- Primera parte. El
indeseable estado de las cosas - 3. Más
allá de la retórica: las inconsistencias del
neoliberalismo. - 4. Maastricht como
paradigma - 5. Lo que no tiene
en cuenta la macroeconomía
neoliberal - Segunda parte:
Pensar de otra forma, construir un mundo mas
saludable - 6.
Políticas alternativas: las inevitables
restricciones
7. Los objetivos de una política económica
democrática
8. Los márgenes de maniobra, la hipoteca del corto
plazo
"El reconocimiento de las posibilidades destruidas para
siempre nos inspira un sentimiento de urgencia. La demora es
costosa para nosotros y más aún para nuestros
descendiente y para las otras especies con las que compartimos el
planeta. Ya es muy tarde. Resulta difícil evitar la
amargura por lo que podría haberse hecho y por las
oportunidades adicionales que se pierden cada día. Resulta
difícil evitar el resentimiento hacia quienes
continúan obstruyendo con tanto éxito
los cambios necesarios".
H.E. DALY y J.B. COBB, jr., "Para el bien común.
Reorientando la economía hacia la
comunidad, el
ambiente y un
futuro sostenible". Fondo de Cultura
Económica. México
1.993,p. 365
1. El corto y el largo plazo, lo posible y
lo necesario.
En las páginas que siguen me propongo plantear
algunas reflexiones que pudieran contribuir como mimbres a urdir
una política
económica alternativa y de izquierdas a la que, de manera
más o menos generalizada, están aplicando los
gobiernos europeos en los últimos años.
Ésta es una reflexión muy difícil
de encajar en pocas páginas porque obliga a tomar en
consideración perspectivas muy plurales y
extraordinariamente complejas.
Las políticas
neoliberales al uso, por ejemplo, han renunciado
explícitamente a la creación de empleo, en
aras de favorecer la recuperación del beneficio y
aplicando para ello una estrategia
deflacionista basada, entre otras cosas, en los altos tipos de
interés
y en el control del
gasto, tal y como señalaré con detalle más
abajo.
Sin embargo, esa estrategia ha sido necesaria, y al
mismo tiempo ha sido
posible, porque las economías han transitado en los
últimos años por un auténtico cambio en la
estructura del
sistema
productivo que ha ido acompañado de modificaciones
sustanciales de las disponibilidades tecnológicas, de los
regímenes institucionales, de la cobertura de los mercados, de los
propios valores
sociales, de las formas de sociabilización,
etc.
Eso quiere decir que la respuesta a una política
neoliberal que genera desempleo no
puede limitarse, desgraciadamente, a ser una inversión lineal en los objetivos o en
la pura instrumentación de las decisiones.
Seguramente, una política basada simplemente en dar la
vuelta a la estrategia deflacionista mediante la
relajación del gasto, la disminución de los tipos
de interés,…, pero que no tenga en cuenta esas otras
circunstancias "generales", institucionales, medioambientales,
sociales o sencillamente políticas, llevaría con
toda probabilidad a un
estrepitoso fracaso.
Soy consciente, pues, de que hablar de política
económica alternativa al discurso
neoliberal dominante requiere considerar un abanico de problemas
contextuales muy importantes: desde la propia comprensión
de la naturaleza de
las necesidades humanas a la reconversión de la base
energética del planeta, pasando por la reforma global del
orden institucional internacional, por el problema de la democracia, de
la violencia y el
poder…
Sin embargo, en este trabajo (o al
menos a la altura en la que estamos de su redacción definitiva) voy a prescindir
conscientemente de plantear estos problemas contextuales con el
detalle que seguramente hubiera sido necesario, dando por hecho
que es preciso que "la alternativa" se inserte en una
ecuación de cambio que trasciende el nivel de la
inmediatez y lo puramente económico.
Aquí voy a centrarme fundamentalmente en un
aspecto más concreto del
asunto: el análisis de propuestas alternativas desde
la izquierda en el ámbito de lo que convencionalmente se
denomina "política macroeconómica". Esto es, el
conjunto de decisiones relativas al funcionamiento global de la
actividad económica adoptadas con el fin de influir no
sólo sobre el comportamiento
de individuos, segmentos concretos o sectores de la actividad
económica, sino sobre todos ellos de manera
agregada.
Y, además, debo hacer este planteamiento
más concreto con una restricción añadida. A
la hora de plantear alternativas se puede caer fácilmente
en dos errores bastante simétricos a los que debo hacer
una breve mención a fuer de ser mal entendido.
Uno es el adoptar lo que podríamos llamar una
actitud
nominalista y limitarse a formular que los problemas de cualquier
planteamiento alternativo se resuelven en el cambio radical de
las condiciones en que se formula el problema. Yo
sostendría sin dificultad que la solución a la
insatisfacción y al dolor humano que provoca un sistema
económico injusto y basado en la desigualdad sería
instaurar una sociedad en
donde hubiera quedado erradicada la explotación y la
institucionalización de la injusticia, es decir, lo que
convencionalmente podemos denominar una sociedad socialista.
Pero, qué contribuye a resolver por sí
sólo el establecimiento de ese desideratum?. Para que
sirva efectivamente como referencia para la transformación
es necesario que aquello que se ha concebido como abstracto se
vincule a las experiencias concretas en que se desenvuelven las
realidades sociales y posiblemente eso obliga a considerar a los
abstractos de referencia como objetos en continuo proceso de
rediseño. Cuando no se hace así, cuando el
abstracto resulta el elemento sobredeterminante es cuando se cae
en el nominalismo, un empeño tan inútil como
enjundioso.
El otro error consiste, por el contrario, en despreciar
el establecimiento de horizontes, lo que, en aras de la
inmediatez, se suele resolver en una renuncia efectiva a
modificar las inercias dominantes, impregnándolas tan
sólo de ligeros matices que a la postre sólo
podrán diferenciarse muy tenuamente.
Mi pretensión es contribuir a generar respuestas
cuya aplicación fuese posible mañana mismo, porque
entiendo que esas son las que son necesarias. Pero, al mismo
tiempo, con la seguridad de que
sólo traerían frustración si no se encajan
en una perspectiva, a plazo más largo, de
transformación radical de la sociedad
capitalista.
Otra cuestión previa que ha de tenerse en cuenta
es que las políticas neoliberales, y muy
específicamente las económicas, han logrado
afianzarse con éxito en nuestras sociedades, a
pesar de sus contradicciones evidentes y de sus efectos tan
negativos sobre el bienestar humano, precisamente porque
constituyen una expresión muy acertada de lo que el
sistema capitalista necesitó en un momento dado, tanto en
lo relativo a la pura actividad de acumulación como en lo
que respecta a la necesaria legitimación del sistema. Se puede decir
entonces que son verdaderamente radicales, tanto porque han
conseguido redefinir las condiciones estructurales en que se
resuelven los problemas económicos de nuestra
época, como por el hecho de haberlo conseguido generando y
aplicando una estrategia omnicomprensiva que, sobre todo, vincula
de manera indisoluble el problema económico con los del
poder y la legitimación, es decir, con la
política.
De esa forma, el discurso neoliberal ha sido capaz de
autoidentificarse plenamente, y hacer que sea identificado, con
el orden del sistema, con el equilibrio de
las cosas y con el principio de la razón; de manera que
todo aquello que le es diverso tiende a ser percibido como la
expresión de un disenso tan profundo que no puede llevar
más que al lugar de la nada.
Pero, no en vano, la época del neoliberalismo
es la de las realidades virtuales. Nada más irreal que esa
aparente confusión entre la política actual, el
orden y el equilibrio. Y mucho menos, entre la economía y
la satisfacción.
El neoliberalismo ha podido configurarse como una
estrategia tan exitosa gracias a que ha ocultado con eficacia la
realidad frustrante que le ha sido intrínseca en los
últimos años, a que realiza auténticos
juegos
malabares para evitar que la ciudadanía perciba de manera patente sus
pretensiones implícitas, y gracias a que ha hilvanado un
velo de elementalidades (libertad,
mercado, responsabilidad, yo…) suficientemente aparentes
para convertirse en un suficiente lenguaje
común, incluso para muchos de aquellos cuya voluntad
sincera fue la de situarse fuera del discurso
neoliberal.
Precisamente por ello, me parece que una tarea previa
esencial es la de desnudar al discurso neoliberal, quitarle el
velo que cubre las vergüenzas de la insatisfacción
que provoca, de la destrucción física, del desorden
social que se ha larvado y del conflicto
reprimido que no se podrá ocultar por todos los
tiempos.
Entiendo, pues, que es más precisa que nunca la
crítica
radical de la política económica neoliberal, no
como un simple ejercicio intelectual, sino procurando que de ella
se nutra una conciencia
ciudadana distinta, capaz de revolverse y resolver frente al
bienestar virtual que aquella toma como bandera.
El neoliberalismo triunfa como estrategia capaz de
recuperar el beneficio y la capacidad de gobernabilidad de los
intereses económicos más poderosos, y fracasa a la
hora de satisfacer con generalidad las necesidades sociales. Pero
es capaz de evitar que la sociedad perciba esto
último.
Justamente por ello, hay que ser conscientes de que la
alternativa empezará cuando los ciudadanos comiencen a
echar cuentas de las
frustraciones que trae consigo la incoherencia de la
política neoliberal. Esto es, será posible
sólo cuando las mayorías sociales se percaten de
que es absolutamente necesaria frente a la realidad
existente.
