientre,
manchando de escarlata mi faldellín. Al verme herido, mi
enemigo se lanzó nuevamente sobre mí, blandiendo su
espada en alto para concluir la faena. Bloqueé con suma
dificultad su pesado golpe en alto, con mi espada aferrada por
ambas manos y aprovechando su torpeza para reaccionar, di un
círculo a la trayectoria de mi khepesh por detrás
de él y la dejé caer con todas mis fuerzas sobre la
parte posterior de su pierna derecha, desjarretándolo.
Lanzó un espeluznante alarido de dolor al caer
tomándose la pierna, que amputada, le colgaba de sus
babuchas hechas jirones y empapadas en sangre.

Wadj había recobrado el documento que Hiram,
recuperando el conocimiento, llevaba guardado entre sus
ropas.

Me acerqué a Maya que se retorcía de dolor
en el suelo, para ayudarlo a incorporarse. En el rostro y los
miembros exhibía raspones, moretones y magulladuras. Su
hombro izquierdo se veía deformado con el brazo
caído por delante del cuerpo. Se había dislocado la
articulación, que constituía una lesión
dolorosa, pero por lo demás no era grave teniendo en
cuenta el espectacular acto de arrojo con que había
evitado la huida de los asiáticos.

Lo ayudé a levantarse entre la negrura del humo,
impulsado por el viento que en ráfagas intermitentes,
lanzaba bocanadas de un ardiente hálito, impregnado del
nauseabundo olor a carne, pelo, y sangre quemados por el fuego
que aún se elevaba indómito en
gigantescas llamaradas que, como voraces monstruos, amenazaban
con devorar lo que quedaba del mercado.

Mirones y curiosos se juntaron en la calle, comentando
la trágica escena, en tanto los curanderos de la feria
atendían a los heridos y la mayoría de los
ciudadanos de la zona, colaboraban para controlar el siniestro
que arriesgaba propagarse a otros sectores de la
capital.

Dejé a Maya al cuidado de Wadj y ordené a
los soldados medjau que apresaran a Hiram en nombre del
Faraón.

Me uní al resto de las tropas medjau y a los
efectivos del ejército que habían acudido a la
feria a colaborar con los vecinos que luchaban por sofocar las
llamas. Estuvimos la noche entera llevando agua en cubos, jarras,
odres y cualquier otro recipiente desde las fuentes,
pozos, abrevaderos y canales, tratando de combatir contra el
viento que arrojaba brazas encendidas hacia las barriadas
cercanas provocando focos secundarios.

El aire caliente se elevaba en remolinos que abrasaban
la piel y los cabellos, produciendo quemaduras y ocasionando
terrible ardor en los ojos.

El pequeño muro que circundaba el predio ferial,
no resultaba un medio eficaz que pudiese limitar el avance de las
llamas que se elevaban varios codos por encima de las tiendas
soplando cenizas al aire, hasta quemar el follaje de las palmeras
más altas.

La enorme variedad de mercancías sensibles al
intenso calor desatado, y su contacto directo con el fuego, daba
más energía al incendio que lo destruía todo
a su paso. Muebles, carros, toldos, alfombras, cortinados,
edredones, almohadones, etc, formaban el alimento preferido con
el que se fortalecía el insaciable enemigo. Estallaban las
jarras con vino y cerveza, como
así también los envases con perfumes, aromas y
esencias. Tampoco pudieron huir de las garras del invasor
ígneo un grupo de animales exóticos confinados en
jaulas de madera que se convirtieron en sus
ataúdes.

Poco antes del amanecer, luego de que fuese controlado
el incendio gracias a que había amainado el viento,
pudimos descansar.

Pasaron cuatro días hasta que se pudieron
recuperar todos los cadáveres y se limpió el
terreno que aparentaba un campo de batalla.

Satisfecho por los rápidos resultados obtenidos
por Miamón, Tutmés se sintió tranquilo para
concretar los preparativos para la campaña
asiática. Los sobrevivientes entre los artistas de Hiram
fueron apresados y encarcelados junto con el mercader para ser
juzgados. El documento conteniendo el plan secreto fue
recuperado, sin posibilidades de que ninguna copia pudiese llegar
a manos del enemigo y el traidor que ya había provocado
graves pérdidas a Kemet y sus aliados, había sido
descubierto para finalmente ser castigado. Visto de esa manera,
como lo consideró Tutmés, el desempeño de
Miamón había sido todo un éxito, que le
valió su ascenso a jefe de custodia del soberano,
desplazando del cargo a Amenemheb.

La cruda realidad de los acontecimientos era que, los
hombres de Miamón habían provocado una masacre,
asesinado a la mayoría de los hombres y a varias mujeres
que trabajaban para el mercader, y ocasionado la muerte de muchos
inocentes espectadores, al desatar el pánico entre la
concurrencia que desencadenó la estampida y finalmente la
accidental deflagración.

No se pudo conocer el nombre del contacto de Hiram en el
norte ya que murió desangrado por heridas auto infligidas.
Se cortó las venas de las muñecas antes de ser
interrogado y ninguno de los sobrevivientes de entre sus secuaces
reveló la identidad de dicha persona, con seguridad,
porque no la conocían, a pesar de las torturas a las que
los sometió Miamón. Nadie supo explicar como
llegó el puñal a sus manos encontrándose
recluido en la prisión de la alcaldía. Si bien no
contaba con indicios al respecto, mi intuición me
decía que Hiram tenía además, al menos, un
contacto en la propia capital. Ni el más osado de entre
los espías llega a la capital de un poderoso imperio
enemigo y se mueve a placer relacionándose con
funcionarios de alto rango sin contar con una conexión que
guíe su estrategia dentro del ámbito del
poder.

De poco me hubiese servido mi corazonada sin contar con
pruebas, por lo que me limité a expresar mis sospechas
solo al visir que, luego del incidente ocurrido, prefirió
no comentarlas con el Faraón. Él mismo temía
caer en desgracia con Tutmés por lo que se limitó a
cumplir con sus tareas, sin traer al soberano otras
preocupaciones que las relacionadas con la próxima
campaña militar.

La cautela con que había actuado en el nefasto
episodio, me valió una severa reprimenda de parte del
Faraón, quien me amonestó por la lentitud en mis
procedimientos
para llevar adelante la pesquisa; admonición que por poco
no llegó a convertirse en una acusación directa de
complicidad al tratar de ayudar a Merenre, de la que me
libré solo gracias a que Rekhmyre afirmó ante el
soberano que yo le había adelantado la identidad del
traidor y que él mismo me había autorizado a
proceder según mi criterio, antes de que se sucedieran los
lamentables sucesos en la feria.

Merenre sobrevivió a la herida provocada por el
ataque de los hombres de Miamón, empero, tal vez hubiese
sido más afortunado para él perder la vida
allí, que vivir para soportar lo que le deparó el
destino.

Josabet, la bella mujer cananea, murió atravesada
por una flecha de los hombres de Miamón, a pesar de que
Merenre, herido como estaba, la salvó de perecer en las
llamas y la cuidó hasta la llegada de los curanderos. Ella
misma, antes de morir, le dijo a Merenre que su madre
había sido llevada esa noche a la feria, para que
él pudiera verla, pero su madre, a quien tenían
oculta en una de las tiendas, falleció en el
incendio.

El juicio a Merenre fue penoso y nada pude hacer para
menguar la culpabilidad que ante los ojos de Tutmés,
pesaba sobre él. Se abandonó de manera completa
luego de conocer el destino de su madre. Jamás
intentó defenderse durante el proceso, permaneciendo en
silencio sin alzar la voz para justificar ninguno de sus actos o
para negar calumniosas acusaciones que elevaron aquellos
pérfidos burócratas que se beneficiaban de su
desgracia. El secretario de Rekhmyre fue encontrado culpable y
condenado a muerte por traición. Tal vez, él
deseaba el fatal desenlace como una liberación a su ka
torturado por los remordimientos.

Mi intento de ayudar a Merenre ocasionó que las
sombras de la desconfianza volviesen a levantarse como un muro
entre el Faraón y yo.

Aquellos aciagos sucesos provocaron una gran tristeza a
Rekhmyre, afectando su salud, ya deteriorada por la muerte de
Ahset y su avanzada edad.

El grupo formado para la investigación se
desbarató, pero mantuve una buena amistad con todos sus
miembros, a quienes compensé con mi propio peculio por su
trabajo.

Finalmente, mi encono en contra de Miamón, por la
innecesaria violencia que desplegó y la matanza de la que
lo hice responsable durante el juicio, me valió su
enemistad de por vida, que se transformaría en un odio que
perduraría hasta el final de mi estancia en
Kemet.

Capítulo 15

"La conquista de Uartet y Arvad."

Mi vínculo con Menwi se prolongó en el
tiempo, sin que ninguno de los dos intentase definir si se
trataba de una amistad o algo más, teniendo en cuenta que
ella nunca pensó en dejar su oficio de meretriz y yo
jamás tuve intención de solicitarle que lo
abandonara.

Nuestros encuentros solían ser ardientes y
desenfrenados, pero desprovistos de sentimientos más
profundos de ambas partes, según creía yo. Nunca
nos prometimos nada, nunca pedimos ni exigimos nada del otro,
jamás la sombra de los celos volvió a ensombrecer
nuestras miradas al entregarnos al placer sin preguntas ni
condiciones. Vivíamos en mundos separados pero al mismo
tiempo nos unía la pasión. Tal vez me aferré
a ella como el náufrago ase su tabla de salvación;
quizás necesitaba sentir el calor y el afecto de una
mujer, al sentirme tan desvalido luego de haber perdido a
Tausert. Mis propios prejuicios, los de la sociedad a la que
pertenecía, me separaban de ella porque no me
permitían verla como a cualquier mujer, con quién
formar una pareja y constituir un hogar. Nunca llegué a
amarla pero, siempre me pregunté si mis sentimientos
hubiesen sido diferentes de no haber sido ella
prostituta.

Me sentía muy complacido por la sensualidad de
aquellas noches, sin embargo, mi corazón y mi alma,
parecían sepultados en la misma tumba en que me esperaba
mi esposa para que compartiésemos la vida eterna. Tal vez,
el amor hubiese muerto con ella, quizás la vida no
guardaba más que una sola posibilidad de amar de verdad
como yo había amado a Tausert. Pero, ¿Qué
secreto ocultaban aquellas visiones borrosas que se esfumaban
entre sueños? ¿Qué significado tenían
las imágenes de paisajes desconocidos envueltos en niebla?
¿Quién me observaba con esa mirada
melancólica que me despertaba como un incomprensible
presagio en la quietud de la madrugada? ¿Dónde
encontraría la pureza que adivinaba en esos ojos tristes y
nostálgicos? Como las dunas son esculpidas por el viento y
las huellas en la playa son borradas por las olas, así
llegaban y desaparecían esas misteriosas señales
que no sabía interpretar, o que quizás solo fuesen
fantasmas que vagaban como mudos habitantes de mi
imaginación.

Fui amante de Menwi durante aquellos meses, sin
cuestionamientos, sin despedidas ni promesas de futuro, pensando
en mi eventual regreso a Kemet luego de emprender el viaje a las
tierras del norte, formando parte de la expedición de
conquista en la campaña del año veintinueve de
reinado de Tutmés III.

Una semana después de la fiesta de Opet de ese
año, partimos de Waset hacia el norte, rumbo al delta del
Hep-ur con la mayor parte de la flota del Alto Kemet.
Llevé conmigo mi caballo aunque me costó no poco
convencer al capitán para que me autorizara a
ello.

El puerto de Peru-nefer,
estaba siendo engrandecido por orden de su majestad para
transformarlo en una enorme base naval, dirigida a albergar
grandes escuadras como la que se disponía a lanzar sobre
las costas de Amurru.

Con madera de los bosques de Khinakhny y de las
tropicales tierras del sur en donde nace el Hep-ur, fueron
ensambladas veintiocho naves de alta mar, aunque no todas del
mismo porte, que sumarían un total de cincuenta y dos con
las que aguardaban en el puerto de Mennufer para completar la
escuadra.

En un lugar preferencial del puerto esperaba la nueva
nave del Faraón. La nave insignia al igual que otras ocho
naves más que la secundaban, eran realmente colosales,
aunque por supuesto, las demás carecían de la pompa
y el boato de la nave real. En su conjunto, constituirían
la vanguardia de la flota.

De más de cien codos de largo, la nave del
soberano contaba con veinticinco pares de largos y fuertes remos,
impulsados cada uno por tres esclavos. El sistema de
dirección estaba formado por un
timón doble de remo, controlado por dos timoneles. La vela
cuadrangular, más ancha que alta, exhibía en el
centro de su blanca faz de proa, el dorado símbolo del
ureo real.

La camareta central, se hallaba construida en madera de
cedro, íntegramente recubierta con láminas de oro,
grabadas y pintadas, representando escenas épicas y
religiosas en las que se veía al Faraón en
diferentes actividades guerreras en las que doblegaba a sus
enemigos y en otras, ofrendando a los dioses.

Los castillos de proa y popa, también en madera
de cedro, mostraban paneles laterales colados en oro en forma de
carneros los de proa como manifestación del dios
Amón y como toros los de popa en franca alusión al
dios Hep.

Un bello halcón de bronce, de una majestuosidad
excelentemente lograda, símbolo del Dios Hor, enfundaba el
extremo de la proa de dicha nave, en tanto que otras, portaban un
león de cobre en el mismo sitio.

Me encontraba en Peru-nefer admirando los detalles
relacionados con la ampliación del puerto aún
inconcluso, cuando fui llamado ante la presencia del
soberano.

En la sala del trono del palacio de Mennufer, fuimos
reunidos los intérpretes que acompañaríamos
a los comandantes de batallón, con quienes
colaboraríamos como traductores para la
comunicación con los gobernantes, funcionarios y
demás habitantes de los países sobre los que fuesen
avanzando las tropas y posteriormente, asesorando a los jefes de
guarnición asentadas en territorios sometidos al
vasallaje.

Fui asignado por Tutmés para secundar al general
Sipar y a su lugarteniente el idenu Upma’at, un joven
aristócrata soberbio, arrogante e inescrupuloso, formado
en las filas del nuevo ejército, entre los oficiales de la
nobleza deseosos de enriquecerse del saqueo y el abuso de las
naciones sometidas. Lo secundaba un jefe de carros de origen
mashawash de nombre Osorcon que, mucho mayor de edad que su
superior, soportaba la humillación y los insultos del
joven Upma’at. Tratándolo como a un siervo, lo
degradaba delante de los otros portaestandartes por su
condición de extranjero. Osorcon actuaba de forma
obsecuente y sumisa, como un perro hambriento que espera recibir
las sobras de la mesa de su señor. Sabía que por su
edad no le quedaban muchos años para servir entre las
tropas mercenarias y que ocupar la jefatura de carros era una
buena oportunidad de acumular alguna riqueza antes de dejar el
ejército, aunque debiera mostrarse sumiso cuando el joven
oficial lo ridiculizaba, mofándose de
él.

Desde el primer encuentro, Upma’at intentó
hacer prevalecer su condición de noble sobre mí,
conociendo mi procedencia de los estratos bajos de la población.

—- Es grande la generosidad de su majestad, al
permitir que los hijos de la chusma accedan a la diplomacia.
Seguramente, me será más útil de siervo que
de traductor.—- dijo, burlándose de mí delante de
sus pares de la nobleza.

—- Es cierto que mi señor es generoso, pero
ello nada tiene con mis funciones de intérprete. Mis
conocimientos adquiridos con años de estudio,
ayudarán a iluminar vuestra ignorancia en las lenguas y
las costumbres de los pueblos extranjeros, sobre los que nuestro
monarca extenderá su señorío. Él os
ha encomendado mantener la paz y el orden sin los cuales es
imposible beneficiarse de las riquezas que Kemet recibirá
como tributo e impuestos, y la única manera de conservar
el dominio sobre los pueblos subyugados es la comunicación y las buenas relaciones. Si el
yugo es demasiado severo provocará constantes rebeliones y
si el control se relaja fomentará intentos de
emancipación reiterados. Por eso, se debe conocer la
manera de pensar, de sentir y de actuar de nuestros aliados y
también la de nuestros enemigos.—- Upma’at
enmudeció ante mi contestación, tras lo cual me
retiré sin darle posibilidad de respuesta.

Quizás creyera que podía tratarme como lo
hacía con Osorcon pero, desde el principio, me
ocupé de demostrarle que mi condición de asistente
en materia diplomática, no me convertía en su
sirviente. Por supuesto, mi actitud me valió su
rápida enemistad, por lo que debía cuidarme de su
lengua que estaría pronta a acusarme ante sus superiores
del ejército y aún ante el propio
Tutmés.

Zarpamos de Peru-nefer, el puerto de Mennufer, aquella
madrugada luego de ultimados los preparativos del
viaje.

Con buen tiempo, cielo despejado y las velas de los
navíos henchidos por la fresca brisa matinal, atravesamos
el tramo sur del delta, antes que el enorme disco de Atón
hiciese su aparición sobre el horizonte oriental. Desde la
baranda de estribor, observé la variada fauna de
hipopótamos, cocodrilos, garzas, grullas, ocas, gansos y
chorlitos que habitaba la costa cubierta por juncos, papiros y
lotos. En ciertos sectores la frondosa vegetación acuática impedía
el tránsito fluido al cubrir vastos sectores entre las
riberas. Los sectores menos anegados, mostraban campos de cultivo
y, de vez en cuando, se divisaban a la distancia, rebaños
de cabras, ovejas o vacas en terrenos de pastos.

Abandonamos la costa de Kemet luego de mediodía,
bajo el intenso calor de la tarde, apareciendo ante nuestra vista
la impresionante vastedad del "Gran verde" cuyas turbulentas
aguas nos disponíamos a atravesar durante varias jornadas
de navegación. Todo dependía del buen tiempo y de
la intensidad y dirección de los vientos.

El aire marino, trajo a mi memoria los recuerdos de
aquel primer viaje a Khinakhny cuando era un aspirante al cuerpo
de custodia de Tutmés. A pesar del peligro que conllevaba
la misión y de mi falta de experiencia, fueron momentos
emotivos en los que me sentía entusiasmado ante la
perspectiva de conocer nuevas tierras y lejanos países,
habitados por pueblos de extrañas costumbres y modo de
vida distintos a los nuestros. Todo era novedoso y
excitante.

Hoy las cosas se veían diferentes y abandonar
Kemet me entristecía por dejar a Kai, mi pequeño
hijo, y a mis padres. También sentía cierto temor
de morir lejos de mi tierra y que mi cadáver no pudiese
ser momificado para descansar junto al de mi amada esposa.
¿Qué podía esperar de una nueva
expedición de conquista sino, ver más derramamiento
de sangre, sufrimiento y muerte, para someter a otros pueblos que
eran víctimas inocentes de la disputa territorial entre
los imperios de Kemet y Naharín?

Sin grandes expectativas con respecto a lo que me
depararía la campaña como espectador del choque
armado, tenía como único objetivo, el descifrar la
trama del complicado tejido que formaban las relaciones
internacionales a través del conocimiento de los factores
que movían los intereses de los imperios y sus aliados.
Tal vez, de esa manera, colaborara con la victoria de
Tutmés para que la hegemonía de Kemet condujera al
final de la guerra con los hurritas de Naharín. Con los
enemigos sojuzgados y los territorios de la región bajo el
control de nuestros ejércitos, llegarían tiempos de
paz y tranquilidad. Al menos eso era lo que yo pensaba en aquella
época, pues, ¿no sería acaso la paz, el fin
último del imperio que terminase victorioso, cuando el
adversario fuese derrotado? Parecía una conclusión
razonable, pues los pueblos que deben soportar que la lucha se
desarrolle sobre sus territorios, tienen serias dificultades para
producir lo que se espera de ellos. ¿Cómo exigir
tributo a las naciones diezmadas por el hambre, las pestes y la
muerte que llevaba consigo la guerra? Sin embargo, el tiempo me
llevaría a comprender que, la imagen que se dibujaba en el
complejo tapiz en que se imbricaban estrechamente las fuerzas de
los pueblos de la región, descubría que el
equilibrio que conduciría al advenimiento de una era de
paz, sería siempre tan precario que jamás
podría lograrse su establecimiento de forma duradera.
Pero, no debo adelantarme a los hechos.

La estrategia planeada por Tutmés,
llevaría a dividir la flota al abandonar la ciudad costera
de Joppe, después de completar nuestro abastecimiento,
tras lo cual, un total de veinte embarcaciones zarparían
tres días antes que nosotros y efectuarían una
maniobra de distracción sobre la ciudad puerto de
Sidón, buscando atraer la atención de la escuadra
cananea con asiento en Khepen, conocida en Keftiu con el nombre
de Biblos, que enviaría parte de su flota hacia el sur, en
apoyo de la ciudad atacada, dejando desprotegidas las ciudades
del norte. El resto de nuestra flota, a la cual se uniría
el grupo de distracción, caería con todo su
poderío sobre las costas de Uartet y Arvad, las que
constituirían los verdaderos objetivos.

La ciudad costera de Sidón había sido
reforzada por nuestros enemigos en el último año,
en vista de la expansión del dominio marítimo de
Kemet, después del acceso al trono de Tutmés. Lo
mismo, habían hecho los soberanos de Biblos y Tiro que
formando una alianza, se prestaban apoyo ante un eventual ataque
de nuestra armada. Obviamente la importancia de estas ciudades de
Khinakhny, era muy superior a la que detentaban las urbes
portuarias de Amurru, sin embargo, el ataque franco, terrestre o
marítimo de las primeras, hubiese exigido un esfuerzo
bélico y una inversión de recursos que Tutmés
consideraba innecesario malgastar, teniendo como opción
aislar a estas ricas metrópolis cercándolas a
través de la ocupación de las regiones vecinas,
impidiendo que partiesen de, o llegasen a ellas, las caravanas
comerciales del interior, y bloqueando sus puertos para
interrumpir su comercio
marítimo. Era cuestión de tiempo que tuviesen que
rendirse y reconocer el vasallaje respecto de Kemet. Mientras
tanto, los ejércitos desembarcados en Amurru
penetrarían en el país de Djahi, y atacarían
a los reinos aliados de Parsatatar para debilitar su influencia
en la región.

Con un suave viento en contra y la fuerza de los remos a
menos de la mitad de su capacidad, progresamos hacia el noroeste
con más de treinta naves, abandonando la proximidad de las
costas, para evitar avanzar a través de las rutas
comerciales transitadas por las embarcaciones mercantes. No
podíamos darnos el lujo de ser descubiertos y fracasar en
la misión por un simple descuido. La utilización de
palomas mensajeras, implementada desde tiempo atrás por
nuestros ejércitos, había sido adoptada por todos
los pueblos del mundo conocido y eran frecuentemente utilizadas
por las patrullas navales para prevenir a las flotas atracadas en
los puertos base.

El periplo prefijado transcurría fuera de las
corrientes marítimas que atravesaban el oriente del "Gran
verde", dando un largo rodeo que permitiese a nuestros enemigos
trasladar la flota hacia el sur, dejando a nuestra merced a las
ciudades puerto del norte.

La primera paloma mensajera llegó a la nave real
y la segunda, poco tiempo después, enviadas por la flota
de distracción, confirmando el arribo de las naves de
Biblos en apoyo de la escuadra de Sidón.

A partir de ese momento con las velas plegadas, los
remeros nehesi fueron azotados para que impulsaran las naves con
toda la fuerza de sus músculos hacia la costa
asiática, hasta que los vientos fuesen favorables a
nuestro avance.

Las palas de los remos batían el agua salpicando
las barandas de babor y estribor, formando intermitentes dibujos en la
espuma marina mientras subían y bajaban con violencia
hendiendo las olas.

Los remeros nehesi bufaban como toros, tirando y
empujando en conjunto, al compás de los repiques de los
tambores situados en la popa, con sus oscuras pieles sudando
profusamente bajo el intenso sol de mediodía, impregnando
el aire sobre cubierta con el desagradable olor de su
transpiración, hediendo a cebollas, que constituían
una parte importante de su dieta.

Cuatro embarcaciones sidonias provenientes de Alashiya y
Keftiu fueron interceptadas por la armada, siendo incautadas sus
mercaderías y tomados prisioneros sus tripulantes, a dos
jornadas para llegar a Uartet. No hubo más retardos ni
contratiempos que frenaran la marcha de la armada de Kemet. La
noche previa a que el vigía de la nave capitana alcanzara
a avistar la costa de Amurru, descubrimos luces a babor de
nuestra formación. Antes de que se sospechara de una
patrulla enemiga la nave de vanguardia de aquella
formación, desplegó su vela iluminando la proa para
que identificáramos con claridad el ureo real estampado en
su centro. Eran las naves de la flota de distracción que
nos habían dado alcance para reforzar el ataque a los
puertos de Uartet y Arvad.

La madrugada del desembarco alcanzamos a divisar las
luces de Uartet todavía dormida, indefensa y desprevenida,
poco antes del alba, con las primeras luces del nuevo día
insinuándose en purpúreos reflejos sobre el perfil
montañoso del país de Djahi al oriente de la
región costera de Amurru.

En aquellas tristes circunstancias, llegaría a
conocer esa tierra, cuna de extraños dioses que la
bendijeron con tanta belleza y fertilidad que solo Kemet
podría igualar. Sus aguas son ricas en variedad de
peces, sus
campos rebosantes de rubias espigas, las faldas de sus colinas
revientan de plantas de vid preñadas de las mejores uvas,
para llenar los lagares con el más exquisito vino,
montañas cubiertas de vegetación arbórea de
deliciosos frutos y valiosas maderas, llenas de exuberante vida
salvaje y guardando en la intimidad de la roca, metales y piedras
preciosas.

A ese paraíso de lujuriosa hermosura
llegábamos a invadir, subyugar y matar, como tantos otros
ejércitos extranjeros atraídos por la codicia hacia
sus riquezas naturales, para someter a la población local
esclavizándola por la fuerza de la violencia, para robar
los frutos de su trabajo y los dones de su suelo.

Nunca pude evitar ponerme en el lugar de los oprimidos
quizá, por mi origen de humilde campesino quizá,
por el recuerdo de las penurias que mi padre me relató
haber sufrido en su infancia de
nómada y luego de esclavo del templo de Khmun. Qué
difícil parece, para los ricos y poderosos que nunca
tuvieron hambre, que nunca sintieron frío, ni cayeron
exhaustos luego de una agotadora jornada de duro trabajo en el
impiadoso calor de la tarde, compadecerse de aquellos que sufren
la crueldad de su yugo, el despojo, el abuso, el maltrato y la
brutalidad de los grandes señores que cargan sus hombros
de pesados tributos, de excesivos impuestos,
adueñándose de sus vidas y las de sus familias, sin
importarles su dolor, angustia y sufrimiento, existiendo de
manera miserable hasta que los sorprende la muerte que de forma
impiadosa, como el segador empuñando su hoz, troncha de
cuajo sus vanas ilusiones de alcanzar algún día un
momento de felicidad.

Como hienas cayendo en manada sobre un desahuciado e
indefenso animal, nuestras naves hicieron presa de la costa, ante
la aterrada mirada de la gente que iniciaba sus actividades en el
embarcadero del puerto de Uartet. Paralizados por la sorpresa, no
atinaban a reaccionar al observar el desembarco de miles de
soldados que de norte a sur, abordaban las playas de su
país blandiendo lanzas, espadas y palos contra sus
habitantes y avanzando sobre la ciudad.

Descendí con los demás funcionarios que
acompañaban al Faraón, transportado en su litera y
a los altos oficiales, avanzando con la retaguardia de las tropas
por las avenidas de la ciudad.

A medida que mis pasos me llevaban hacia las calles
interiores de la urbe, mis ojos no daban crédito
del salvajismo con que nuestras tropas atacaban a todo aquel que
se pusiese en frente, ante la satisfecha mirada de los superiores
del ejército que, imperturbables, hacían caso omiso
del vandalismo a que sometían a los civiles, transformados
en víctimas de nuestros soldados transformados en viles
saqueadores.

Los defensores eran masacrados sin piedad e
innecesariamente, y muchos de ellos ni siquiera se encontraban
armados ya que corrían desorientados entre la multitud
aterrorizada.

Los comerciantes y mercaderes lloraban su ruina, luego
de ser golpeados, expoliados, y destruidas sus mercancías.
Los ancianos apartados a garrotazos de las vías de avance
de los combatientes. Las mujeres corriendo despavoridas con sus
hijos en brazos temiendo que muriesen bajo las hordas de salvajes
arrasando y quemando todo a su paso.

Cerca de mí y mientras contemplaba espantado el
execrable comportamiento de los nuestros, sin que los oficiales
intentaran modificar la situación, pude ver a un
corpulento soldado arremeter sobre una bella joven nativa a la
que asió de la manga de su vestido y llevó a
tirones hacia una vivienda próxima cuya puerta
pateó, sin conseguir abrir. La muchacha, apenas
núbil, trato de soltarse y en el forcejeo
desprendió la manga de su túnica tras lo cual se
echó a correr pero, rápidamente, fue alcanzada de
nuevo por su perseguidor que esta vez la tomó por la
muñeca. La joven, llorando y suplicando, le decía
en su lengua al agresor, que le entregaría sus ajorcas y
sortijas para que no le hiciera daño. El soldado, sin
comprenderla, y sin importarle el miedo que podía leer en
su mirada, la arrastró hasta introducirla en un cobertizo
empujándola a un rincón. La muchacha cayó
golpeándose contra la pared, pero, rápidamente, se
levantó e intentó escaparse por una ventana lateral
mas el hombre se lo impidió, tras lo cual, la
abofeteó y desgarrándole la vestimenta la atrajo
hacia sí, besándola por la fuerza para finalmente
arrojarla contra el heno acumulado en una esquina. No pude
soportar más aquella situación, y corrí para
interponerme entre ellos.

—- ¡Dejadla!—- le ordené, en tono
airado.

Era gordo, fuerte y casi de mi estatura. Me miró
con desdén, quitándose el faldellín, sin
sacarme la vista de encima, como demostrando que no tenía
autoridad sobre él y que yo no podría impedir que
se diese un festín con la indefensa joven.

—- Apartaos o os romperé la cabeza.—-
amenazó el sujeto.

—- ¡Os dije que la dejarais en paz!—-
repetí con decisión, esperando el golpe del
bastón que empuñaba.—- ¡Soy funcionario del
Faraón y os ordeno que la dejéis
tranquila!

—- No recibo órdenes de un escriba. Nuestro
superior nos dijo que les hiciéramos sentir el rigor de
Amón.—- me espetó, desafiante.

Embistió de repente pero lo esquivé, sin
embargo, me arrinconó junto a la muchacha que giró
y se acurrucó entre la hierba. Casi tropiezo con ella a
punto de perder pie por no pisarla.

—- ¡Esto os enseñará a no
entrometeros en lo que no os concierne!—- gritó
furioso.

Levantó el palo para asestarme el golpe con todas
sus fuerzas pero me agaché y aferré un
puñado de heno y tierra que le lancé en la cara. Al
quedar momentáneamente cegado, lo pateé en los
testículos, provocando que soltara el palo
y se contrajera de dolor, agachándose para tomarse la
entrepierna, circunstancia que aproveché para tumbarlo de
una trompada.

Giré hacia la muchacha para ayudarla a salir de
allí antes que se levantara el soldado. Se
estremeció al tomarla de la mano.

—- ¡No me hagáis daño, os lo
ruego!—- dijo asustada, con el rostro sucio, surcado de
lágrimas y el cabello de desgreñado.

—- No temáis. No voy a haceros daño.
Podéis ir con vuestra familia.—- respondí en
cananeo.

Me miró extrañada, confundida por mi
evidente aspecto extranjero en contraste con mi dominio de su
lengua.

Los miembros de la turba nos atropellaron para saquear
lo que quedaba de una tienda de géneros que comenzaba a
incendiarse.

—- Mi padre está muerto. Ellos lo mataron.—-
dijo, señalando a los soldados de Kemet que pululaban en
las calles.

—- Sois libre de ir con quien queráis.—-
dije.

—- No tengo más familia.—- respondió,
angustiada y con ojos suplicantes.

—- No puedo hacer nada más para ayudaros.—-
contesté.

—- Os suplico me llevéis con vos. Tengo miedo
que vuelvan a atacarme.—- respondió, tomándome la
mano.

—- No puedo llevaros conmigo. Debo cumplir funciones y
no puedo cuidar de vos.—- dije, intentando desanimarla mientras
trataba de alejarme de ella.

—- No me dejéis, os lo ruego. La noche
será larga y no tengo siquiera un lugar seguro en donde
dormir. Mi hogar está en ruinas y el fuego lo ha consumido
todo al punto que ni una cobija me a quedado.—-
respondió, afligida por su desamparo.

—- No depende de mi voluntad. Además, no me
conocéis. Puedo ser tan malvado como el hombre del que os
salvé.—- respondí. Sin embargo, sentí pena
por ella, y me preocupó pensar que permaneciera sola en
las calles de Uartet.

—- No es verdad. Si fuerais perverso no hubieseis
arriesgado vuestra vida por salvarme, para luego dejarme en
libertad.—- volvió a atravesar mi corazón con su
mirada de cordero sacrificado. —- Yo puedo serviros.
Seré vuestra esclava.—- contestó rogando mi
atención.

Mi tío Acán no tardará en llegar
con una caravana desde Washukany. Dejadme que permanezca con vos
hasta que pueda irme con él.—- no soltaba mi brazo y me
impedía volver con los demás funcionarios a los que
ya había perdido de vista.

—- Veré que puedo hacer pero, no os aseguro que
pueda llevaros conmigo.—- respondí, sin saber si me
autorizarían a tomarla como esclava.—-
¿Cuál es vuestro nombre?—-
pregunté.

—- Mi nombre es Ataliya. ¿Cuál es
vuestro nombre, mi señor?—- dijo, adoptando una actitud
de sirviente que yo no le había pedido. Me hizo
reír su ocurrencia.

—- Mi nombre es Shed.—- respondí.

—- Mi señor Shed, no pido nada para mí,
mas, os ruego me ayudéis a brindar a mi padre un entierro
decente y una digna sepultura.—- dijo la joven.

Observando que los nuestros se encontraban muy ocupados
en saquear y destruir, no creí que fuesen a necesitar
urgentemente de mis servicios de intérprete, de modo que
accedí a los requerimientos de la muchacha.

—- Decidme que hacer para que tenga una ceremonia
honorable; yo os secundaré en lo que pueda.—-
respondí.

Besó mis manos, arrodillándose ante
mí.

—- La gracia del gran Teshut os bendiga.—-
respondió.

Llevé en mis brazos el cuerpo sin vida del
anciano, acompañado por Ataliya que me condujo hasta los
restos humeantes de su casa. Mientras yo dejaba el cadáver
de su progenitor, preparaba el carro y uncía los asnos al
yugo, ella extrajo de un disimulado pozo en el suelo del establo,
un pequeño saco con joyas de oro. Sin perder tiempo, nos
pusimos en camino hacia el sitio ceremonial en donde los
sacerdotes del culto a los antepasados prepararían los
restos del difunto.

Subimos lentamente la ladera de la más alta de
las colinas que rodeaban la ciudad a través de un sendero
de lajas, flanqueado por encinas, robles y enebros, entre la
vasta extensión de pinos y cedros, hasta el edificio que
coronaba la cima.

Al llegar, ingresamos a través de un
pórtico de cuatro gruesas columnas de roca, para llegar a
una amplia sala de piso de caliza y techo de madera, en donde el
gentío se reunía lamentando a sus
muertos.

Barbados sacerdotes de largos cabellos, recibieron el
cadáver y lo posaron en una estancia interior, junto con
otros que habían sido llevados por sus deudos. Entre
aquellos había muchas mujeres jóvenes y viejas y
algunos hombres que lloraban desconsoladas por las
pérdidas de sus seres queridos abatidos en combate o
asesinados por los soldados de Kemet.

Las mujeres llevaban sus cabezas cubiertas por largos
lienzos y sus rostros velados en señal de duelo. Los
hombres llevaban una faja negra en su cintura y sus cabellos
atados en trenzas de a pares.

Al verme entrar, reconocieron mi aspecto,
observándome con desconfianza.

Un hombre, visiblemente ofuscado por mi presencia en el
lugar, se acercó a mí con gesto airado,
desenvainando el puñal que portaba a un lado del
cuerpo.

—- ¡¿Acaso, no os alcanza con asesinar
impunemente a nuestra gente, que venís a profanar nuestro
templo y a perturbar el descanso de nuestros muertos?!—-
gritó, furioso.

—- Él, es mi esposo.—- dijo Atalaya,
interponiéndose entre ambos.—- Es un mercader de Kemet y
no tiene nada que ver con el ejército que mata a nuestra
gente.—-

Sin estar seguro de creerle o no, el sujeto frenó
su amenaza, mientras era alejado por un par de mujeres que se
hallaban con él y trataban de convencerlo de que la
violencia no conducía a nada.

—- ¿Porqué dijisteis que soy vuestro
esposo?—- pregunté extrañado.

—- Lo dije para disuadirlo de que os atacara, pues,
según nuestras leyes, si un
hombre mata a otro, sin motivo alguno, tiene la obligación
de mantener a su viuda de por vida.—-
respondió.

Ataliya pagó en oro el tratamiento de las
exequias de su padre y un lugar para su enterramiento en la
montaña sagrada.

Su padre era un mercader de la ciudad de Kadesh que,
luego de la muerte de su esposa (la madre de Ataliya),
había llevado a su hija a vivir a Uartet por ser
ésta una ciudad más tranquila y próspera
para el comercio. Con su muerte, Ataliya había quedado
sola, sin familiares ni parientes, por lo que planeaba volver a
Kadesh con Acán, en cuanto la situación se calmara
y pudiese vender el negocio de su padre a algún otro
mercader. Mientras tanto, temía ser secuestrada para ser
llevada como esclava, por su juventud y belleza, a los
traficantes de mujeres que la venderían en algún
lejano país para ser una más de las concubinas de
algún monarca extranjero.

Cuando regresé al centro de Uartet
acompañado por Ataliya, la toma de la ciudad había
concluido. Pregunté a un grupo de oficiales por el lugar
en donde se encontraba el Faraón y me informaron que se
encontraba en el palacio del príncipe local.

Sin tiempo para defenderse, las desorientadas
guarniciones nativas, no habían acertado a organizar una
defensa adecuada que pudiese frenar la embestida de los
batallones de vanguardia de Kemet, que arrasaron con cualquier
intento de resistencia, terminando con los restos de los
efectivos del desbandado ejército amorreo en una
apresurada retirada hacia la residencia del príncipe
local. Allí se encontraba el gobernante cobijado con su
familia, temeroso de ser asesinado por los violentos ataques de
los cuerpos de choque, bajo las órdenes del general
Uneg.

En el portal de entrada al palacio, dejé a
Ataliya al cuidado de los guardianes, ordenándoles que la
mantuvieran vigilada en razón de que era mi esclava,
amenazándolos con represalias si ella escapaba o algo le
sucedía.

La residencia de Uartet carecía del lujo y la
amplitud de los palacios que habitaba la familia real de Kemet.
Sin embargo, era un lugar de una elegante sobriedad y belleza en
la distribución de las estancias y los
espacios libres. Salas amplias y ventiladas permitían el
ingreso de la luz del día a través de amplios
ventanales por los que la fresca brisa de occidente
llevaría las fragancias marinas a sus interiores,
atemperando los cálidos veranos en tanto que, los bosques
de las colinas cercanas, proporcionarían la
protección contra el gélido viento boreal,
impregnando el ambiente con sus aromáticas resinas y el
perfume de sus flores silvestres.

A pesar de que el día era triste y pobre en
luminosidad, se adivinaba la hermosura que, los lirios y las
azufaifas, las amapolas y los acianos de los jardines, entre un
abigarrado conjunto de otras plantas ornamentales desconocidas
para mí, desnudarían bajo la radiante brillantez de
un resplandeciente cielo azul, coronado por la grandeza de
Ra.

Al entrar en la austera sala del trono, presencié
una escena por demás desgarradora y concluyente, en cuanto
a mis sospechas del cambio en el carácter del
Faraón, otrora noble y generoso, a uno insensible y
cruel.

—- ¡Llevaos los cofres con alhajas y piedras
preciosas, quedaos con nuestros esclavos, tomad la mies de
nuestros campos y los tesoros de nuestros dioses pero, os lo
suplico, os lo imploro, no me quitéis a mis hijos!—-
exclamó la reina, desgarrada por el dolor.

Sin importarle su dignidad de soberana, sus delicadas
facciones desencajadas por la angustia, se hallaba arrodillada
aferrando los pies del Faraón, con el rostro surcado por
lágrimas de vano desconsuelo. Suplicante, se
inclinó con la humildad de una madre desesperada, rogando
que su verdugo revocara aquella sentencia que laceraba más
su corazón que el filo de una espada.

Tutmés, sentado en el trono de su vasallo,
observaba imperturbable el sufrimiento de la dama
asiática.

—-¡Mi buen señor, tened misericordia de
vuestra humilde súbdito!¡No os llevéis a mis
hijos! Miradlos, son apenas unos niños.—- dijo,
señalando a los pequeños vástagos que,
asustados, lloriqueaban sin siquiera comprender en su real
dimensión el destino que les tocaría en
suerte.

—- Mi señor, ¿qué provecho
podríais obtener de ellos, sino tan solo las molestias de
tener que soportar sus disputas y sus gritos, sus berrinches y
sus llantos, y el alboroto de sus juegos
alterando la paz de vuestro palacio?—- dijo, el hasta entonces
soberano de Uartet, intentando disuadir a Tutmés de llevar
a sus hijos a Kemet.

—- Ellos me asegurarán la lealtad de sus
padres.—- respondió lacónico el
Faraón.

Como si de rehenes se tratara, los retoños de los
gobernantes asiáticos serían trasladados como
huéspedes obligados del Faraón, para asegurar la
fidelidad de los gobernantes subyugados y, al mismo tiempo,
educarlos en las costumbres y las normas de nuestro
país, de manera que llevaran la influencia de Kemet a los
territorios conquistados, cuando reemplazaran a sus progenitores
a medida que éstos fallecieran. Constituía un
procedimiento
sumamente cruel para los afectados que, con el tiempo,
demostró no ser demasiado efectivo.

La toma de Arvad, por su parte, había ocasionado
muchas bajas entre nuestras tropas a causa de que en medio del
sitio de la misma, que se presentaba netamente favorable a los
nuestros, apareció un gran contingente de guerreros
amorreos provenientes de la ciudad cercana de Simurru. Llegadas
en ayuda de sus vecinos, las huestes que rubricaban la alianza
entre las ciudades de la costa asiática, complicaron los
planes, provocando que las acciones se prolongaran durante
semanas. Finalmente, la ciudad fue conquistada pero, costó
un número elevado de muertos y heridos entre las tropas, y
el agotamiento de los recursos asignados al resto de la
campaña, que dificultaría el siguiente paso en la
consolidación de la hegemonía de Kemet sobre las
costas del país de Djahi.

Luego de dos meses de permanencia en Uartet y, habiendo
dejado a la graciosa Ataliya en la seguridad de la familia de su
tío, me uní a los escribas del Faraón que
tomaban conocimiento de la administración y las riquezas
de la región, en vistas a la futura exigencia de tributos
e impuestos sobre los territorios sometidos al vasallaje. A pesar
de que todo parecía concluido, existía una
cuestión que no había sido resuelta, y que
necesitaba una pronta solución para poder concretar la
afirmación del dominio de Kemet sobre la costa
amorrea.

Capítulo 16

"La
fortaleza de Urkhi-Teshup."

Antes del crepúsculo de sexagésimo cuarto
día desde nuestro arribo a Uartet, me encontraba en una
pequeña habitación de la residencia real,
comparando las tablillas de arcilla en las que constaba el
recuento de los últimos tres años de
recaudación de impuestos sobre las cosechas. Mientras
cotejaba los valores,
un fino haz de luz filtrado a través del ondulante
cortinado de transparente lino crudo, inundó de un
mágico rubor las blancas paredes de la estancia. Detuve un
instante mi actividad para admirar fascinado, desde la ventana
alcanzada por el fresco hálito marino, el agónico
descenso del moribundo disco solar, a punto de sumergir su
majestuoso esplendor en rojizos destellos sobre la inmensidad
acuosa. Más allá de la extática
contemplación de aquel fenómeno de sublime belleza
y hermético misterio, me pregunté lo lejano e
inalcanzable del periplo por el que transita en la bóveda
celeste la barca de Amón que, mientras en Kemet lo vemos
hundirse en el océano de arena, en las tierras del norte
observamos su inmersión entre el oleaje del
horizonte.

Absorto en mis cavilaciones, fui sorprendido por el
llamado a mi puerta. Un mensajero, me comunicaba que
Tutmés ordenaba mi asistencia a la reunión del alto
mando de las tropas, para dar a conocer los próximos
objetivos de la expedición.

Tutmés, apenas hizo su aparición en la
sala del trono acompañado de Uneg y Sipar, se
dirigió, sin preámbulos, a los asistentes que
esperábamos por su presencia desde hacía largo
tiempo. Su rostro serio evidenciaba la importancia de la
cuestión a tratar.

—- He recibido de nuestros informantes en tierra
enemiga, los rumores de la inminente reunificación de la
nación
hurrita a través de un pacto entre los sucesores de
Parsatatar de Naharín y los líderes del consejo de
ancianos del Pankhu, de las tribus disidentes. Ésta
noticia nos obliga a actuar de inmediato ante la posibilidad de
que un fortalecimiento del imperio de Naharín provoque una
reacción de sus aliados de Djahi para expulsarnos de la
costa del país. Suponemos que el rey de Tunip
intentará un ataque contra Uartet y Arvad en busca de la
reconquista de ambas ciudades cuyos monarcas siempre respondieron
a su influencia. Estamos preparados para resistir dicho intento,
más sería muy peligroso que se uniesen a sus
ejércitos, las tropas de los reyes de Kadesh y Qatna,
aliviadas de sus obligaciones para con su aliado de
Naharín. Por ello he decidido que en vez de esperar el
golpe del monarca de Tunip, debemos golpear nosotros primero para
sorprenderlo y derrumbar sus planes.—- lo disimulado de los
comentarios de los oficiales no evitó que provocara la
reacción del Faraón.—- ¡¿Acaso debo
rendir cuenta de mis decisiones a los hombres que deberían
secundarme?!—- preguntó visiblemente molesto.

—- Mi señor, nadie de entre nosotros
osaría poner en duda vuestro genio militar, sin embargo,
pienso que la distracción de nuestras diezmadas tropas en
la conquista de Tunip, dejaría demasiado indefensas a las
ciudades costeras ante una invasión por mar dirigidas por
las escuadras de Khinakhny.—- respondió Daga, exponiendo
un razonamiento sumamente coherente de la
situación.

—- ¡¿Quién dijo que
abandonaríamos a su suerte a las ciudades costeras?!—-
preguntó Tutmés irritado.—- Mi plan consiste en
enviar un ejército de entre cuatro mil y cinco mil hombres
y sitiar Tunip hasta la rendición del rey Urkhi-Teshup,
afianzando nuestro dominio sobre Uartet y Arvad.—-

Si Tutmés no hubiese sido tan falto de sentido
del humor, los concurrentes se hubiesen inclinado a pensar que el
monarca les estaba gastando una broma. Por supuesto que no hubo
quién atinara a esbozar una sonrisa; el Faraón
estaba demasiado enfadado para soportar la jocosidad de
nadie.

La empresa que se
proponía Tutmés con tan insignificante
número de efectivos, no solo parecía condenada al
fracaso, sino que arriesgaba en convertirse en un viaje al
matadero para los desdichados a los que asignara tal
misión. Todos sabíamos que Tunip era una ciudad
fuertemente fortificada, cuyas murallas y terraplenes la
hacían virtualmente inexpugnable, motivo que la
había convertido en legendario ejemplo de invulnerabilidad
en toda la tierra de
los a’amu. Al propio tiempo, conocíamos por nuestros
espías, que poseía provisión de agua
subterránea proveniente de la filtración de los
arroyos estivales de las montañas cercanas y del deshielo
de las mismas, y en cuanto a los recursos alimentarios,
contábamos con la información de que las ricas
tierras de los llanos, colmaban sus silos con el mejor cereal de
la región. ¿De qué manera lograríamos
someter con un puñado de hombres, a una fortaleza cuyos
habitantes no podían ser acuciados por la sed ni por el
hambre?

El éxito de tan aventurado intento se presentaba
como virtualmente imposible. Además, aunque nuestras
tropas bloquearan vanamente la ciudad, el exiguo número de
nuestros efectivos nos expondría a ser masacrados durante
el sitio por un ejército llegado desde las ciudades
vecinas, en ayuda de Tunip.

—- Debido a que la lentitud en la toma de Arvad nos
ocasionó el importante número de bajas que hoy
complican nuestra hegemonía en la costa de Djahi, —-
dijo Tutmés mirando fijamente al general Sipar.—- os
permitiré la oportunidad de reivindicar vuestro prestigio
con la conquista de Tunip.

Sipar tragó saliva, enmudeciendo por un
instante.

—- Os agradezco por vuestra generosidad.—-
respondió Sipar, obligado por las
circunstancias.

La oportunidad que le otorgaba el Faraón era, a
consideración de todos los presentes, mucho más
parecida a una condena, que a una posibilidad de recuperar fama
militar.

—- Partiréis rumbo al interior del país
en cuanto estén concluidos los preparativos para la
misión.—- dijo el Faraón.

—- Necesitaré un intérprete para
entablar tratativas sobre las condiciones de rendición del
monarca de Tunip.—- solicitó Sipar.

Ni siquiera dudé de que fuera yo el otro
condenado.

—- Shed os acompañará como
traductor.—- indicó Tutmés.

Todos me miraron como compadeciéndome.
Asentí con un movimiento de cabeza, sin demostrar
turbación, maldiciendo en mi interior contra el
Faraón, cuya animadversión hacia mí, lo
impulsaba a arriesgar mi erudición, que no supo valorar,
enviándome a una expedición peligrosa cuando
podría haber encomendado a cualquiera de los guías
nativos.

Me resigné a aceptar las circunstancias y a
cumplir con mis funciones a pesar de estar en desacuerdo con los
planes de nuestro soberano. Desde mi punto de vista era
más seguro reforzar la vigilancia en las ciudades costeras
y resistir cualquier asedio, que correr el riesgo de perder
más efectivos en una incierta aventura militar.

Retomando el hilo de la narración, os
contaré mí querido nieto, cómo se
sucederían los aciagos eventos en que
estuve a punto de perecer y que, sin embargo, cambiaron mi
destino.

Partimos hacia el interior del país con algo
menos de cuatro mil quinientos hombres, cincuenta carros,
armamento, vituallas para no mas de dos meses, asnos, caballos,
esclavos y equipo, con la promesa del Faraón de enviarnos
abastecimiento en cuanto arribaran refuerzos desde
Kemet.

El día era luminoso y cálido, con un
firmamento azul límpido y una irisada silueta de nubes
cubriendo el cielo boreal de nuestra ruta.

Como extranjeros procedentes de una tierra en su mayor
parte yerma y estéril, nos vimos sorprendidos por la
exhuberancia del ambiente rebosante de vida salvaje, habitante de
la profusa cubierta vegetal que tapizaba los montes que, de norte
a sur, separaban la zona costera del interior de
Djahi.

Sus frondosos bosques de cedros alternaban por sectores
con robles y pinos además de otras especies como enebros y
teberintos. Gran variedad de plantas herbáceas como
ajonjolíes y violetas embellecían los senderos. Por
sectores también se observaban algarrobos y
acacias.

Durante el día descubrimos entre la
vegetación baja, manadas de jabalíes cuya carne
asada hemos consumido con gran deleite aunque, a mi parecer, no
es tan sabrosa como la del cerdo doméstico. Entre otros
animales cazamos gamos y corzos para alimentar a las tropas, por
ser más dóciles y menos escurridizos que las
liebres y los conejos. Los zorros vagabundeaban en la espesura,
viéndonos atravesar la oscuridad del bosque como invasores
indeseables. Las águilas, huéspedes de las cumbres
desnudas, escrutaban con ojo avizor a los incautos roedores que
merodeaban por el suelo buscando alimento. En las márgenes
de un riachuelo que bajaba de las montañas alborotado, un
gran oso solitario ganaba su cuota de peces de aquella jornada. A
veces, después del crepúsculo, veíamos
brillantes ojitos como cristales de roca que se movían
curiosos en la negrura, intentando descubrir a los nuevos
moradores.

A medida que se aproximaban a la lumbre de nuestras
fogatas, se revelaban ante nosotros los más osados
cervatillos de entre las manadas que recorrían durante el
día, las laderas de las colinas ricas en pastizales, y que
buscaban cobijo en el bosque al final de la tarde. Por las
noches, solíamos escuchar a lo lejos, resonando entre las
laderas rocosas con agudos ecos, los lastimeros aullidos de
algún miembro de una jauría de lobos cuya silueta
sobre los riscos, se recortaba contra el disco lunar.

No sé que más se puede decir de ese lugar
paradisíaco, visitado en los inviernos por el helado
llanto de los cielos, que conocería en esa tierra, y que
ellos llaman nieve, tersa y suave como el plumaje de las garzas
del Hep-ur, blanca como el más perfecto blanco de los
lotos del alto Kemet y fría, pero mucho más
fría, que las madrugadas en el desierto azotado por la
tormenta, o el duro mármol de los sarcófagos
ocultos en las tumbas del valle de los faraones.

No hace falta decir que me sentí cautivado por el
país de Djahi, en el que pasé una de las
épocas más felices de mi estancia en tierra
a’amu, a pesar de que constantemente vivimos en peligro.
Pero no debo adelantarme a los acontecimientos, pues cada tiempo
tiene sus alegrías y sus padecimientos.

A pesar de ser conducidos por un guía nativo,
tardamos varios días en arribar a las cercanías del
valle, ya que la estrechez de algunos tramos de la ruta, la
espesa vegetación y el relieve
montañoso nos impedían un avance más
veloz.

El río, que descendía caudaloso y sonoro,
es llamado por los naturales, "El aliento de Dios", pues creen
que sus aguas nacen de la boca de Teshut, su "Dios de la tormenta
del cielo".

Avistamos Tunip a la vera de los campos de cultivo,
desde una gran distancia y por entre los árboles que
colindaban con el descampado, como una gigantesca
formación constituida por un enorme muro almenado
cuadrangular, reforzado con torreones en las cuatro esquinas y
protegido en su base por contrafuertes terraplenados.

Supuse que sería mediodía, pero se
hacía difícil precisar el momento de la jornada,
debido a la oscuridad ocasionada por las negras nubes que
eclipsaron a la barca de Amón-Ra, transformando la
claridad del día en penumbras. Como si de un mal presagio
se tratara y el reino de las sombras amenazara con consumir al
mundo de la luz, así, parecía la advertencia de
alguna potencia
desconocida, expresada en amenazas mudas de maléficos
entes extraños que moran y vagan eternamente en las noches
sin luna.

Los soldados de Kemet se encontraban temerosos por las
señales que emanaban del cielo, cual tenebrosas
profecías de muerte. La mayoría de nosotros nunca
había sido testigo de ninguna tormenta de ese grado de
violencia. Crujientes lanzas de luz resplandecían
desgarrando las tinieblas con el brillo de mil soles hendiendo el
aire o cayendo sobre la tierra como venablos de furia divina,
quemando solitarios árboles en el llano hasta convertirlos
en gigantescas teas humeantes, acompañadas de
ensordecedores rugidos quebrando la quietud del
bosque.

—- No creo conveniente salir de la arboleda hacia el
descampado.—- me dijo Sipar, levantando la voz para hacerse
oír.—- Deberíamos esperar hasta
mañana.—-

Incesantes ráfagas del viento del norte,
penetraban con fuerza sibilante entre las copas de los cedros y
el follaje de los robles, agitándolos hasta quebrar el
ramaje menos flexible y desprender la abundante hojarasca que
pronto cubrió los caminos.

—- Estoy de acuerdo en que el grueso de las tropas
permanezca en la espesura, sin embargo, sería conveniente
presentarnos como una comitiva diplomática enviada para
llegar a un acuerdo con el rey de Tunip.—- mientras daba a
conocer mi parecer, comenzó a llover
torrencialmente.

—- ¿Creéis acaso que podemos persuadir
al legendario Urkhi-Teshup de unirse al Faraón como
aliado?—- preguntó, mofándose de
mí.

—- Tal vez los años lo hayan ablandado y
prefiera pactar con el Faraón antes que embarcarse en un
enfrentamiento que finalmente terminará perdiendo.—-
especulé.

—- Perdemos nuestro tiempo al suponer que el hombre
caracterizado por su tenacidad y valor se doblegará porque
su cabello se haya vuelto blanco. Por el contrario, el viejo
monarca debe estar más testarudo que antes.—- dijo
Sipar.

—- No digo que sea tarea fácil convencerlo. Lo
que pienso es que si no intentamos un acercamiento nunca sabremos
las posibilidades que hubiésemos tenido de ganarnos una
plaza importante negociando pacíficamente. Además,
a través de una visita diplomática y de tono
amistoso, podríamos averiguar algo respecto a su actitud
hacia el Faraón y su grado de lealtad para con los
líderes de la nación hurrita.—-
expresé.

Sentía una profunda curiosidad hacia la figura
del legendario monarca considerado un héroe entre su
pueblo. Su fuerte personalidad y su conducta honorable en el
campo de batalla le granjearon la estima de amigos y enemigos,
que lo admiraban como guerrero y gobernante. Se decía que
a pesar de su rivalidad con Tutmés I, abuelo del actual
soberano de Kemet, el anciano Faraón guardaba un gran
respeto por Urkhi-Teshup, que en aquel entonces era un joven
príncipe.

—- Cuando Urkhi-Teshup vea el ejército con que
esperamos amenazar su ciudad, se burlará de nosotros.—-
dijo Sipar, desanimado.

—- Se me ha ocurrido que tal vez sea mejor no
desplegar nuestras huestes a la vista del enemigo de modo que no
conozca nuestro precario poder militar.—- —- No comprendo.
¿Cómo vamos a sitiar la ciudad si no bloqueamos su
entorno?—- dijo. Al percibir su aliento a vino, entendí
por qué le resultaba difícil pensar con claridad.
¿Cómo podría dirigir el asedio contra una
fortaleza, si ni siquiera podía dominar su afición
por la bebida? Estábamos perdidos si dependíamos de
aquel beodo incorregible.

Apartándolo del grueso de los oficiales que lo
secundaban, lo alejé para platicarle en
privado.

—- ¡¿Por qué habéis estado
bebiendo, si sabéis que aún cuerdo os será
problemático decidir una estrategia que nos ayude a
escapar con vida de este trance?!—- le dije, enfurecido por la
conducta irresponsable del oficial.

—- Tengo miedo, Shed. Me siento angustiado. Estoy
obligado a cumplir con éxito cada orden encomendada por el
Faraón para no ser desplazado por los oficiales más
jóvenes y convertirme en un paria entre mis
compañeros de armas. La verdad, es que temo fracasar y la
ansiedad que me provoca el no saber cómo resolver una
situación complicada, me impulsa a beber. Al principio el
vino me daba confianza y me ayudaba a asumir con más
facilidad los compromisos, pero ahora ya no puedo
controlarme.—- recordé mi mala experiencia con la bebida
y sentí pena por él.

