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Neoliberalismo y política económica de izquierdas (página 2)




Enviado por juantorres@uma.es



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7. Los objetivos de una política
económica democrática

Una de las connotaciones más significativas de la
política
neoliberal ha sido la definición de los objetivos e
instrumentos de política económica sin hacer
referencia expresa a las condiciones de la economía real, a los
costes o beneficios sociales o productivos que originan, de
manera cierta o previamente estimada. Se trata, pues, de un
planteamiento puramente nominal de la política
económica, gracias al cual se ha podido diluir la naturaleza
real de las políticas
neoliberales y disociar su formulación retórica de
los efectos que provoca en la realidad social.

Los gobiernos de inspiración neoliberal articulan
la política macroeconómica, y en general el
conjunto de sus decisiones políticas de trascendencia
económica, como si fuese posible transformar las
condiciones reales actuando tan sólo en escenarios que no
lo son, creando así una auténtica realidad
virtual en donde se pretende que se hagan efectivas las
políticas económicas. Se gobierna para los mercados, como si
éstos fueran seres de carne y hueso que reaccionan con la
alegría o el dolor del maestro que vigila la tarea que
deben realizar sus pupilos.

Lo cierto es, sin embargo, que detrás de ese
nominalismo se esconde una pérdida tremenda de bienestar
social, una auténtica andanada contra las rentas
salariales y los derechos sociales, pues al
socaire de una expectativa que no es más que una
obsesión inconquistable, lo que se persigue es el
sacrificio y la renuncia a la satisfacción de las clases
menos favorecidas.

En consecuencia, es una tarea primordial conseguir que
se haga explícito el objetivo
mediato de las políticas económicas, lo que
sólo puede conseguirse a través de una doble
estrategia:
repudiando con contundencia democrática las
políticas que lleven consigo el empeoramiento en las
condiciones de vida, y reclamando que la política
económica recobre el norte de las condiciones reales en
que se desenvuelve actualmente el bienestar ciudadano.

Esto último requiere establecer objetivos finales
de la actividad económica que se traduzcan de manera
efectiva en un mayor bienestar, determinar su expresión
inmediata que se corresponda con cada coyuntura, y fijar los
instrumentos que pueden permitir acercarse a ellos evaluando sus
posibilidades, alcance y limitaciones.

Un necesario "triángulo mágico": empleo,
igualdad y
sostenibilidad

En mi opinión, los tres grandes objetivos a los
que debe plegarse en cualquier caso la acción
gubernamental deberían ser los siguientes. En primer
lugar, la creación de empleo, pues no de otra forma se
garantiza que los ciudadanos dispongan de los ingresos que le
garantizan una vida digna. En segundo lugar, la
consecución de una distribución de las rentas más
igualitaria, puesto que del incremento de la desigualdad se sigue
no sólo mayor malestar, sino también la menor
eficiencia
derivada del despilfarro que supone la pobreza y la
marginación en un mundo con recursos
suficientes para erradicarlas. Finalmente, la sostenibilidad
medioambiental ya que, siendo éste un requisito
imprescindible en todo sistema cerrado,
su incumplimiento por un modelo de
crecimiento dilapidador ha llevado a una situación cercana
a los límites de
admisibilidad.

Naturalmente, la asunción de estos objetivos
comportan problemas
serios si es que no se desea limitarse a reproducir postulados
meramente nominalistas y abstractos. Es preciso avanzar en la
definición concreta de cada uno de ellos y abordar
cuestiones como la naturaleza de los requisitos de sostenibilidad
que deben ser adoptados, el análisis de las condiciones y mecanismos
necesarios para llevar a cabo la evaluación
de los impactos de las medidas que pretenden alcanzarlos; por
ejemplo, para poder
determinar el efecto sobre la desigualdad de una política
económica concreta, o cuándo se aumenta o disminuye
la igualdad interpersonal. Y, de manera primordial, avanzar en el
diseño
de magnitudes, índices y criterios relativos a las
connotaciones cualitativas del bienestar, o simplemente que
permitan cuantificar los fenómenos económicos
reales con más precisión de la que hace gala la
economía convencional.