PRIMERA PARTE. EL INDESEABLE ESTADO DE LAS
COSAS.
2. La
política económica neoliberal
Las políticas conservadoras predominantes en los
últimos años han tenido cuatro ejes o presupuestos
fundamentales.
En primer lugar, la reivindicación del menor
protagonismo del Estado en todos los ámbitos de la
actividad económica.
En segundo lugar, la idea de que, como consecuencia de
la enorme expansión del Estado del Bienestar, se
habría alcanzado ya un grado de igualitarismo en las
sociedades que no sólo es suficiente sino incluso
contraproducente para alcanzar la deseada eficiencia del
sistema.
En tercer lugar, la necesidad de reducir la presión
salarial sobre los costes empresariales.
Finalmente, y como corolario de lo anterior, una nueva
formulación de la regulación macroeconómica,
distinta de la típicamente estabilizadora e
instrumentalizada preferentemente a través de
políticas fiscales, de épocas
anteriores.
En particular, este nuevo tipo de regulación
tiene tres grandes principios: el
privilegio concedido a la política
monetaria, el establecimiento del control de la
inflación como objetivo
prioritario y la pretensión de que el equilibrio de las
grandes magnitudes económicas constituye la referencia
fundamental hacia la que deben orientarse todas las decisiones de
los gobiernos.
Lo que se presentó inicialmente como una
"revolución conservadora" se arropó
teóricamente con los postulados monetaristas. Se afirmaba
que si la autoridad
monetaria es capaz de gobernar con acierto y prudencia la masa
monetaria se lograría contener las tensiones en los
precios y
aumentar el producto
nacional y la actividad económica.
La justificación de este principio implica, en
consecuencia, que otras políticas más
intervencionistas -principalmente la política
fiscal– deben ser minimizadas, de manera que, como efecto
adicional, se conseguiría que el mercado actuase mucho
más libremente, y sin la injerencia indeseable de la
burocracia
pública que termina por generar desincentivos a la
asignación más eficiente de los recursos.
Puesto que se considera que el principal problema de las
economías es la inflación, resulta entonces
necesario adoptar una política monetaria claramente
restrictiva que debe consistir en la limitación del
crecimiento de la oferta
monetaria. Para ello, los tipos de interés jugarán
un papel fundamental. Tipos que habrá que procurar
mantener suficientemente altos para desanimar la demanda de
dinero y hacer
posible que la autoridad monetaria lograse su objetivo de
controlar la cantidad de dinero sin generar desequilibrios
financieros.
Los gobernantes y los economistas que les proveen de
discurso teórico han proclamado, de manera harto
reiterada, que la solución de los problemas
económicos está condicionada a que "cuadren" las
grandes cifras de los agregados macroeconómicos. La
retórica al uso en estos años ha consistido en la
definición de lo que técnicamente se llama el
"cuadro macroeconómicos" y que se presenta como el
único y predefinido campo de juego en el
que pueden discurrir las decisiones económicas. Por eso,
que una de las expresiones más utilizadas en estos
años ha sido que la política adoptada era "la
única posible", pues sólo esa podía cumplir
los requisitos de equilibrio previamente establecidos.
Unos cuantos principios sin demasiada
contrastación empírica, o de contrastación
muy controvertida (el concepto de tasa
natural de paro que
permitía resolver que no era bueno que el paro se redujese
por debajo de determinado nivel, el "efecto expulsión" de
inversión privada achacado al gasto
público, la idea de que los déficits
públicos siempre provocan subidas de precios, o que la
deuda es siempre condenable, por no hablar de la famosa "curva de
Laffer") han constituido una demasiado escasamente fundamentada
batería de hipótesis sobre las que se ha hecho
descansar la política neoliberal.
3. Más allá de la retórica:
las inconsistencias del neoliberalismo.
Desgraciadamente, detrás de la pretensión
retórica de los neoliberales tan sólo se encuentra
el intento de recobrar la tasa de beneficio aun a costa,
precisamente, del equilibrio de la economía. Una
formulación como la anterior brevemente expuesta no
podía llevar sino al conflicto entre objetivos, a la
deflación y al desempleo generalizado.
Veamos esto con algún detalle.
Detrás del velo monetario
Casualmente, la política monetaria genera dos
principales consecuencias: por un lado, que con tipos de
interés más altos los propietarios de activos
financieros puedan percibir retribuciones más altas, es
decir, una mayor rentabilidad.
Eso ha permitido una redistribución ingente a favor de los
poseedores de capital
financiero.
Por otro lado, al aumentar los tipos de interés
se encarece la inversión -sobre todo en un momento en que
las empresas
están empeñadas en una reestructuración
productiva- y se desanima el consumo de
bienes
duraderos por las familias, lo que provoca lógicamente la
caída del empleo (aunque esto será una
circunstancia favorable para lograr la reducción salarial
y, en general, para debilitar el espíritu reivindicativo
de los movimientos sociales).
Sin embargo, ambas circunstancias mayor rentabilidad y
disminución de los salarios– tienen
un elevado coste de oportunidad, pues provocan una
deflación importante y una caída brutal en la
actividad económica.
Rigurosamente hablando, pues, no puede decirse que el
objetivo perseguido en realidad por la política monetaria
haya sido aumentar la actividad y el empleo. Incluso,
habiéndolo perseguido o no, lo cierto es que ha provocado
todo lo contrario.
Esa es la razón de que un economista al que puede
considerarse bastante ortodoxo haya afirmado que, en el fondo, el
monetarismo no
era sino una "hoja de parra", una "justificación
ideológica de las medidas antisociales".
Cuadros macroeconómicos escritos en
el aire
El apego contumaz a la formulación nominalista
del equilibrio macroeconómico (de manera
paradigmática en el caso de los programas
europeos de convergencia entre las distintas economías,
que no toman en consideración el desempleo o su capacidad
productiva real) lejos de constituir un intento de simplificar la
realidad para intervenir sobre ella, se convierte en la
generación de un auténtico corsé, una
restricción artificial, y por lo tanto ideológica,
al abanico de alternativas posibles de política
económica.
La mejor prueba de ello es la penosa reiteración
con que las propias políticas gubernamentales se saltaban
a la torera todas las previsiones iniciales y los límites
preestablecidos, la redefinición permanente, según
el interés político del momento, de los cuadros
macroeconómicos que meses, o incluso semanas antes, se
habían presentado a la población como las únicas
posibilidades de actuación.
Este fenómeno es indicativo, por un lado, de que
el manejo de la política económica carece, desde
hace ya algunos años, de un fundamento teórico
riguroso capaz de explicar con acierto las perturbaciones que
originan los problemas que vengo analizando y de sobreponerse a
ellas. Como alternativa, ha predominado sobre todo un discurso
ideologizado que tan sólo pretendía cubrir las
vergüenzas de una política que principalmente se
orientaba a recuperar las ganancias privadas.
Pero, además, indica que para conseguir ese
objetivo los gobiernos navegan demasiado a la deriva, sin un
rumbo cierto y sin poder controlar la situación, tanto
desde el punto de vista de evitar la inestabilidad como de lograr
el necesario convencimiento social. De ahí, que el
discurso oficial no haya podido ofrecer, la mayoría de las
veces, más que la creencia de que las deficiencias se
arreglarían solas y, como siempre, que la recesión
será "breve y superficial". Al revés, justamente,
de lo que ha ido sucediendo.
La deflación como estrategia, el paro
como solución
La definición de la inflación como enemigo
principal del equilibrio macroeconómico ha traído
consigo igualmente importantes efectos perversos, además
de otros de carácter distributivo de los que no me
ocuparé aquí.
Para estimular la actividad económica
deberían reducirse los tipos de interés reales.
Pero la autoridad monetaria sólo puede controlar los tipos
de interés nominales. Para lograr que se reduzcan los
reales, una alternativa posible es provocar una situación
deflacionaria.
Puesto que esta lleva consigo una caída en la
actividad económica (disminución de la
inversión, aumento del paro,…) el Gobierno se
verá obligado antes o después a estimular la
economía para evitar que ésta se hunda y,
además, tendrá que hacer frente a más
gastos sociales
(subsidios de desempleo, por ejemplo) si es que no desmantela
antes el sistema de protección social.
Para tratar de evitar la deflación, podrá
aumentar el gasto público, bien sea en partidas de gasto
social, militar o en infraestructuras; o podrá reducir la
presión fiscal que
recaiga sobre los beneficios (intentado que éstos afloren
y se destinen a la inversión) o sobre el consumo privado;
o conceder subsidios a las empresas. En definitiva,
provocará déficits públicos que
habrán que financiarse con posterioridad.
Si lo financia el Banco Central se
producirá un aumento de la masa monetaria, que es lo que
se quería evitar. Si lo financian los bancos
comerciales adquiriendo los títulos de la deuda
estarán reduciendo sus recursos disponibles para conceder
créditos que financien la actividad
productiva. Si lo financian agentes económicos externos
(como en gran medida sucede en España,
pues la mayor parte de la deuda del Estado la suscriben
extranjeros), no hay tampoco seguridad de que los intereses que
reciben se dediquen a impulsar la actividad en el interior. En
cualquier caso, para que pueda colocarse la deuda del Estado
será necesario que haya tipos de interés
suficientemente atractivos, lo que a su vez repercute
negativamente sobre la magnitud de los déficits
públicos.