—- Puedo decir que estáis enfermo y comunicar a
las tropas que transferiréis el mando al mejor de tus
subalternos para que asuma el control de la misión.—-
respondí, preocupado por nuestras magras perspectivas de
supervivencia.

—- No confío en ninguno de ellos. Son
codiciosos y sin escrúpulos, me destrozarán delante
del Faraón. Son capaces de acusarme de cobardía o
de traición.—- dijo Sipar, más preocupado por los
enemigos internos que por los extranjeros que no dudarían
en masacrarnos.

—- Alguien debe tomar el control de la
situación. Esto no es un juego. La vida de todos nosotros
corre peligro. Si perdemos tiempo, más probabilidades hay
de que las tropas asiáticas descubran nuestro endeble
poder militar.—- respondí, urgiéndolo a tomar
alguna decisión.

—- Prefiero delegaros el mando a vos, que confiar mi
pellejo a esos carroñeros.—- dijo con desprecio,
refiriéndose a sus oficiales.

—- ¡Esto no se trata de una competencia por
el poder ni por el prestigio!—- dije, impaciente.—-
Además yo no soy un guerrero, soy solo un funcionario
dedicado al conocimiento de las lenguas y a las relaciones
diplomáticas.

—- Más allá de mis temores, ninguno de
ellos es apto para dirigir a las tropas. Están
acostumbrados a recibir órdenes y cumplirlas, pero no a
impartirlas. Los hemos formado ambiciosos pero sin criterio ni
poder de mando.—- respondió Sipar.

—- No puedo creer que no haya ninguno de entre ellos
capaz de llevar adelante la vanguardia de nuestras tropas.—-
dije, incrédulo.

—- El de mayor autoridad entre los jóvenes
oficiales es Upma’at pero, no lo creo capaz de salir airoso
de semejante reto.—- respondió Sipar.

Ya conocía a ese imbécil y engreído
sujeto. Jamás hubiese aceptado poner mi vida en sus manos.
Sin embargo, me cuidé de no hacer ningún comentario
acerca de él. No era bueno criticar a un noble delante de
otro de su misma condición.

—- Tal vez, tengáis razón.
Asumiré el mando de las acciones en vuestro nombre pero,
con la condición de que no pronunciéis palabra sin
consultarme. —- respondí, teniendo presente lo mucho que
había aprendido en el terreno militar al lado del propio
Tutmés.

No podía dirigir el ejército bajo mi
propia responsabilidad, pues los oficiales se negarían a
recibir órdenes de un funcionario civil, sin atributos
para la conducción de las milicias; haría las veces
de vocero del general Sipar.

—- El general Sipar me ha encomendado que comunique
sus decisiones a vosotros pues se encuentra enfermo y sin
posibilidades de comandar personalmente las acciones.—- dije,
acercándome a los oficiales que comenzaban a sospechar.
Sipar solicitó a los esclavos su litera aparentando
indisposición.

—- ¿Por qué habríamos de aceptar
que un burócrata nos imparta las órdenes?—-
replicó desafiante, Upma’at.

Su desprecio hacia mí era evidente, pero
consideré que no era momento para exacerbar nuestra mutua
hostilidad.

—- Parece que no entendéis lo que acabo de
decir.—- repuse.—- Voy a transmitiros las órdenes de
vuestro superior, no ha tomar decisiones por
él.

—- ¿Por qué no habríamos de
hacerlo uno de nosotros?—- contestó otro.

—- Yo soy el más indicado porque sé
cómo debemos encarar las tratativas diplomáticas,
de qué manera debemos presionar al monarca de Tunip y las
posibilidades de negociar una rendición con nuestros
enemigos, sin derramamiento de sangre propia, ni ajena.—- la
respuesta fue tan contundente que nadie se atrevió a
ponerla en entredicho. Una gran mentira defendida con firmeza, es
aceptada por los ignorantes y los incautos como una verdad
indiscutible.—- El general ha decidido que el grueso de las
tropas no abandonará el bosque.—-
respondí.

—- Y, ¿cuándo sitiaremos la ciudad?—-
preguntó uno de ellos.

—- Cuando el rey de Tunip se niegue a aceptar las
condiciones de rendición.—- respondió
Upma’at, como si la respuesta fuese obvia.

Son más estúpidos de lo que pensé,
me dije interiormente.

—- No levantaremos asedio sobre la fortaleza porque
fracasaríamos en nuestro intento y pondríamos en
evidencia nuestra debilidad.—- respondí, tratando de
llevar algo de luz a aquellos hombres.

—- ¿Entonces, qué haremos? No
comprendo.—- dijo otro visiblemente confundido.

—- Negociaremos con el monarca de Tunip,
haciéndole creer que contamos con el triple de fuerzas de
las que realmente tenemos.—- respondí.

—- ¿Cómo conseguiremos
engañarlos?—- preguntó uno de los idenu
más jóvenes.

—- Cada soldado armará con ramas de
árbol, dos muñecos que serán vestidos con
ropas, para que aparenten ser efectivos de nuestras tropas. Es
seguro que el rey de Tunip mandará hombres para que nos
espíen. En la noche y a cierta distancia, no podrán
advertir los soldados falsos, en el movimiento de tantos hombres
yendo y viniendo. Simplemente verán el vasto número
de efectivos y darán por hecho que somos la cantidad que
mencionaremos al rey. Debemos mantener guardias estrictas
alrededor del campamento para que no descubran nuestra treta.—-
expliqué.

—- Durante el día se percatarán de
nuestro embuste.—- dijo Upma’at pesimista.

—- Lo más probable es que nos espíen de
noche por el peligro que significará para los que se
arriesguen. Si a pesar de todo intentaran hacerlo de día,
el interior del bosque es lo suficientemente oscuro como para
impedirles observar con claridad la actividad del campamento. La
única manera sería que se acercaran demasiado,
hecho que no permitiremos que ocurra.—-
expliqué.

—- ¿Qué ventaja nos dará hacerles
creer que somos más si no sitiaremos la ciudad?—-
preguntó otro que hasta el momento, había
permanecido en silencio escuchando atento.

—- Si vos y vuestro padre sabéis que ha entrado
un ladrón en vuestra casa, ¿qué
haréis con él?—- pregunté.

—- Entre los dos lo atacamos y le damos muerte.—-
respondió.

—- Y, ¿si los ladrones fueran diez y estuviesen
armados?—- pregunté nuevamente.

—- Huiríamos.—- respondió,
ingenuamente.

—- No es precisamente la respuesta que esperaba.
Debemos hacerles creer que somos mucho más numerosos, para
que nos teman. El monarca de Tunip se recluirá en su
fortaleza esperando nuestro asedio, lo que nos permitirá
buscar el modo de vulnerar sus defensas, sin correr peligro de
que sus huestes nos ataquen. Aunque pidan ayuda a sus aliados
más cercanos de Qatna y Kadesh tendríamos una
semana y media, tal vez dos, para tramar alguna estrategia que
nos permita, al menos intentar, vulnerar las defensas, antes de
que se organicen los enemigos para enfrentarnos. Como
comprenderéis, no tendremos mucho tiempo para intentar
conquistar la fortaleza, y cuando los ejércitos
adversarios lleguen, si es que no hemos conquistado la
fortificación, tendremos que emprender la retirada, de lo
contrario, seremos masacrados.—- concluí.

Sus rostros no expresaban satisfacción, sin
embargo, advertí que a falta de un plan mejor no pusieron
objeciones al respecto. Después de todo, no
arriesgábamos la vida inútilmente por la
posibilidad de transformarnos de sitiadores en sitiados y si
fracasaba nuestro intento, tendríamos como excusa para
nuestro repliegue la aparición de ejércitos
enemigos más poderosos a los que no podíamos hacer
frente. Tal vez, Tutmés se sintiera defraudado de que no
hubiésemos tenido éxito pero, no nos
acusaría de cobardes, y con tan reducido número
efectivos, tampoco podría achacarnos el fracaso.—-
pensé.

Avanzamos hasta los terrenos de cultivo, dejando a la
vista de los labradores que trabajaban los campos de trigo, la
vanguardia de nuestras tropas mientras, el resto del
ejército permanecía a resguardo de la tormenta en
el interior del bosque. Los campesinos huyeron atemorizados
corriendo a protegerse tras las murallas de la fortaleza situada
a unos mil codos de nuestra posición. Así mismo los
habitantes del caserío exterior que rodeaba el
alcázar buscaron refugio allende los muros.

Partimos hacia la ciudadela, cuatro oficiales, cinco
soldados y yo, montados en cinco carros de combate, portando los
estandartes representativos de nuestras diosas del alto y el bajo
Hep-ur, las insignias de Amón-Ra y Ptah, consistentes en
dos pesados sellos de oro con las efigies de ambas divinidades y
los símbolos de la realeza de Kemet, el cayado y el
flagelo, también labrados en el dorado metal.

Bajo la lluvia y estremecidos por el frío que
arreciaba sobre la montaña y el llano, avanzamos azotados
por la hojarasca levantada en intensas ráfagas, arrancada
violentamente a la vegetación caducifolia por el viento
del norte.

Mi carro hundió sus ruedas en el lodo debiendo
descender junto a mi auriga para sacarlo del pozo en el que
había caído. Al intentar empujar el bastidor para
permitir que afirmase en terreno más sólido
resbalé, y terminé cayendo de bruces,
embarrándome hasta el pecho con mi rostro salpicado de
fango. Mi aspecto no podía ser más
lamentable.

A medida que nos acercábamos, la enorme silueta
de piedra, recortada contra la relampagueante claridad de la
tormenta, se agigantaba paso a paso como un fantasmagórico
espectro que nos atraía con su hipnótico poder. Su
situación de asiento sobre un afloramiento rocoso,
hacía destacar aún más su magnificencia, en
vez de empequeñecerla en comparación con la
montaña a cuyo pie se alzaba.

El camino que atravesaba los campos, nos llevaba rumbo a
la pared sur de la muralla, sobre la cual se abría el
imponente portal custodiado desde lo alto por dos torreones, uno
oriental y otro occidental. Al aproximarnos a la entrada por
entre el caserío desierto, descubrimos que en realidad lo
que veíamos, era un puente levadizo que al descender,
unía la verdadera puerta con el camino que abruptamente
tronchado, concluía en el foso que se abría frente
al muro meridional de la fortificación.

La negrura de la tarde se aclaraba bajo la tempestad en
violentas descargas luminosas, seguidas de estrépitos
atronadores. Jamás había presenciado la furia de
Teshut, el dios de los hurritas, con tan terrible poder, como si
se tratase de una amenaza de muerte por invadir sus dominios.
Solo la fe que teníamos en la protección de
Amón-Ra nos indujo a continuar la marcha, mientras
veíamos refulgentes dagas de luz descendiendo sobre la
comarca hasta caer sobre los sitios más altos.

Desde las almenas de la fortificación, soldados
armados con lanzas y escudos, nos observaban aproximarnos con
curiosidad y desconfianza al propio tiempo ante nuestra
deplorable apariencia. Los centinelas apostados junto a la
entrada nos apuntaban con arcos y flechas, en tanto que los
guardias que se hallaban en los torreones nos miraban desde la
altura como a despreciables gusanos arrastrándose por el
fango. Embarrados hasta las rodillas, con las sandalias pesadas
como adobes, sucios, empapados y jadeantes, llegamos ante la
fachada del edificio, al borde del foso, con más aspecto
de mendigos que de representantes de Kemet; distábamos
mucho de parecer los enviados del soberano más poderoso
del mundo.

—- ¿Quiénes sois y qué
venís a buscar?—- preguntó en lengua cananea, un
personaje con yelmo y una cota de malla que parecía ser el
jefe de la guardia.

—- Soy representante del gran Faraón
Tutmés III de Kemet, y traigo un mensaje de mi
señor para el rey Urkhi-Teshup.—- dije en lengua
cananea, mientras observaba que las paredes orientales de la
construcción daban a un profundo barranco
sobre el río.

Mientras esperábamos la contestación del
rey a mis palabras, especulaba sobre las posibilidades de
éxito que teníamos, intentando un ataque desde el
exterior. La ciudadela se encontraba situada sobre la ribera
occidental del cañón de piedra que el río
había labrado sobre el terreno en su paso hacia el norte,
de modo que ese lado de la muralla era completamente inaccesible
a nuestras pretensiones. El muro occidental, por el contrario,
colindaba con el suave declive de los salvajes eriales y los
fértiles campos de cultivo. Sin embargo, toda perspectiva
se esfumó al descubrir los terraplenes con un fuerte talud
sobre el paramento del muro, que hubiese hecho infructuoso
cualquier intento de utilización de torres de sitio o de
escalar la pared sin ser destrozados por los arqueros.

Ese dispositivo de defensa debe haber sido previsto para
resistir el empleo de
máquinas de guerra como torres y arietes,
ya utilizadas y mejoradas en tiempos del rey hitita Khatusil. Por
su parte, la entrada frente a cuyo portal nos
encontrábamos, ofrecía la ventaja de un acceso
amplio, salvo que debía sortearse un foso lleno de agua de
al menos quince codos de anchura, a través de un
único medio, constituido por el puente levadizo que se
controlaba desde el puesto de guardia situado en el interior del
edificio. Si la fachada norte, que aún no habíamos
tenido posibilidad de inspeccionar, era tan inaccesible como las
otras tres, parecía difícil que pudiésemos
conseguir algo mejor que una retirada con las manos
vacías, a menos que pudiésemos aplicar una treta
igual a la utilizada en la conquista de Joppe.

El rechinar de los poderosos goznes que unían el
pontón al portal de piedra, distrajo mi mente absorta en
la búsqueda de una solución al problema que la
fortaleza nos planteaba. Los grandes eslabones que formaban las
fuertes cadenas, se deslizaron golpeando levemente a su paso los
lados de los estrechos túneles del muro, por los que se
desplazaban hacia el exterior, permitiendo el lento descenso del
pesado puente de madera y metal.

El solo hecho de que el rey aceptara recibirnos, ya era
un verdadero logro, pues yo en su lugar, hubiera optado por
rechazar a los emisarios de cualquier invasor, cobijado en la
seguridad de mi ciudadela. A pesar de ser de modestas dimensiones
en relación a otras ciudades fortificadas, su
emplazamiento y construcción la hacía virtualmente
inexpugnable.

La doble puerta de cedro se abrió para permitir
nuestro ingreso.

—- Podéis entrar en la fortificación,
pero lo haréis sin vuestros carros. El rey os
recibirá en palacio.—- dijo escuetamente, el jefe de la
guardia.

—- Os agradeceremos que dispongáis que alguien
nos conduzca hacia allí.—- solicité.

—- Yo mismo os guiaré.—-
respondió.

El centro de la ciudadela se encontraba ocupado por los
puestos de la feria que comerciaban productos extranjeros
traídos por las caravanas, en tanto que el resto de las
mercancías se ofrecían sobre el sector norte de la
misma, como luego descubrirían nuestros
exploradores.

La residencia real se alzaba majestuosa sobre parte de
la sección del muro oriental, la más segura del
alcázar, en tanto que el resto de la misma estaba ocupada
por el templo del dios Teshut, las viviendas de los nobles y
sobre el muro meridional a ambos lados de la entrada, las
barracas del ejército.

Los edificios administrativos, el tesoro y los silos, se
hallaban, por el contrario, todos ubicados sobre el muro
occidental. Me llamó la atención esta
disposición y supuse que algún motivo debía
tener el hecho de que los lugares de vivienda estuvieran de un
lado de la ciudad y los edificios de la administración se
encontraran reunidos en el opuesto.

La población, desarrollaba sus actividades
habituales sin evidentes señales de perturbación, a
pesar de la fuerte lluvia y a la precipitación que
aún sobrevendría sobre la ciudadela. El piso
empedrado que cubría la mayor parte de las callejuelas y
los lugares de tránsito público, no se veían
anegados, gracias a un sistema de desagües que, por sus
resultados, drenaba con gran efectividad el agua
caída.

No había árboles ni arbustos dentro del
predio y toda construcción que podía verse, estaba
levantada con roca y madera. No se observaba edificación
en adobe y la estatuaria, salvo en el pórtico del templo
de Teshut, era inexistente.

El bullicio del gentío reunido en la plaza del
mercado, se interrumpió al presenciar nuestra llegada.
Nuestro avance por la calzada principal despertó la
curiosidad de los más jóvenes y la desconfianza en
los adultos. Hombres y mujeres nos observaban con recelo y muchas
miradas de rencor se clavaron sobre nuestro grupo entre los
más viejos, que quizá recordaran el yugo impuesto
por anteriores Faraones. A pesar de todo no hubo actos directos
de agresión, salvo alguno que otro escupitajo en el suelo
a nuestro paso.

Miré disimuladamente hacia el sitio desde donde
se accionaba el carrete que recogía las cadenas que
sostenían el puente levadizo.

Al arribar al centro de la plaza nos esperaba una
guardia armada en formación, mientras la muchedumbre se
arremolinaba a nuestro alrededor. Los niños nos examinaban
como si fuésemos seres extraños y no como humanos
igual que ellos. En verdad, algunos de entre la población
de Tunip eran de raza hurrita, de cabellos dorados, ojos
cristalinos y piel pálida, diferentes de los propios
nativos de Djahi.

A nuestra derecha, delante de las escalinatas de ingreso
al palacio, algunos miembros de la familia real y de la corte,
salieron a ver quienes eran los emisarios del Faraón.
Hombres apuestos y bellas mujeres ricamente vestidos, luciendo
costosas alhajas, nos observaban como a indigentes sucios e
incivilizados, llegados a mendigar un mendrugo de pan.

No nos ofrecieron ni un pedazo de trapo con qué
secarnos y limpiarnos para mostrarnos más dignos ante el
rey. Deseaban que nos humilláramos, presentándonos
de manera vergonzosa frente al "Señor de Tunip",
pisoteando por el suelo nuestro orgullo de funcionarios del
soberano de Kemet.

Nos hicieron ingresar a la sala del trono, que como el
resto de la residencia, estaba decorada de forma sobria, con
pisos y paredes rústicas pintadas de colores claros y
luminosos que reflejaban la luz de las lámparas de aceite.
Luego de una prolongada espera que consideré intencional,
entró desde una puerta lateral, previa presentación
del heraldo.

Se nos ordenó que hiciésemos una
genuflexión en gesto de respeto a la persona del monarca y
que no mirásemos a sus ojos, tras lo cual, nos
dirigió la palabra.

—- ¿Quiénes sois?—- preguntó,
en tono poco hospitalario el rey.

—- Mi nombre es Shed y soy representante
diplomático de Tutmés III, Faraón de Kemet,
Su Alteza.—- respondí, sin levantar la vista hacia
él.

—- ¿A qué habéis venido?—-
preguntó, otra vez.

—- Mi Señor. . . —- me disponía a
responder cuando me interrumpió.

—- Podéis mirarme.—- aclaró el
soberano.

—- No soy digno de posar mis ojos en Vuestra
Alteza.—- dije, haciendo de la prudencia mi mejor
arma.

—- Os lo ordeno. Quiero que me miréis a los
ojos cuando me habláis, así sabré cuando
intentéis engañarme.—- me sorprendió, una
contestación tan directa que sonaba a
advertencia.

Obedecí como debía. Entonces
descubrí la gruesa figura del rey Urkhi-Teshup,
ciñendo su diadema. De blanca piel, espesa barba y largos
cabellos entrecanos, ataviado de púrpura y dorado,
luciendo sortijas, ajorcas y pectorales de oro con incrustaciones
en turquesa, amatista y lapislázuli, se encontraba sentado
en su sitial mirándome con atención.

—- Mi Señor nos ha enviado a comunicaros que os
ofrece que seáis su vasallo sin derramamiento de sangre.
Si su Alteza acepta ser súbdito del Faraón, mi
Señor os hará su aliado a cambio de un tributo
anual y os brindaría su
protección.—-expresé.
Indignado por el contenido de mis palabras, que en realidad eran
mucho más amables que el mensaje original de
Tutmés, se paró visiblemente disgustado.

—- Miraos bien.—- nos dijo reflexivo.—- Con ese
aspecto de inmundas sanguijuelas, de cerdos revolcados en la
porqueriza, ¿osáis arrastraros como lombrices de
aguas estancadas hasta mis dominios, para balbucir tamaña
necedad?—-

—- Su alteza, . . . —- intenté
excusarme.

—- ¡¿Cómo os atrevéis a
amenazarme en mi propio palacio?!—- replicó,
completamente indignado.

—- Os ruego me perdone, su Alteza. Solo soy . . .
—-.

—- ¡¿Por qué habría de
aceptar ser el vasallo de un reyezuelo de un ignoto reino
acorralado por desiertos?!—- expresó, con exacerbado
desprecio.

—- Mi Señor es benévolo y generoso, . .
. —- trataba de explicar.

—- ¡¿Benévolo habéis
dicho?!—- replicó.—- ¡¿Acaso me
habéis escuchado pedir perdón?! ¡¿Tal
vez crea vuestro amo que el rey de Tunip ruegue de rodillas
solicitando benevolencia?!

¡¿Yo, Urkhi-Teshup, señor Tunip, rey
de las montañas de Djahi desde que era un muchacho, debo
temer a un joven monarca que vivió como un zángano
durante más de veinte años sin exigir su herencia,
protegido bajo la falda de su madrastra?!—- dijo el rey, con
calculada malicia.

¿Me habéis escuchado solicitar su
generosidad? ¡Mi reino reboza de mies, mis lagares
revientan colmadas del mosto que brinda al paladar el mejor vino,
mis rebaños son gordos y numerosos, llenando mis mesas de
exquisitos manjares y mis arcones son llenados de oro por la
gracia de nuestro poderoso Teshut! ¡Jamás
aceptaré ser vasallo de un oscuro gobernante de un
país lejano que se atreve a insultarme en mi propia cara
con semejante propuesta!—- dijo furioso el anciano.—-
Además, ¿qué protección puede
ofrecerme y de quién nos resguardará?
¡¿Él, un desconocido soberano con intereses
enfrentados a los propios, nos cuidará de caer en manos de
nuestros aliados que son en realidad, nuestros verdaderos
hermanos, la misma sangre engendrada por los mismos Dioses?!—-
permaneció un momento en silencio, y volvió a
enfrentarnos.

Su blanca barba se agitaba mientras caminaba hablando
nervioso, de un lado a otro de la sala.

—- ¡¿Acaso cree vuestro señor que
temo un ataque a la fortaleza?!—- rió a carcajadas con
evidente exasperación.—- ¡¿Tal vez piensa
que podría doblegarme sitiando el alcázar?! Ya lo
han intentado los hititas y nuestros enemigos de Alalakh y solo
han perdido tiempo sin resultado. El propio Tutmés I tuvo
que resignarse a atravesar el territorio y enseñorearse
del país sin poder poner un pie dentro de estas murallas.
¡Esta fortificación es inexpugnable y lo reto a
intentar su conquista con toda la fuerza de sus ejércitos!
¿Cuántos hombres ha traído para tomar mi
fortaleza?, ¿tal vez cinco mil?, ¿tal vez diez
mil?, ¿o quizás veinte mil?—- le espetó a
uno de los oficiales que no comprendía ni una palabra de
todo el airado monólogo del monarca.

—- Contamos con nueve mil efectivos que aguardan en el
bosque la orden para sitiar la ciudadela.—- respondí,
sin dar más precisiones.

—- ¡Es un insulto siquiera insinuar que con ese
puñado de hombres podríais conquistar Tunip!—-
dijo el viejo rey burlándose de nosotros.—-
Necesitaréis el doble de refuerzos para lograr que deje de
roncar por las noches, aunque tampoco con ese número
podrán perturbar mi sueño.—- replicaba con
ironía.

—- ¿De qué se ríe el viejo?—-
me preguntó desconcertado uno de los oficiales. Salvo yo,
ninguno del grupo conocía la lengua hurrita que empleaban
los nobles de Djahi.

No le respondí. Esperaba que se percatara de que
era muy imprudente hablar sin autorización del
rey.

—- ¡¡Guardias acompañad a estos
hombres fuera de la fortaleza!!—- gritó.

Al instante, aparecieron cuatro custodios para
escoltarnos.

—- Llevad a vuestro señor mi
contestación: "La casa de Tunip será soberana por
toda la eternidad".—- respondió, como si de una
profecía se tratara.

Salimos de la residencia bajo el oprobioso abucheo de la
muchedumbre, gritando improperios y obscenidades contra nosotros.
Los soldados protegían con sus cuerpos las cajas de madera
que contenían los sellos reales y los demás
símbolos regios. Sufrimos el maltrato de una multitud que
era apenas contenida por los guardias que, por orden del propio
rey, no la dejaba acercarse para hacernos daño. De haberlo
permitido el populacho nos hubiese destrozado. A pesar de la
seguridad, en un instante de suma tensión, una horda
descontrolada de entre los campesinos más violentos,
embistió contra nuestro grupo, aprovechando algún
cobarde para sacar su brazo armado por entre el gentío,
hiriendo en el abdomen a uno de los oficiales más
jóvenes. Al tratar de ayudar al herido, otro soldado fue
apaleado.
El soldado intentó devolver el golpe.

—- ¡Protegeos pero no contestéis la
agresión!—- grité a mis hombres, sabiendo que de
hacerlo la chusma nos lincharía.

Como pudimos, atravesamos el puente y regresamos al
galope en los carros, preocupados por alejarnos del peligro para
dar atención al joven oficial cuyo vientre se había
cubierto de sangre.

—- ¡Llamen al curandero, tenemos un hombre
herido!—- grité, al llegar al campamento.

Me apeé del carro para llevar al muchacho hasta
una de las tiendas. El maestro curandero que nos
acompañaba era de los mejores del ejército. Me
quedé con ellos, afligido por el estado del oficial que
por aquel momento había perdido el conocimiento. Me
sentía responsable de lo sucedido.

—- ¿Qué ha ocurrido?—- preguntó
el general Sipar, aproximándose a la tienda.

—- La chusma nos atacó cuando
abandonábamos la ciudadela.—- respondí, mientras
observaba las maniobras del mago sanador.—-
Sobrevivirá?—- le pregunté,
preocupado.

—- Sangró mucho, pero no creo que sea una
herida que haga peligrar su vida. No ha tocado los órganos
internos.—- respondió calmado, devolviéndome la
tranquilidad.

—- Veo que ha fracasado en sus planes. Tal vez
sería mejor que el general delegue el mando en uno de
nosotros.—- dijo con sorna Upma’at, esperando inclinar la
decisión en su favor.

—- Tal vez tenga razón Upma’at.—- dijo
Sipar, dubitativo.

—- No considero un fracaso nuestro encuentro con el
rey.—- repliqué.

—- ¿Consideráis un éxito volver
con un hombre medio muerto y el haberos escapado como ratas de un
naufragio?—- me espetó con total desparpajo,
Upma’at.

Tuve que contenerme para no romperle la cara de una
trompada. Su descaro resultaba intolerable, pero no era momento
de comenzar un pleito entre nosotros.

—- No supondríais que iríamos a
conquistar la fortaleza con diez hombres, ¿verdad?—-
respondí, con igual ironía.

—- Entonces, ¿qué os proponíais
al entrevistaros con el monarca?—- preguntó otro
oficial, confundido.

—- Por una parte, deseaba verle en persona.
Quería saber qué clase de hombre es y cuán
seguro está dentro de su ciudadela. Por otra parte,
deseaba conocer personalmente la fortificación, observarla
de cerca para descubrir algún aspecto de su
disposición o de su estructura que la haga vulnerable.—-
respondí.

—- ¿Y qué habéis podido averiguar
de provecho?—- preguntó Sipar.

—- El sistema de defensa es inexpugnable, es imposible
penetrar en el alcázar sin ayuda interna. El muro oriental
es inaccesible al limitar con la pared rocosa del
cañón que cae oblicua hacia el río. El muro
occidental es una trampa mortal para cualquier ejército
que intente escalarlo. La entrada meridional se halla precedida
por un foso inundado, insalvable sin el puente levadizo que se
controla desde un puesto de guardia ubicado en su interior.
Empero, nos queda inspeccionar la puerta septentrional.—-
expliqué.

—- ¿Estáis pensando en entrar en la
ciudadela como lo hicieron cuando tomaron la ciudad de Joppe?—-
preguntó Sipar.

—- Así es. Sin embargo, el habernos dado a
conocer hará que refuercen sus medidas de seguridad en el
ingreso de carros introduciendo productos comerciales.—-
reflexioné.

—- Entonces fue un error haberse dado a conocer.—-
dijo otro de los oficiales.

—- No lo creo. He aprendido que, de ser posible, es
una gran ventaja conocer los puntos fuertes y débiles del
adversario de manera . . . —- decía, cuando
Upma’at con total insolencia me
interrumpió.

—- Bla, bla, bla, pura palabrería de
burócrata.—- dijo, desacreditándome.

No soporté más su atrevimiento y lo
derribé de un puñetazo en plena
mandíbula.

El resto se sorprendió por mi reacción
aunque no la consideraron injustificada. Obviamente, no esperaba
el golpe que lo dejó inconsciente. Uno de sus
compañeros se apresuró a ayudarlo a
levantarse.

—- La mandíbula es su punto débil, y
sorprender al rival proporciona más ventajas para que
nuestro ataque consiga éxito.—- respondí,
mientras me masajeaba la mano con que había golpeado al
impertinente idenu.

Algunos que sabían lo detestable que podía
ser Upma’at, sonrieron.

—- Fue muy claro como ejemplo, pero le sugiero que no
vuelva a reñir con mis hombres; si lo atacan no
podré defenderlo.—- dijo Sipar.

—- Sé defenderme solo y no tengo por qué
soportar su falta de respeto.—- respondí,
molesto.

—- Os recuerdo que no estamos aquí para pelear
entre nosotros.—- dijo Sipar.

Upma’at se levantó algo vacilante,
enardecido para vengarse de mí. Me puse en guardia
esperando su ataque.

—- ¡Basta ya!—- lo recombino, Sipar.—-
¡Os pasasteis de la raya y lo tuvisteis bien merecido!
¡No permitiré más incidentes de este tipo! El
próximo que provoque un pleito será puesto bajo
custodia.—- advirtió.

—- ¿Quién nos comandará?—-
preguntó uno de los oficiales al descubrir la crisis de
autoridad que reinaba en el grupo.

—- Ya he dicho que será Shed.—- dijo
Sipar.

—- Yo no seguiré a un burócrata sin
autoridad que ataca de manera traicionera.—- dijo uno de los
oficiales amigos de Upma’at.

—- Que lo diriman ahora, en un combate franco.—-
dijo otro.

—- ¡No pueden poner en entredicho la orden de un
superior!—- dijo alterado Sipar, viendo que sus decisiones no
eran acatadas.

—- Ninguno de nosotros seguirá a este hombre si
no demuestra que es digno siquiera de defenderse sin atacar por
sorpresa.—- replicó un tercero respaldado por el
resto.

—- Acepto el reto pero. . . —- dije.

—- ¡No se trata de aceptar ningún reto,
es cuestión de que se obedezca la orden de un oficial de
mayor rango!—- dijo Sipar, preocupado por la sublevación
de sus hombres.

—- Es demasiado tarde, señor. Uno de nosotros
casi pierde la vida por acatar las órdenes de este hombre
y ni siquiera estábamos en combate.—- respondió
otro, en tono desafiante.

—- Señor, acepto el reto y me comprometo a
seguir órdenes de Upma’at si pierdo. Antes del
combate, exijo que se comprometan a obedecer mis órdenes
si soy el vencedor.—- sabía que podía derrotar a
ese joven engreído.

Nadie se negó a aceptar, pero daban por sentado
que Upma’at me derrotaría
fácilmente.

Si vencía a mi rival no solo se verían
obligados a seguir mis órdenes sino que me ganaría
el respeto de todo el grupo.

—- Yo impondré las reglas.—- dijo Sipar.—-
No utilizarán armas ni cualquier otra clase de objeto.
Pelearán a manos limpias y el que sume cinco caídas
sobre su rival será el vencedor.—-

Ya caía la noche y se encendieron antorchas para
iluminar el lugar de la contienda entre las sombras del bosque.
Me quité mis ropas dejándome solo el taparrabo, en
tanto Upma’at hizo lo propio en el extremo
opuesto.

Se reunió un gran número de hombres a
nuestro alrededor para presenciar la pelea. En su mayoría
alentaban a Upma’at, en tanto otros no tomaban partido pero
estoy seguro que se encontraban de mi lado, pues una buena
cantidad de ellos, sobre todo los guerreros más
jóvenes, detestaban al oficial por el maltrato y los
abusos a que los sometía.

Upma’at se paró frente a mí. Su
rostro anguloso de pronunciados pómulos larga nariz como
pico de águila y finos labios, se hallaba enmarcado por un
cabello negro ondulado que pendía hasta sus hombros. Alto
y fibroso, su cuerpo enjuto me hizo recordar al de mi fallecido
amigo Madakh.

Sus movimientos eran veloces y sus reflejos aún
más. Después de los primeros escarceos no estuve
tan seguro de poder vencer.

Se lanzó con gran celeridad golpeando mi
estómago con su puño, que me obligó a
contraerme de dolor, tras lo cual me derribó con otro
golpe que sin llegar a destino, fue lo suficientemente fuerte
para hacerme perder la vertical. La gritería en su favor
no se hizo esperar. Con gesto de triunfo sonrió a sus
compañeros creyendo que me daría por
vencido.

Me levanté y esperé su próximo
ataque sabiendo que mis mejores posibilidades estaban en
contraatacar.

Me miró con despreció y embistió
para darme un topetazo pero adivinando su intención de
marcarme otra caída, atravesé mi pierna
haciéndolo trastabillar hasta caer de bruces cuan largo
era, despertando algunas risas entre los concurrentes.
Sintiéndose burlado, se levantó furioso para
abalanzarse una vez más, lanzando puñetazos
más ampulosos que efectivos que logré bloquear con
mis brazos, no sin dolor. Por entre mi guardia lancé un
trompis recto que si bien no fue demasiado poderoso
consiguió abrir la piel bajo una de sus cejas.

Al advertir la herida sobre su ojo se sintió en
ridículo y como un toro embravecido y descontrolado
saltó sobre mí con sus pies descalzos
impulsándome hacia atrás hasta hacerme caer otra
vez. Con el mismo impulso rodé hasta volver a pararme,
solo para descubrir que otra vez agitaba su mano como un mazo
para dejarla caer con violencia sobre mí. Antes que lo
consiguiera lo dejé sin respiración con un fuerte
codazo en la boca del estómago, cayendo arrodillado. Ambos
habíamos caído dos veces y para su pesar, yo
volvía a equilibrar la balanza del combate.

Se paró de repente y sorprendiéndome por
su velocidad, me embistió con sus brazos como un par de
arietes, impulsándome de espaldas contra los espectadores
que accidentalmente, evitaron con sus cuerpos mi caída.
Una furibunda trompada agitó el aire sobre mi cabeza, al
evitarla milagrosamente agachándome. Allí,
perdió la batalla, cuando tuve frente a mí sus
testículos, que impacté con toda la fuerza de mi
puño contra su pelvis. La multitud reunida se
estremeció como si cada uno que la formaba hubiese
recibido el golpe.

Apenas gimió, retorciéndose de dolor sobre
el suelo, quedando acurrucado entre lamentos y quejidos. Supe que
el pleito había terminado. Upma’at no
volvería a levantarse sin ayuda. La muchedumbre
enmudeció comprendiendo quien comandaría las
acciones.

Nadie dijo nada y por mi parte tampoco había nada
que decir.

Me alejé hacia mi tienda deseando descansar, con
el cuerpo adolorido por los golpes y la mente puesta en la
responsabilidad que me había ganado. Decidí que al
día siguiente inspeccionaría personalmente la
ciudadela y entraría disfrazado para que no me
reconocieran.

Ingresé y me senté sobre mi estera. A la
tenue luz de la lámpara de aceite que uno de los
sirvientes había dejado encendida, coloqué un
paño mojado sobre mi nuca que había raspado al caer
y que descubrí sangraba levemente.

Me sorprendió la presencia de Sipar delante de la
tienda, al que no vi acercarse.

—- Me parece una estupidez que hayáis peleado
con Upma’at.—- dijo Sipar, en tono
admonitorio.

—- Bien lo vale, si sirve para ganarme el respeto del
resto de los oficiales.—- dije, sin prestar oídos a la
recriminación.

—- Me preocupa que solucionéis los desacuerdos
a golpes.—- insistió el general.

—- En su lugar, yo me preocuparía por el escaso
ascendiente que tiene sobre sus subalternos. Ninguno de ellos
estuvo de acuerdo en su decisión de entregarme el mando de
las tropas y demostraron abiertamente su oposición. Me
habíais dicho que los oficiales no estaban preparados para
tomar decisiones sino tan solo para obedecer. Veo que el
ejército ha fracasado en la formación de un orden
jerárquico.—- fui duro, pero no estaba faltando a la
verdad.

—- No permitiré que pongáis en duda mi
trayectoria militar. ¡Nunca antes, un grupo de oficiales
había desconocido mi autoridad!—- respondió,
herido en su orgullo.

—- No pongo en tela de juicio vuestra fama de guerrero
pero, quizá haya llegado el momento de que os
retiréis a una vida más tranquila.—-
respondí.

—- Quizás no debí haber confiado el
mando a un burócrata.—- dijo, con cierto tono despectivo
y, al mismo tiempo, resaltando la, a mi modo de ver, discutible
superioridad de los militares como casta, por sobre los
demás funcionarios.

—- Yo no pedí esta responsabilidad pero,
después de lo sucedido hoy, confío más en mi
propio criterio que en el genio estratégico de vuestros
hombres.—- repliqué.

—- No debisteis enfrentaros a Upma’at. Es un
individuo orgulloso y vengativo. No os perdonará la
humillación a que lo sometisteis.—- me advirtió
Sipar.

—- Es imprudente y no respeta jerarquía ni
edad; era tiempo que alguien lo pusiera en su sitio.—-
respondí.

—- Algunos hombres no son fáciles de
dominar.—- dijo como excusa.

No podía creer lo que estaba escuchando.
¿Cómo podía formarse un verdadero cuerpo
militar si no se consolidaba la autoridad?

—- Nunca fue disciplinado como debe ser un verdadero
guerrero.—- repuse resignado, sabiendo que mi opinión de
nada servía.

—- Muchos oficiales no se atreven a poner
límites a un joven noble cuyo padre es rico e
influyente.—- dijo.

Permanecí en silencio sin decir palabra,
desencantado por el nivel de personajes que llenaban los cuadros
del ejército. Había más dignidad en esos
muchachos que entregaban sus cuerpos en la batalla derramando la
menospreciada sangre del campesino, que en los falsos honores
grabados en los ricos sepulcros de los aristócratas de la
guerra.

—- ¿Qué planes tenéis para
asaltar la fortaleza?—- preguntó Sipar,
acercándose para hablar en voz baja de manera que nadie lo
escuchara.

Percibí en su aliento el inconfundible olor.
Había estado bebiendo otra vez. Era en vano volver a
reprenderlo de modo que ignoré su estado.

—- A decir verdad no tengo nada planeado
todavía pero, dudo que podamos poner en práctica la
treta empleada en la toma de Joppe. La vigilancia parece ser muy
estricta.—- contesté.

—- ¿Entonces?—- volvió a
preguntar.

—- He pensado en disfrazarme de cazador para revisar
personalmente el muro septentrional. También
recorreré el interior de la ciudadela para investigar el
sistema de guardia y el control y funcionamiento del puente
levadizo.—- concluí esperando que Sipar se fuera para
dejarme dormir.—- Os ruego que ordenéis refuercen los
turnos de guardia para que ningún espía enemigo
pueda acercarse durante la noche al campamento y descubran
nuestro verdadero número de efectivos.—- ya no confiaba
en lo más mínimo en la capacidad y el criterio de
Sipar para adoptar medidas de seguridad.

Ya sin fuerzas, me tendí sobre mi estera para
conciliar el sueño que permitiera recuperar las
energías para enfrentar otra agotadora jornada, aún
más peligrosa que la de aquel día.

Capítulo 17

"Los ojos
de una dama hurrita."

Antes del amanecer, mientras desayunaba una hogaza de
pan y carne asada de jabalí, elegí de entre las
ropas de nuestros soldados un sayo sencillo con capucha como los
que empleaban las gentes simples de aquellas comarcas.
Ordené que mataran un cervatillo y que me proporcionaran
un arco, flechas y un cuchillo para simular a un cazador. Hice
que recortaran mi cabello, calcé sandalias de cuero de
jabalí de las que usaban el vulgo y dejé todos mis
objetos de lujo como sortijas y brazaletes. También
coloqué un parche en mi ojo izquierdo para cubrir parte de
mi cara ante el riesgo de que alguien pudiese reconocerme.
Realmente parecía uno más de entre los habitantes
del lugar, a pesar de que mi piel era un poco más oscura
que la mayoría de la población nativa, pero no
llamaría la atención, pues, como muchas ciudades
del país, Tunip era una urbe cosmopolita.

Esa mañana, con el animal muerto cargado en mis
hombros, tomé rumbo por los senderos del bosque hacia la
zona norte de la ciudad para ingresar por la puerta
septentrional, como si arribara desde los valles cercanos para
vender el producto de la
caza en la feria local. Confiaba que pudiese pasar inadvertido
durante el primer control en la entrada de la
fortaleza.

Saliendo del bosque hacia el caserío cercano me
mezclé entre el gentío que llevaba productos de
diversa especie a comerciar al mercado que funcionaba en la
ciudadela. Pastores, agricultores, alfareros y porqueros, se
amontonaban en el portal esperando la autorización de al
menos media docena de guardias que inspeccionaban a quienes
intentaban ingresar en la fortificación.

—- ¿De dónde venís?—- me
preguntó, en lengua cananea popular, un joven zagal que
llevaba una oveja atada a su cayado.

—- Soy cazador de las montañas del
noroeste.—- respondí cauteloso, sin hablar demasiado por
temor a expresarme de manera sospechosa.

—- ¿Cuál es vuestro nombre?—-
preguntó, con voz dulce una agraciada niña que
apareció por entre las piernas del pastor. Su cabellera
sucia y enmarañada no disminuía la gracia de sus
infantiles facciones.

—- Mi nombre es. . . Sheir.—- titubeé
tratando de recordar un nombre amorreo que se pareciera al
mío. Su simpática sonrisa era aún más
bonita a pesar de la falta de algunos dientes.

Los soldados me hicieron señas para que me
aproximara hasta la entrada. La pequeña se aferró
de mi sayo para seguir conversando.

—- ¡Dejad de molestar, Belsa!—- la
reprendió el pastor, que imaginé que era su
hermano.

—- ¿Está dormido?—- preguntó la
pequeña con inocencia, refiriéndose al animal
muerto sobre mis hombros.

—- Hablemos bajo para no despertarlo.—-
respondí, para no lastimar su ingenuidad.

Los guardias me dieron paso luego de solicitar que
dejara mis armas en el puesto de vigilancia. Mi soledad me
hacía inofensivo y quizá la compañía
de la pequeña hizo aún más en mi
favor.

Observé los dispositivos de seguridad buscando
puntos débiles posibles de explotar para la
penetración de las tropas. Revisaban absolutamente todo
sin posibilidad de introducir armas ni hombres sin su
consentimiento. En este sector de la fortaleza no existía
puente levadizo ni foso pero la entrada estaba protegida por una
doble puerta maciza de troncos de roble y los custodios de la
muralla dominaban el sitio desde la altura, haciendo imposible un
ataque sorpresivo que sería además rechazado sin
dificultad con un mínimo de esfuerzo de los arqueros
apostados en las torres almenadas.

—- ¡Belsa, venid conmigo!—- dijo el muchacho
tomándola de la mano para llevársela a otro sector
del mercado. Desde lejos me saludaba con su manita, mientras se
alejaba. Le devolví el saludo y me sumergí entre la
multitud que intercambiaba sus mercancías.

Presté atención al lenguaje que empleaba
el vulgo pero el barullo y el hablar apresurado de algunos me
confundió, sin embargo, al pasar por diversos sectores de
la feria, y a pesar de que no comprendía algunas
expresiones, me sentí tranquilo al advertir que no era, en
general, diferente al que había aprendido de los amorreos
que me instruyeron en Kemet. Mi conversación con
Urkhi-Teshup había sido muy fluida pues lo primero que
aprendí fue la lengua culta, dominada por la aristocracia
del país, muy influenciada por la cercanía de la
nobleza del imperio hurrita de Naharín, muchos de cuyos
términos aplicaba, mestizando el idioma nativo más
rústico y limitado de Djahi.

Mientras transitaba el interior de la ciudadela
observando aquí y allá, el pálido resplandor
solar de la mañana volvió a ser eclipsado por las
oscuras sombras de extensos nubarrones.

El frío hálito del norte descendía
nuevamente con su manto de fina garúa que lenta pero
inexorablemente se transformó en una llovizna persistente,
si bien no intensa, como la de la jornada anterior. Cargando lo
que quedaba del ciervo luego de haber intercambiado sus cuartos
traseros por un saco de trigo y una docena de panes de cebada, me
acerqué al pozo oriental a beber agua fresca.

Me quité el capucho para refrescar mi cabeza
transpirada por el esfuerzo de cargar mi presa, en el momento en
que llamó mi atención la aparición de un
grupo de soldados que secundaban a una mujer con aspecto de
cocinera o ayudante, que eligió varios animales, entre
ellos jabalís, corderos, cabras y palomas, tras lo cual
ordenó los trasladaran hacia una calle lateral que
desembocaba según supuse, en los fondos de la residencia
real.

Dejando el cubo con agua en manos de otro sediento,
cargué el resto del ciervo y sin ponerme el capucho me
dirigí tras ellos, surgiendo de repente desde la fachada
del palacio a través del atrio columnado, un grupo de
hombres y mujeres jóvenes ataviados con delicados atuendos
que se acercaban hacia la feria en dirección hacia
mí. Se me erizaron los cabellos de temor ante la
perspectiva de que me reconociesen pues, entre ellos,
descubrí a varios de los miembros de la familia real que
me recibieron el día anterior en la residencia, antes de
entrevistarme con el rey. Tratando de evitar sus miradas,
cubriéndome con el ciervo que cargaba en mis hombros,
apuré el paso hacia la callejuela lateral. Tuve mucha
suerte de que no se percataran de mi presencia tan solo por el
persistente olor que despedían los restos sanguinolentos
de mi presa y el hedor de mis ropas cubiertas de desagradables
secreciones, que los llevó a alejarse de mí con
gesto de repugnancia.

Alejándome presuroso de ellos mientras
volvía a cubrirme la cabeza, llegué hasta un patio
rodeado de estrechas galerías, en la que se movían
con celeridad sirvientes, carniceros y cocineros trabajando para
halagar el paladar del monarca.

Me di vuelta para echar un vistazo al grupo de
cortesanos que acababa de evitar y aún sobresaltado,
divisé con tranquilidad que se dirigían a las
tiendas de los mercaderes de joyas. Sin detener mi marcha, me
introduje por el sendero empedrado que, por los lastimeros
quejidos que emitía un borrego, me percaté que
debía tratarse de un matadero en donde se sacrificaban las
bestias para la cocina. Me acerqué sin que nadie
advirtiese mi presencia y, mientras un trío de sirvientes
destazaba una res, otros dos degollaban un cordero. La abundante
sangre que manaba de la garganta de la víctima llegaba a
una canaleta de piedra en la que depositaban los recipientes
donde se recogía el espeso y purpúreo
líquido. Algunos más, traían aves y cabras
sacrificadas al parecer en el templo del Dios Teshut.

Me introduje un poco más hacia lo que
parecía ser la cocina y al ver que todos proseguían
con sus ocupaciones, dejé el ciervo en el suelo, y me
acerqué a husmear lo que ocurría más
allá de la puerta, en el sitio en que se escuchaba el
parloteo de voces femeninas, intentando averiguar a qué se
debía tan febril actividad. Al asomar la cabeza,
descubrí una gran cocina en la que numerosas mujeres se
afanaban en la preparación de gran variedad de alimentos,
desde los comunes como el pan, las habichuelas y las hortalizas,
hasta otros deliciosos manjares como pasteles de miel y tortas de
frutas. Era obvio que se estaba preparando todo para un gran
banquete, pero ¿qué celebrarían?—-
pensé.

En ese preciso instante me sobresaltó la voz de
una mujer que a mis espaldas, me reprendió con suavidad
por estar metiendo las narices en donde no
debía.

—- ¿Qué hacéis aquí?
Alejaos de aquí antes de que os descubran los guardias y
os saquen a patadas.—- dijo, más bien en tono de
advertencia que de amenaza. En verdad, nunca tuvo
intención de llamar a los guardias para que emplearan la
violencia sobre mí.

No podía ser sino, otra de las hijas del rey.
Tenía los mismos ojos de Urkhi-Teshup y adiviné que
sus delicadas facciones las habría heredado de la reina
Shadu-Hepa. Cuánta tristeza había en la mirada de
aquella joven, pensé, en aquel momento, en vez de
preocuparme por mi seguridad. Sus blondos cabellos caían
como una cascada de largos bucles sobre sus hombros, en tanto su
piel blanca de mejillas rosadas resaltaba el brillo de sus ojos
grises. Sin duda, había quedado prendado de su
enigmática melancolía y su frágil figura,
pero, ¿qué sentido tenía pensar en ello?, me
dije, reconviniendo a mi corazón desbordado de
emoción ante aquella distinguida dama.

—- Yo,. . . os ruego me disculpéis, mi
señora.—- le respondí, aturdido por su encanto,
al punto que casi le contesté en mi propia
lengua.

Cargué sobre mis hombros el ciervo y me
alejé rumbo a la plaza del mercado sin mirar atrás,
por temor a que pudiese reconocerme, de haberme visto el
día anterior cuando pasamos frente a los miembros de la
familia real al ingresar al palacio.

Cuando estuve a una distancia prudencial y oculto entre
la multitud de la feria, me volví para ver hacia la puerta
del matadero pero, ella no estaba allí. Para mi fortuna,
nada ocurrió, y pude confundirme entre la muchedumbre sin
que surgieran problemas.

Evité por todos los medios acercarme a los
puestos de artículos que atraían a nobles y
cortesanos, dedicándome a escudriñar el
alcantarillado, intentando descubrir una vía de acceso.
Durante largo tiempo recorrí la ciudadela bajo el sol que
aparecía tímidamente y de a ratos, entre las nubes
que alternativamente lo eclipsaban.

Para mi desilusión, el sistema de desagüe
estaba profusamente distribuido en todo el perímetro bajo
los muros, con gran cantidad de estrechas bocas de salida en vez
de unas pocas de gran tamaño que permitiesen el paso de un
hombre.

Mientras me debatía entre encontrar otra
vía de acceso o abandonar la empresa que
cada vez parecía más complicada, me encontré
de frente con Ataliya, la muchacha a quien había ayudado
en la ciudad de Uartet, que se encontraba ofreciendo los
productos en la tienda de su tío.

—- ¿Shed, sois vos?—- preguntó, sin
seguridad.

A pesar de mi disfraz me había
reconocido.

—- No soy quien creéis.—- dije, ocultando mi
rostro de su inquisitiva mirada, bajo la capucha.

Me interrumpió el paso tratando de verme frente a
frente. Toda la misión y mi propia vida peligraban si
Ataliya decidía ponerme en evidencia.

—- Sé quien eres y no podrás convencerme
de lo contrario.—- me dijo elevando el tono de manera
desafiante, llamando la atención de los que se encontraban
a nuestro alrededor. La tomé del brazo y la llevé
aparte para hablarle en privado.

—- Sí, soy yo.—- reconocí.

—- ¿Qué hacéis vestido de esa
manera?—- preguntó, con curiosidad.

—- No puedo decíroslo.—- respondí.—-
Os ruego que no llaméis la atención sobre
mí.—-

—- Ayer os vi acompañado por los soldados de
vuestro ejército. ¿Qué es lo que
hacíais aquí?—- preguntó.

—- Actuábamos en misión
diplomática.—- expliqué.

—- ¿Y ahora habéis venido a espiar?—-
inquirió en tono de reproche.

—- ¿Por qué preguntáis tanto?,
¿Acaso pensáis delatarme después de haberos
salvado la vida?—- le reclamé, apelando a su sentido de
la gratitud.

—- No,. . . no lo haré.—- respondió,
reconociendo su deuda para conmigo.—- No haré nada en
vuestra contra, pero, si descubro a un solo soldado de Kemet en
la ciudad, no dudaré en dar la alarma.—-
advirtió.

—- Agradezco vuestro silencio.—- concluí
alejándome.

Turbado por la situación que acababa de
atravesar, crucé toda la plaza apartándome de la
muchacha para vigilarla desde lejos y ocultarme de ella, por si
cambiaba de opinión y me acusaba ante las
autoridades.

Sin quitarle la vista de encima, me aproximé a
una campesina para hacer trueque con lo que me quedaba del
ciervo, que ya me había cansado de transportar, para
entregárselo por unas hogazas de pan y un poco de leche de
cabra.

—- ¿Se celebra alguna festividad religiosa
hoy?—- pregunté a la mujer, para luego hundir el diente
al tibio y sabroso pan de escanda.

—- ¿Acaso no sois de aquí?—-
preguntó, extrañada de mi ignorancia.

—- No. Soy de las montañas del noroeste.—-
respondí.

—- Hoy se cumple un nuevo aniversario del natalicio de
la soberana Shadu-Hepa, por eso tendremos celebración
ésta noche.—- respondió con alegría, la
mujer.

Sentí que me tironeaban de la parte baja del sayo
y descubrí sorprendido que se trataba de la pequeña
Belsa. Me hinqué para ponerme a su altura, al advertir sus
mejillas surcadas por lágrimas.

—- ¿Qué os ocurre? ¿Por
qué lloráis?—- pregunté, mientras enjugaba
su carita.

—- ¡Los guardias apresarán a mi
hermano!—- exclamó angustiada.

—- Llevadme a ellos.—- dije.

La niña me condujo hasta el sitio de la feria en
que se encontraban. El tumulto había congregado a un buen
número de curiosos que se aproximaron a ver qué
ocurría.

—- ¡Se quedó con mi oveja y pretende
pagarme con un pequeño saco de cebada!—- dijo el pastor,
forcejeando con los guardias que intentaban llevárselo a
la rastra.

—- Me vendió una oveja vieja y enferma,
¿cuánta cebada pretendía que le diera? Luego
intentó cargar otro saco y se lo impedí.—- dijo
el mercader, acusando al joven zagal.

—- ¡El miente!, ¡Esa no es mi oveja!—-
gritó el muchacho desesperado al ver que lo querían
estafar. Sin embargo, los custodios de la fortaleza daban por
verdadera la versión del comerciante.

Era cierto, su oveja era un animal joven y bien
alimentado. El mercader lo estaba timando aprovechando el apoyo
de la autoridad militar.

En el pequeño corral junto a la tienda se
encontraba la oveja del muchacho. Era la única entre un
grupo de animales que contaba con dos cabras, un becerro y un
asno.

—- ¡Esa es la oveja del pastor!—- grité
a los guardias.

El jefe de la guardia hizo caso omiso a mis palabras y
ordenó que detuvieran al joven.

—- ¡¿Quién sois vos?!—-
preguntó otro de los custodios del orden.

—- Mi nombre es Sheir y soy cazador. Yo ingresé
delante del zagal a la fortificación, y sé que su
oveja es aquella que se encuentra en el corral y no ésta
que el mercader asegura.—- aseveré, ratificando el
reclamo del muchacho.

No me prestó atención y ordenó que
lo encerraran en el calabozo del cuartel.

Al resistirse lo golpearon. La niña corrió
hacia ellos en ayuda de su hermano y pateó a uno de los
custodios que se dio vuelta y la empujó haciéndola
caer, provocando su llanto. Me enfureció su insensibilidad
pero me contuve sabiendo que no debía inmiscuirme en los
problemas de la gente.

Llevé a la niña al pozo para que bebiera
un poco de agua y se calmara ya que su llanto se había
hecho incontenible.

—- Quiero ir a las letrinas.—- dijo,
Belsa.

—- Te acompañaré.—- le
contesté.

Me llevó hasta los retretes públicos en
donde esperé que hiciera sus necesidades y decidí
entrar yo también a orinar.

La letrina consistía en un pequeño cuarto
tabicado por un entablado de madera que lo dividía en dos,
para hombres y mujeres por separado. Un asiento con un gran
agujero en su parte media por donde caerían los
excrementos, se hallaba sobre un hueco en el suelo que se
extendía por debajo del tabique de una pared lateral a la
otra del retrete, que evidentemente llevaba a una cloaca
subterránea.

Mientras orinaba, escuché un rumor, como un eco
que provenía desde la cloaca, un sonido de agua corriente
que fluía bajo mis pies. ¿Cuál era el origen
del fenómeno? No estaba lloviendo, por lo tanto no era el
desagüe pluvial. ¿Qué era entonces?
¿Acaso pudiese ser que hubiesen canalizado un arroyo
natural o un manantial procedente de las montañas para que
evacuase por su intermedio los deshechos hacia el río? Tal
posibilidad ameritaba una exploración de las paredes del
cañón en busca del sitio de desembocadura de dicho
canal.

Era casi el mediodía y el cielo gris amenazaba
con otra tormenta. Debía inspeccionar la pared del
cañón en busca de la salida de la cloaca. Si estaba
en lo cierto, teníamos una vía de entrada a la
fortaleza que nunca hubiésemos imaginado y la oportunidad
propicia se nos presentaba justamente hoy con la
celebración del cumpleaños de la reina. La
seguridad se relajaría un poco en el ambiente festivo y en
la confianza en la invulnerabilidad de la fortaleza. Pero,
¿qué haría con la niña? No
podía llevarla conmigo y tampoco me parecía bien
dejarla abandonada entre el gentío, mientras su hermano,
se encontraba preso en el cuartel.

¡Por supuesto!, pensé. Podía dejarla
con Ataliya, que estaba seguro, que no se negaría a cuidar
de ella hasta que los jefes del orden decidieran liberar al
muchacho.

—- ¿Tenéis hambre?—- le
pregunté, imaginando que un poco de comida calmaría
su ansiedad.

—- Sí.—- se limitó a decir con sus
ojitos enrojecidos y los mofletes sucios de secarse las
lágrimas con las manitas mugrientas.

—- Vamos a comer algo.—- le dije, llevándola
de la mano.

—- ¿Qué le pasará a Mikem?
¿Lo lastimarán?—- preguntó,
angustiada.

—- No, Belsa, nada le pasará. Tal vez lo tengan
un tiempo preso hasta que se calme.—- le expliqué para
tranquilizarla. Al fin y al cabo no había hecho nada malo
que le impidiera ser liberado antes del anochecer.

Le di de comer pan de mi morral y leche de cabra que
había dejado al cuidado de la campesina a quien le
había vendido los restos de mi venado. La mujer se
conmovió al ver a Belsa devorar su alimento y le
obsequió también un cuenco conteniendo cuajo con
miel, que hizo las delicias de la niña.

Ni bien terminó su comida, llevé a la
pequeña al puesto de Ataliya que se encontraba en la
tienda de su tío Acán convenciendo a un cliente
acerca de las virtudes de su mercancía. Luego de concretar
la venta me
prestó atención.

