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Pensamiento y estrategias de poder: el caso de la reforma de las pensiones




Enviado por juantorres@uma.es



     

    En los últimos años se ha generado un
    lugar común que ha calado muy hondo en la opinión
    pública: el sistema actual de
    pensiones públicas está en crisis y hay
    que modificarlo sin remedio y sin tardanza.

    En las revistas de mayor circulación, en la
    prensa diaria
    y, en general, en todos los medios de
    comunicación se han multiplicado las noticias y
    análisis tendentes a tratar de justificar
    esa opinión y a trasladar a los ciudadanos pruebas
    concluyentes de su indiscutible certeza.

    A base de reiterar razonamientos de gran impacto
    intuitivo (con niveles tan altos de paro no se
    generan contibuciones suficientes para que los Estados paguen las
    pensiones, la población es cada vez más vieja y
    hay más pensionistas que cotizantes, el fraude tan
    elevado provoca déficit en la Seguridad
    Social y no hay recursos
    suficientes,…) los ciudadanos han llegado a hacer suyo el
    criterio que se sostiene tan reiteradamente y que, por una sutil
    coincidencia no siempre transparente, ha tenido como impulsores y
    financiadores más potentes y firmes a los grandes bancos y
    compañías financieras

    Naturalmente, la coincidencia ha alcanzado
    también, como no podía ser menos, a las propuestas
    de solución que se centran en tres principios
    fundamentales.

    Las pensiones no contributivas (aquellas que se perciben
    como una especie de mínimo vital y con independencia
    de haber cotizado o no anteriormente) tenderán a
    convertirse en una especie de mínimo de subsistencia y a
    la baja, a diferencia de su consideración actual como
    expresión del alcance universal del bienestar social, lo
    que continuamente empuja su cuantía al alza.

    • Las pensiones contributivas tenderán a la
      baja, bien porque se vinculen cada vez más a las
      contribuciones efectivamente realizadas, bien porque se
      amplíe (como ya está pasando) el número de
      años tomados de base para su cálculo.
    • Ya que los dos principios ateriores darían
      lugar a una clara insuficiencia de las percepciones que se
      recibirían al terminar la vida activa, será
      necesario que el trabajador contribuya él mismo a
      generarse fondos complementarios para su pensión futura.
      Naturalmente, esos fondos complementarios ya no se
      generarán con contribuciones al sector
      público sino a fondos de pensiones de titularidad
      privada.

    Como he señalado, la coincidencia a la hora de
    asumir estos tres criterios es prácticamente total, pues
    incluso los propios sindicatos
    mayoritarios los han hecho suyos en casi todos sus
    términos. Cabría pensar, pues, que la bondad de un
    sistema alterativo acorde con éstos criterios es
    también generalmente demostrable y demostrada y que, en
    consecuencia, las ventajas de alcanzarlo son efectivamente
    mayores que las de seguir en la situación
    actual.

    La sorpresa quizá radice en que no se puede
    argumentar, desde ningún punto de vista que no sea el de
    los intereses de los grandes grupos
    financieros, que el régimen al que nos dirigimos sea
    mejor, más seguro,
    más sostenible, más justo o más eficiente
    para el conjunto de la economía.

    Trataré de demostrar con la mayor brevedad a
    continuación la falta de rigor y el cinismo que envuelve a
    la estrategia de
    reforma del sistema de pensiones públicas que se
    instituyó como una parte consustancial al estado de
    Bienestar.

    La controversia sobre la crisis financiera de
    las pensiones públicas

    El punto de partida fundamental para justificar los
    cambios tan importantes que se proponen en el sistema
    público de pensiones giran siempre en torno a un
    idéntico lugar común: dada la tendencia previsible
    en los factores de los que depende su financiación,
    será imposible sufragarlas en el futuro a sus niveles
    actuales.

    En particular, se realizan estimaciones
    demográficas según las cuales la evolución de las tasas de natalidad y
    mortalidad llevará consigo un aumento de la
    población de más edad en el conjunto de la
    población. Se producirá entonces un incremento
    sustancial de la población jubilada, mientras que
    será cada vez menor la proporción de los ciudadanos
    en edad de trabajar. En consecuencia, la relación entre
    pensionistas y cotizantes (denominada tasa de dependencia)
    tenderá a aumentar, de lo que se deduce que habrá
    menos recursos para financiar la demanda cada
    vez mayor de pensiones.

    Para evitar el colapso no habría más
    remedio que aumentar las fuentes de
    financiación:

    • bien aumentando las cotizaciones
      sociales,
    • bien aumentando la aportación del Estado a la
      financiación del sistema,
    • bien (o complementariamente) aumentando la presión
      fiscal
      global.