Puesto que, además, se trata de objetivos
mediatos, es decir que se pueden lograr en la medida en que se
articulen decisiones más concretas que los respeten, es
necesario también singularizar sus expresiones más
cercanas, en cada coyuntura concreta.

En relación con el empleo creo que se deben tener
en cuenta tres grandes cuestiones: productividad,
crecimiento y naturaleza del trabajo en las
sociedades que
deseen avanzar hacia el pleno empleo en sociedades
desarrolladas.

En las economías capitalistas, el control de las
condiciones en que pueden lograrse incrementos en la
productividad se convierte en una piedra de toque esencial para
la consecución del beneficio. En las condiciones actuales,
quienes están en condiciones de ejercer dicho control
pueden desenvolverse con mucha mayor facilidad en los mercados y,
en particular, ubicarse geográficamente con mucha mayor
ventaja. Puesto que esa capacidad no está al alcance de
todos los agentes y empresas, sino
que se reparte muy asimétricamente, ha provocado y hecho
necesaria la generalización de estrategias de
relocalización que llevan consigo la
desindustrialización selectiva que provoca regueros
ingentes de desempleo y
empobrecimiento allí donde se produce.

Sin embargo, este proceso no
sólo es indeseable por sus consecuencias sobre el
bienestar y la actividad económica, sino que sería
incluso innecesario si la estrategia predominante no consistiera
preferentemente en la salvaguarda de los conglomerados
industriales cuya dimensión y estructura les
lleva inevitablemente a situarse en niveles de beneficios
extraordinarios. De esa forma, se produce uno de los efectos
perversos más típicos de nuestras economías:
mientras que se fortalecen esas estrategias conducentes a
multiplicar la oferta, se
detriora la demanda, lo
que provoca de manera inevitable la sobreproducción y la
saturación de los mercados y la crisis
permanente, a la que sólo se puede hacer frente en un
proceso de expansión ininterrumpida que sólo
conlleva un agravamiento del mismo problema.

Pero el grado de insatisfacción existente hoy
día en el planeta, e incluso en el seno de los
países más desarrollados, permitiría
realmente que se llevara a cabo un uso más intensivo (y
respetuoso con el medio
ambiente) de los recursos, por lo que no sólo no
tendría que disminuir la oferta global, sino que incluso
requeriría impulsos más potentes.

Para ello sería necesario regular de manera
efectiva el régimen de competencia
imperfecta que imponen las empresas multinacionales, para
erradicar el sistema generalizado de recursos dilapidados y
mantener niveles de rentabilidad
en las franjas no oligopolizadas, generadoras de más
empleo y respetuosas con el principio de
sostenibilidad.

La evaluación más conservadora de la
balanza actual entre necesidades y recursos potencialmente
utilizables lleva a considerar plenamente factible la
potenciación de las actividades productivas intensivas en
mano de obra sin que de ello se derive un perjuicio insalvable
incluso para los intercambios que se realizan desde la óptica
capitalista.

Naturalmente, eso sólo podría suceder si,
al mismo tiempo, la
regulación macroeconómica actúa
fundamentalmente para generar impulsos a la actividad
económica, en lugar de frenarla como actualmente
sucede.

Por lo tanto, en las condiciones de recursos
inutilizados, de desempleo y depresión
de la demanda, no sólo es deseable, sino que
constituiría la estrategia más adecuada, el impulso
de políticas de carácter expansivo, siempre que no se
conciban sencillamente como una imagen vicaria de
las políticas conservadoras y que se sujeten al principio
de sostenibilidad: es decir, que no se limiten a lograr la
expansión expresada a través de variables
nominales y ajenas a la dimensión cualitativa del crecimiento
económico, sino que consistan en la
dinamización de las nuevas actividades productivas que
encajan en el triángulo
empleo-igualdad-sostenibilidad.