—- ¿A qué habéis venido?—-
preguntó de modo descortés, mirando con curiosidad
a Belsa.

—- Necesito un favor.—- le dije.

—- ¿Otro más?—- preguntó en
tono irónico.

—- No es para mí, es para la niña.—-
respondí, sabiendo que no se negaría.

—- ¿Qué le ocurre?—- inquirió
interesada.

—- Vino a la ciudadela con su hermano pero, en un
incidente, él fue apresado y hasta que lo liberen, Belsa
estará sola. Por eso, pensé que una joven
caritativa y bondadosa como vos, no se negaría a
protegerla hasta que su hermano sea liberado y pueda hacerse
cargo de ella nuevamente.—- expresé, intentando ablandar
su postura.

—- ¿Por qué no la
acompañáis vos?—- preguntó Ataliya,
mientras la niña nos miraba preocupada por saber con
quién permanecería.

—- Yo lo hice hasta ahora, pero debo irme y no puedo
llevarla a donde voy.—- contesté, cansado de dar
explicaciones sin sentido ya que Ataliya conocía mi
situación.—- ¿Haréis que os ruegue?—-
pregunté molesto.—- Hacedlo por ella, no por
mí.

—- Está bien, podéis dejarla a mi
cuidado pero antes de iros, avisad a su hermano que ella
está conmigo.—- advirtió.

Lo más rápido que pude fui a los cuarteles
a informar al pastor el paradero de Belsa, en tanto, allí
mismo supe por versiones del propio jefe del cuartel que, antes
del final de la tarde, se indultaría por decreto real a
todos los reos encerrados por delitos leves
como alteración del orden, del que estaba acusado Mikem,
como un regalo del monarca a su pueblo en el día del
cumpleaños de la reina.

Salí de la ciudadela hacia el río para
explorar las paredes del cañón y las
márgenes del río. Un pequeño puerto, que el
día anterior no había visto desde nuestra
ubicación, se encontraba al pie del camino que
conducía desde el portal sur de la fortaleza hasta la
ribera. Flanqueado de pinos y abetos en su extensión,
arribaba a un exiguo muelle junto al embarcadero en donde se
veían atracadas un par de naves de pequeño calado.
La vigilancia de la zona era mínima y recorriendo la
orilla, descubrí sin mucha dificultad el hueco sobre la
pared del cañón por el que se derramaban los
líquidos cloaca les hacia el río. Como me lo
había imaginado, la cloaca estaba formada por un lecho
natural complementado por placas de roca talladas que
cubrían la vertiente a manera de tapa, dejando una
abertura de al menos tres codos de ancho por dos codos de altura,
lo que nos proporcionaba una posibilidad de ingreso a la
fortificación en un día clave para un intento serio
de conquista de esa difícil plaza.

El espeso manto nubloso había bloqueado
nuevamente la luz solar provocando un prematuro oscurecimiento
como si se acercara el ocaso. A través de los senderos del
bosque regresé hasta nuestro campamento para ajustar el
plan en vistas a desarrollar las acciones que nos llevaran a
concretar nuestra misión.

—- ¡Identificaos!—- advirtió el
centinela que me vio arribar por los sombríos atajos que
transcurrían a través de la espesura
vegetal.

—- Soy Shed, el embajador del Faraón.—-
respondí con presteza, para evitar que me atacara.
Aún me apuntaba con su arco hasta que me
reconoció.

—- Perdón, mi Señor. Se nos mandó
extremar las medidas de seguridad y disparar ante la
aparición de cualquier sospechoso.—- respondió
disculpándose.

—- Está bien, así debe ser.—-
contesté satisfecho por las previsiones
tomadas.

—- ¡El embajador ha regresado!—- gritó,
anunciando mi presencia en el campamento.

Mientras me sacaba el atuendo de cazador que me
tenía sofocado, conversaba con los soldados que se
reunían a mí alrededor para conocer los resultados
de mi entrada en la fortaleza.

—- ¿Qué habéis averiguado?—-
preguntó expectante Sipar, llegando hasta nosotros. Entre
los miembros del grupo de oficiales que se aproximaban
distinguí a Upma’at, que, sin embargo, se mantuvo
alejado de los más interesados por saber qué
novedades tenía para ellos.

—- Puede que haya una manera de ingresar en la
fortaleza pero no lo sabremos con seguridad hasta que no lo
intentemos.—- respondí sin desear entrar en
detalles.—- General, necesito que convoquéis una
reunión con los idenus para describirles mi plan y
discutir las opiniones que se planteen al respecto.—- le
solicité, en tanto mojaba mi cabeza con agua proporcionada
por un sirviente.

—- Bueno, os invito a que os alimentéis y
descanséis. Mañana reuniré a los principales
oficiales y escucharemos vuestro. . . —- le interrumpí
impaciente, al ver que no comprendía la urgencia del
caso.

—- Perdón, general, creo que no me
expresé con claridad. La situación exige que
actuemos con celeridad. Nuestra mejor oportunidad de tomar la
fortaleza se dará esta misma noche.—- me miraron como si
hubiese perdido la razón.—- Sé lo que
pensáis, Sipar, pero no estoy delirando.—-

—- Como mínimo me parece muy precipitada la
decisión. Creo que debéis tomar las cosas con
calma. No se conquista una ciudad como Tunip de la noche a la
mañana. Hay que evaluar los riesgos y las ventajas antes
de actuar.—- reflexionó.

—- Vos mismo me delegasteis el mando de las tropas,
por lo que exijo, se escuche lo que tengo que decir y luego, si
el conjunto de los oficiales considera inviable mi proyecto, me
comprometo a entregar el control de nuestro ejército a
aquel de los oficiales que merezca vuestra confianza.—-
expresé, urgido por las circunstancias.

—- Me parece aceptable la petición.—- dijo
Upma’at, adelantándose entre sus compañeros
al entrever la posibilidad de quedarse con el poder de las tropas
luego de que se rechazara mi plan.—- Cuanto antes sepamos lo
que proponéis el embajador, más fácil
será tomar la decisión correcta.—- dijo el idenu
tratando de mostrarse ecuánime cuando en realidad, tras
sus palabras, escondía su egoísmo y su desmedida
ambición de poder.

Sipar ordenó que se dispersara a las tropas que
se habían congregado en derredor tratando de conocer lo
que el alto mando llegase a decidir.

—- La reunión se llevará a cabo en mi
tienda en instantes. Ordeno que se dé ha conocer la
obligatoriedad de la asistencia a todos los oficiales que forman
parte de las tropas.—- dijo Sipar para evitar que algunos no se
presentaran por temor a favorecer las apetencias de
Upma’at.

Hasta que fueron llamados todos los oficiales que se
encontraban dirigiendo a sus hombres en la caza de animales en el
interior del bosque, cortando leña para las fogatas o
volviendo del río para reponer la provisión de
agua, aproveché para vestirme con ropas limpias y
descansar sobre mi estera, poniendo en orden mis ideas para luego
exponerlas ante los oficiales de Sipar. Sabía que
Upma’at se opondría a mi propuesta sin importar lo
descabellada o coherente que pudiese ser, tan solo por el encono
que nos enfrentaba y aún más por la posibilidad que
le daría de ser nombrado como jefe de nuestras
huestes.

Entre miradas de desconfianza y gestos de fastidio,
algunos de ellos de mala gana, escucharon mi
propuesta.

—- Señores, antes de explicarles mi plan,
quiero dirigir unas palabras al grupo. Se que ninguno de vosotros
acepta de buen grado que comande las acciones pues me ven como un
extraño entrometido haciendo las veces de comandante,
cuando en realidad soy solo un diplomático y no un
militar. Sé también que en lo personal, estoy
enfrentado a algunos de vosotros por una incompatibilidad de
carácter insalvable referida a personalidades opuestas,
sin embargo, no hemos venido hasta aquí para trabar
amistad ni para transformarnos en camaradas inseparables, sino en
busca de un solo objetivo: La conquista de Tunip. Todos sabemos
la importancia que la toma de esta plaza tiene en los futuros
planes de dominio de nuestro Faraón, por una parte como
ciudad clave en la resistencia de las monarcas de Djahi contra la
hegemonía de Kemet y por otra parte porque su rey es uno
de los principales aliados de nuestros enemigos de
Naharín. Por este motivo, solicito vuestra
colaboración para, dejando de lado rivalidades y
enfrentamientos, intereses mezquinos y actitudes egoístas,
unirnos en un solo esfuerzo buscando cumplir con éxito la
misión que se nos ha encomendado.

Nada lograremos si no luchamos juntos en esta empresa,
pero si nos mueve la misma voluntad y el mismo anhelo, podremos
retornar ante Tutmés con un triunfo descollante expresado
en la rendición de Urkhi-Teshup reconociéndose su
vasallo y de no conseguirlo, al menos regresaremos con la frente
alta sabiendo que combatimos con la sangre caliente, el
corazón dispuesto y la mente alerta, entregando lo mejor
de nosotros en la batalla.

Si no os sentís capaces de entregaros a este acto
de grandeza, me ahorraré más palabras y
renunciaré ahora mismo al honor y la responsabilidad con
que me honró el general Sipar a causa de su estado de
salud. Si por el contrario, deseáis formar parte de los
hombres que forjaron la gloriosa historia de nuestra tierra
negra, hacédmelo saber ahora porque no podemos darnos el
lujo de desperdiciar el tiempo que nos queda.—- me
sentía inspirado y al parecer mi discurso
logró hacer vibrar la cuerda patriótica de cada uno
de los presentes incluido el propio Upma’at que, aunque
tibiamente, se sumó a mi convocatoria (tal vez porque no
le quedaba otra opción ante la posibilidad de ser acusado
de cobarde por sus pares).

—- Paso a describirles mi plan.—- dije, tomando una
vara de pino para dibujar y explicar mi estrategia sobre el
suelo. Cada uno de ellos se acercó poniendo toda su
atención enfocada en la descripción de mi plan.—- La única
vía de acceso posible para ingresar nuestras armas
sería la salida de la cloaca que desemboca sobre la pared
rocosa del cañón.—- dije marcando su
situación con el palo.—- Hasta que no la recorramos en
toda su extensión no sabremos si podremos o no penetrar en
la fortaleza. Mi propósito es entrar en la ciudadela a
través de la letrina pública con un número
de al menos diez hombres provistos con el armamento indispensable
para poder moverse dentro del desagüe, es decir puñal
y hacha, ya que el resto del armamento, entiéndase arco,
flechas, lanza, espada, etc., deberemos dejarlo antes de ingresar
por la boca de salida, ya que podría dificultar el
desplazamiento por esos espacios estrechos e irregulares. Una vez
dentro, atacaremos a la guardia de la puerta meridional y nos
apoderaremos del control del sistema que baja el puente, para que
vosotros, que estaréis esperando afuera, podáis
invadir la fortaleza apenas descienda el puente y se abra la
doble puerta.—-

—- ¿No estaréis demasiado expuestos a
que los descubran con tanta gente ocupando la ciudadela?—-
preguntó otro oficial.

—- Entre otros motivos, elegí la puerta
meridional para nuestro ingreso porque está como
mínimo a unos cuatrocientos codos del sitio previsto para
el desarrollo de los actos festivos y a no más de
cincuenta a setenta codos de la letrina pública. La
única desventaja, aunque nada despreciable, es que el
cuartel militar se halla también mucho más cercano
a la puerta sur que a la puerta norte.—-
respondí.

—- ¿Cómo sabremos cuando acercarnos a la
puerta sur?—- preguntó, uno de ellos.

—- Cuando nos hagamos con el control del cuarto en
donde están la máquina que hace descender el
puente, agitaremos una antorcha sobre la torre más cercana
a vuestra ubicación. Vosotros permaneceréis
aguardando la señal agazapados en los terrenos de cultivo
cercanos al caserío de la zona.—-
respondí.

—- ¿Deberemos mantener a oscuras el campamento
para que no adviertan el movimiento de tropas?—-
preguntó otro.

—- No, en absoluto. Tal maniobra resultaría
demasiado sospechosa y pondría en peligro el éxito
del ataque. Con que un cuerpo de mil hombres se separe
disimuladamente hacia el bosque cercano para después
aproximarse en la oscuridad a la fortaleza, será
suficiente para controlar la situación una vez invadida la
ciudadela. Después le seguirá el resto.—-
expliqué.

—- ¿Podrán diez hombres dominar a todos
los efectivos que custodian esa parte del muro?—-
preguntó alguien, con desconfianza.

—- Es cierto. Vos mismo habéis visto lo
estrictos que son en cuanto a las medidas de vigilancia.—-
advirtió uno de los idenu que formaba parte de la
delegación que visitó al rey Urkhi-Teshup en
palacio.

—- Por eso no debemos desaprovechar la oportunidad que
esta noche nos brinda cuando todo el pueblo esté de fiesta
por el cumpleaños de la reina. Correrá el vino y la
cerveza y como de costumbre durante una celebración, la
vigilancia se relajará y los guardias se hallarán
propensos a la tentación de la bebida, el alimento
abundante, la música y las mujeres
hermosas.—- especulé conociendo que entre todos los
pueblos ocurre algo parecido.—- Aprovecharemos toda esa
distracción y su confianza en la invulnerabilidad de la
fortificación para sorprenderlos desprevenidos.—- dije
confiado.

—- Si…, Amón no lo permita, los hombres que
entren por la cloaca no pueden abrir el portal meridional,
quedarán aislados y serán presa de las fuerzas de
la defensa.—- dijo Upma’at, advirtiendo el fatal
desenlace que tendría tal situación para los diez
elegidos que se infiltraran entre los enemigos.

—- Es cierto. De ser descubiertos, esos hombres
estarán seguramente condenados a muerte.—- dije,
reconociendo que no sería fácil conseguir diez
voluntarios suicidas para la misión.—- Hay que solicitar
nueve voluntarios que estén dispuestos a arriesgar sus
vidas en el intento. Yo seré el primero comandando el
grupo.—- repuse.

Salvo uno de los idenus, el más joven de los
oficiales que no pertenecía a los seguidores de
Upma’at, ninguno de los demás se ofreció a
seguir mi ejemplo.

—- Os agradezco vuestra ayuda.—- le dije,
brindándole mi reconocimiento por su valor.—-
¿Cuál es vuestro nombre?—-
pregunté.

—- Mi nombre es Yuny, mi señor.—-
respondió con orgullo.

—- Doy por terminada la reunión si es que no
hay más preguntas de los presentes.—- concluí,
sin esperar más adhesiones. Upma’at y los suyos se
retiraron sin hacer comentarios, con una mezcla de sentimientos
entre vergüenza y rebeldía.

—- Idenu Yuny, os encomiendo buscar ocho de los
mejores voluntarios que halléis entre las tropas. Deben
ser fuertes, ágiles y por sobre todo diestros en la lucha
cuerpo a cuerpo.—- recalqué, teniendo en cuenta la dura
tarea que nos esperaba.

—- ¿Cómo llegaréis a la boca del
desagüe?—- preguntó Sipar.

—- Debido a que la pared del cañón tiene
una fuerte inclinación cercana a la vertical, será
más fácil descender con sogas desde los pinos que
pueblan el margen entre el muro y el borde rocoso, que intentar
escalarlo desde el río en la oscuridad.—-
expliqué.

—- ¿Qué elementos
necesitaréis?—- preguntó el general,
mostrándose sumamente entusiasmado.

—- Cuerdas, armas, antorchas y equipo para encender
fuego dentro de la cueva. Encenderemos las antorchas dentro de la
cloaca para localizar la letrina.—- respondí.—-
Mientras preparan todo dormiré un poco. Estoy muy agotado
y necesito descansar. Nos espera una difícil noche y debo
estar bien despierto para actuar.—-

—- Si tuviese veinte años menos os
acompañaría con gusto.—- dijo Sipar, como
rememorando viejas hazañas.

—- Lo sé, general. Sin embargo, no piense que
será menos importante guiar a los hombres que
invadirán la fortaleza cuando bajemos el puente. No
confío en otro para esa tarea que no seáis vos.—-
expresé, dando valor a su tarea.—- Nuestras vidas
estarán en vuestras manos, no nos defraude.—-
respondí, esperando que la responsabilidad lo indujera a
mantenerse sobrio. Sipar asintió y se retiró
dejándome solo.

Regresé a mi tienda y ordené que me
despertaran antes del anochecer.

Quedé profundamente dormido apenas tendí
mi cuerpo exhausto sobre la estera cubierta de una manta de suave
lana de oveja.

Como si mi espíritu hubiera abandonado mi cuerpo,
guiado por una blanca garza de largas alas que me arrastraba en
el aire tras de sí, me encontré de pronto en un
lugar bello, apacible, cerca de un lago de mansas aguas y suaves
brisas que refrescaban mi piel como dulces caricias, en un
paisaje paradisíaco que imaginé serían los
campos de A’aru, el sitio donde descansan los justos en el
reino de occidente, el Am-Duat. Cual viaje místico entre
la vida y la muerte, en un fluir de imágenes de
diáfana pureza, tan reales como yo mismo, pero al mismo
tiempo tan diferentes a todo lo conocido, viajaba mi ka
desbordado por el gozo de una felicidad eterna, de una paz
absoluta. En la inefable experiencia de encontrarme en un
vínculo imperecedero con mis seres queridos que habitaban
el inframundo entre miles de otras gentes, vi a mi abuelo que
venía afectuoso hacia mí para abrazarme, en una
actitud tan distinta de la severa postura que le había
caracterizado en vida. Madakh e Ykkur, mis entrañables
amigos, a quienes tanto echaba de menos, me saludaron con la
misma jovialidad de siempre desde una barca, mientras arrojaban
sus redes al agua.

En el nimbo deslumbrante que inundaba de luz ese
ambiente sobrenatural que regocijaba mi espíritu de
calmado éxtasis, de deleite ultraterreno, que aplacaba las
ambiciones, desvanecía los temores, consolaba los
sufrimientos, extinguía las angustias, apagaba los
resentimientos, consumía las culpas, la encontré
junto a su madre. Como parte de ese letargo del que no deseaba
despertar, descubrí su mirada tierna, con la misma
candorosa sonrisa con que alegró el tiempo en que fue
parte de mi vida.

—- Me siento desorientado y confundido desde que te
perdí, mis pensamientos me sumergen en un abismo sin
fondo, el tiempo se convierte en una condena interminable de la
que no puedo escapar. La soledad y el pesar me empujan a buscar
la muerte como única salida. Llévame contigo, mi
amor.—- dije, sin palabras, en un idioma íntimo y
silencioso.

—- El tiempo no existe, la culpa es vana y el pesar es
inútil, mi querido.—- me dijo mansamente.—- Somos
parte del sueño que los dioses sueñan y no
podréis abandonarlo hasta que tu cometido en el mismo haya
terminado. No desaprovechéis la parte que os corresponde
de existencia en remordimientos y culpas, vive los días
con la voluntad de ser feliz, disfruta de nuestro hijo, de la
compañía de vuestros padres y no pienses en
qué vendrá, ni cuánto falta para que
volvamos a estar juntos. El presente es el único momento
que podéis vivir. No lo perdáis
abandonándolo, por regresar a los recuerdos y tampoco lo
desprecies por adelantarte en el camino tratando de anticipar lo
imprevisible. Vive cada instante sin temores y con la misma
pasión con que os entregasteis a mí como esposo. No
ha llegado el momento en que la mente infinita despierte de
vuestro sueño. Os queda mucho por recorrer y, aún
así, será menos que la existencia de la mariposa
que engalana la primavera con sus tornasolados colores, tan breve
como el arco iris que maravilla las pupilas y efímero como
el brillante e irrepetible fulgor del relámpago en la
tempestad. Por ello mi querido Shed, no os angustiéis. La
muerte irá a buscaros cuando vuestro cuerpo cansado por el
peso de los años acuse la fatiga de una vida plena,
colorida como un jardín florido, matizada por
alegrías y tristezas. No desperdiciéis lo que queda
de ella y cuida que vuestra alma siga los dictados del
corazón, que es el único que hablará por vos
en el juicio ante el Dios Asar.—- concluyó
alejándose de mí, para nunca más volver a
visitar mis noches.

El graznido de un cuervo por entre los cedros que
rodeaban mi tienda, me sobresaltó como si hubiese vuelto a
la vida desde algún mortal encantamiento, como despertado
de un mágico y maravilloso hechizo por el lúgubre
canto del pajarraco nocturno.

Las palabras de Tausert me liberaron de pesares
dándome nuevos ánimos para vivir, como ella misma
dijo, escuchando la voz de mi corazón. Jamás
volví a recordar a Tausert con remordimientos, por el
contrario la sentí como mi protectora y
guía.

Resurgió en mí la esperanza de volver a
creer en la vida y también, porqué no, en el amor.
Pero, algo había ocurrido en mi espíritu para lo
que aún no tenía respuesta. ¿Tendría
algo que ver mi encuentro con aquella misteriosa dama de mirada
melancólica? Incomprensiblemente para mi mismo, desde el
primer momento me sorprendí por mis sentimientos hacia
ella. ¿Qué puedo decir de lo que
experimenté? Su mirada me habló de su soledad, me
contó de sus tristezas, del agobio de las penas y el peso
del dolor. En sus ojos vi más que su hermosura,
descubrí mucho más que la nobleza de su
corazón y adiviné tanto más que su
carácter bondadoso. En sus ojos grises presentí mi
destino.

La desconocida señora a quien en pocas horas
pondría en peligro, atacando su ciudad, a sus seres
queridos y a su padre, para transformarlos en súbditos y
vasallos del Faraón (cuyos métodos
aborrecía), había embelesado mi alma y despertado
el dulce deseo de los besos de su boca, recreado la anhelada
fragancia del placer en el aroma de su piel y reavivado las
inigualables ansias de escuchar la voz del amor de sus
labios.—- pensé.

Por otra parte, ¿era sensato mi amor (bueno, en
realidad el amor pocas veces lo es) si había surgido sin
saber qué secretos guarda ella en su alma? Nada sé
de su pasado tanto como de su presente, aunque, de un modo arcano
a mi entendimiento, siento que mi futuro la anuncia, que mi
espíritu la recuerda y que mi corazón la
reconoce.—- meditaba.

—- ¿Habría percibido ella lo que yo?—-
me pregunté.

La imaginaba inquieta al verse invadida por
incomprensibles sentimientos y confusas visiones que
perturbarían su mente.

¿Cómo podía armonizar mi
razón aquel cúmulo de insostenibles contradicciones
entre mis elevados sentimientos hacia ella y las terribles
acciones que las circunstancias me impelían a cometer
contra su persona y los suyos? ¿De qué manera
compatibilizaría ambas situaciones sin perder la cordura?
¿Y si acaso mis actos terminaban indirectamente con su
vida? Tal vez, me adelantaba vanamente a los hechos y el
único que perecería sería yo mismo. Pero,
hasta ese aspecto había cambiado. La mera existencia de
aquella joven me había dado motivos para ya no desear mi
propia muerte. Y así era, pues temía que la espada
enemiga hendiera mi carne y derramara la sangre que corría
por mis venas, que mi cuerpo tomara la pétrea consistencia
del esquisto bajo la asfixiante mortaja de lino y que mi piel se
enfriara como la helada estela de mármol antes de haber
disfrutado siquiera del cálido roce de sus manos. No, por
supuesto que no quería morir, porque su vida había
devuelto el valor de la mía.

Sin embargo, ¿puedo de pronto decir que siento
amor por ella y me encuentro a punto de destruir su mundo, de
hacerla infeliz convirtiendo su vida de princesa en una
existencia miserable?

—- Mi señor, estamos listos para salir hacia la
fortaleza.—- anunció Yuny aproximándose a mi
tienda, distrayéndome de los angustiantes pensamientos que
poblaban mi despertar.

¿Qué cruel jugarreta de la fatalidad me
impone hacer frente a este insondable acertijo? ¿Tengo
elección? ¿Qué debo hacer? ¿Por
qué vuelvo a sentir mi vida a la deriva al igual que las
algas a merced del oleaje marino, como una hoja arrastrada
río abajo por la corriente, o cual semilla de cardo
impulsada por los vientos? ¿Que fuerza, inalcanzable a mi
comprensión, se complace en transformar mi devenir en una
sucesión de dilemas?—- me dije.

Estoy delirando, pensé. El clima tormentoso
de estas tierras está afectando mi juicio y envenenando mi
voluntad. Mejor no pensar. Si, eso es, mejor no pensar. Tan solo
debo concretar lo que he venido a hacer a este país sea mi
sino matar o morir.

Capítulo 18

"Entre las heladas aguas y el fuego
abrasador."

Mis hombres y yo, a diferencia del resto de las tropas,
íbamos vestidos con ropas comunes al igual que cualquier
campesino de la región.

El viento arreciaba a medida que avanzaba la noche. El
cielo se movía convulsionado por densos nubarrones
desplazándose desordenadamente mostrando su ímpetu
en luminosos destellos, acompañados por estruendosos
estampidos que retumbaban con sonoros ecos en las
montañas.

Emprendimos la larga caminata divisando las lejanas
luces de las grandes antorchas sobre la fachada sur de la muralla
de Tunip. Avanzamos en la oscuridad a través de los
estrechos senderos entre los campos de cultivo apenas alumbrados
por las relampagueantes descargas cuyo fulgor fue disminuyendo en
intensidad y frecuencia hasta hacerse ocasionales y
esporádicas cuando empezó a llover. Una densa
cortina de agua se precipitaba sobre los montes al igual que la
tarde en que conocimos al rey Urkhi-Teshup. Rodeamos los
sembradíos más cercanos al río,
ocultándonos entre los pinares que descendían hacia
la ribera a medio iteru del caserío próximo al
portal meridional. Desde una distancia prudencial inspeccionamos
el pequeño puerto y su embarcadero en el que se
encontraban amarradas una nave mercante y dos embarcaciones de
menor talla. Una rampa de piedra comunicaba el embarcadero con el
camino que conducía a la puerta sur de la fortaleza. Se
veían dos figuras sobre el entablado del muelle que no
podían ser sino los guardias encargados de custodiar la
seguridad de los navíos. Un puesto de guardia consistente
en una pequeña cabaña de madera entre el muelle y
el barranco era la única construcción que se
veía sobre la estrecha playa. Una antorcha de brea
colocada sobre los pilotes que sobresalían por encima del
piso del muelle iluminaba el sitio con una mortecina lumbre
amarillenta. Esto significaba otra complicación adicional
pues nos veríamos obligados a eliminar a los guardias del
puerto antes de intentar penetrar en la cloaca.

Debíamos ser muy cautos al momento de actuar.
Desde el torreón sur oriental se veía claramente el
embarcadero y no podíamos permitirnos ser descubiertos
atacando a los guardias pues sus soldados alertarían a
toda la fortaleza, lo que haría imposible el posterior
ingreso a la ciudadela. Necesitábamos movernos
sigilosamente para neutralizar a los custodios y reemplazarlos
rápidamente por dos de nuestros hombres para que desde la
torre no abrigaran sospechas.

—- Vosotros me acompañaréis río
abajo hasta el muelle. Pondremos fuera de combate a los guardias
y tomando sus capas los reemplazaréis antes de que desde
el torreón noten algo sospechoso. Seguidme y prestad
atención a todas mis señales.—-
expliqué.

El terreno estaba muy mojado y se había formado
un barrillo muy resbaladizo que complicaba el descenso por el
barranco. Decidí que sería conveniente unirnos por
medio de sogas para que ninguno de nosotros terminara engullido
por el caudal.

Nos dejamos llevar por la corriente hacia el norte y
esperamos el momento propicio para actuar. El resto del grupo
permanecía entre los pinos del bosque. Cuando la lluvia
aumentó su intensidad, noté que el caudal del
río iba incrementándose progresivamente, sin
embargo, no creí necesario alterar nuestros planes pero,
hice señas de que avanzáramos más
rápido. Nos asíamos de las piedras, de los troncos
caídos, de todo aquello que nos permitiese aferrarnos para
no ser arrastrados corriente abajo de manera
descontrolada.

El agua estaba muy fría y paulatinamente
percibí entumecimiento en mis piernas. En un momento dado,
uno de mis hombres no hizo pie y gracias a la soga que nos
unía no pereció ahogado. El sonido de la lluvia
sobre el río, las ráfagas de viento azotando el
bosque y el rugido esporádico de la tormenta quebrando la
noche con atronadores bramidos, evitaron que se escuchara el
chapoteo desesperado de nuestro compañero.

A poco de llegar bajo el muelle y con los guardias a la
vista, sentí un fuerte golpe por detrás y una punta
que rasgó mi camisa hasta punzar mi carne. Me salvé
de que una rama se clavara en mi espalda, pero no pude evitar que
me jalara hacia el interior. El ramaje estaba siendo desprendido
por el viento y lanzado sobre el río, siendo uno de
aquellos grandes trozos el que golpeó mi cuerpo impulsado
por la correntada.

El río se hacía más caudaloso a
cada instante, seguramente a causa del agua recogida en las
cumbres del sur castigadas por la tempestad y su nivel
subía claramente.

Llegamos a los pilotes por debajo del piso del muelle
con el agua a un codo de sobrepasar el borde de las
tablas.

Desatamos la soga de nuestras cinturas y me asomé
levemente sobre el entablado para ver la ubicación de los
guardias. Se encontraban conversando animadamente junto a las
naves atracadas y llevaban lanza y escudo cada uno. Era el
momento ideal para atacar. Estaban muy lejos de las antorchas que
iluminaban la casilla y las de los pilares que daban acceso a la
rampa.

Nadé por debajo del muelle buscando el mejor
lugar desde donde pudiésemos disparar sobre ellos. El
extremo norte del embarcadero quedaba oculto del torreón
más cercano por las copas más altas de los cedros
que bordeaban la rampa que ascendía hacia el camino. Se me
ocurrió que sería mejor atraerlos hacia ese sector,
eliminarlos y suplantarlos lo más pronto que se
pudiera.

—- Tendremos tensado el arco bajo el muelle y apenas
emerjamos del agua haremos blanco sobre ellos. Yo atacaré
primero.—- dije al oído de mis
compañeros.

A pesar de la oscuridad reinante nos llegaba un pobre
resplandor filtrado a través de las tablas que formaban el
suelo del muelle. Golpeé el casco de uno de los
navíos para llamar su atención y regresé a
mi posición. Les hice señas para que nos
aproximáramos rápidamente al extremo del entablado
buscando la orilla para hacer pie; agachados dentro del agua
salimos lentamente.

No podría haber resultado mejor. Cuando emergimos
entre las sombras ni siquiera nos escucharon debido al clamor del
río que ahogaba cualquier otro sonido y el custodio que se
encontraba de espaldas a nosotros tapaba la visión del
que, estando de frente, podría habernos
descubierto.

El desdichado no debe haber llegado a comprender que era
aquello que le atravesó el pecho desde atrás en
tanto que el segundo paralizado de terror ni siquiera
atinó a tomar el cuerno de carnero que le colgaba para dar
la alarma en el instante en que las flechas de mis hombres lo
atravesaron mortalmente. Ambos se desplomaron sin emitir sonido
salvo el sordo ruido de sus
cuerpos al caer sobre el piso de madera. Mis hombres treparon al
muelle quitaron las capas a los soldados muertos para
ponérselas y arrojaron los cadáveres al río.
Por mi parte, nadé hacia el extremo opuesto y salí
del agua por detrás de la casilla. Tiritaba de frío
y sentía que me dolía todo el cuerpo pero, me
sentía satisfecho pues todo estaba resultando según
lo planeado.

Desde un ángulo del embarcadero al amparo de las
sombras, miré hacia las almenas del torreón y
observé total calma en los soldados que lo ocupaban al
igual que los que recorrían el muro sobre la
entrada.

Me apresuré a llamar a los demás miembros
del grupo que se encontraban cerca de la playa. Con Yuny y el
resto de los hombres, nos metimos en el río antes de
llegar a la zona iluminada pasando nuevamente por debajo del
muelle bordeando la costa. La corriente subía cada vez
más siendo notoria la elevación de su nivel pues
debíamos llevar la cabeza tocando el piso del muelle para
mantener nuestras cabezas fuera del agua.

Pasando el embarcadero, la costa se hacía rocosa,
y el borde superior del barranco pétreo se encontraba
coronado, junto a la muralla de la ciudadela, por una hilera de
cedros, pinos y otras especies silvestres. Estos árboles,
aunque no muy grandes, nos favorecían doblemente al
ocultarnos de la vista de los guardianes de la muralla por una
parte, y por otra parte, nos proporcionaban un excelente lugar
donde atar nuestras sogas para poder descender la pared de piedra
buscando en la oscuridad la salida del desagüe. Tomé
la iniciativa, sintiendo que me correspondía el riesgo y
la responsabilidad por haber sido el promotor de la
idea.

—- Cuando encuentre la entrada a la cloaca
tiraré tres veces de la cuerda para que vosotros
descendáis uno a uno por ella.—-
expliqué.

Atamos fuertemente una larga soga a un pino y
colocándome mis guantes de arquero comencé el
descenso. La lluvia y el intenso viento cayendo en ráfagas
sobre mi piel me hicieron estremecer de frío. Paso a paso
fui bajando la escarpadura tratando de encontrar la salida de la
cloaca, tomando como referencia visual el borde superior de un
peñasco que sobresalía sobre el barranco.
Descendí hasta la altura que creí correcta y
recorriendo de lado a lado la pared del precipicio buscando con
mis pies el hueco del desagüe, me sorprendí al no
poder encontrarlo. Confundido, subí un poco más y
realicé el mismo procedimiento pero tampoco dio resultado.
Me preocupó sentir mis brazos fatigados pensando que
tendría que subir para poder descansar. Decidí
hacer un último esfuerzo antes de ascender, pero esta vez
bajaría dos codos por debajo del nivel inicial seguro de
que lo hallaría. Al dar el segundo paso hacia abajo
sentí que mi pie entró en el agua, advirtiendo lo
mucho que había crecido el río. Al mirar hacia el
embarcadero vi que había quedado completamente cubierto
por la inundación y que mis hombres se habían visto
obligados a subir a la rampa que llevaba hasta el camino. En
aquel momento me di cuenta de que la salida de la cloaca
debía encontrarse anegada. Al hacer el siguiente paso,
resbalé hacia el interior del desagüe,
golpeándome levemente el abdomen contra el margen rocoso
al penetrar con mis piernas hasta la cintura. Me paré
sobre el piso de la entrada y luego solté y tiré de
la cuerda tres veces para llamar la atención de mis
soldados.

Esperé a que el primero de ellos llegara para
recién intentar el ingreso al desagüe. Apenas
veía a mi compañero de misión bajo los
pálidos relámpagos de la tormenta.

—- Mi señor, ¿dónde está
la entrada?—- preguntó Yuny, confundido al ver que el
río me rodeaba.

—- Estoy parado sobre el piso de la entrada.—-
respondí.

—- ¿Cómo entraremos entonces?—-
inquirió desconcertado.

—- No nos queda otra opción que nadar hacia
adentro.—- respondí.—- Tendremos que movernos en la
oscuridad pues el agua inutilizará las antorchas y el
equipo de hacer fuego.

—- Pero si el río sigue creciendo nos
atrapará el agua en su interior.—- dijo
preocupado.

—- Desde que encontré la salida diría
que el nivel del agua no ha seguido subiendo.—- contesté
mirando los nubarrones que se movían rápidamente
impulsados por el viento. La lluvia iba también en
disminución.

—- Me introduciré ahora mismo para explorar su
interior. Si no es posible permanecer adentro, tendremos que
esperar que baje el río pero perderemos un tiempo muy
valioso. Voy a necesitar otra cuerda para moverme en el
desagüe de modo que me ayudéis a salir si no
encuentro un tramo que no esté inundado. Cuando tense la
cuerda manteniéndola así, significará que
estoy bien y será señal para que vosotros
nadéis hasta mi posición siguiendo la trayectoria
de la soga. Si por el contrario jalo de la cuerda varias veces
deberéis sacarme rápido.—- concluí,
dejando sobreentendido que mi vida dependía de su
ayuda.

Mientras hablábamos llegaron dos hombres del
grupo para unirse a nosotros. En tanto que Yuny los ponía
al corriente de lo que me disponía a hacer, inspiré
profundamente y me sumergí en las frías aguas que
efectivamente habían comenzado a descender lentamente. Con
los ojos y la boca cerrados para que no me entraran las
inmundicias que flotaban en el agua, nadé palpando las
paredes del desagüe, notando por su irregularidad, que se
trataba de una formación natural aprovechada para el fin
ya descrito. Se trataba más precisamente de una
pequeña cueva.

La turbulencia provocada por la corriente circulante
dentro de la cueva, dificultaba mi búsqueda de un acceso a
zonas más elevadas en las que pudiera encontrar aire, ya
que me hacía girar en un remolino que
confundiéndome, me alejaba de las paredes,
manteniéndome en el medio de la masa de agua.

Varias veces me vi obligado a jalar de la cuerda para
que Yuny me ayudara a salir, desesperado por la falta de aire.
Durante la cuarta tentativa pude finalmente asirme de una
saliente rocosa e impulsándome hacia arriba, logré
salir por encima del agua, al menos para tomar una bocanada de
aire e intentar hacer pie, hasta que finalmente lo
conseguí.

El olor dentro de la cueva era tan nauseabundo que de
haber tenido algo en el estómago, seguramente lo hubiese
vomitado. Nunca sentí en toda mi vida un hedor semejante
que ha permanecido en mi memoria y de solo recordarlo me provoca
asco. Una mezcla pestilente de excrementos, orina, alimentos en
descomposición, y animales muertos, invadieron mi olfato
ocasionándome náuseas irrefrenables.

En una completa oscuridad, di un paso para afirmarme en
terreno seco, pero sintiendo que resbalaba, estiré mi mano
derecha hacia un lado para tomarme de la pared, apretando algo
pequeño y blando que escapó por mi brazo y cruzando
por encima de mis hombros hasta caer en el agua. Las
pequeñas patitas caminando por mi piel y el roce de la
larga cola me hizo caer en cuenta de que la cueva se encontraba
infestada de ratas. El chillido agudo y ensordecedor de miles de
ellas asustadas por mi presencia turbó mis sentidos,
haciéndome estremecer la sola idea de que pudiesen
atacarme en masa. La aterradora idea de convertirme en
víctima de los millares de ojitos que me observaban,
coronada después por la escalofriante sensación de
decenas de ellas atravesando mi espalda, mi pecho, mi cabeza y
cualquier otra parte de mi humanidad por donde pudiesen
transitar, estuvieron a punto de hacerme desistir de la empresa,
para sumergirme nuevamente en el agua desesperado de ansiedad por
librarme de ellas. Pude sobreponerme, a pesar de todo,
controlando mis nervios al comprender al mismo tiempo que los
roedores no estaban atacándome sino que me utilizaban de
puente para sortear el agua que bajaba por la cloaca, huyendo al
mismo tiempo de la inundación hacia otros sectores
más secos de la caverna.

Me apoyé firmemente sobre las paredes y el techo
y logré dar un paso hasta que pude permanecer sostenido
solo por mis piernas sin ayuda de las manos.

Sentí el tirón de la soga y la mantuve
tensa para que Yuny advirtiera que podían ingresar a la
cloaca.

Agitado y medio descompuesto aún, me vi compelido
a respirar aquel malsano aire que, sin embargo, me ayudó a
recuperar el aliento.

A medida que mi visión iba adaptándose a
la oscuridad del lugar, percibí una tenue luminosidad que
se filtraba desde cierta distancia, proveniente de unos amplios
conductos que desembocaban en la parte alta de las paredes de la
cueva.

En tanto prestaba atención a estos detalles,
colaboraba con los soldados que iban emergiendo del agua. Los
recién llegados a la caverna tosían, vomitaban y
proferían toda clase de insultos, y obscenidades,
asqueados por las pestilentes emanaciones del lugar, maldiciendo
al país y su gente (por no poder descargar su malhumor
conmigo que los había llevado allí), de modo tan
disparatado e irracional que me causó risa por lo absurdo
de la situación. Prontamente los hice callar por
precaución, pensando en que nuestras voces pudiesen ser
escuchadas al retumbar el sonido a través de los conductos
hacia la superficie.

Sin saber cual de los conductos pudiese llevarnos hasta
las letrinas, opté por el de la izquierda tan solo porque
parecía el más amplio de los tres. Por otra parte,
las perspectivas que nos esperaban no mejoraban en nada ya que el
contenido sería igualmente repulsivo en cualquiera de
ellos. Obviamente el sistema de lavado de agua corriente que
fluía a través de ellos, no era lo suficientemente
eficiente ya que una fracción importante de los desechos
volcados en la cloaca quedaban depositados en las paredes,
acumulando gusanos, moscas, cucarachas y quien sabe qué
otros habitantes de toda podredumbre.

Arrastrándonos por encima de todas esas
porquerías, arribamos a una letrina que al parecer
pertenecía a las barracas de los soldados pues
escuché voces de hombres que maldecían por tener
que estar de guardia en vez de poder estar con sus mujeres y
divertirse en la fiesta. Era demasiado arriesgado tratar de salir
por allí, por lo que tuvimos que desandar el camino para
buscar una salida por los otros conductos. Por suerte el segundo
intento fue con éxito y llegamos luego de un largo
trayecto hasta la letrina pública que había
descubierto gracias a la niña. Creí reconocer el
lugar al ver que el hueco estaba tabicado en el medio para
separar los sexos. Al asomarme con gran dificultad, debido a lo
exiguo del espacio para moverse, verifiqué mi sospecha
avisando a mis hombres que se prepararan para salir. Tuvimos que
hacer silencio cuando de pronto alguien entro en la letrina de
mujeres. Una mujer gorda y pesada hizo crujir el tablón
perforado y entre ruidosas flatulencias volcó el contenido
de su vientre y vejiga sobre nosotros que apenas pudimos evitar
ser impactados de lleno con todas esas inmundicias.

Deseosos por escapar de allí decidí que
sería conveniente hacerlo por el retrete masculino para no
llamar la atención. Contorsionándome para
deslizarme por el estrecho lugar que tenía, salí lo
más rápido que pude en momentos que escuché
que otra persona se acercaba para entrar. El individuo se
metió sin preguntar si estaba ocupado, disimulando por mi
parte que estaba haciendo mis necesidades para tapar a Yuny que
se encontraba a medio salir de la cloaca. Borracho y de mal
talante, el sujeto me conminó a que desocupara pronto la
letrina o me sacaría él mismo. Por su parte, el
retrete de las mujeres fue nuevamente ocupado, por lo que luego
de salir Yuny, tuvimos que suspender momentáneamente la
salida de los demás del grupo.

Era evidente que algo debíamos hacer con el
individuo que aguardaba afuera, ya que advertiría que algo
sospechoso ocurría al verme salir solo y encontrar a Yuny
adentro. Él me había visto solo y luego
encontraría que éramos dos.

—- Yo saldré y cuando él entre,
tú lo pondrás fuera de combate.—- dije al
oído de Yuny.

Yuny asintió y lo esperó listo para
golpearlo.

—- Puedes entrar si tanto apuro tienes.—- le dije al
amorreo en su lengua, más bajo que yo pero con aspecto de
pendenciero.

—- ¡Qué rayos…!.—- llegó a
decir antes que Yuny lo desmayara de un
puñetazo.

Afortunadamente no había gente cerca y lo
saqué desvanecido como si se tratara de un beodo durmiendo
la mona como otros tantos que yacían tendidos por todas
partes.

Sin mayores contratiempos pudimos sacar a todos los
hombres de la cloaca y fueron saliendo hacia las calles de la
ciudadela sin que nadie nos viera.

A la distancia se escuchaban la música, los
cánticos, las risas y el griterío propio de la
celebración desarrollándose en la plaza central.
Por el contrario las sendas aledañas a las letrinas se
encontraban casi vacías. De vez en cuando veíamos
alguna pareja alejándose hacia algún sitio oscuro
buscando intimidad o algún grupo de campesinos bebiendo y
conversando animadamente alrededor de una hoguera. El puesto de
guardia se hallaba a un par de calles de nuestra posición,
de modo que pudimos movernos entre las sombras con cierta
comodidad.

Nos dividimos en dos grupos de cuatro
hombres, uno comandado por Yuny y otro por mí, para no
llamar la atención, acercándonos a nuestro objetivo
disimuladamente como juerguistas alborotados por la bebida. Al
cruzar la vía central, divisamos desde lejos la plaza del
mercado en la que se desarrollaba la fiesta, con un nutrido
público disfrutando de la celebración.
Debíamos estar seguros de que todo transcurría como
yo lo había previsto pues de otro modo, tendríamos
que abortar la misión ante el peligro de ser descubiertos
antes de que pudiésemos abrir la puerta de la fortaleza.
De nada nos servía morir sin siquiera contar con una seria
posibilidad de éxito. Para nuestra tranquilidad todo
estaba exactamente como el plan lo exigía. La custodia del
puesto de guardia de la puerta era la normal, se hallaban dos
hombres recorriendo el muro oriental, tres en el torreón y
en la casilla, desde donde se controlaba el mecanismo de descenso
del puente, se encontraban tres soldados más.

Al subir las escaleras para acceder al muro almenado nos
salieron al encuentro dos guardias de los pocos que
todavía se hallaban sobrios.

—- ¡No podéis permanecer aquí!—-
dijo el primero de ellos con la mano levantada hacia nosotros
para frenar nuestro avance.

Saqué mi espada corta que llevaba colgada de mi
espalda y la hundí antes de que pudiese protegerse. El
otro, aterrado, trato de escapar escaleras arriba pero uno de mis
hombres le partió la espina de un hachazo.

Los soldados del torreón no advirtieron nuestro
ataque pero pronto se darían cuenta de que sus
compañeros no se hallaban en su lugar de custodia. Nos
dividimos nuevamente. Dos de ellos atacarían a los
custodios del torreón en tanto el restante y yo,
iríamos directo hacia la casilla sobre el muro
sur.

Entramos de repente en la pequeña cabaña
que hacía de puesto de guardia del muro sobre la puerta
meridional y de sitio de asiento de la máquina que
accionaba el puente levadizo. La escena fue simplemente
patética.

Los dos soldados, uno de edad mediana y un joven casi
imberbe se encontraban bebiendo sentados a una mesa alumbrados
por una lámpara de aceite y con un par de jarras de
cerveza en un estado lamentable de ebriedad, riendo y balbuceando
incoherentes obscenidades, y expresándose de manera
ininteligible. Me compadecí de ellos pero era muy
arriesgado para nosotros dejarlos vivos. Mi compañero
decapitó al mayor de ellos, (con la espada de alguno de
los soldados cananeos muertos momentos antes) cuya cabeza
rodó hacia atrás golpeando con rudeza en el suelo,
mientras el cuerpo caía pesadamente
convulsionándose en impresionantes espasmos. El muchacho
se nos quedó mirando aterrorizado con ojos lacrimosos y
totalmente paralizado comenzó a orinarse encima.
Sentí lástima por él y, simplemente, no pude
atacarlo. Mi compañero, sin embargo, no perdió el
tiempo en contemplaciones y lo traspasó con el
puñal sin culpa alguna. Cuando me disponía a correr
el cuerpo del joven para despejar el sitio en que se hallaba la
palanca que movía el dispositivo para bajar el puente, se
me erizaron los cabellos al escuchar el cuerno dando la
señal de alarma desde el muro oriental al ser descubiertos
nuestros compañeros en el torreón. Mi
compañero salió apresuradamente de la casilla a
tratar de acallar la señal de alarma pero, sorprendido por
un soldado enemigo que lo esperaba en la pasarela del muro, fue
muerto de un lanzazo que le atravesó el
vientre.

El amorreo esperó que yo atacara y no me quedaba
otra opción que hacerlo pues el tiempo urgía y
pronto tendríamos a todos los soldados de la fortaleza
encima. Levantando una de las jarras con una mano, impulsé
con la otra la mesa arrojándosela encima para luego
golpearlo con la misma y ya casi indefenso lo corté entre
el cuello y el hombro.

La antorcha de la pared iluminaba la palanca que trababa
la rueda manual en donde
se enrollaban las cadenas del puente.

Tiré con todas mis fuerzas de la palanca
esperando que las cadenas bajaran. El puente sonó con un
agudo chirrido, pero luego nada ocurrió. Desesperado, al
escuchar que Yuny y sus hombres ya habían abierto la
puerta y se batían contra los soldados de la ciudadela que
lentamente acudían desde toda la fortaleza para atacarnos,
temí por un momento que fracasáramos y que
termináramos nuestros días masacrados en la
ciudadela estando tan cerca del éxito.

Miré debajo de la rueda esperando encontrar una
traba secundaria, descubriendo para mi sorpresa que la lanza de
uno de los guardias muertos había caído
accidentalmente obstruyendo el mecanismo. Con todas mis fuerzas
empujé la rueda para enrollar las cadenas de manera que la
lanza quedara suelta. Soportando la rueda, moví mi pierna
derecha hasta patear el venablo, sacándolo de lugar, tras
lo cual solté la rueda que girando velozmente
desenrolló las cadenas que dejaron caer el puente con gran
estrépito, ante el tumulto y el griterío de
nuestros soldados que fuera de la fortaleza, esperaban para
ingresar. Entrando como toros salvajes, se lanzaron con bravura
hacia las calles de la ciudadela desguarnecida.

Desde la muralla, observé a nuestro
ejército fluir como un torrente humano invadiendo las
calles de Tunip, en tanto que los habitantes de la región
huían despavoridos corriendo, entrechocando, tropezando y
cayendo, siendo presas del desconcierto total al verse a merced
de sus enemigos dentro de la fortaleza que creían
inexpugnable.

Mi orden de evitar muertes innecesarias no pudo impedir
que la lucha se convirtiera en una carnicería. Cuando los
campesinos y el resto del ejército enemigo reaccionaron e
intentaron hacer frente a nuestro ataque, la contienda, que
creímos que sería corta y sin vano derramamiento de
sangre, se convirtió en un choque encarnizado a causa de
la valentía con que los naturales se negaban a rendirse.
Jamás imaginamos que la gente común sería
capaz de presentar tanta resistencia a pesar de que muchos
hombres peleaban borrachos, siendo notable que incluso las
mujeres y los niños combatían por su libertad y por
su rey. Y digo por su rey, porque la mayoría de los
pueblos no luchan contra los ejércitos de países
enemigos, salvo cuando su señor es un buen soberano y los
gobierna con justicia y sin explotarlos pues, de otra manera, les
resulta lo mismo ser esclavizados y maltratados por el tirano de
la región que por un monarca extranjero.

Éramos pocos en relación al número
de almas de la región que se habían dado cita en la
celebración, de manera que ante la agresión
debíamos responder sin fallar, pues de caer en manos de la
chusma enardecida, seríamos destrozados sin
piedad.

La calma y la alegría de la multitud apenas
momentos antes, se había convertido en un dramático
espectáculo de sangre y muerte. Los lastimeros gemidos de
las mujeres desencajadas llorando sobre los cadáveres de
maridos e hijos eran estremecedores.

Al ruido del choque de metales, el galope de los
caballos, el tránsito de los carros, los gritos, los
quejidos y lamentos, se sumó el sonido del fuego
propagándose de un edificio a otro, transformándose
la ciudadela entera en una tea ardiente. La residencia real, no
estuvo a salvo de las enormes llamas que invadieron el edificio
desde el norte, difundiéndose rápidamente por el
interior colmado de objetos combustibles tan variados como la
techumbre de cedro, el mobiliario de roble, las esculturas, las
cortinas, las alfombras, etc. Vi correr a los miembros de la
corte, escapando del incendio, ahogados por el humo e intimidados
por el intenso calor que lo consumía todo a su paso con
gigantescas lenguas de fuego.

—- ¡Yuny!—- le grité para que me
escuche en el tumulto. La batalla llegaba a su final y los
combates se hacían más esporádicos.—-
¡Yuny, protege a la familia real y llévala hacia el
templo en donde estará a salvo!

Sin peligro de ser atacado, busqué a la princesa
que había conocido aquel día en la cocina de
palacio, preocupado por su seguridad. Me acerqué a los
miembros de la corte pero tampoco la encontré entre sus
mujeres. Recorrí de un lado al otro la plaza del mercado
sin dar con ella, hasta que la vi salir entre las columnas del
atrio del palacio. Su rostro sucio y desmejorado por el llanto,
evidenciaba una incontenible angustia. Un hombre trató de
tomarla de los brazos para sacarla de allí pero, ella se
negaba a abandonar el lugar, que estaba pronto a derrumbarse con
las vigas calcinadas por las llamas.

—- ¿Qué ocurre?—- pregunté en
cananeo a una sirviente que también trataba de apartarla
del peligro.

—- ¡El niño se encuentra adentro!—-
respondió la mujer, con pesar.

—- ¡Minok estaba durmiendo en la alcoba del
rey!—- dijo gritando, fuera de sí. ¡No
dejaré morir a mi niño! ¡Suéltame!—-
gritó la princesa, forcejeando con un sujeto con
apariencia de príncipe.

—- ¡No os dejaré que entréis!
¡Todo está a punto de caer en ruinas!—-
trató de convencerla, en el instante que crujía uno
de los maderos del alfarje y el crepitar de los tirantes se
hacía más sonoro.

Fue un impulso. Algo en mi interior me decía que
no había llegado hasta ahí para morir abrazado por
el fuego. No pensé en el peligro que me amenazaba.
Simplemente, lo hice.

Corrí velozmente entre los soldados hasta
encontrar a uno de ellos que llevaba una capa, se la quité
y yendo hacia el pozo la sumergí en el cubo con agua y me
envolví con ella para volver al palacio.

La tomé por los hombros de frente y la
miré a los ojos, intentando calmarla.

—- Decidme cómo encuentro al niño.—-
dije.

Me miró incrédula con lágrimas en
sus ojos.

—- En las habitaciones del ala sur cerca de los
jardines.—- respondió agradecida.

Me sumergí en la inmensa nube de humo que brotaba
hacia fuera con la esperanza de hallar al pequeño. El
lugar se había convertido en un caldero. Por doquier se
desprendían trozos del techo, las paredes y los ornamentos
precipitándose como brazas encendidas a mi paso.
Sentía el calor abrasador evaporar la humedad de la capa
que comenzaba a ponerse muy caliente y el aire enrarecido
comenzaba a marearme. Mis ojos injuriados apenas veían
entre lágrimas provocadas por las cenizas y el denso humo
que llenaba el ambiente. Para mi fortuna los dioses me
favorecían, en una sala todavía poco afectada por
el calor, encontré un jarrón conteniendo flores por
lo que fui directo a él para volver a mojar la capa.
Recorrí con renovados ánimos los sectores
meridionales de la residencia, al apreciar que había
sobrados motivos para creer que el pequeño aún
seguiría vivo pues, aquel sector se hallaba aún
menos afectado por el siniestro.

Con gran premura revisé cada habitación
gritando el nombre del niño esperando que respondiera para
ayudarme a encontrarlo más rápido.

Tendido en el piso debajo de una camita, encontré
a un niño algo mayor que mi Kay pero de no más de
cuatro años, sollozando asustado, temblando de miedo,
mientras repetía: ¡Zelap, Zelap! y preguntaba
dónde estaba Zelap.

No había tiempo que perder, lo así de un
pié y lo jalé hacia mí. Rápidamente
lo cubrí con mi capa, cargándolo entre mis brazos y
escapamos sorteando obstáculos, escombros y todo tipo de
despojos ardientes tratando de no chocar, en un estado de
obnubilación casi total. El niño lloró
más intensamente al percibir el calor que traspasaba la
capa, cuya agua había vuelto a evaporarse. Con la piel
ardiendo de calor lo estreché más fuerte contra mi
pecho.

—- ¡Ya salimos pequeño!—- en un gesto
de agradecimiento y confianza conmovedores, el chiquillo se
abrazó fuerte de mi cuello, apoyando su suave carita
contra mi piel sucia y sudorosa.

De pronto la nube se disipó y vi las luces de las
antorchas del exterior. Un estrépito a mi espalda me hizo
temer lo peor, creyendo que seríamos aplastados por el
techo, pero nada ocurrió y pudimos salir ilesos hacia el
atrio.

—- ¡Mi querido Minok!—- gritó de
alegría la princesa abrazando y besando tiernamente al
niño que lloraba desconsoladamente. Su mirada agradecida,
llena de felicidad por el bienestar del pequeño, era para
mí retribución suficiente.

Con los ojos muy irritados y mi piel sumamente sensible,
me senté en la escalera, agotado, exhausto pero,
satisfecho por haberlo logrado, mientras Yuny, me cubría
con un lienzo mojado para aliviar mis quemaduras.

—- ¡Gracias por salvar la vida de mi hijo!—-
dijo la soberana con humildad descargando su aflicción, en
tanto el resto de las damas de la corte, se aproximaban felices
de ver al chiquillo con vida.

Apenas podía ver el contorno de su figura a causa
del terrible dolor que afectaba mi visión, pero su tono de
voz reflejaba su reconocimiento por haber salvado a Minok. Mis
ojos irritados ardían más que momentos antes
impidiéndome mantenerlos abiertos.

—- ¡Pero, si es el embajador del
Faraón!—- dijo furioso el hombre que se hallaba con la
princesa, al reconocerme.—- ¡¿Por qué le
agradecéis si es él quien puso en peligro al
niño provocando tanta destrucción y muerte?!—-
exclamó iracundo, encabezando un grupo de nobles que lo
apoyaba.

Los soldados de Yuny se aproximaron a mí para
cubrirme, cuando él se me acercó amenazador
desenvainando la espada que llevaba en la cintura. Levanté
la mano para que mis hombres no le hicieran
daño.

—- ¿Qué sentido del honor lleva a un
noble personaje como vos a atacar a un enemigo desarmado?—-
pregunté con ironía.

—- ¿Qué puede saber de honor un salvaje
de Kemet?—- respondió, agresivo e insultante.

Su actitud era bravucona y ridícula ya que la
ciudadela estaba en nuestro poder y no lo había visto
luchando por ella. Parecía que intentaba aparentar el
valor que no supo mostrar antes. Quizás, —- pensé
—- fuese el esposo de la princesa que intentaba rehacer su
imagen ante ella, por no haber exhibido arrojo para rescatar al
niño de las llamas.

—- ¿Creéis que matándome ahora
recuperaréis Tunip?—- pregunté, sin comprender su
postura.

—- No, sé que no la recuperaría pero os
daría lo que merecéis.—- dijo.—- Pero me
matarían vuestros custodios antes de que pudiera terminar
con vuestra miserable existencia.—- contestó,
provocándome.

—- No os temo y tampoco necesito que mis hombres me
protejan.—- respondí molesto por su soberbia.

—- ¡Tomad una espada y morid como el gusano que
sois!—- respondió, escupiendo sobre mis pies.

No pude soportar más su afrenta y tomando la
espada de uno de mis hombres me puse en guardia. Me encontraba en
total desventaja pues veía bastante borroso.

Tal vez, solo estaba alardeando para impresionar al rey,
¿pero qué sentido tenía ya? Sin embargo, me
equivocaba y pronto quedaría en evidencia su verdadera
motivación.

—- ¡Basta Kamal, os ordeno que envainéis
vuestra espada!, ¡Todo ha terminado! No tiene sentido
continuar el derramamiento de sangre.—- dijo sabiamente
Urkhi-Teshup, aceptando su derrota.

Kamal se alejó visiblemente disgustado seguido
por algunos jóvenes aristocráticos.