En suma, resultará que el intento (de la
política fiscal) de frenar el estancamiento a que da lugar
el objetivo de reducir los tipos de interés reales no
garantiza que aumente la demanda efectiva, termina por presionar
al alza los tipos de interés para buscar una
financiación estable del déficit y, para colmo,
puede generar subida de precios como consecuencia del aumento en
la masa monetaria.
La opción seguida por la política
económica ha sido la de optar claramente por la
deflación. No tanto para evitar la presión
inflacionista como por el efecto de freno que provoca sobre los
movimientos obreros organizados (en la actualidad, el crecimiento
de los precios es ya extraordinariamente bajo y se sigue, sin
embargo, provocando una permanente tensión deflacionista
que aumenta el desempleo).
La complicación creciente de las
condiciones internacionales
La segunda gran contradicción que afecta a las
políticas económicas en la actualidad deriva de la
difícil y confusa situación en que se encuentra la
economía
internacional.
Mientras que la tónica dominante es la de una
creciente internacionalización los problemas, sin embargo,
no dejan de plantearse a nivel nacional.
Puesto que las economías tienden a integrarse, y
ello significa que asumen compromisos y reglas de
actuación que les vienen impuestas desde fuera, resulta
que su margen de maniobra se ve reducido de esta
forma.
Si hay libertad de movimientos de capitales entre varios
países, por ejemplo, ninguno de ellos tiene realmente
autonomía para diseñar su política de tipos
de interés (que es un eje central de las políticas
dominantes), pues los capitales se mueven buscando la mayor
rentabilidad, y eso implica que para fijar los tipos de
interés nacionales haya que depender permanentemente de lo
que sucede en los demás países.
En definitiva, resulta que el proceso de
internacionalización deja enormes secuelas en los
países que se desindustrializan o que llevan a cabo -como
todos- una notable reestructuración productiva, secuelas
que requieren tratamientos de choque en cada uno de ellos. Pero
como, al mismo tiempo, para hacerse fuertes en ese proceso se
tiende a generar bloques que imponen condiciones a los
integrantes (justamente porque están dominados a su vez
por grandes potencias y son de composición desigual), la
capacidad para aplicar políticas económicas que
afronten la situación interna es progresivamente
menor.
Salvo que existiesen instituciones
internacionales que gobernasen de manera global los problemas
económicos, subsumiendo toda la problemática de las
naciones, resulta que las políticas económicas que
pueden adoptar los gobiernos se enfrentan, de manera inevitable,
a limitaciones extraordinarias que reducen su eficacia para
abordar el estancamiento e, incluso, para dirigir en el sentido
deseado los momentos de reactivación
económica.
Todo, menos mostrar la carta del
reparto
Por último, hay que hacer referencia a una
tercera contradicción.
Si el protagonismo concedido a la regulación
monetaria origina tantas dificultades (incluso desde el punto de
vista de la necesaria estabilidad que desearía la
economía capitalista) y si lo que se desea es impulsar la
actividad económica, por qué no acudir a
otro conjunto de estímulos?.
La respuesta es sencilla: porque eso implicaría
operar desde el lado de la demanda, hacer explícita la
intervención pública y la decisión colectiva
y poner al descubierto la pretensión real de la
política económica conservadora.
Veamos el asunto con algún detalle.
En primer lugar, se renunciaría a la idea de que
en economía las cosas pueden ocurrir solas. Como hemos
visto, la política monetaria tiene la ventaja de que
opera, podríamos decir, desde la sombra; sin grandes
discusiones en los parlamentos, sin que aparentemente nadie tenga
que discutir dónde ha de destinarse cada
peseta.
Puesto que toda política económica
necesita un soporte ideológico que cale en el ciudadano y
le proporcione una razón que le lleve a aceptarla,
renunciar al monetarismo vigente significaría que hay que
abandonar también la filosofía del mercado que le
es consustancial, el principio del orden natural que
aparentemente el dinero
respeta (puesto que se le hace aparecer precisamente como parte
indisoluble del mismo) y sobre el que no interfiere. Los
ciudadanos "saben" (porque se les ha hecho creer así) que
quienes elaboran los presupuestos públicos son
políticos y que quienes deciden sobre política
monetaria son técnicos. Y puesto que la economía se
presenta como una especie de mecanismo de relojería, que
no debe manipular más que quien conoce bien sus
difíciles entrañas, lo justo y deseable es,
entonces, que la economía no esté en manos de
políticos, sino de técnicos
asépticos.
Por el contrario, operar sobre el lado de la demanda
implica que debe haber un pronunciamiento explícito acerca
de quién debe gastar y en qué, y sobre quién
debe contribuir a sufragar el gasto y en qué
proporción. Y aquí empezarían de nuevo los
problemas.
La cuestión, sin embargo, es que para evitar el
estancamiento y la crisis es
inevitable la inyección por la vía del gasto o de
la demanda. Así sucedió con el gasto militar de
Reagan, con los grandes programas de sanidad o infraestructuras
de Clinton o con las "autopistas de la información" que proponía el
Informe
Delors.
Ahora bien, en el estado de
cosas actual, cuando se trata fundamentalmente de salvaguardar el
beneficio privado como resorte principal y sustentador de la
actividad económica, la inyección en la demanda no
puede consistir, bajo ningún concepto, en una
redistribución que no vaya a su favor.
Por eso, estas políticas son imprescindibles,
pero no pueden llevarse a cabo sino de una manera vergonzante,
generando una gran tensión, pues pueden dar lugar a que el
ciudadano comience de nuevo a hacerse las mismas preguntas. Si
hay que invertir recursos masivos procedentes de los sectores
públicos, por qué no destinarlos
directamente a aumentar el bienestar social para que no sea
preciso desmantelar las conquistas logradas por el Estado del
Bienestar?. Por qué siendo el déficit
público perjudicial y el gasto público necesario,
se facilita al mismo tiempo que paguen menos impuestos los que
más tienen?. No sería mejor sufragarlo
estableciendo fórmulas que garanticen la
contribución efectiva de todos los agentes sociales, pues
ese, al fin y al cabo, fue el pacto que da origen al Estado
democrático?. Y si no se establecen esas fórmulas,
puede hablarse de estado democrático?, le
vale la pena al ciudadano aceptar el orden existente?.
Cae la máscara: retórica del
equilibrio, mecánica del
empobrecimiento.
Cuando se consideran globalmente los resultados que han
proporcionado las políticas neoliberales en los
últimos años, la conclusión no puede ser
más evidente.
El triunfo sobre el fantasma inflacionista muestra,
efectivamente, que se han impuesto en la
batalla por el reparto. Todos los datos relativos a
la evolución de la distribución de la renta en este periodo,
que omito en este trabajo, muestran bien claramente el deterioro
de las rentas salariales y la ventaja recobrada por las
retribuciones al capital.
Igualmente exitosa ha sido, a escala
internacional, la reducción conseguida en los niveles de
precios correspondiente a los productos
importados del tercer mundo (al que además, ha llegado a
convertirse en importador de los productos subsidiados
procedentes de los países ricos), lo que ha agudizado el
problema del su endeudamiento y deteriorado, en muchos casos,
quizá de forma definitiva, su menguada capacidad
productiva, consiguiendo también que la
distribución de las ganancias del comercio
internacional se volcara de manera cada vez más clara
a favor de las empresas multinacionales y la banca
internacional.
Significativamente, cuando el crecimiento de los precios
es tan extraordinariamente bajo para el común de las
mercancías, el precio del
dinero, los tipos de interés, es decir la
retribución que perciben los poseedores de recursos
financieros, son los más altos, en términos reales
desde 1.850.
Esto es lo que ha ocasionado el incentivo permanente del
que disfrutan las actividades especulativas en los mercados
financieros, auténticos pozos sin fondo de donde no
paran de saciar su sed de ganancia las grandes fortunas, las
empresas multinacionales y los bancos, a costa de la actividad
real, y de una permanente amenaza de inestabilidad que, habiendo
dado ya muestras de su peligro, no se ha expresado todavía
con toda la contundencia con que seguramente terminará
estallando.
El desempleo generalizado y la generación de
masas ingentes de desahuciados en todo el mundo son las
consecuencias inevitables de la opción neoliberal que han
asumido, con igual convencimiento, las derechas de todo el mundo
y dirigentes gubernamentales reformistas, éstos a veces
con más furor, como sucede siempre a los recién
conversos.
El Tratado de la Unión
Europea contiene un diseño
del futuro europeo típicamente ejemplar de la
retórica neoliberal y que para España tiene una
especial trascendencia, pues representa el marco en donde
ineludiblemente debe incardinarse nuestra política
económica.
Voy a limitarme aquí a destacar solamente los
elementos que me parecen determinantes desde el punto de vista
del problema del equilibrio macroeconómico sobre cuya
alternativa trataré más abajo.
Una cuestión previa, sobre la que volveré
con más detalle más adelante no puede dejar de ser
considerada. Me refiero al proceso en virtud del cual se
establecen objetivos y se programan plazos en un proceso de
integración con tanta significación
histórica como el emprendido por los principales
países europeos.
