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Neoliberalismo y política económica de izquierdas




Enviado por juantorres@uma.es



Partes: 1, 2

     

    "El reconocimiento de las posibilidades destruidas para
    siempre nos inspira un sentimiento de urgencia. La demora es
    costosa para nosotros y más aún para nuestros
    descendiente y para las otras especies con las que compartimos el
    planeta. Ya es muy tarde. Resulta difícil evitar la
    amargura por lo que podría haberse hecho y por las
    oportunidades adicionales que se pierden cada día. Resulta
    difícil evitar el resentimiento hacia quienes
    continúan obstruyendo con tanto éxito
    los cambios necesarios".

    H.E. DALY y J.B. COBB, jr., "Para el bien común.
    Reorientando la economía hacia la
    comunidad, el
    ambiente y un
    futuro sostenible". Fondo de Cultura
    Económica. México
    1.993,p. 365

    INTRODUCCIÓN

    1. El corto y el largo plazo, lo posible y
    lo necesario.

    En las páginas que siguen me propongo plantear
    algunas reflexiones que pudieran contribuir como mimbres a urdir
    una política
    económica alternativa y de izquierdas a la que, de manera
    más o menos generalizada, están aplicando los
    gobiernos europeos en los últimos años.

    Ésta es una reflexión muy difícil
    de encajar en pocas páginas porque obliga a tomar en
    consideración perspectivas muy plurales y
    extraordinariamente complejas.

    Las políticas
    neoliberales al uso, por ejemplo, han renunciado
    explícitamente a la creación de empleo, en
    aras de favorecer la recuperación del beneficio y
    aplicando para ello una estrategia
    deflacionista basada, entre otras cosas, en los altos tipos de
    interés
    y en el control del
    gasto, tal y como señalaré con detalle más
    abajo.

    Sin embargo, esa estrategia ha sido necesaria, y al
    mismo tiempo ha sido
    posible, porque las economías han transitado en los
    últimos años por un auténtico cambio en la
    estructura del
    sistema
    productivo que ha ido acompañado de modificaciones
    sustanciales de las disponibilidades tecnológicas, de los
    regímenes institucionales, de la cobertura de los mercados, de los
    propios valores
    sociales, de las formas de sociabilización,
    etc.

    Eso quiere decir que la respuesta a una política
    neoliberal que genera desempleo no
    puede limitarse, desgraciadamente, a ser una inversión lineal en los objetivos o en
    la pura instrumentación de las decisiones.
    Seguramente, una política basada simplemente en dar la
    vuelta a la estrategia deflacionista mediante la
    relajación del gasto, la disminución de los tipos
    de interés,…, pero que no tenga en cuenta esas otras
    circunstancias "generales", institucionales, medioambientales,
    sociales o sencillamente políticas, llevaría con
    toda probabilidad a un
    estrepitoso fracaso.

    Soy consciente, pues, de que hablar de política
    económica alternativa al discurso
    neoliberal dominante requiere considerar un abanico de problemas
    contextuales muy importantes: desde la propia comprensión
    de la naturaleza de
    las necesidades humanas a la reconversión de la base
    energética del planeta, pasando por la reforma global del
    orden institucional internacional, por el problema de la democracia, de
    la violencia y el
    poder

    Sin embargo, en este trabajo (o al
    menos a la altura en la que estamos de su redacción definitiva) voy a prescindir
    conscientemente de plantear estos problemas contextuales con el
    detalle que seguramente hubiera sido necesario, dando por hecho
    que es preciso que "la alternativa" se inserte en una
    ecuación de cambio que trasciende el nivel de la
    inmediatez y lo puramente económico.

    Aquí voy a centrarme fundamentalmente en un
    aspecto más concreto del
    asunto: el análisis de propuestas alternativas desde
    la izquierda en el ámbito de lo que convencionalmente se
    denomina "política macroeconómica". Esto es, el
    conjunto de decisiones relativas al funcionamiento global de la
    actividad económica adoptadas con el fin de influir no
    sólo sobre el comportamiento
    de individuos, segmentos concretos o sectores de la actividad
    económica, sino sobre todos ellos de manera
    agregada.

    Y, además, debo hacer este planteamiento
    más concreto con una restricción añadida. A
    la hora de plantear alternativas se puede caer fácilmente
    en dos errores bastante simétricos a los que debo hacer
    una breve mención a fuer de ser mal entendido.

    Uno es el adoptar lo que podríamos llamar una
    actitud
    nominalista y limitarse a formular que los problemas de cualquier
    planteamiento alternativo se resuelven en el cambio radical de
    las condiciones en que se formula el problema. Yo
    sostendría sin dificultad que la solución a la
    insatisfacción y al dolor humano que provoca un sistema
    económico injusto y basado en la desigualdad sería
    instaurar una sociedad en
    donde hubiera quedado erradicada la explotación y la
    institucionalización de la injusticia, es decir, lo que
    convencionalmente podemos denominar una sociedad socialista.
    Pero, qué contribuye a resolver por sí
    sólo el establecimiento de ese desideratum?. Para que
    sirva efectivamente como referencia para la transformación
    es necesario que aquello que se ha concebido como abstracto se
    vincule a las experiencias concretas en que se desenvuelven las
    realidades sociales y posiblemente eso obliga a considerar a los
    abstractos de referencia como objetos en continuo proceso de
    rediseño. Cuando no se hace así, cuando el
    abstracto resulta el elemento sobredeterminante es cuando se cae
    en el nominalismo, un empeño tan inútil como
    enjundioso.

    El otro error consiste, por el contrario, en despreciar
    el establecimiento de horizontes, lo que, en aras de la
    inmediatez, se suele resolver en una renuncia efectiva a
    modificar las inercias dominantes, impregnándolas tan
    sólo de ligeros matices que a la postre sólo
    podrán diferenciarse muy tenuamente.

    Mi pretensión es contribuir a generar respuestas
    cuya aplicación fuese posible mañana mismo, porque
    entiendo que esas son las que son necesarias. Pero, al mismo
    tiempo, con la seguridad de que
    sólo traerían frustración si no se encajan
    en una perspectiva, a plazo más largo, de
    transformación radical de la sociedad
    capitalista.

    Otra cuestión previa que ha de tenerse en cuenta
    es que las políticas neoliberales, y muy
    específicamente las económicas, han logrado
    afianzarse con éxito en nuestras sociedades, a
    pesar de sus contradicciones evidentes y de sus efectos tan
    negativos sobre el bienestar humano, precisamente porque
    constituyen una expresión muy acertada de lo que el
    sistema capitalista necesitó en un momento dado, tanto en
    lo relativo a la pura actividad de acumulación como en lo
    que respecta a la necesaria legitimación del sistema. Se puede decir
    entonces que son verdaderamente radicales, tanto porque han
    conseguido redefinir las condiciones estructurales en que se
    resuelven los problemas económicos de nuestra
    época, como por el hecho de haberlo conseguido generando y
    aplicando una estrategia omnicomprensiva que, sobre todo, vincula
    de manera indisoluble el problema económico con los del
    poder y la legitimación, es decir, con la
    política.

    De esa forma, el discurso neoliberal ha sido capaz de
    autoidentificarse plenamente, y hacer que sea identificado, con
    el orden del sistema, con el equilibrio de
    las cosas y con el principio de la razón; de manera que
    todo aquello que le es diverso tiende a ser percibido como la
    expresión de un disenso tan profundo que no puede llevar
    más que al lugar de la nada.

    Pero, no en vano, la época del neoliberalismo
    es la de las realidades virtuales. Nada más irreal que esa
    aparente confusión entre la política actual, el
    orden y el equilibrio. Y mucho menos, entre la economía y
    la satisfacción.

    El neoliberalismo ha podido configurarse como una
    estrategia tan exitosa gracias a que ha ocultado con eficacia la
    realidad frustrante que le ha sido intrínseca en los
    últimos años, a que realiza auténticos
    juegos
    malabares para evitar que la ciudadanía perciba de manera patente sus
    pretensiones implícitas, y gracias a que ha hilvanado un
    velo de elementalidades (libertad,
    mercado, responsabilidad, yo…) suficientemente aparentes
    para convertirse en un suficiente lenguaje
    común, incluso para muchos de aquellos cuya voluntad
    sincera fue la de situarse fuera del discurso
    neoliberal.

    Precisamente por ello, me parece que una tarea previa
    esencial es la de desnudar al discurso neoliberal, quitarle el
    velo que cubre las vergüenzas de la insatisfacción
    que provoca, de la destrucción física, del desorden
    social que se ha larvado y del conflicto
    reprimido que no se podrá ocultar por todos los
    tiempos.

    Entiendo, pues, que es más precisa que nunca la
    crítica
    radical de la política económica neoliberal, no
    como un simple ejercicio intelectual, sino procurando que de ella
    se nutra una conciencia
    ciudadana distinta, capaz de revolverse y resolver frente al
    bienestar virtual que aquella toma como bandera.

    El neoliberalismo triunfa como estrategia capaz de
    recuperar el beneficio y la capacidad de gobernabilidad de los
    intereses económicos más poderosos, y fracasa a la
    hora de satisfacer con generalidad las necesidades sociales. Pero
    es capaz de evitar que la sociedad perciba esto
    último.

    Justamente por ello, hay que ser conscientes de que la
    alternativa empezará cuando los ciudadanos comiencen a
    echar cuentas de las
    frustraciones que trae consigo la incoherencia de la
    política neoliberal. Esto es, será posible
    sólo cuando las mayorías sociales se percaten de
    que es absolutamente necesaria frente a la realidad
    existente.

    PRIMERA PARTE. EL INDESEABLE ESTADO DE LAS
    COSAS.

    2. La
    política económica neoliberal

    Las políticas conservadoras predominantes en los
    últimos años han tenido cuatro ejes o presupuestos
    fundamentales.