—- El rey viene hacia vos.—- me dijo Yuny, sabiendo
que yo apenas podía ver.

Con un trapo mojado, trataba de cubrir mis ojos pues a
cada momento que pasaba sentía más el dolor, como
si miles de espinas los atravesaran.

—- Sé que habéis destruido mi ciudad y
sojuzgado mi reino pero, debo agradeceros el haber arriesgado
vuestra vida para salvar la de mi pequeño hijo.—- dijo
conmovido, tomando a su niño en brazos.

—- Me siento muy feliz por haber salvado a vuestro
hijo.—- respondí.—- Yo también tengo un hijo de
la edad de Minok y solo uno sabe cuanto los ama. Sé lo que
es perder a un ser amado y el sufrimiento que desgarra el
corazón no se lo deseo a nadie.—-
respondí.

—- Os ruego nos permitáis permanecer en el
templo para cuidar de mi madre y de los niños, hasta
mañana al menos.—- preguntó la princesa,
adelantándose a su padre.

—- ¿Cuál es vuestro nombre?—-
pregunté, con sumo respeto.

—- Mi nombre es Zelap, señor. Soy la hija mayor
del rey de Tunip.—- respondió.

Me sorprendió que fuese ella a quien Minok
nombraba.

—- Princesa, no soy yo el que decide esa clase de
asuntos sino el general Sipar pero, estoy seguro de que no se
opondrá en absoluto.—- respondí.—- Yo mismo le
informaré que he dado la autorización para que
permanezcáis en ese edificio por esta
noche.—-

—- Gracias otra vez, señor.—-
concluyó, yendo a acompañar a la reina que se
dirigía con las demás miembros de la corte hacia el
templo para atender a los heridos.

Cuánta ternura transmite.—- pensé al
escuchar su voz.—- Pero, ¿qué sentido
tenía fantasear con el amor de la princesa si todo estaba
a contracorriente de mis deseos? Por un lado era obvio que Kamal
era su esposo, su amante o tal vez su prometido.
¿Cómo podía ser tan iluso de creer que ella
podía fijarse en mí, si todo lo que yo representaba
estaba en mi contra? Soy extranjero, no pertenezco a la nobleza
ni a la familia real de Kemet y por si esto fuera poco, su padre
debía aceptar convertirse en vasallo de Tutmés y su
ciudad estaba ardiendo en llamas, por mi culpa. Por otro lado se
me olvidaba que el Faraón había decretado que
serían castigados aquellos funcionarios que entablaran
relaciones amorosas con miembros de la nobleza asiática,
para evitar que pudiesen repetirse los lamentables sucesos
acaecidos con el secretario del Visir, me refiero al escriba
Merenre, cuyo triste final conmocionó a toda la burocracia
del país. Entonces, ¿para qué soñar
con el amor de una dama que desde todos los puntos de vista se
presentaba inviable? Qué necio me sentí en ese
momento, al haberme esperanzado en una relación cuya
posibilidad de concreción solo tenía raíces
en mi fértil imaginación.

Transitando por las calles de Tunip, controlando las
actividades de nuestras tropas, contemplé el desolador
escenario en que se había convertido la otrora majestuosa
ciudadela. El gentío lamentando a sus difuntos, las
mujeres llorando a sus padres, a sus esposos, a sus hijos o
hermanos, otros socorriendo a los heridos, otros más
intentando salvar los pocos bienes que les
quedaban de la voracidad del incendio. Caballos, asnos, bueyes,
cabras, ovejas y quién sabe que otros animales, sueltos
por las calles, testigos indiferentes de tan grotesco
espectáculo, y en el palacio, los vanos esfuerzos de
sirvientes y esclavos por apagar el fuego que no se
extinguiría hasta consumir completamente lo que quedaba de
la residencia. En medio de este desorden estaba yo. Vagando como
un fantasma, sin rumbo, invadido por un extremo agotamiento,
después de dos jornadas de intensa actividad casi sin
descanso, en el frenético empeño de conquistar lo
que parecía inconquistable. Todo había terminado
como quería nuestro soberano, la misión se
había cumplido con éxito, el enemigo derrotado y el
país controlado de manera indiscutible. ¿No
debía sentirme feliz por lo logrado, o al menos
satisfecho?, mas, cada nueva victoria militar conllevaba el sabor
amargo de reconocer que a nuestro paso sembrábamos
destrucción y muerte, para recoger como frutos, el odio de
los pueblos subyugados por el recuerdo de las vidas que
habíamos segado y el sometimiento de los sobrevivientes
que eran explotados para llenar de oro los cofres del
Faraón y los tesoros de los templos de Kemet.

Para aquel instante, empezaban a vislumbrarse los
primeros reflejos del alba y la luz de un amanecer sin nubes se
adivinaba por el oriente.

Un montón de heno acumulado en un establo alejado
del incendio, me atrajo hacia sí buscando aliviar mi
maltratado cuerpo. Sin fuerzas ya para seguir adelante, me
dejé caer en un rincón entre las ovejas y las
cabras, y recostando mi cabeza sobre la blanda hierba,
abandoné mis pensamientos a la nada para adormecer la voz
de mi alma.

Capítulo 19

"La
familia real de Tunip."

Ese mismo día, el general Sipar me
encomendó encargarme de la familia real y sus necesidades.
Partió hacia Uartet dejando a Upma’at a cargo de la
guarnición local con mil quinientos hombres,
llevándose el resto con él. Deseaba alzarse con los
elogios y el reconocimiento del Faraón que ya poco lo
estimaba como estratega y conductor de tropas (no sin
razón), para reivindicarse de sus fracasos anteriores. No
me importaba que se adjudicase la conquista de Tunip sin tener
mérito pues, por un lado, yo no era militar de modo que no
me servía de nada haber participado en combate y por otro
lado, después de lo ocurrido, de lo único que me
sentía orgulloso era de haber salvado al pequeño
Minok. El hecho de haber creado el plan que culminó con
éxito la misión, no me proporcionaba
satisfacción alguna, por el contrario, pesaba en mi
corazón como el yugo que cargan los condenados o el lastre
que frena el tránsito de un navío.

Por ser el único capaz de comunicarme con el rey
y su gente, y hasta tanto Sipar no volviese con órdenes
expresas del Faraón, decidí organizar la
reconstrucción de la ciudadela poniéndome al
servicio de los arquitectos reales buscando devolver a Tunip su
normalidad y la necesaria actividad comercial que toda ciudad
necesita para superar la conmoción provocada por la
sangrienta contienda desatada en su propio seno.

Upma’at mantenía encarcelados a los hombres
de la casa real y a los nobles en tanto se permitía a las
mujeres y a los niños hacer una vida casi normal aunque
con algunas restricciones en cuanto a su libertad de abandonar la
fortaleza para evitar cualquier intento de fuga hacia las
ciudades cercanas.

Estaba seguro que Tutmés ordenaría el
traslado de los hijos de la pareja real hacia Kemet, en calidad
de huéspedes y rehenes, como lo venía haciendo
desde la última campaña asiática, para
asegurarse la fidelidad de los soberanos vasallos y al mismo
tiempo, educar a los futuros monarcas en la corte del
Faraón para que con el tiempo reemplazaran a sus padres
como gobernantes de sus países de origen.

Gran parte de mi tiempo lo dediqué a recuperar la
correspondencia diplomática y algunos escritos
burocráticos que, asentados sobre tablillas de barro en su
mayor parte, resistieron el calor del incendio sin daños
severos.

Una de aquellas tardes, mientras recuperaba los
documentos que al parecer nadie había imaginado que
resistirían la deflagración, fui sorprendido por
una vocecita a mi espalda que me distrajo de mi lectura.

—- ¿Cuál es vuestro nombre?—-
preguntó el pequeño Minok, acercándose hasta
el sitio en que me encontraba buscando entre los
escombros.

—- Mi nombre es Shed, príncipe Minok.—-
respondí, sonriendo al pequeño.

—- ¿Qué hacéis?—-
inquirió.

—- Estoy acomodando un poco este desorden.—-
respondí, tomándolo en mis brazos.—-
¿Cómo os sentís?—-
pregunté.

Se lo veía bien pero tenía en sus bracitos
y piernitas algunos moretones y magulladuras.

—- Duele.—- dijo, señalando sus
lesiones.

—- Sois un muchachito valiente. Pronto estaréis
corriendo sano y fuerte.—- dije con cariño,
recordándome a mi amado Kay, a quien tanto
extrañaba.

—- ¿Minok?, ¿dónde os
habéis metido?—- se escuchó una voz femenina que
no reconocí. Tal vez fuese ella.

—- Perdón, señor. Se me escapó,
espero que no os haya interrumpido.—- dijo la jovencita. Supuse
que sería otra de las hijas del rey ha quien ya
había visto acompañando a la reina. La bella
muchacha, apenas núbil, tenía los rasgos de su
madre, incluso su blonda cabellera.

—- No, no es molestia. Ya terminaba mi tarea.—-
respondí.—- Me alegro de verlo tan recuperado.—-
comenté a la muchacha.

—- Gracias a vos podemos amarlo y mimarlo como lo
hicimos desde que era un bebé.—- dijo cargándolo,
mientras lo abrazaba, besándolo tiernamente.

—- ¿Es el más pequeño de la
familia?—- pregunté.

—- Es el menor de la familia y el único
varón, por lo que se transformó en la debilidad de
mis padres. Es el heredero del trono.—- explicó la
jovencita bien dispuesta a platicar. No debía hacerlo
pero, aproveché para conocer más de
Zelap.

—- ¿No tenéis sobrinos de vuestras
hermanas?—- inquirí.

—- Aún no. La única que contrajo
matrimonio es mi hermana mayor, Zelap, pero no tiene hijos.—-
respondió, desvaneciendo mis esperanzas.

—- ¿Kamal es su esposo?—- me atreví a
preguntar.

—- No, Kamal es su cuñado. Su esposo
murió.—- respondió la jovencita.

A lo lejos, escuchamos que una de las esclavas la estaba
buscando.

—- Debo irme.—- dijo apresurada.

—- ¿Cual es vuestro nombre?—-
pregunté.

—- Mi nombre es Talip, señor.—-
respondió con una sonrisa.—- ¿Cuál es el
suyo, señor embajador?—- preguntó con mucha
naturalidad y sin inhibiciones.

—- Mi nombre es Shed.—- respondí.

Intentaba ser cauto en la manera de dar alas a mis
esperanzas pero, me resultaba difícil refrenar mis
sentimientos hacia Zelap.

Entre mis responsabilidades primaba el contralor sobre
el desempeño de los funcionarios y tomar las medidas que
creyera convenientes para mantener relaciones cordiales con La
Casa Real y con la aristocracia local.

Por su parte, Upma’at fue confirmado en su cargo
de jefe de la guarnición local, novedad que no
constituía, a mi modo de ver, una buena noticia.
Carecía de madurez y prudencia para ejercer tanto poder,
por lo que pensé que su designación me
traería problemas.

Mi relación con la familia real era respetuosa y
sincera, aunque se limitaba a lo estrictamente
diplomático. La adopción,
por propia iniciativa, de severas medidas dirigidas a preservar
el comportamiento de nuestras tropas, con el objeto de evitar
maltratos y abusos contra la población local, me
ganó el aprecio de toda la comunidad y la
desconfianza de la mayor parte de nuestra guarnición.
Desde mi concepto, para mantener al pueblo de Tunip y su
aristocracia en calma, debíamos conservar un ambiente de
paz y armonía que, sin relajar los dispositivos de
seguridad, facilitara una convivencia en la que pudiera
recuperarse la prosperidad para el desarrollo de la actividad
social y económica.

Cuatro meses después, la ciudad de Tunip
había vuelto a una vida normal, salvo por nuestra
presencia, y la situación bélica de la
región se apaciguó en ausencia de acciones
militares.

El trato hacia mi persona por parte de los miembros de
la corte era, normal y se mostraban más abiertos a la
comunicación, apreciando mi buena administración y
mi predisposición a que la ocupación del reino no
se transformara en un yugo insoportable.

En todo este tiempo, entablé un vínculo
más fluido con la mayoría de los nobles y
funcionarios nativos que derivó en un trato francamente
amistoso. Comprendían, que las circunstancias me
habían llevado a ejercer un cargo en franca
oposición a los intereses de su país, pero que no
era un perverso invasor inclinado a abusar de sus habitantes
haciendo uso de mis prerrogativas.

Sin embargo, jamás pude establecer un nexo con
Kamal y sus partidarios que siempre se mantuvieron renuentes a
entablar un diálogo
que permitiese sobrellevar la situación que tanto para
ellos, como para mí, resultaba difícil e
inmodificable por razones obvias. Al advertir su constante
animadversión y agresividad, preferí no enfrentarlo
para impedir que las consecuencias del choque echaran por tierra
el trabajo de varios meses de pacificación. Al ver que no
tendría la fuerza suficiente para animar una
rebelión interna en nuestra contra, aprovechó las
falencias de la vigilancia impuesta por Upma’at para
escapar de la fortaleza. No valía la pena castigarlo por
su error pero, indiqué que ajustara el sistema de
seguridad y le ordené que no tomara represalias sobre los
ciudadanos sospechados de colaborar en la fuga.

Sabía que tarde o temprano sufriríamos un
ataque sobre la fortaleza, encabezado por los aliados de
Naharín, en especial de Kadesh y Qatna.
Extrañamente, Tutmés no ordenó la
deportación inmediata de la familia de Urkhi-Teshup,
quizá temiendo que fuese rescatada de su cautiverio por
las tropas enemigas en viaje a Kemet, cuando fuesen llevados como
huéspedes rehenes. Solo esperaba que Tutmés enviara
un administrador oficial que me reemplazara, haciendo frente a
las responsabilidades gubernativas, y que se destacara una
guarnición definitiva y mucho más numerosa, al
mando de un oficial de verdadera experiencia, para retornar a mis
actividades habituales.

En vistas de la buena relación con la familia
real y ante el pedido de autorización para celebrar la
boda de una sobrina del rey con un joven noble de Hamat,
accedí a tal petición, dándoles libertad
para decidir los preparativos, mientras no afectaran el control
de la defensa de la ciudadela.

Fui invitado a la ceremonia por los propios contrayentes
con total acuerdo del rey, aceptando de buen grado, al sentirme
halagado por tal distinción.

Toda mi vestimenta era de campaña y típica
de Kemet, y sin posibilidad de conseguir mejor ropa para la
ocasión, acepté el ofrecimiento de la reina de
enviarme a las costureras de palacio para que me confeccionaran
un atuendo acorde a una celebración de bodas de miembros
de la nobleza.

Llegado el día de la ceremonia, me
presenté acompañado por Yuny, a quién
nombré como mi oficial de custodia, ante el atrio del
templo del dios Teshut en donde se llevaría a cabo el
enlace. Con mi lacio cabello recogido en una cola, ya que para
aquel momento había vuelto a crecer, y llevando el negro
atavío de lana, con largas mangas y bordados en dorado,
llamé la atención de la muchedumbre sorprendida por
mi aspecto. Me sentía extraño vistiendo aquellas
ropas tan distintas a las de Kemet, sin embargo, pareció
surtir un efecto benéfico en los asistentes que vieron con
agrado el que hubiese accedido a vestir a la usanza hurrita, y
sin maquillaje, que entre los suyos solo usan las mujeres. La
multitud nos abrió paso mientras que algunos de los nobles
nos cedieron amablemente su lugar para que presenciáramos
de cerca los ritos matrimoniales. Fue en ese mismo momento cuando
vi a Talip aproximarse entre la concurrencia y tomándome
de la mano, me guió hasta el lugar en que se encontraba la
familia real, más precisamente al lado de Zelap, que en
conjunto se inclinaron levemente para darme la bienvenida, gesto
que retribuí, con agradecimiento.

Advertí que, Zelap, se ruborizó al
percibir mi mirada sobre ella. No fue mi intención
incomodarla pero, no pude evitar posar mis ojos, prendado por su
hermosura. Se veía maravillosa con su cabello reunido en
finas trenzas y el tocado cubierto con una graciosa corona de
azaleas. Sus ojos finamente delineados y los párpados
pintados con un suave tono purpúreo destacando sus bellos
ojos de un gris claro. Como una fruta madura, su boca me invitaba
a gozar con su sabroso secreto, para libar de sus labios un dulce
néctar como el colibrí que se deleita con la
exquisita esencia de la flor.

Presenciamos la ceremonia y luego asistimos a la
celebración que se desarrolló en el interior del
palacio reconstruido.

Sabrosos manjares se sirvieron para agasajar a los
invitados que esperaban sentados ante las mesas rebosantes de
pan, vino, cerveza, pasteles, dátiles manzanas, higos,
cebollas, ajos y lechuga en cantidad. Llegaban bandejas con
jabalís, becerros, corderos, cabras, palomas y patos
asados o preparados de diferentes maneras halagando el paladar de
los comensales.

Conversando de cosas triviales con el soberano y los
miembros de la corte en el patio de la residencia, la joven Talip
sentada a mi lado, recibió en sus brazos al pequeño
Minok que andaba jugando y correteando por ahí con los
demás niños hijos de los nobles.

—- Tengo sed.—- dijo el chiquillo, acalorado,
pidiendo agua a su hermana.

—- Pensar que algún día será rey
de Tunip.—- dijo Talip.

—- Será un digno heredero y mejor soberano.—-
comenté a Zelap, tratando de entablar diálogo con
ella.

—- Al ser el menor de la familia y el único
varón, se transformó en el consentido de todos.—-
respondió ella.

—- Mi amada reina me dio otros hijos varones pero,
todos fallecieron siendo apenas lactantes.—- explicó el
rey, tomando la mano de su esposa que le sonrió.—- Ese
muchachito es mi mayor esperanza para el futuro de Tunip, aunque
estoy orgulloso de todos mis hijos.—- su sentimentalismo le
hacía olvidar que las decisiones de su reino las
tomaría otro soberano desde Kemet, pero ¿qué
sentido tenía matar su ilusión y arruinar aquel
instante de alegría del viejo rey?

—- ¿No tenéis nietos de vuestras hijas,
mi Señor?—- inquirí de manera
respetuosa.

—- Aún no. La única que contrajo
matrimonio fue Zelap, pero no tiene hijos.—-
respondió.

—- ¿Kamal es vuestro prometido?—- me
atreví a preguntar a Zelap.

—- No, Kamal es el hermano de mi difunto esposo.—-
respondió con tristeza, bajando la cabeza.

—- Os ruego me disculpéis por haceros revivir
recuerdos con mis impertinentes preguntas.—- dije.

—- No os lamentéis. Ya es tiempo que se
acostumbre a la idea de que la vida continúa y que uno no
debe sepultarse junto a los seres queridos que han dejado este
mundo.—- dijo sabiamente la reina, haciéndome recordar
las palabras que Tausert había pronunciado en mis
sueños.

—- Su esposo murió luchando heroicamente. Era
un príncipe valeroso y de noble corazón.—-
comentó el soberano.

Enmudecí por un momento, incómodo, al
pensar que podría haber fallecido combatiendo contra
nuestros ejércitos.

—- No os sintáis responsable. Él
falleció el año anterior mientras combatía
contra los hititas, formando parte del ejército de los
aliados de Naharín.—- respondió Mapalip, la
hermana que seguía a Talip en edad.

—- Os ruego me disculpéis un momento.—- dijo
Zelap, levantándose de la mesa para acompañar al
retrete a la más pequeña de las hermanas, una
preciosa niña de no más de seis
años.

—- Debe haber sido muy doloroso para ella.—-
dije.

—- Así es. Ella lo amaba mucho y se ha sentido
muy sola desde su muerte.—- comentó la joven.

—- Me imagino. Sin embargo, muchos príncipes de
la región deben pretender su mano, ¿verdad?—-
especulé.

—- Por supuesto. El príncipe heredero de Qatna
ha pedido su mano como así también el rey de Hamat.
Empero, el que más reclama derechos para ser su esposo
es Kamal, por la costumbre cananea de tomar por mujer a la
consorte de un hermano muerto que no ha dejado descendencia.—-
explicó ella.

—- De modo que pronto podría casarse con
él.—- dije, como dándolo por sentado.

—- No lo creo. Ninguna de nosotras está
obligada a cumplir con la tradición amorrea pues los
miembros de nuestra casa real son de origen hurrita.—-
respondió.

—- El Rey de Kadesh es hijo de una hermana de mi
padre, por lo que la unión estaría bien vista por
ambas familias pero, mi yerno era un joven tranquilo, mientras
que la
personalidad de Kamal es muy distinta.—- dijo pensativo el
monarca.

—- Zelap no lo ama. Kamal no es bueno y
cariñoso como era su esposo. Él es interesado y
cruel.—- dijo Mapalip, de manera tajante.

—- Eres demasiado joven para juzgar de esa manera a un
hombre que solo protege los intereses de su padre y de su
pueblo.—- reprendió Urkhi-Teshup a su hija justificando
las acciones de Kamal.

—- Zelap desconfía de él, cree que es
ambicioso y sin escrúpulos. Piensa que solo quiere casarse
con ella para acceder a la herencia del trono de Tunip. El rey de
Kadesh y los nobles de su reino, alientan a mi padre para que
presione a mi hermana a contraer enlace con él, tratando
de convencerlo de las ventajas de renovar la unión de
sangre luego de la muerte del esposo de mi hermana.—-
comentó Talip.

—- Os prohíbo que habléis de mis
parientes y aliados como si fueran un grupo de intrigantes
confabulados para adueñarse de mi reino. Todos luchamos
por el bien común y la grandeza de la nación
hurrita en paz con el pueblo amorreo.—- dijo,
amonestándola.

—- Padre, —- dijo Zelap de regreso para sentarse a
la mesa. Había escuchado parte de la
conversación.—- yo os amo profundamente pero no voy a
casarme con él tan solo por contribuir a fortalecer
vuestra alianza. Además, no estoy segura de que os
convenga tanto estrechar los lazos con la casa real de
Kadesh.—- dijo ella, sembrando la duda entre los
presentes.

—- ¿A qué os referís? Lo que
tengáis que decir decidlo abiertamente.—- dijo el rey en
tono airado. No era inteligente ventilar asuntos de esa
índole delante de los nobles que compartían lazos
de sangre y mantenían vínculos económicos
con los vecinos de los reinos cercanos.

—- No me parece conveniente, padre. No creo que sea el
lugar ni el momento propicio.—- Zelap advertía el
peligro que conllevaba manifestar ciertos secretos en presencia
de la aristocracia. Obviamente el ilustre Urkhi-Teshup, famoso
por su sabiduría, estaba perdiendo su buen criterio con el
avance de los años, dejando que su ira se impusiera a su
prudencia.

—- ¡No permitiré que en el seno de la
propia Familia Real se levanten acusaciones calumniosas contra
quienes han sido mis aliados de toda la vida!—- expresó
por respuesta.

—- Mi señor, no debéis enfadaros con
vuestras hijas pues ellas os aman como yo lo hago y solo se
preocupan por vos.—- dijo la soberana, buscando aplacar el
enojo de su esposo.

—- Padre, con todo respeto, recordad como actuaba
Kamal y con qué atrevimiento osaba aconsejaros y opinar
sobre cuestiones que solo vos podíais decidir. Pensad,
¿qué atribuciones se tomaría de
transformarse en esposo de Zelap y con serias aspiraciones al
trono de Tunip? No olvidéis que ya es heredero a la corona
de Kadesh.—- dijo Talip, tratando de iluminar el entendimiento
de su padre.

El rey hizo silencio y con aspecto meditabundo,
llamó a su secretario para que lo ayudara a levantarse
pues había bebido demasiado. —- Acompañadme a dar
un paseo.—- le dijo. Nos levantamos de nuestros asientos como
muestra de respeto hacia el soberano que nos dejaba. La reina,
por su parte, se excusó para retirarse pues no se
sentía bien.

—- Señor embajador, ¿sería tan
amable de acompañarme hasta mis habitaciones?—- dijo la
soberana, mientras sus esclavas se aproximaban a ella para
ayudarla.

Sus hijas se miraron confundidas. A todos nos
extrañó su petición.

—- Será un placer, mi señora.—-
respondí, tan sorprendido como los
demás.

—- ¿Queréis que vayamos
también?—- preguntó Talip.

—- No. Deseo que vosotras os quedéis
aquí disfrutando de la fiesta. Necesito hablar a solas
unos instantes con el embajador.—- respondió.

Nos alejamos despacio hacia el interior del palacio,
buscando los corredores que nos llevaban hacia los aposentos
reales. A diferencia del Faraón, el monarca de Tunip
tenía una sola esposa y no existía harén
como en otros muchos reinos de la tierra a’amu. Sin decir
palabra, caminé a su lado, esperando silencioso a que me
rebelara el motivo de que yo estuviera allí.

—- Si vosotras decís al rey una sola palabra de
lo que escuchéis ahora, les haré cortar la
lengua.—- dijo la reina amenazando en broma a sus esclavas que
sabían que debían guardar el secreto.—- Decidme,
señor embajador, ¿es cierto que el Faraón me
quitará a mis hijos para llevárselos a vuestra
tierra?—- dijo la reina con la mirada lacrimosa, sin poder
disimular su angustia.

—- Lamento deciros que es verdad pero, ni yo sé
cuando dará la orden, mi señora. Normalmente los
lleva consigo al regresar de la campaña de conquista pero
desconozco el motivo que ha permitido a vuestra familia seguir
felizmente unida. Tal vez, espera encontrar un sitio adecuado a
los muchos huéspedes que está llevando a Kemet o
quizá esté planeando llevarlos con una escolta
armada más numerosa por precaución, pensando que
podrían ser rescatados por tropas de vuestros aliados al
llevarlos hacia las ciudades costeras.—- respondí,
siendo absolutamente sincero.

—- De modo que es cierto lo que me dijeron, —- dijo
llorando desconsolada.—- en algún momento se
llevarán a mis retoños.—- musitó
acongojada y con la mirada perdida. —- Señor embajador,
debo confesaros que mi salud es precaria y que mis curanderos
saben que me queda poca vida. Creo que vos sois un buen hombre,
por eso os ruego que, dentro de vuestras posibilidades,
cuidéis de ellos y los ayudéis a sobrellevar el
difícil futuro que les tocará vivir en vuestra
tierra. Yo sé que no tenéis por qué
comprometeros con esta pobre vieja a haceros responsable de sus
vidas y, también soy conciente de que muchas situaciones
estarán fuera de vuestro alcance pero, viviré mis
últimos días más tranquila si me dais
vuestra palabra de que no los abandonaréis a su
suerte.—- dijo sumamente emocionada.

—- En el tiempo en que he tenido el honor de conoceros
y de relacionarme con vosotros, me he sentido feliz de poder
compartir muchos momentos en vuestra compañía,
encariñándome con cada uno de los integrantes de
vuestra bella familia, por lo que me comprometo de todo
corazón a hacer todo lo que se encuentre dentro de mis
posibilidades para servir y proteger a vuestros hijos cuando sean
llevados a Kemet.—- respondí, tomando las manos de la
anciana, esperando que mis palabras le llevasen algún
consuelo.—- ¿El rey no lo sabe aún, verdad?.—-
pregunté, preocupado por la forma en que podría
reaccionar el soberano.

—- Creo que mi esposo ya lo sabe pero, es tan cruel la
realidad que la niega como si no la conociese o quizá la
oculta de mí, pensando que afectaría todavía
más mi pobre salud.—- respondió ella.

—- Yo os ruego que si el rey se entera, convencedlo
para que no intente evitar el traslado o planee llevarlos fuera
de Tunip, porque el Faraón puede ser desalmado al momento
de tomar represalias.

Sé que sufriréis por tenerlos lejos pero,
os aseguro que, son bien tratados en
Kemet.—- dije, tratando de reducir su angustia.

—- Os agradezco vuestra hombría de bien. Ahora,
por favor, regresad a la celebración para no preocupar a
mis hijas.—- dijo la anciana, despidiéndose de mí
para ingresar en sus habitaciones con las esclavas.

Al volver a la mesa, me observaron de manera ansiosa,
esperando que les explicara las razones de la actitud de la
reina.

—- Señor embajador, no nos revelaréis lo
que quería hablar nuestra madre con vos?—- dijo curiosa,
Talip.

—- Os pido disculpas. He prometido a la reina no
rebelar el tema de nuestra plática.—- respondí.
Zelap me miró intentando adivinar en mi rostro el nivel de
gravedad del problema.

Mapalip, por su parte, preguntó por mi
situación personal, sin sospechar nada malo.

—- Cuentan que en vuestro país los hombres
tienen muchas esposas, ¿es cierto?—- inquirió la
jovencita.

—- El Faraón y algunos personajes importantes
pueden contar con esposa y concubinas, que se consideran como
cónyuges de segunda categoría.—-
expliqué.

—- ¿Tenéis esposa y concubinas,
señor embajador?—- interrogó Mapalip, sin
rodeos.

—- ¡¿Cómo podéis ser tan
insolente?!—- la reprendió Zelap. Talip sonrió
admirada del descaro de su joven hermana.

—- No me molesta que lo haya preguntado.—- dije.—-
No tengo concubinas y sí, tenía esposa pero,
falleció hace más de un año.—-
respondí.

—- ¿Estaba enferma?—- preguntó
Talip.

—- No, la mordió una serpiente.—-
dije.

—- ¿La amabais mucho?—- indagó
Mapalip.

—- La amaba con todo mi corazón, —-
respondí, sin evitar sentirme nostálgico
todavía.—- pero, como dijo sabiamente la reina, la vida
continúa y debemos aprovechar cada momento buscando ser
felices.

—- Es cierto.—- dijo Talip, observando a Zelap que
evitaba su mirada.

En ese momento se aproximó a la mesa un joven
noble que venía por Talip.

—- Espero no interrumpir. . . —- se
disculpó.

—- Os presento a Shimael, señor embajador.—-
dijo Talip.—- Me disculpáis?, iremos a dar un
paseo.—-

—- Están enamorados.—- explicó
Mapalip, acercándose a mí en tono de
confidencia.—- ¿Qué bello es el amor, verdad?—-
dijo suspirando de una manera que me causó gracia.—-
¡Ah! Allá están mis amigas, los dejo.—-
simplemente se levantó y se fue.

Quedamos solos y pensé que se excusaría
para irse pero, no lo hizo.

—- ¿Tenéis hijos?—- preguntó
Zelap.

—- Tengo un hijo de mi esposa. Es un muchachito algo
menor que Minok.—- contesté.

—- Qué tierno. Yo amo a Minok como si fuera mi
propio hijo. La enfermedad de mi madre me llevó a cuidarlo
y criarlo desde su nacimiento. ¿Cómo se llama
vuestro hijo?—- preguntó Zelap.

—- Su nombre es Kay. Es muy travieso y
juguetón.—- comenté.

—- ¿Sois de familia noble?—- preguntó
ella, algo más desinhibida.

—- No, mi padre es un artesano. Él, es
escultor.—- respondí, sin atreverme a confesar que mi
origen era más humilde aún.—- Yo mismo fui
aprendiz de escultor y, aunque nunca fui un gran artista,
todavía esculpo en madera algunos juguetes para
mi hijo.

—- ¡OH!, me imagino la alegría del
pequeño al ver que su propio padre le hace los
juguetes.—- dijo sonriendo.

—- A veces no se alegra tanto cuando los compara con
las figuras magníficas que le fabrica mi padre.—-
respondí, riendo.—- Hago lo que puedo, con mucho
amor.

Reímos juntos y me maravilló su sonrisa
cálida y natural.

Zelap iba a decir algo pero, se sintió
incómoda al advertir
las miradas de algunos nobles sobre nosotros. Por mi parte, me
hubiese gustado seguir conversando pero, me di cuenta que el
perro fiel de Upma’at, me observaba con demasiada
atención.

—- Debo irme. Antes, quería deciros que tengo
curiosidad por saber qué tan buen escultor sois.—-
expresó, con particular interés.

—- Os prevengo que puedo desilusionaros con mis
limitadas dotes pero, si me proporcionáis las herramientas
necesarias, será para mí un verdadero placer.—-
aseguré.

—- Hasta luego, señor embajador.—- se
despidió alejándose.

Luego de aquella tarde, inspirado en su
recuerdo, escribí:

Una renovada ilusión halló
morada en mi corazón, cuando la soledad se marchó
en el frío de la noche al sentir que no había lugar
para ella en el resplandor del alba. Un nuevo amanecer auguraba
la luz de vuestros ojos y en la promesa de los besos,

vuestro aliento
desplegó

las alas de mi alma en el viento de la
esperanza,

remontándome en la fe como un
soplo de vida,

que llegaba cual panacea a curar viejas
heridas,

para volver a creer, para confiar de
nuevo,

que era posible dejar atrás el
seco y estéril desierto,

en busca de un oasis en donde
saciarme

del inagotable manantial del
amor.

Mientras mi espíritu alborotado rebozaba de
alegría cada vez que mis ojos la contemplaban, mi
razón me devolvía a la tierra, advirtiéndome
de los peligros que acechaban nuestra relación en
ciernes.

Debía cuidarme de Upma’at que me
hacía espiar para sorprenderme en flagrante delito. Por su
parte, Zelap estaría expuesta a las injurias de los que
ansiaban verla como consorte de Kamal. Si Zelap
correspondía mis sentimientos, como yo creía,
deberíamos proteger nuestro secreto de las sospechas de
algunos, de la desconfianza de muchos, de las miradas
indiscretas, del recelo de los enemigos y de la envidia de los
codiciosos. Hasta aquellos que querían nuestro bien
podían transformarse en enemigos, tentados por el chisme.
Por ello, no teníamos más opción que
disfrazar de amistad nuestro amor y de indiferencia nuestro
deseo.

Mientras terminaba de recuperar las tablillas salvadas
de las ruinas de palacio, descubrí un enorme archivo entre
ellas, conteniendo la correspondencia del rey con sus semejantes
de otros reinos. Decenas de misivas aportaban una cantidad de
información de vital importancia para los intereses de
Tutmés con la que pude reconstruir el cuadro
político de Djahi y sus relaciones con los demás
países de la región. Gracias a ellos,
descubrí que el imperio hurrita de Naharín
veía debilitada gravemente su hegemonía, al tener
que dividir sus fuerzas en dos frentes, uno occidental contra el
reino hitita y sus aliados, y otro oriental, aunque menos
preocupante, combatiendo a las rebeldes tribus asirias que sin
ser un verdadero peligro, ocasionaban la distracción de
tropas que hubiesen sido de gran utilidad para
apoyar a sus aliados de Djahi, entiéndase, los soberanos
de Kadesh, Qatna, Hamat, entre otras ciudades, acosadas por
nuestros ejércitos. La obstinación del monarca,
Parsatatar, de no pactar con el consejo de ancianos gobernante de
las tribus disidentes que emigraron de Naharín,
asentándose al oriente del imperio en el lugar que
denominaron Khurri, durante la guerra civil que había
escindido a la nación hurrita cuando éste
asesinó a su tío Shatuara, ponía a todo el
país de los hurritas en peligro de caer bajo una
coalición de sus enemigos.

Bajo la dirección del consejo de nobles, las
tribus disidentes se negaron a reunirse en una sola nación
hasta que Parsatatar no aceptase restituir los derechos y
privilegios tradicionales de la aristocracia, entre ellos, el de
elegir un rey, solo legitimado por la aceptación de todos
los líderes tribales que conformaban el consejo de
ancianos. Parsatatar se había apoyado en las clases bajas
y el campesinado, junto con una parte del ejército, para
arrebatar las propiedades de la clase terrateniente, la nobleza,
que se le enfrentó, apoyada por una parte importante de
las tropas militares formadas por los adeptos al asesinado
Shatuara. Si bien no se había llegado a una guerra
fratricida entre las tribus, tampoco existía
cooperación entre los bandos para enfrentar a los enemigos
en común, lo que exponía tanto la posición
de Parsatatar en Naharín, como la del consejo de ancianos
en Khurri. La terquedad del Rey hurrita le hacía suponer
que podría hacer frente a los ejércitos de Kemet
sin la ayuda de los nobles, como antaño lo había
hecho durante el indiferente reinado de Hatshepsut. Sin embargo,
el advenimiento de Tutmés III modificó
drásticamente la situación por varias razones,
entre ellas, la eficiente reorganización del
ejército, el intenso adiestramiento de
las tropas, el aumento del número de efectivos y la
notable mejora de las remuneraciones.

También fue responsable de este cambio la tozudez
de Parsatatar de creerse invencible y hacerse de enemigos por
doquier, suponiendo que vencería a cualquier rival que
enfrentara. Empero, a pesar de su debilitamiento, ninguno de los
reinos vecinos estaba en condiciones de arrebatarle la
supremacía. Finalmente, la punta de lanza que había
abierto Kemet en territorio de Djahi venía a
desestabilizar el precario equilibrio que intentaba sostener
Naharín.

Zidanta II de Hatti, por su parte, al estar
imposibilitado para tomar el control de la zona, atosigado por
los problemas que debía enfrentar en su propio territorio,
como la presión de los salvajes nómadas que
asolaban las tierras del norte de su reino, saqueando, matando y
destruyendo todo a su paso en cada incursión, no
podía darse el lujo de avanzar un ápice sobre las
fronteras de Naharín aún sabiendo las deficiencias
defensivas del belicoso Parsatatar. También debía
mantener alerta a sus ejércitos para contener las
periódicas agresiones de los pueblos del mar occidental y
conservar el endeble tratado de paz con sus eventuales aliados,
el rey Idrimi de Alalakh y Palliya de Kizzuwatna, que a su vez
rivalizaban entre sí.

Hasta cierto punto, y aunque pudiera parecer
contradictorio, a Zidanta de Hatti le convenía que el
trono de Naharín siguiese ocupado por Parsatatar que, en
su obcecación, mantenía dividida a la nación
hurrita para bien de los hititas.

Ashshurbel Nisheshu, el líder rebelde de la
oprimida tierra de Ashur, surgido de entre la masa del pueblo,
pujaba por librarse del yugo hurrita peleando por la resistencia
que habían levantado los insurgentes en las
montañas del norte del país. Su lucha era vana y
estéril ya que a pesar de la escisión de las tribus
de Khurri, éstas controlaban las zonas ricas del
país, hostigando y esclavizando a la mayor parte de los
nativos por su superioridad numérica y de
recursos.

Por otra parte, sus tradicionales rivales del
país de Karduniash sacaban provecho del conflicto,
vendiendo a precio de oro los cereales de los que dependía
la supervivencia de los insurrectos de Ashshurbel, impedidos de
explotar las tierras fértiles en poder de los nobles de
Khurri.

A toda esta situación caótica, se agregaba
la virtual desprotección de decenas de ciudades de Djahi y
Khinakhny cuyos líderes, desorientados por la
confusión que reinaba entre los coligados, se veían
de pronto enfrentados con sus magros recursos a un poder superior
encarnado en la renovada fortaleza militar de Kemet. Abandonados
a su suerte sin el respaldo de su tutor hurrita, estos
reyezuelos, desconfiando unos de otros y enredados en
intrascendentes disputas, no atinaban a formar una
coalición sólida para oponerse a nuestro
avance.

Así, con la tierra de los dos ríos y su
zona de influencia debilitada como una roca invadida por fisuras,
la punzante arremetida de los ejércitos de Tutmés
vino a transformarse en un cincel abriéndose paso hasta el
corazón pétreo para vulnerar su endeble
integridad.

En estas condiciones, una nueva expedición de
conquista de los ejércitos de Tutmés para los
próximos años, podría conducir a la victoria
definitiva de Kemet sobre su principal rival.

Una de aquellas mañanas en que concluía la
recuperación de los documentos, me llegó una mujer
de entre las sirvientes de palacio para dejarme una caja de
carpintero con todas las herramientas, obviamente, enviada por
Zelap para que cumpliese mi promesa de demostrar mis aptitudes en
el tema.

Montado en mi potro, que había mandado a pedir a
Maya, quien lo cuidaba en Uartet, salí varias tardes
seguidas hacia la tranquilidad del bosque que cubría la
falda de la montaña, para trabajar en un bloque de madera
de cedro que estaba esculpiendo con forma femenina, para
regalárselo a Zelap. Sabía que aunque mucho me
esmerara, difícilmente pudiese lograr la perfección
de formas que conseguía mi padre, empero, confiaba que mis
manos no hubiesen olvidado el manejo de los instrumentos con el
fin de lograr una figura que expresase sin palabras lo que
guardaba mi pecho, y lo que mis labios hubiesen deseado gritar al
viento.

Todo en aquel ambiente era sugerente, inspirador,
insuflando en el espíritu del visitante el regocijo, el
gozo de contemplar la naturaleza en
su esplendor más salvaje e indómito, que se
entregaba entera a los sentidos en
la lujuriosa quietud de sus paisajes. Deliciosos aromas a madera,
hierbas y flores, exquisitos sabores de los frutos silvestres y
el bullicioso silencio del bosque, cargado del trino de sus aves,
del zumbar de las abejas, del murmullo de los arroyos alborotados
buscando el río o de la calmada alegría de alguna
cascada vertiendo su frescura entre las rocas, hechizaban
mi ka al extremo de sumergirme en una profunda paz
intemporal.

Allí me encontró Zelap, cuando siguiendo
mis pasos, me descubrió extasiado aquella tarde entre los
cedros, antes de reiniciar mi tarea.

—- Buenas tardes, embajador.—- dijo ella
aproximándose.

—- ¡Ah!—- exclamé, al no haberla
escuchado llegar.

—- Perdón si os he asustado.—- se
disculpó.

—- No, no lo habéis hecho, solo me
sorprendió oír vuestra voz a mis espaldas.—-
respondí, feliz de encontrarme con ella a solas y, luego
de varios días de no verla.

—- ¿Qué bello es este sitio, verdad?—-
dijo Zelap.

—- Es un lugar verdaderamente maravilloso.—-
respondí, ayudándola a descender el
barranco.

—- ¿Os interrumpo?—-
preguntó.

—- Por el contrario, es un placer poder conversar con
vos.—- contesté.

—- Os vi salir hacia el bosque con la caja de
carpintero y no pude resistir la tentación de buscaros.
Deseo con ansiedad que me mostréis el fruto de vuestro
arte.—- expresó.

—- Espero que los hombres de Upma’at no os hayan
seguido.—- dije, un tanto preocupado.

—- Me aseguré que mi esclava me ayudara a salir
de la fortaleza sin ser vista. De todos modos, si os aflige que
me encuentre con vos aquí me iré para no
perturbaros.—- dijo comprensivamente.

—- De ningún modo desearía que os
vayáis.—- dije, dejando evidenciar lo mucho que me
importaba su compañía.

—- ¿Puedo ver la escultura?—- dijo,
señalando la caja de herramientas.

—- No está allí. La mantengo oculta en
el tronco de aquel árbol.—- le expliqué,
señalando el hueco que presentaba un añoso pino
caído junto al sendero.—- Ya está terminada pero
aún no he tenido tiempo de pulirla y protegerla con
resina. Preferiría que no la vierais inconclusa.—-
respondí.

—- Parece que he venido en vano.—- respondió,
entristecida.

Estuve a punto de decirle que hubiese deseado que ella
estuviese ahí, solo para que pudiésemos estar
juntos pero, no lo hice. Quizás todavía fuese
prematuro expresarle mis sentimientos. Percibí que la
relación aún no había madurado para dar ese
paso.

—- No lo veáis así. Pensad que cuando
termine mi trabajo la escultura se verá mucho mejor que
ahora. Además, pienso que será de mucho provecho
que conversemos acerca de algo que dijisteis el día de la
boda de vuestra prima.—- respondí.

—- No sé a qué os referís.—-
dijo, sin comprender.

—- Recuerdo que aquel día dijisteis a vuestro
padre que no creíais que le conviniese estrechar lazos con
"La Casa Real de Kadesh". ¿En qué estabais
pensando?—- pregunté.

Enmudeció y la noté dubitativa.
Quizá no confiaba lo suficiente en mí como para
transmitirme alguna información acerca del rey de Kadesh
o, tal vez, tuviese pudor de confesar algún secreto nacido
de haber intimado con Kamal.

—- Perdonadme si mi inquisición os
atemorizó. No estáis obligada a responder.—- me
disculpé, imaginando que la estaba presionando.

—- Os aseguro, señor embajador,. . .—- le
interrumpí.

—- Llamadme Shed, por favor.—- le solicité,
buscando un mayor acercamiento entre nosotros.

—- Shed, confío más en vos que lo que
nunca me he fiado de Kamal. Además, después de que
él huyó de Tunip, me siento más
tranquila.—- respondió, segura de mi hombría de
bien.

—- No es que quiera inquietaros pero, creo que Kamal
es mucho más peligroso estando fuera que dentro de
Tunip.—- respondí.

—- Lo que ocurre es que, por una parte, me pesa
sospechar de mi propia gente, de mis propios parientes, empero,
por otra parte, temo que sus actos perjudiquen a mi padre.—-
explicó.—- Al mismo tiempo, siento que, confesando a vos
lo que he escuchado que traman, traiciono al Rey de Kadesh, y a
los demás hurritas que desean nuestra liberación
del yugo que nos impone Kemet pero, me entristece pensar que el
precio de mi silencio sea que ellos depongan a mi padre
arrebatándole el trono de Tunip, marginándolo a una
existencia miserable que lo condenaría a vivir sus
últimos años como un viejo inservible, asilado en
la corte de Naharín.—- respondió con
angustia.—- ¿Comprendéis ahora mi
vacilación?.

—- Por supuesto que os entiendo, mas, ¿por
qué no informáis a vuestro padre para que él
actúe en consecuencia?—- respondí.

—- Shed, no conocéis bien al Rey Urkhi-Teshup.
Así como en combate fue un fiero guerrero, como gobernante
severo, e implacable como juez, en lo más íntimo de
su ser mora un hombre tierno, casi un niño, idealista e
inocente, sensible hasta el llanto cuando lo besan sus
pequeños hijos o cuando las caricias de su esposa le
entregan el preciado bien del amor que pronto le faltará.
El legendario rey de Tunip es incapaz de hacer frente a la verdad
cuando esta es contraria a sus deseos. Está convencido de
que aún decide sobre los asuntos de su reino que, ya todos
sabemos que yace bajo el dominio del Faraón. Temo
profundamente el momento, cuando el viento eterno apague la tenue
flama que habita en el enfermo cuerpo de mi querida madre, para
llevarse consigo su hálito hacia la eternidad porque, mi
padre, se derrumbará.

Él es un hombre sumamente vulnerable. No
sabéis cuan valiente es ese anciano para encarar cualquier
peligro para sí, y cuan cobarde puede ser para enfrentar
la muerte de los que ama o para aceptar las circunstancias que
hoy lo rodean.

No escuchará mis palabras y no creerá en
lo que le diga, si ello implica que su querido primo, fiel amigo
desde su infancia y su principal aliado, conspira con otros
monarcas y cortesanos para destronarlo. Él
preferiría morir antes que tener que reconocer que
aquellos hombres con los que ha compartido toda una vida de
batallas, de partidas de caza, de unir a hijos e hijas en fiestas
de hermandad, de compañerismo y fidelidad, lo traicionan
vilmente por motivos espurios.—- dijo Zelap,
desolada.

—- ¿Le habéis comentado a la reina sobre
lo que sospecháis del príncipe Kamal y el rey de
Kadesh?—- inquirí.

—- Le he confesado mis dudas empero, ella cree que,
finalmente, nuestros antiguos aliados no actuarán en
contra de mi padre.—- dijo ella.

—- ¿Qué pensáis hacer
entonces?—- pregunté, al advertir que la
indecisión la invadía otra vez.

—- No lo sé, Shed. Mi hermana Talip
también lo sabe, pero ha echado la responsabilidad de
actuar al respecto sobre mis espaldas.—- respondió
Zelap, agobiada por la carga.

—- Vos sabéis que soy solo un simple
instrumento del Faraón y que estoy muy limitado a actuar
por mi propia iniciativa pero, considerando que lo que proteja a
vuestro padre también convendrá a los intereses de
mi soberano, haré todo lo que pueda para ayudarlo a
mantener su permanencia en el trono de Tunip.—-
respondí.

—- Mi padre me desterraría si se enterase de
que delato a los nuestros.—- contestó.

—- No tiene porqué saberlo. Actuaré por
mi cuenta como si nada me hubieseis confiado. Creo que lo que
sepáis puede ayudarme a descubrir lo que están
tramando los monarcas de la región pero, sospecho que sea
lo que fuere, no será bueno para vuestro padre.—- le
dije, expresándole mis reservas.

—- Tengo sobradas razones para creer en vuestra
honorabilidad, por ello, os confiaré lo que les oí
decir.

Unos meses antes de que vosotros tomarais la ciudad, una
mañana en que se encontraban Kamal y sus seguidores
conversando con uno de los funcionarios de la
administración, escuché por accidente que él
les decía a los nobles reunidos, que de ser necesario,
presionaría a mi padre para que lo asociara al trono luego
de que se convirtiera en mi esposo. También les
decía que una vez que Naharín contara con todos los
ejércitos hurritas, sacaría a patadas a
Tutmés del país de Djahi. Luego tuve que alejarme
de ellos para evitar que me descubrieran oyendo la
conversación.

No llegué a comprender totalmente el alcance de
sus palabras y tampoco pude entrever el propósito que lo
animaba pero, su tono y la actitud peyorativa con que se
refería a mi padre, provocó en mí mayor
recelo hacia sus intenciones.—- dijo Zelap, sincerándose
totalmente.

Me quedé meditando en lo que acababa de decir
Zelap. Sería comprensible que intentaran invadir Tunip
para expulsarnos de la ciudad y devolver su soberanía a su rey pero, era obvio que
Kamal iba a intentar apoderarse de la corona de Tunip.
¿Por qué querrían desplazar a Urkhi-Teshup
del trono? Por otro lado, ¿de qué modo se
convertiría Parsatatar en jefe de todos los
ejércitos hurritas sin antes transformarse en líder
de todas las tribus?—- pensé.

Repasé mentalmente la información que
contenían las cartas que cayeron en mi poder, hasta
reconstruir las circunstancias que daban respuesta a algunos
interrogantes. Es posible que parte de la correspondencia no haya
sido dirigida al propio Urkhi-Teshup, sino a alguno de sus
funcionarios al tanto de los planes del príncipe de Kadesh
y colaboradores de él. El incendio del palacio
podría haber dado tranquilidad a dichos funcionarios de
que sus actividades y relaciones con la corona de Kadesh,
permanecieran sin ser conocidas, gracias a la supuesta
destrucción de los documentos entre las ruinas de la
residencia real. Sin embargo, nadie pensaba que se hubieran
salvado y, menos, que alguien hubiese podido
recuperarlos.

—- Espero que lo que estoy imaginando no sea verdad,
pues de estar en lo cierto estaríamos en peligro.—-
respondí, preocupado.

—- Por la bondad de Teshup, Shed, ¿de
qué se trata? No me asustéis con tanto
misterio.—- dijo, con cierta angustia, al advertir mi
turbación.

—- Tal vez, mis sospechas sean falsas pero, no me
arriesgaré a que os ocurra nada estando la seguridad de
toda vuestra familia entre mis obligaciones.—- dije.—-
Comprometí mi palabra ante la reina, de no divulgar un
hecho que enlutará la vida de vosotros pero no tengo otra
opción que daros a conocerlo.—- me miró con
ansiosa aflicción.—- Se trata del método
adoptado por Tutmés de trasladar a los hijos y
demás descendientes de los gobernantes vasallos hacia
Kemet, para mantenerlos como huéspedes obligados de
nuestra corte, forzando de esta manera a los soberanos subyugados
a ser fieles al Faraón . . . —-

—- Había escuchado tal versión pero,
—- me interrumpió.—- no quise comentarla con mis
hermanas. Mi padre seguramente ya la conoce pero al igual que mi
madre, sufren en silencio para no transformar la espera de aquel
momento en una agonía innecesaria.—- respondió,
aliviando mi pesar de ser el mensajero de tan mala
noticia.

—- Creo que incluso vuestra madre prefiere que sus
hijos dejen Tunip antes de su muerte, para que guarden un buen
recuerdo de estos años, creyendo que ella los
esperará con una sonrisa en la tierra de Djahi.—-
dije.

—- Y, ¿qué relación tiene todo
esto con vuestra preocupación?—- preguntó, con
los ojos lacrimosos.

—- Porque aunque el Faraón aún no lo
haya ordenado, sé que lo hará en cualquier momento
y creí necesario que lo supierais para que llegado el
tiempo, pudierais ayudar a vuestros hermanos a asumir la realidad
y a colaborar para que sufran lo menos posible.—-
respondí.—- Aún más, puedo deciros que a
pesar de lo cruel que considero esta política del
Faraón, en este caso, pienso que sería
conveniente.—- afirmé, sin atreverme a dar más
explicaciones.

La verdad, es que temo que los aliados de vuestro padre
ataquen la ciudad de forma cruenta, considerando a Urkhi-Teshup
como a un enemigo colaborador de Kemet. Llevarán a vuestra
familia a Kadesh y tomarán el control de Tunip.—-
contesté meditabundo.

—- ¿Y si en realidad ellos solo quieren liberar
Tunip para restituir a mi padre la soberanía de su
reino?—- dijo, con alguna desconfianza. Por primera vez,
veía aflorar en Zelap la fibra hurrita que la animaba a
mantenerse del lado de su pueblo.

—- Si tanto le importara a Kamal devolverle su total
autonomía de gobierno a
vuestro padre, ¿por qué buscaba arrebatarle el
trono luego de casarse con vos?—- repliqué.

Volví a clavar el puñal de la duda en sus
especulaciones, haciéndole notar que, más
allá de defender los asuntos del Faraón, mi
intención era colaborar con Urkhi-Teshup para sostenerlo
en el trono de Tunip, al contrario de lo que tramaban los
demás reyes de la región.

—- Os suplico entonces, que me confiéis
vuestras sospechas.—- solicitó ella, con
inquietud.

—- Pienso que existen dos posibilidades que responden
la pregunta de por qué quieren destronar a vuestro padre.
La primera, sería que consideran que Urkhi-Teshup
está viejo y decrépito y no les sirve como aliado.
La segunda, más oscura a mi entendimiento, estaría
relacionada con algún objetivo de Kadesh y sus aliados en
el que vuestro padre constituiría un obstáculo.—-
expliqué.

—- Pero, no creeréis que la vida de mi padre
corre riesgo, ¿verdad?—- preguntó,
incrédula.

Me había cuidado de no expresarlo de esa manera
por temor a que pensara que intentaba ponerla en contra de su
propia gente, empero, ella misma me brindó la oportunidad
de hacerlo y no la desperdicié.

—- Si lo creo.—- respondí desanimado, al
entender que mi sinceridad cargaba de más aflicción
su corazón.

—- ¡Oh, imploro que la voluntad del gran Dios de
la tormenta demuestre que estáis equivocado!—- dijo,
elevando su plegaria a lo alto.

—- Quiera vuestro Dios, que no tenga yo la
razón.—- respondí, apenado por su tristeza,
cobijando su llanto en mi pecho, tratando de consolar su
sufrimiento.

Cuan frágil se veía. Qué no hubiese
hecho para contener su congoja y mitigar su dolor pero, todo era
en vano.

Capítulo 20

"Un
pasado de muerte, un futuro de vida."

En los días siguientes, con mi espíritu
agitado por un mal presentimiento, pensé en solicitar a
Ataliya, la muchacha cananea que viajaba de ciudad en ciudad con
las caravanas comerciales, que visitara en Hamat al hermano de mi
amigo el mercader Gamartu para pedirle de mi parte, que
investigara lo que se rumoreaba en los reinos vecinos acerca de
los planes del Rey de Kadesh, aliado del soberano de Hamat y del
monarca de Qatna, con respecto a las sospechas que yo guardaba.
Le ofrecí un buen precio en oro para que cumpliera mi
pedido entregándole otro tanto para que lo diese en pago
al hermano de mi amigo por la información que
requería.

Solo me restaba esperar su regreso con alguna
información que pudiese serme de provecho para dilucidar
la incógnita que me afligía. Sin permanecer
inactivo, comuniqué mis sospechas al Faraón y
solicité tropas para reforzar nuestra guarnición en
Tunip. Su contestación traía pocas esperanzas de
mantener la seguridad de Tunip ante la negativa de refuerzos
debido a que la prioridad de Tutmés se encontraba dirigida
a proteger las ciudades costeras, más importantes desde el
punto de vista estratégico y más vulnerables a los
ataques enemigos. Sin embargo, anunciaba la concreción de
una nueva campaña que ampliaría los territorios
sometidos a vasallaje incluyendo la conquista de Kadesh y sus
aliados, asegurando el dominio de los reinos del interior del
país de Djahi. La cuestión era saber cuánto
tiempo podríamos resistir el asedio enemigo si nos
atacaban.

Resultaba muy difícil ajustar aún
más, las medidas de vigilancia hasta un extremo que
llevara la opresión a extremos insoportables, pues,
ahogando la limitada libertad de los habitantes de la ciudad,
corríamos el peligro de provocar actos de rebelión
que no podríamos controlar con un número reducido
de efectivos. Tampoco nos convenía arrestar a los nobles
implicados, acusándolos de conspirar a favor de los
enemigos de Kemet, porque solo lograríamos una
sublevación sangrienta que aceleraría nuestra
expulsión de la región. Íntimamente
presentía que tarde o temprano, sin contar con refuerzos,
la ciudad de Tunip volvería a manos de los
hurritas.

Escuchando mis razones, el Faraón decidió
trasladar a los hijos de Urkhi-Teshup a Simurru para ponerlos a
resguardo bajo la protección del gobernador de los
territorios, antes de ordenar que fueran llevados hacia
Kemet.

El mandato destrozó al rey que nunca logró
superarlo.

—- ¡¿Por qué me quitáis a
mis hijos?! ¡¿Es que no he pagado el tributo
aplicado por el Faraón?!—- gritó desconsolado el
rey.—- ¡¿Acaso no entregué la parte que se
me exigió de las cosechas de mis campos y de los
rebaños de mi reino?! ¡Vos sabéis bien
señor embajador que jamás intenté rebelarme
a la autoridad de vuestro soberano ni he conspirado para
sacudirme el yugo impuesto por vosotros!—- dijo
reprochándomelo.—- ¡¿Por qué me
hacéis esto?! ¡Decidme!, ¡qué he hecho
mal para ser castigado de esa manera!—- su esposa trataba de
calmarlo aunque ella misma se veía destrozada por la
pérdida de su familia.

Por mi parte, no atinaba más que ha expresarle
mis condolencias ante la situación.

Zelap asistía en silencio y con digna entereza al
drama que se desarrollaba en su familia, colaborando con la reina
para contener la desesperación de Urkhi-Teshup, al asistir
impotente a la pérdida de sus retoños.

La desgarradora escena de Minok y sus hermanas mayores,
despidiéndose de sus padres, el Rey y la reina de Tunip,
fue uno de los sucesos más dolorosos que me vi obligado a
presenciar, ya que me había comprometido afectivamente con
la familia real, soportando al mismo tiempo la tristeza de que me
consideraran culpable del sufrimiento que estaban
padeciendo.

Zelap, por ser la hija mayor, había sido
autorizada por el gobernador de Simurru a quedarse en Tunip para
proseguir al cuidado de su madre enferma.