Parecería lo lógico, que un trámite
histórico de tal característica se basara en una
cuidadosa evaluación
de los costes y beneficios que lleva consigo, especialmente en
relación con problemas de gran trascendencia social como
el paro, la desigualdad o la protección
colectiva.
Sin embargo, es fácilmente detectable que,
justamente a pesar de las dudas sobre sus pretendidos efectos
positivos, el diseño de integración
económica y monetaria se realiza precisamente en
términos contrarios a esa lógica
y sobre la base de un razonamiento tan circular como perverso: se
lleva a cabo porque hay que llevarla a cabo, y el país que
no lo asuma debe asumirlo porque, si no lo hace ahora,
deberá hacerlo más tarde o más temprano. Y
ello, con independencia
de los costes que comporte.
Podrá parecer que el razonamiento anterior es
burdo y caricaturesco, pero léase lo escrito por un asesor
del ex-presidente González:"Una cosa es la
discusión acerca de si la moneda única para un
país en desarrollo
medio como España es positivo o negativo, y en tal caso
cuáles deberían ser las compensaciones adecuadas, y
otra muy distinta quedar excluido cuando existe un núcleo
de países que caminan esa dirección y tarde o temprano debe
participarse en el proceso e incorporarse al mismo".
Efectivamente, ha venido sucediendo que el diseño
previamente pactado por las grandes empresas europeas se da como
un presupuesto de
partida ineluctable, con independencia de los costes sociales y
de desequilibrio económico que lleva consigo.
Eso quiere decir, en suma, que cualquier planteamiento
alternativo en la senda del mayor bienestar social y en
relación con la política macroeconómica
debería fundamentarse, al contrario de lo que viene
sucediendo, en la propia reconsideración de los objetivos,
instrumentos e ineluctabilidad de los plazos y procesos,
única forma de que los ciudadanos puedan tomar en
consideración algo que los propios macroeconomistas
reconocen como inherente a cualquier decisión de
política económica: los costes y beneficios que se
derivan de ellas.
Pero, con independencia de este problema, el
diseño de Maastricht implica una serie de principios y de
propuestas que llevan consigo la inestabilidad y el desequilibrio
permanente, la imposibilidad de hacer frente a las tensiones
macroeconómicas con la suficiente eficacia y, en suma,
unos planteamientos tan irrealistas como poco apropiados para
lograr, incluso, los objetivos que allí mismo se
proponen.
La desinflación
competitiva
Con independencia de las ilusas proclamas sobre el libre
mercado y de la retórica de la eficiencia, la
integración económica y monetaria se basa en una
concepción teórica según la cual se supone
que los problemas (verdaderamente inevitables) de competitividad
entre las diferentes economías se resolverán a
través del mecanismo de los precios.
El discurso no es nada novedoso, pues rememora casi
literalmente los presupuestos que sustentaron el régimen
de patrón oro entre los
años 1880 y 1914. La desventaja competitiva de un
país provocará déficits en su Balanza de Pagos
que originan salidas de reservas, lo que llevará consigo
la disminución de la masa monetaria. Esto último
será inevitablemente seguido por una reducción en
el nivel de precios y de costes (especialmente salariales) que
devolverán a la economía la competitividad
perdida.
En realidad, lo que se viene a provocar de esta forma es
una serie de oleadas recesivas que echan por los aires cualquier
atisbo de equilibrio y estabilidad económica. Los momentos
de crisis y de "boom" en la actividad se suceden de manera
recurrente y sin solución de continuidad, aunque entre
ellos se va larvando una inercia que delata una situación
a largo plazo de recesión permanente y de crisis con fases
cíclicas cada vez más cortas.
Puesto que la evolución y manipulación de
los tipos de interés queda preferentemente ligada a las
condiciones generales de los mercados exteriores y/o a la
evolución de los tipos de cambio, resulta que tampoco
terminan siendo un instrumento plenamente operativo, sometidos a
la discrecionalidad suficiente. Entonces, desencadenada la
recesión, no hay apenas manera de controlarla.
El mantenimiento
del control de precios como objeto principal de las decisiones
macroeconómicas, en suma, no puede llevar sino a largas
ondas de depresión
económica.
De hecho, si se contempla la evolución de las
tasas de crecimiento
económico a largo plazo puede comprobarse
fácilmente hasta qué punto la reiteración de
este tipo de políticas deflacionistas provocan, como ya
sucedió en aquella época del patrón oro, un
auténtico enquistamiento de la actividad que,
inevitablemente, va a terminar en una crisis tan definitiva como
profunda de la pauta de crecimiento adoptada.
El privilegio de la moneda
De entre todo lo previsto en Maastricht (aunque en
verdad tampoco era mucho más), puede decirse que tan
sólo lo relativo a la moneda mantiene el privilegio de ir
saliendo efectivamente hacia delante.
La instauración del entramado institucional
bancario goza de absoluta preminencia a la hora de la construcción europea, y la
implantación de la moneda única resulta a la postre
el único proyecto en
torno al cual
parece que pueda o deba nuclearse la creación de una
Europa
supranacional.
Como señalé anteriormente, ello se ha
asumido con independencia de cualquier tipo de
consideración profunda de los efectos devastadores que
puede llevar consigo.
Tanto ha sido así, y con tanta celeridad se ha
querido llevar acabo, por encima de hecho de las divergencias
entre las diferentes economías, que, hoy día, el
proyecto está francamente desfigurado.
Los efectos perversos, a los que más adelante me
referiré, que provocaba lo establecido en Maastricht
terminan por impedir que sus propias condiciones de llegada se
puedan alcanzar. Eso es lo que lleva a Krugman a calificar el
diseño como "una solemne tontería". Hasta el
ex-ministro de Economía M. Boyer debió reconocer,
después de "despertar de un sueño dogmático"
según sus propias palabras, que "la moneda única es
una trampa política de alto coste".
Merece una mención particular el reconocimiento
legal de la autonomía de los bancos centrales, y la
prevista instauración de una autoridad monetaria
supranacional en el futuro, con el objetivo d disminuir la
capacidad de maniobra de los gobiernos -expresión mucho
más directa de la soberanía popular- y, al mismo tiempo,
evitar que éstos tuvieran que asumir el alto coste
político de renunciar explícitamente al objetivo de
creación de empleo que implican las políticas
deflacionistas asumidas.
La concepción nominal de la
convergencia
Para la consecución del objetivo de moneda
única es imprescindible que las diferentes
economías tengas una mínima homologación,
pues, en otro caso, el desequilibrio se hace permanente y, en
lugar de servir para incrementar el volumen de
comercio y la
actividad económica con menor coste de transacción,
termina convirtiéndose en un corsé que nunca
podría llegar a impedir que las divergencias la hicieran
saltar.
Esta idea llevó a diseñar, en los
términos concretos que son bien conocidos y que no voy a
señalar de nuevo aquí, los programas de
convergencia que deberían ser asumidos y aplicados por los
distintos gobiernos.
Lo que tan sólo me interesa destacar ahora es que
la convergencia que aparentemente se deseaba alcanzar no era tal,
sino tan sólo la coincidencia aproximada en ciertas
variables que
no son todas las que tienen que ver con las
características estructurales de cada país, y que
lógicamente son las que en un momento dado pueden poner en
cuestión la utilidad o la
propia existencia de una unidad monetaria.
Valga solamente un ejemplo sencillo. En condiciones de
unión monetaria es fundamental que quede garantizado el
movimiento de
personas (además de mercancías y capitales).
Supongamos que en un espacio nacional determinado se produce el
cierre simultáneo de empresas y provocan allí una
recesión económica. Puesto que ese país no
puede intervenir por las vías tradicionales (tipo de cambio
o tipos de interés, por ejemplo) para conseguir atraer de
nuevo actividad económica, y puesto que ya ni tan siquiera
podría aprovecharse sustancialmente de la deflación
competitiva, porque se supone que los precios han tendido a
aproximarse en la zona monetaria supranacional, resulta que la
única forma de restaurar el equilibrio en la producción y el empleo, sería a
través (como puede suceder por ejemplo en Estados Unidos)
del desplazamiento de la mano de obra.
En la Unión Europea no sólo existe una
restricción a la convergencia de esta naturaleza motivada,
por ejemplo, por el idioma, lo que al fin y al cabo puede
resolverse con el tiempo y la formación cultural
más plural, sino que existiría una barrera
quizá insuperable originada por algo tan real como los
diferentes regímenes de oferta o acceso a la vivienda en
los diferentes países.
Este ejemplo creo que puede servir para poner de
manifiesto que proclamar que se desea alcanzar la unión
monetaria sin que antes se hayan establecido las condiciones para
la convergencia real de la economía y la sociedad, sin
considerar también en primer plano los desniveles
existentes en la estructura en donde verdaderamente se llevan a
cabo los intercambios, termina por ser, sencillamente, una
quimera tan irrealizable como sumamente perversa.
Puede adelantarse sin temor a errar en demasía
que a través de los programas de convergencia ni se
podrá llegar a la unión monetaria, en su sentido
explícito y riguroso, ni se podrá conseguir algo
muy diferente de un pseudo sistema monetario, a lo sumo, asentado
sobre la base de anclajes en torno a las monedas más
fuertes.
Cabe, pues, preguntarse cuál ha sido entonces el
sentido y la pretensión de estos programas, al margen de
su pura retórica.