Para que ello sea posible, es necesario que se realice
una comprensión radicalmente distinta de la productividad.
No debe tratarse, linealmente, de plantear si se limita o si se
favorece su crecimiento. Hoy día, la productividad viene
determinada principalmente por la aplicación de
tecnologías de la información y ésta última se
caracteriza porque se incorpora de manera transversal en el
sistema productivo. Eso quiere decir que la productividad no se
alcanza de manera homogénea en el sistema y que su
dinámica tiene efectos muy diversos en las
diferentes actividades económicas.

Se soslaya con demasiada frecuencia que los niveles de
productividad alcanzados o alcanzables no son ineluctables sino
aquellos que han sido deseados. De hecho, hoy día (como
siempre, aunque en mayor medida que en otras épocas pues
nunca se tuvo tecnología con tanta
capacidad para intervenir sobre la propia tecnología) en
nuestra economía se "gobierna" la productividad, pero
sucede que eso se realiza en función,
exclusivamente, de aumentar el nivel de beneficio.

Debe tratarse, pues, de reconducir el uso realizable de
la tecnología para que los niveles de productividad
alcanzables, en cada actividad o en cada momento, sean los
preferidos, por contribuir de mejor manera al bienestar general,
por la sociedad en su
conjunto.

Puesto que la actividad económica y el nivel de
empleo de los que depende el bienestar social estarán
siempre determinados por la productividad, si se quiere que se
modifique la actual pauta desigual de satisfacción social
será necesario poner sobre el tapete la cuestión de
los usos sociales de la tecnología, reconociendo
definitivamente que el progreso técnico es un abstracto
cuyas expresiones concretas también hay que hacerlas
depender de las preferencias ciudadanas.

En relación con el empleo es también
necesario plantearse adicionalmente que, pese a todo, la
disponibilidad (que no tiene que ser, sin embargo, apresurada) de
una base tecnológica más avanzada permite ahorros
de tiempo de trabajo, prácticamente en cualquier actividad
productiva. Esto implica que mantener el objetivo de pleno empleo
requiere "reinventar" el propio concepto de
trabajo, o quizá más concretamente, el de puesto de
trabajo, aunque esto último nunca puede llevar a hipotecar
el principio de que el empleo debe ser la fuente del ingreso
suficiente. Los empleos vinculados a llamada producción ecológica, a unidades
productivas pequeñas y descentralizadas, a los contextos
comunicativos entre productores y consumidores, y con
preponderancia de la actividad humana o incluso artesanal, los
relacionados con relaciones económicas exógenas al
intercambio puramente mercantil y orientados más bien
hacia la producción de valores de
uso, entre otros, tendrán que ser objeto de un nuevo tipo
de estrategias de empleo cuando la técnica (a la que no
tiene sentido renunciar) permite un régimen de
producción de los valores de
cambio con
menos presencia del trabajo.

Aunque es conocida la dificultad inherente a definir
como objetivo global de la política económica a la
igualdad hay un principio que me parece esencial: debe
conseguirse desde allí donde se inician los procesos que
dan lugar a la desigualdad, mejor que a través de
mecanismos compensadores o simplemente
re-distributivos.

Con esta idea, creo que es posible (y desde luego
necesario) avanzar en el sentido de determinar las condiciones
que, generadoras precisamente de desigualdad, deben ser en
cualquier caso sorteadas.

Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de evitar con el
mayor rigor el poder de mercado que
origina la quiebra de la
competencia que resulta ser habitual en economías
oligopolizadas. Tiendo a pensar que los discursos
progresistas (en donde tampoco es difícil encontrar buenas
dosis de convencionalismo esterilizante) han reaccionado muy
mecánicamente en relación con el problema de la
competencia. Aunque tengo el convencimiento de que, en cualquier
caso, no puede tratarse de reivindicar el marco idealizado e
irrealizable que proclama la economía ortodoxa, entiendo,
sin embargo, que debería considerarse un planteamiento
alternativo que entendiera el marco de competencia como la
expresión de un régimen general en donde se
garantizara y defendiera el intercambio en condiciones del
más alto grado posible de simetría, como
expresión de la difuminación de los poderes
privilegiados de actuación que hoy día predominan
en los mercados.