La melancolía que invadió al, de por
sí taciturno, monarca, luego del alejamiento de sus hijos,
lo transformó en un fantasma que deambulaba a paso lento
por los corredores de palacio o permanecía bebiendo en la
oscura quietud de las estancias vacías, mudas de las risas
de los niños, frías sin el calor de sus cuerpecitos
correteando por allí. La residencia se había
convertido en un sitio donde reinaba la desolación y
habitaba el desconsuelo.

La soberana, a pesar de la compañía de
Zelap y sus sirvientes, cayó postrada pues ya no
tenía motivos para levantarse de su lecho y hacer frente a
su enfermedad, en ausencia de sus pequeños hijos, que
otrora la llamaban a participar de sus juegos y para presenciar
los progresos de su educación.

La misma Zelap se había retraído tanto que
no volvió a buscar mi compañía, y ni
siquiera tenía la oportunidad de verla de casualidad por
las calles de la ciudadela porque, prácticamente, no
salía de palacio.

A pesar de que el rey dejó de dirigirme la
palabra, la reina, por el contrario, se mostró comprensiva
y luego de unos meses de mantenerse aislada, distante y dejando
de lado la amistad que habíamos cultivado durante largo
tiempo, volvió a entablar el diálogo a
través de mensajes, hasta que abiertamente me
ofreció que ocupara alguna habitación de las tantas
que se encontraban desocupadas en la residencia,
tentándome con la idea de pasar el próximo invierno
en un lugar más acogedor que la vivienda que
ocupábamos los funcionarios extranjeros y en un sitio
más cercano para poder conversar. Realmente poco me
importaban las comodidades con que trataba de atraerme la reina
hacia la residencia, empero, su invitación
constituía una inmejorable oportunidad de reiniciar mi
relación con Zelap, deteriorada por los acontecimientos ya
comentados. En principio me negué por una cuestión
de respeto a la actitud del soberano que obviamente
aborrecería encontrarme en su palacio invadiendo su
intimidad. Finalmente, acepté la proposición de
Shadu-Hepa que suplicaba me trasladase a la residencia real,
asegurándome que contaba con la autorización del
rey, que no se oponía a sus deseos sabiendo que yo
resultaba para ella una grata compañía en las
interminables tardes invernales en que el frío y
húmedo ambiente de la montaña, afectaba más
su dolencia, impidiéndole salir a caminar por los
jardines.

Al parecer la reina Shadu-Hepa, se sentía
más cerca de sus hijos cuando yo le describía el
lugar de su estancia y los paisajes de Kemet.

—- Cuénteme señor embajador,
¿cómo es el sitio en que viven mis hijos?—-
preguntó Shadu-Hepa, de buen ánimo aquel día
y de mejor semblante aún. Me alegraba sobremanera verla
tranquila, respirando con menos esfuerzo que otras veces y libre
de aquellos violentos accesos de tos que la dejaban
exhausta.

—- Es muy probable que ahora se encuentren en Waset,
la capital situada en el alto valle del Hep-ur, nuestro
río sagrado.—- comenté a la reina que escuchaba
con atención mi descripción, recostada en su lecho
cubierto con mantas de lana y pieles de cordero.

La gran habitación contaba con un hogar en donde
crepitaba la leña que se consumía lentamente,
mientras caldeaba agradablemente el lugar. Un mobiliario
fabricado con esmero en valiosas maderas, llenaba la estancia
ornamentada con buen gusto. Mesas de roble conteniendo vasos con
perfumes, frascos con ungüentos y aceites, además de
una variada gama de productos cosméticos y
aromáticos. Cofres de acacia enchapados con láminas
de oro y aplicaciones en piedras preciosas, grabados en un estilo
típicamente asiático con imágenes de toros
alados y animales fabulosos con largos cuellos como de jirafas.
Sillas tapizadas con cueros de cabra y pieles de lobo,
completaban el moblaje. Media docena de lámparas de aceite
distribuidas por el aposento iluminaban el lugar cuyas ventanas
se hallaban apenas abiertas permitiendo que se renovara el aire
del ambiente con la fresca brisa hiemal.

—- Deben estar disfrutando de la frescura de los
parques bajo las palmeras datileras y los bosquecillos de
sicomoros, jugando en los jardines entre los altramuces y los
acianos y admirando los pececillos de colores del estanque de los
nenúfares, bajo el cálido abrazo de Ra, que es el
nombre del Dios Solar.—- expliqué, observando la
reacción de Zelap que, del otro lado de la
habitación, permanecía sin prestarme
atención mientras bordaba sobre una prenda de lino y
conversaba con una de las sirvientes de palacio. Su indiferencia
me entristecía y el temor a perderla me ocasionaba noches
de insomnio imaginando que pudiese escapar hacia Kadesh para
unirse en matrimonio con Kamal.

Un súbito y violento episodio de tos produjo un
estremecimiento en Shadu-Hepa que contorsionándose de
dolor terminó escupiendo una bocanada de esputo con sangre
que nos conmocionó a todos.

—- ¡¡Llama al curandero real, no pierdas
tiempo!!—- dijo enérgica Zelap a una de las esclavas,
acudiendo sumamente angustiada en ayuda de su madre.—-
¡Alcánzame el elíxir!—- ordenó a
otra.

La poción curativa poseía un efecto
mágico casi inmediato, eliminando la tos y calmando los
dolores, provocando en el enfermo un intenso sopor hasta el
sueño profundo.

—- ¿En qué puedo colaborar?—-
pregunté solícito a Zelap.

—- Marchaos de aquí.—- dijo de forma
agresiva.—- Creo que ya habéis hecho suficiente.—-
contestó sin mirarme, mientras cobijaba a su
madre.

—- Sois injusta conmigo, solo intento ayudar.—-
respondí, herido por su tono despectivo e
irónico.

—- ¡¿Injusta?!—- pronunció
furiosa con los ojos llenos de lágrimas saliendo de la
habitación.—- ¡¿Yo soy injusta?!
¡No!. ¡Injusto es que mi familia haya sido
desmembrada por vosotros sin ninguna razón!—-
exclamó con su llanto cargado de impotencia.—-
¡Injusto es que mi madre se esté muriendo y ni
siquiera tenga el consuelo de contar con sus hijos!
¡Injusticia es la que vuestro Faraón ha cometido
contra mi padre, destrozando su corazón al robarle a sus
niños para llevarlos a donde nunca podrá volver a
verlos!—- dijo desconsolada, saliendo del aposento para no
despertar a Shadu-hepa.

—- Comprendo vuestro pesar, pero. . . .—-
enmudecí al ver llegar al rey a espaldas de
Zelap.

Urkhi-Teshup que, acompañado de su
Chambelán, había acudido hacia los aposentos a
averiguar sobre el estado de su consorte, nos observó
discutir sin intentar intervenir.

—- ¿Cómo se encuentra vuestra madre?—-
musitó.

—- Ya está mejor, padre. Ahora se encuentra
dormida.—- le anunció Zelap cuando él ingresaba a
la estancia, para que no perturbara su sueño.

—- Zelap, por favor escuchadme. Yo nada podía
hacer para evitar que se llevaran a vuestros hermanos. Esas
operaciones de
traslado son parte de la estrategia del Faraón en cuanto
al tratamiento de los reyes vasallos.—- respondí,
tratando de disculparme por lo que en realidad no era mi
responsabilidad.

—- ¡Ya lo sé pero, fuisteis vos quien
recomendó que fueran trasladados antes de que vuestro
soberano lo ordenara!—- me reprochó.

—- Os dije que lo haría pensando en que, si
Tunip fuese invadida, ellos no corrieran el riesgo de verse
inmersos en otra contienda que pusiese en peligro sus vidas, como
ocurrió con Minok en nuestro ataque.—- expliqué,
tratando de demostrar mis buenas intenciones ante todo. Sin
embargo, Zelap tenía cerrado sus oídos a mis
palabras y su espíritu solo buscaba desahogar su pena y su
desesperanza.

—- ¡Han transcurrido varios meses desde su
partida y nada ha ocurrido aquí, salvo que ellos ya no
están con nosotros!—- replicó,
desafiándome con la mirada, esperando otra respuesta de mi
parte.

—- Sabéis que no soy vuestro enemigo y que he
demostrado lo mucho que os estimo. No dejéis que vuestro
corazón malherido por la tristeza envenene vuestra alma de
rencor.—- respondí, dándole a entender que no me
prestaría a una discusión inconducente, mientras me
alejaba para regresar a mi habitación.

En los siguientes días averigüé al
curandero real el estado en que se encontraba la reina y me dijo
que por las últimas señales que presentaba su
enfermedad no creía que sobreviviese más de un mes.
Con verdadero pesar, decidí asistir a las últimas
semanas de vida de Shadu-Hepa, acompañándola y
entreteniéndola con mi conversación,
hablándole de los bellos lugares de mi país en
donde se encontrarían sus hijos, las costumbres de mi
gente, las creencias en la vida eterna, la conservación de
los cuerpos de los difuntos, etc. Una tarde conversábamos
de ese tema justamente en presencia de la propia Zelap, que nos
escuchaba aunque sin intervenir, atendiendo a su madre que ya no
podía alimentarse por sí misma a causa de su
debilidad.

—- Entre nuestra gente se acostumbra incinerar los
restos del muerto en la pira funeraria ya que los hurritas
consideramos al fuego como el elemento más puro de la
creación que, liberando el alma, convierte al
cadáver en cenizas que vertidas al río o al mar,
devuelven la sustancia de que estamos hechos a la naturaleza para
que el dios supremo dador de vida, cree a otros seres en que
habiten los espíritus que han perdido sus cuerpos.—-
explicó la soberana, con notable calma.

—- ¿No podríais hablar de otro tema,
madre?—- dijo Zelap.

—- Hija mía, no falta mucho para que os deje,
por lo que deberíais acostumbraros a la idea de que ya no
estaré con vosotros y pensar que aunque mi cuerpo sea
consumido por el abrazo de las llamas, mi espíritu
estará cerca de vosotros hasta que el creador decida
encarnarme en otra criatura.—- dijo con admirable
resignación.

Entristecida, Zelap ocultó su rostro surcado por
el reprimido lloriqueo que liberaba alguna lágrima de su
desconsolado corazón que no lograba soportar el dolor que
representaba la pérdida de su madre.

Shadu-Hepa posó su mano en la de su hija para
reconfortarla, demostrándole hasta último momento
su fuerza de carácter y su entereza para afrontar el
ineluctable final que le esperaba. Inesperadamente, tomó
mi mano y la unió a la de su hija y retuvo ambas contra su
pecho como intentando expresar un íntimo deseo que nos
sorprendió a ambos. Zelap se ruborizó pero, no
intentó retirar su mano sabiendo lo que tal gesto
significaba para su madre.

—- No deseo encadenar a nadie a mi deseo pero, como
vieja que soy, he vivido mucho y puedo reconocer vuestras
miradas, sé de sentimientos y sé lo que es el amor
porque lo he vivido con felicidad junto a ese gran hombre que es
Urkhi-Teshup. No temáis expresar lo que sentís el
uno por el otro, porque el verdadero amor no se encuentra cada
vez que sale el sol, sino que es algo raro y bello como el arco
iris que surge en el firmamento. Es como un regalo de Dios que no
debemos ignorar a pesar de las dificultades que puede acarrear,
pues al nutrirlo y protegerlo cual si fuera una vid, crece,
florece y cuaja en exquisitos frutos que compensan grandemente el
esfuerzo y la fatiga del sembrador.—- dijo la reina, con
iluminada elocuencia.

Con emocionada ternura y liberándose en un
desahogado llanto, Zelap besó la frente de su madre
acariciándola y acomodando sus encanecidos cabellos.
Posó sus ojos en mí y, con su dulce mirada,
expresó todo. Sin palabras, llenó de esperanza mi
alma ilusionada y mi corazón revoloteó como un
pájaro alborotado en primavera dentro de mi pecho.
Sentí la suavidad de su mano bajo la mía y la
acaricié tiernamente percibiendo la tibieza de su piel por
vez primera.

En aquel instante golpeó la puerta una de las
sirvientes de palacio.

—- ¿Qué ocurre?—- preguntó
Zelap, al abrir la puerta.

—- Una joven llamada Ataliya busca al funcionario.—-
respondió.

—- Mi señora, os ruego me disculpéis
pues, debo ausentarme unos momentos. Esa muchacha me trae
importante información que estuve esperando desde hace
tiempo.—- respondí, lamentando tener que
irme.

Abandoné el palacio para poder conversar con
Ataliya de manera que me dijera que noticias me tenía el
hermano de Gamartu.

—- ¿Cuándo habéis llegado?—- le
pregunté, mientras nos encaminábamos hacia la
administración central.

—- Antes del crepúsculo pero, perdí
tiempo hasta poder encontraros.—- respondió.

—- ¿Qué pudo averiguar el hombre con
quién os envié?—- volví a
preguntar.

—- El mercader os envía este papiro con la
información recabada.—- dijo
entregándomelo.

—- No deberíais habérmelo entregado a la
vista de todos. Hay muchas miradas puestas sobre mí.—-
dije, escondiéndolo rápidamente entre mis
ropas.

—- Perdón, no fue mi intención.—-
respondió ella.

—- ¿Lo habéis leído?—-
pregunté.

—- No lo he abierto, mi señor.—-
dijo.

—- ¿Vuestro tío o alguien más
tuvo acceso a él?—- inquirí, preocupado por la
confidencialidad de los secretos que podría
contener.

—- Mantuve el papiro conmigo todo el tiempo y cuando
dormía lo guardaba dentro de la manta sobre la que apoyaba
mi cabeza, por lo que podéis estar seguro de que nadie
más que vos conocerá su contenido.—-
respondió, convencida.

Al llegar al edificio de la administración
ingresamos a la sala principal a oscuras y cuidando de que nadie
nos observara, entregué a Ataliya lo que restaba de su
paga, para luego dejarla ir, de manera que pudiese leer el papiro
cuya información debía ser muy importante, pues de
otro modo, Ninurta, el hermano de Gamartu, no hubiese tomado
tantos recaudos al respecto. Encendí un par de
lámparas de aceite para contar con más luz y me
senté a leer la misiva escrita en lengua
cananea.

Señor embajador de Kemet:

Os ruego mantengáis en total anonimato mi
identidad por cualquier motivo que fuere, debido al peligro que
representan para mi vida los secretos que con tanto riesgo he
logrado averiguar y que en la presente os transmito. A pesar de
ser generoso en la forma de recompensarme, la información
que os revelo es tan dramática por sus consecuencias e
implicaciones que, de haber sabido de antemano de qué se
trataba, no hubiera aceptado ni por el doble del oro con que
pagasteis mi servicio.

Lo cierto es que el Rey de Kadesh, el de Qatna y el de
Hamat, han constituido un frente de alianza para reconquistar
Tunip y las ciudades costeras de Uartet y Arvad, para luego,
reuniendo a las tropas de la región unirse en un solo
ejército que sumado al de Parsatatar, invadiese el
país de Khurri, buscando reunificar el territorio y la
nación hurrita bajo el mando del Rey de Naharín,
artífice y principal promotor del plan.

La ubicación estratégica de la ciudad de
Tunip en el interior del país de Djahi, la transforma en
el primer objetivo a ser reconquistado para luego iniciar la
recuperación de la costa y a partir de allí, con
las huestes reforzadas por nuevos contingentes, hoy cautivos bajo
el mando de los reyes vasallos de Kemet, atravesar las fronteras
en que habitan las tribus disidentes, asesinar a los miembros del
consejo de ancianos del Pankhu y reunificar la nación
hurrita contando con el apoyo de su aliado el Rey Karaindash de
Karduniash. Sabiendo que las tribus rebeldes de Ashur
podrían retrasar sus maniobras, se aseguró de
firmar un pacto de paz con Ashshurbel Nisheshu a cambio de
alimentos, para atacar con toda sus fuerzas de vanguardia la
frontera occidental del país de Khurri. Dentro de sus
proyectos
está el exterminar a las tribus de Ashur apenas logre el
control total de la nación hurrita, tras lo cual se
lanzará contra Khinakhny y los demás territorios
controlados por Tutmés.

Espero que la información os sirva a vuestros
propósitos y podáis al mismo tiempo emplearla para
ayudar a nuestra gente a liberarse del yugo hurrita de Parsatatar
y sus seguidores.

A vuestro servicio, Ninurta de
Hamat.

Ahora, por fin, comprendía por qué Kamal
intentaba desplazar del trono de Tunip a Urkhi-Teshup. El rey de
Kadesh y sus aliados sabían que el monarca de Tunip se
negaría a participar en una lucha fratricida para
satisfacer las ansias de poder de Parsatatar. Había
llegado a conocer muy bien al soberano de Tunip y sabía
que por su lealtad al pueblo hurrita, no apoyaría una
invasión sobre el país de Khurri cuyos
líderes actuaron con justicia al no aceptar a Parsatatar
después de tomar por la fuerza la corona de
Naharín, prefiriendo separarse con las tribus que les eran
fieles, antes que sumir a la nación entera en una guerra
civil derramando sangre de hermanos por cuestiones de
poder.

La pregunta clave en ese momento era, ¿qué
estarían dispuestos a hacer el rey de Kadesh y sus aliados
para hacerse con el trono de Tunip? ¿Hubiesen llegado a
secuestrar a su familia para extorsionarlo de modo que se uniera
a su causa?, ¿tal vez derrocarlo y ponerlo prisionero?, o
quizá algo peor?

Aquella noche no pude dormir pensando que en cualquier
momento escucharíamos el sonido de los cuernos emitiendo
la señal de alarma al ser invadidos por los
ejércitos enemigos.

Días después, encomendé a Yuny para
llevar a Uartet un papiro informando a los funcionarios acerca de
lo que había averiguado. También decidí
enviar un mensajero con la difícil misión de
comunicar a Tishatal, jefe del consejo de ancianos de Khurri los
planes de invasión que Parsatatar se disponía a
ejecutar contra los suyos.

Mientras esperaba la contestación de Kemet,
ordené a Upma’at que redoblara la vigilancia de la
fortaleza sin darle a conocer los causas verdaderas por temor a
que, por su cortedad de entendimiento, fuese a tomar represalias
contra todos los nobles causando una revuelta generalizada que
podría terminar ocasionando los sucesos que me
proponía evitar.

Por otro lado y no menos angustiante, era la idea de que
Zelap corría peligro al permanecer en la ciudad.
Sería en vano intentar convencerla de dejar a su madre,
por lo que me decidí a advertirle lo que ocurría
para que estuviera alerta en caso de que invadieran la fortaleza.
No sabía aún de qué manera entrevistarme con
ella sin que despertara sospechas en Upma’at y sus hombres,
más ocupados en husmear mi relación con la princesa
que en cuidar de la seguridad de la ciudadela. Entonces, se me
ocurrió enviarle un mensaje dentro de la estatuilla que
había esculpido, habiéndola ya terminado. En
él, le comentaba a grandes rasgos la información
enviada por Ninurta, dejando a su criterio la iniciativa de dar a
conocer las mismas a su padre, sabiendo que si provenían
de mi boca, las rechazaría de plano. Contestó mi
recado diciendo que deseaba verme en el mismo lugar del bosque y
a la misma hora que en aquel primer encuentro, cuando yo le
avisara.

Evaluando los datos aportados por la correspondencia
escrita en las tablillas de barro recuperadas del incendio de
palacio, la información proporcionada por Ninurta, el
mercader, y repasando lo que me había confiado la propia
Zelap, pasé dos días sin poder verla, redactando
las misivas ya mencionadas. Extrañaba mucho su presencia,
su voz, y aquellos bellos ojos grises que prendaron mi
corazón.

Esa fría y tranquila mañana de invierno,
concluí el esmaltado de la estatuilla que había
prometido a Zelap y la dejé cerca del hogar para que se
secara al calor del fuego, antes de llevársela a nuestro
lugar de encuentro. Desayuné, busqué a "Fantasma"
en las caballerizas, y salí de la fortaleza hacia los
senderos del bosque. Había nevado durante la noche y el
paisaje se mostraba increíblemente bello y extraño
a mis ojos que nunca habían visto tanta nieve junta. La
clara iridiscencia cubriéndolo todo, dotaba al ambiente de
un especial encanto que cautivaba mi espíritu. Pinos,
cedros y robles con su ramaje curvado por el peso de la nieve,
los senderos cubiertos por su esponjosa blancura y el silencio
más absoluto a veces quebrado por el aleteo de
algún ave surcando el techo del bosque. Hasta el aire
parecía oler diferente aquel día.

La vi llegar acompañada de otra mujer a
través del camino principal que conducía hacia la
cascada, desviándose hacia donde yo me encontraba, sin que
la reconociera hasta que estuvo lo bastante cerca. Cubierta de
pies a cabeza como una campesina, aprovechó el
gélido clima para ocultar su identidad bajo un denso
vestuario.

—- ¡Qué alegría me da veros!—-
le dije, observando de reojo a la otra mujer a quien no
había identificado cubierta con sus humildes
atavíos.

—- No temáis, es mi sirviente más
fiel.—- me dijo, sacándose la capucha de la cabeza.—-
Yo también me alegro de poder estar de nuevo con
vos.

La tomé de las manos y acercándonos nos
besamos con la inocencia de los niños.

—- He aquí lo que os había
prometido.—- dije, sacando de entre mis ropas la imagen
envuelta en un paño.

La desenvolvió con ansiedad llenándose su
mirada de alegría al verla.

—- ¡Me habéis retratado! Es hermosa,
Shed.—- dijo, abrazándome.

—- Espero haber captado algo de vuestra belleza.—-
dije con humildad.

—- Realmente me deslumbra vuestra habilidad, Shed.—-
dijo asiéndome de la mano.—- Venid conmigo quiero que
conozcáis un lugar maravilloso.

Caminando hacia la laguna, más allá del
arroyo, nos detuvimos para contemplar las mansas aguas en parte
congeladas desde el borde de las rocas que bordeaban el
barranco.

La abracé y nos besamos apasionadamente. La
miré directo a los ojos temiendo que mis palabras la
hicieran alejarse de mí, mas, no podía
engañarla haciéndole creer que podíamos
vivir juntos, una vida feliz y tranquila.

—- Sabéis que no puedo prometeros una
relación que pudiese colmar todas vuestras expectativas,
en vistas de que nuestra situación es prohibida de acuerdo
a las normas impuestas por el Faraón. Pero, podéis
estar segura que defenderé nuestro amor con la ferocidad
del león, y os amaré como nunca antes fuisteis
amada, porque la sangre bulle en mis venas cuando mi palpitar me
confiesa que os pertenezco y una tormenta de sensaciones se
desata en mi cuerpo cuando me rozáis. Os leeré lo
que escribí en estas líneas intentando expresar lo
indescriptible de mis sentimientos por vos:

Os amo desde la primera vez que os vi, con el alma y con
el cuerpo, como el mar ama la playa que acaricia con cada ola,
como la amapola ama la tierra que la cobija, y como el brote
adora la luz que le entibia e ilumina, porque como la simiente
enterrada en suelo fértil, me habéis devuelto a la
vida para germinar en vuestro amor, resucitando a mi
corazón sepultado en la tristeza. El brillo de vuestros
ojos ha iluminado de estrellas la oscuridad de mis noches y el
mudo juramento de vuestros labios ha consolado largas vigilias de
soledad con la sola promesa de vuestros besos. Habéis
preñado de ilusiones mis pensamientos como el polen
fecundiza las ansias de futuro de la flor con retoños y
frutos. Mi día no comienza al despuntar el sol sino,
cuando renacéis en mi memoria cada vez que despierto,
calmando la aflicción de pensar que solo existís en
mis sueños y hacéis del árido
desánimo de la incertidumbre, una fuente rebosante de los
frescos e inagotables oasis de la esperanza.

Enrollé el papiro esperando una respuesta que me
confirmara que era correspondido por Zelap pero,
permaneció en silencio escudriñando mi rostro como
si buscara descubrir algún oscuro engaño más
allá de mis palabras. De pronto, sus ojos se llenaron de
lágrimas y temblando se abrazó a mí
desahogando en el llanto su contenida emoción.

—- Yo también me sentí atraída
por vos desde un primer momento, pero refrené mis
sentimientos ante la cruel contradicción que castigaba mi
conciencia, fustigándome con la culpa por amaros cuando
debería aborreceros por ser parte de los extranjeros que
vinieron a invadir nuestro mundo y arrebatarnos nuestra libertad.
Sin embargo, contra mi voluntad, habéis destruido mi
injustificado desprecio con vuestra nobleza de corazón,
derribado mi recelo con vuestra franqueza y vulnerado mi falsa
indiferencia con vuestras virtudes. He luchado por negar este
amor pensando en vos como en un extraño, un invasor, un
enemigo pero, me habéis sorprendido con el carácter
generoso, el espíritu compasivo y el modo afectuoso que
identifica vuestro proceder. Derribasteis todas las barreras que
levanté para impedir que irrumpierais en mi
corazón, vulnerable a vuestro carácter gentil y
protector.

Vuestras palabras son un bálsamo que viene a
aliviar las heridas abiertas por tantos desgraciados eventos que
han enlutado los últimos años de mi vida.
Enterré a mi joven esposo, perdí a mis hermanos y
lloro cada noche sabiendo que no puedo evitar que mi madre nos
deje. Temí que nuestro amor también se transformara
en un hecho doloroso y sin futuro hasta que mi madre con sus
palabras, me dio fuerzas para enfrentar la adversidad, al
reconocer el valor de nuestro vínculo.—-
concluyó, levantando su vista para mirarme a los
ojos.

Nos fundimos en un beso largamente ansiado y dulce,
hasta el abrazo sentido de dos enamorados que se entregan el uno
al otro con todo el corazón.

Ella cambió mi absurda existencia en una vida
plena de alegrías y deseos, de ansias y
satisfacción, que cada día me brindaba a
través del sabor de sus labios, de la fragancia de su
perfumado cuello y el brillo de sus ondulados cabellos. Su voz
sonaba en mis oídos como el tranquilo murmullo de la
cascada, como el rumor de la brisa atravesando el bosque y el
apacible cántico del arroyo descendiendo de la
montaña. Sus palabras sanaron las llagas de mi
corazón, curaron las heridas de mi alma y aliviaron las
cargas de mi ka al confesarle mis pesares. Devolvió el
sentido a mis días y la fortaleza a mi espíritu que
jamás creí que recuperaría.

Con nuestro secreto solo conocido por aquella sirviente
que había sido su nodriza, mantuvimos a resguardo nuestra
relación tan solo confiada a Shadu-Hepa, que se
sintió feliz por nosotros.

Una tarde cuando nos habíamos citado otra vez
cerca de la cascada y caminábamos tomados de la mano
hablando de nosotros y jugando con la imaginación y
soñando despiertos una vida juntos, con nuestros hijos
correteando a nuestro alrededor, nos sorprendió el
atropellado avance por los senderos y los gritos de la sirviente
de Zelap, acosada por la angustia.

—- ¡Mi señora, … —- dijo agitada la
anciana casi sin aliento.

—- ¡¿Qué ocurre?!, ¡Por la
gracia de Teshut, decidme!, —- al parecer adivinó que se
trataba de la reina.—- ¡¿Es mi madre…?!.—-
preguntó Zelap, afligida.

—- ¡Sí, mi señora!, ¡vuestra
madre está muy mal!—- balbuceó la mujer,
lloriqueando.

Ayudé a Zelap a subirse a mi caballo y la
llevé de prisa casi hasta la salida del bosque en donde
nos separamos para que no nos vieran juntos. Mientras ella
volvía a pié, yo esperé unos momentos
apareciendo por otro sitio ante la mirada de los soldados de la
guarnición local que se inclinaron ante mi
paso.

Disimulé mi preocupación por el estado de
la reina pero hice lo más rápido que pude por dejar
a mi potro en la caballeriza para volver a palacio junto a Zelap,
que estaría con su madre.

El desconsolado llanto de esclavas y sirvientes, cuando
llegaba a los aposentos reales, era clara señal de que
Shadu-Hepa había fallecido.

Me paré delante de la puerta de la
habitación, viendo en silencio la triste escena. De un
lado, sentado en el lecho, Urkhi-Teshup besando la frente de su
esposa muerta y del otro, mi querida Zelap, arrodillada llorando
como una niña, asida fuertemente de la mano de su madre y
apretándola contra su cara, como si quisiese evitar que se
fuera. Ingresé lentamente y sin decir palabra, me
hinqué junto a Zelap en señal de respeto como es la
costumbre de ellos para llorar a sus muertos.

Esa misma noche se llevaron a cabo los rituales
mortuorios preparando el cuerpo de la soberana para la ceremonia
de cremación a llevarse a cabo al amanecer del siguiente
día.

Sin evidenciar ninguna relación especial con
Zelap, la acompañé esa madrugada a velar los restos
de su madre en presencia de los nobles y dignatarios,
funcionarios y sirvientes, que se acercaban a la residencia dando
muestras de su pesar al Rey desconsolado por la pérdida,
en tanto que en la plaza central de la ciudadela, el pueblo
rendía homenaje a su reina llenando de flores la pira
funeraria que abrasaría sus restos.

Estuve a su lado en todo momento y luego de presenciar
la finalización de los ritos durante el crepúsculo
al ser entregadas las exequias al río, me retiré a
descansar a mi habitación luego de la noche en
vela.

Quedé profundamente dormido, agotado por la falta
de descanso y la tensión de los últimos
días.

Mientras dormía, desperté en la oscuridad,
sobresaltado al sentir que tapaban mi boca impidiendo que
gritara. Sin saber qué ocurría y temiendo por mi
vida al creer que se trataba de un ataque artero, me senté
en el lecho tomando la mano que me sujetaba para neutralizar a mi
agresor. Al tiempo que percibía su constitución pequeña y
frágil, su dulce perfume a flores silvestres
aquietó mis nervios. Sus húmedos y cálidos
labios cubrieron los míos en un contacto amoroso y
sensual.

—- Soy yo, amor mío.—- dijo, en un susurro
casi inaudible.

—- Zelap, amada mía.—- pronuncié,
sintiendo sus mejillas húmedas de
lágrimas.

Sin decir palabra me aferró acurrucándose
junto a mí como una criatura desvalida y frágil,
buscando cobijo y protección. La abracé y
acaricié hasta que se quedó dormida sobre mi
pecho.

El nuevo día nos sorprendió entrelazados y
la tenue luz del alba me despertó para contemplarla
dormida a mi lado con su rubia y larga cabellera derramada sobre
sus hombros como una lluvia de doradas espigas de trigo, su
redonda frente de niña, sus rosadas mejillas y su boca
roja como una manzana pronta a entregar su dulzor. Besé su
sien suavemente para despertarla y advertirle que la claridad
amenazaba con descubrirnos ante los sirvientes de palacio que
pronto iniciarían sus actividades cotidianas. Nos
despedimos entre besos furtivos y promesas, con ansias de renovar
nuestros encuentros nocturnos en situación más
romántica aún.

Los días se sucedieron sin que pudiésemos
concretar nuestra unión debido a que Urkhi-Teshup afectado
por la pérdida de su esposa cayó enfermo con
más tristeza que catarro, por lo que Zelap se
dedicó a cuidar de él, hasta que motivado por mi
aliento y apoyo, decidió que no podía permanecer
postrado sino que, por el contrario, debía ejercer su
condición de Rey con más fuerza y energía
que nunca, poniendo como objetivo el honrar la memoria de su
esposa con un bello monumento en su nombre.

Una nueva cita en la cascada durante la tarde,
sirvió para endulzar la espera de aquella noche en que nos
entregaríamos el uno al otro en cuerpo y alma. Como si el
tiempo no transcurriera, las horas previas se me hicieron
interminables, recordando la madrugada que consolé el
dolor de su pérdida, confortando su pena por la muerte de
su madre, hecho desde el que habían pasado más de
tres semanas, deseando hacerla mi mujer por vez
primera.

Luego de la cena y de una corta velada en
compañía de Urkhi-Teshup bebiendo un poco de buen
vino de las bodegas reales frente al hogar del salón
principal, nos dispusimos a retirarnos a nuestros aposentos.
Cuando las lámparas de los corredores se hubieron apagado,
me escabullí subrepticiamente hacia el exterior buscando
la habitación de Zelap, cuya sirviente había
arbitrado los medios para ayudarme a llegar a ella a
través de los jardines que daban a su ventana.

Me esperó junto a la ventana cobijada en su
abrigo de lana bajo el reflejo lunar que difundía una
mortecina luminosidad a causa de la niebla que había
invadido el valle después del frío
crepúsculo. Aguardando mi llegada, se hallaba apoyada
sobre el alféizar creyendo que yo aparecería en la
dirección en que se encontraba mi habitación,
sorprendiéndola con un beso al llegar por el lado
opuesto.

—- ¡Tonto, me habéis asustado!—- dijo
enojada.—- Si hubiese gritado habrían venido los
guar…—- cubrí su boca con mis labios y callé
sus regaños. Su enfado se desvaneció para dar paso
a los besos a veces tiernos y suaves, otras profundos y
sensuales. Como un sueño transformado en realidad nos
brindamos a los juegos y las caricias, al contacto de nuestras
formas y el roce sutil. Mientras me recreaba con sus cabellos
unidos en una cola, los desaté, liberando su delicioso
perfume a miel y esencias florales, para acariciarlos hasta su
nuca buscando el cuello para terminar mordiendo levemente el
lóbulo de su oreja en cada ósculo. Su piel se
erizó ligeramente y bajando con sus manos a mi cintura
desprendió el ceñidor para levantar mi sayo y luego
sacármelo completamente. Con igual cuidado, deslicé
mis manos sobre sus hombros empujando los bordes de su
túnica haciéndolos descender hasta apenas cubrir
sus senos. En un reflejo de pudor sostuvo su vestido que
caía por su peso, pero luego se abrazó a mi cuello
y besando mi barbilla, lo dejó caer lentamente como una
barrera derribada por el impulso de los cuerpos buscándose
mutuamente. Sobre la alfombra de piel de oso nos tendimos
fervientes de pasión junto al calor de la chimenea,
desatando el deseo hasta el éxtasis pleno del sexo y el
amor fundidos en uno, como una criatura con vida propia que nace
de los amantes y al mismo tiempo se adueña de
ellos.

Qué dulce cansancio y qué feliz descanso a
su lado, compartiendo también el placer de dormir desnudos
y abrazados, disfrutando del amor consumado en cuerpo y
alma.

Que amargo despertar. ¿Por qué?, porque
fuimos traicionados y entregados. Los corredores invadidos por
soldados en medio de la noche, pasos, gritos y órdenes
para buscarme y encontrarme en flagrante delito.

La puerta se abrió bruscamente
despertándonos, violando nuestra intimidad, nuestro
descanso, nuestra unión. La figura recortada a contra luz
de la claridad de las lámparas de aceite de los pasillos
exteriores entró de forma abusiva y desvergonzada en la
habitación.

—- Señor embajador, quedáis arrestado
por transgredir la orden del Faraón. . .—- le
interrumpí furioso, sabiendo cuanto disfrutaba
Upma’at este momento de venganza al atraparme en falta. Me
había descubierto exactamente como él
quería, cometiendo un delito que me condenaría a
una sanción que podía incluir prisión y que
también me llevaría a perder mi jerarquía
diplomática.

—- ¡Lo sé mejor que vos, maldito
imbécil!—- le espeté, mientras me tapaba con mi
taparrabo. Odiaba a ese sujeto porque unía a su estupidez
la malicia que lo impulsaba a destruir a aquellos que no
respondían a su voluntad.

—- No, no lo sabéis.—- dijo riendo
burlonamente, mientras agitaba un trozo de papiro en una de sus
manos.

El escándalo atrajo a sirvientes, esclavos y al
propio Urkhi-Teshup, que apareció acompañado por su
mayordomo de palacio.

Zelap lloraba apenada, cubriendo su desnudez de los ojos
de los insolentes soldados del idenu.

—- ¡¿De qué habláis?!—-
pregunté, más enfadado aún, sospechando que
me había tendido una trampa.

—- Esta ordenanza del Faraón llegó desde
Kemet semanas atrás.—- dijo en tono
victorioso.

No me imaginaba de qué hablaba. Al leerlo, supe
que el papiro expresaba la declaración de Tutmés de
contraer nupcias con todas las princesas célibes del
país de Djahi, tomándolas como concubinas para
estrechar lazos con sus vasallos.

—- ¡Este documento jamás llegó a
mis manos!—- dije iracundo, sabiendo que lo había
ocultado de mí para perjudicarme aún más. Mi
infracción era mucho peor que intimar con cualquier mujer
de la nobleza asiática; estaba manteniendo un romance
ilícito con una prometida del Faraón.

—- Llevadla al otro sector de palacio para mantenerla
aislada.—- dijo Upma’at a uno de los soldados que se
aproximó a Zelap.

—- ¡Os destrozaré el cráneo si
osáis acercaros a ella!—- lo amenacé.

—- ¡Mi hija no es una prisionera! ¡No
permitiré que la llevéis a ningún sitio!—-
ordenó Urkhi-Teshup.—- Ella se quedará
conmigo.—- dijo el anciano.

—- ¡Lleven al embajador a los calabozos de la
sección norte!—- ordenó Upma’at.

—- ¡Mi amor!—- susurró Zelap,
abrazándome afligida.

—- Amada mía, no me arrepiento de nada y de
haber conocido la orden de Tutmés de todos modos os
hubiese amado.—- le dije al oído, en el instante en que
los hombres de Upma’at me esperaban para conducirme a mi
lugar de reclusión.

Antes de salir por los pasillos de palacio, vi a la
esclava de Zelap reprendiendo y echando a los curiosos y a los
chismosos congregados por el escándalo, que miraban y
comentaban cerca de la habitación de mi amada
terriblemente avergonzada por las circunstancias. La joven sierva
se encerró con ella para acompañarla, en tanto el
rey se aseguró que un par de guardias de palacio
custodiaran su puerta.

Aquella jornada fue muy larga y penosa, pensando en el
castigo que nos aguardaría cuando el canciller Neferhor y
luego el propio Tutmés se pusieran al tanto de lo
sucedido.

La mazmorra del norte se encontraba bajo el
torreón nororiental de la muralla que daba al río.
El lugar era frío y oscuro y se accedía a él
a través de una larga escalera que penetraba en la
intimidad de la masa pétrea. La roca que formaba el piso y
los muros era impenetrable sin el uso de instrumentos como
cinceles de cobre y masas, de manera que sería imposible
intentar la fuga excavando sus paredes. La humedad procedente de
la filtración del agua de la montaña que
transcurría por debajo del suelo del calabozo lo
mantenía constantemente mojado. Las noches eran heladas y
sin un camastro en donde dormir, pasaba la madrugada sobre una
estera de junco sin cobertor ni abrigo alguno. Sobornando a uno
de los guardias, Zelap me hizo llegar un par de mantas sin las
cuales hubiese muerto de frío seguramente. La poca luz que
entraba en la celda procedía de las antorchas empotradas a
los lados de la escalera exterior a través de una
pequeña ventana en la puerta a la altura de mi cara, y los
barrotes de madera impidiendo el paso de mi brazo, dificultaban
posibilidad alguna de acceder al sistema que trababa la misma
para intentar escapar de allí. Como reo que era,
Upma’at había ordenado que solo se me suministrara
un mendrugo de pan y un jarro con agua dos veces al día.
El encierro y la negrura de aquel sitio provocaban un letargo
paralizante que estuvo a punto de acabar con mi voluntad. La
falta de comida suficiente debilitaba mi cuerpo, en tanto que la
soledad y el silencio, amenazaban con hacerme perder la
razón. Las ratas y las cucarachas eran mi única
compañía y también mis enemigas, a causa de
que las primeras a veces me mordían y las segundas, se
comían hasta las migajas que se me caían y que en
la oscuridad no podía encontrar.

Luego de varias semanas, pedí a los guardias que
me traían el alimento que llamaran a Upma’at para
hablar con él.

—- ¿Para qué me hicisteis llamar?—-
preguntó, desde el otro lado de la celda acompañado
de sus soldados.

—- Hay algo que desconocéis, que puede ser de
vital importancia para la seguridad de Tunip.—- dije, tratando
de usar la información que poseía para convencerlo
de que debía sacarme de allí.

—- Decidme lo que sepáis.—-
ordenó.

—- Sacadme de aquí y os lo diré todo. Es
demasiado secreto y sumamente complejo para conversar de ello en
este lugar.—- respondí.

—- Ja, ja, ja… Creéis que soy
estúpido? ¿Pensáis que no me doy cuenta que
queréis que os saque de aquí para intentar escapar?
Guardaos vuestras mentiras.—- respondió.—- Ya
informé a las autoridades de Uartet que os hayáis
recluido en prisión a causa de vuestra falta y solo espero
su contestación para saber cuando debo enviaros a
Kemet.—-

Upma’at quería verme humillado,
rogándole clemencia para que me dejara en libertad de
huir.

—- Cometéis un grave error manteniéndome
aquí. Cuando me necesitéis no podré
ayudaros.—- respondí.

—- Sois demasiado arrogante, considerando que vuestra
vida está en mis manos.—- replicó el
idenu.

—- La muerte llegará cuando tenga que llegar y
ni tú ni nadie sabe cuando Asar me llamará ante su
presencia.—- respondí, desafiante.

—- Moriréis como deben morir los traidores con
vuestra cabeza rodando por el piso luego del golpe del hacha.—-
dijo.

—- ¿He traicionado al Faraón por
enamorarme de una mujer?—- pregunté, dando a entender
que constituía una injusticia.

—- Seguramente os estáis enriqueciendo a
espaldas de nuestro soberano, colaborando con los a’amu y
viviendo como uno de ellos en la residencia real.—-
expresó calumniosamente.

—- Nunca acepté nada del Rey de Tunip que no
fuese su amistad y hospitalidad.—- respondí,
defendiéndome contra sus injurias.

—- Rogad que la orden de traslado llegue pronto. Os
será preferible morir en Kemet a que os pudráis
aquí y os juro que no permitiré que
escapéis.—- dijo.

Antes de irse se volvió para burlarse de
mí.

—- Y por intentar engañarme se reducirá
vuestra ración a la mitad.—- concluyó subiendo
las escaleras.

—- Hijo de hiena,…—- lo insulté.—-
¡No estoy mintiendo! ¡Escuchadme!, ¡Escuchadme,
Tunip será invadida! ¡Kamal, el príncipe de
Kadesh, atacará la ciudadela y yo conozco a sus
cómplices de la nobleza!—- grité en
vano.

Era cierto que deseaba salir de allí pero, al
mismo tiempo, me preocupaba el riesgo que amenazaba a Zelap y a
su padre, si Kamal se apoderaba de la ciudadela.

Decidido a sobrevivir en ese cubículo, me propuse
a luchar por recuperar mis fuerzas adaptándome a las
circunstancias. A tientas por la celda encontré un palo y
un trozo de pedernal sueltos que, a golpes y por desgaste contra
las paredes, di forma, preparándolos para matar las ratas
y alimentarme de ellas. Desde mi niñez sabía que
había tribus negras que comían su carne, de modo
que también podían servirme a mí. No
sabía cuánto tiempo había pasado
allí, calculaba dos meses, tal vez más, pero, la
caza de ratas e incluso de cucarachas despertó mis
sentidos y fortaleció mi cuerpo y mi mente. Con el palo
practicaba combate imaginario de espadas para mantenerme en
movimiento y atrapaba a las cucarachas con las manos escuchando
en el silencio más absoluto hasta su caminar por el
suelo.

Una madrugada, cuando me encontraba durmiendo en mi
celda, se escuchó sin lugar a dudas la llamada de alerta
de los cuernos de carnero advirtiendo de un ataque a la
fortificación. Los guardias de Upma’at abandonaron
sus puestos para trenzarse en combate con los
agresores.

Me sentí impotente al encontrarme solo en ese
lugar sin poder salir de allí, angustiado al pensar la
suerte que correría Zelap. Tampoco contaba con armas si
los enemigos venían a buscarme a la mazmorra. Debía
abandonar urgentemente la celda, pero no sabía cómo
lograrlo. Sabía que existían solo dos posibilidades
si me atrapaba la gente de Kamal. La primera y menos probable era
que me tomaran prisionero para entregarme a cambio de un pago en
oro. La segunda posibilidad, mucho más cierta, conociendo
el odio de Kamal hacia nosotros, era que me ejecutaran sin
mayores consideraciones, de manera que resultaba de vital
importancia salir de la mazmorra lo más rápido
posible.

Con el ruido de las armas entrechocando, los gritos de
combate, el relincho de los caballos tirando de los carros, y los
bandos enfrentados, intenté tumbar la puerta
embistiéndola con mi cuerpo, pero no lo
conseguí.

De pronto, escuché precipitados pasos
descendiendo por la escalera.

—- ¿Señor embajador?—-
pronunció el visitante con voz masculina.
¿Señor embajador, me escucha?—- volvió a
preguntar.

—- ¡Aquí estoy! ¡Aquí!.—-
grité, seguro de que no podía ser una trampa. Me
encontraba totalmente indefenso y mis enemigos simplemente
tenían que venir por mí. Solo podía ser
alguien que venía en mi ayuda.—- ¿Quién
sois?—- pregunté.

Mientras quitaba la traba de la puerta,
respondió.

—- Me envía el rey a solicitud de la princesa
Zelap.—- dijo.—- Mi señora me manda a avisaros que
están preparando vuestro caballo para que podáis
huir de la ciudadela.—-

—- No me iré sin ella.—- dije.

—- Los sirvientes del rey os esperan en los establos
de palacio con su caballo preparado.—- explicó.—-
Aquí tenéis una espada y un escudo.

Al subir por las escaleras, la incipiente claridad
exterior me cegó por un momento, pero, pude acostumbrarme
rápidamente porque la luz de la madrugada era tenue. El
día era gris y frío, contrastando en su quietud con
la violencia que se desarrollaba en las calles de
Tunip.

Observé que la mayoría de las milicias de
Tunip combatían del lado de los invasores en tanto que
unos pocos fieles a Urkhi-Teshup combatían junto a su rey
contra los que se disponían a derrocarlo y a expulsar a la
guarnición de Kemet. Diestros guerreros hurritas y
cananeos, se encontraban vestidos de pastores seguramente
ingresados furtivamente por los aristócratas aliados de
Kamal. Viendo que la lucha se inclinaba a favor de los invasores,
me precipité hacia la residencia real en busca de
Zelap.

Con mi cuerpo dispuesto para la lucha, mi mente atenta,
mis ojos y oídos alerta, entré corriendo por los
pasillos hacia las habitaciones.

Un soldado hurrita con casco y vestido de oficial me
salió al paso blandiendo una espada corta. Me
adelanté a su golpe con la misma velocidad que
venía, impactando con mi escudo en su rostro
atontándolo y empujándolo contra la pared para
hundir finalmente mi espada en su vientre. No podía darme
el lujo de dejar a ninguno vivo pues, eran muchos más que
nosotros.

—- ¡Zelap!—- grité desesperado
buscándola.—- ¡Zelap!, ¡Soy yo, Shed!—-
volví a llamarla en el ruido del combate que se propagaba
por doquier.

Recorriendo los pasillos luché con suerte contra
otros miembros de las tropas de Kamal. Sirvientes despavoridos
corrían de un lado a otro intentando protegerse de las
flechas y las lanzas que se arrojaban los bandos enemigos entre
los que muchas veces se hallaban atrapados. Detuve a una esclava
que escapaba asustada del sector de los aposentos.

—- ¡¿Dónde está la
princesa?!—- pregunté nervioso. La mujer espantada se
soltó y huyó de allí hacia el
exterior.

A otra que venía de frente a mí para
paré obligándola a decirme lo que
supiera.

—- La vi saliendo hacia los jardines en
dirección a la caballeriza.—- respondió,
temerosa.

Corrí hacia el lugar velozmente. Angustiado por
la seguridad de Zelap, al encontrar muertos a la mayoría
de los soldados de Urkhi-Teshup, comencé a gritar su
nombre nuevamente.

Al llegar a la cocina descubrí a dos guardias del
rey tratando de proteger a la aterrorizada Zelap, de los cuatro
soldados hurritas que intentaban llevársela.
Levanté un arco y un carcaj de un soldado muerto y tomando
posición desde un lugar en que no me veían, hice
blanco de lleno sobre el pecho de uno de los invasores. Uno de
los soldados enemigos, un enorme cananeo de rostro bestial, se
abalanzó corriendo hacia mí con su masa en alto
decidido a destrozarme la cabeza. No tuve tiempo de colocar otra
flecha en el arco y solo atiné a asir un leño
encendido de la hoguera de la cocina que lancé contra su
cara. El choque de la braza contra su piel lo hizo gritar,
aprovechando ese instante de distracción para desenvainar
mi espada.

—- ¡Muere, hijo de ramera!—- me gritó
el gigante, con un rugido que erizó mi piel.

Más furioso que antes, lanzó su golpe que
fue a chocar con el borde de la chimenea valiéndome de su
error para hender con mi espada su pecho.

Su cuerpo se derrumbó sobre mí y ambos
caímos hacia el fuego pero, impulsándome de costado
contra la pared logré rodar de lado quemándome solo
superficialmente aunque con gran dolor. El cadáver del
hurrita se encendió como una tea despidiendo un
nauseabundo olor a carne y pelo quemados.

Zelap se acercó corriendo para ayudarme. Me
sacó la camisa que había comenzado a arder y me
lanzó agua fría para disminuir mi dolor. Los otros
soldados habían terminado con sus adversarios y se
dispusieron a escoltarnos fuera para que abandonásemos la
residencia rumbo a la caballeriza.

—- Debemos irnos Zelap.—- le dije.

En ese instante ingresó el Rey respaldado por un
par de sus hombres.

—- ¡Tenía razón embajador!
¡Kamal viene por mi cabeza!—- dijo el anciano,
preocupado.

—- ¡No hay tiempo que perder!—- dije, a los
guardias del soberano.—- Alisten un carro para el Rey que yo
llevaré a la princesa en mi caballo.—-
ordené.

—- ¿No es mejor que vayáis en carro
vosotros también?—- preguntó Urkhi-Teshup,
afligido por su hija.

—- Será más fácil ocultarnos en
el bosque con mi potro que obligados a seguir los senderos con el
carro.—- expliqué, mientras ensillaba a
"Fantasma".

—- ¡Las tropas hurritas de Kamal tienen el
control!—- dijo un guardia, protegiéndose de los
flechazos que caían sobre su posición desde la
torre.—- Deben salir de la ciudadela mientras aún
podamos contenerlos lejos de la puerta norte.—-
afirmó.

Los soldados trajeron el carro y uno de ellos se
subió para conducir al rey en su huida.

En el momento en que cruzábamos el frente de la
caballeriza hacia el jardín de la residencia buscando la
salida, vi por el rabillo del ojo un par de figuras
deslizándose por los muros sobre nuestras
cabezas.

—- ¡Cuidado majestad!—- advertirle, fue lo
único que pude hacer por él.

Gimió levemente el soberano atravesado
mortalmente por una saeta que le traspasó el abdomen de
lado a lado, desplomándose del carro con su boca manando
sangre.

—- ¡¡Padre!!—- el desgarrador grito de
Zelap me hizo detenerme un instante pero, no había nada
que pudiésemos hacer por él.

—- ¡Huid!—- llegó a balbucir en el
momento en que otra flecha hacía blanco en su agonizante
humanidad.

Apuré el trote de "Fantasma", cabalgando bajo los
árboles del jardín para cubrirnos de las flechas
que disparaban desde lo alto y milagrosamente esquivamos un par
de venablos más hasta abandonar el palacio hacia la
plaza.

—- ¡¡Disparadles!!—- gritó Kamal
furioso, al ver que Zelap escapaba conmigo.—-
¡¡Matadlos! ¡No los dejéis escapar!—-
se desgañitaba.

No sabíamos si encontraríamos abierto el
portal septentrional pero, era nuestra única
opción. Al galope pudimos evadirnos pero cuando
llegábamos la encontramos cerrada en medio del fragor de
la batalla.

—- ¡¡Abran la puerta!!,
¡¡Abran la puerta que traigo a la princesa!!.—-
grité, dando un rodeo, esperando que algunos de los
guardias fieles que combatía nos ayudara a escapar
mientras veíamos a los carros de Kamal y sus hombres
lanzados en nuestra persecución.

Como una fantástica visión las grandes
hojas de madera se movieron para permitir nuestro paso hacia la
seguridad del bosque.

Internándonos en la espesura, eludimos a nuestros
perseguidores cruzando el bosque hacia el noroeste en busca de
las colinas y la protección de la costa controlada por
nuestras huestes. Luego de muchos iterus de cabalgar atravesando
hondonadas, arroyos y barrancos para alejarnos del peligro, nos
sorprendió el atardecer. Estábamos lo
suficientemente lejos para ya no temer. La ayudé a apearse
del caballo y se abrazó a mí, ya sin fuerzas para
llorar, sin aliento para lamentaciones, estuvimos abrazados
enjugándonos las lágrimas del alma. Deseaba
consolarla de todos sus sufrimientos, de todas sus penas y
tristezas.

—- Aún no sé qué haremos ni
adónde iremos, —- le dije.—- de lo que sí estoy
seguro es de que os amo y no os abandonaré
nunca.

—- Queráis decir, no nos
abandonaréis.—- dijo con una dulce y amplia
sonrisa.

La miré y por un momento creí que bromeaba
conmigo.

—- Estoy preñada, Shed. Llevo a nuestro hijo en
mi vientre.—- dijo, besándome con ternura.

Mi corazón se llenó de gozo y la
abracé satisfecho de la vida, y de la
providencia.

No sabíamos como continuarían nuestras
vidas y el futuro lejano se presentaba tan incierto como los
días que se avecinaban. Sin embargo, contábamos con
la mayor riqueza que dos que se aman pueden desear. Nos
teníamos el uno al otro, y un hijo por nacer.

Capítulo 21

"Sin
destino seguro"

Pasamos la noche cobijados en una pequeña cueva
entre las fogatas que encendí para que nos proporcionaran
calor y protección, contra los lobos y los predadores de
la región. Comimos algo de pan y carne que los sirvientes
entregaron a Zelap junto con algo de ropa, una cobija y los
instrumentos para hacer fuego.

Durante la madrugada antes de despuntar el sol,
abandonamos la cercanía de la montaña. Por entre
las copas de los cedros que lentamente perdían su carga de
nieve bajo el tibio fulgor de la mañana, avistamos la
llanura, adivinando la proximidad del mar en la húmeda
brisa perfumada a manzanas de las tierras costeras. Montados en
mi caballo descendíamos colina abajo, acompañados
por el revoloteo de las aves que nos extasiaban con sus irisados
colores y sus armoniosos trinos, a través del camino que
nos llevaba hacia Uartet. La belleza y la quietud del paisaje
llenaban de sosiego el alma, creando en nuestras mentes deseosas
de paz, un momento idílico apartado de peligros,
acechanzas y conjuras. Con sus brazos rodeando mi cintura y su
cabeza apoyada en mi espalda, Zelap me habló suavemente al
oído, como si no quisiera perturbar aquel instante
perfecto en nuestras vidas.

—- ¿Shed?—- preguntó —- Estaba
pensando que podríamos huir hacia Keftiu o quizás
hacia Alashiya, en donde nadie nos reconocería y, luego de
asentarnos en lugar seguro, buscaríamos la manera de sacar
a mis hermanos y a tu hijo de Kemet para llevarlos con
nosotros.—- reflexionó Zelap.

—- Mi querida. . . —- dije en tono comprensivo.—-
Cuánta felicidad albergaría en mi corazón si
hubiese una solución tan sencilla como la que
proponéis. Conociendo la estricta custodia que rige sobre
los descendientes de los monarcas extranjeros residentes en
Kemet, os aseguro que sería más fácil que
olvidéis a vuestros hermanos a que tengamos éxito
en sacarlos del país. Además, sabiendo cómo
piensa Tutmés, temería las represalias contra mi
familia si se percatase de nuestra traición. Han ocurrido
demasiados hechos fatídicos entre el Faraón y yo,
como para creer que él pudiese perdonar una falta
más de mi parte. Hasta lo creo capaz de seguir nuestro
rastro con sus sabuesos, más allá de los confines
de la tierra conocida, para castigarnos por nuestra ofensa a su
divina persona.

Lo he pensado detenidamente mi querida y, no veo otro
modo de seguir juntos nuestras vidas, que renunciar a la idea de
volver a ver a nuestros seres queridos, hasta que nos crean
muertos después de muchos años de ausencia, cuando
se desvanezca nuestro recuerdo en la memoria de Tutmés o
bien, luego de que el Faraón sea llamado al lugar de
descanso eterno, si no nos anticipamos a él.

Estamos obligados a iniciar una nueva existencia
prescindiendo de nuestros afectos si queremos continuar
juntos.—- respondí, sin poder contener mis
lágrimas al pensar que, jamás volvería a ver
a mi pequeño Kai.

—- Me oprime el pecho la angustia de perder a mis
hermanos. Minok es tan tierno e indefenso todavía. . .
—- dijo lloriqueando.

—- Vuestras hermanas lo cuidarán.—-
traté de consolarla.

Callados y meditabundos, proseguimos camino sufriendo
resignadamente nuestro luto como si de la misma muerte se
tratase.

Divisando a lo lejos el primer puesto de frontera en
donde se controlaba el paso de las caravanas, los rebaños
y las gentes que circulaban hacia las urbes costeras, nos apeamos
de "fantasma" para que Zelap me ayudase a disfrazarme de mujer,
ya que entre las cosas que ella llevaba solo había ropa
femenina. Aunque no era de mi talla, la larga ropa de abrigo me
permitiría pasar inadvertido para los soldados de Kemet
que hacían guardia. Era un funcionario muy conocido entre
las tropas como para arriesgarme a que me
reconocieran.

Cubiertos nuestros rostros con velos, al estilo de las
mujeres desposadas entre los cananeos, creí que
atravesaríamos sin inconvenientes el puesto de control. A
pesar de mi altura poco común entre las mujeres, confiaba
que el atuendo me ocultara lo suficiente para que no descubrieran
mi identidad, sabiendo que para aquel momento, pesaría
sobre mi cabeza alguna orden de detención por la denuncia
que Upma’at había levantado en mi contra, cuando me
encontraron en el lecho con Zelap.

Por desgracia para nosotros, no había actividad
en la ruta por aquella hora. Éramos los únicos
viajeros que transitábamos esas soledades, de modo que no
existía nada mejor que ocupara la atención de los
tres guardias que nos detuvieron.

—- ¿Qué hacen dos bellas mujeres solas
tan lejos de la ciudad?—- dijo uno de los soldados en lengua
cananea salpicada de términos hurritas. Era sin duda un
soldado veterano de Kemet, mezclando las lenguas por efecto de la
bebida.

Miré a Zelap para que respondiera de manera
escueta y con cierta altivez, pensando en que sería la
manera más adecuada de desanimarlos a intentar
algún acercamiento con malas intenciones.

—- Venimos de ver a mi familia en una aldea cercana.
Vamos hacia Uartet.—- respondió Zelap, sentada en el
potro sin mirar a su interlocutor.

—- Sois muy hermosa. . . —- dijo el sujeto, de
manera lasciva.

—- Quedaos con nosotros a beber. . . y a cantar. . .
viejas tonadas de la tierra de Kemet.—- dijo otro, gordo y con
aspecto de idiota, de forma balbuciente y mucho más ebrio
que el anterior.