En realidad, y descartando que algo tan trascendente sea
el resultado de la "novatada" a la que se refiere Krugman, no han
constituido más que la excusa para aplicar en los
países europeos el tipo de ajuste neoliberal que era
preciso para reconducir la distribución de las rentas
claramente a favor, de nuevo, al beneficio. Esto es lo
único que puede explicar su completa inoperancia como
instrumentos efectivos de convergencia para la unión
económica y monetaria, el incumplimiento de los plazos, la
falta de credibilidad y, además, su absoluta falta de
sintonía con las aspiraciones ciudadanas.
Pero, por último, los programas de convergencia
han provocado un efecto que cabría denominar de perverso
sobre la actividad económica si no fuese porque, en
realidad, es lo que los denota como típico instrumento de
la deflación competitiva arriba comentada.
Los programas de ajuste macroeconómico basados en
la convergencia nominal ni comen, ni dejan comer: puesto que son
deflacionarios, requieren un alto crecimiento para que la
actividad no se paralice y eche por alto la consecución de
los objetivos de convergencia, pero el intento de ajustarse a
éstos es justamente lo que provoca la ralentización
del crecimiento económico.
La renuncia a las políticas
económicas discrecionales
Es una evidencia harto conocida que la
utilización de políticas fiscales adecuadas es el
medio más adecuado para llevar a cabo programas de
redistribución de cierta envergadura y, además, de
contribuir a mantener la estabilidad macroeconómica,
especialmente necesaria, sobre todo, en épocas de
oscilaciones permanentes en la actividad como la que provocan las
políticas neoliberales en la actualidad.
Ya señalé arriba que, de hecho, los
propios gobiernos de inspiración neoliberal han utilizado
sin más remedio políticas de demanda para poder
hacer frente con pragmatismo a
estos problemas.
Sin embargo, la concepción macroeconómica
que gobierna el proceso de integración europea renuncia
explícitamente a disponer de instrumentos fiscales con
esos propósitos.
Además, la autonomía de los bancos
centrales, vinculada precisamente al privilegiado objetivo
deflacionista, comporta de hecho una limitación de
extraordinaria trascendencia para los propios parlamentos que, en
casos extremos, podrían quedar limitados a hacer
presupuestos generales sujetos a la restricción monetaria
impuesta por el banco central.
Consustancialmente con ello, no sólo se repudia
la política
social como garante de bienestar colectivo, sino que se
renuncia a su extraordinario alcance estabilizador. Pasan a ser,
si acaso, un conjunto de decisiones de carácter
cauterizador, solamente llamadas a paliar las heridas que deja
abierta la gravosa aplicación de la política
monetaria deflacionista.
Igualmente, y como resultado de la retórica
dominante sobre el régimen más adecuado para
garantizar los pagos relativos al comercio supranacional, el
diseño neoliberal que se impone a Europa conlleva otra
renuncia esencial: la referida a la utilización de los
tipos de cambio como instrumento de política
económica.
La realidad más elemental, y que en mi modesta
opinión es indiscutida, es bastante simple: la realidad
del comercio y de los intercambios entre las naciones que
conforman la Unión Europea, así como sus
características estructurales y el contexto internacional
en el que se desenvuelven impide, de hecho, que pueda existir un
sistema de tipos de cambios fijos, ni tan siquiera en los
términos de fijación corregida prevista en
Europa.
La mejor y definitiva constatación de esto
último es lo que ha venido ocurriendo en los
últimos treinta años. A pesar del avance del
proceso integrador, en todos sus sentidos, a pesar de que las
instituciones y las directivas comunitarias han atado cada vez
más en corto a las diferentes economías y a las
políticas de los Estados miembros, lo cierto es que las
oscilaciones en los tipos de cambio son más grandes que
nunca. En los ya viejos años sesenta, la llamada entonces
"serpiente monetaria europea" admitía oscilaciones del 2,5
por cien arriba y abajo. Desde 1993, las monedas pueden moverse
en el Sistema Monetario Europeo en la banda del 15 por cien, y
algunas monedas, como la libra o la lira tuvieron que saltar,
mientras que otras, como la peseta, tuvieron que ser devaluadas
muy por encima de esos márgenes.
Aunque después volveré sobre ello, lo que
aquí hay que destacar es que la macroeconomía del proceso de
integración se sustenta en un principio de fe absoluta en
el automatismo y de renuncia a la maniobra macroeconómica
de los diferentes estados. Pero sólo de manera
retórica: la realidad muestra que terminan interviniendo,
aunque de manera oscura, imparcial y desequilibrada, pues la
inestabilidad económica es un hecho más tozudo que
la fantasía sobre el mercado libre y los ajustes
automáticos que proclaman los políticos y
economistas neoliberales.
Las variables superfluas de la unión
monetaria
Como acabo de señalar, la estrategia de la
macroeconomía neoliberal se limita a ser un reduccionismo
simplista, en virtud del cual se cree que el dominio
restrictivo de las variables nominales vinculadas preferentemente
al ámbito monetario tienden a proporcionar suficiente
estabilidad y que ésta es el único prerequisito
válido para incrementar la producción y,
según se afirma, el empleo.
Ya he mencionado en qué medida este principio
contrasta severamente con la realidad de las cosas y cómo
termina siendo inoperante incluso para los restringidos
propósitos estabilizadores que se proponen.
Pero es necesario añadir para terminar este breve
repaso una consideración adicional sobre las implicaciones
reales de todo ello sobre la economía real.
Al mismo tiempo que los políticos y economistas
neoliberales se han desenvuelto con alegría manejando
(verdaderamente de manera contradictoria a lo largo del tiempo,
pero de ello no puedo ocuparme aquí) los cuadros
macroeconómicos, han despreciado de manera así
mismo evidente los efectos que todo ello provocaba sobre la
riqueza efectiva y el tejido productivo.
La crónica del ajuste deflacionista tan
empecinadamente impuesto coincide, como no podía ser de
otra manera, con una pérdida de recursos reales, con una
dilapidación de medios
financieros y, literalmente hablando, con la desaparición
de la base material de la agricultura y
la industria.
Las políticas neoliberales han traído
consigo una disminución sin precedentes en la base real de
las economías, la única que puede proporcionar la
riqueza y el empleo suficiente para satisfacer las necesidades de
la mayoría de los ciudadanos.
La perspectiva de la unión monetaria no
sólo ha sido utilizada como un metro que fuese de goma,
para medir en cada momento la cantidad deseada, para justificar
gracias a ella el ajuste distributivo, sino que además ha
erigido la contención de las variables más
deflacionistas en un fin en sí mismo, sin miramiento
alguno de las consecuencias que ello provocaba en los sectores
productivos y en el empleo.
Frente al paulatino deterioro de las variables reales,
la Unión no ha hecho sino confirmarse simplemente en la
estrategia paliativa, procurando aliviar (lógicamente
siempre de manera insuficiente) con la delicada mano de la
subsidiación el daño
que el puño de hierro de la
deflación venía provocando; y de hecho, no ha
tenido empacho de reconocerlo así: "a pesar de la
evolución macroeconómica favorable, el
número de indigentes ha seguido aumentando en los diez
últimos años en la mayor parte de los países
de la Comunidad…se observa claramente que el número de
personas que dependen de la asistencia social se ha incrementado
desde el principio de la década de los setenta; este
número se ha duplicado incluso en varios Estados
miembros…No obstante (la ampliación del campo de
cobertura social) la tendencia de fondo sigue siendo el aumento
del número de indigentes".
La encrucijada europea de la economía
española
Qué condicionantes para la
política macroeconómica española se siguen
de éste contexto?. Esta es, desde luego, la pregunta
previa que es menester plantearse cuando se quiere dilucidar
qué tipo de decisiones pueden contribuir a generar mayor
bienestar para nuestros ciudadanos, que efectos tendrá la
política macroeconómica vigente y por dónde
puede discurrir otra alternativa.
Globalmente, nuestra economía y nuestra
política económica hacen suyos los fenómenos
y procesos que anteriormente he señalado, aunque su
condición de menor desarrollo implica que aquí se
manifiesten de manera más agudizada.
Las cuestiones que tienen que ver con la política
macroeconómica que me parecen más destacables son
las siguientes.
En primer lugar, la pérdida de impulso de la
actividad económica real y la destrucción de tejido
productivo. Puede hablarse verdaderamente de un auténtico
desmantelamiento de los que habrían de haber sido, por el
contrario, los auténticos motores de la
producción y el empleo.
En segundo lugar, el especial y agravado efecto que
tienen en nuestro país las estrategias de
deslocalización competitiva llevadas a cabo por las
grandes empresas al socaire de un mercado único en donde,
ante la insuficiencia de las políticas reguladoras, se
multiplican los procesos de desequilibrio y se incrementan las
desigualdades territoriales y personales.
En tercer lugar, y teniendo en cuenta que los impactos
que históricamente han tenido mayor trascendencia sobre
nuestra han sido de carácter externo, resulta que la
pérdida de capacidad de maniobra a la hora de elaborar la
política económica la dejan singularmente
desguarecida. Tanto es así, que a pesar de la fe de
carbonero mostrada por el gobierno español en
el proceso de convergencia no ha podido impedir, por ejemplo,
acudir a devaluaciones, única forma por demás de
hacer frente a desequilibrios que han sido, son y van a seguir
siendo irremediablemente patentes en nuestra
economía.