    En primer lugar, la reivindicación del menor
    protagonismo del Estado en todos los ámbitos de la
    actividad económica.

    En segundo lugar, la idea de que, como consecuencia de
    la enorme expansión del Estado del Bienestar, se
    habría alcanzado ya un grado de igualitarismo en las
    sociedades que no sólo es suficiente sino incluso
    contraproducente para alcanzar la deseada eficiencia del
    sistema.

    En tercer lugar, la necesidad de reducir la presión
    salarial sobre los costes empresariales.

    Finalmente, y como corolario de lo anterior, una nueva
    formulación de la regulación macroeconómica,
    distinta de la típicamente estabilizadora e
    instrumentalizada preferentemente a través de
    políticas fiscales, de épocas
    anteriores.

    En particular, este nuevo tipo de regulación
    tiene tres grandes principios: el
    privilegio concedido a la política
    monetaria, el establecimiento del control de la
    inflación como objetivo
    prioritario y la pretensión de que el equilibrio de las
    grandes magnitudes económicas constituye la referencia
    fundamental hacia la que deben orientarse todas las decisiones de
    los gobiernos.

    Lo que se presentó inicialmente como una
    "revolución conservadora" se arropó
    teóricamente con los postulados monetaristas. Se afirmaba
    que si la autoridad
    monetaria es capaz de gobernar con acierto y prudencia la masa
    monetaria se lograría contener las tensiones en los
    precios y
    aumentar el producto
    nacional y la actividad económica.

    La justificación de este principio implica, en
    consecuencia, que otras políticas más
    intervencionistas -principalmente la política
    fiscal– deben ser minimizadas, de manera que, como efecto
    adicional, se conseguiría que el mercado actuase mucho
    más libremente, y sin la injerencia indeseable de la
    burocracia
    pública que termina por generar desincentivos a la
    asignación más eficiente de los recursos.

    Puesto que se considera que el principal problema de las
    economías es la inflación, resulta entonces
    necesario adoptar una política monetaria claramente
    restrictiva que debe consistir en la limitación del
    crecimiento de la oferta
    monetaria. Para ello, los tipos de interés jugarán
    un papel fundamental. Tipos que habrá que procurar
    mantener suficientemente altos para desanimar la demanda de
    dinero y hacer
    posible que la autoridad monetaria lograse su objetivo de
    controlar la cantidad de dinero sin generar desequilibrios
    financieros.

    Los gobernantes y los economistas que les proveen de
    discurso teórico han proclamado, de manera harto
    reiterada, que la solución de los problemas
    económicos está condicionada a que "cuadren" las
    grandes cifras de los agregados macroeconómicos. La
    retórica al uso en estos años ha consistido en la
    definición de lo que técnicamente se llama el
    "cuadro macroeconómicos" y que se presenta como el
    único y predefinido campo de juego en el
    que pueden discurrir las decisiones económicas. Por eso,
    que una de las expresiones más utilizadas en estos
    años ha sido que la política adoptada era "la
    única posible", pues sólo esa podía cumplir
    los requisitos de equilibrio previamente establecidos.

    Unos cuantos principios sin demasiada
    contrastación empírica, o de contrastación
    muy controvertida (el concepto de tasa
    natural de paro que
    permitía resolver que no era bueno que el paro se redujese
    por debajo de determinado nivel, el "efecto expulsión" de
    inversión privada achacado al gasto
    público, la idea de que los déficits
    públicos siempre provocan subidas de precios, o que la
    deuda es siempre condenable, por no hablar de la famosa "curva de
    Laffer") han constituido una demasiado escasamente fundamentada
    batería de hipótesis sobre las que se ha hecho
    descansar la política neoliberal.

    3. Más allá de la retórica:
    las inconsistencias del neoliberalismo.

    Desgraciadamente, detrás de la pretensión
    retórica de los neoliberales tan sólo se encuentra
    el intento de recobrar la tasa de beneficio aun a costa,
    precisamente, del equilibrio de la economía. Una
    formulación como la anterior brevemente expuesta no
    podía llevar sino al conflicto entre objetivos, a la
    deflación y al desempleo generalizado.

    Veamos esto con algún detalle.

    Detrás del velo monetario

    Casualmente, la política monetaria genera dos
    principales consecuencias: por un lado, que con tipos de
    interés más altos los propietarios de activos
    financieros puedan percibir retribuciones más altas, es
    decir, una mayor rentabilidad.
    Eso ha permitido una redistribución ingente a favor de los
    poseedores de capital
    financiero.

    Por otro lado, al aumentar los tipos de interés
    se encarece la inversión -sobre todo en un momento en que
    las empresas
    están empeñadas en una reestructuración
    productiva- y se desanima el consumo de
    bienes
    duraderos por las familias, lo que provoca lógicamente la
    caída del empleo (aunque esto será una
    circunstancia favorable para lograr la reducción salarial
    y, en general, para debilitar el espíritu reivindicativo
    de los movimientos sociales).

    Sin embargo, ambas circunstancias mayor rentabilidad y
    disminución de los salarios– tienen
    un elevado coste de oportunidad, pues provocan una
    deflación importante y una caída brutal en la
    actividad económica.

    Rigurosamente hablando, pues, no puede decirse que el
    objetivo perseguido en realidad por la política monetaria
    haya sido aumentar la actividad y el empleo. Incluso,
    habiéndolo perseguido o no, lo cierto es que ha provocado
    todo lo contrario.

    Esa es la razón de que un economista al que puede
    considerarse bastante ortodoxo haya afirmado que, en el fondo, el
    monetarismo no
    era sino una "hoja de parra", una "justificación
    ideológica de las medidas antisociales".

    Cuadros macroeconómicos escritos en
    el aire

    El apego contumaz a la formulación nominalista
    del equilibrio macroeconómico (de manera
    paradigmática en el caso de los programas
    europeos de convergencia entre las distintas economías,
    que no toman en consideración el desempleo o su capacidad
    productiva real) lejos de constituir un intento de simplificar la
    realidad para intervenir sobre ella, se convierte en la
    generación de un auténtico corsé, una
    restricción artificial, y por lo tanto ideológica,
    al abanico de alternativas posibles de política
    económica.

    La mejor prueba de ello es la penosa reiteración
    con que las propias políticas gubernamentales se saltaban
    a la torera todas las previsiones iniciales y los límites
    preestablecidos, la redefinición permanente, según
    el interés político del momento, de los cuadros
    macroeconómicos que meses, o incluso semanas antes, se
    habían presentado a la población como las únicas
    posibilidades de actuación.

    Este fenómeno es indicativo, por un lado, de que
    el manejo de la política económica carece, desde
    hace ya algunos años, de un fundamento teórico
    riguroso capaz de explicar con acierto las perturbaciones que
    originan los problemas que vengo analizando y de sobreponerse a
    ellas. Como alternativa, ha predominado sobre todo un discurso
    ideologizado que tan sólo pretendía cubrir las
    vergüenzas de una política que principalmente se
    orientaba a recuperar las ganancias privadas.

    Pero, además, indica que para conseguir ese
    objetivo los gobiernos navegan demasiado a la deriva, sin un
    rumbo cierto y sin poder controlar la situación, tanto
    desde el punto de vista de evitar la inestabilidad como de lograr
    el necesario convencimiento social. De ahí, que el
    discurso oficial no haya podido ofrecer, la mayoría de las
    veces, más que la creencia de que las deficiencias se
    arreglarían solas y, como siempre, que la recesión
    será "breve y superficial". Al revés, justamente,
    de lo que ha ido sucediendo.

    La deflación como estrategia, el paro
    como solución

    La definición de la inflación como enemigo
    principal del equilibrio macroeconómico ha traído
    consigo igualmente importantes efectos perversos, además
    de otros de carácter distributivo de los que no me
    ocuparé aquí.

    Para estimular la actividad económica
    deberían reducirse los tipos de interés reales.
    Pero la autoridad monetaria sólo puede controlar los tipos
    de interés nominales. Para lograr que se reduzcan los
    reales, una alternativa posible es provocar una situación
    deflacionaria.

    Puesto que esta lleva consigo una caída en la
    actividad económica (disminución de la
    inversión, aumento del paro,…) el Gobierno se
    verá obligado antes o después a estimular la
    economía para evitar que ésta se hunda y,
    además, tendrá que hacer frente a más
    gastos sociales
    (subsidios de desempleo, por ejemplo) si es que no desmantela
    antes el sistema de protección social.

    Para tratar de evitar la deflación, podrá
    aumentar el gasto público, bien sea en partidas de gasto
    social, militar o en infraestructuras; o podrá reducir la
    presión fiscal que
    recaiga sobre los beneficios (intentado que éstos afloren
    y se destinen a la inversión) o sobre el consumo privado;
    o conceder subsidios a las empresas. En definitiva,
    provocará déficits públicos que
    habrán que financiarse con posterioridad.

    Si lo financia el Banco Central se
    producirá un aumento de la masa monetaria, que es lo que
    se quería evitar. Si lo financian los bancos
    comerciales adquiriendo los títulos de la deuda
    estarán reduciendo sus recursos disponibles para conceder
    créditos que financien la actividad
    productiva. Si lo financian agentes económicos externos
    (como en gran medida sucede en España,
    pues la mayor parte de la deuda del Estado la suscriben
    extranjeros), no hay tampoco seguridad de que los intereses que
    reciben se dediquen a impulsar la actividad en el interior. En
    cualquier caso, para que pueda colocarse la deuda del Estado
    será necesario que haya tipos de interés
    suficientemente atractivos, lo que a su vez repercute
    negativamente sobre la magnitud de los déficits
    públicos.