—- Mi esposo e hijos nos esperan.—- dijo Zelap
evasiva, mientras yo tiraba de las riendas del caballo para
continuar la marcha.

—- ¿No dijisteis que veníais de ver a
vuestra familia?—- preguntó el tercero, el más
joven de los tres, que parecía más sobrio, pero con
no menos aviesas intenciones.

—- Sí. Me refería a mis padres y
hermanos.—- respondió Zelap.

El más borracho se paró delante del
caballo y tomó la rienda impidiendo que siguiera
avanzando.

—- Vamos a revisarlas para estar seguros de que no
estáis traficando algún objeto de valor.—- dijo
con tono autoritario, el viejo.

Ya me estaban colmando la paciencia pues era obvio lo
que se proponían.

—- Pero, si es evidente que no llevamos nada.—-
protestó Zelap.

—- Tal vez escondan algo bajo el ropaje.—- dijo el
mismo, echándose a reír a carcajadas.

—- Vamos muchachita, soltad las riendas.—- me
indicó el gordo, que se me acercó por la
espalda.

—- No la molestéis. Mi sirvienta es muda y
tranquila, pero la estáis poniendo de muy mal talante.—-
advirtió Zelap.

—- Me gustan las mujeres de carácter
fuerte.—- respondió el viejo.

—- Bajad del caballo. . . —- dijo el más
joven tironeando a Zelap del brazo.

Enojado pero bajo control, rodeé a "fantasma" y
alejé al insistente individuo que trató de sacarme
de un empujón.

—- ¡Apartaos, estúpida mujer!—-
gritó en mi cara.

Cómo si fuera una muchacha ofendida pero con
demasiada vehemencia, le di una cachetada que sonó como un
latigazo haciéndolo trastabillar, tropezar y caer. La
hilaridad desatada en los otros soldados enardeció al
muchacho, que herido en su orgullo, se levantó furibundo
hacia mí, para enseñarme lo que podía
hacerle un hombre recio como él a una indefensa joven como
yo, por resistirme a obedecer. Al intentar tironear de mi atuendo
le torcí los dedos para que lo soltara y volví a
asestarle otra cachetada, pero ésta vez, con tal violencia
que lo tumbó, dejándolo mareado y con la cara
marcada por mis dedos y mi palma, como una graciosa huella
colorada con la forma de mi mano.

—- Os demostraré cómo se domina a una
perra asiática.—- dijo el viejo, burlándose del
muchacho que aún no se reponía de mis
caricias.

Con cierto temor, aferró una de mis
muñecas e hizo el intento de quitar el velo de mi rostro.
Al impedírselo me aferró la otra muñeca.
Abrí de repente los brazos, que me tenía asidos,
dejando su cara enfrente de la mía. Le propiné un
frentazo que le cortó el pómulo, abriendo una
línea púrpura que manó profusamente mientras
caía de rodillas tomándose el rostro
ensangrentado.

—- Podéis iros. . . —- dijo temeroso el
gordo, sin ánimos de intentar nada heroico, en tanto que
sus compañeros yacían estupefactos y doloridos,
observando con asombro nuestra rauda partida.

Al llegar a Uartet especulamos con recurrir a la familia
real en busca de ayuda. El monarca y su esposa habían sido
buenos amigos de los padres de Zelap, pero al observar los
movimientos en la residencia real y la poca libertad de
acción con que contaban los reyes, nos dimos cuenta que
podría ser demasiado riesgoso darnos a conocer a ellos
considerando el severo control bajo el que transcurrían
sus vidas. El gobernador de las tierras conquistadas en el
país, nombrado por el propio Tutmés, decidió
asentar su residencia en Uartet y más
específicamente en el palacio real del soberano, de modo
que nos veíamos imposibilitados de solicitar su
protección y asistencia ante el peligro de ser
descubiertos por el funcionario de Kemet.

Mezclados entre la muchedumbre en la plaza del mercado
del centro de la ciudad, conversábamos mientras
consumíamos el primer alimento del día.

—- ¿Qué haremos, Shed?—-
preguntó Zelap, afligida por nuestra incierta
situación.

—- Antes que nada, no desesperarnos.—- dije,
tomándole la mano afectuosamente y dándole
confianza.

—- Mis joyas no nos durarán mucho tiempo.
Necesitamos contactar a algunos nobles o a diplomáticos
amigos de mi familia, cuya colaboración nos permita salir
de las tierras dominadas por el Faraón hacia un
país en donde vivamos en paz.—- reflexionó
Zelap.

—- Lo sé, Zelap, pero no debemos apresurarnos a
buscar a todos y a cualquiera que nos puedan tender una mano,
pues entre esas manos también podemos encontrar algunas
que nos tiendan un escorpión con el aguijón en
alto.—- respondí cabizbajo, buscando en mi mente una
mejor solución.

—- No entiendo a qué os referís.—-
preguntó confundida.

—- Lo que digo, mi amor, es que tenemos que elegir muy
bien antes de decidir a quién confiar nuestro destino.
Pensad que muchos de aquellos que alguna vez fueron favorecidos
por la benevolencia de Urkhi-Teshup son los mismos que
después lo traicionaron. Creo que muchos podrían
tentarse pensando en recibir una compensación
económica por entregarnos a las autoridades.—-
repuse.

—- Pero, entonces no podemos confiar en nadie pues
solo podríamos estar seguros de la lealtad de mis padres,
pero ya no los tengo, y mis hermanas tal vez estén muy
lejos.—- dijo desanimada.

¡Hermano!, ¡Por supuesto!—-
pensé.—- Ésa era la respuesta a nuestros
interrogantes. Sin saberlo, Zelap me hizo caer en la cuenta que
nuestra oportunidad estaba frente a mis ojos. Las barracas de la
guarnición de Kemet en Uartet se alzaban frente a la plaza
en que nos encontrábamos en ese preciso instante a menos
de doscientos codos de distancia de nosotros.
¿Quién mejor que mi gran amigo llenaba el concepto
de "hermano" como aquel en quién uno cree y deposita su
total confianza? Zelap, con su comentario, me recordó a
Maya que, para aquel momento, tal vez ya hubiese vuelto a Djahi
entre las tropas que se alternaban en el recambio de la
guarnición que protegía las ciudades puerto. Si
alguien podía ayudarnos y guardar nuestro secreto,
ése era Maya.

Expliqué a Zelap quién era Maya y le
conté lo estrecha que era nuestra amistad.

—- Deberéis ir por él a las barracas. Si
pudiese iría yo mismo, pero temo que pudieran reconocerme
sus camaradas y superiores que tantas veces he tratado en
relación con mis funciones en campaña.—-
expliqué a Zelap.

—- No sé si lograré que él me
comprenda.—- dijo temerosa, al no dominar la lengua de
Kemet.

—- No temáis, habláis mi lengua mejor de
lo que creéis.—- dije, dándole
confianza.

—- ¿Qué le diré?
¿Cómo creerá que sois vos quien quiere verlo
en secreto?—- preguntó Zelap.

—- Le diréis que el hijo de Pentu desea
conversar ésta noche con él en la playa junto a la
rada.—- dije.

Siguiendo mis instrucciones y con la bendición de
los dioses de nuestro lado, Zelap dio con Maya, y lo citó
para el encuentro aquella misma noche.

—- ¿Qué dijo Maya?—- pregunté
ansioso a Zelap.

—- Se veía feliz de saber de vos. Me
decía que temían que estuvieseis muerto o que
hubierais caído prisionero. Me preguntó por
qué os ocultabais. ¿No es obvio acaso?.—- dijo
Zelap.

—- Tal vez no sepa que me buscan.—-
respondí.

Esa noche de pálida claridad lunar, nos
escondimos entre las frías arenas de los médanos
cercanos al embarcadero, esperando la llegada de Maya. Las flamas
de las antorchas instaladas en los pilares mayores del puerto
eran agitadas por el incesante embate del viento marino que
enroscaba el turbulento oleaje lanzándolo con violencia
contra los pilotes del muelle.

La inconfundible figura de Maya se deslizó entre
las sombras llegando desde el extremo opuesto de la playa. Sin
peligro a la vista, nos acercamos a él con calculada
lentitud asegurándonos de que nadie más se ocultaba
entre las sombras. Nos observó llegar con ansiedad y
noté por su semblante que esperaba el encuentro no sin
cierta desconfianza.

—- ¡Shed, por los cuernos de Amón! Buen
susto me habéis dado con vuestra desaparición.—-
dijo con alegría, abrazándose a
mí.

—- ¡Querido Maya, cuántas lunas y
cuántos soles (han recorrido el cielo) desde que nos vimos
por última vez!—- lo saludé, a la manera que
acostumbraban los navegantes de aquellas latitudes.—- Ella es
la princesa Zelap.—- le expliqué.

—- Mi señora, es un honor para mí. Esas
vestiduras engañan a cualquiera.—- respondió.—-
¿Por qué os ocultáis como si fueseis
forajidos?—- preguntó Maya, curioso.

—- Nos amamos, Maya. Fuimos descubiertos juntos en la
habitación de Zelap en Tunip; por ello, estoy acusado de
transgredir la ordenanza de Tutmés de no intimar con los
miembros de la casa real o de la nobleza extranjeras, y eso no es
lo peor, pues sabréis que ha sido pedida en matrimonio por
el Faraón antes de que nos encontraran juntos.—- le
expliqué.

—- Sé que Tutmés desposará a
muchas princesas de las casas reales de los territorios
conquistados, pero que yo sepa, aquí no pesa ninguna orden
de captura contra ti, ni pedido alguno de proceso por
violación de norma dictada por el Faraón.—-
afirmó Maya, con seguridad.—- Me sorprendió
vuestro contacto porque creíamos que estaríais
muerto después de la reconquista de Tunip por los aliados
de Kadesh, durante la que fueron asesinados soldados y
funcionarios a manos de Kamal y sus hombres, aún cuando ya
se habían rendido.—- comentó Maya.

—- ¿Qué ocurrió con
Upma’at, el idenu encargado de la seguridad de Tunip?—-
pregunté.

—- Debe estar muerto porque nada sabemos de él.
Según se dice, fueron los mismos nobles que colaboraban en
la administración quienes, traicionándolos, se
confabularon con el príncipe de Kadesh.—-
respondió.

—- Upma’at desoyó mis advertencias
creyendo que le mentía para salvarme. Yo lo previne con
semanas de antelación que se tramaba una invasión a
Tunip, pero no me hizo caso.—– comenté.—- De todos
modos no puedo creer que Upma’at no haya enviado desde
Tunip hacia Uartet un comunicado acerca de mi encarcelamiento y
sus motivos. Él mismo me dijo, escarneciéndome, que
ya había enviado un mensajero con el papiro, informando
acerca de mi comportamiento. Se mofaba de mí
diciéndome que nada me libraría del castigo y la
vergüenza.—- dije, recordando esos aciagos
momentos.

—- Si por algún motivo, que desconocemos, ese
papiro no llegó hasta el gobernador de Uartet, aún
podríamos volver a Kemet para estar con nuestros seres
queridos.—- dijo Zelap, con su carita llena de
alegría.—- ¡Podría volver a vivir con mis
hermanos!—-

—- Os aseguro que yo también estaría muy
feliz de poder regresar a mi tierra para volver con mi hijo y mis
padres, pero hay algo que no podemos ignorar. . . —- dije,
cuando Zelap, mirándome con tristeza recordó su
situación.

—- ¿Qué ocurre?—- preguntó
Maya, sin comprender de qué hablábamos.

—- Estoy encinta.—- dijo Zelap, posando tiernamente
la mano sobre su vientre.

—- Mmm . . . será un difícil problema a
resolver.—- dijo Maya, permaneciendo pensativo.

—- Tal vez debamos aceptar que la única
opción que nos queda es vivir lejos de Kemet. No veo otro
modo de que podamos seguir juntos y tener a nuestro hijo, sin que
peligren nuestras vidas.—- respondí
resignado.

—- Llévate a Kemet una campesina del vulgo.—-
dijo Maya.

—- ¿A qué os referís?—-
pregunté.

—- No es mi intención herir la dignidad de la
princesa sugiriendo una actitud indigna de su condición,
pero podría hacerse pasar por una mujer cualquiera de este
país. En Kemet nadie conoce a la princesa Zelap.—- dijo
Maya.—- pensad, ¿a quién le importará que
vaya a tener un hijo vuestro? Nadie prestará
atención a una extranjera ni a su descendiente.

"Nadie prestará atención a una extranjera
ni a su hijo". Una y otra vez la frase resonaba en mi cabeza como
el persistente y repetitivo eco del oleaje rompiendo en el
acantilado. Socavando la roca con magistral destreza, el
incansable escultor fue dando forma a su obra hasta descubrirla
como si descorriera el velo que la había mantenido ignota
aún a los propios ojos de quien la hubo
engendrado.

De aquellas especulaciones de la razón
surgió una pasajera y descabellada idea que cruzó
mi mente como una estrella fugaz. Era tan compleja su
realización e inadmisibles algunas de sus consecuencias,
que en un primer momento, me incliné a
ignorarla.

—- ¿Cuánto tiempo tenéis de
embarazo?—-
pregunté.

—- Seis semanas aproximadamente.—- respondió
ella.

—- ¿En qué estáis pensando?—-
preguntó Maya.

—- En nada.—- respondí, sin atreverme a
comentar lo que se gestaba en mi prolífica
imaginación.

—- ¡Sería maravilloso pues podría
ver a mis hermanos y estar contigo al mismo tiempo!—- dijo
Zelap ilusionada.

—- No, mi amor. Las cosas no son así en mi
país. Lamento descorazonaros. Actualmente, Tutmés
no acepta que la realeza tenga contacto con el pueblo como entre
vuestra gente, y menos aún los herederos de los reinos
extranjeros que son custodiados como si de reos se tratara.—-
expliqué.—- Mi dominio de las lenguas asiáticas
lo adquirí a través de príncipes y nobles
que viven enclaustrados en palacio sin conocer siquiera la ciudad
en que viven, siendo trasladados con la corte como
huéspedes cautivos con todos los honores y privilegios de
la aristocracia pero, carentes por completo de la libertad para
obrar a su arbitrio.—- dije.

—- Pero, ¿no escuché de vuestros propios
labios que Tutmés era un hombre generoso? —-
preguntó, con amargo desengaño en su
mirada.

—- Comprended mi amor que todo ha cambiado desde
aquella época. El hombre sencillo y cortés que yo
conocí como el príncipe Tutmés antes de ser
coronado Faraón, se ha convertido en un Dios arbitrario e
inalcanzable, tan insensible al sufrimiento de los demás,
como lo era su madrastra a quien él tanto detestaba, por
el mismo despótico carácter que hoy lo distingue.
Así como Hatshepsut se hallaba obsesionada en exaltar su
propia grandeza para demostrar que el mismísimo
Amón la había engendrado y que era la elegida para
gobernar "la tierra negra", así, Tutmés es
víctima de la necia obstinación de emular las
conquistas de su abuelo Tutmés I, como si solo eso
importara, mientras, olvida el bienestar de su pueblo agobiado
por altos impuestos y el odio que inspira en las naciones que
esclaviza bajo terribles condiciones, provocando sublevaciones en
cada aldea, en cada ciudad y en cada país que somete bajo
tan insoportable yugo.—- dije resignado.

Como si no hubiese prestado atención a mis
palabras y su mente se negara a aceptar la situación que
le describía, insistió.

—- ¿Tan difícil es que, con la excusa de
buscaros en la residencia cuando cumpláis vuestras
funciones, pueda verlos y darme a conocer ante ellos? —-
preguntó en tono de súplica, como si fuese yo el
que me negara a cumplir su deseo de tener consigo a sus
hermanos.

—- ¿Creéis que soportaréis saber
que los muros de la residencia del Faraón os separan de
ellos sin que jamás los podáis tener frente a vos
para estrecharlos con amor, ni platicar con ellos, ni verlos
crecer, ni consolarlos y animarlos cuando la desesperanza del
destierro y el sentimiento de desamparo invada sus corazones en
una tierra lejana y entre costumbres extrañas?—-
sabía que mis palabras lastimaban a Zelap, pero la
realidad que le esperaba en Kemet hubiese sido aún
más dolorosa.—- ¡Qué más quisiera,
amor mío, que veros feliz gozando de la
compañía de ellos!. Sin embargo, temo que en
vuestro afán de estar con ellos pudierais cometer
algún error que nos descubriera o bien, que alguno de los
príncipes o princesas asiáticos de Djahi que viven
en la corte como huéspedes del Faraón pudiese
reconoceros, condenándonos a muerte no solo a nosotros,
sino también a nuestro futuro hijo.—- respondí,
preocupado ante tal perspectiva.

—- Tenéis razón.—- balbuceó con
indescriptible tristeza.—- No podría ser feliz junto a
vos sabiendo que ellos se encuentran tan cerca de mí,
presos en palacio. Preferiría estar lejos en un
país que me ayude a olvidar lo que no puedo cambiar, antes
que sufrir el tormento de resignarme a tenerlos al alcance de mi
mano sin poder siquiera aliviar sus penas.—- dijo Zelap,
sollozando.

—- Antes de que toméis cualquier
decisión, debemos estar seguros de que no os buscan por
vuestra falta.—- dijo Maya, volviendo a participar de la
conversación luego de haberse mantenido respetuosamente al
margen.

—- Es cierto.—- respondí.—- Me intriga
saber por qué Upma’at no envió aquel papiro
informando al gobernador acerca de mi encarcelamiento por
mantener relaciones con Zelap.—-

Nos despedimos de Maya para volver a nuestro alojamiento
hasta saber con certeza en qué condiciones de legalidad nos
encontrábamos.

Al día siguiente, antes de mediodía, me
reuní nuevamente con Maya en un lugar apartado en donde mi
identidad se mantuviera en secreto.

—- ¿Qué pudisteis averiguar?—-
pregunté, ansioso.

—- No existe documento en donde se os acuse de
infringir norma alguna. Poco importa cual haya sido el motivo de
que Upma’at no enviara el informe, lo que
cuenta es que no pesa sobre vuestra cabeza ninguna
acusación.—- respondió Maya, con
entusiasmo.

—- Podéis culparme de desconfiado y
también de pesimista,. . . —- dije meditando sobre la
cuestión.—- pero existe otra posibilidad.

—- ¿De qué habláis?—-
preguntó Maya, sin comprender.

—- Puede ser que Upma’at haya enviado el informe
y quien lo haya recibido mantenga en secreto su contenido y
conserve el documento en su poder.—-
respondí.

—- ¿Para qué querría alguien
ocultar ese papiro si os creen muerto?—- preguntó
Maya.

—- Para extorsionarme por su contenido si es que
aparezco vivo.—- respondí.

—- No puedo arriesgarme a poner en peligro la vida de
Zelap y la de nuestro hijo. Antes de aparecer entre los
funcionarios del Faraón debo saber quién recibe los
informes que envían los jefes de guarnición del
interior.—- respondí.

—- De todas maneras, ¿por qué os
preocupáis tanto por aquel informe de Upma’at si
pronto estaréis lejos de aquí viviendo con Zelap en
algún país lejano?—- preguntó
Maya.

—- Si ese informe realmente no existe, estoy pensando
seriamente en regresar a Kemet.—- respondí.

—- Pero, ¿y que hay de todo lo que os
escuché hablar con la princesa?—- inquirió,
confundido.

—- No voy a adelantaros nada y tampoco quiero contarle
a Zelap mi plan, hasta no estar seguro de que nos encontramos a
salvo.—- respondí.

Tuve que esperar una jornada más hasta saber
quién podía tener en su poder el documento del que
dependía mi futura existencia.

—- Te tengo malas noticias, Shed.—- me dijo Maya, al
volver a encontrarnos aquel día.

—- ¿Quién recibe la
documentación?—- pregunté, esperando la peor de
las noticias.

—- El idenu mayor de las guarniciones reales.—-
respondió Maya, cabizbajo.

—- No sé quien es.—- respondí,
desconcertado.

—- Es Nebka, el idenu del que sospechábamos
cuando sucedió el incidente de Merenre, el secretario del
visir. Ese hombre es la mano derecha del Faraón dentro del
ejército destinado al país de Djahi.—-
explicó Maya.

Permanecí pensativo, meditando las razones que
Nebka tendría para no haber dado a conocer dicho informe
al Faraón. Tal vez la noticia fuese mucho mejor de lo que
yo mismo suponía.

—- No te veo tan desanimado como esperaba.—- dijo
Maya.

—- Aún no estoy convencido de si debo alegrarme
o no de que fuese Nebka el que recibiera ese informe, pero,
quizá me favorezca el hecho de que yo haya mantenido bien
guardado un secreto de ese hombre.—- respondí
optimista.

—- No comprendo. ¿A qué secreto os
referís?—- indagó Maya, con
curiosidad.

—- ¿Recordáis que yo seguía sus
pasos durante la investigación en que buscábamos al
funcionario que entregaba información al enemigo?—-
pregunté.

—- Sí, por supuesto.—- respondió
Maya.

—- Pues descubrí que Nebka es amante de la
esposa del jefe de carros del ejército de Mennufer,
Mineptah.—- respondí.

—- ¡Por los cuernos de Amón! ¡Si
los hubieseis delatado Mineptah los habría asesinado a
ambos! Debería estar más que agradecido por vuestro
silencio.—- dijo Maya, sorprendido.

—- Eso espero. Le enviaré un mensaje, sin darle
a conocer nuestro paradero, intentando descubrir si el informe se
encuentra en su poder y qué intenciones tiene de emplearlo
en mi contra.—- respondí.

Con la ayuda de mi leal amigo, hice llegar a Nebka mi
mensaje, solicitándole que la contestación fuera
depositada dentro de una vasija cerrada en la plaza de la feria
central de Uartet en el lugar convenido.

La respuesta no se hizo esperar y en pocos días
más tuve en mis manos el envío del idenu mayor
Nebka, sin que hubiese motivos para creer que debía
desconfiar de él.

En compañía de Maya abrí la vasija
descubriendo en su interior un rollo conteniendo un par de
papiros. Al desenrollar el primero encontré la
contestación de Nebka.

Embajador Shed:

Me alegra que se encuentre sano y salvo
al igual que la princesa Zelap, teniendo en cuenta las infaustas
noticias de la caída de Tunip en manos del enemigo, y de
la masacre desatada en la urbe por el príncipe de
Kadesh.

Habiendo recibido del idenu
Upma’at, jefe de la guarnición de Tunip, una
notificación, relacionada con vuestra persona, previa a
los hechos mencionados anteriormente, reservé para
mí el contenido del mencionado informe, en ausencia de mis
superiores directos y esperando el regreso de los
mismos.

Al ponerme al tanto del ataque sufrido
por la ciudad y de la muerte de los miembros de la
guarnición, y ante la posibilidad de vuestra propia
desaparición y la de la princesa, guardé el
documento sin darlo a conocer a mis superiores, con el fin de no
lesionar innecesariamente vuestra trayectoria y la memoria de
ambos.

Como muestra de buena voluntad y
agradecido por vuestra hombría de bien, le hago entrega
del informe original redactado por orden del idenu Upma’at
para que hiciere usted lo que considere conveniente.

Que la luz de Amón-Ra ilumine
vuestro camino.

Nebka, idenu mayor del ejército
del Faraón.

Tal como lo decía, el segundo rollo
contenía el informe en que se me acusaba de mantener
relaciones con la princesa heredera de Tunip y se comunicaba a
las autoridades de Uartet de mi encarcelamiento, solicitando
instrucciones a cerca de los pasos a seguir respecto a mi
situación.

Me sentí tan aliviado que abracé a Maya de
alegría y me sentí agradecido con Nebka por haberme
devuelto la confianza en las personas y la esperanza en un futuro
mejor, sabiendo que todavía existían personas con
decencia y honor.

—- ¿Qué haréis ahora?—-
preguntó Maya.

—- Venid conmigo. Le contaré a Zelap
cuál es mi plan para volver a Kemet.—- respondí
feliz.

Luego de decirle a Zelap que estábamos seguros y
que nada nos amenazaba, me avoqué a explicarle la idea que
había tomado forma en mi interior, cual escultura de
arcilla moldeada por las manos del alfarero entre los anhelos y
la razón.

—- El otro día, cuando hablábamos de
vuestro embarazo, Maya dijo algo que quedó grabado en mi
mente a fuego, desencadenando una serie de especulaciones sobre
las que he meditado largamente, llegando finalmente a la
conclusión de que no es imposible que podamos estar con
nuestras familias y, al mismo tiempo, permanecer juntos aunque
con ciertas limitaciones y restricciones.—-
advertí.

—- Por la grandeza de Teshut, Shed, contadme de
qué se trata.—- dijo Zelap, impaciente.

—- Ve al grano, Shed, que me ponéis
nervioso.—- dijo Maya.

—- Maya dijo que "nadie prestaría
atención a una extranjera y a su descendiente". Esta
afirmación, con la que concuerdo totalmente conociendo la
soberbia y el despectivo engreimiento con que tratan a los
huéspedes forasteros en Kemet, nos da una oportunidad
inmejorable de engañar al propio Tutmés y a todo el
harén haciéndoles creer que el niño que
lleváis en vuestras entrañas es hijo del
Faraón.—- respondí.

—- ¿Cómo podría suceder algo tan
increíble?—- preguntó Maya, con sorna.

—- Falta menos de una semana para el natalicio de
Tutmés. Bien sabéis, Maya, que se celebra una
grandiosa festividad en honor del Faraón que dura todo el
mes y durante la que se une en matrimonio a las princesas de los
reinos vasallos y a mujeres hermosas que le son enviadas por
reyes y príncipes extranjeros y por los gobernadores de
los sepat, para halagarlo.—- dije.

—- Pero si me uniese a él durante las
próximas semanas, mi hijo nacería dos meses antes
de lo normal.—- dijo Zelap, alarmada.

—- Shed tiene razón. No será la primera
vez que ocurra.—- dijo Maya apoyando mi punto de vista.—- Dos
miembros de mi familia nacieron de menos de nueve lunas llenas y
uno de ellos vive; soy yo.—- afirmó mi amigo.

—- Pero los niños nacidos con menos de nueve
lunas son pequeños y muy débiles. Si nuestro hijo
es fuerte y sano se darán cuenta de que fue concebido
antes de que me uniera al Faraón.—- dijo Zelap,
preocupada.

—- Yo me ocuparé de conseguir para el
alumbramiento a una mujer de mi máxima confianza.
Además, para nuestra tranquilidad os aseguro que nadie
prestará atención al parto de "una
hija de la realeza asiática de un pequeño reino de
Djahi". Tal vez, si fueseis una princesa de Hatti, de
Naharín o aún de Kepen, podrían interesarse
en vuestro vástago. Las mujeres del harén temen
más a la competencia con cualquier hija de la aristocracia
provincial de Kemet que a las damas más prominentes de las
potencias foráneas. Es descabellado imaginar a una
princesa extranjera convertida en gran esposa real. El
incomprensible menosprecio con que tratan a los a’amu,
será una ventaja para nosotros, amor mío.—- dije
a Zelap, entusiasmado, creyendo a cada momento con más
fuerza que podíamos hacer realidad mi plan.

—- Piensa en el parto.—- dijo preocupada.—-
Quién me atienda en el nacimiento de nuestro hijo
advertirá el engaño.—-

—- Confía en mí, Zelap. Créeme
que podemos lograrlo. Todo saldrá bien.—- le
aseguré.

Recordando aquellos sucesos en el tiempo, ahora que soy
un viejo achacoso, encorvado por el paso de los años y el
peso de los yerros, y pensando en el enorme riesgo que corrimos,
sé, sin lugar a dudas, que si tuviese que intentarlo
nuevamente, no me atrevería a hacerlo.

Capítulo 22

"De regreso a La Tierra Negra"

Me presenté ante el propio Nebka, en ausencia de
autoridades administrativas de cargos superiores, llevando
conmigo a Zelap. Luego de dejar constancia de los hechos
acaecidos en Tunip y de haber narrado las circunstancias de
nuestra huida de la región, fui autorizado a volver a
Kemet en concepto de licencia, teniendo en cuenta el prolongado
tiempo de alejamiento de mi hogar y la caducidad de mis
funciones, en espera de nuevas misiones diplomáticas a
recibir por orden del Faraón.

Dos días después, abordamos un
navío de la flota rumbo a mi amada Kemet. En la nave
viajaban dos princesas asiáticas con sus sirvientes, de
otros reinos vasallos del país de Djahi que también
serían desposadas durante la festividad,
acompañadas por enviados del Faraón.

Zelap y yo nos mantuvimos separados, sin contacto
alguno, salvo el trato protocolar de rigor que se acostumbraba
como parte de la cortesía que como diplomático
mantenía con los miembros de la realeza
extranjera.

Sin contratiempos llegamos al delta del Hep-ur
escuchando en el puerto de Per-Wadjet comentarios relacionados
con un estremecimiento de tierra durante el amanecer de nuestro
arribo, que no percibimos por encontrarnos todavía para
esas horas navegando en alta mar. No había ocurrido
ninguna desgracia pero el temor a la furia de Geb amenazaba con
muerte y destrucción a las poblaciones del delta, siempre
preocupadas por el deslizamiento y la aparición de
profundas grietas en los peligrosos terrenos drenados de los
pantanos y frecuentemente invadidos por las marismas.

Perdiendo solo medio día para abastecernos
seguimos curso en una nave real hasta Mennufer y desde
allí, hacia el alto valle con el fin de llegar lo antes
posible a la capital para tomar parte en los preparativos de
enlace de Tutmés con sus futuras concubinas.

El puerto de Waset rebozaba de actividad con la llegada
y la salida de embarcaciones mercantes de las más variadas
nacionalidades, transportando los productos suntuarios más
exóticos y lujosos que podían traficar los
poderosos mercaderes del mundo para halagar a la aristocracia
más rica y presuntuosa, preocupada en la trivial
ostentación y el excesivo boato.

Entre un enjambre de esclavos y sirvientes atendiendo
las alborotadas estancias de palacio ante la cercanía de
la celebración, me despedí de Zelap con solo una
tierna mirada, para verla perderse por los pasillos del
harén rumbo al encuentro con sus hermanos.

Fue un bálsamo para mi corazón regresar a
Waset después de tanto tiempo. Mi amado hijo Kai
parecía crecer y fortalecerse más y más cada
vez que volvía a verlo. Se veía alto para su edad,
era delgado y fuerte, de lacio cabello negro y piel morena como
yo y los bellos ojos de su madre. Percibía en sus
actitudes algunas características del comportamiento de
Pentu, a quien idolatraba y amaba como si fuera su verdadero
padre en razón de mis prolongadas ausencias.

Encontré a mi madre afectada por una vieja
dolencia que le impedía realizar los quehaceres más
pesados del hogar, por lo que mi padre había adquirido una
dócil muchacha de Uauat para que le ayudara al efecto, y
al mismo tiempo colaborara con ella en la atención de Kai.
Había extrañado mucho la compañía de
mi madre y me sentía sumamente agradecido con ella por lo
bien que cuidaba de mi hijo. La abracé y la besé
con ternura.

—- Mi muchacho, no imagináis cuánto os
hemos extrañado.—- dijo ella enjugando sus
lágrimas, mientras quitaba las aletas a las percas que
comeríamos en el almuerzo.

—- Os aseguro que, por mi parte, los he echado de
menos como nunca antes. Mi corazón se estremecía de
angustia al pensar que tal vez no volviese a veros.—-
repuse.

—- Prefiero que no me contéis vuestras
peripecias. Desde que erais un chiquillo me preocupabais con
vuestras andanzas. Hubiese vivido más tranquila y
descansada de haber tenido dos niñas.—- dijo, mi madre,
reprochándome mi carácter inquieto.

—- ¿Cómo está mi padre?—-
pregunté, deseando saber de él a quien aún
no había visto.

—- Ese viejo es como el granito. Está
más sano que vos y se ve más apuesto que cuando era
joven, con esas canas blancas sobre sus sienes.—- dijo
ella.—- ¡Ah!, no sabéis que ha sido nombrado "Gran
Maestro Escultor" y se lo considera el mejor artesano en piedras
duras, premiado por una imagen sedente del Faraón que
esculpió para la próxima celebración.—- me
comentó, orgullosa de su esposo.

—- Qué gran noticia. Estoy muy orgulloso de mi
padre.—- comenté.

Se me ocurrió preguntar por la ausencia del hijo
de Menwi que pensé encontrar en la casa jugando con
Kai.

—- ¿Cuándo dejó de vivir Zanakht
con vosotros?—- inquirí, al ver que las cosas del hijo
de Menwi ya no estaban.

—- Menwi se lo llevó poco tiempo después
que os fuisteis con el grupo expedicionario del
Faraón.—- respondió, demostrando cierta
tristeza.—- Kai lo extraña mucho.—-
agregó.

—- ¿Ocurrió algo malo que la motivara a
alejarse?—- indagué, pensando que tal vez hubiese
existido algún tipo de incidente con Menwi, conociendo el
fuerte carácter de mi madre.

—- Iba a preguntaros lo mismo.—- replicó
Amunet, observándome de manera admonitoria.

—- Conozco esa mirada de desaprobación desde
que me escapaba cuando niño a robar huevos de cocodrilo
con mis amigos.—- dije riendo.—- ¿De qué me
culpáis madre?, recordad que hace más de doce lunas
que no piso este suelo.—- respondí, sin imaginar lo que
mi madre sospechaba.

—- Menwi tuvo una hija después de vuestra
partida.—- dijo ella.

Enmudecí sorprendido sin saber qué
decir.

—- Vuestro silencio es elocuente, hijo mío.—-
juzgó Amunet.

—- ¿Ella os dijo que soy el padre?—-
pregunté, incrédulo.

—- No lo dijo, pero tampoco lo negó. Tal vez
quiera hablar de ello solo con vos.—- especuló mi
madre.

—- No creo que esa niña sea mi hija.—-
respondí, escéptico.—- Estuve con ella unas pocas
veces y Menwi es visitada por decenas de hombres cada
semana.

—- No es así, Shed. Menwi abandonó el
lupanar aún antes de que vos dejarais Kemet, pero no pudo
contároslo pues cuando vino a buscaros ya os habías
marchado.—- dijo mi madre.—- Me confesó que estaba
enamorada de ti y que se dedicaría a trabajar de
comadrona. Confiaba en poder mantenerse con esa ocupación
buscando ganarse tu respeto y consideración.—-
comentó Amunet, apenada.—- De poco sirvió que la
felicitara por su sabia decisión ya que se sintió
ofendida cuando le advertí que vuestro corazón era
un hueso duro de roer, sospechando que detrás de mi
advertencia se ocultaba cierto menosprecio hacia ella,
considerándola indigna de ser tu mujer.—-

—- ¿Y se llevó al muchacho así,
de un día para el otro sin decir nada?—-
pregunté, afligido por la suerte de Menwi y al mismo
tiempo preocupado porque contaba con ella para que asistiera a
Zelap en su parto.

—- No se marchó de mala manera pero, me di
cuenta que había cierta decepción en su
actitud.

Le expliqué que la prevenía por su propio
bien, conociendo lo impulsivo que sois en ocasiones y que vuestro
temperamento pasional ya os había llevado a cometer
errores, hiriendo incluso a la mujer que más amasteis; sin
embargo, no pude cambiar su opinión acerca de mi concepto
sobre ella y tampoco logré persuadirla para que se quedara
con nosotros.—- respondió con pesadumbre.

Me entristecía que Menwi se hubiese ilusionado
pensando que nuestra relación podía ir más
allá de lo sexual, pero, como siempre, era estúpido
y vano el arrepentimiento cuando, previamente, conocía las
consecuencias que podía conllevar mi comportamiento. Una
vez más, mi impulsividad se volvía en mi contra.
Nuevamente debía pagar el precio de las culpas por no
controlar mis emociones, por dejar mis actos librados a los
dictados del cuerpo, en vez de someterlos a los dictados de la
razón. Empero ahora, la secuela de mi debilidad
dañaba no solo mi amistad con Menwi, sino que
además afectaba la vida de una niña que
podía ser mi hija.

—- ¿Sabéis adonde fue?—-
pregunté.

—- Me dijo que se quedaría en Waset, pero no
nos reveló el lugar en que viviría.—- dijo
ella.—- Es una buena mujer y sé que os ama, ¿la
buscaréis?—- preguntó mi madre, ignorante de mis
vínculos con Zelap.

—- Madre, comprendo el cariño que sentís
por ella y vuestra ansiedad al sospechar que puedo ser el padre
de su hija. Yo también quiero a Menwi y me ocuparé
de que se encuentre bien, sea o no sea yo el padre de la
niña, procurando que no le falte nada ni a ella ni a sus
hijos pero, en cuanto a tomarla como esposa, no puedo hacerlo.
Han ocurrido ciertos sucesos durante este último
año, que no conocéis, y que han cambiado mi
situación respecto a mi vida antes de dejar Kemet.—-
respondí, haciendo una pausa para alzar entre mis brazos a
mi hijo que, desprendiéndose de la mano de la
niñera, se acercó corriendo para regalarme un
pequeño hipopótamo de barro que acababa de modelar
para mí.

—- Veo que habéis heredado la habilidad de
vuestro abuelo.—- le dije, besando sus mofletes.

—- ¿Os gusta?—- preguntó, con su suave
vocecita, ansioso por recibir mí halago.

—- Es el hipopótamo más hermoso que me
han regalado.—- respondí, colmándolo de
alegría.

Mientras con los juncos jugaba a hacer casitas con Kai,
relaté a mi madre los acontecimientos acaecidos en Djahi y
cómo los hechos me habían llevado a mi
relación con Zelap.

—- ¿Es que nunca os veré llevar una vida
tranquila, sin sobresaltos, al lado de una mujer que os ame y que
envejezca a vuestro lado, como yo lo hago con vuestro padre?
¿Por qué hacéis más complicada
vuestra existencia entablando relaciones conflictivas y
prohibidas que os ponen en riesgo, afligiéndome?
¿Es tan difícil que podáis formar una
familia como la de Eset. . .?.—- mi madre se
interrumpió, recordando con tristeza que sí
había tenido una vida familiar así antes de que
Tausert falleciera.

Ambos enmudecimos embargados por el dolor. Me
apresuré a secar una lágrima que rodó por mi
mejilla, ante la atenta mirada de Kai que suspendió el
juego desconcertado.

—- ¿Por qué lloráis, papi?—-
indagó mi niño.

—- No estoy llorando Kai, es solo que me arde el
ojo.—- respondí, evitando explicar sentimientos que
siendo tan pequeño no comprendería.

—- Abuela, ¿a vos también os duelen los
ojos?—- inquirió con inocente espontaneidad, observando
a mi madre ocultándose para que no la viera
llorar.

—- Sois un bribón, ¿no se os escapa nada
verdad?—- dije, levantándolo para besarlo. Me
acerqué con Kai en mis brazos hasta donde Amunet
tenía los elementos para cocinar.—- A la abuela la hacen
llorar las cebollas que está cortando, ¿lo
veis?—- dije, señalando las raíces sobre un
cuenco.

—- Y ¿por qué la entristece cortar la
cebolla?—- volvió a preguntar en su media
lengua.

Reímos a carcajadas a causa de sus preguntas,
despertando en él una hermosa sonrisa de blancos dientes y
dos simpáticos hoyuelos en sus carnosas mejillas, que me
recordó vivamente a Tausert. Mi madre sorprendida por sus
ocurrencias, rió, uniéndose a nosotros en un abrazo
cálido y emocionado.

—- Iremos a dar un paseo por la necrópolis
antes del almuerzo. Llevaremos unas flores para mamá,
¿queréis, Kai? —- dije.

—- ¿Podemos ir en el poto?—- preguntó
con ternura.

—- ¿El qué?—- dijo mi madre,
confundida.

—- Quiso decir potro.—- señalé
riendo.—- Si, Kai, vamos a ir en caballo. Volveremos antes de
mediodía.—- avisé a Amunet.

Salimos del caserío de los trabajadores hacia el
pequeño mercado que se levantaba a un lado del muelle
norte sobre la ribera occidental del Hep-ur. Extrañamente,
noté que un fino polvillo blanco grisáceo flotaba
en el ambiente como si en las cercanías hubiese alguna
cantera de caliza en plena explotación, cosa que era
imposible. Desconociendo su procedencia y observando que por lo
demás todo era normal, simplemente le resté
importancia al hecho. La mañana era espléndida,
resplandeciente de cálida luz, pero no sofocante. El
viento septentrional soplaba sobre el valle que, normalmente,
para aquella época del año, parecía un
caldero sobre las brasas. El aire fresco llenaba los pulmones en
plenitud y las fragancias silvestres acercaban a mi memoria otros
tiempos, cuando durante mi infancia vagaba por la costa de los
pescadores de mi añorada aldea de Khmun hasta que el gran
disco como un enorme huevo purpúreo se sumergía en
el océano de arena.

Compré amapolas rojas y nenúfares azules a
una anciana de la feria, y proseguimos por los estrechos
senderos, paralelos a las colinas, hacia el cementerio
comunal.

Era la primera vez que llevaba a mi hijo a la
necrópolis y sé que a pesar de ser tan
pequeño, comprendió que en ese sepulcro descansaba
su mamá, y aunque él no tenía casi recuerdos
de ella, me ocupé de mantener vivo en su corazón la
presencia de Tausert como una madre cariñosa que lo
amó, alimentó y protegió hasta entregar su
vida por él. Kai nunca dejó de visitar la tumba de
Tausert, y el amor y el respeto que logré infundir en el
muchacho hacia ella, compensaron al menos en parte los
remordimientos que sufrí por su muerte.

Días después, mientras intentaba dar con
el paradero de Menwi averiguando entre sus amigas del lupanar, me
vi sorprendido por el llamado del Faraón que
requería de mi presencia.

Esa mañana pasé por la despensa de palacio
buscando alguna información de Zelap, a la que no
veía desde un par de días atrás sin siquiera
conocer el sitio que ocupaban ella y sus hermanos en la
residencia.

Supe, por mi amiga Binnet, jefa de la cocina de la
residencia real, que mi amada y las demás damas
asiáticas habían sido conducidas a las estancias
del harén para tomar parte en los eventos relacionados con
la celebración del natalicio de Tutmés, y sus bodas
con las princesas de las casas reales del país de
Djahi.

Al presentarme frente a la puerta dorada de la sala del
trono, fui recibido por el nuevo Chambelán, Sekhemib, que
me anunció ante el monarca. Tutmés, sentado en el
trono real, en la plenitud de su omnipotente majestad, nos miraba
desde lo alto de su sitial rodeado por una áurea de
hierática grandeza como un Dios inalcanzable observando su
creación.

—- No debe mirar a su majestad directamente.—- me
indicó el Chambelán al acercarme a donde se hallaba
Tutmés.

—- ¿Cómo decís?—-
pregunté, sin comprender.

—- No debéis mirar de forma directa al soberano
y cuando él descienda del trono debéis arrodillaros
pues nadie debe estar a la altura de su majestad.—-
respondió el funcionario.

¿Qué es toda esa tontería?—-
pensé, fastidiado por el innecesario y pomposo pedestal al
que había ascendido el monarca, como si fuese el mismo
Amón-Ra bajado de su barca para gobernar a los mortales.
¿No salvé de la muerte en el desierto a este dios?
¿No curé sus heridas y lo oculté de sus
enemigos cuando estaba inerme y desvalido? ¿En qué
lugar había perdido a ese valeroso príncipe, que,
como un hermano mayor supo enseñarme a luchar por los
oprimidos y los humildes? Decepcionado, veía su lugar
ocupado por un desconocido semidiós, más parecido a
un rico mercader de la guerra gobernando con despótica
arbitrariedad desde su opulenta corte pletórica de
aduladores y genuflexos.

Al lado de Tutmés se encontraba Meryetra, la
madre del heredero real, ocupando un sitio de privilegio a la
diestra del Faraón.

—- Embajador.—- dijo Tutmés,
levantándose del trono para descender las escaleras. Los
presentes cayeron rodilla en tierra como derribados por un rayo
al ver que el monarca se apeaba al llano. Respetuosamente hice lo
propio aunque no sin la sensación de sentir que formaba
parte de una farsa o de la escenificación de alguna trama
mitológica.

—- Mi Buen Señor, atento estoy a vuestras
palabras.—- respondí, según el nuevo protocolo que se
había impuesto para dirigirse a la persona del rey,
según el antiguo título utilizado durante la
época de los faraones constructores de mer.

—- He tomado conocimiento de que habéis
entregado a nuestros enemigos del país de Khurri un papiro
con información secreta y de enorme importancia para el
desarrollo de la situación en las tierras de norte.—-
dijo Tutmés, en tono de acusación.

Se me heló la sangre de solo imaginar que el
canciller hubiese ocultado la notificación que
envié al Faraón con el fruto de mis
investigaciones. Neferhor y su hijo, situados hacia la izquierda
del trono cerca del pie de las escaleras, se regodeaban en las
palabras de Tutmés, esperando me cayera un severa pena por
mi atrevimiento.

—- Mi Buen Señor, es cierto que envié un
papiro al jefe del Pankhu del país de Khurri, pero al
mismo tiempo comuniqué mi accionar al canciller Neferhor
para que no dejara de informaros al respecto.—-
respondí, preocupado por las implicaciones que me
acarrearía una denuncia por traición levantada en
mi contra por mis enemigos.

—- ¿Cómo podré confiar en mis
funcionarios si deciden por ellos mismos lo que es bueno o malo
para mi imperio?—- dijo en tono de reproche, empero su actitud
no mostraba la ira del dios todopoderoso de otras
ocasiones.

—- Sé, mi "Buen Señor", que obré
con total audacia al tomarme la atribución de enviar
aquella advertencia a Tishatal, pero estoy convencido de que de
no haberlo hecho, hoy no tendríais imperio sobre el cual
reinar. Gracias a mi advertencia fracasaron los planes de
Parsatatar.—- mi respuesta elevó murmullos y comentarios
en mi contra a causa de mi insolencia.

Estaba tan hastiado de ver a tantos obsecuentes e
hipócritas comer de la mesa del rey pagando con lisonja y
falsedad que sentí la necesidad de diferenciarme de ellos
retribuyendo al soberano con un poco de osada
sinceridad.

—- Vuestra intrepidez es rayana con la más
absoluta desvergüenza.—- dijo molesto Tutmés.—-
¿Qué debo pedir de mis diplomáticos sino es
que acaten mis directivas y sigan mis instrucciones? ¿No
es el ungido de Amón-Ra el que debe dar las órdenes
y tomar las decisiones?—- dijo esperando una disculpa de mi
parte.

—- Solo he seguido vuestras instrucciones, Mi Buen
Señor.—- repliqué.

Tutmés me observó con fastidio.

—- Espero de vos una respuesta satisfactoria, de lo
contrario os arriesgáis a un castigo ejemplarizador.—-
amenazó el soberano.

—- La primera regla que me obligasteis a jurar cuando
apenas era un chaperón fue la de ser eficiente, y la
segunda, el ser leal a la causa de Kemet.—- dije.—- Fui
eficiente en mi accionar y leal en mis intenciones, pues, de nada
os hubiese servido si mi desempeño no superaba las
virtudes del eco de la voz contra el acantilado, que repitiendo
vuestras órdenes palabra por palabra fuera de tiempo y
situación, llegasen tarde para evitar que Parsatatar se
hiciera con el control de toda la nación hurrita, para
luego caer con sus aliados sobre las desprevenidas ciudades de
Djahi.—- respondí.

—- ¿Y qué podéis alegar en
vuestro favor cuando fue justamente la ciudad en que
cumplíais vuestras funciones la que cayó en manos
del enemigo?—- inquirió, esperando
sorprenderme.

—- Su Alteza, mi defensa está en que las
ciudades que tomaron sus recaudos luego de mi informe, llegado a
las manos del jefe de las tropas de Djahi, Nebka, rechazaron con
facilidad el intento enemigo; sin embargo, mis advertencias
fueron desoídas por el idenu Upma’at, jefe de la
guarnición de Tunip, que se inclinó por la
decisión de esperar órdenes directas de Kemet que,
lamentablemente, nunca llegaron, pagando con su vida y la de sus
hombres, su obediencia.—- respondí.

Luego de unos instantes de silencio el Faraón
volvió a su trono sin decir palabra.

—- Podéis retiraos, embajador.—- se
limitó a decir el Chambelán, por orden del
Faraón.

Esa noche volví a ver a Zelap a la distancia en
medio de la celebración, mezclada con las viejas
arpías del harén. Se veía nerviosa,
incómoda, casi temerosa, no levantaba la vista para evitar
las punzantes miradas de las demás que la observaban como
un gato a un pichón de paloma. Pobrecilla, me debía
estar odiando por haberla traído a este nido de
serpientes. Era tan diferente al resto como la gacela lo es a las
hienas, tan cándida e inocente cual tórtola
comparada con buitres.

¡Qué hermosa es y cuánto la amo!—-
pensé.—- Empero, debo contentarme con beber a
través de mis retinas la magia de su sonrisa, con hurtar
furtivamente el brillo de sus pupilas y arrobado por su belleza,
ahogar vanos suspiros rememorando su piel como suaves
pétalos que probaron mis labios. Sé que la dulzura
de sus besos es mía porque mío es el panal de su
boca, y siempre seré su dueño porque me lo ha
confesado con la más pura miel de su corazón. Sin
embargo, mi espíritu de amante se rebela y mi sangre de
enamorado se subleva a la razón que, como coyunda, me unce
al yugo de la conformidad, doblegándome a tener que
contemplarla a lo lejos, como el mendigo que saborea en el aire
el aroma de un manjar con el que nunca se
deleitará.

¡Qué mísera será mi
existencia si debo resignarme por el resto de mis días a
disfrutar de ella a través de mis oídos a pesar de
que, gozosos, se postren ante la misericordia de Hathor por
permitirme instantes de felicidad con solo distinguir su voz
entre el tumulto y la bullanga!

Su mirada vuelve a cruzarse con la mía cual vuelo
de alondras en cortejo, alborotando mi pecho, suscitando
infructuosos anhelos e incubando esperanzas sin alas, pues, lejos
de poder abandonarme al placentero sueño de tenerla en mis
brazos, las sonoras carcajadas de Tutmés me despiertan
brutalmente, recordándome que la noche aciaga se acerca;
la noche en que él buscará poseerla y hacerla su
mujer.

Capítulo 23

"La
poción de la reina"

Una nueva jornada había pasado y aún no
encontraba la solución al problema que nos planteaba la
primera noche de Zelap con Tutmés. Sin poder dormir luego
de regresar de palacio, el nuevo día me sorprendió
en mi lecho habiendo agotado las posibilidades que mi
inteligencia alcanzaba a vislumbrar. Nada de lo que se me
ocurría podía ser factible de concretarse sin
grandes riesgos.

Escuché que llamaban a mi puerta, y al llegarme
hasta la entrada, encontré a una de las niñas
esclavas de la cocina de la residencia real que traía una
chalina para mí. Zelap debe habérsela entregado
subrepticiamente a Binnet durante la madrugada.—
pensé.

Confundido, pero sospechando de qué se trataba,
entregué unos dátiles de regalo a la jovencita que
se fue corriendo contenta, para luego, ansioso, desplegar con
impaciencia la prenda en busca de algún recado envuelto en
ella. Para mi sorpresa no encontré papiro alguno, temiendo
al principio que la niña lo hubiese dejado caer por
accidente, mas, no tardé en advertir que sí
había un mensaje inteligentemente ocultado en la tela. En
grandes símbolos cuneiformes, y expresados en lengua
hurrita pintados con tintura de cosméticos y simulando
alguna especie de dibujo ornamental mesopotámico,
simplemente decía:

"La poción de

mi madre

conciliará

su sueño."

—- ¡Por supuesto!, —- exclamé.—-
¡Qué astuta es Zelap!—-
reflexioné.

El plan de Zelap era tan obvio como solución al
trance que atravesábamos que me sentí un tonto al
no haberlo pensado yo mismo, que frecuentemente resolvía
cuestiones mucho más complejas referidas a la
diplomacia.

Ella se había percatado de lo mucho que gustaba
Tutmés del vino servido durante el banquete que,
originario de los viñedos y los lagares de los oasis
occidentales, propiedad del templo de Amón, era trasladado
en jarras provenientes de la bodega de palacio para saciar su
sed. Su dorada copa era colmada una y otra vez en el transcurso
de la cena, y luego de la misma, el soberano continuaba bebiendo
copiosamente durante los espectáculos en su honor, de
manera que, cuando concluía la velada, debía ser
asistido por los hombres de la guardia personal a causa de su
embriaguez, con el fin de ayudarlo a retirarse hacia los
aposentos para unirse a sus nuevas esposas. Teniendo en
consideración el estado del Faraón en esas
circunstancias cabía la posibilidad de engañarlo de
alguna manera para evitar que Zelap se viese sometida a tener que
copular con él en su delicada situación.

Fue seguramente en esos momentos de reflexión
cuando recordando las peculiares virtudes de la poción que
aplacaba los accesos de dolor que afectaban a la reina
Shadu-hepa, su madre, entre las que se contaban ser un poderoso
somnífero (casi inmediato) y ocasionar sueño
profundo, proporcionaba también un tranquilo y placentero
despertar, Zelap imaginó la posibilidad de dársela
a beber al Faraón mezclada con vino, con la
intención de dormirlo y evadirse del riesgo de un
agravamiento de su estado a causa de su unión sexual con
él.

Siendo demasiado aventurado alterar el vino que se
llevaba a la mesa del Faraón ante la posibilidad que otros
lo bebieran descubriendo su particular efecto, debía idear
la manera de hacerlo llegar hasta los aposentos de Tutmés
ya adulterado con su dosis de poción, para que Zelap y sus
hermanas se lo diesen a beber allí mismo.

Solo me restaba conseguir los ingredientes que
integraban la fórmula, (polvo de adormidera, una pizca de
ajenjo, miel, resina de cedro molida, humor de los ojos de una
lechuza y por supuesto vino de uva, no de palma) y unir los
elementos como la receta que me haría llegar Zelap lo
indicara.

Conseguí aquel mismo día los componentes,
que me los proveyó Nakha la adivina extranjera, cuyas
cualidades de herbolario habíamos descubierto cuando nos
proveyó del brebaje paliativo contra la enfermedad de mi
difunta suegra Lyna. Le extrañó que le solicitara
polvo de amapola, vegetal que además de su valor
ornamental, no poseía, en Kemet, hasta ese momento otra
aplicación y era considerada como una simple mala hierba
que abunda en los campos de cereal, comentándole por mi
parte que en las tierras extranjeras de donde provenía la
fórmula, dicha planta era muy apreciada y se la denominaba
"La flor del sueño". A pesar de haber despertado su
curiosidad por saber qué me disponía a preparar con
aquellas sustancias, la anciana se mantuvo discreta y no
formuló más preguntas. Por mi parte le
expliqué que se trataba de una poción calmante
aprendida durante mi estancia en el país de Djahi, que
emplearía en el tratamiento de la dolencia de mi madre. Lo
más paradójico del asunto fue que con el tiempo
aquella mentira terminó siendo verdad ya que aquel
preparado fue lo que más alivió los dolores que la
afección ósea provocaba a Amunet.

La cuestión es que Nakha jamás
sospechó de mis verdaderas intenciones y maravillada con
las posibilidades que brindaba la poción en cuanto a sus
aplicaciones, la produjo en grandes cantidades que le otorgaron
el reconocimiento de muchos de sus clientes.

Con la poción ya en mi poder, esperé la
noche en que debíamos emplearla.

Cuando al fin hubo llegado el momento, y luego de otra
noche más de festejos y celebración, la sexta
precisamente, Zelap se aproximó delante del trono,
haciendo una reverencia a su majestad, al tiempo que
solicitó al canciller que sirviese de intérprete
para hacer un pedido al Faraón. Sagazmente, empleó
para comunicarse con él un dialecto ancestral de su gente,
utilizado por la nobleza hurrita, más puro y libre de las
mezclas con el
cananeo, que el lenguaje
coloquial frecuentemente utilizado en los documentos y en la
administración, que era el que dominaba Neferhor.
Confundido y avergonzado delante de Tutmés por su
ignorancia en el manejo de aquella lengua desconocida para
él, le indicó en tono de exigencia a Zelap que se
expresase en la lengua popular a lo cual ella se negó.
Neferhor buscó colaboración en sus hermanas, pero
ellas obviamente también se negaron, mostrando
indiferencia hacia el diplomático.

Encontrándome próximo a ellos y presto a
intervenir, me inmiscuí en la conversación como
tratando de aportar claridad a la situación que Zelap y
sus hermanas, adrede, empezaban a tornar sumamente embarazosa
para el canciller e intolerable para el soberano.

—- Mi señor, si vuestra majestad me lo permite,
podría aportar algo de luz a este asunto que veo que se
presenta un tanto oscuro.—- dije, mostrándome diligente
y respetuoso frente a la jerarquía de mi
superior.

—- No veo en qué podría ayudar la
intervención de Shed en este tema, mi Buen
Señor.—- dijo, visiblemente molesto Neferhor a
Tutmés.

—- Tendrá su oportunidad, ya que vos no
habéis conseguido aclarar nada hasta ahora.—-
expresó con cierto fastidio el Faraón desde su
sitial.—- Podéis hablar.—- me indicó
Tutmés.

—- Ocurre que habiendo presenciado la unión
matrimonial entre los nobles de Tunip sé que es
tradicional en la aristocracia hurrita cumplir ciertas
costumbres.—- expliqué.

—- ¿Puede acaso preguntar a la princesa
qué tiene que ver eso con que no se exprese en la lengua
hurrita habitual?—- inquirió el soberano, perdiendo la
paciencia.

Formulé la pregunta a Zelap, que me
respondió en la lengua ancestral que por supuesto yo
dominaba gracias a mi estancia en Tunip.

—- Es parte de nuestra dignidad de princesas como
representantes de la Casa Real de Tunip el empleo de la lengua de
nuestros antepasados en un evento religioso tan trascendental
como la unión matrimonial, Mi Señor.—-
expresó Zelap, traduciéndoselo por mi parte a
Tutmés.

—- Respetaré vuestra tradición.—- dijo
Tutmés amablemente.—- Ahora decidme, ¿qué
queríais solicitarme?—-

No tardé en transmitir las expresiones del
monarca, a lo que Zelap respondió.

—- Siendo la costumbre de nuestra gente la
unión monógama, y comprendiendo que no es parte de
la vuestra, al menos os rogamos nos concedáis la gracia de
compartir ésta primera noche a mis hermanas y a mí,
a solas con vos para celebrar en la intimidad un breve ritual de
nupcias a la manera hurrita tradicional, marginando a las otras
damas del harén, ya que no comparten nuestras concepciones
en cuestiones de religión y sexualidad,
pues sería para nosotras una humillación
difícil de soportar.—- dijo Zelap mostrándose
afligida ante la posibilidad de una negativa por parte del
Faraón, mientras yo traducía sus
palabras.

El soberano, respetuoso de las creencias de las
princesas, aceptó de buen grado el pedido de
Zelap.

—- Cumpliré vuestro deseo y lo demás que
fuese necesario para demostraros mi buena voluntad, el aprecio
que tengo por vuestra nación y la consideración que
guardo por vuestro linaje, pero ahora terminemos con esto pues me
siento cansado de tanto barullo.—- dijo el soberano,
levantándose del trono.—- Vos seréis mi
intérprete para cumplir el ritual que desean celebrar las
princesas, embajador.