La contumaz intención de frenar el gasto
público, en lugar de plantear consecuentemente su
racionalización; la estricta observancia de las reglas del
sistema monetaria europeo en momentos en que una mayor
autonomía hubiera llevado a manejar los tipos de
interés con mayor miramiento de la economía real;
la perseverancia con que se mantiene que la inflación, en
lugar de un adecuado tratamiento estructural, requiere medidas
restrictivas de política monetaria, son ejemplos todos
ellos de la ejemplar observancia del credo neoliberal
predominante en la construcción europea pero que han
impedido lograr que la economía española se
homologue en bienestar, empleo y calidad de
vida con los países europeos más adelantados.
El esfuerzo deflacionista aplicado a una economía
estructuralmente debilitada como la española sólo
consigue, por el contrario, que ésta vaya a rastras de las
potencias europeas sin estar lo suficientemente guarecida en
cuanto a protección social, y cada vez más
desarmada en términos de impulsos endógenos para el
crecimiento económico.
Finalmente, y aunque es cierto que la Unión
Europea constituye, de momento, una notable fuente de recursos
para la economía española, su carácter
principal de subsidio pone sobre el tapete, no sólo el
problema de su posible continuidad en los niveles actuales, sino
el efecto desincentivador que inevitablemente lleva consigo sobre
la actividad económica. Y ésta es una circunstancia
de gran importancia, pues debería resultar preocupante que
el horizonte que se contemple no sea otro que el de la pasividad,
la atonía productiva y el apocamiento a la hora de
movilizar los recursos productivos que la subsidiación
generalizada siempre lleva consigo.
En resumen, pues, los problemas principales que afectan
a la economía española desde el punto de vista de
las grandes decisiones de carácter macroeconómico
se pueden resumir en dos: la incidencia especialmente negativa de
la estrategia neoliberal en la capacidad de movilizar recursos
productivos, por su condición estructural más
debilitada, y la pérdida sustantiva de capacidad de
maniobra que limita, o incluso puede llegar a impedir, la
utilización de instrumentos absolutamente imprescindibles
cuando la producción y el empleo en una economía
deprimida se encuentran sometidos a impactos de carácter
externo.
5. Lo que no tiene en
cuenta la macroeconomía neoliberal
La primera característica de la ideología neoliberal es su
autoconvencimiento de que nada es posible ni realizable fuera de
los presupuestos que defienden sus partidarios. La lamentable
época del pensamiento
único ha tenido su reflejo también en la
reflexión y la política económica: nada es
eficaz más allá del mercado, los objetivos marcados
son los categóricamente inamovibles y los instrumentos que
se utilizan ineluctables.
Verdaderamente, la fuerza del
neoliberalismo ha sido tal y su capacidad de segregar
convencimiento y legitimación tan alta (gracias a la
perfecta imbricación que las nuevas
tecnologías han permitido de los capitales
industriales y financieros con la cultura y la
comunicación mercantilizadas) que apenas si se ha
dejado resquicio a los discursos
alternativos. Y cuando éstos se han pronunciado, aunque
fueran de hecho extraordinariamente moderados, no han recibido
más que la mirada displicente de quien los considera
completamente ajenos al mundo real.
Pero ni tan siquiera esa enorme influencia del
neoliberalismo ha podido impedir que queden al descubierto las
contradicciones implícitas en su discurso y la debilidad
con que se sustentan sus propuestas. Máxime, cuando las
realidades sociales revelan cómo hacen aguas por
demasiadas partes.
Es importante tener en cuenta estos resquicios de la
macroeconomía neoliberal, los que reflejan que de
ahí puede derivarse no solamente una grandísima
pérdida de bienestar, sino también un permanente
desequilibrio y una continua falta de operatividad de las
políticas económicas.
Me referiré a los más
importantes.
El primero de ellos es la insostenibilidad de las
políticas deflacionarias. Aún en el supuesto de que
pudieran mantenerse a lo largo del tiempo sin provocar una
depresión generalizada, llevan consigo de manera
inevitable un fenómeno de frustración colectiva. Y
será muy difícil evitar (sólo seguramente a
costa de debilitar la democracia y fortalecer en demasía
los mecanismos de control ideológicos) que llegue a
expresarse en un cuestionamiento radical de la renuncia
continuada que comportan el desempleo y la pérdida de
protección social.
En segundo lugar, que la combinación de libertad
de movimientos de capital e hipertrofia de la circulación
financiera constituye un cóctel imposible de digerir a la
larga por instituciones reguladoras de lo monetario, cuya
capacidad de intervención se debilita en términos
relativos cada vez más acusadamente. En tales condiciones,
la inestabilidad monetaria, con sus elementales efectos sobre la
actividad productiva real, será el estado habitual que
frustrará cualquier intento de estabilidad
macroeconómica.
En tercer lugar, que tratar de combatir la
inflación con medidas exclusivamente monetarias puede ser
eficaz a corto plazo, y a costa, como he señalado, de la
ralentización de la actividad productiva y del crecimiento
económico, pero no dejará de ser un tratamiento y
que no podrá impedir que antes o después se vuelva
a desencadenar la presión al alza sobre los precios.
Sucede sencillamente que la inflación suele ser
principalmente el resultado de la pérdida de competencia en
mercados que en las condiciones del capitalismo
actual tienden a la imperfección, así como del
conflicto social tendente a conquistar posiciones en la
distribución de la renta. Ambas circunstancias provocan
una tensión estructural en el régimen de
fijación de precios que para ser tratada con eficacia a
medio y largo plazo requiere actuar por vías que poco
tienen que ver con el control de la masa monetaria.
En cuarto lugar, que incluso si se aceptara la bondad de
actuar con preferencia desde el ámbito monetario, las
condiciones actuales de los mercados de dinero impedirían
poder operar con la necesaria precisión, como la
experiencia vienen demostrando. La enorme volatilidad de los
activos financieros, la rapidez de las operaciones, su
versatilidad a la hora de transformarse en nuevas formas de
débito financiero, su misma variedad que lleva incluso a
tener que considerar definiciones del dinero cada vez más
sutiles, hacen que la intervención reguladora en los
mercados monetarios produzca efectos que son más bien
resultados del azar de los mercados que de las previsiones de
gestión
efectuadas.
En quinto lugar, que la evidencia empírica
demuestra que es literalmente imposible mantener al mismo tiempo
libertad comercial, de movimientos de capital, políticas
monetarias autónomas y tipos de cambio fijos. La realidad
nos enseña que en condiciones de política monetaria
autónoma los tipos de cambio tienden a saltar si no se
controlan los movimientos de capital. Y cuando esto último
empieza a ocurrir sólo se estará a un paso de
plantear la restricción del comercio.
En sexto lugar, que el establecimiento de tipos de
cambios fijos, con compromiso de su mantenimiento,
ineludiblemente lleva consigo la especulación sobre las
monedas comprometidas con las condiciones de fijación. Y,
dada la abundancia actual de recursos financieros liberados para
la especulación financiera, no puede esperarse otra cosa,
en tales condiciones, que la inestabilidad y la crisis cambiaria
recurrente.
En séptimo lugar, y en referencia particular al
caso europeo, que aunque se pudiera conseguir una suficiente
convergencia y un auténtico mercado único,
sería imposible evitar que las diferentes economías
quedaran excluidas de cualquier impacto de carácter
exterior. Ante cualquiera de ellos, el sistema de cambios fijos,
del que sería expresión suprema el régimen
de moneda única, lo que hace no es sino sustituir la
fluctuación del tipo de cambio como respuesta al impacto
por cambios en el nivel de empleo. De esa manera, y puesto que la
convergencia real de las economías ni tan siquiera se
contempla, el resultado de la andadura desigual sería que
unos países, los más débiles como
España, tendrían que pagar permanente su debilidad
en términos de mayor desempleo. Con independencia de otras
consideraciones, es realista pensar que los gobiernos de
las economías que permanentemente se vean afectadas de
forma negativa renunciarán (o podrán renunciar) a
dar respuesta a incrementos continuados del paro?.
En octavo lugar, que la contumacia con que se persigue
reducir el endeudamiento y el déficit público,
además de que no podrá evitar la aparición
de déficits ocultos (derivados de la falta de
previsión financiera o de la descapitalización) no
puede llegar a provocar sino efectos perversos sobre el propio
proceso de convergencia, puesto que la desactivación
productiva que lleva consigo comportará menores ingresos fiscales
e impulsos más débiles de los que son, si embargo,
necesarios para impulsar la propia convergencia en condiciones
generales de política deflacionaria.
En noveno lugar, que los elevados tipos de
interés reales no son la consecuencia de la deuda y el
déficit, sino más bien su prerequisito, el
resultado, por el contrario, de la hipertrofia financiera (que
encuentra en ellos buena remuneraciones) y
de la voluntad política de mantener estrategias
deflacionarias. Por lo tanto, y en la medida en que éstas
se consideren un presupuesto de partida, los tipos reales
tenderán a mantenerse al alza encareciendo la deuda y
aumentando el déficit, esto es volviéndose contra
la deseada convergencia.