    En suma, resultará que el intento (de la
    política fiscal) de frenar el estancamiento a que da lugar
    el objetivo de reducir los tipos de interés reales no
    garantiza que aumente la demanda efectiva, termina por presionar
    al alza los tipos de interés para buscar una
    financiación estable del déficit y, para colmo,
    puede generar subida de precios como consecuencia del aumento en
    la masa monetaria.

    La opción seguida por la política
    económica ha sido la de optar claramente por la
    deflación. No tanto para evitar la presión
    inflacionista como por el efecto de freno que provoca sobre los
    movimientos obreros organizados (en la actualidad, el crecimiento
    de los precios es ya extraordinariamente bajo y se sigue, sin
    embargo, provocando una permanente tensión deflacionista
    que aumenta el desempleo).

    La complicación creciente de las
    condiciones internacionales

    La segunda gran contradicción que afecta a las
    políticas económicas en la actualidad deriva de la
    difícil y confusa situación en que se encuentra la
    economía
    internacional.

    Mientras que la tónica dominante es la de una
    creciente internacionalización los problemas, sin embargo,
    no dejan de plantearse a nivel nacional.

    Puesto que las economías tienden a integrarse, y
    ello significa que asumen compromisos y reglas de
    actuación que les vienen impuestas desde fuera, resulta
    que su margen de maniobra se ve reducido de esta
    forma.

    Si hay libertad de movimientos de capitales entre varios
    países, por ejemplo, ninguno de ellos tiene realmente
    autonomía para diseñar su política de tipos
    de interés (que es un eje central de las políticas
    dominantes), pues los capitales se mueven buscando la mayor
    rentabilidad, y eso implica que para fijar los tipos de
    interés nacionales haya que depender permanentemente de lo
    que sucede en los demás países.

    En definitiva, resulta que el proceso de
    internacionalización deja enormes secuelas en los
    países que se desindustrializan o que llevan a cabo -como
    todos- una notable reestructuración productiva, secuelas
    que requieren tratamientos de choque en cada uno de ellos. Pero
    como, al mismo tiempo, para hacerse fuertes en ese proceso se
    tiende a generar bloques que imponen condiciones a los
    integrantes (justamente porque están dominados a su vez
    por grandes potencias y son de composición desigual), la
    capacidad para aplicar políticas económicas que
    afronten la situación interna es progresivamente
    menor.

    Salvo que existiesen instituciones
    internacionales que gobernasen de manera global los problemas
    económicos, subsumiendo toda la problemática de las
    naciones, resulta que las políticas económicas que
    pueden adoptar los gobiernos se enfrentan, de manera inevitable,
    a limitaciones extraordinarias que reducen su eficacia para
    abordar el estancamiento e, incluso, para dirigir en el sentido
    deseado los momentos de reactivación
    económica.

    Todo, menos mostrar la carta del
    reparto

    Por último, hay que hacer referencia a una
    tercera contradicción.

    Si el protagonismo concedido a la regulación
    monetaria origina tantas dificultades (incluso desde el punto de
    vista de la necesaria estabilidad que desearía la
    economía capitalista) y si lo que se desea es impulsar la
    actividad económica, por qué no acudir a
    otro conjunto de estímulos?.

    La respuesta es sencilla: porque eso implicaría
    operar desde el lado de la demanda, hacer explícita la
    intervención pública y la decisión colectiva
    y poner al descubierto la pretensión real de la
    política económica conservadora.

    Veamos el asunto con algún detalle.

    En primer lugar, se renunciaría a la idea de que
    en economía las cosas pueden ocurrir solas. Como hemos
    visto, la política monetaria tiene la ventaja de que
    opera, podríamos decir, desde la sombra; sin grandes
    discusiones en los parlamentos, sin que aparentemente nadie tenga
    que discutir dónde ha de destinarse cada
    peseta.

    Puesto que toda política económica
    necesita un soporte ideológico que cale en el ciudadano y
    le proporcione una razón que le lleve a aceptarla,
    renunciar al monetarismo vigente significaría que hay que
    abandonar también la filosofía del mercado que le
    es consustancial, el principio del orden natural que
    aparentemente el dinero
    respeta (puesto que se le hace aparecer precisamente como parte
    indisoluble del mismo) y sobre el que no interfiere. Los
    ciudadanos "saben" (porque se les ha hecho creer así) que
    quienes elaboran los presupuestos públicos son
    políticos y que quienes deciden sobre política
    monetaria son técnicos. Y puesto que la economía se
    presenta como una especie de mecanismo de relojería, que
    no debe manipular más que quien conoce bien sus
    difíciles entrañas, lo justo y deseable es,
    entonces, que la economía no esté en manos de
    políticos, sino de técnicos
    asépticos.

    Por el contrario, operar sobre el lado de la demanda
    implica que debe haber un pronunciamiento explícito acerca
    de quién debe gastar y en qué, y sobre quién
    debe contribuir a sufragar el gasto y en qué
    proporción. Y aquí empezarían de nuevo los
    problemas.

    La cuestión, sin embargo, es que para evitar el
    estancamiento y la crisis es
    inevitable la inyección por la vía del gasto o de
    la demanda. Así sucedió con el gasto militar de
    Reagan, con los grandes programas de sanidad o infraestructuras
    de Clinton o con las "autopistas de la información" que proponía el
    Informe
    Delors.

    Ahora bien, en el estado de
    cosas actual, cuando se trata fundamentalmente de salvaguardar el
    beneficio privado como resorte principal y sustentador de la
    actividad económica, la inyección en la demanda no
    puede consistir, bajo ningún concepto, en una
    redistribución que no vaya a su favor.

    Por eso, estas políticas son imprescindibles,
    pero no pueden llevarse a cabo sino de una manera vergonzante,
    generando una gran tensión, pues pueden dar lugar a que el
    ciudadano comience de nuevo a hacerse las mismas preguntas. Si
    hay que invertir recursos masivos procedentes de los sectores
    públicos, por qué no destinarlos
    directamente a aumentar el bienestar social para que no sea
    preciso desmantelar las conquistas logradas por el Estado del
    Bienestar?. Por qué siendo el déficit
    público perjudicial y el gasto público necesario,
    se facilita al mismo tiempo que paguen menos impuestos los que
    más tienen?. No sería mejor sufragarlo
    estableciendo fórmulas que garanticen la
    contribución efectiva de todos los agentes sociales, pues
    ese, al fin y al cabo, fue el pacto que da origen al Estado
    democrático?. Y si no se establecen esas fórmulas,
    puede hablarse de estado democrático?, le
    vale la pena al ciudadano aceptar el orden existente?.

    Cae la máscara: retórica del
    equilibrio, mecánica del
    empobrecimiento.

    Cuando se consideran globalmente los resultados que han
    proporcionado las políticas neoliberales en los
    últimos años, la conclusión no puede ser
    más evidente.

    El triunfo sobre el fantasma inflacionista muestra,
    efectivamente, que se han impuesto en la
    batalla por el reparto. Todos los datos relativos a
    la evolución de la distribución de la renta en este periodo,
    que omito en este trabajo, muestran bien claramente el deterioro
    de las rentas salariales y la ventaja recobrada por las
    retribuciones al capital.

    Igualmente exitosa ha sido, a escala
    internacional, la reducción conseguida en los niveles de
    precios correspondiente a los productos
    importados del tercer mundo (al que además, ha llegado a
    convertirse en importador de los productos subsidiados
    procedentes de los países ricos), lo que ha agudizado el
    problema del su endeudamiento y deteriorado, en muchos casos,
    quizá de forma definitiva, su menguada capacidad
    productiva, consiguiendo también que la
    distribución de las ganancias del comercio
    internacional se volcara de manera cada vez más clara
    a favor de las empresas multinacionales y la banca
    internacional.

    Significativamente, cuando el crecimiento de los precios
    es tan extraordinariamente bajo para el común de las
    mercancías, el precio del
    dinero, los tipos de interés, es decir la
    retribución que perciben los poseedores de recursos
    financieros, son los más altos, en términos reales
    desde 1.850.

    Esto es lo que ha ocasionado el incentivo permanente del
    que disfrutan las actividades especulativas en los mercados
    financieros, auténticos pozos sin fondo de donde no
    paran de saciar su sed de ganancia las grandes fortunas, las
    empresas multinacionales y los bancos, a costa de la actividad
    real, y de una permanente amenaza de inestabilidad que, habiendo
    dado ya muestras de su peligro, no se ha expresado todavía
    con toda la contundencia con que seguramente terminará
    estallando.

    El desempleo generalizado y la generación de
    masas ingentes de desahuciados en todo el mundo son las
    consecuencias inevitables de la opción neoliberal que han
    asumido, con igual convencimiento, las derechas de todo el mundo
    y dirigentes gubernamentales reformistas, éstos a veces
    con más furor, como sucede siempre a los recién
    conversos.

    4. Maastricht como paradigma.

    El Tratado de la Unión
    Europea contiene un diseño
    del futuro europeo típicamente ejemplar de la
    retórica neoliberal y que para España tiene una
    especial trascendencia, pues representa el marco en donde
    ineludiblemente debe incardinarse nuestra política
    económica.

    Voy a limitarme aquí a destacar solamente los
    elementos que me parecen determinantes desde el punto de vista
    del problema del equilibrio macroeconómico sobre cuya
    alternativa trataré más abajo.

    Una cuestión previa, sobre la que volveré
    con más detalle más adelante no puede dejar de ser
    considerada. Me refiero al proceso en virtud del cual se
    establecen objetivos y se programan plazos en un proceso de
    integración con tanta significación
    histórica como el emprendido por los principales
    países europeos.

    Parecería lo lógico, que un trámite
    histórico de tal característica se basara en una
    cuidadosa evaluación
    de los costes y beneficios que lleva consigo, especialmente en
    relación con problemas de gran trascendencia social como
    el paro, la desigualdad o la protección
    colectiva.