—- Será un honor, mi Buen Señor.—-
asentí respetuosamente.

Tutmés se alejó secundado por su
séquito hacia
las habitaciones.

Las circunstancias se presentaban de manera inmejorable
para lograr concretar nuestro plan.

Conduje a Zelap y a sus hermanas hasta los aposentos del
Faraón más precisamente a la recámara, junto
a la alcoba principal del harén, una habitación
espaciosa, y según los comentarios de aquellos que
conocían el lugar, un paraíso de lujo y
comodidad.

Seis esclavas esperaban a las princesas para
bañarlas, maquillarlas y vestirlas según los
atuendos típicos que ellas mismas habían elegido
para aquella noche, incluidas las joyas y accesorios.

Esperé fuera que me llamaran cuando estuviesen
dispuestos a dar comienzo. Hasta cierto punto me preocupaba que
Tutmés se viese mucho más sobrio que las noches
anteriores pero confiaba que la quietud de la alcoba real y el
acompañamiento musical, que hice pedir como si se tratase
de una solicitud de las princesas, a través de la
armonía de las arpas y la monótona sonoridad de los
sistros disminuyeran su resistencia al sueño. Temía
que se percatase de que le habíamos agregado algo en el
vino.

Mientras esperaba, mandé a los sirvientes que
trajeran vino de una jarra nueva de la bodega, de manera que si
el soberano notaba algo extraño en la bebida
pudiésemos achacarlo a alguna alteración en el
proceso de fermentación del envase que me
encargaría de romper accidentalmente.

Entre mis ropas y debajo de la túnica llevaba
escondido el pequeño frasco con la poción que
vertería en la copa de Tutmés cuando se hubiese
descuidado.

Una de las esclavas negras salió hasta el
corredor indicándome que entrase en la gran alcoba. La
habitación era grande como un salón cuyas paredes
se encontraban pintadas de un tono rojizo suave como se presentan
las colinas del valle durante el amanecer cuando la primera
claridad del día inunda con esos colores el cielo matinal.
Quedé extasiado por el bello juego de luces y sombras de
color entre verde
y dorado que provocaba la brisa del río al mecer las
cortinas, asimiladas a tallos de papiros, que ornaban los tres
amplios ventanales sobre la pared opuesta a la puerta de ingreso,
ingeniosamente iluminadas por una lámpara de transparente
alabastro que semejaba al sol emergiendo por encima del
horizonte. El piso imitaba el lecho del Hep-ur y sus riberas, con
decenas de almohadones ubicados como las flores de nenúfar
flotando entre mesas bajas con la forma de ramos de junco. En
medio, una mullida cama con su colchón de lino relleno de
plumas de aves representaba la colina emergida en la
creación de entre las aguas de Nun, el caos.

—- Demos comienzo a la ceremonia.—- dijo el
Faraón, con impaciencia, dando muestras de cansancio.
Tutmés se veía sumamente apuesto con su klaft y el
ureo dorado en su frente, vistiendo el shendit plisado de un
blanco inmaculado que contrastaba con su piel morena en su
armonioso torso desnudo, y sus poderosos y bien desarrollados
brazos adornados con brazaletes, ajorcas y sortijas de oro con
incrustaciones. Sentí celos de que Zelap pudiese ser
atraída por él.

—- Perdón, mi Buen Señor. Me distrajo la
belleza de vuestra alcoba.—- respondí
disculpándome.

—- Los sirvientes deben retirarse.—- dijo Zelap, con
notoria ansiedad.

—- ¿Qué dijo la princesa?—-
preguntó Tutmés.

—- Hizo referencia a que no se puede comenzar el
ritual en presencia de esclavos o cualquier individuo de
condición inferior a excepción de los
músicos.—- mentí, pensando en que los
intérpretes distrajesen al soberano con su música
mientras yo mezclaba la poción con el vino en su
copa.

Zelap dejó librado a mi arbitrio la
elección de los pasos a seguir, guiándome en parte
del verdadero ritual de su pueblo para que yo manejara la escena
a mi antojo, de manera que pudiese lograr nuestro
objetivo.

Talip, la mayor de las hermanas de Zelap, portaba una
estatua, traída de Tunip, de un codo de altura de la Diosa
Hepat, esposa del Dios Teshut, protectora de los enamorados,
patrona del amor y el matrimonio de la religión hurrita.
Delante de la imagen esculpida en mármol blanco y hacia el
lado izquierdo de la misma, se postraron las princesas,
señalando a Tutmés que hiciese lo propio de frente
a ellas en el lado derecho de la deidad. Esta ubicación
dejaba a Tutmés y a los músicos que entonaban sus
instrumentos detrás de él, de espaldas a la bandeja
en que se habían dejado las cuatro copas y la
jarra.

Fui traduciendo las significativas plegarias que las
princesas pronunciaban a coro como parte del bello ritual
conyugal, en la lengua de sus ancestros mientras de rodillas
movían sus manos como pájaros en vuelo y … a cada
pregunta que ellas hacían al Soberano, el respondía
lo que yo le dictaba tratando de pronunciarlo correctamente en la
lengua asiática. Cuando el ritual tocaba a su fin, me
aproximé a servir la poción en la dorada copa de
Tutmés.

—- Iré a servir el vino, mi Señor.—-
dije a Tutmés.

Sin que nadie me viese deslicé mi mano bajo mis
ropas y sacando el pequeño frasco con la poción
eché un buen chorro dentro de su copa, tras lo cual la
colmé de vino. Con sumo cuidado la dejé sobre una
pequeña mesa detrás de Tutmés, entre
él y los músicos. Cuando regresaba hacia la bandeja
a servir el vino en el resto de las copas, observé
horrorizado como se le resbalaba el instrumento al arpista tal
vez por el sudor de sus manos, yendo a golpear la copa, volcando
el vino del Faraón sobre los almohadones y el
piso.

—- ¡Qué torpeza!.—- exclamó
molesto Tutmés al sentir mojados sus pies en el charco de
vino.

Mientras el músico se deshacía pidiendo
disculpas a su señor, me apuré a tomar la copa de
Tutmés para ir a llenarla de nuevo pero, para mi total
desolación, el Faraón la asió con su mano
antes que yo.

—- Llénala rápido y concluyamos la
ceremonia.—- me ordenó, sin ninguna intención de
entregármela.

Las mejillas de Zelap palidecieron súbitamente al
sentir que todo el plan fracasaba con las consecuencias que esto
acarrearía.

En tanto servía nuevamente el vino en la copa que
sostenía Tutmés, decenas de fatídicos
presagios invadían mi mente, imaginando lo peor para Zelap
y la vida de nuestro hijo. Volví hacia la bandeja y como
si una antorcha se encendiese de pronto iluminando mi
razón, ¡Ahí estaba la solución!, en
las copas de las princesas.

Sacando rápidamente el frasco con la
poción cuando todos colaboraban para limpiar el vino
derramado, vertí todo lo que quedaba repartiéndolo
entre las copas de las princesas.

De la misma bandeja y con calculada ceremonia
entregué a cada una de las princesas su copa y
pensé en advertirles, en lengua hurrita, cual si fuera una
frase propia del ritual, pero no me atreví por temor a que
alguna reacción de parte de ellas hiciera sospechar a
Tutmés, de modo que opté por callar entendiendo que
pronto se percatarían de lo que yo había
hecho.

Una sola mirada directa a los ojos de Zelap bastó
para que entendiese que debía seguir mis indicaciones
alterando lo que seguía de la ceremonia.

Como si repitiese un ensalmo mágico, Zelap dijo a
sus hermanas:

—- Haced lo que Shed ordene.—- mientras hacía
reverencias frente a la divinidad.

—- Bendecid este vino diosa madre. —- traduje
falsamente al Faraón.—- Ahora, diga conmigo mi Buen
Señor dirigiéndose a la princesa primogénita
Zelap: "Dadme esposa mía. . . —- pronuncié en
lengua hurrita, mientras Tutmés repetía con alguna
dificultad.—-. . . el vino consagrado por Hepat, Reina del
cielo, confirmando el pacto de nuestros pueblos y la alianza de
nuestros reinos en la unión de nuestra sangre".—- dije,
como si continuara con la liturgia.

—- "Así sea hecho, esposo mío".—-
respondió Zelap, dando de beber a Tutmés de su
vino, en tanto ella bebía de la copa de
él.

La escena y el ritual se repitieron por dos veces
más con Talip y Mapalip. Para nuestra tranquilidad, el
soberano bebió todo el vino de las copas de las
princesas.

Conociendo el rápido efecto que causaba la
poción, me apresuré a echar a todos de la alcoba,
saliendo yo mismo en último término, con el fin de
dejar solos a Tutmés y sus nuevas esposas, sabiendo que
había tomado suficiente para caer en un profundo
sueño en breves instantes.

El Chambelán se ocupó de instalar en el
corredor, delante de la puerta de la alcoba, un par de guardias
de palacio, con lo que me impidió quedarme cerca, en mi
intención de escabullirme dentro de la antecámara
para ayudar a las muchachas si algo salía mal.

Volví a la fiesta intentando aparentar nada
importante ocurría, pero deambulé por las estancias
con las entrañas revueltas, temiendo dentro de mi pecho
que el brebaje no diera resultado, o que tardara en dormir a
Tutmés y dañara a Zelap, o que fuese demasiada la
cantidad que terminó por ingerir al consumir todo el vino
de las tres copas y le provocara la muerte. La ansiedad por saber
que sucedía dentro de esa habitación me
consumía, sentía como si una cobra se deslizara
dentro de mi vientre; como si una rata estuviese devorando mi
estómago.

Mientras mi corazón se debatía en el
silencioso drama de la incertidumbre, observaba la
patética escena que representaban las prominentes
personalidades del país, durmiendo sus borracheras en el
suelo, con sus abultados vientres henchidos de tanta comida que
no necesitaban, babeantes y sudorosos, con el hedor de sus
flatulencias y sus vómitos
manchándoles las costosas vestiduras. Grotescas
máscaras cosméticas lustrosas de sudor entre los
hombres e hilos de cera derramándose desde los conos de
perfume sobre las cabezas de las mujeres, surcando sus rostros,
se me antojaban obscenas muecas de satisfacción ante mi
desesperación. Odié a todos esos cortesanos
personajes que celebraban su propia decadencia, que
presumían de exaltada indecencia con histriónica
expresividad. Desencajadas por la risa exagerada, las facciones
se distorsionaban en el afán de mostrar su falsa
alegría por festejar la grandeza del Faraón solo
porque les llenaba los depósitos de grano y las bodegas de
vino. Desbordado ante la vista de aquel exceso sin sentido, de la
gula en todos sus aspectos llevada al extremo de lo indigno y
bochornoso, asistí a la miseria de las clases acomodadas
tan proclives al desenfreno sensual como el vulgo al que
desprecian y del cual no se distinguen en absoluto, salvo en su
despilfarro. Todo aquello me dio asco y me sentí
avergonzado de mi propia gente que lucían como salvajes
comparados con la sobriedad y el recato de la nobleza hurrita de
Djahi.

Mis nervios me traicionaron y ante la imposibilidad de
hacer algo más para conocer lo que ocurría en la
habitación nupcial, busqué a Binnet que aún
se hallaba atareada sirviendo platos y bebidas a los comensales
en los jardines.

—- Amiga mía, os ruego que vayáis hasta
las habitaciones del harén a ver qué ocurre con
Tutmés y Zelap.—- dije impaciente, luego de haber
esperado un tiempo que yo consideraba prudencial.

Con delicadeza asió mi mano llevándome
hacia un costado del patio para hablarme en privado.

—- Debéis mantener la calma, Shed. El
Chambelán ha mandado montar guardia a los custodios de
palacio delante de la alcoba real, ordenando que nadie perturbe
el descanso del soberano, por lo que será imposible saber
lo que pase entre las princesas y el Faraón hasta
mañana. Debéis controlaros pues de lo contrario
despertaréis sospechas con relación a vuestro
interés por Zelap.—- respondió Binnet, intentando
tranquilizar mi espíritu.

De manera irreflexiva y casi pueril, dejé a
Binnet hablando sola, y me alejé hacia el interior de la
residencia, fastidiado por lo que creía un total
desinterés de su parte hacia mi pedido.

De manera irresponsable e impulsiva, me dirigí
hacia los aposentos reales sin pensar que nada podría
hacer para ayudar a Zelap, fuese lo que fuese que hubiese pasado.
Lo único que conseguiría sería poner en
evidencia mi interés por ella. Y así
ocurrió. Espiando como un imbécil el corredor de
las habitaciones del Faraón, descubrí en el otro
extremo de las galerías a la princesa Kina,
observándome. Se me heló la sangre y por un
instante sentí paralizarse mi corazón como si
hubiese muerto dentro de mi pecho.

En lo que dura un aleteo de colibrí cruzaron por
mi mente tantas imágenes del pasado, fatídicos
recuerdos que invadieron de desasosiego mi ka durante muchos
años como en una vorágine de fantasmales visiones,
los trágicos hechos que enlutaron mis mejores años,
surgían en mi memoria con vívido realismo. Mi
tormentosa relación con la señora Ahset y su
repentina muerte, la condena de la princesa Kina y la
humillación pública que mereció, y luego su
venganza en mi contra, que terminó con la vida de mi
esposa al salvar a nuestro pequeño hijo de la mordedura de
una serpiente dejada junto a su cuna por orden de ella. La
angustia extrema, la aflicción sin mesura hicieron presa
de mí cual jauría de lobos arremetiendo sobre un
indefenso cordero. Los iris carentes del brillo vital, cual
negros escarabajos, duros y fríos como el granito, me
amenazaban con su mirada exánime, vacía de piedad,
como si la muerte, y no la vida, insuflara el ímpetu a ese
cuerpo enjuto. Ignorantes del mínimo sentimiento de
compasión, sus ojos, sin embargo, solo podían
trasmitir destellos de algo mucho más oscuro y
recóndito, su insondable espíritu, insensible al
sufrimiento ajeno, ignorantes del significado de la
conmiseración y animado por un rencor inagotable, por un
resentimiento incomprensible.

Debo confesarlo, temía a esa mujer más que
a un recio guerrero buscando mi corazón con su espada,
más que a los agudos colmillos de una ponzoñosa
cobra, más que a las terribles fauces de un león. A
nada en el mundo temía más que a ella pues
aún la muerte más violenta y el tormento
físico más insoportable, significarían mi
posterior pasaje a la vida eterna, empero, sentía que Kina
era capaz de aniquilar mi ka, de destruir mi alma para
siempre.

Mi mayor miedo, en aquel momento, me asaltó al
especular sobre las consecuencias de que Kina descubriera mi amor
por Zelap y que, de una u otra manera, la dañara a ella o
a nuestro hijo.

Intenté en vano controlar el pánico que se
había apoderado de mí pero mi nerviosismo
finalmente me traicionó, e ingenuamente, aparté mis
ojos de los suyos en actitud culposa, razón de más
para que comenzara a desconfiar de mi relación con alguna
de las princesas de Tunip que se encontraban con el Faraón
en aquellos instantes, siendo obvio que, por una cuestión
de edades y caracteres, no tardaría en advertir que se
trataba de Zelap.

Cuando me di vuelta para salir del harén, no la
volví a mirar pues creía que adivinaría mis
pensamientos con sus poderes de hechicera. Agitado, me
alejé de allí presintiendo que si Kina se
encontraba en aquel lugar, tan apartado de la fiesta y el
bullicio, no me había topado con ella de manera accidental
sino que ella así lo había querido. En la soledad y
la negrura de los corredores, oculto de curiosos y
extraños, me derrumbé llorando amargamente ante la
perspectiva de que Kina pudiese lastimar nuevamente a mis seres
queridos, por lo que me juré a mí mismo que esta
vez no se lo permitiría aunque me costase la
vida.

Capítulo 24

"La
trampa"

A la siguiente jornada, a primeras horas de la
mañana, supe por Binnet que Zelap se encontraba en buen
estado y que según lo planeado no mantuvo relaciones con
Tutmés. Zelap le comunicó que el Faraón
había resistido el efecto de la poción mucho
más de lo que esperaban ya que tomando su lugar, Talip se
unió primera al monarca siendo desvirgada, tras lo cual
luego de un breve descanso, él intentó lo propio
con Mapalip, pero aún antes de penetrarla cayó
profundamente dormido.

Luego de que el soberano se unió al resto de las
princesas de las tierras del norte en los días
subsiguientes, inició los preparativos para el comienzo de
una nueva campaña cuyo objetivo último era la
conquista del reino de Naharín para los próximos
años. El nuevo "Guardador del tiempo", el astrólogo
real Djet, elegido por el propio Faraón luego del
fallecimiento del venerable Rahotep, había comunicado al
soberano que una estrella que había comenzado a brillar
con inusitada intensidad, recientemente avistada en los cielos
orientales, anunciaba que "La marcha de un numeroso
ejército provocaría la caída de un gran
reino". Azuzado por tan promisoria perspectiva, Tutmés
decidió partir de inmediato hacia las tierras del norte,
llevando a las tropas regulares y a grupos de mercenarios
reclutados entre las tribus del desierto occidental, en un
despliegue pocas veces visto.

Conociendo de antemano que Tutmés
movilizaría los ejércitos por tierra hasta
Khinakhny, recaudando impuestos y exigiendo tributo a los pueblos
vasallos de los países dominados, imaginé que no
precisaría de mis servicios teniendo presente que
cualquiera de los funcionarios de la corte encargados del
intercambio diplomático, podía cumplir con las
funciones básicas de protocolo y formalidades propias de
las ceremonias en que los reyezuelos de las naciones subyugadas
presentaban sus presentes al Faraón en señal de
sumisión. Especulando con que Tutmés no
reclamaría mi presencia en calidad de traductor durante el
primer semestre de la expedición, pedí audiencia
para hablar con él.

—- Os iba mandar a llamar.—- dijo Tutmés
mientras observaba los mapas que le
mostraba uno de los jefes de carros. Su actitud hacia mí
fue más cordial y despojada del hieratismo que
mostró en nuestro anterior encuentro. Tutmés se
parecía un poco más al magnánimo soberano
que yo había conocido en años anteriores que al
inaccesible dios de los últimos tiempos. —- Pero,
primero decidme el motivo por el que habéis solicitado
audiencia.—-

—- Mi Buen Señor, venía a rogaros que me
permitieseis permanecer en Kemet hasta el comienzo de la
próxima estación de Shemu, con el fin de estar con
mis padres y mi hijo, de quienes estuve separado durante tanto
tiempo.—- dije, con la principal motivación de poder acompañar a
Zelap durante el nacimiento de nuestro hijo.

—- Podéis quedaros en Waset hasta el final de
Peret, pero no más que eso, pues tengo planes para
vos.—- respondió Tutmés, meditativo.—- Os
confiaré una importante misión.—-

—- Estoy a vuestras órdenes, mi Buen
Señor. ¿De qué se trata?—- pregunté
curioso, al observar el semblante preocupado del
Faraón.

—- He recibido noticias de Ashshurbel Nisheshu.
Según el líder rebelde se rumorea que Parsatatar
abdicaría en favor de su hijo Saushtatar como compromiso
para la reunificación de la nación hurrita y el
reestablecimiento del consejo de ancianos con
representación de todas las tribus del país de
Hurri.—- respondió.

—- El fortalecimiento de los hurritas hará
peligrar la paz en Djahi.—- respondí.

—- Así es. —- dijo el general Tutti,
interviniendo por primera vez en la conversación.—- Los
príncipes amorreos de Djahi se sentirán fuertes al
contar con el respaldo de los ejércitos de Saushtatar
secundado por el Pankhu. Incluso el norte de Retenu se
convertirá en un hervidero.

—- Por ello os necesito.—- me dijo
Tutmés.—- Luego de emprender la campaña y de
afirmar mi autoridad sobre las tierras de Retenu y Khinakhny,
avanzaré sobre Djahi para finalmente conquistar el
país de Naharín. Pero para ello será preciso
coordinar acciones con los enemigos de los hurritas.

Viajaréis al reino de Hatti y luego os
infiltraréis con los mercaderes que recorren las rutas de
comercio hasta el corazón del país de los
ríos invertidos, para finalmente desde allí, ir al
encuentro del líder asirio. Con la información que
obtengáis y la colaboración de nuestros aliados
invadiremos la tierra hurrita y destruiremos Washukany hasta los
cimientos.—- sentenció Tutmés convencido, como si
estuviera hablando de ir de cacería de ocas a los pantanos
del delta.

Por supuesto, no sería yo tan insensato de
aventurar la más mínima muestra de desacuerdo ante
el ambicioso y, desde mi opinión, inalcanzable anhelo del
soberano, después de haber recibido su autorización
para permanecer cerca de mi amada. Asentí de buen grado,
como si confiase tan absolutamente en sus palabras cual si
hubiesen sido pronunciadas por el propio Amón-Ra.
Simplemente me retiré agradecido de la generosidad de su
majestad, rogando a los dioses que nada pospusiera la fecha de su
partida.

Luego de que el soberano se ausentara de Waset hacia las
ciudades del norte, me sentí a mis anchas para moverme por
la capital en busca de Menwi. No me costó demasiado saber
de ella, pero me llevó algún tiempo ubicar su
paradero exacto, debido a que se había trasladado a una
pequeña y retirada aldea situada sobre la orilla
occidental hacia el sur de la metrópoli.

Los aldeanos me indicaron el sitio en que vivía
la nueva habitante del caserío.

La luz crepuscular bañaba la humilde
cabaña de adobe y junco que se levantaba en la empinada
callejuela que conducía hacia la falda de las desnudas
formaciones que limitaban el valle.

El niño, sentado al borde del sendero matando
hormigas con un palito, me miró impávido al
escuchar mi voz.

—- ¿Cómo habéis estado
muchachito?—- pregunté a Zanakht, al que tardé en
reconocer debido a lo mucho que había crecido desde la
última vez. Intenté acercarme para estrecharlo en
un abrazo pero se alejó de mí.

—- Bien.—- se limitó a decir, con su
parquedad de siempre, mientras se alejaba hacia la ribera. No se
alegraba de verme o quizás, con su indiferencia me
castigaba, por el tiempo que me había ausentado de sus
vidas. ¿Cómo saberlo?, tal vez solo era mi Ka
cargado de culpa que interpretaba como reproche la inocente
timidez de un niño.

Antes que me aproximara a la puerta de la casa
apareció Menwi llegando por la senda que bajaba de la
colina. Al verme no pudo disimular su alegría, pero
rápidamente la reprimió reemplazándola por
una actitud de fastidioso desdén que me sorprendió
por su puerilidad. Se perdió dentro de la vivienda sin
siquiera saludarme.

—- Veo que no os agrada mi visita.—- dije
desanimado, pues no imaginaba ese recibimiento.

—- No sé que esperabais. Tal vez quisierais que
saliese a llamar a los vecinos para convidarlos con una gran
fiesta en vuestro honor.—- respondió con cruel
ironía.

—- Tan solo deseaba el saludo cordial de una buena
amiga.—- dije.

El llanto de una criatura acaparó su
atención. Llegó junto a la cuna que se encontraba
bajo la ventana, levantó a la pequeña y en un
rápido movimiento levantó su blusa y la puso a
mamar de su turgente seno.

Nada respondió y dirigió su mirada hacia
su hija ignorándome lisa y llanamente.

No era la Menwi que yo dejé antes de irme, pero
tampoco era la mujerzuela que yo había conocido en aquella
taberna de rufianes. Su cabellera se veía
desaliñada y sucia; su cuerpo delgado mostraba los efectos
de la pobre alimentación. Se sintió
incómoda al darse cuenta que la observaba. Trató de
acomodarse el cabello enmarañado, y secando el sudor de su
rostro, sintió vergüenza de si misma. Rebeldes
lágrimas surcaron sus mejillas que vanamente se
apuró a eliminar con su mano.

—- ¿Puedo ver a vuestra hija?—-
pregunté.

Ante la ausencia de negativa por su parte,
ingresé cautelosamente en el pequeño cuarto
bañado por la mortecina luz del atardecer.

La niña era hermosa. Tez morena, delicadas
facciones y grandes ojos oscuros con los que sonreía
tiernamente a su madre. Podría haber sido mi hija o la de
cualquier hombre de Kemet. Se parecía en un todo a
Menwi.

—- Es muy bella.—- comenté.

Sin responderme, devolvió la sonrisa a su
niña que dejó de mamar por un instante para, de
manera franca, dedicarle a su madre la risa más
dulce.

—- Volved a Waset con nosotros.—-
sugerí.

—- No necesito de vuestra compasión.—-
respondió, orgullosamente.

—- No lo hacemos por caridad sino porque os queremos.
Piensa que allá estarán mucho mejor.—-
traté de persuadirla.

—- No soy un mendigo que espera vuestra limosna, Shed.
No os preocupéis por nuestra seguridad. Puedo mantener a
mis hijos sin ayuda de nadie.—- contestó de manera
agresiva.

—- ¿Qué motivo tenéis para
tratarme como si yo fuera el esposo que os abandonó?—-
pregunté molesto.

Como no tenía contestación válida a
mi cuestionamiento respondió con otra pregunta llena de
sarcasmo.

—- ¿Cuál es la razón de que el
honorable funcionario de su majestad venga a esta pocilga?—- me
espetó.

—- ¿Por qué me atacáis, Menwi?
¿Qué hice para merecer vuestro desprecio?—-
pregunté, exasperado por su actitud.

—- ¿A qué vinisteis, Shed?,
¿Queréis saber si la niña es vuestra hija?,
¿Deseáis aliviar vuestra conciencia o solo
vinisteis a saciar la curiosidad?—- inquirió
agresivamente, como una fiera herida haciendo frente a su
verdugo.

—- No me importa si es o no es mi hija.—-
respondí, dejándola momentáneamente
desconcertada.—- Quiero que regreséis conmigo a la
ciudad. No debéis seguir sola en esta aldea. En Waset
tendréis más posibilidades de trabajo como partera,
y podréis darles una mejor vida a los
niños.—-

—- Aquí también puedo ser comadrona.—-
respondió, obcecadamente.

—- No seáis caprichosa, Menwi. Ni siquiera hay
suficientes mujeres en este sitio. ¿Queréis decirme
cómo os ganaréis el pan con dos o tres partos por
año? Si vuestro estúpido orgullo os lleva a
rechazar mi ayuda, me mantendré lejos de vos, pero no les
neguéis a vuestros vástagos la oportunidad de un
futuro mejor. Además, si la niña fuera mi hija
tengo tanto derecho como vos a decidir por su suerte.—-
repliqué.

—- Sabía que habíais venido a buscarme
por ese motivo. No quiero que os creáis obligado por ella
para conmigo. La niña no es vuestra hija.—-
dijo.

No estaba seguro si decía la verdad, de todos
modos no podía darle la respuesta que ella
ansiaba.

—- Ya os dije que no vine a buscaros por la
pequeña sino porque sois mi amiga, os quiero, y me
preocupa vuestro bienestar. Jamás os engañé
diciendo que os amaba como un esposo ama a su esposa y tampoco lo
haré ahora. A pesar de lo que ocurrió entre
nosotros siempre fui sincero y de mi lengua no remontó
vuelo mentira alguna para endulzar vuestros oídos.—-
expresé con claridad, aunque lastimase sus
sentimientos.

Todo cuanto le expresé era verdadero, pero no me
atreví a mencionar en aquel momento mi relación con
Zelap y que esperábamos un hijo. Menwi era muy desconfiada
y pensé que recelaría acerca de los motivos por los
que la busqué.

—- Fui una tonta al creer que podríais
enamoraros de una meretriz.—- reflexionó con
tristeza.

—- Os equivocáis, Menwi. Una vez estuve
enamorado de una señora del harén que despreciaba
cualquier concepto de moralidad,
repudiando por puro placer hasta el más elemental sentido
del recato que vos jamás hubieseis osado transgredir. Pero
los sentimientos, y en especial el amor, no son guerreros que
como un jefe de tropa podemos controlar y dirigir, sino que, por
el contrario, cual salteadores de caminos, nos sorprenden cuando
menos los esperamos haciéndonos rehenes y prisioneros.
Estuve a punto de ser condenado a muerte y mi conciencia
aún carga con un pesado lastre por las calamidades que
aquella relación prohibida ocasionó a los
míos.—- dije.

—- Tal vez os juzgué mal y los sentimientos que
guardo por vos me traicionaron, haciéndoos responsable de
lo que no tienes culpa. Perdóname por comportarme como una
niña.—- dijo lloriqueando avergonzada.

—- No hay razón para pedir perdón. Solo
deseo que volváis al hogar de mis padres con los
niños, hasta que podáis encontrar un buen sitio
para vivir con ellos. Kai se alegrará mucho de tener junto
a él a Zanakht.—- comenté, asiendo tiernamente su
mano, mientras con el dorso de la otra enjugaba las
lágrimas de sus mejillas.

—- No podría regresar a casa de vuestros padres
luego de haberme comportado de manera tan ingrata con Amunet.—-
dijo Menwi.

—- Podéis quedaros en mi hogar con la
niña, pero deja que Zanakht viva con mis padres, su
presencia hará muy bien a Kai.—- más me
preocupaba el carácter huraño y solitario de
Zanakht que la compañía que pudiese hacerle a mi
hijo. Kai, siendo varios años menor que él, era
más afable y ya había hecho muchos amigos en la
aldea de los artesanos. Me afligía que Zanakht se
transformase en un muchacho insociable y resentido. El tiempo me
demostró que mis temores no eran infundados.

Mis padres recibieron a Menwi como a una hija, y mi
madre, pronto quedó prendada por la gracia de la dulce
Merty, que es como Menwi llamó a la niña. Pronto
Amunet convenció a Menwi de retornar a casa con ellos ya
que en mi hogar ella pasaba muchas horas sola.

Mi madre insistía continuamente a Pentu que Merty
se parecía a mi hermana Eset cuando era recién
nacida, aduciendo el parentesco, a pesar de que Menwi
había negado mi paternidad. Mi padre y yo
coincidíamos en que a esa corta edad muchos niños
se parecen entre sí, y por otra parte, no imaginaba
razones para que Menwi mintiera respecto de quién era el
padre de su hija. Sin muchos detalles, le dijo a mi madre que el
padre de Merty era seguramente un marino de paso con el que
había estado durante una de las últimas noches en
que trabajó en la casa de las meretrices.

Satisfecho y tranquilo de tener nuevamente con nosotros
a Menwi, me entregué de lleno a mis ocupaciones en palacio
con el fin de mantenerme cerca de Zelap tomando como excusa la
ayuda que ella y sus hermanas me proporcionaban en la
traducción y trascripción de misivas y documentos
provenientes de las tierras del norte.

Las frecuentes tormentas de arena y el enrarecimiento
general del clima sobre todo al norte del país,
disminuyó la brillantez de los días, provocando
amaneceres y crepúsculos extraños, y días
más fríos que lo normal para aquella época
del año, motivando que el Visir autorizara al
Chambelán a trasladar el harén hacia la residencia
del sur.

Mientras los miembros del harén habían
abandonado Waset para trasladarse al complejo palacial de la
"Isla de los elefantes" cerca de la ciudad fronteriza de Sunnu,
antes del comienzo de la inundación, Zelap y sus hermanas
permanecieron en la capital con el pretexto de las dificultades
que tenía mi amada con su embarazo, que ya alcanzaba el
quinto mes, mientras todos suponían que apenas llegaba a
la decimosegunda semana de gestación. Zelap se encontraba
en perfecto estado y nuestro hijo crecía fuerte y sano en
su vientre.

Aquella tarde, habíamos estado trabajando juntos
en la sala de escribas con la traducción de una tablilla
llegada desde tierras amorreas, bajo la atenta vigilancia de los
eunucos del harén y las curiosas miradas de los
burócratas, más pendientes de nuestra actividad que
de sus propias ocupaciones. Robándome alguna caricia de la
mano de Zelap, rozando casi imperceptiblemente su piel en un
acercamiento aparentemente accidental y halagándola con
palabras dulces al oído de una mujer en la lengua que los
guardianes del Faraón nunca comprenderían, nos
prometimos un encuentro amoroso para esa noche en que la
residencia se encontraba más desierta que nunca, y luego
lo estaría más, cuando los funcionarios que
aún quedaban se retiraran a sus villas.

En algunas pocas ocasiones pudimos estar juntos cuando
sobornando a cierto guardia de palacio, conocido de mi amigo
Maya, permitía la salida de Zelap vestida como una
sirviente de la residencia. Empero, esa noche sería
más fácil que yo me escabullera hacia el interior
de la misma, antes que intentar que Zelap saliese disfrazada, sin
casi haber mujeres por quien hacerse pasar. El mal tiempo de los
últimos días también contribuyó para
que los funcionarios abandonasen la residencia más
temprano ya que el viento arreciaba con mayor intensidad
después del ocaso.

Provisto de una capa oscura que permitiera mis
movimientos en las penumbrosas estancias, permanecí oculto
en la quietud de la sala del trono hasta que los corredores
quedaran desiertos luego de la salida de los últimos
escribas.

Deslizándome sigilosamente entre las sombras
llegué ante la habitación de mi amada. La puerta
debía estar abierta según habíamos convenido
con Zelap, pero al llegar se hallaba cerrada. Imaginé que
Zelap lo había olvidado, tal vez por ansiedad o
quizá la hubiese cerrado por temor a que los guardias de
palacio en sus rondas por la planta baja pudiesen advertir alguna
actividad sospechosa. Luego de asegurarme que los custodios de la
residencia no se encontraban cerca, di suaves golpecitos en la
madera apenas audibles y esperé. Me resultó
extraño que Zelap tardase en abrir sabiendo el riesgo que
yo corría de ser descubierto en aquel sitio, mas,
intranquilo como estaba y cuando me disponía a intentar yo
mismo accionar la manija, comenzó a abrirse
lentamente.

Al ingresar en la sala que se encontraba casi tan oscura
como el corredor, no reconocí a la mujer que me
había permitido el ingreso pero creyendo que se trataba de
Zelap la saludé como de costumbre.

—- Querida . . .?.—- al verla mejor,
enmudecí, comprendiendo que algo malo estaba
ocurriendo.

La tenue luz proveniente del otro extremo de la estancia
me permitió reconocerla. No era Zelap sino su hermana
Talip quien estaba conmigo, y su rostro se encontraba surcado de
lágrimas y la aflicción deformaba sus
facciones.

—- Qué sucede . . .?.—- pregunté en
lengua hurrita, preocupado de que algo le hubiese pasado a
Zelap.

—- Bienvenido, Shed.—- dijo una voz en lengua
hurrita con una extraña pronunciación, salida de la
oscuridad.

La piel se me erizó al saberme descubierto en
flagrante delito, pero más aún al descubrir aquel
acento extranjero tan desagradablemente familiar.

—- No habéis defraudado mis expectativas, mi
querido. —- dijo Kina, adelantándose vacilante, como si
estuviese ebria, hacia la lámpara para que pudiera verla.
Detrás, en un rincón, yacían temerosos y
confundidos Minok y Ashima, y a su lado Zelap y Mapalip
amordazadas, bajo el control de tres jóvenes esclavas
negras de la princesa asiática.

—- ¡Perdonadme!, ¡No pude advertiros por
miedo a que ella hiciera daño a mis hermanas!—- dijo
Talip, llorando angustiada.

Gozando su momento de triunfo Kina, con una amplia y
malvada sonrisa, se recostó sobre los cojines extendidos
cerca de la ventana. Daba la impresión de estar
ebria.

—- Qué ingenuo sois al creer que dejaría
Waset para ir al sur con el resto del harén lleno de
viejas chismosas, mujeres aburridas y niños incordios.
¿Cómo pensasteis que me perdería la
romántica escena de veros llegando hasta el aposento de
vuestra amada a entregarle vuestro amor?—- dijo,
burlándose de nosotros.

Mientras Kina disfrutaba de prolongar nuestro
sufrimiento brotaron de mi memoria los aciagos recuerdos de otros
tiempos. El suicidio de Ahset, el juicio, la muerte de Tausert.
No podía ser cierto lo que me estaba ocurriendo, no, no
otra vez. Por qué fui tan confiado, cómo pude ser
tan estúpido al pensar que Kina dejaría la capital
cuando su mirada aquella noche de la fiesta demostraba que ya
sospechaba de mis actividades. Me sentí acorralado y tan
vulnerable que experimenté el impulso de lanzarme hacia
ella y estrangularla.

Talip me contuvo, aferrándome del brazo al
adivinar mis intenciones.

—- No Shed. Dará la alarma a los guardias y
todo habrá terminado.—- dijo ella preocupada.

—- ¿Me atacaréis, Shed?—-
preguntó riendo irónicamente, sin moverse de su
lugar.—- Un solo grito de mi parte y todos los custodios
estarán aquí. Vuestra amada y el bastardo que lleva
en su vientre serán condenados a morir. ¿O me
equivoco acerca de que el hijo que lleva en sus entrañas
no tiene una gota de sangre Real?.—- inquirió con
malévola mueca.

Ni siquiera intenté desmentir su
aseveración, ya no tenía sentido.

—- ¡Ah, vuestro silencio dice mucho, Shed!—-
rió a carcajadas.

Hizo señas para que sus esclavas liberaran a
Zelap y Mapalip. Zelap se aproximó acongojada, y se
abrazó a mí llorando desconsolada.

Estábamos en sus manos. Fuera lo que fuese que
tramara no podía darme el lujo de provocarla.

—- Ya podríais haber alertado a los guardias y
no lo habéis hecho. ¿Qué queréis de
mí?—- pregunté, desconcertado al no imaginar
qué pretendía.—- Venderé todo lo que tengo
para dároslo si lo que queréis es riqueza.—-
dije, tentando su avaricia.

Volvió a reír con más desparpajo
aún al punto que temí que la escucharan desde el
exterior.

—- No solo tengo más de lo que quiero, sino que
nunca podré gastarlo enclaustrada en esta prisión
dorada.—- expresó, hastiada de su vida del harén.
—- ¿Sabéis que quiero? Os quiero a vos.
Seréis mi mascota, mi sirviente. Os tengo en mi poder y no
podéis negaros a hacer mi voluntad.—- afirmó,
desafiante.

La observé con cierta perplejidad pues no
pensé que prefiriese hacerme esclavo de sus caprichos
pudiendo acusarme rápidamente para que me condenasen a
muerte y vengar la humillación sufrida por mi culpa. Mas,
su perversidad pronto me demostraría que la venganza que
ella imaginaba podía ser un suplicio aún más
lento y penoso.

—- Acercaos, ven, sentaos junto a mí.—- dijo
a Talip.

Ella se aproximó lentamente, con
recelo.

—- Ven. —- insistió.—- No os haré
daño.—- le dijo, asiendo su mano y atrayéndola a
su lado de un modo sensual, morboso.—- Vos sabéis que
ningún hombre debe siquiera desear a cualquiera de
nosotras porque somos propiedad de nuestro señor, el
Faraón, . . . —- le decía a Talip como si le
estuviese dando lecciones de moral.—- sin
embargo, no quiero decepcionar a los enamorados que se han dado
sita hoy, y, como soy muy romántica, os invito a ver como
se aman.

—- Por favor, no dejéis que los niños
vean esto.—- rogó Zelap, acongojada.

—- ¿Podemos llevarlos a la otra
habitación?.—- preguntó Talip.

—- Puedo llevarlos yo.—- sugirió
Mapalip.

—- No, vos os quedaréis con nosotras.—- dijo
secamente, Kina.

—- Minok teme a las negras. Cree que son demonios a
causa de su piel oscura. No hay gente como ellas en mi
tierra.—- insistió Mapalip.—- Llorará si alguna
de nosotras no se queda con él. Su llanto podría
alertar a los guardias.

—- No me importa lo que hagan. Nadie saldrá de
aquí.—- dijo Kina.

Kina permaneció pensativa por un
instante.

—- Para hacer más atractivo el juego a Shed le
será impedida la visión, como en aquellas noches en
que disfrutaba de los placeres sensuales con mi difunta amiga, la
señora Ahset.—- comentó,
avergonzándome.—- Igualmente, tápenle los
oídos.—- señaló finalmente.

No comprendía que se proponía, pero de
cualquier manera debía hacer lo que me ordenara, no
tenía otra opción.

Con dos de mis sentidos anulados completamente
esperé sentado en el suelo a que me indicaran lo que Kina
quería.

Me angustiaba sobremanera lo turbada que se
sentiría Zelap de ser obligada a hacer el amor delante de
sus hermanas y demás extraños. Por otra parte, me
preocupaba que la situación le ocasionara cierto
nerviosismo que afectara a nuestro hijo. Sin embargo, en lo
referente a lo estrictamente sexual ya habíamos estado
juntos anteriormente y nada malo había ocurrido, por lo
que en cierta forma me tranquilicé al respecto.

Fui obligado a pararme para ser desvestido.
Completamente desnudo permanecí unos momentos de pie,
desconcertado. No podía ver ni escuchar absolutamente
nada. Me hicieron arrodillar y luego sentí los tiernos
labios de Zelap, besándome, e intenté abrazarla
pero me lo prohibieron apartando mis manos de ella. La piel de
sus mejillas se hallaba húmeda. Zelap estaba llorando.
Adivinaba su tristeza y presentía su desconsuelo. El
momento era realmente humillante para una dama como ella.
Involuntariamente y a pesar de la vergonzosa situación me
sentí excitado por sus besos luego de semanas de no hacer
el amor. Luego sus labios se esfumaron pero sus caricias sobre mi
cuerpo aumentaron más mi deseo. En la oscuridad y el
silencio que me rodeaban, mi piel parecía sensibilizarse
al extremo, agudizando su percepción ante el más
mínimo roce, ante el más leve contacto de sus
manos. Quise tocarla pero nuevamente me fue negado.

Me hicieron inclinar hacia ella para que nos
uniésemos. Ella temblaba y percibí su
tensión. Antes de penetrarla intenté detenerme pues
sabía lo que Zelap estaría padeciendo en aquellas
circunstancias bochornosas. Una mano anónima empujó
mi espalda induciéndome a continuar el acto. Me
acerqué a su rostro pero fui apartado con brusquedad por
alguien más. Lentamente penetré en su intimidad
percibiendo la estrechez de su vagina, como cuando la primera vez
que hicimos el amor, al hallarse sumamente nerviosa. Sabía
que sería doloroso para ella, pero la mano en mi espalda
me empujaba con violencia. La sensación era intensa y a
pesar de mi intención de frenar el movimiento, era
impulsado una y otra vez contra su cuerpo. De pronto,
percibí algo líquido y tibio en mi pene. Mi
aflicción se hizo extrema al imaginar que algún
daño podía haberle causado a Zelap. Alarmado me
detuve apartándome de ella y, luchando contra quienes
intentaban obligarme a continuar, me saqué la venda de un
tirón.

La perversidad de Kina me dejó azorado.
Todavía con mis oídos tapados, vi a Zelap lejos de
mí, contra la pared, su rostro demacrado, horrorizada ante
la deshonrosa situación en que nos había puesto
Kina. Reemplazando a Zelap por una de sus hermanas, la maligna
mujer me había llevado a desflorar a Mapalip su joven
hermana, que hasta aquel día fue casta.

Apesadumbrado, me saqué los tapones de mis
orejas.

—- ¡¿Por qué castigáis a
los inocentes por mis culpas?!.—- pregunté
encolerizado.

Sin prestarme atención, se acercó a
nosotros.

—- ¿Qué tenemos aquí?.
¡Pero qué descubrimiento!.—- dijo Kina
burlonamente, observando la sangre que manchaba la entrepierna de
Mapalip.—- Parece ser que la jovencita había escapado
del soberano en la primera noche.—- expresó con
ironía.

Completamente turbado, oculté mi rostro con mis
manos sin poder disimular mi pesar. Me sentí profundamente
consternado al propio tiempo que furioso, pero nada podía
cambiar ya.

Zelap se hallaba estupefacta, con la mirada perdida en
el vacío. Mapalip lloraba desconsoladamente acurrucada
contra su hermana, acongojada por la humillación a que la
princesa la había sometido. Compungida, Talip procuraba
calmarla vanamente evitando mirarme.

Buscando mis ropas, alargué mi brazo asiendo mi
taparrabo y el faldellín para cubrir mi desnudez.
¿Cómo hubiese podido adivinar que no era Zelap?. Y
aún si hubiese sabido, ¿Podría haberme
negado a cumplir su voluntad?.

Permanecí inmóvil en un rincón,
paralizado física y mentalmente,
invadido por una desoladora sensación de impotencia frente
a la perspectiva de transformarme en un juguete de la
inconcebible malignidad de aquella mujer. ¿Qué me
vería compelido a hacer para pagar su silencio?.—- un
fuerte escalofrío recorrió mi cuerpo de solo
pensarlo.

Kina indicó a sus esclavas que salieran.
Observando la escena se mostró satisfecha, casi
exultante.

Al llegar a la puerta antes de marcharse, me
amenazó:

—- Si intentáis hacerme algún
daño, sabed que alguien más está al tanto de
todo y que si algo llegara a ocurrirme, esa persona dará a
conocer vuestro secreto al Faraón.—-
amenazó.

—- ¿Y si vuestro cómplice nos delata
para ganar el favor del soberano?.—-
pregunté.

—- No desobedecerá mis órdenes pues yo
también conozco sus secretos y son muy peligrosos,
librados a mi arbitrio.—- dijo.

—- Pero vuestras esclavas también saben
todo.—- advertí.

—- Ellas nunca hablarán. Les hice cortar sus
lenguas cuando las compré.—- concluyó riendo,
mientras desaparecía en la penumbra de los
corredores.

Capítulo 25

"El
vientre de Naunekhet"

Los siguientes días estuve intentando seguir con
mis actividades pues lo que más me convenía era que
nadie más supiera lo que había ocurrido aquella
noche, sin embargo, me era absolutamente imposible seguir el
curso de su vida cuando sabía que el futuro de todo lo que
amaba dependía de la voluntad de ese demonio con aspecto
de mujer. A través de Binnet pedí a Zelap que
mantuviese al corriente de las actividades de Kina. Me era
imprescindible saber con quién se veía, que
hacía durante la jornada, qué lugares de Palacio
frecuentaba, de manera que pudiese descubrir quién era su
cómplice y que es lo que estaba tramando.

Una orden del propio Visir obligó a las damas del
Harén que aún se encontraban en la capital a ser
escoltadas hacia la residencia del sur donde permanecerían
hasta el final de la estación de Peret. La cuestión
del traslado complicaba la situación aún más
porque a la distancia no podría ayudar a Zelap si algo le
ocurría ni seguirle los pasos a Kina, que hasta ese
momento, extrañamente, no había vuelto a tomar
contacto conmigo, ni siquiera para recordarme que me tenía
en su puño pero, sus exigencias no se hicieron esperar y
al final de esa tarde me llegó un papiro en el que me
ordenaba que con cualquier excusa pidiera al Visir que me dejara
trasladarme a Sunnu con las damas del Harén, seguramente
pensando en tenerme cerca quizá por temor a que huyera del
país, evitando la acusación de traición al
Faraón. Jamás hubiese abandonado a Zelap ni a mi
familia para salvar mi pellejo. La orden de Kina solo me
facilitaba las cosas ya que en una ciudad pequeña como
Sunnu podría moverme a mis anchas sin el control del Visir
y las miradas desconfiadas de los demás funcionarios de
Palacio en Waset.

No sin algún reparo, el Visir autorizó mi
viaje a Sunnu ante mi solicitud, teniendo en cuenta que me
resultaría imposible continuar con la traducción de
la correspondencia llegada de los reinos cananeos y hurritas, que
resultaba vital para las aspiraciones del Faraón sobre los
territorios de Naharín, sin la ayuda de Zelap. Más
aún, ella estaba colaborando en mi perfeccionamiento de la
lengua hitita que hablaba con fluidez. Las variaciones regionales
de la lengua hurrita a veces hacían muy compleja la
correcta traducción de los textos cuyos contenidos no
podían ser interpretados de manera errónea por las
consecuencias que podían acarrear. Desde el comienzo del
reinado, Tutmés había adoptado la estrategia de
especializar a sus representantes para los territorios
extranjeros, entre los que me encontraba, en las lenguas y
dialectos de las diferentes zonas de influencia de su imperio
para mejor administrarlos y mantener cualquier intento de
correspondencia subversiva bajo control. Aunque mis conocimientos
eran buenos, era imposible dominar la terminología de toda
la región cuando en ocasiones un río o a veces un
arroyo separaba a poblaciones que hablaban lenguas por completo
diferentes. Esta situación es bastante diferente a la de
mi país cuya unidad lingüística es casi
completa.

Volviendo a los hechos que conmocionaban mi vida, os
contaré que en menos de una semana estaba instalado en una
pequeña y agradable villa del norte de Sunnu, sobre la
ribera oriental del Hep-ur, frente a la Isla de los Elefantes en
donde se encontraba parte de la Residencia Real entre cuyas
instalaciones se hallaba el Harén con sus aposentos y
jardines. Como parte del mismo se contaban la sala del trono, la
sala de escribas que hacía las veces de escuela para los
descendientes de la familia real dirigida por eunucos muy bien
capacitados, la cocina y los baños. El resto de la
Residencia se encontraba en la orilla occidental contando con un
parque, terrazas floridas y hasta un zoológico con
animales exóticos de las salvajes tierras del sur, como
jirafas, monos, elefantes y aves de bellísimo plumaje
desconocidas en Kemet.

Mi amiga Binnet como encargada de la cocina fue llevada
junto con las demás sirvientes de Palacio para atender a
la Reina Meryetra, a las esposas secundarias y a las concubinas
del Faraón. Habiendo podido mantener oculta nuestra
amistad a los ojos de Kina, la labor de Binnet espiando sus
movimientos dentro del Harén tal vez resultara importante
para descubrir los planes de la princesa
asiática.

Por Binnet, supe que Sekhemib, el Chambelán, para
mi alivio, no tenía buenas relaciones con Kina y que ella
se cuidaba de no llamar su atención, demostrando
sumisión a su jerarquía. Binnet, me aseguró,
como yo mismo creí advertir a pesar del poco trato que
teníamos, que a pesar de su carácter hosco y
autoritario, el viejo burócrata era un funcionario
honorable y sumamente estricto en el cumplimiento de sus deberes.
Ese hombre no tenía secretos y ni siquiera Kina
podía manipularlo. Si bien me tranquilizaba que Sekhemib
no estuviese implicado, nada sabía del resto de los
funcionarios.

Si bien veía a Zelap con frecuencia por mis
trabajos de traducción, la situación era sumamente
tensa debido a la presencia del propio Chambelán,
escribas, ayudantes y hasta de sirvientes, que constantemente
merodeaban por la sala a causa de la reducida amplitud y menor
número de estancias de la residencia real de Sunnu en
relación al de la ciudad capital.

Aunque la situación hubiese sido diferente, Zelap
se mostraba indiferente y esquiva. Nuestra relación
había quedado claramente afectada por el episodio en que
Kina me había obligado a desflorar a su joven hermana.
Hacía todo lo que estaba a mi alcance para demostrarle mi
amor, intentando compensarla por tantas amarguras vividas desde
que Kemet invadió su tierra, pero, todo parecía
aumentar su desconsuelo.

Luego de varios intentos por encontrarme con Zelap fuera
de palacio, pude verme con ella una desapacible noche en que una
fuerte tormenta de arena iniciada esa mañana había
recluido a las señoras del harén posibilitando la
salida subrepticia de mi amada durante el ocaso.

Llegó acompañada de Binnet quien la
guió hasta el templo del Dios Khmun en la orilla oriental
del Hep-ur donde, ante el solitario pórtico, la estaba
esperando desde antes de que el pálido disco de Ra
descendiera hacia sus aposentos occidentales tras un espeso manto
de polvo.

Las llamas de las antorchas junto a los pilones de
ingreso al ser agitadas por el viento, proyectaban nuestras
sombras en la arena como fantasmales serpientes que ondulaban
espasmódicamente sus siluetas.

Sin quitarse el manto que cubría su cabeza, Zelap
se acercó a mí lentamente, al tiempo que Binnet se
alejaba de nosotros para dejarnos a solas. Aferré sus
manos con ternura para llevarlas a mis labios y besarlas pero,
ante su actitud renuente, preferí no hacerlo.

—- Amor mío, no imagináis lo feliz que
me hace teneros a mi lado de nuevo.—- dije,
arrodillándome para besar su turgente vientre.

Al parecer mi acción la sorprendió,
derrumbando su sentimiento de desconsolada indiferencia. Sus
grises ojos tristes dejaron escapar un incontenible llanto, que
sus esfuerzos por reprimirlo solo lo hicieron más
conmovedor a mi alma angustiada por sentirme la causa de tantas
desdichas. Abrazados el uno al otro, sin pronunciar palabra,
permanecimos llorando sin darnos cuenta del tiempo, sin pensar en
peligros, sin reparar en nuestros miedos, solos, ella, nuestro
hijo y yo, desahogando nuestro dolor, vaciando la tristeza que
inundaba nuestros corazones que no conocían el sosiego, la
tranquilidad y la alegría desde que nuestros caminos se
habían unido.

—- A veces siento . . . que ya no me quedan fuerzas
para resistir tanta adversidad.—- dijo entrecortadamente
desbordada por el llanto.

—- Si supiera que dando mi vida podría lavar
las humillaciones que habéis sufrido y mitigar vuestra
tristeza, lo haría sin pensarlo siquiera. Yo os amo como.
. . —- cubrió mi boca con sus dedos, sin permitirme
terminar la frase. Delicadamente desplazó su mano buscando
mis labios con su frente. Rocé sus rizos dorados con mi
barbilla bajando por su nariz hasta besar sus mejillas
húmedas y tibias.

—- A veces pienso, —- dijo ella.—- que si
dijésemos al Faraón que nos amamos tal vez
él nos perdonaría y nos dejaría seguir
juntos nuestras vidas. Mi unión con él no tiene
ninguna importancia estratégica y tampoco significo nada
para él. Además, tiene tantas esposas que ni
siquiera las debe recordar a todas.—- dijo Zelap, como si todo
fuera solo una pesadilla.

—- No, Zelap. En Kemet eso sería imposible.
Comprendo que resulte difícil para vos aceptarlo, pero os
aseguro que no hay otra manera de continuar, nuestras vidas y la
de nuestro hijo, que permanecer ocultando nuestro amor.—- dije
resignado.—- ¿Kina os ha maltratado?

—- Realmente no, al menos, no últimamente, y a
mis hermanas tampoco.—- respondió, aliviada.

—- ¿Habéis notado algo sospechoso entre
Kina y algún funcionario de palacio?.—-

—- Solo la he visto de vez en cuando conversar con el
Chambelán.—- dijo ella.—- Lo que sí resulta
curioso es la importancia que ha tomado para ella su amistad con
una mujer del Harén. Kina no oculta que busca congraciarse
con ella. Se trata de una muchacha muy joven, casi una
niña, de la que ha ido ganando confianza a base de halagos
y adulación desde nuestra llegada.—-
comentó.

—- ¿Por qué creéis que busca
congraciarse?—- inquirí, curioso.

—- Es obvio que la consiente y la protege de todos los
peligros que acechan en el Harén. Con disimulo, Kina
ordena a sus esclavas que prueben los alimentos antes que la
joven los consuma, y cruza invectivas amenazantes con las
demás mujeres que se comportan de manera agresiva con
ella.—- expresó Zelap.—- ¿Creéis que
pueda ser ella, su cómplice?.—- inquirió
ansiosa.

—- No, creo que lo sea. El cómplice de Kina
tiene que ser alguien de fuera del Harén cuyo poder,
influencia o aparente imparcialidad en los asuntos que se agitan
en su seno lo hagan merecedor de atención. Las acusaciones
y calumnias nacidas dentro de su ámbito son tan frecuentes
que actualmente solo provocan el fastidio del Visir y la
indiferencia del Faraón.

Sin embargo, esta nueva relación de Kina es muy
singular por otros motivos. Ella no tiene amigas, solo tiene a su
alrededor personas que puedan servir a sus intereses. Por ello es
extraño que Kina se comporte de manera tan maternal.
¿Conocéis el nombre de la joven?—-
pregunté.

—- Su nombre es Naunekhet. Parece ser una princesa—-
respondió.

El nombre me resultaba familiar pero no lo asociaba con
ninguna dama del Harén y menos aún con una
princesa.

—- Tal vez no sea princesa, sino, alguna concubina de
rango menor.—- especulé.

—- Os aseguro que Kina se encarga de resaltar la
condición real de la jovencita cuando habla de ella.—-
aseguró Zelap.—- ¿Creéis que puede tener
alguna importancia?.—- preguntó, al ver mi
expresión pensativa.

—- Es posible.—- respondí, más por
intuición que por conocimiento.

Dedicamos el resto de nuestra cita a curar nuestras
heridas del corazón con caricias, tiernos besos y palabras
que nos llenaran de amor para poder resistir los embates de la
hostilidad que se avecinaba.

A través de mi intercambio epistolar con el
Visir, ocupado en las cuestiones del reino en la ciudad de
Mennufer, pude conocer los detalles relacionados con la nueva
protegida de Kina. Zelap estaba en lo cierto. Se trataba de una
princesa, una de las más jóvenes de la familia Real
de Kemet. Tenía por antecesores al legendario
Faraón Kamose y a su Gran esposa real, es decir que la
muchacha era tataranieta de una hija del Gran Faraón que
condujo la expulsión de los Heka-hasut de nuestro
país. A pesar de que la estirpe de la joven no
pertenecía a línea directa de los príncipes
más cercanos al poder de las últimas generaciones,
era descendiente directa del hermano mayor del fundador de la
dinastía, además, considerado un mito por su
valentía y personalidad. Como me había comentado
Zelap el nombre de la muchacha era Naunekhet y, hasta poco tiempo
atrás, nadie tomaba en cuenta su presencia en el
Harén por dos razones fundamentales. La principal era que
su salud nunca había sido muy buena y que los curanderos
reales dudaban de sus posibilidades de procrear a causa de las
repetidas enfermedades febriles que la
habían aquejado durante su infancia.

Su delgada figura y su aparente debilidad le restaban
oportunidades de resistir un alumbramiento, a ojos de las
comadronas de Palacio, si es que resultaba ser fértil. El
segundo motivo que menguaba cualquier aspiración a un
mejor futuro, era que su padre, tercer profeta de Ptah en la
ciudad de Mennufer, tenía pocas oportunidades de progresar
hasta el sitial de Sumo sacerdote del dios.

Sin embargo, y ante la sorpresa de la mayor parte de la
corte, la joven Naunekhet, en poco menos de dos años
había dejado de ser la niña enfermiza de
antaño para transformarse en una mujer sumamente atractiva
que no poca admiración comenzaba a despertar en
Tutmés que, corto tiempo atrás, apenas la tuvo en
cuenta para tomarla por esposa tan solo por su ascendencia real.
Tampoco era despreciable la estrecha relación de amistad
que había unido a Iset, la madre del Faraón, con la
madre de Naunekhet antes de la muerte de la primera.

La bondadosa mujer había sabido ganarse la
admiración y el agradecimiento del actual soberano en sus
años de juventud, cuando personalmente dejó a su
familia para atender a Iset en sus últimos meses de vida,
cuando la Reina regente Hatshepsut le había retirado la
atención de los curanderos reales por la aversión
que sentía hacia ella, a causa de la preferencia que por
Iset tenía el ya fallecido Tutmés II, del cual
había sido concubina.