En décimo lugar, que sea cual sea el
diseño establecido de la política
macroeconómica, a medio y largo plazo sólo se
podrá disfrutar de una necesaria estabilidad y de los
mínimos episodios de crisis si se consigue galvanizar
adecuadamente la economía real, si se logra gobernar
adecuadamente los incrementos de productividad. O
dicho de otra manera, si se consigue poner en funcionamiento de
manera efectiva y permanente las actividades económicas
reales que crean empleo generando bienes y servicios
productivos. En otras condiciones, sea cual fuere la estrategia
pergueñada, no podrá evitarse que las estructuras
económicas también se deserticen y depauperen, que
las economías sufran un progresivo agotamiento.
Ni más ni menos que lo que viene
sucediendo.
SEGUNDA PARTE: PENSAR DE OTRA FORMA, CONSTRUIR UN
MUNDO MAS SALUDABLE
6. Políticas alternativas: las inevitables
restricciones.
Las decisiones económicas que toman los gobiernos
son de muy distinta naturaleza. Unas veces se adoptan sobre
parcelas muy restringidas de la actividad económica, pero
de notable trascendencia; otras afectan a gran número de
personas, lo que dificulta su instrumentación,
aplicación y seguimiento. Unas requieren laboriosos
trámites parlamentarios, otras un complejo análisis
técnico para evitar efectos perversos. No siempre,
además, las medidas de política económica
que afectan a la actividad se adoptan desde los mismos niveles de
gobierno, o dicho de otra forma, puede ser que desde cada uno de
ellos se actúe de manera contradictoria, anulando unas
medidas a otras.
Todo esto quiere decir que es preciso que las decisiones
que en conjunto conforman lo que conocemos como política
económica respondan a un diseño previo y
homogéneo, en donde esté bien delimitado
cuál es el alcance que se pretende dar a cada una de
ellas, los objetivos que persiguen, la naturaleza de los medios
más adecuados para alcanzarlos, etc.
En definitiva, e incluso en la sociedad más
liberal, es siempre preciso una cierta regulación
macroeconómica, es decir una intervención
sistemática sobre todas las circunstancias que globalmente
influyen sobre los principales problemas económicos que se
desea resolver.
Igualmente, eso quiere decir también que las
decisiones de política económica no pueden ser el
resultado de un designio caprichoso. Hoy día sabemos ya
con precisión que determinadas actuaciones llevan consigo
determinado tipo de efectos o que medidas de una determinada
naturaleza originan cambios en uno u otro sentido.
Por lo tanto, no sólo es necesario tener un
diseño previo, sino que éste debe ser, a su vez,
viable, rigurosamente realizable. La escasez a la que
sin duda nos enfrentamos, o los límites
energéticos, los poderes diferentes que vienen dados por
una específica definición del haz de derechos de los que pueden
disfrutar los diferentes agentes, por ejemplo, no siempre
permiten que cualquier medida, de cualquier modo formulada, sea
viable.
También sabemos que la actividad económica
está sujeta a algunas leyes, aunque no
siempre podamos tener perfecta constancia de cuáles son, y
con qué expresión vamos a encontrarlas en un
determinado momento histórico.
Conocemos, igualmente, que de los distintos instrumentos
de intervención que pueden utilizarse para hacer efectivas
las diversas decisiones de política económica se
derivan efectos muy distintos. Pero quizá no tengamos
plena seguridad sobre cuál va a ser su diferente magnitud.
Es decir, que será necesario evaluar previamente cada uno
de ellos y optar de manera discrecional, en virtud de los
objetivos que preferentemente deseemos alcanzar.
En otras ocasiones, quizá ni tan siquiera se
pueda saber a ciencia cierta
qué efectos provocarán las decisiones.
En definitiva, pues, cuando se plantea un diseño
determinado de la política económica es preciso
disponer de un análisis previo lo más riguroso
posible sobre el "marco global" en el que se insertan las
decisiones. La improvisación o la falta de fundamento
serán siempre errores que terminarían
pagándose caros por la sociedad.
Esto justifica por sí solo que en estas
páginas me limite a proponer algunas ideas directrices,
sobre las cuales, y de manera mucho más rigurosa y
singularizada, habrá que volver en el futuro.
Ahora bien, además de las determinantes
analíticas a las que hecho sucinta referencia arriba, y de
las que trataré de ocuparme más abajo, hay un
asunto previo que me parece preciso abordar aunque,
significativamente, no suele ser objeto preferente de
consideración en los análisis ortodoxos o
convencionales.
La macroeconomía y la
democracia
He adelantado que las decisiones de política
económica que se adopten deben ser consecuentes con los
objetivos formulados y, además, viables y
adecuadas.
Ahora bien cómo se definen los objetivos
que va a perseguir la política
económica?.
Aunque me ocuparé en el siguiente epígrafe
del asunto de la definición de los objetivos, debe ahora
quedar claro que su establecimiento, que al fin y al cabo es lo
que determina los instrumentos que deben luego aplicarse y el
tenor concreto de las medidas distintas de política
económica que se adoptan, no pueden ser más que el
resultado de una preferencia social.
En los manuales
convencionales más al uso se definen siempre los objetivos
que persigue la política macroeconómica.
Se suele coincidir señalando que éstos
son: producción (elevado nivel, rápida tasa de
crecimiento), empleo (lograr elevar el nivel de empleo o bajar el
nivel de desempleo involuntario), estabilidad del nivel de
precios con libertad de mercados, equilibrio exterior (equilibrio
entre las exportaciones y
las importaciones y
estabilidad del tipo de cambio).
Por qué estos y no otros?,
qué prioridad se establece y por qué cuando
uno de ellos pueda conseguirse sólo limitando la
consecución de otro?, quién es el agente o
la institución que debe o puede dar respuesta a estas
preguntas?.
Cualquiera que hojee un libro de
macroeconomía convencional, o simplemente una introducción ortodoxa a la economía,
podrá comprobar que los objetivos descritos de tal forma
se consideran como algo intrínseco a la propia
macroeconomía y, en consecuencia, indiscutibles. Se
presentan como algo tan elemental y lógico que no parece
que tengan que ser puestos en cuestión.
El asunto sin embargo, tiene bastante
trascendencia.
Los objetivos de la política económica
nunca son el resultado de una decisión neutral, sino el
resultado de que algún agente o colectivo social ha estado
en condiciones de establecer con prioridad una determinada
preferencia que le es genuinamente propia.
Piénsese, por ejemplo, en un caso
paradigmático.
Por qué la equidad, la
justicia en la
distribución de la renta, no se considera un objetivo
esencial de la macroeconomía?.
En verdad, no puede argumentarse su dificultad a la hora
de conseguirla por los medios que están a nuestro alcance,
puesto que la realidad muestra, precisamente que la pauta
distributiva se está modificando permanentemente, en un
sentido u otro, como consecuencia del funcionamiento de los
mercados o de la intervención de los gobiernos. Sabemos,
por ejemplo que determinadas figuras impositivas son más
igualitarias que otras, o que todo lo que afecte, en un sentido o
en otro, a los salarios monetarios influye también de una
manera u otra en la distribución de los
ingresos.
Tampoco hay razones rigurosamente fundadas para sostener
que avanzar hacia soluciones
más equitativas implique mayor dificultad para lograr la
consecución de los demás objetivos que se fijan
convencionalmente, salvo que lo que se desee efectivamente sea
distribuir asimétricamente a favor del
beneficio.
La respuesta entonces a esas preguntas no puede ser otra
que considerar que la exclusión de la equidad como
objetivo de la macroeconomía es el resultado de una
determinada opción. Y que ha sido adoptada sólo en
virtud de que quienes la sustentan han estado en condiciones de
imponer su preferencia particular, o de establecerla como si
fuera una preferencia "general".
La actividad económica no es más que una
lucha permanente por el reparto. No cabe pensar que nadie sea
indiferente a cuál sea el resultado del reparto. Y puesto
que cada agente económico tiene un interés en ello,
tiene también una estrategia y una preferencia sobre el
resultado distributivo que pueda alcanzarse.
En sentido riguroso, como decían ya los primeros
economistas clásicos, ese es el asunto esencial de la
economía.
Es cierto que a los economistas no les interesa, en el
sentido de que no es el objeto de su estudio, cómo se
forman las preferencias en la sociedad, cómo puede un
determinado grupo social
conseguir que su preferencia aparezca como mayoritaria para
imponerla a los demás.
Pero eso no quiere decir, sin embargo, que la
economía, y especialmente la política
económica, sean independientes de ello.
La actividad económica es una dimensión
singular de las estrategias humanas de cara a hacer frente a la
necesidad (y ésta no es sólo la de tener, sino
también la de ser o relacionarse) y, en consecuencia, se
subordina a esa estrategia general.
Esto quiere decir que a la política
económica los objetivos le vienen dados por las
preferencias sociales, no son definidos con independencia de
ellas.
Por consiguiente, cualquier planteamiento sobre
política económica debería partir de hacer
referencia a las condiciones en que se establecen esas
preferencias.
O dicho de otra manera; puesto que el diseño de
toda política económica nace de la
definición de unos objetivos que responden a unas
determinadas preferencias, es justo que la sociedad resuelva
previamente la fórmula que permita que los objetivos se
definan de manera que sean un fiel reflejo de los mayoritaria y
efectivamente deseados.
Nuestra sociedad vive en una lamentable esquizofrenia.