    Sin embargo, es fácilmente detectable que,
    justamente a pesar de las dudas sobre sus pretendidos efectos
    positivos, el diseño de integración
    económica y monetaria se realiza precisamente en
    términos contrarios a esa lógica
    y sobre la base de un razonamiento tan circular como perverso: se
    lleva a cabo porque hay que llevarla a cabo, y el país que
    no lo asuma debe asumirlo porque, si no lo hace ahora,
    deberá hacerlo más tarde o más temprano. Y
    ello, con independencia
    de los costes que comporte.

    Podrá parecer que el razonamiento anterior es
    burdo y caricaturesco, pero léase lo escrito por un asesor
    del ex-presidente González:"Una cosa es la
    discusión acerca de si la moneda única para un
    país en desarrollo
    medio como España es positivo o negativo, y en tal caso
    cuáles deberían ser las compensaciones adecuadas, y
    otra muy distinta quedar excluido cuando existe un núcleo
    de países que caminan esa dirección y tarde o temprano debe
    participarse en el proceso e incorporarse al mismo".

    Efectivamente, ha venido sucediendo que el diseño
    previamente pactado por las grandes empresas europeas se da como
    un presupuesto de
    partida ineluctable, con independencia de los costes sociales y
    de desequilibrio económico que lleva consigo.

    Eso quiere decir, en suma, que cualquier planteamiento
    alternativo en la senda del mayor bienestar social y en
    relación con la política macroeconómica
    debería fundamentarse, al contrario de lo que viene
    sucediendo, en la propia reconsideración de los objetivos,
    instrumentos e ineluctabilidad de los plazos y procesos,
    única forma de que los ciudadanos puedan tomar en
    consideración algo que los propios macroeconomistas
    reconocen como inherente a cualquier decisión de
    política económica: los costes y beneficios que se
    derivan de ellas.

    Pero, con independencia de este problema, el
    diseño de Maastricht implica una serie de principios y de
    propuestas que llevan consigo la inestabilidad y el desequilibrio
    permanente, la imposibilidad de hacer frente a las tensiones
    macroeconómicas con la suficiente eficacia y, en suma,
    unos planteamientos tan irrealistas como poco apropiados para
    lograr, incluso, los objetivos que allí mismo se
    proponen.

    La desinflación
    competitiva

    Con independencia de las ilusas proclamas sobre el libre
    mercado y de la retórica de la eficiencia, la
    integración económica y monetaria se basa en una
    concepción teórica según la cual se supone
    que los problemas (verdaderamente inevitables) de competitividad
    entre las diferentes economías se resolverán a
    través del mecanismo de los precios.

    El discurso no es nada novedoso, pues rememora casi
    literalmente los presupuestos que sustentaron el régimen
    de patrón oro entre los
    años 1880 y 1914. La desventaja competitiva de un
    país provocará déficits en su Balanza de Pagos
    que originan salidas de reservas, lo que llevará consigo
    la disminución de la masa monetaria. Esto último
    será inevitablemente seguido por una reducción en
    el nivel de precios y de costes (especialmente salariales) que
    devolverán a la economía la competitividad
    perdida.

    En realidad, lo que se viene a provocar de esta forma es
    una serie de oleadas recesivas que echan por los aires cualquier
    atisbo de equilibrio y estabilidad económica. Los momentos
    de crisis y de "boom" en la actividad se suceden de manera
    recurrente y sin solución de continuidad, aunque entre
    ellos se va larvando una inercia que delata una situación
    a largo plazo de recesión permanente y de crisis con fases
    cíclicas cada vez más cortas.

    Puesto que la evolución y manipulación de
    los tipos de interés queda preferentemente ligada a las
    condiciones generales de los mercados exteriores y/o a la
    evolución de los tipos de cambio, resulta que tampoco
    terminan siendo un instrumento plenamente operativo, sometidos a
    la discrecionalidad suficiente. Entonces, desencadenada la
    recesión, no hay apenas manera de controlarla.

    El mantenimiento
    del control de precios como objeto principal de las decisiones
    macroeconómicas, en suma, no puede llevar sino a largas
    ondas de depresión
    económica.

    De hecho, si se contempla la evolución de las
    tasas de crecimiento
    económico a largo plazo puede comprobarse
    fácilmente hasta qué punto la reiteración de
    este tipo de políticas deflacionistas provocan, como ya
    sucedió en aquella época del patrón oro, un
    auténtico enquistamiento de la actividad que,
    inevitablemente, va a terminar en una crisis tan definitiva como
    profunda de la pauta de crecimiento adoptada.

    El privilegio de la moneda

    De entre todo lo previsto en Maastricht (aunque en
    verdad tampoco era mucho más), puede decirse que tan
    sólo lo relativo a la moneda mantiene el privilegio de ir
    saliendo efectivamente hacia delante.

    La instauración del entramado institucional
    bancario goza de absoluta preminencia a la hora de la construcción europea, y la
    implantación de la moneda única resulta a la postre
    el único proyecto en
    torno al cual
    parece que pueda o deba nuclearse la creación de una
    Europa
    supranacional.

    Como señalé anteriormente, ello se ha
    asumido con independencia de cualquier tipo de
    consideración profunda de los efectos devastadores que
    puede llevar consigo.

    Tanto ha sido así, y con tanta celeridad se ha
    querido llevar acabo, por encima de hecho de las divergencias
    entre las diferentes economías, que, hoy día, el
    proyecto está francamente desfigurado.

    Los efectos perversos, a los que más adelante me
    referiré, que provocaba lo establecido en Maastricht
    terminan por impedir que sus propias condiciones de llegada se
    puedan alcanzar. Eso es lo que lleva a Krugman a calificar el
    diseño como "una solemne tontería". Hasta el
    ex-ministro de Economía M. Boyer debió reconocer,
    después de "despertar de un sueño dogmático"
    según sus propias palabras, que "la moneda única es
    una trampa política de alto coste".

    Merece una mención particular el reconocimiento
    legal de la autonomía de los bancos centrales, y la
    prevista instauración de una autoridad monetaria
    supranacional en el futuro, con el objetivo d disminuir la
    capacidad de maniobra de los gobiernos -expresión mucho
    más directa de la soberanía popular- y, al mismo tiempo,
    evitar que éstos tuvieran que asumir el alto coste
    político de renunciar explícitamente al objetivo de
    creación de empleo que implican las políticas
    deflacionistas asumidas.

    La concepción nominal de la
    convergencia

    Para la consecución del objetivo de moneda
    única es imprescindible que las diferentes
    economías tengas una mínima homologación,
    pues, en otro caso, el desequilibrio se hace permanente y, en
    lugar de servir para incrementar el volumen de
    comercio y la
    actividad económica con menor coste de transacción,
    termina convirtiéndose en un corsé que nunca
    podría llegar a impedir que las divergencias la hicieran
    saltar.

    Esta idea llevó a diseñar, en los
    términos concretos que son bien conocidos y que no voy a
    señalar de nuevo aquí, los programas de
    convergencia que deberían ser asumidos y aplicados por los
    distintos gobiernos.

    Lo que tan sólo me interesa destacar ahora es que
    la convergencia que aparentemente se deseaba alcanzar no era tal,
    sino tan sólo la coincidencia aproximada en ciertas
    variables que
    no son todas las que tienen que ver con las
    características estructurales de cada país, y que
    lógicamente son las que en un momento dado pueden poner en
    cuestión la utilidad o la
    propia existencia de una unidad monetaria.

    Valga solamente un ejemplo sencillo. En condiciones de
    unión monetaria es fundamental que quede garantizado el
    movimiento de
    personas (además de mercancías y capitales).
    Supongamos que en un espacio nacional determinado se produce el
    cierre simultáneo de empresas y provocan allí una
    recesión económica. Puesto que ese país no
    puede intervenir por las vías tradicionales (tipo de cambio
    o tipos de interés, por ejemplo) para conseguir atraer de
    nuevo actividad económica, y puesto que ya ni tan siquiera
    podría aprovecharse sustancialmente de la deflación
    competitiva, porque se supone que los precios han tendido a
    aproximarse en la zona monetaria supranacional, resulta que la
    única forma de restaurar el equilibrio en la producción y el empleo, sería a
    través (como puede suceder por ejemplo en Estados Unidos)
    del desplazamiento de la mano de obra.

    En la Unión Europea no sólo existe una
    restricción a la convergencia de esta naturaleza motivada,
    por ejemplo, por el idioma, lo que al fin y al cabo puede
    resolverse con el tiempo y la formación cultural
    más plural, sino que existiría una barrera
    quizá insuperable originada por algo tan real como los
    diferentes regímenes de oferta o acceso a la vivienda en
    los diferentes países.

    Este ejemplo creo que puede servir para poner de
    manifiesto que proclamar que se desea alcanzar la unión
    monetaria sin que antes se hayan establecido las condiciones para
    la convergencia real de la economía y la sociedad, sin
    considerar también en primer plano los desniveles
    existentes en la estructura en donde verdaderamente se llevan a
    cabo los intercambios, termina por ser, sencillamente, una
    quimera tan irrealizable como sumamente perversa.

    Puede adelantarse sin temor a errar en demasía
    que a través de los programas de convergencia ni se
    podrá llegar a la unión monetaria, en su sentido
    explícito y riguroso, ni se podrá conseguir algo
    muy diferente de un pseudo sistema monetario, a lo sumo, asentado
    sobre la base de anclajes en torno a las monedas más
    fuertes.

    Cabe, pues, preguntarse cuál ha sido entonces el
    sentido y la pretensión de estos programas, al margen de
    su pura retórica.