Finalmente, también el objetivo global de
sostenibilidad debe ser matizado y concretado, entiendo que sobre
todo en la línea de lo que podríamos llamar el
principio de "limpiar, para producir y consumir con limpieza";
esto es, procurando de forma prioritaria la eliminación de
los costes sociales actualmente soportados y la generación
de los beneficios que llevaría consigo un régimen
de producción respetuoso con el medio ambiente y una
pauta general de consumo no
despilfarrador.

Los instrumentos, o más claramente, el reto de un
nuevo reparto

Naturalmente, la consecución de objetivos
generales como los que he señalado o de sus expresiones
más concretas, requiere disponer de instrumentos adecuados
que, además, se utilicen de manera que no desencadenen una
desestabilización más profunda que la que ahora
provoca el desaguisado de la macroeconomía neoliberal.

Habría, pues, que maniobrar en cuatro campos
específicos.

Políticas de recursos
financieros

Es evidente que no puede abordarse la regulación
macroeconómica en el sentido que propongo si no hay
capacidad de financiar la dinamización de la actividad
productiva que constituye el punto de partida de cualquier
política alternativa.

En las condiciones actuales, la estructuración de
los sistema financieros responde a una lógica
en gran medida divorciada de la que, aparentemente, es su
función, la de servir para la movilización de los
recursos desde la circulación monetaria a la real. En
lugar de ello, constituyen auténticos enquistamientos en
el universo de
lo monetario y su vinculación con la actividad industrial,
agraria o productiva es más bien de carácter
patrimonial. El grado de privilegio y poder del que disfruta la
banca, su
inveterada propensión a la mayor ganancia con el menor
riesgo y su
tendencia inmiscuir su poder en todos los resquicios sociales
constituyen hoy día la rémora más pesada que
debe soportar la actividad productiva y la creación de
riqueza.

A fuer de ser realistas, no cabe pensar sino que
cualquier política (y ahora no estoy pensando
necesariamente en opciones radicales) que quiera hacer frente al
deterioro inconmensurable que provoca el privilegio que el
neoliberalismo
ha concedido a lo financiero, deberá plantear una
reconsideración del papel y función de la banca y
del conjunto de los intermediarios financieros.

Hay que pensar no sólo en términos de
régimen de propiedad,
sino también en los modos posibles y necesarios de
regulación y control, y que no tienen por qué
considerarse irrealizables toda vez que existen experiencias de
este tipo en casos en los que la proyección contradictoria
de las políticas neoliberales ha generado situaciones de
emergencia o inestabilidad profunda.

Algo muy parecido hay que establecer, en general, con
los movimientos de capital.

Ya señalé más arriba hasta
qué punto es incompatible el régimen de plena
libertad con
la estabilidad que se reclama para los mercados. Pero,
además de ello, hay que tener en cuenta que se trata de un
fenómeno que en nuestras economías repercute de una
forma absolutamente determinante como freno a la actividad y
estímulo de la especulación y el
endeudamiento.

También en este caso autoridades neoliberales han
llegado a establecer controles mostrando con ello que no se trata
tampoco de una medida irrealizable, no siempre condenable; aunque
es cierto, desde luego, que su efectividad es más escasa
en la medida en que no responda a una estrategia general en el
conjunto de los mercados.

La situación en que se desenvuelven actualmente
las operaciones
especulativas a las que principalmente se orientan los
movimientos de capitales, sin estar sujetas a tributación
alguna en la mayoría de los casos, indican también
hasta qué punto el sistema es tan respetuoso con la
ganancia como indiferente a la creación efectiva de
riqueza. Y, justamente por ello, es necesario su control,
así como el establecimiento de regímenes fiscales
que desincentiven la especulación en favor del uso
racional de los recursos.