Basada en el reconocimiento de que la democracia es la
única mecánica que permite salvaguardar la
libertad de los individuos, deja de utilizarse cuando se trata,
sin embargo, de abordar el problema fundamental de los seres
humanos: a saber, la satisfacción incluso más
elemental de sus necesidades materiales.
No puede haber, pues, una política
económica orientada al bienestar general si sus
definiciones más esenciales no respetan el deseo
mayoritario de los ciudadanos. No puede haber política
económica que satisfaga preferentemente las necesidades de
la mayoría de la población si no hay una
auténtica democracia.
Se podría argumentar que determinado tipo de
relaciones económicas no dependen de la voluntad
ciudadana, lo que impide que su determinación sea
democrática.
Pero este es un tipo de argumentación que
responde a una definición circular de lo que debe
considerarse como opción de política
económica. Se definen unos determinados objetivos que de
suyo implican un tipo específico de relaciones y, en
consecuencia, no pueden admitirse variantes puesto que se salen
de los objetivos predeterminados: es deseable una economía
de mercado, los capitales fluyen libremente, luego no puede
admitirse que los capitales no fluyan libremente porque
dejaría de darses, entonces, una economía de
mercado.
Los economistas ortodoxos olvidan con demasiada
facilidad que están hablando de la elaboración o
puesta en práctica de estrategias sociales, no de la
contemplación de fenómenos naturales que queden
fuera del control de los demás seres humanos y que
sólo aquellos pueden llegar a conocer y darle respuesta.
Por eso asumen con generalizada frecuencia que las
hipótesis de
partida son inamovibles.
Por el contrario, afirmar que puede haber formulaciones
alternativas, de cualquier tipo que éstas sean, es el
resultado lógico y más realista de admitir que
pueden variar las preferencias sociales, como de hecho han ido
cambiando a lo largo de la historia, que
quiérase o no, está todavía
inacabada.
Sintomáticamente, el ascenso de las
políticas neoliberales ha ido acompañado de un
debilitamiento de la democracia. No necesariamente entendida
ésta como mecánica para la representación
social (que puede haberse extendido), sino como procedimiento
para el planteamiento de los problemas
sociales y para la resolución de los conflictos que
naturalmente conlleva. Así, se ha multiplicado la
influencia de los organismos o fuentes de
decisión que se sitúan fuera o más
allá de los institutos sometidos habitualmente al control
democrático (Banco Mundial,
Fondo Monetario
Internacional, bancos centrales autónomos…), en
donde la decisión no está sujeta a procedimientos
institucionales democráticamente preestablecidos (G-5), o,
sencillamente, bloqueando el propio desarrollo institucional que
podría servir de contrapeso a las decisiones ejecutivas
(Parlamento frente a Comisión europeos).
Este debilitamiento de la democracia ha ido
acompañado de una creciente capacidad de
intervención ideológica y de la conformación
de un sistema de valores que lo han hecho posible y han permitido
la asunción del propio discurso neoliberal por sectores
sociales de elevado peso específico en el sistema de
representación social. Sin necesidad de beneficiarlos
específicamente, la política neoliberal ha tenido
la capacidad de gratificarlos virtualmente gracias al sistema de
referencias morales creadas, sobre todo, en torno a una pauta
social de consumo que permite que los individuos identifiquen
preferentemente la satisfacción con la aspiración y
la expectativa.
En consecuencia, entiendo que el requisito previo para
hacer viable una alternativa de izquierda a la política
económica neoliberal es precisamente "la
democratización de la democracia", en palabras de A.
Guiddens, que permita entonces plantear órdenes de
objetivos diferentes y sostener las decisiones en las
preferencias que se hayan revelado efectivamente mayoritarias a
través de experiencias de "democracia dialogante",
también en expresión del mismo autor, y no
sólo como resultado de sortear con habilidad la
mecánica representativa.
El contexto internacional: globalización y poder
supranacional
Una segunda restricción condiciona de manera
fundamental la posibilidad de aplicar políticas
alternativas y, de hecho, estará determinando cualesquiera
de los planteamientos a los que voy a rferirme más abajo.
Me refiero al marco y a las circunstancias internacionales en el
que se inserta cualquier economía y de las que dependen en
una buena medida las decisiones de política
económica que allí se adopten.
Al menos hay que tener en cuenta cuatro fenómenos
que hoy día constituyen restricciones de primer orden a la
hora de poner en práctica políticas encaminadas a
fortalecer principalmente intereses nacionales y, a su vez, de
los más desfavorecidos.
El primero de ellos es que nuestra época se
caracteriza por un extraordinario grado de interrelación
entre las economías y las sociedades. Como suele ser
decirse, vivimos en un mundo globalizado, en donde lo que sucede
o se realiza en un lugar concreto condiciona y está
condicionado por lo que sucede en el resto del
planeta.
Bien es cierto que la mundialización no se da
cuando se trata hacer frente a las necesidades humanas, de
garantizar una pauta de satisfacción generalizada, sino
que se limita más bien a expresarse como la constitución de un mismo territorio para el
capital. Pero, con independencia de ello, lo cierto es que hoy
día el régimen de intercambios se desenvuelve sin
entender de fronteras; lo que implica una dificultad, que puede
llegar a ser absoluta, a la hora de incidir en él desde un
ámbito espacial concreto y singularizado.
Los movimientos planetarios de capital, el comercio
internacional de mercancías y servicios, incluso la propia
circulación de personas, el marco exterior como referencia
y condicionante permanente de la eficacia interna, el entramado
institucional de carácter supranacional cada vez
más amplio, por no hablar de la omnipresencia de las
empresas multinacionales, son realidades que no se pueden
soslayar cuando se diseña una política
económica nacional, porque los resultados que ésta
pueda alcanzar dependerá siempre de todos
ellos.
Un segundo fenómeno, muy vinculado al anterior,
es la consolidación de procesos de integración
regional que termina por absorber una buena dosis de
soberanía, especialmente en el campo de la política
económica, lo que provoca, cuando se está integrado
en ellos, que la capacidad de maniobra que pueden llegar a tener
las políticas nacionales sea a veces extraordinariamente
reducida.
Un tercer factor a considerar es que la
internacionalización no se produce en condiciones de
simetría y poder repartido, sino, por el contrario, bajo
estructuras imperialistas asociadas a una enorme dependencia
comercial, tecnológica, cultural o sencillamente militar,
de tal forma que cualquier política económica
nacional no sólo debe pasar el test nacional y
someterse además a un juego complicado de equilibrios a
nivel internacional, sino, lo que es peor, también a la
posibilidad de que llegue a cuestionar el orden en el que se
resuelve el conflicto de intereses a nivel mundial;
situación que suele provocar respuestas que van más
allá del simple ajuste económico.
Sucede, por último, que nuestra época,
quizá como cualquier otra pero ahora de forma mucho
más agudizada, se caracteriza porque el poder que permite
aplicar o neutralizar las decisiones sociales es
internacional.
Desde mi punto de vista, cuando se comprueba hasta
qué punto el planeta se deteriora como consecuencia de la
pervivencia del orden socio-económico en el que vivimos,
cuando se constata el sufrimiento y la insatisfacción
crecientes que padece la mayor parte de los seres humanos y
cuando además es claramente comprobable que todo ello
convive con el despilfarro y la opulencia, la necesidad de
replantear el modelo de
crecimiento global y hacer frente a los núcleos de poder
que lo sostienen constituye un auténtico imperativo
ético; que habrá que asumir antes de que sea
demasiado tarde y si es que se quiere evitar una conmoción
de aspectos y consecuencias inimaginables.
Pero además de ser un puro imperativo moral, la
transformación hacia el bienestar y la sostenibilidad del
actual orden internacional resulta una condición
inexcusable para avanzar, no ya en políticas radicales
(que en mi opinión son igualmente tan deseables como
necesarias), sino incluso para tratar de galvanizar
mínimamente la actividad productiva en las naciones, para
evitar la destruccción masiva de empleos o, sencillamente,
para frenar una dinámica depresiva y de inestabilidad
permanente a la que es imposible que ni las economías
capitalistas más liberalizadas puedan acostumbrarse sin
trauma.
En consecuencia, hay que reconocer que para que pueda
llegar a ser posible cualquier política alternativa al
neoliberalismo, y me temo que incluso en sus versiones más
edulcoradas, es necesario haber forzado un marco diferente de
relaciones
internacionales que permita la efectiva protección de
los espacios y las economías más débiles,
una regulación global orientada a re-nacionalizar los
flujos financieros y el establecimiento de una autoridad mundial
para el comercio internacional que reconduzca el gravísimo
proceso de empobrecimiento que ha sido causado a la
mayoría de las naciones del planeta.
Sin embargo, la necesidad de ese horizonte de cambios en
el contexto internacional no debe contemplarse como una hipoteca
definitiva para la ejecución de políticas
económicas de izquierda a nivel nacional. Todo lo
contrario. Entre esas dos dimensiones existe una
dialéctica esencial de la cual depende el ritmo de los
cambios sociales en nuestro mundo. Porque si bien el actual
estado de fuerzas mundial puede con razón considerarse
como un potentísimo corsé de la política
nacional, no es menos cierto que sólo haciendo real por
necesaria a ésta última se podrán poner en
movimiento las mutaciones imprescindibles en el orden
internacional.
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