    En realidad, y descartando que algo tan trascendente sea
    el resultado de la "novatada" a la que se refiere Krugman, no han
    constituido más que la excusa para aplicar en los
    países europeos el tipo de ajuste neoliberal que era
    preciso para reconducir la distribución de las rentas
    claramente a favor, de nuevo, al beneficio. Esto es lo
    único que puede explicar su completa inoperancia como
    instrumentos efectivos de convergencia para la unión
    económica y monetaria, el incumplimiento de los plazos, la
    falta de credibilidad y, además, su absoluta falta de
    sintonía con las aspiraciones ciudadanas.

    Pero, por último, los programas de convergencia
    han provocado un efecto que cabría denominar de perverso
    sobre la actividad económica si no fuese porque, en
    realidad, es lo que los denota como típico instrumento de
    la deflación competitiva arriba comentada.

    Los programas de ajuste macroeconómico basados en
    la convergencia nominal ni comen, ni dejan comer: puesto que son
    deflacionarios, requieren un alto crecimiento para que la
    actividad no se paralice y eche por alto la consecución de
    los objetivos de convergencia, pero el intento de ajustarse a
    éstos es justamente lo que provoca la ralentización
    del crecimiento económico.

    La renuncia a las políticas
    económicas discrecionales

    Es una evidencia harto conocida que la
    utilización de políticas fiscales adecuadas es el
    medio más adecuado para llevar a cabo programas de
    redistribución de cierta envergadura y, además, de
    contribuir a mantener la estabilidad macroeconómica,
    especialmente necesaria, sobre todo, en épocas de
    oscilaciones permanentes en la actividad como la que provocan las
    políticas neoliberales en la actualidad.

    Ya señalé arriba que, de hecho, los
    propios gobiernos de inspiración neoliberal han utilizado
    sin más remedio políticas de demanda para poder
    hacer frente con pragmatismo a
    estos problemas.

    Sin embargo, la concepción macroeconómica
    que gobierna el proceso de integración europea renuncia
    explícitamente a disponer de instrumentos fiscales con
    esos propósitos.

    Además, la autonomía de los bancos
    centrales, vinculada precisamente al privilegiado objetivo
    deflacionista, comporta de hecho una limitación de
    extraordinaria trascendencia para los propios parlamentos que, en
    casos extremos, podrían quedar limitados a hacer
    presupuestos generales sujetos a la restricción monetaria
    impuesta por el banco central.

    Consustancialmente con ello, no sólo se repudia
    la política
    social como garante de bienestar colectivo, sino que se
    renuncia a su extraordinario alcance estabilizador. Pasan a ser,
    si acaso, un conjunto de decisiones de carácter
    cauterizador, solamente llamadas a paliar las heridas que deja
    abierta la gravosa aplicación de la política
    monetaria deflacionista.

    Igualmente, y como resultado de la retórica
    dominante sobre el régimen más adecuado para
    garantizar los pagos relativos al comercio supranacional, el
    diseño neoliberal que se impone a Europa conlleva otra
    renuncia esencial: la referida a la utilización de los
    tipos de cambio como instrumento de política
    económica.

    La realidad más elemental, y que en mi modesta
    opinión es indiscutida, es bastante simple: la realidad
    del comercio y de los intercambios entre las naciones que
    conforman la Unión Europea, así como sus
    características estructurales y el contexto internacional
    en el que se desenvuelven impide, de hecho, que pueda existir un
    sistema de tipos de cambios fijos, ni tan siquiera en los
    términos de fijación corregida prevista en
    Europa.

    La mejor y definitiva constatación de esto
    último es lo que ha venido ocurriendo en los
    últimos treinta años. A pesar del avance del
    proceso integrador, en todos sus sentidos, a pesar de que las
    instituciones y las directivas comunitarias han atado cada vez
    más en corto a las diferentes economías y a las
    políticas de los Estados miembros, lo cierto es que las
    oscilaciones en los tipos de cambio son más grandes que
    nunca. En los ya viejos años sesenta, la llamada entonces
    "serpiente monetaria europea" admitía oscilaciones del 2,5
    por cien arriba y abajo. Desde 1993, las monedas pueden moverse
    en el Sistema Monetario Europeo en la banda del 15 por cien, y
    algunas monedas, como la libra o la lira tuvieron que saltar,
    mientras que otras, como la peseta, tuvieron que ser devaluadas
    muy por encima de esos márgenes.

    Aunque después volveré sobre ello, lo que
    aquí hay que destacar es que la macroeconomía del proceso de
    integración se sustenta en un principio de fe absoluta en
    el automatismo y de renuncia a la maniobra macroeconómica
    de los diferentes estados. Pero sólo de manera
    retórica: la realidad muestra que terminan interviniendo,
    aunque de manera oscura, imparcial y desequilibrada, pues la
    inestabilidad económica es un hecho más tozudo que
    la fantasía sobre el mercado libre y los ajustes
    automáticos que proclaman los políticos y
    economistas neoliberales.

    Las variables superfluas de la unión
    monetaria

    Como acabo de señalar, la estrategia de la
    macroeconomía neoliberal se limita a ser un reduccionismo
    simplista, en virtud del cual se cree que el dominio
    restrictivo de las variables nominales vinculadas preferentemente
    al ámbito monetario tienden a proporcionar suficiente
    estabilidad y que ésta es el único prerequisito
    válido para incrementar la producción y,
    según se afirma, el empleo.

    Ya he mencionado en qué medida este principio
    contrasta severamente con la realidad de las cosas y cómo
    termina siendo inoperante incluso para los restringidos
    propósitos estabilizadores que se proponen.

    Pero es necesario añadir para terminar este breve
    repaso una consideración adicional sobre las implicaciones
    reales de todo ello sobre la economía real.

    Al mismo tiempo que los políticos y economistas
    neoliberales se han desenvuelto con alegría manejando
    (verdaderamente de manera contradictoria a lo largo del tiempo,
    pero de ello no puedo ocuparme aquí) los cuadros
    macroeconómicos, han despreciado de manera así
    mismo evidente los efectos que todo ello provocaba sobre la
    riqueza efectiva y el tejido productivo.

    La crónica del ajuste deflacionista tan
    empecinadamente impuesto coincide, como no podía ser de
    otra manera, con una pérdida de recursos reales, con una
    dilapidación de medios
    financieros y, literalmente hablando, con la desaparición
    de la base material de la agricultura y
    la industria.

    Las políticas neoliberales han traído
    consigo una disminución sin precedentes en la base real de
    las economías, la única que puede proporcionar la
    riqueza y el empleo suficiente para satisfacer las necesidades de
    la mayoría de los ciudadanos.

    La perspectiva de la unión monetaria no
    sólo ha sido utilizada como un metro que fuese de goma,
    para medir en cada momento la cantidad deseada, para justificar
    gracias a ella el ajuste distributivo, sino que además ha
    erigido la contención de las variables más
    deflacionistas en un fin en sí mismo, sin miramiento
    alguno de las consecuencias que ello provocaba en los sectores
    productivos y en el empleo.

    Frente al paulatino deterioro de las variables reales,
    la Unión no ha hecho sino confirmarse simplemente en la
    estrategia paliativa, procurando aliviar (lógicamente
    siempre de manera insuficiente) con la delicada mano de la
    subsidiación el daño
    que el puño de hierro de la
    deflación venía provocando; y de hecho, no ha
    tenido empacho de reconocerlo así: "a pesar de la
    evolución macroeconómica favorable, el
    número de indigentes ha seguido aumentando en los diez
    últimos años en la mayor parte de los países
    de la Comunidad…se observa claramente que el número de
    personas que dependen de la asistencia social se ha incrementado
    desde el principio de la década de los setenta; este
    número se ha duplicado incluso en varios Estados
    miembros…No obstante (la ampliación del campo de
    cobertura social) la tendencia de fondo sigue siendo el aumento
    del número de indigentes".

    La encrucijada europea de la economía
    española

    Qué condicionantes para la
    política macroeconómica española se siguen
    de éste contexto?. Esta es, desde luego, la pregunta
    previa que es menester plantearse cuando se quiere dilucidar
    qué tipo de decisiones pueden contribuir a generar mayor
    bienestar para nuestros ciudadanos, que efectos tendrá la
    política macroeconómica vigente y por dónde
    puede discurrir otra alternativa.

    Globalmente, nuestra economía y nuestra
    política económica hacen suyos los fenómenos
    y procesos que anteriormente he señalado, aunque su
    condición de menor desarrollo implica que aquí se
    manifiesten de manera más agudizada.

    Las cuestiones que tienen que ver con la política
    macroeconómica que me parecen más destacables son
    las siguientes.

    En primer lugar, la pérdida de impulso de la
    actividad económica real y la destrucción de tejido
    productivo. Puede hablarse verdaderamente de un auténtico
    desmantelamiento de los que habrían de haber sido, por el
    contrario, los auténticos motores de la
    producción y el empleo.

    En segundo lugar, el especial y agravado efecto que
    tienen en nuestro país las estrategias de
    deslocalización competitiva llevadas a cabo por las
    grandes empresas al socaire de un mercado único en donde,
    ante la insuficiencia de las políticas reguladoras, se
    multiplican los procesos de desequilibrio y se incrementan las
    desigualdades territoriales y personales.

    En tercer lugar, y teniendo en cuenta que los impactos
    que históricamente han tenido mayor trascendencia sobre
    nuestra han sido de carácter externo, resulta que la
    pérdida de capacidad de maniobra a la hora de elaborar la
    política económica la dejan singularmente
    desguarecida. Tanto es así, que a pesar de la fe de
    carbonero mostrada por el gobierno español en
    el proceso de convergencia no ha podido impedir, por ejemplo,
    acudir a devaluaciones, única forma por demás de
    hacer frente a desequilibrios que han sido, son y van a seguir
    siendo irremediablemente patentes en nuestra
    economía.