Pero, ¿qué relación tenía
todo esto con la repentina amistad de Kina con la inocente
Naunekhet?. La clave estaba en que, como me informara
recientemente Binnet, siete lunas llenas atrás, la joven
de solo catorce años había suspendido su sangrado
mensual quedando preñada del Faraón. Su cuerpo
había engordado poco pero su vientre rebosante de vida
crecía sin complicaciones, comenzando a transformarse en
amenaza para la reina Meryetra y para las pocas esposas
secundarias y concubinas que habían podido darle un hijo
varón al Faraón.

Conociendo a Kina advertí inmediatamente el
interés que tenía en Naunekhet que, tímida e
ingenua, resultaría una valiosa gema en sus manos si su
matriz
abrigase un heredero de sangre real. Ella, probablemente hubiese
calculado el alcance de la relación entre Naunekhet, que
devenía en una muchacha cada vez más hermosa,
(blanco de los ataques y de las envidias de otras mujeres del
Harén) y el Faraón, cuya principal debilidad era
someterse a los deseos de mujeres jóvenes y bellas. Sin
ninguna posibilidad de progreso propio, la princesa
asiática apostaba al vientre de su protegida para influir
en las futuras decisiones de Tutmés.

Si bien me quedaba claro que el objetivo primero de Kina
era congraciarse con Naunekhet, existían cuestiones muy
importantes que estaban lejos de mi comprensión. Me
resistía a creer que Kina simplemente jugase sus mejores
opciones a la posibilidad de que su protegida diese a luz un
varón. Y, ¿qué ocurriría si tuviese
una niña o si el niño o la madre morían
durante el alumbramiento?. ¿Kina simplemente se
conformaría con haber hecho el mejor esfuerzo y
esperaría una nueva oportunidad?.

Estaba seguro que la respuesta era negativa.
Además, aún si Naunekhet pariera un niño, el
pequeño se encontraría rezagado en su derecho a la
sucesión con respecto al principal heredero al trono,
Amenhotep Akheprura, hijo de Meryetra, la esposa real.

Meryetra no era una mujer bella, ni joven, ni muy
inteligente, pero había demostrado el suficiente
carácter como para traicionar a Kina y hacer frente a la
posibilidad de que la princesa asiática la acusara de
cómplice en el escándalo que resultó de mi
secuestro y que terminara con el suicidio de Ahset. Tutmés
no se lo hubiese perdonado y seguramente la hubiese apartado del
sitial de reina que ahora ostentaba. Empero, Kina no
podría haberla delatado sin arriesgarse a que Meryetra la
acusara de ser quien ideó el plan que desembocó
finalmente en la muerte de la favorita del rey. Meryetra se
arriesgó a perder sus prerrogativas pero Kina se hubiera
echado la espada del verdugo en su cuello.

Kina jamás perdonaría la pérfida
actitud de la reina, pero yo sabía que no se
precipitaría cometiendo algún acto impulsivo. Por
el contrario, esperaría el momento adecuado para vengarse
de ella y disfrutar del sufrimiento de su enemiga. Sin embargo,
cuándo y cómo lo llevaría a cabo eran
cuestiones más allá de mis capacidades de
especulación.

Aunque parecía peligrosamente trivial estar
ocupando mis días en meter mis narices en los embrollos de
Kina, en vez de intentar zafar prontamente y de la manera
más simple de la telaraña en la que nos
había atrapado, comenzó a obsesionarme la idea de
descubrir la trama de los asuntos que movían sus
intereses.

Tal vez, —- me dije, en aquel momento.—- no fuese
descabellado pensar que todo estuviese relacionado pero,
quizá solo estaba perdiendo un tiempo sumamente valioso en
conspiraciones de alcoba y enredos de viejas chismosas. Una sola
cuestión debía acaparar toda mi atención;
cómo descubrir quién era su secuaz.

Una de aquellas noches mientras dormía y sin que
mediara ningún mal sueño previo, desperté
asaltado por un pensamiento
que más que una revelación me pareció una
elucubración insana de mi espíritu perseguido por
los espectros maléficos que emanaban de Kina.
Imaginé a Kina planeando asesinar al heredero para dejar
el campo libre al hijo de Naunekhet y vengarse de Meryetra por
haberla traicionado. Yo mismo había pasado por eso cuando
Kina, intentando matar a Kai, provocó la muerte de mi
esposa. Era fácil llegar hasta el hijo de un funcionario
cualquiera que no esperaba ningún ataque y que no contaba
con custodia alguna. Sin embargo, intentar hacerlo con Amenhotep
sería muy distinto.

El heredero, era el niño más vigilado y
protegido del Harén, sus comidas probadas por esclavos
antes de que él las consumiera, sus alimentos
procedían de animales y vegetales especialmente criados
para él, las cestas con frutas eran revisadas previamente
por los guardias en busca de serpientes o escorpiones, los
objetos con que jugaba no podían ser agudos o con filo
ante la posibilidad de que se colocara algún veneno en
ellos. ¿Quién podría hacerle daño
sino un suicida que se arrojara contra las lanzas de los
custodios en el intento de llegar con un puñal entre sus
vestiduras?. No, no sería posible tal cosa. Nadie en su
sano juicio lo haría aunque Kina pagara con todo el oro
del Templo de Amón.

Mientras tanto yo intentaba seguir los pasos de Henu el
curandero real de quien yo suponía que, aunque no
tenía pruebas de ello, había ayudado a Kina durante
el juicio por la muerte de Ahset. A pesar de mis esfuerzos no
había logrado descubrirlo en situación sospechosa
por lo que me había decidido a cambiar de rumbo para
continuar por Horemheb, otro de los escribas importantes dentro
de la administración palaciega, intentando encontrar
algún indicio de que fuese él el socio de Kina en
este macabro juego.

Por pura casualidad cuando una noche, me encontraba
husmeando entre sus documentos que yacían sobre la mesa de
la sala del trono, escuché, desentonando en el coro de
sapos e insectos que animaban el silencio nocturno, el sonido de
una barca que se aproximaba al embarcadero occidental batiendo el
agua con sus remos. Me acerqué a la ventana de ese extremo
de la sala para ver quien llegaba a tan tardías
horas.

A pesar de la luz de la luna apenas podía divisar
a los ocupantes de la barca pero, al parecer, un solo pasajero
llevaba la pequeña nave pues el otro hombre, que
debía ser el barquero, permaneció en
ella.

El sujeto que se apeó se dirigió presuroso
por el sendero que sube hacia el patio que da acceso a la entrada
norte de Palacio. Por la cabeza calva podía ser Henu
aunque también cabía la posibilidad de que fuera un
sacerdote del templo de Khnum. De todos modos fuese quien fuese
era extraña aquella visita nocturna a la residencia y me
interesaba saber qué ocurría.

Cuando llegaba cerca del pórtico, escuché
que uno de los guardias informaba acerca de la presencia de un
recién llegado, quién solicitaba hablar con el
intendente del Harén. El custodio de la puerta se
internó en las estancias y pronto volvió
acompañado de Tahri.

Oculto detrás de una columna del vestíbulo
y a resguardo de la luminosidad delatora de las lámparas
del lugar, observé la expresión de desagrado del
eunuco cuando reconoció al visitante.

—- Dejadnos solos.—- dijo al custodio, con su voz
casi femenina y nerviosa, el intendente.

—- Gracias por recibirme, Tahri.—- expresó el
anciano.

—- ¿Qué queréis, Henu?—-
preguntó el eunuco con impaciencia.—- Sabéis que
no deberíais estar aquí.

—- Debo verla. He descubierto algunas hierbas de las
cercanías que le interesarán mucho.—-
expresó el herbolario intentando ver por encima de los
hombros de su interlocutor hacia el corredor principal del
Harén.

—- No puede ser. Ella está dormida y no es
conveniente que alguien más pueda veros.—- dijo Tahri,
alzando su mano para posarla sobre el hombro de Henu, tratando de
convencerlo de que debía marcharse.

—- ¡No me iré hasta hablar con la
princesa!.—- dijo obstinadamente evitando el brazo de
Tahri.—- ¡Vos no tenéis derecho a
impedírmelo!.

—- ¡Podría haceros sacar a patadas de
aquí!. Parece que …—- Tahri fue interrumpido por una
voz femenina que llegaba tras sus espaldas. El eunuco se
alejó para dejarlos conversar pero se mantuvo cerca como
temeroso de que el Chambelán pudiese descubrir la
situación.

—- No debéis volver aquí y no me importa
lo que tengáis para decirme.—- dijo la princesa de
Retenu mostrando poca consideración.

—- Mi señora, siempre os he servido fielmente.
Recordad cuánto os he ayudado.—- expresó Henu,
entristecido.

—- ¡¿Acaso sois imbécil!?.
¿No comprendéis que no quiero que regreséis
a buscarme?!. —- despreció Kina al hombre.

—- Decidme en qué puedo serviros y lo
haré, pero no me apartéis de vos, os lo
suplico.—- imploró el anciano.

—- Para nada podéis servirme ya, y tampoco
habéis logrado demasiado que pudiese aprovechar.—- dijo
Kina, sin mirarlo.

—- No me dejéis, alteza.—- se inclinó
con dificultad Henu hasta arrodillarse, para asir la mano de la
princesa asiática.

—- ¡¡No oséis tocarme, viejo
decrépito!! ¡Me repugnáis!—- lo
humilló Kina, empujándolo con el pié hasta
hacerlo caer de espaldas, para luego escupir sobre él.—-
¡No volváis a presentaros por aquí y tampoco
oséis chantajearme porque os haré despellejar
vivo!

El herbolario, incrédulo, no alcanzaba a aceptar
tal rechazo.

—- ¡¡Sennegem!!—- llamó Tahri,
haciéndose presente el fornido jefe de guardias de
Palacio.—- ¡¡Acompañad al herbolario fuera
de la residencia!!—- ordenó, dándole la
espalda.

Pensé en evitar el maltrato que le darían
al viejo pero, no solo sería una estupidez entrometerme en
aquellos asuntos sino, que podía terminar igual que
él o peor.

Luego de que Kina se perdiera en el interior del
Harén, regresé a la sala del trono,
cuidándome de que nadie me viera, para seguir por la
ventana el destino de Henu fuera de Palacio. Sennegem y
algún otro, lo golpearon brutalmente al punto que
creí que lo matarían, pero antes de conseguirlo, lo
llevaron arrastrando hasta la barca que aún lo esperaba en
el muelle y lo dejaron caer en brazos del barquero que,
preocupado, lo llevó apresuradamente de regreso a la
orilla occidental.

Salí apresuradamente por el extremo opuesto de
Palacio a través de la entrada principal para que no
pudieran verme Kina y Tahri.

Desperté a un barquero que dormía en la
costa junto a su barca y le ofrecí una de mis
muñequeras de cobre por llevarme al sector de la ribera en
donde suponía que atracaría la embarcación
que llevaba a Henu. Nada perdía con intentar encontrarlo.
Si aún no estaba muerto después de la golpiza que
le propinaron, tal vez podría ayudarlo y convertirlo en mi
aliado.

Luego de llegar al embarcadero de la orilla occidental,
pregunté a un grupo de pescadores que pasaba la noche en
torno a una fogata entre las dunas cercanas si es que
habían visto llegar a un hombre mal herido. Uno de ellos
se levantó de su sitio y me mostró el camino por
donde lo habían conducido. A la luz de la luna no me fue
difícil seguir el sendero que llevaba al caserío de
los aristócratas de Sunnu y menos encontrar la casa en que
vivía Henu, pues era la única que se encontraba
iluminada.

Cuando llegué a la puerta de la vivienda, dos
hombres salían de ella. Uno era el barquero, estoy seguro,
y el otro, alguien que le ayudó a llevar al pobre
herbolario. Entré sin esperar que nadie lo autorizara.
Henu, más muerto que vivo, yacía tendido en un
camastro. Su rostro y su cuerpo se hallaban cubiertos de heridas
y chichones. A la luz de una lámpara de aceite me
reconoció cuando me acerqué a él y,
espantado, abrió sus ojos como si hubiese visto al
mismísimo rey de los demonios.

—- ¡¡¡No me hagáis
daño!!!—- suplicó, aterrado.

—- No vine a eso. Por el contrario, vine a ver
cómo estabais luego de ver la tunda que os dieron esos
rufianes de Kina.—- dije en tono amistoso, para
tranquilizarlo.

—- Ahhh!,. . . —- aulló dolorido.—-
¿Por qué. . . habría de confiar en vuestras
palabras?—- dijo retorciéndose de dolor.

Tomé un trozo de lienzo que había sobre
una mesa y lo introduje en una jarra que contenía
agua.

—- Si hubiese querido hacerlo ya estaríais
muerto.—- respondí, mientras limpiaba de sangre y arena
sus heridas.

Volvió a gritar y detuvo mi mano.

—- Si queréis ayudarme en vez de torturarme. .
., sacad de aquellos cofres algunas hojas, cortadlas al medio y
ponedlas en mis heridas.—- susurró,
quejumbroso.

Fui cortando las hojas carnosas con un cuchillo de
pedernal con mango de marfil, mientras buscaba las palabras
precisas para convencer al viejo.

—- ¿Qué pretendéis de mí?
Ambos sabemos que el motivo que os trajo hasta aquí no se
relaciona con vuestra preocupación por mi salud.—- dijo
con sarcasmo, clavando sus negros ojos en mí.

—- No trataré de engañaros, Henu, y
escuchad bien lo que os digo. Poco me hubiese importado en otras
circunstancias que os hubiesen matado a golpes esos mandriles que
protegen a Kina. Sin embargo, ahora haré todo lo que pueda
para protegeros si me ayudáis en contra de la princesa de
Retenu. No me interesa saber si habéis participado en el
dramático suceso que terminó con la muerte de
Ahset. Todo aquello ha quedado en el pasado y en este momento me
importa el presente, y por sobre todo, el futuro. . .
—-

—- Yo era amante y colaborador de Kina en ese tiempo,
pero me negué a participar en aquel plan descabellado
porque lo consideré demasiado arriesgado y tuve
razón; sin embargo, ella nunca me lo perdonó.—-
expresó con sinceridad.

—- Deseo creer en vuestra palabra, pero realmente poco
importa ahora. Lo que sí me preocupa es la seguridad de
mis padres y de mi hijo. Algo me dice que Kina está
tramando algo en mi contra nuevamente, pero esta vez no se lo
permitiré.—- afirmé, ocultando mis verdaderos
temores y confiando en que él no supiese nada de mi
relación con Zelap.

—- ¿Y porqué creéis que os
ayudaría en contra de Kina?—- preguntó, casi
desafiante.

—- Porque soy vuestra única oportunidad de
sobrevivir.—- respondí,
sorprendiéndolo.

—- ¿Tratáis de asustarme para que la
traicione, Shed?—- dijo, sonriendo con cierto
nerviosismo.

—- Acabo de escuchar a la princesa diciéndole a
Sennegem que os de cómo alimento a los cocodrilos que
abundan río abajo para que no sigáis
llevándole más molestias.—- afirmé con la
certeza de quien conocía las expresiones de
Kina.

—- ¡¡Maldita ingrata!!—-
gruñó amargamente.—- Le he enseñado todo
lo que sé de hierbas, ponzoñas, pociones y
brebajes, y ¿ahora pretende aplastarme como si fuese un
gusano?—- dijo desconsolado.

—- Si no os despellejaron ahora fue porque
podría traerle problemas sacaros muerto de Palacio. Pero
no dudéis que no tardarán en venir a
buscaros.

Puedo llevaros ahora mismo a un lugar seguro o
podéis esperar a que ella envíe a alguien a
terminar con vuestra vida.—- le advertí.

Me observó unos instantes aún con cierta
desconfianza y sin decir palabra.

—- ¿Qué me daréis a cambio?, por
ayudaros, digo.—- preguntó luego, con ojos
codiciosos.

—- ¿Os parece poco salvaros de una muerte
segura?—- repliqué.

Nada dijo.

—- Vuestra decisión será vuestro
verdugo. Os prometo por mi parte honrar con ofrendas a los
cocodrilos que os sirvan de féretro.—- concluí,
dándole la espalda para dirigirme a la salida.

—- ¡¡No me abandonéis!!—-
gritó preocupado.—- Salgamos de esta pocilga.—- dijo
extendiendo su mano para que lo ayudara a levantarse.

En medio de la oscuridad abandonamos el lugar buscando
refugio en mi propia casa donde permanecería oculto bajo
mis cuidados y mi influencia.

De todo esto resultaba obvio que Henu debía ser
eliminado como sospechoso de complicidad, para colocar en ese
sitio a Tahri.

Ya tenía el nombre del socio de la bruja
asiática. No podía ser otro que él. Ahora
solo faltaba tramar un buen plan para eliminarlos sin ser
culpado. Qué fácil decirlo. Como si no fuese
suficientemente dificultoso intentar asesinar a Kina,
además, me veía obligado también a matar a
Tahri y debía encontrar un modo de evitar
acusaciones.

Transcurrieron algunas semanas hasta que Henu se repuso
de sus heridas y contusiones. Nadie extrañó su
ausencia pues dejé un papiro con su nombre diciendo que se
ausentaba a las tierras lluviosas del sur en busca de nuevos
especimenes vegetales.

Con Henu, habíamos especulado acerca de
diferentes maneras de acabar con Tahri y creíamos que no
sería demasiado problema. Para terminar con la vida de
Kina ninguna forma, que no fuese violenta, se nos antojaba
viable. Era demasiado cuidadosa con sus alimentos para ser
envenenada, demasiado desconfiada para sorprenderla con una
serpientes, alacranes o lo que fuese. Lo dejé cavilando en
otras posibilidades y me dirigí a mi encuentro con Zelap,
esta vez en la orilla occidental.

El sitio elegido era la tranquila necrópolis de
Sunnu después de la caída del disco solar al otro
lado del océano de arena. Para mi sorpresa, al llegar al
lugar indicado, aunque estaba bastante oscuro, vi. una silueta
femenina esperando. Me aproxime con celeridad pero controlando mi
ansiedad al mismo tiempo. Era Binnet y estaba sola.

—- ¿Zelap está bien?—- pregunté
preocupado, al saber que lo convenido con mi amada era que
enviaría a Binnet solo que algo malo ocurriera.

—- Sí, ella está muy bien. No pudo venir
porque los guardias estaban controlando la salida que empleamos
las sirvientes para abandonar la residencia. Resultaba demasiado
arriesgado intentar escabullirse en esas condiciones.—-
explicó ella.

—- Pero no era necesario que vinieseis a avisarme.—-
respondí, agradecido.

—- No vine por eso. Zelap me dijo que os comunicara,
que su hermana Talip escuchó a Kina, profetizando que
había visto en los símbolos que conocen el
mañana que, pronto alguien de sangre Real
moriría.—- dijo Binnet.

Sus palabras trajeron a mi memoria rápidamente
los pensamientos que me habían despertado aquella noche de
insomnio. Kina estaba prediciendo el futuro o acaso anunciaba la
consecuencia de sus actos. Me estremecí de solo
imaginarlo.

Luego de mucho meditar la cuestión decidí
enviar un mensaje anónimo a la princesa
Meryetra.

Su Alteza: Por vuestra seguridad no
divulgue el contenido de esta misiva. Es mi deber haceros saber
acerca de los peligros que podría estar corriendo su hijo
y que, las medidas que se toman para su protección deben
extremarse aún más considerando que, el heredero,
tiene enemigos muy poderosos.

Mi advertencia surtió un efecto inesperado para
todos aquellos que no conocían el contenido de mi
envío. Para mí, resultaba una inteligente medida
por parte de la reina.

Las estancias de la princesa en el palacio capitalino
eran numerosas, los aposentos reales proveían más
aislamiento y protección al pequeño y a su madre y,
finalmente, se podrían escalonar grupos de guardia que
impidieran la llegada de cualquier extraño hasta
ellos.

El Chambelán, por expresa orden de Meryetra,
dispuso el retorno de la corte a Waset, por razones obvias.
Siguiendo mi consejo, Henu retornó por sus propios medios,
un día después de la partida del Harén desde
Sunnu.

En pocos días estuvimos instalados nuevamente en
la gran urbe.

Al día siguiente de mi arribo a Waset, fui al
hogar de mis padres en busca de Menwi, creyendo que debía
encontrarse allí, ya que, para mi sorpresa no se
encontraba en mi casa, siendo que me había comentado que
permanecería acompañando a mi vieja esclava
Awa.

Para mi tranquilidad, Menwi estaba cuidando de Amunet
que se encontraba un poco débil luego de salir de una
corta dolencia. Luego de consentir a los niños con
obsequios y saludar a los mayores, invité a Menwi a un
paseo.

—- Me alegro de veros tan bien.—- expresé con
alegría, conteniéndome de decir lo bella que
estaba, por temor a despertar alguna expectativa.

—- Os agradezco el cumplido. Me siento muy esperanzada
porque todo está encaminándose en mi vida y hasta
creo que encontré al hombre que puede quererme y
comprenderme.—- dijo ilusionada.

—- No os imagináis lo feliz que me hace saber
todo esto. Vos merecéis eso y más.—- dije
sinceramente.—- ¿Quién es el afortunado?—-
pregunté con inocente curiosidad.

—- Un joven artesano que ayuda a Pentu en los trabajos
de la necrópolis, su nombre es Iby.—- dijo con
orgullo.

Luego de un instante de silencio, mientras
cruzábamos un estrecho puente sobre un canal, se
volvió para mirarme.

—- ¿Qué os ocurre, Shed? Os conozco
demasiado para no darme cuenta que alguna preocupación
pesa en vuestro espíritu.—- dijo Menwi, intuyendo mis
pesares.

Con la confianza que le tenía, me
desahogué narrándole los hechos que habían
acontecido durante el tiempo que había vivido en tierras
extranjeras. Le confesé mis alegrías y mis
angustias, mis anhelos y temores.

—- Haré todo lo que os resulte de ayuda con el
corazón bien dispuesto. Será un placer retribuir un
poco, de lo mucho que vos habéis hecho por mí y mis
hijos.—- respondió.

Me preocupaba que se acercara el alumbramiento de la
princesa Naunekhet pues intuía que Kina estaba esperando
ese tiempo para actuar. No pude adivinar qué haría,
ni de qué manera, pero presentía que si Naunekhet
paría un varón, Kina buscaría matar a
Amenhotep. Más aún en ese momento, resultaba
imprescindible encontrar el modo de impedir sus
planes.

Lo que no tuve en cuenta, o mejor dicho, tenía
demasiadas preocupaciones para pensar en ello, era que
también se aproximaba el parto de Zelap.

Por un momento, recordé tiempos felices del
pasado que parecía tan lejano cuando disfrutaba del amor
de Tausert, consintiéndola y acompañándola
poco antes de que naciese Kai. Qué diferente era todo
ahora. Tendré pronto un hijo y ni siquiera podré
estar cerca de su madre entonces. Ni siquiera pude imaginar
cómo lo llamará Zelap, aunque quizá alguien
más elija su nombre. —- pensé
entristecido.

Henu, alborotado, me distrajo de mis
pensamientos.

—- ¡Shed!, ¡Shed, debéis escuchar
lo que tengo para deciros!—- dijo excitado.

—- Decidme.—- respondí, casi con
indiferencia, todavía bajo los efectos de mi
melancolía.

—- ¡Ya sé como deshacernos de esa
ingrata!—- exclamó Henu.

—- ¿Qué esperáis para
contármelo?—- contesté mucho más
interesado.

—- Kina sufre una extraña dolencia que le
impide ingerir un tipo de planta que ella misma me
advirtió que no le agregara a sus comidas porque
podía matarla. Solo tendría que fabricar un
preparado concentrado con el vegetal para mezclarlo con
algún alimento o una bebida que fuese a consumir.—- dijo
él.

—- ¿No matará a la esclava que lo pruebe
antes que ella?—- inquirí.

—- No la mataría, salvo que la esclava tuviese
la misma enfermedad contra esa planta.—- respondió el
viejo.

—- ¿Seguro le provocará la muerte?—-
pregunté de nuevo.

—- Supongo que así será, porque ella
misma así lo dijo.—- concluyó Henu,
encogiéndose de hombros.

—- Bueno, hagámoslo según vuestro
parecer. No es mala idea, y además no contamos con otra
mejor. Yo me encargaré de envenenar la comida de Tahri y
de hacer llegar el extracto vegetal a Binnet para que lo agregue
en el alimento de Kina. Ambos deben morir la misma
noche.

Insté a Henu para que tuviese todo listo antes de
que naciera el hijo de Naunekhet pero para mi desesperanza no
lograba conseguir la planta en cuestión.

Antes de lo esperado la joven princesa comenzó a
sufrir las molestias previas al alumbramiento. En palacio se
vivía cierta inquietud por las implicaciones que
podía tener este nacimiento. Además, se sospechaba
en el seno del Harén que algo malo estaba ocurriendo por
la seguridad que rodeaba a la reina y a su hijo, a cuyo alrededor
se evidenciaba una gran tensión. Era obvio que mi mensaje
había sido tomado muy seriamente por la reina.

La caída de la tarde llegó precedida de
otra tormenta de arena rugiendo en los corredores y agitando con
violencia las lámparas colgantes de aceite, encendidas
temprano a causa del prematuro anochecer. El purpúreo
brillo solar apenas dibujaba sombras trémulas y desde la
ventana de la sala no alcanzaba a ver la ribera occidental. Las
cortinas de fibra de palmera, sacudidas por ráfagas
intermitentes de intensidad inusitada, no alcanzaban a impedir el
ingreso de bocanadas de un hálito frío proveniente
del desierto, cargado de arena, insectos, hojas, palos y
cualquier otra cosa que pudiese atravesar las
rendijas.

El aire resultaba casi irrespirable debido a las nubes
de polvo que flotaban en las estancias. Las sombrías
condiciones parecían anunciar eventos aciagos.

A pesar de que el nacimiento parecía inminente,
el vientre de Naunekhet permaneció tranquilo esa noche y
la expectativa de toda la corte, incluyéndome, se
transformó en espera.

Dejé mis actividades en la sala de escribas para
continuarlas durante la jornada siguiente, sabiendo que a pesar
de la quietud aparente, el alumbramiento podría sobrevenir
en cualquier momento de la madrugada, por lo que pensé en
retornar a la residencia con las primeras luces del
alba.

—- ¡¡Mi señor, despertaos!!
¡¡Una sirviente de palacio llama a su puerta!!—- me
despertó, la ronca voz de Awa.—- ¡¡Mi
señor, dice que es urgente!!—- dijo, sosteniendo una
lámpara de aceite encendida cerca de mí para que la
luminosidad me despabilara.

Al comprender que podría tratarse de un suceso
funesto imaginé lo peor. Salí con el
faldellín a medio atar y tropecé con un taburete
antes de alcanzar la puerta. En la oscuridad exterior apenas
podía distinguir la silueta de la mujer hasta que Awa me
alcanzó la lámpara.

—- ¡¡¡Ha nacido, Shed!!!. ¡Es
un hermoso niño sano y fuerte, y Zelap se encuentra muy
bien!—- dijo Binnet, desbordante de entusiasmo.

—- Entrad, por favor.—- le dije, haciéndola
ingresar a la casa, aún medio dormido, sin entender el
motivo de su alegría. Que Naunekhet hubiese tenido un
varón era motivo de preocupación, no de
algarabía. Además, ¿qué tenía
que ver el hijo de Naunekhet con el estado de salud de
Zelap?

—- ¡¡¡Ha nacido vuestro hijo,
Shed!!!—- exclamó.

Quedé estupefacto. Me abracé a Binnet y
luego a Awa, y luego a Binnet de nuevo, y luego a las dos. La
pobre Awa que no sabía de mis enredos, no entendía
nada, pero si lo que ocurría era motivo de felicidad para
mí, ella también festejaba.

—- ¡¿Cómo pasó?!—- la
respuesta era muy obvia. Me sentí un tonto.

—- Como cualquier parto sin complicaciones, por eso
fue tan rápido.—- respondió Binnet.—- Pasada la
medianoche Zelap sintió mojada su túnica de cama y
pronto comenzó a sentir que el niño pujaba por
nacer. Talip hizo de comadrona, mientras Mapalip y yo la
ayudábamos. Al ver que el niño nacería
fácilmente, preferimos no pedir colaboración a
extraños. Zelap está muy feliz, y me envió
para que os lo comunicara.

—- ¿Kina ya lo sabe?—- pregunté
preocupado.

—- Creemos que sí, pues una de sus esclavas se
aproximó hasta los aposentos de las princesas y vio al
niño reposando junto a Zelap.—- respondió
ella.

Una indescriptible angustia enlutó mi
alegría ante las nefastas perspectivas que avizoraba.
Intenté no pensar en sucesos futuros para disfrutar ese
momento tan particular.

—- Que la luz de Ra os ilumine, Binnet.—-
salí fuera y corté flores de los altramuces y los
acianos de mi jardín.—- Entregadle estas flores a Zelap
y decidle que la amo con todo mi corazón, y
envíales mi bendición a sus hermanas.

No pude seguir durmiendo con tanta excitación y
antes de los primeros destellos del nuevo día estuve en la
sala de escribas. Me resultaba imposible abocar mis ideas al
trabajo y mi espíritu se agitaba entre sentimientos de
alegría y ansiedad. Imaginaba a Kina pidiendo de un
instante a otro audiencia al Visir para denunciarnos.

Cada ruido de pasos en los corredores paralizaba mi
corazón que adivinaba la llegada de los soldados enviados
a encarcelarme. Cuando algún niño gritaba o
lloraba, pensaba que podían ser los hermanitos de Zelap
atemorizados ante el ingreso de los guardias a los aposentos para
llevarse a mi amada. A pesar de mis temores no tuve noticias de
Kina, nadie fue en busca de Zelap, ni se llegó hasta
mí.

Deseaba conocer a mi hijo pero sabía que no lo
sacarían de las habitaciones por un buen tiempo. No
permitirían que nadie lo viera, aduciendo que el
niño, siendo prematuro, se encontraba débil y
necesitaba estar aislado de las malas influencias, de las
envidias, los hechizos y los conjuros que podían lanzarles
las brujas que poblaban el Harén.

Tal como creía que ocurriría, el
nacimiento de nuestro niño pasó casi inadvertido.
Era solo otro vástago del Faraón con una de las
tantas princesas de alguno de los insignificantes y lejanos
reinos de las tierras del norte.

Al terminar la jornada y de regreso a mi hogar,
encontré a Awa ingresando a la casa llevando una tinaja
con agua. Me apresuré a asir el recipiente en mis manos al
ver que la pobre vieja apenas podía con
él.

—- ¡¡Ah!!—- exclamó,
sorprendida.—- ¡Mi amo, por la gracia de Amón no
os aparezcáis de esa forma!

—- Os pido perdón Awa, no fue mi
intención. Creía que se os caería la
vasija.—- expliqué.

—- Entre vuestra repentina aparición, y la del
hombre con cara de rana que vino esta tarde, casi me matan del
susto.—- dijo ella.

Conjeturé que se trataba de Henu.

—- Ha dejado un papiro para vos.—- comentó la
anciana, yendo a buscarlo.

Al desenrollarlo confirmé mi suposición.
Era un mensaje de Henu y en él me comunicaba que ya
había conseguido la planta que necesitábamos para
llevar adelante nuestro plan contra Kina.

Al llegar a palacio la mañana siguiente
encontré un mensaje entre mis instrumentos de escriba. La
nota decía que debía presentarme ante los pilones
del santuario de Ipet-resyt luego del ocaso. No sabía
quien lo enviaba pero sospechaba que debía ser de
Kina.

Un gran revuelo había alterado la tensa calma que
se vivía en la residencia ante la entrada de Naunekhet en
trabajo de parto.

Sin poder concentrarme en otra cosa que en el resultado
del alumbramiento de la joven princesa, supe que las comadronas
estaban teniendo mucho trabajo para ayudar a la parturienta,
cuyos gritos resonaban dentro de los muros del
Harén.

Yo no deseaba ningún mal para el recién
nacido pero, íntimamente, ansiaba que no se dieran las
circunstancias que Kina esperaba. Rogaba a los dioses que fuese
una hembra.

Finalmente, el agudo llanto de la criatura resonó
en los aposentos de la princesa ante la incertidumbre de aquellos
que nos encontrábamos aislados del lugar, sin saber el
sexo del hijo de Naunekhet.

La falta de noticias provenientes del Harén
aumentaba suspenso al acontecimiento ya que el silencio que
siguió resultaba desconcertante. ¿Habría
sorprendido a todos dando a luz a un varón para la casa
real que pudiese competir por el trono con Amenhotep o, por el
contrario, la quietud reinante sería consecuencia de otra
desilusión para aquellos miembros del Harén que,
deseosas de asistir a una guerra de conspiraciones y conjuras,
veían fracasadas sus esperanzas al presenciar otro
nacimiento femenino?

Finalmente, el misterio fue desvelado. Naunekhet
había sido madre de una niña.

Capítulo 26

"La
profecía cumplida"

Llegado el final de la tarde en la residencia, todo
parecía haber vuelto a la normalidad. La actividad
decaía en las salas de la administración al tiempo
que la luz solar disminuía su intensidad y la quietud
aparentaba caer con un manto de silencio en las estancias
umbrías.

La llegada de otra mujer a la genealogía
Faraónica provocó solo decepción en aquellos
que anhelaban el enfrentamiento de intereses entre facciones. La
vida dentro de la jaula dorada, como la llamaba Zelap,
volvería al tedio
cotidiano, solo condimentado de vez en cuando por
habladurías, sospechas y rumores de viejas chismosas,
atrapadas en su existencia rutinaria, ocupadas en engordar y
envejecer.

Sentí una gran tranquilidad al imaginar el
fastidio que tendría Kina, con otra frustración
castigando sus maniobras conspirativas. Sin embargo, aún
me restaba concurrir a la cita en el santuario, cuyas
consecuencias me preocupaban sobremanera.

Una multitud de sirvientes y esclavos, dirigidos por los
sacerdotes del santuario, ornamentaban, a la luz de las
antorchas, el lugar sagrado para la próxima
celebración de la festividad de Amón como generador
de vida relacionado con la fertilidad.

Una joven nehesi con su cabeza cubierta por un velo de
lino oscuro, se acercó hasta mí y me hizo
señas para que la siguiera. Le pregunté hacia donde
íbamos pero no me respondió.

Llegamos a la ribera y nos embarcamos para cruzar a la
margen occidental del Hep-ur. El batir de los remos golpeaba los
nenúfares que flotaban junto al bote liberando el aroma de
sus flores en la brisa.

La noche era fresca y el cielo limpio
resplandecía de estrellas por el levante, mientras las
oscuras siluetas de las colinas de poniente aún se
veían coronadas por los últimos fulgores rojizos
del ocaso. Otra esclava nos esperaba en la playa portando una
antorcha. Caminamos un largo rato en dirección a la
necrópolis para finalmente dirigirnos al sector
correspondiente a los funcionarios. Observé con estupor
que la mujer me conducía a la tumba familiar en donde
descansaba mi amada esposa Tausert. La joven negra, me
indicó con un gesto que esperara allí.
Suspiré al ver la estatua que mi padre había
esculpido para ella. Era tan hermosa y dulce.

—- ¿Aún la amáis, verdad?—-
dijo Kina, a mis espaldas.

No iba a responder una pregunta cuya respuesta era
obvia. Mi amor por Tausert y el dolor que su muerte me
había causado seguían presentes en cada instante de
mi vida, pero ya no me culpaba por ello.

—- ¿Para qué me trajisteis hasta
aquí?—- me limité a decir.

—- Mañana comienzan los preparativos por la
celebración del nacimiento de la princesa Meryetra. Pasado
mañana es su cumpleaños y quiero hacerle un
obsequio muy especial.—- dijo con aire inocente.

—- ¿Y qué tengo que ver con ello?—-
pregunté con desconfianza.

—- Vos seréis mi mensajero.—- el
corazón se paralizó dentro de mi pecho.—-
Deberéis asesinar al heredero.—- dijo
imperturbable.

—- ¿Queréis matar a Amenhotep solo por
vengaros de su madre? ¡¡Por los cuernos de
Amón!! ¿¡De qué os servirá la
muerte del niño si Naunekhet no puede ayudaros a acceder a
los hilos del poder habiendo parido una niña!?—- le
espeté con desprecio.

Se mofó de mí, lanzando una risotada
obscena.

—- Habéis comprendido muy poco acerca de
cómo se mueven las nubes en el cielo asiático.—-
dijo, burlándose mis conocimientos.

No entendía adonde apuntaba su crítica.

—- Yo soy el contacto de los líderes hurritas
en Kemet. A través de mi familia he mantenido contactos
con la corte de Naharín y nos proponemos liberar a Retenu
del yugo de los faraones. Con la ayuda de Saushtatar y el consejo
de ancianos del Pankhu lograremos vencer las aspiraciones de
Tutmés sobre Canaán.—- quedé
atónito ante confesión de tal
envergadura.

—- Merenre sabía que vos. . . —- me
interrumpió.

—- Hubiese sido muy estúpido de mi parte darme
a conocer ante el secretario del Visir como la cabecilla de los
informantes del rey de los hurritas.—-
respondió.

—- Y, ¿por qué os arriesgáis a
decírmelo a mí?—- inquirí.

—- Porque vos estaréis pronto
acompañando a vuestra esposa Tausert en este tranquilo
lugar. Pensad lo bello que será reencontraros con ella en
los campos del Duat.—- respondió,
irónicamente.

—- ¿Cómo sabré que mi hijo y
Zelap estarán bien? Sois capaz de acusarla de adulterio
luego de mi muerte para que ella y mi hijo sean condenados a
morir también.—-

—- Veo que todavía no ha caído la venda
de vuestros ojos. Todo lo que os he contado no ha abierto vuestro
entendimiento.—- dijo, haciéndome sentir como un
imbécil.—- La muerte de Amenhotep no tiene que ver solo
con mi odio hacia Meryetra. El motivo más importante,
diría fundamental, es el nacimiento de vuestro
hijo.

Con la muerte de Amenhotep, no quedarán varones
que posean derechos de sangre por parte de madre al trono de
Kemet. Todos los que hay son hijos de Tutmés con
concubinas o esposas secundarias sin la menor trascendencia
política, salvo el hijo de Zelap. El niño es hijo
de Tutmés, o así lo creen todos, y de la
primogénita del rey de Tunip, primo hermano del rey de
Kadesh y emparentado de forma directa con la familia real de
Naharín. Su sangre hurrita le dará preeminencia por
encima de todos los demás para ser heredero a la doble
corona, cuando Tutmés se vea obligado a pactar con el rey
hurrita ante la imposibilidad de dominar un territorio demasiado
vasto para su control.—- dijo, dejándome
boquiabierto.

—- Pero, Naunekhet u otras esposas importantes
todavía podrían darle herederos varones al
Faraón.—- advertí.

—- Yo me encargaré que no sean rivales para el
hijo de Zelap.—- expresó, con inescrupulosa
convicción.—- El pequeño será en mis manos
como oro en manos de un orfebre. Será un rey
asiático sentado en el trono de Kemet y Retenu
estará completamente dominada por mis hermanos.—-
respondió, con la mirada perdida en la oscuridad del
desierto como si tuviese una visión
profética.

Una oleada de frío estremecimiento
recorrió mi piel.

—- ¿Qué ganarán los hurritas con
el advenimiento del Faraón "asiático"?.—-
pregunté, curioso.

—- No solo ganarán la tranquilidad de una paz
duradera con Kemet sino también un poderoso aliado contra
los hititas que son el verdadero peligro que acecha sobre
Washukany. Los líderes de la nación hurrita saben
que si no aniquilan al reino hitita, más tarde o
más temprano, se levantará como el fuerte imperio
de antaño y darán cuenta de Naharín.—-
concluyó.

—- Si me niego a matar al heredero, de todos modos, no
haríais daño a mi hijo.—- en el mismo instante me
arrepentí de haberlo dicho, al darme cuenta que ella
mataría a Zelap al ser un estorbo en su influencia sobre
mi hijo.

—- Si cumplís mi orden me comprometo a cuidar
de la madre y del niño. Si no lo hacéis, ya
imaginaréis que ocurriría. No querríais ser
responsable de la muerte de otra mujer que amas,
¿verdad?—- se burló de mí.

Permanecí pensativo. No podía dar a
conocer al Visir todos estos hechos pues me condenaría a
mí mismo. Mi única opción era el plan
original que tenía previsto con Henu, y no había
posibilidad de error.

—- Antes que pueda ingresar a los aposentos que ocupa
el niño, los custodios de la reina me matarán.—-
dije.

—- Ya he pensado en eso. Tendréis el camino
libre hasta las puertas de la habitación donde duerme el
niño. Solo debéis ingresar a medianoche cuando la
fiesta de la reina esté en su punto de mayor relajo,
apuñaláis al heredero y luego ingerís este
poderoso preparado,—- me entregó un pequeño
envase de alabastro —- que os hará dormir
plácidamente por toda la eternidad.—- explicó,
con el mismo remordimiento de una cobra devorando un
sapo.

Ni siquiera pensé en las implicaciones que
podía tener mi acto en el futuro de mi familia pues
simplemente no lo haría.

Regresaba a mi hogar meditando acerca de los pasos que
debería cumplir para concretar el asesinato de Kina y su
cómplice. Repentinamente, decidí que sería
mejor ir a ver a Henu en ese mismo instante. Debía
cerciorarme de que nadie me seguía. La oscuridad me
proporcionaría los medios adecuados para llegar sin ser
visto por algún vecino del herbolario.

Golpeé suavemente su puerta pero no obtuve
respuesta. La callejuela desierta me dio confianza para intentar
entrar por detrás para despertar al viejo. La puerta
trasera estaba abierta y entré dándome a conocer
para que Henu no me atacara creyendo que sería un
ladrón.

—- Henu, soy yo, Shed.—- dije, mientras con paso
vacilante me adentraba en la casa, tanteando en la oscuridad para
no tropezarme con los objetos. La negrura era total y no
podía ver absolutamente nada. Una y otra vez llamé
al viejo pero no respondió. Cuando ya empezaba a
preocuparme, un conocido hedor a sangre y muerte penetró
en mis narices invadiéndome de los peores temores. Mi pie
izquierdo pisó algo blando que me hizo perder el
equilibrio hasta casi caer.

—- ¡¡Por los cuernos de Amón!!—-
grité.

Era un cadáver. Frío y rígido. Con
mis manos busqué su cabeza y como me temía, no solo
reconocí la calva y las facciones del anciano herbolario
sino que mis dedos se hundieron en la profunda y sanguinolenta
herida de su abdomen.

Caí hacia atrás y topé con una
pared. Mi corazón quería salirse de mi pecho en
cada latido. Un profuso y oloroso sudor emanaba de toda mi piel.
Mis manos temblaban sin poderlas controlar y pronto la
convulsión se extendió al resto del cuerpo. Me
sentí quebrado por el desaliento. Kina sabía que
acudiría a Henu luego de hablar con ella y que
descubriría esta escena. Jugó con mis esperanzas de
vencerla y las destruyó.

El profundo sentimiento de indefensión me
impulsó a orar, con tal fervor y devoción buscando
la protección de Amón-Ra, como nunca antes lo
había hecho.

De regreso a mi casa, ordené a Awa que se fuera a
dormir, ya que me había estado esperando despierta, y me
senté sobre una estera extendiendo un papiro en blanco, el
más amplio que tenía, y a la luz de una
lámpara, desarrollé con un pincel el plano de la
residencia buscando una salida a la encrucijada que me planteaba
Kina. Pensé, razoné y busqué miles de formas
de escapar a un final que parecía ineluctable.
Llegué a la conclusión que, como tantas veces
durante mi existencia, el desenlace de este drama estaba en manos
de los dioses y yo solo podía hacer lo mejor que mi
falible naturaleza fuese capaz de lograr.

Antes del amanecer me retiré al desierto a
descansar mi espíritu. Dejé que la armonía
del alba desgarrando el velo de la oscuridad llenara
también de luz mi ka, abandonándome al sino que
sobrevendría. Relajé mi cuerpo y acepté el
destino que sobre mi vida sería impuesto. Como me
enseñara mi fallecido amigo Madakh antes de una batalla,
purifiqué mi cuerpo en el río, limpié de
culpas mi ka y liberé mi ba, sintiéndolo volar,
remontándose en el aire como un halcón, flotando en
las alas del crepúsculo, lejos de temores y de
pesares.

Debía abocarme al combate interior del guerrero
que lucha por derrotarse a sí mismo en su ansiedad, sus
ambiciones, sus anhelos, sus flaquezas, sus debilidades, sus
defectos, sus errores, despojarse de todo lo que lo hace
vulnerable y entregarse con serenidad al "aquí y ahora".
No existe el pasado ni existe el futuro, solo el
presente.

Ya había decidido no ver a mi familia antes del
final de este trance, pues los afectos nos atan al miedo; miedo a
perderlos, a no verlos nunca más, a que sufran por
nuestros actos, a que lloren por nuestra muerte. No importaba que
me ocurriera, no debía haber despedidas.

Retorné luego del ocaso a la ciudad.

Al entrar en mi casa encontré a Awa
esperándome.

—- Mi señor, estaba preocupada por vos,
¿qué os ocurre que vuestro comportamiento es tan
extraño?—- preguntó Awa, angustiada.

—- Todo está bien, mi querida Awa.—- dije,
abrazándola.

—- Vuestra amiga Binnet estaba preocupada pues vos
debíais entregarle algo que ella vino a buscar.—- dijo
ella.

—- Permaneced tranquila. Ya hablaré con
Binnet.—- le respondí.—- Ah!, me olvidaba. Necesito
que me preparéis mi mejor túnica para la fiesta de
palacio de esta noche.

Mientras Awa seguía con sus actividades, fui
hasta el arcón en donde tenía mis armas y
saqué un puñal y una valiosa espada corta, hoja de
bronce y mango de jade, que recibí como obsequio de manos
del Rey Urkhi-Teshup poco antes de su muerte. En tanto las
afilaba repasé mis planes.

Vestido con los mejores atuendos como si se tratara del
evento más importante en mi vida me presenté en la
entrada de palacio con las armas bien ocultas bajo mis ropas. Las
grandes antorchas del pórtico estaban encendidas y los
sirvientes entregaban a los invitados flores de nenúfar
para las mujeres y ramos de papiro para los hombres.

De las columnas del jardín central, revestidas de
ranúnculos y juncias, pendían cordones de amapolas,
zarcillos de acianos y ramitas de jazmín de variadas
tonalidades, entrelazados exquisitamente.

El estruendo de los tambores repicaba acompasadamente el
agudo tintineo de los sistros, marcando el son melodioso de arpas
y flautas. Los cantantes entonaban festivas canciones
tradicionales en tanto que bellas bailarinas apenas cubiertas por
etéreos velos se deslizaban con sensual armonía al
ritmo de la música. Deliciosos manjares abundaban por
doquier y se repartía sumo de granada, cerveza y vino con
gran largueza.

Toda la burocracia y lo más encumbrado de la
nobleza de la región se había dado cita en la
celebración por el cumpleaños de la reina. Meryetra
y su niño ocupaban el sitial más elevado y el resto
de la corte participaba del honor que se le rendía a la
soberana.

Al verme llegar, Kina se mostró exultante. Se
encontraba en un extremo del jardín conversando con Tahri
de un lado y con Naunekhet del otro. Zelap y sus hermanos se
situaron en el extremo opuesto cerca del corredor que
conducía a las habitaciones del Harén.
Conocía demasiado la procacidad de Kina para
extrañarme de que se viera tan distendida y tranquila
sabiendo la tragedia que se desencadenaría.

Lo que me llamaba la atención era que Tahri se
viese igual de despreocupado siendo que, aunque poco lo
conocía, me había impresionado por su inseguridad y
nerviosismo. No podía vanagloriarme de saber descifrar
fácilmente la personalidad de los otros pero,
parecía tan obvio que Tahri estaba disfrutando
relajadamente de la fiesta que comencé a dudar de que
él fuese el cómplice de Kina. ¿Quién
podía ser sino? Si Tahri era inocente de las actividades
que desarrollaba la bruja asiática, alguien más, de
su entorno, debería ponerse en evidencia esta noche. Su
cómplice no puede desconocer que estoy compelido a actuar
y que si me revelo debe reaccionar en consecuencia.

Escudriñé los rostros y las actitudes de
todos aquellos quienes podían mostrar un menor grado de
alegría y desenvoltura en sus maneras, tratando de
encontrar en ellos algún signo de tensión.
Descubrí gestos de preocupación solo en Zelap y los
suyos; de hipocresía, de abulia, de envidia, de celos y de
ebriedad, entre otros que aparentaban disfrutar menos de la
celebración, sin embargo, no podía desenmascarar al
cómplice de la princesa de Retenu.

De pronto, cuando Meryetra se despidió de su hijo
enviándolo a los aposentos con sus esclavas,
observé una inequívoca señal de Kina hacia
el extremo en donde se encontraba la entrada del Harén.
Sentí como si el cielo se abriera y un rayo divino
penetrara en mi ka, iluminando con su luz mi
entendimiento.

¡¿Cómo pude estar tan ciego?! —-
pensé.—- ¡¿quién otro tenía
el control de la seguridad de los aposentos reales que el jefe de
la guardia de Palacio?!.

Sennegem, por supuesto. Solo él podía
dejarme ingresar a las habitaciones de la reina, y si a
último momento yo me arrepentía, me hundía
la espada, y luego asesinaba al niño, haciéndome,
luego de fallecido, responsable de la muerte del
heredero.

Además, si yo cometía cualquier estupidez,
Sennegem tenía acceso a los aposentos de Zelap para
matarla con suma facilidad, colocando serpientes, escorpiones o
lo que se le diese la gana sin ser culpado de nada.

Mi plan se facilitaría al no tener que atacar a
Tahri, y por lo que al jefe de la guardia se refería,
debía sorprenderlo y atacarlo cuando menos lo
esperase.

La música y la diversión siguieron con
mayor desenfreno, cuando las bebidas embriagantes comenzaron a
hacer estragos en el pudor y el recato de los asistentes.
Debía aprovechar este momento antes de que la reina se
retirara a descansar a sus habitaciones. Meryetra se veía
feliz y calmada, creyendo que el peligro que se cernía
sobre su hijo se había esfumado con la llegada de una hija
para Naunekhet, que por supuesto no implicaba ninguna amenaza
para el niño. La celebración se prolongaría
durante varios días, durante los cuales podría
actuar, pero, no quería que esta situación
prosiguiese dejando libradas al azar las inmejorables
circunstancias del momento. Kina se hallaba confiada y
desprevenida. Se sentía segura del control que
ejercía sobre mí y no esperaba ninguna resistencia
de mi parte.

Dejé atrás a quienes me acompañaban
poniendo como excusa mi interés por una de las bellas
bailarinas que amenizaban la celebración.
Desaparecí tras las columnas de las galerías,
internándome en las estancias de palacio. De un lado a
otro atravesé los corredores cruzando a mi paso a muchos
custodios que encontraban con visibles señales de
borrachera. Toda el sistema de seguridad estaba sutilmente
deteriorado, sobre todo los sectores próximos al
Harén.

Las antorchas habían sido apagadas en su
mayoría dejando el interior de los pasillos penumbrosos o
completamente oscuros. Al girar en un recodo entre un pilar y el
muro divisé, por el rabillo del ojo, una sombra que se
movía tras mis pasos. Palpé mis armas,
desenvainando la espada corta por debajo de mi
túnica.

Con suma cautela me deslicé hasta el pasadizo que
se abría como un trébol a cuyo fondo se encontraban
las puertas que daban acceso a los aposentos de la reina. Los dos
únicos guardias que deberían haber estado cuidando
el vestíbulo, estaban desparramados en el suelo, dormidos
de manera profunda, seguramente a causa de algo mucho más
aletargante que una simple copa de vino. Pobres tontos, de
ocurrirle algo al heredero, serían condenados a muerte por
su negligencia.

Entré en la habitación del niño que
también se encontraba dormido de lado y absolutamente a
merced de cualquier ataque. Me acerqué por detrás y
tapé su boca con mi mano izquierda. Al despertarse
sobresaltado intentó gritar.

—- No os haré daño, Alteza.—- dije, en
voz baja.

Amenhotep comenzó a patalear para zafarse y hasta
trató de morderme.

—- ¡Permaneced quieto!—- lo
reprendí.

Mientras lo llevaba hacia un costado se dejó caer
y no pude retenerlo pues en la otra mano tenía la espada.
El niño corrió hacia la ventana a mi derecha, en el
preciso instante en que apareció en la puerta la
corpulenta silueta de Sennegem.

—- ¡¡¡Sennegem, ayudadme!!!—-
chilló el niño, al reconocer a su supuesto
protector en la penumbra.

—- ¡¡Es él quien intenta mataros,
Majestad!!—- dije, imaginando que el niño
ignoraría mi advertencia. Cambié de mano la espada
y con la derecha saqué el puñal de la
cintura.

—- ¡No le prestéis atención,
Majestad!—- dijo el custodio.—- ¡Venid
conmigo!

Antes de que Amenhotep se moviera hacia él, le
lancé a Senngem el puñal que impactó a un
lado sobre su vientre.

—- ¡¡¡Aaaah!¡hijo de
hiena!—- gimió, Sennegem.

El niño quedó paralizado de
terror.

Y cuando el gigante desenvainaba su jepesh, me
abalancé sobre él con violencia
arrodillándome para evitar su sablazo, hundiendo mi espada
hasta el mango en su abdomen. Me miró incrédulo
para luego ver como manaban borbotones de sangre tiñendo
su uniforme. Se le aflojaron las rodillas para finalmente caer
pesadamente. Le saqué su paño de cabeza amarillo y
me lo puse.

—- ¡¡¡Ayúdenme!!!—-
gritó el niño.

—- ¡No os haré daño, Majestad, lo
juro!—- repetí en voz baja preocupado porque los gritos
atrajeran a más guardias.—- ¡Si he vencido a este
hombre, ya podría haberos matado! ¡Juro que vine a
protegeros!

El niño dejó de gritar y, aunque
todavía muy atemorizado, accedió a que lo llevase
asido de mi mano lejos de las habitaciones de su madre. A
nuestras espaldas escuchamos la gritería de los custodios
precipitándose hacia los aposentos reales. Corrimos por
los sectores más alejados de la zona de actividad hasta
que llegamos al lugar en donde permaneceríamos.
Apagué las lámparas de la sala, me saqué la
túnica manteniendo solo el faldellín que ocultaba
debajo y cerré la puerta.

Le expliqué lo que ocurría,
diciéndole que no sabía si Sennegem tuviese otros
cómplices y le rogué que no se moviese hasta que yo
se lo indicara. Claramente se escuchaba que el palacio se
había convertido en una absoluta confusión. Mujeres
dando de alaridos, funcionarios impartiendo órdenes y
pasos apresurados que iban y venían por los corredores que
pronto habrían sido iluminados.

Busqué una silla ubicándola en el extremo
opuesto de la puerta, y, de espaldas a la misma, me senté
a esperar entre las sombras.

Finalmente la puerta se abrió. La mujer vio su
habitación a oscuras y mandó a buscar lumbre.
Adentrándose, se sorprendió al verme.

—- ¿Qué hacéis aquí?—-
preguntó, extrañada.

Me paré lentamente sin responder.

—- ¿Shed está muerto?—-
preguntó, impaciente.

—- No, estoy vivo, Kina,—- respondí.—- y
Amenhotep está conmigo.

El pequeño apareció para hacerse visible,
colocándose detrás de mí.

—- ¡¡¡Maldito traidor!!!—-
gritó, lanzándose contra mí con una especie
de estilete que no vi en la oscuridad.

Apenas pude evitar el golpe al corazón pero la
punta se me clavó profundamente entre el pecho y el hombro
izquierdo. A pesar del intenso dolor pude reaccionar con mi mano
derecha asestando un fuerte puñetazo en la cara de Kina,
que trastabilló hasta golpear contra una mesa para caer
luego.

El resplandor del corredor la iluminó
parcialmente, dejándome ver un hilo de sangre brotando de
su labio herido.

—- Os vencí, Kina.—- dije.

—- Jamás podréis vencerme. ¿De
qué me acusaréis ahora?—- preguntó,
mientras se levantaba.—- Yo no maté a nadie.
¿Qué podríais probar en mi contra?—- dijo,
burlándose de mí.

—- No habrá otro juicio para vos.—-
sentencié, avanzando hacia ella.

Ni siquiera trató de luchar conmigo, solo
atinó a escapar al ver mis ojos. La embestí con
todas mis fuerzas cuando quiso ganar la salida,
empujándola contra el muro. Mi mano buena se aferró
a su cuello, que lo oprimió hasta sentir que se sofocaba.
Agitó los brazos golpeándome para que la soltara y
luego clavó sus uñas en mi carne. Percibí el
crujido de su garganta aplastándose bajo la presión
de mis dedos y el peso de mi brazo.

—- Esto es por Tausert.—- le dije al
oído.

No quiero describir la espantosa expresión de
agonía en su rostro, pues, ni su muerte puede ser
agradable a nadie.

Si bien jamás disfruté de quitarle la vida
a ningún ser humano, reconozco que después de
terminar con Kina no sentí pesar alguno y por el
contrario, experimenté un gran alivio.

Sin darme cuenta, había cumplido la última
profecía de la princesa de Retenu.

Conclusión

El Kenbet de Waset, presidido por el propio Visir
Rekhmyre juzgó mis actos en juicio ordinario.

Las esclavas de Kina reconocieron la relación
prohibida del custodio con su ama, encontrando las autoridades,
objetos robados entre las pertenencias de Sennegem que lo
relacionaban con la muerte de Henu.

La princesa Meryetra confirmó mis dichos acerca
de la nota que había recibido advirtiéndole de que
atentarían contra su hijo.

A pesar de todo, el Kenbet me condenó a seis
meses de prisión por la muerte de Kina, (aunque aceptando
que había salvado al príncipe heredero) más
que nada para calmar los ánimos de la familia real de
Retenu.

Yo hablé privadamente con Meryetra
diciéndole que sabía que ella era la misteriosa
dama que acompañaba a Kina cuando sucedió la muerte
de Ahset, y que sabía que la princesa de Retenu
intentaría vengarse de ella. También le
aseguré que yo no tenía ninguna intención de
rebelar su secreto. Se mostró muy agradecida e hizo todo
lo que estuvo a su alcance para favorecer mi posición en
el proceso, permitiéndome incluso una reclusión
parcial con la posibilidad de pasar los días festivos con
mis seres queridos.

Mi tiempo en cautiverio fue más un premio que un
castigo pues, fui tratado con gran deferencia y pude conocer a mi
recién nacido hijo que fue llamado Sekenenre, en honor al
valiente rey Ta’a II, gran héroe de Kemet.
También pude renovar mis encuentros con Zelap aunque no
dejaron de ser esporádicos por razones obvias.

El Faraón en expedición de guerra fue
informado de los sucesos y ni siquiera le dio importancia, salvo
que ordenó compensar con un considerable tesoro a los
hermanos de Kina por su pérdida.

Así concluyó una convulsionada
época de mi vida personal, que daría paso a
años de viajes y
misiones encomendadas por Tutmés, relacionadas al futuro
de "La Tierra Negra".

Fin de la segunda parte

Alfredo Pablo Matute Dibello

Partes: 1, 2, 3, 4
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