Las actuaciones en el ámbito de los recursos
financieros no pueden ser tampoco ajenas a la intervención
sobre el gasto
público, los ingresos públicos y los
déficits. Lejos de lo que no puede calificarse sino como
la demagogia predominante, que demoniza el gasto y además
rehuye plantear la realidad del paro, del
fraude y la
evasión fiscales, un economista ortodoxo como R. Dornsbush
afirma que "no es tan urgente el equilibrar las cuentas como
recuperar la productividad del trabajo y la confianza de los
consumidores".

Es preciso reafirmar que no hay razones ineluctables que
obliguen a renunciar al impulso de la actividad a través
del gasto cuando la economía se encuentra lejos de la
plena utilización de los recursos, como igualmente hay que
comprender que mayor problema que el déficit es su
encarecimiento provocado por la política
monetaria restrictiva y deflacionista.

Sin embargo, esto tampoco debe entenderse de ninguna
manera en el sentido de que no sean precisas políticas
específicas de racionalización del gasto, e incluso
de su disminución allí donde no se contribuya a
lograr los objetivos establecidos.

Incluso, como ya apunté más arriba, debe
considerarse que las políticas de demanda que no
estén vinculadas a propuestas muy eficaces de cambios en
la estructura de la oferta pueden llevar directamente al fracaso,
tal y como sucedió en varias experiencias
socialdemócratas.

Políticas de reparto

En este ámbito habría que analizar y
diseñar de manera singular todo un conjunto de actuaciones
encaminadas, como he señalado antes, a lograr mayor
igualdad y que creo deben operar principalmente a través
de intervenciones sobre la oferta.

Me parece que los instrumentos más significativos
en este caso son los relativos a las políticas de ingresos
públicos, de reparto de trabajo, de política
salarial y mercado laborales, y en general todas las que tengan
una incidencia específica sobre el empleo, toda vez que
éste puede ser considerado como el principal instrumento
para lograr, si bien sea como estrategia de mínimos,
reducir la desigualdad.

Políticas de transformación
estructural

Me refiero aquí a las políticas
industriales, agrarias y en general a todas aquellas que, como
las anteriores, requieren un tratamiento específico y que
inciden sobre las condiciones generales en que se desenvuelve el
régimen de intercambios. Procurarían tanto el logro
de los objetivos apuntados, como evitar la aparición de
desajustes que incidan luego sobre el equilibrio
macroeconómico.

Políticas de estricta gestión
macroeconómica

Me refiero en este caso a todas aquellas medidas que
deben ir destinadas a procurar que la búsqueda de los
objetivos finales o intermedios no desencadene efectos perversos
sobre el conjunto de la actividad económica.

Se trata de algo que puede ya haberse deducido que es
esencial, a pesar de que los gobiernos de inspiración
neoliberal renuncian a ello cada vez en mayor medida: la
necesaria capacidad de maniobra para hacer frente a los impactos
que una economía siempre sufre, principalmente, desde su
exterior; aunque también, como consecuencia de
fenómenos inadvertidos o excepcionales que se puedan
producir en su seno.

No puede pensarse que haya que renunciar a ninguno de
los instrumentos habitualmente utilizados pero particularmente
mal aplicados, o al menos, aplicados provocando graves costes
sociales, como la política monetaria en toda la gama de
sus posibilidades, o el manejo de los tipos de interés.

Pero, en particular, es extraordinariamente importante
señalar que un elemento esencial para tener capacidad de
maniobra mínimamente suficiente en la regulación
macroeconómica es la política de tipos de
cambio.

Sin disfrutar de este instrumento es literalmente
imposible que la política macroeconómica se
revuelva para contribuir, al revés de lo que ahora sucede,
a la creación de empleos y a la revitalización de
las actividades productivas.