    La contumaz intención de frenar el gasto
    público, en lugar de plantear consecuentemente su
    racionalización; la estricta observancia de las reglas del
    sistema monetaria europeo en momentos en que una mayor
    autonomía hubiera llevado a manejar los tipos de
    interés con mayor miramiento de la economía real;
    la perseverancia con que se mantiene que la inflación, en
    lugar de un adecuado tratamiento estructural, requiere medidas
    restrictivas de política monetaria, son ejemplos todos
    ellos de la ejemplar observancia del credo neoliberal
    predominante en la construcción europea pero que han
    impedido lograr que la economía española se
    homologue en bienestar, empleo y calidad de
    vida con los países europeos más adelantados.
    El esfuerzo deflacionista aplicado a una economía
    estructuralmente debilitada como la española sólo
    consigue, por el contrario, que ésta vaya a rastras de las
    potencias europeas sin estar lo suficientemente guarecida en
    cuanto a protección social, y cada vez más
    desarmada en términos de impulsos endógenos para el
    crecimiento económico.

    Finalmente, y aunque es cierto que la Unión
    Europea constituye, de momento, una notable fuente de recursos
    para la economía española, su carácter
    principal de subsidio pone sobre el tapete, no sólo el
    problema de su posible continuidad en los niveles actuales, sino
    el efecto desincentivador que inevitablemente lleva consigo sobre
    la actividad económica. Y ésta es una circunstancia
    de gran importancia, pues debería resultar preocupante que
    el horizonte que se contemple no sea otro que el de la pasividad,
    la atonía productiva y el apocamiento a la hora de
    movilizar los recursos productivos que la subsidiación
    generalizada siempre lleva consigo.

    En resumen, pues, los problemas principales que afectan
    a la economía española desde el punto de vista de
    las grandes decisiones de carácter macroeconómico
    se pueden resumir en dos: la incidencia especialmente negativa de
    la estrategia neoliberal en la capacidad de movilizar recursos
    productivos, por su condición estructural más
    debilitada, y la pérdida sustantiva de capacidad de
    maniobra que limita, o incluso puede llegar a impedir, la
    utilización de instrumentos absolutamente imprescindibles
    cuando la producción y el empleo en una economía
    deprimida se encuentran sometidos a impactos de carácter
    externo.

    5. Lo que no tiene en
    cuenta la macroeconomía neoliberal

    La primera característica de la ideología neoliberal es su
    autoconvencimiento de que nada es posible ni realizable fuera de
    los presupuestos que defienden sus partidarios. La lamentable
    época del pensamiento
    único ha tenido su reflejo también en la
    reflexión y la política económica: nada es
    eficaz más allá del mercado, los objetivos marcados
    son los categóricamente inamovibles y los instrumentos que
    se utilizan ineluctables.

    Verdaderamente, la fuerza del
    neoliberalismo ha sido tal y su capacidad de segregar
    convencimiento y legitimación tan alta (gracias a la
    perfecta imbricación que las nuevas
    tecnologías han permitido de los capitales
    industriales y financieros con la cultura y la
    comunicación mercantilizadas) que apenas si se ha
    dejado resquicio a los discursos
    alternativos. Y cuando éstos se han pronunciado, aunque
    fueran de hecho extraordinariamente moderados, no han recibido
    más que la mirada displicente de quien los considera
    completamente ajenos al mundo real.

    Pero ni tan siquiera esa enorme influencia del
    neoliberalismo ha podido impedir que queden al descubierto las
    contradicciones implícitas en su discurso y la debilidad
    con que se sustentan sus propuestas. Máxime, cuando las
    realidades sociales revelan cómo hacen aguas por
    demasiadas partes.

    Es importante tener en cuenta estos resquicios de la
    macroeconomía neoliberal, los que reflejan que de
    ahí puede derivarse no solamente una grandísima
    pérdida de bienestar, sino también un permanente
    desequilibrio y una continua falta de operatividad de las
    políticas económicas.

    Me referiré a los más
    importantes.

    El primero de ellos es la insostenibilidad de las
    políticas deflacionarias. Aún en el supuesto de que
    pudieran mantenerse a lo largo del tiempo sin provocar una
    depresión generalizada, llevan consigo de manera
    inevitable un fenómeno de frustración colectiva. Y
    será muy difícil evitar (sólo seguramente a
    costa de debilitar la democracia y fortalecer en demasía
    los mecanismos de control ideológicos) que llegue a
    expresarse en un cuestionamiento radical de la renuncia
    continuada que comportan el desempleo y la pérdida de
    protección social.

    En segundo lugar, que la combinación de libertad
    de movimientos de capital e hipertrofia de la circulación
    financiera constituye un cóctel imposible de digerir a la
    larga por instituciones reguladoras de lo monetario, cuya
    capacidad de intervención se debilita en términos
    relativos cada vez más acusadamente. En tales condiciones,
    la inestabilidad monetaria, con sus elementales efectos sobre la
    actividad productiva real, será el estado habitual que
    frustrará cualquier intento de estabilidad
    macroeconómica.

    En tercer lugar, que tratar de combatir la
    inflación con medidas exclusivamente monetarias puede ser
    eficaz a corto plazo, y a costa, como he señalado, de la
    ralentización de la actividad productiva y del crecimiento
    económico, pero no dejará de ser un tratamiento y
    que no podrá impedir que antes o después se vuelva
    a desencadenar la presión al alza sobre los precios.
    Sucede sencillamente que la inflación suele ser
    principalmente el resultado de la pérdida de competencia en
    mercados que en las condiciones del capitalismo
    actual tienden a la imperfección, así como del
    conflicto social tendente a conquistar posiciones en la
    distribución de la renta. Ambas circunstancias provocan
    una tensión estructural en el régimen de
    fijación de precios que para ser tratada con eficacia a
    medio y largo plazo requiere actuar por vías que poco
    tienen que ver con el control de la masa monetaria.

    En cuarto lugar, que incluso si se aceptara la bondad de
    actuar con preferencia desde el ámbito monetario, las
    condiciones actuales de los mercados de dinero impedirían
    poder operar con la necesaria precisión, como la
    experiencia vienen demostrando. La enorme volatilidad de los
    activos financieros, la rapidez de las operaciones, su
    versatilidad a la hora de transformarse en nuevas formas de
    débito financiero, su misma variedad que lleva incluso a
    tener que considerar definiciones del dinero cada vez más
    sutiles, hacen que la intervención reguladora en los
    mercados monetarios produzca efectos que son más bien
    resultados del azar de los mercados que de las previsiones de
    gestión
    efectuadas.

    En quinto lugar, que la evidencia empírica
    demuestra que es literalmente imposible mantener al mismo tiempo
    libertad comercial, de movimientos de capital, políticas
    monetarias autónomas y tipos de cambio fijos. La realidad
    nos enseña que en condiciones de política monetaria
    autónoma los tipos de cambio tienden a saltar si no se
    controlan los movimientos de capital. Y cuando esto último
    empieza a ocurrir sólo se estará a un paso de
    plantear la restricción del comercio.

    En sexto lugar, que el establecimiento de tipos de
    cambios fijos, con compromiso de su mantenimiento,
    ineludiblemente lleva consigo la especulación sobre las
    monedas comprometidas con las condiciones de fijación. Y,
    dada la abundancia actual de recursos financieros liberados para
    la especulación financiera, no puede esperarse otra cosa,
    en tales condiciones, que la inestabilidad y la crisis cambiaria
    recurrente.

    En séptimo lugar, y en referencia particular al
    caso europeo, que aunque se pudiera conseguir una suficiente
    convergencia y un auténtico mercado único,
    sería imposible evitar que las diferentes economías
    quedaran excluidas de cualquier impacto de carácter
    exterior. Ante cualquiera de ellos, el sistema de cambios fijos,
    del que sería expresión suprema el régimen
    de moneda única, lo que hace no es sino sustituir la
    fluctuación del tipo de cambio como respuesta al impacto
    por cambios en el nivel de empleo. De esa manera, y puesto que la
    convergencia real de las economías ni tan siquiera se
    contempla, el resultado de la andadura desigual sería que
    unos países, los más débiles como
    España, tendrían que pagar permanente su debilidad
    en términos de mayor desempleo. Con independencia de otras
    consideraciones, es realista pensar que los gobiernos de
    las economías que permanentemente se vean afectadas de
    forma negativa renunciarán (o podrán renunciar) a
    dar respuesta a incrementos continuados del paro?.

    En octavo lugar, que la contumacia con que se persigue
    reducir el endeudamiento y el déficit público,
    además de que no podrá evitar la aparición
    de déficits ocultos (derivados de la falta de
    previsión financiera o de la descapitalización) no
    puede llegar a provocar sino efectos perversos sobre el propio
    proceso de convergencia, puesto que la desactivación
    productiva que lleva consigo comportará menores ingresos fiscales
    e impulsos más débiles de los que son, si embargo,
    necesarios para impulsar la propia convergencia en condiciones
    generales de política deflacionaria.

    En noveno lugar, que los elevados tipos de
    interés reales no son la consecuencia de la deuda y el
    déficit, sino más bien su prerequisito, el
    resultado, por el contrario, de la hipertrofia financiera (que
    encuentra en ellos buena remuneraciones) y
    de la voluntad política de mantener estrategias
    deflacionarias. Por lo tanto, y en la medida en que éstas
    se consideren un presupuesto de partida, los tipos reales
    tenderán a mantenerse al alza encareciendo la deuda y
    aumentando el déficit, esto es volviéndose contra
    la deseada convergencia.