El economista inglés
F. H. Hahn afirma que "el verdadero motivo para sostener los
tipos de cambio fijos es, de hecho, el control de la clase
trabajadora". Pues bien, invirtiendo el razonamiento, podemos
decir que sólo se puede llevar a cabo una política
global de apoyo explícito a la clase trabajadora (que es a
lo que se pretende contribuir desde posiciones de alternativas de
izquierda), si no es recobrando margen de maniobra en
política cambiaria, lo que en román paladino
requiere hacer saltar el régimen de tipos de cambio
fijos.

A nadie se le puede ocultar que la posibilidad de poder
utilizar estos instrumentos no está al alcance de la mano
libremente. Cualquiera de ellos implica actuar de manera distinta
a como se viene haciendo sobre el régimen distributivo
existente. Ni nada más ni nada menos es lo que se
está planteando cuando se habla de formular
políticas alternativas.

Avanzar hacia la mejora del nivel de vida de los
más desfavorecidos, erradicar la miseria y la pobreza, destinar
los recursos preferentemente a la creación de riqueza en
lugar de a la especulación, etc. son objetivos que
implican recobrar recursos que ahora disfrutan las personas o
grupos
sociales privilegiados, no sólo en lo
económico, sino también en el poder de
decisión.

Por ello, las propuestas macroeconómicas se
dilucidan finalmente en el campo de la ideología y de la política,
allí donde los ciudadanos que no forman parte de ese
minoritario pero poderosos ejército de satisfechos deben
conquistar la capacidad de influir en las decisiones para que las
que se adopten sean aquellas que, en lugar de empobrecerlos,
satisfagan sus intereses

8. Los márgenes de maniobra, la hipoteca
del corto plazo.

Las políticas cuyos grandes principios acabo
de apuntar son posibles justamente porque la realidad nos
muestra que
resultan necesarias.

Sin embargo, cualquier política transformadora,
que no se limite a ser un sucesión de inercias, parte de
una limitación fundamental por el hecho de que no se
inicia ex-novo, sino desde el contexto que desea transformar y
que actúa lógicamente como una restricción,
a veces insuperable, a la hora de ser aplicada.

Por eso hay que preguntarse también por esas
condiciones de partida, por las posibilidades de iniciar una
andadura diferente en política macroeconómica, a la
cual le afectan restricciones más potentes toda vez que
afecta en conjunto a la economía, y no sólo a
aspectos parciales de la misma.

Cuáles son, entonces, las posibilidades
reales de plantear con éxito
una regulación macroeconómica alternativa y
progresista?.

Me parece que en el caso española hay dos
restricciones principales.

En primer lugar, la dinámica propia de una
"economía de mercado" que lógicamente
generaría defensas en la medida en que se pusiera en
cuestión el nivel alcanzado en la remuneración del
capital.

En segundo lugar, el hecho de pertenecer a la Unión
Europea, a donde se ha desplazado conjuntamente buena parte
de nuestra soberanía y de la capacidad de maniobra que
es necesaria para articular este tipo de
políticas.

Ambas circunstancias son importantes, pero creo que no
necesariamente insuperables.

La reacción posible del capital ante estrategias
que van a tener una expresión clara en la tónica de
reparto serían principalmente de dos tipos: de
carácter inflacionista, puesto que es de esta forma como
suele manifestarse todo conflicto
distributivo, y como desmovilización de
capitales.

Sin embargo, me parece que las dos reacciones
podrían ser convenientemente neutralizadas si se tienen en
cuenta algunas circunstancias.

En primer lugar, que la composición del capital
en España
no es ni mucho menos homogénea. De hecho, la estrategia
neoliberal hace también estragos en amplias capas del
capital vinculado a la pequeña y mediana empresa, a los
sectores más nacionalizados y, en general, a los que menos
poder de mercado tienen a su alcance. En la medida en que las
propuestas que se realizan no significan ni mucho menos una
alteración del régimen de propiedad, por ejemplo,
sino que se limitan a intentar recobrar y aumentar precisamente
las posiciones perdidas en la actividad productiva más
vinculada al empleo (como son generalmente las capas anteriores),
y en tanto que de todas ellas se deriva una recomposición
del poder de mercado, no necesariamente se tendría que
producir la desmovilización de capitales. Más bien,
se podría lograr una dinamización del ahorro y de la
inversión inducida por los incrementos de
renta.