    En décimo lugar, que sea cual sea el
    diseño establecido de la política
    macroeconómica, a medio y largo plazo sólo se
    podrá disfrutar de una necesaria estabilidad y de los
    mínimos episodios de crisis si se consigue galvanizar
    adecuadamente la economía real, si se logra gobernar
    adecuadamente los incrementos de productividad. O
    dicho de otra manera, si se consigue poner en funcionamiento de
    manera efectiva y permanente las actividades económicas
    reales que crean empleo generando bienes y servicios
    productivos. En otras condiciones, sea cual fuere la estrategia
    pergueñada, no podrá evitarse que las estructuras
    económicas también se deserticen y depauperen, que
    las economías sufran un progresivo agotamiento.

    Ni más ni menos que lo que viene
    sucediendo.

    SEGUNDA PARTE: PENSAR DE OTRA FORMA, CONSTRUIR UN
    MUNDO MAS SALUDABLE

    6. Políticas alternativas: las inevitables
    restricciones
    .

    Las decisiones económicas que toman los gobiernos
    son de muy distinta naturaleza. Unas veces se adoptan sobre
    parcelas muy restringidas de la actividad económica, pero
    de notable trascendencia; otras afectan a gran número de
    personas, lo que dificulta su instrumentación,
    aplicación y seguimiento. Unas requieren laboriosos
    trámites parlamentarios, otras un complejo análisis
    técnico para evitar efectos perversos. No siempre,
    además, las medidas de política económica
    que afectan a la actividad se adoptan desde los mismos niveles de
    gobierno, o dicho de otra forma, puede ser que desde cada uno de
    ellos se actúe de manera contradictoria, anulando unas
    medidas a otras.

    Todo esto quiere decir que es preciso que las decisiones
    que en conjunto conforman lo que conocemos como política
    económica respondan a un diseño previo y
    homogéneo, en donde esté bien delimitado
    cuál es el alcance que se pretende dar a cada una de
    ellas, los objetivos que persiguen, la naturaleza de los medios
    más adecuados para alcanzarlos, etc.

    En definitiva, e incluso en la sociedad más
    liberal, es siempre preciso una cierta regulación
    macroeconómica, es decir una intervención
    sistemática sobre todas las circunstancias que globalmente
    influyen sobre los principales problemas económicos que se
    desea resolver.

    Igualmente, eso quiere decir también que las
    decisiones de política económica no pueden ser el
    resultado de un designio caprichoso. Hoy día sabemos ya
    con precisión que determinadas actuaciones llevan consigo
    determinado tipo de efectos o que medidas de una determinada
    naturaleza originan cambios en uno u otro sentido.

    Por lo tanto, no sólo es necesario tener un
    diseño previo, sino que éste debe ser, a su vez,
    viable, rigurosamente realizable. La escasez a la que
    sin duda nos enfrentamos, o los límites
    energéticos, los poderes diferentes que vienen dados por
    una específica definición del haz de derechos de los que pueden
    disfrutar los diferentes agentes, por ejemplo, no siempre
    permiten que cualquier medida, de cualquier modo formulada, sea
    viable.

    También sabemos que la actividad económica
    está sujeta a algunas leyes, aunque no
    siempre podamos tener perfecta constancia de cuáles son, y
    con qué expresión vamos a encontrarlas en un
    determinado momento histórico.

    Conocemos, igualmente, que de los distintos instrumentos
    de intervención que pueden utilizarse para hacer efectivas
    las diversas decisiones de política económica se
    derivan efectos muy distintos. Pero quizá no tengamos
    plena seguridad sobre cuál va a ser su diferente magnitud.
    Es decir, que será necesario evaluar previamente cada uno
    de ellos y optar de manera discrecional, en virtud de los
    objetivos que preferentemente deseemos alcanzar.

    En otras ocasiones, quizá ni tan siquiera se
    pueda saber a ciencia cierta
    qué efectos provocarán las decisiones.

    En definitiva, pues, cuando se plantea un diseño
    determinado de la política económica es preciso
    disponer de un análisis previo lo más riguroso
    posible sobre el "marco global" en el que se insertan las
    decisiones. La improvisación o la falta de fundamento
    serán siempre errores que terminarían
    pagándose caros por la sociedad.

    Esto justifica por sí solo que en estas
    páginas me limite a proponer algunas ideas directrices,
    sobre las cuales, y de manera mucho más rigurosa y
    singularizada, habrá que volver en el futuro.

    Ahora bien, además de las determinantes
    analíticas a las que hecho sucinta referencia arriba, y de
    las que trataré de ocuparme más abajo, hay un
    asunto previo que me parece preciso abordar aunque,
    significativamente, no suele ser objeto preferente de
    consideración en los análisis ortodoxos o
    convencionales.

    La macroeconomía y la
    democracia

    He adelantado que las decisiones de política
    económica que se adopten deben ser consecuentes con los
    objetivos formulados y, además, viables y
    adecuadas.

    Ahora bien cómo se definen los objetivos
    que va a perseguir la política
    económica?.

    Aunque me ocuparé en el siguiente epígrafe
    del asunto de la definición de los objetivos, debe ahora
    quedar claro que su establecimiento, que al fin y al cabo es lo
    que determina los instrumentos que deben luego aplicarse y el
    tenor concreto de las medidas distintas de política
    económica que se adoptan, no pueden ser más que el
    resultado de una preferencia social.

    En los manuales
    convencionales más al uso se definen siempre los objetivos
    que persigue la política macroeconómica.

    Se suele coincidir señalando que éstos
    son: producción (elevado nivel, rápida tasa de
    crecimiento), empleo (lograr elevar el nivel de empleo o bajar el
    nivel de desempleo involuntario), estabilidad del nivel de
    precios con libertad de mercados, equilibrio exterior (equilibrio
    entre las exportaciones y
    las importaciones y
    estabilidad del tipo de cambio).

    Por qué estos y no otros?,
    qué prioridad se establece y por qué cuando
    uno de ellos pueda conseguirse sólo limitando la
    consecución de otro?, quién es el agente o
    la institución que debe o puede dar respuesta a estas
    preguntas?.

    Cualquiera que hojee un libro de
    macroeconomía convencional, o simplemente una introducción ortodoxa a la economía,
    podrá comprobar que los objetivos descritos de tal forma
    se consideran como algo intrínseco a la propia
    macroeconomía y, en consecuencia, indiscutibles. Se
    presentan como algo tan elemental y lógico que no parece
    que tengan que ser puestos en cuestión.

    El asunto sin embargo, tiene bastante
    trascendencia.

    Los objetivos de la política económica
    nunca son el resultado de una decisión neutral, sino el
    resultado de que algún agente o colectivo social ha estado
    en condiciones de establecer con prioridad una determinada
    preferencia que le es genuinamente propia.

    Piénsese, por ejemplo, en un caso
    paradigmático.

    Por qué la equidad, la
    justicia en la
    distribución de la renta, no se considera un objetivo
    esencial de la macroeconomía?.

    En verdad, no puede argumentarse su dificultad a la hora
    de conseguirla por los medios que están a nuestro alcance,
    puesto que la realidad muestra, precisamente que la pauta
    distributiva se está modificando permanentemente, en un
    sentido u otro, como consecuencia del funcionamiento de los
    mercados o de la intervención de los gobiernos. Sabemos,
    por ejemplo que determinadas figuras impositivas son más
    igualitarias que otras, o que todo lo que afecte, en un sentido o
    en otro, a los salarios monetarios influye también de una
    manera u otra en la distribución de los
    ingresos.

    Tampoco hay razones rigurosamente fundadas para sostener
    que avanzar hacia soluciones
    más equitativas implique mayor dificultad para lograr la
    consecución de los demás objetivos que se fijan
    convencionalmente, salvo que lo que se desee efectivamente sea
    distribuir asimétricamente a favor del
    beneficio.

    La respuesta entonces a esas preguntas no puede ser otra
    que considerar que la exclusión de la equidad como
    objetivo de la macroeconomía es el resultado de una
    determinada opción. Y que ha sido adoptada sólo en
    virtud de que quienes la sustentan han estado en condiciones de
    imponer su preferencia particular, o de establecerla como si
    fuera una preferencia "general".

    La actividad económica no es más que una
    lucha permanente por el reparto. No cabe pensar que nadie sea
    indiferente a cuál sea el resultado del reparto. Y puesto
    que cada agente económico tiene un interés en ello,
    tiene también una estrategia y una preferencia sobre el
    resultado distributivo que pueda alcanzarse.

    En sentido riguroso, como decían ya los primeros
    economistas clásicos, ese es el asunto esencial de la
    economía.

    Es cierto que a los economistas no les interesa, en el
    sentido de que no es el objeto de su estudio, cómo se
    forman las preferencias en la sociedad, cómo puede un
    determinado grupo social
    conseguir que su preferencia aparezca como mayoritaria para
    imponerla a los demás.

    Pero eso no quiere decir, sin embargo, que la
    economía, y especialmente la política
    económica, sean independientes de ello.

    La actividad económica es una dimensión
    singular de las estrategias humanas de cara a hacer frente a la
    necesidad (y ésta no es sólo la de tener, sino
    también la de ser o relacionarse) y, en consecuencia, se
    subordina a esa estrategia general.

    Esto quiere decir que a la política
    económica los objetivos le vienen dados por las
    preferencias sociales, no son definidos con independencia de
    ellas.

    Por consiguiente, cualquier planteamiento sobre
    política económica debería partir de hacer
    referencia a las condiciones en que se establecen esas
    preferencias.

    O dicho de otra manera; puesto que el diseño de
    toda política económica nace de la
    definición de unos objetivos que responden a unas
    determinadas preferencias, es justo que la sociedad resuelva
    previamente la fórmula que permita que los objetivos se
    definan de manera que sean un fiel reflejo de los mayoritaria y
    efectivamente deseados.

    Nuestra sociedad vive en una lamentable esquizofrenia.
    Basada en el reconocimiento de que la democracia es la
    única mecánica que permite salvaguardar la
    libertad de los individuos, deja de utilizarse cuando se trata,
    sin embargo, de abordar el problema fundamental de los seres
    humanos: a saber, la satisfacción incluso más
    elemental de sus necesidades materiales.

    No puede haber, pues, una política
    económica orientada al bienestar general si sus
    definiciones más esenciales no respetan el deseo
    mayoritario de los ciudadanos. No puede haber política
    económica que satisfaga preferentemente las necesidades de
    la mayoría de la población si no hay una
    auténtica democracia.

    Se podría argumentar que determinado tipo de
    relaciones económicas no dependen de la voluntad
    ciudadana, lo que impide que su determinación sea
    democrática.

    Pero este es un tipo de argumentación que
    responde a una definición circular de lo que debe
    considerarse como opción de política
    económica. Se definen unos determinados objetivos que de
    suyo implican un tipo específico de relaciones y, en
    consecuencia, no pueden admitirse variantes puesto que se salen
    de los objetivos predeterminados: es deseable una economía
    de mercado, los capitales fluyen libremente, luego no puede
    admitirse que los capitales no fluyan libremente porque
    dejaría de darses, entonces, una economía de
    mercado.

    Los economistas ortodoxos olvidan con demasiada
    facilidad que están hablando de la elaboración o
    puesta en práctica de estrategias sociales, no de la
    contemplación de fenómenos naturales que queden
    fuera del control de los demás seres humanos y que
    sólo aquellos pueden llegar a conocer y darle respuesta.
    Por eso asumen con generalizada frecuencia que las
    hipótesis de
    partida son inamovibles.

    Por el contrario, afirmar que puede haber formulaciones
    alternativas, de cualquier tipo que éstas sean, es el
    resultado lógico y más realista de admitir que
    pueden variar las preferencias sociales, como de hecho han ido
    cambiando a lo largo de la historia, que
    quiérase o no, está todavía
    inacabada.

    Sintomáticamente, el ascenso de las
    políticas neoliberales ha ido acompañado de un
    debilitamiento de la democracia. No necesariamente entendida
    ésta como mecánica para la representación
    social (que puede haberse extendido), sino como procedimiento
    para el planteamiento de los problemas
    sociales y para la resolución de los conflictos que
    naturalmente conlleva. Así, se ha multiplicado la
    influencia de los organismos o fuentes de
    decisión que se sitúan fuera o más
    allá de los institutos sometidos habitualmente al control
    democrático (Banco Mundial,
    Fondo Monetario
    Internacional, bancos centrales autónomos…), en
    donde la decisión no está sujeta a procedimientos
    institucionales democráticamente preestablecidos (G-5), o,
    sencillamente, bloqueando el propio desarrollo institucional que
    podría servir de contrapeso a las decisiones ejecutivas
    (Parlamento frente a Comisión europeos).

    Este debilitamiento de la democracia ha ido
    acompañado de una creciente capacidad de
    intervención ideológica y de la conformación
    de un sistema de valores que lo han hecho posible y han permitido
    la asunción del propio discurso neoliberal por sectores
    sociales de elevado peso específico en el sistema de
    representación social. Sin necesidad de beneficiarlos
    específicamente, la política neoliberal ha tenido
    la capacidad de gratificarlos virtualmente gracias al sistema de
    referencias morales creadas, sobre todo, en torno a una pauta
    social de consumo que permite que los individuos identifiquen
    preferentemente la satisfacción con la aspiración y
    la expectativa.

    En consecuencia, entiendo que el requisito previo para
    hacer viable una alternativa de izquierda a la política
    económica neoliberal es precisamente "la
    democratización de la democracia", en palabras de A.
    Guiddens, que permita entonces plantear órdenes de
    objetivos diferentes y sostener las decisiones en las
    preferencias que se hayan revelado efectivamente mayoritarias a
    través de experiencias de "democracia dialogante",
    también en expresión del mismo autor, y no
    sólo como resultado de sortear con habilidad la
    mecánica representativa.

    El contexto internacional: globalización y poder
    supranacional

    Una segunda restricción condiciona de manera
    fundamental la posibilidad de aplicar políticas
    alternativas y, de hecho, estará determinando cualesquiera
    de los planteamientos a los que voy a rferirme más abajo.
    Me refiero al marco y a las circunstancias internacionales en el
    que se inserta cualquier economía y de las que dependen en
    una buena medida las decisiones de política
    económica que allí se adopten.

    Al menos hay que tener en cuenta cuatro fenómenos
    que hoy día constituyen restricciones de primer orden a la
    hora de poner en práctica políticas encaminadas a
    fortalecer principalmente intereses nacionales y, a su vez, de
    los más desfavorecidos.

    El primero de ellos es que nuestra época se
    caracteriza por un extraordinario grado de interrelación
    entre las economías y las sociedades. Como suele ser
    decirse, vivimos en un mundo globalizado, en donde lo que sucede
    o se realiza en un lugar concreto condiciona y está
    condicionado por lo que sucede en el resto del
    planeta.

    Bien es cierto que la mundialización no se da
    cuando se trata hacer frente a las necesidades humanas, de
    garantizar una pauta de satisfacción generalizada, sino
    que se limita más bien a expresarse como la constitución de un mismo territorio para el
    capital. Pero, con independencia de ello, lo cierto es que hoy
    día el régimen de intercambios se desenvuelve sin
    entender de fronteras; lo que implica una dificultad, que puede
    llegar a ser absoluta, a la hora de incidir en él desde un
    ámbito espacial concreto y singularizado.

    Los movimientos planetarios de capital, el comercio
    internacional de mercancías y servicios, incluso la propia
    circulación de personas, el marco exterior como referencia
    y condicionante permanente de la eficacia interna, el entramado
    institucional de carácter supranacional cada vez
    más amplio, por no hablar de la omnipresencia de las
    empresas multinacionales, son realidades que no se pueden
    soslayar cuando se diseña una política
    económica nacional, porque los resultados que ésta
    pueda alcanzar dependerá siempre de todos
    ellos.

    Un segundo fenómeno, muy vinculado al anterior,
    es la consolidación de procesos de integración
    regional que termina por absorber una buena dosis de
    soberanía, especialmente en el campo de la política
    económica, lo que provoca, cuando se está integrado
    en ellos, que la capacidad de maniobra que pueden llegar a tener
    las políticas nacionales sea a veces extraordinariamente
    reducida.

    Un tercer factor a considerar es que la
    internacionalización no se produce en condiciones de
    simetría y poder repartido, sino, por el contrario, bajo
    estructuras imperialistas asociadas a una enorme dependencia
    comercial, tecnológica, cultural o sencillamente militar,
    de tal forma que cualquier política económica
    nacional no sólo debe pasar el test nacional y
    someterse además a un juego complicado de equilibrios a
    nivel internacional, sino, lo que es peor, también a la
    posibilidad de que llegue a cuestionar el orden en el que se
    resuelve el conflicto de intereses a nivel mundial;
    situación que suele provocar respuestas que van más
    allá del simple ajuste económico.

    Sucede, por último, que nuestra época,
    quizá como cualquier otra pero ahora de forma mucho
    más agudizada, se caracteriza porque el poder que permite
    aplicar o neutralizar las decisiones sociales es
    internacional.

    Desde mi punto de vista, cuando se comprueba hasta
    qué punto el planeta se deteriora como consecuencia de la
    pervivencia del orden socio-económico en el que vivimos,
    cuando se constata el sufrimiento y la insatisfacción
    crecientes que padece la mayor parte de los seres humanos y
    cuando además es claramente comprobable que todo ello
    convive con el despilfarro y la opulencia, la necesidad de
    replantear el modelo de
    crecimiento global y hacer frente a los núcleos de poder
    que lo sostienen constituye un auténtico imperativo
    ético; que habrá que asumir antes de que sea
    demasiado tarde y si es que se quiere evitar una conmoción
    de aspectos y consecuencias inimaginables.

    Pero además de ser un puro imperativo moral, la
    transformación hacia el bienestar y la sostenibilidad del
    actual orden internacional resulta una condición
    inexcusable para avanzar, no ya en políticas radicales
    (que en mi opinión son igualmente tan deseables como
    necesarias), sino incluso para tratar de galvanizar
    mínimamente la actividad productiva en las naciones, para
    evitar la destruccción masiva de empleos o, sencillamente,
    para frenar una dinámica depresiva y de inestabilidad
    permanente a la que es imposible que ni las economías
    capitalistas más liberalizadas puedan acostumbrarse sin
    trauma.

    En consecuencia, hay que reconocer que para que pueda
    llegar a ser posible cualquier política alternativa al
    neoliberalismo, y me temo que incluso en sus versiones más
    edulcoradas, es necesario haber forzado un marco diferente de
    relaciones
    internacionales que permita la efectiva protección de
    los espacios y las economías más débiles,
    una regulación global orientada a re-nacionalizar los
    flujos financieros y el establecimiento de una autoridad mundial
    para el comercio internacional que reconduzca el gravísimo
    proceso de empobrecimiento que ha sido causado a la
    mayoría de las naciones del planeta.

    Sin embargo, la necesidad de ese horizonte de cambios en
    el contexto internacional no debe contemplarse como una hipoteca
    definitiva para la ejecución de políticas
    económicas de izquierda a nivel nacional. Todo lo
    contrario. Entre esas dos dimensiones existe una
    dialéctica esencial de la cual depende el ritmo de los
    cambios sociales en nuestro mundo. Porque si bien el actual
    estado de fuerzas mundial puede con razón considerarse
    como un potentísimo corsé de la política
    nacional, no es menos cierto que sólo haciendo real por
    necesaria a ésta última se podrán poner en
    movimiento las mutaciones imprescindibles en el orden
    internacional.

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