Pero es que, además, hay que tener en cuenta que
la experiencia histórica demuestra que políticas
expansivas, lejos de expulsar capitales constituyen un potente
factor de atracción, siempre, naturalmente, que eso no
vaya acompañada de otras medidas (como remuneración
elevada de activos
financieros) que la desincentivan.

La desestabilización inflacionaria,
ineludiblemente latente de todas formas, puede ser combatida en
virtud de cambios estructurales en los mercados, con la
potenciación de la competencia y con la disminución
de todo tipo de costes de transacción que ahora son
ocasionados, precisamente, por políticas que se
desentienden de hecho de las condiciones reales en que se
determinan los precios.

La pertenencia de España a la Unión
Europea implica también una notable limitación,
pero tampoco insuperable a corto plazo, o a medio y largo plazo
si se acepta que los cambios que aquí se pudieran producir
formarían parte antes o después de tendencias al
cambio más generalizadas (o incluso originadas con
anterioridad fuera de España).

En este caso, debe considerarse que España puede
también contribuir a modificar las tendencias actuales y
forzar los cambios de rumbo. Algo que, desde luego, nunca
podría conseguirse si no llega a plantearse la necesidad
de que eso se produzca y si, por el contrario, se asume el
libidinoso papel de estrella en la formulación más
reaccionaria de las estrategias europeístas, tal y como ha
ocurrido en nuestra historia
reciente.

Pese a todo, y a corto plazo, no puede olvidarse que se
están planteando cuestiones que están dentro de lo
que es posible llevar a cabo en el marco institucional de la
Unión Europea, como una eventual salida del mecanismo de
cambios del Sistema Monetario Europeo, la devaluación, o el control de
capitales.

No se olvide que buena parte de los problemas que hoy
padece la economía española provienen de que, con
la celeridad de todos los villanos, nuestros gobernantes han
adelantado en varias ocasiones la fecha de aplicación de
determinadas condiciones de la integración, de que asumen las directrices
comunitarias con disciplina
mucho más espartana que la de otros países, o,
sencillamente, de la nefasta negociación que en su día se
llevó a cabo para lograr aceleradamente la
integración.

En lugar de mantener con irrealismo el empeño de
la moneda única y de la convergencia nominal,
España debería asumir que en los próximos
dos o tres años la Unión Europea se va a convertir
en un descontrolado mar revuelto, en donde es muy posible que de
nada sirva en su momento el haber mantenido con virginal candor
la fidelidad a las reglas de convergencia.

Por el contrario, llegaría entonces mucho
más fortalecida si lo hace con la suficiente capacidad de
maniobra que impida que los desajustes que van a ir llevando a
ese final desbocado no se conviertan en impactos terribles para
nuestra economía.

En mi opinión, las circunstancias de la
economía española por un lado, y la
previsión segura de que la convergencia diseñada
pensando en la creación de la moneda única
terminará llevando a una crisis institucional y a unos
mayores costes para las economías más
débiles como la española, permiten considerar que
la situación de nuestra economía es casi de
emergencia.

Ante eso no puede caber otra solución que
diseñar una estrategia a corto plazo que, expresada en un
compromiso nacional para la creación de empleo, se
plantease la renuncia a la convergencia nominal para desarrollar
una clara política de expansión de la actividad y
6el crecimiento, utilizando para ello el mayor margen de maniobra
posible en los términos que antes he
señalado.

De esa forma, y al contrario de lo que sucede con
políticas que han elevado el nivel de paro al 23 por cien
de la población activa, España no
saldría de Europa; la
estaría haciendo entrar en una época diferente que
debe estar marcada por menos frustración y más
bienestar.

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