    Sin embargo, ninguna de estas alternativas se considera
    que pueda ser utilizada por diversas razones, que podrían
    resumirse en la inconveniencia de aumentar la presión
    fiscal sobre las empresas o la
    propia dimensión del sector público.

    De ahí se deducen dos inevitables consecuencias
    que, como vimos antes, están en la base de la estrategia
    de reforma. La primera es que no habrá manera de financiar
    el sistema con los mecanismos de reparto actuales y la segunda es
    que hay que reducir el nivel de gasto, la cobertura que
    proporciona el sistema.

    Sin embargo, aunque estas razones puedan parecer de una
    lógica
    intachable, hay que realizar una serie de matizaciones
    fundamentales.

    La primera cuestión a dilucidar va ligada a la
    naturaleza de
    las fuentes de financiación precisas para poder hacer
    frente al gasto en pensiones.

    Por lo que hace referencia a las no contributivas, su
    financiación procede de los Presupuestos
    del Estado y, en consecuencia, habrá posibilidad o no de
    financiarlas en la cuantía actual o en otras mayores en
    función
    de la preferencia social dominante en un momento dado en la
    sociedad:
    puede preferirse destinar una parte más o menos elevada de
    los recursos generados en la sociedad para proporcionarlas, o
    puede preferirse destinarlos a otras alternativas.

    Se trata por lo tanto de una decisión colectiva
    que se adopta en virtud del juego de
    poderes prevaleciente en un momento dado en la política y en la
    sociedad. No hay razones económicas para decir que su
    financiación presenta dificultades o, al menos, que
    presenta más dificultades que las de la Casa Real, el
    ejército o cualquier otro programa de
    gasto
    público, cuyo mantenimiento
    depende, como digo, de que la sociedad desee efectivamente
    mantenerlos.

    Esto es, los ciudadanos pueden decir que no se desea que
    se aumenten los recursos para que las pensiones no contributivas
    sean más elevadas, pero nadie puede afirmar que esto deba
    ocurrir por razones objetivas de financiación. No hay
    razón científica, sino de preferencia social para
    establecer la cuantía mayor o menor de estas
    pensiones.

    En relación con las pensiones contributivas hay
    que determinar si, mediante el actual sistema de reparto, se
    puede hacer frente a la demanda de pensiones que la
    población jubilada generará en el
    futuro.

    Pues bien, en contra de los comúnmente se viene
    afirmando, la situación financiera real del sistema de
    pensiones públicas puede caracterizarse con los siguientes
    rasgos:

    I) Si se dejan a un lado las pensiones no contributivas
    y los gastos
    sanitarios, que deben financiarse con cargo a otras fuentes, la
    diferencia entre los ingresos y gastos
    del sistema viene arrojando sistemáticamente un importante
    superávit. Además, no se observan signos que
    indiquen ningún deterioro sustancial en dicha
    magnitud.

    II) Esta situación superavitaria se ha mantenido
    "a pesar" de que el sistema público de pensiones en
    nuestro país se viene configurado desde 1967 en torno a un
    principio redistributivo que ha permitido corregir importantes
    desequilibrios en la distribución primaria de la
    renta:

    1. Sólo a lo largo del período 1990-94,
      por ejemplo, las pensiones medias de las distintas modalidades
      y regímenes experimentaron un considerable aumento en
      términos reales: las de jubilación, un 11,5%; las
      de invalidez, un 11,3%; las de viudedad, un 14,3; y las del
      Régimen General, un 11,2%.
    2. La pensión contributiva efectivamente cobrada
      por el individuo
      es, en términos generales, sustancialmente superior a la
      pensión inicial estimada a partir de su base reguladora.
      En el caso de que no hubiesen mediado este tipo de actuaciones
      redistributivas, el coste de las pensiones del sistema
      contributivo sería, aproximadamente, un 40%
      inferior.

    III) Por otro lado, y al igual que no se observan signos
    de agotamiento financiero en la evolución más
    reciente del sistema público de pensiones, la
    situación de crisis tampoco se deduce necesariamente de un
    análisis de los acontecimientos que se preven para el
    futuro.

    En primer lugar, porque como consecuencia de la
    evolución descendente del colectivo de menores de 16
    años, se va a liberar una cantidad importante de recursos
    procedentes de la sanidad, educación, servicios
    sociales, etc., los cuales se podrían destinar a financiar
    las pensiones.

    En segundo lugar, porque se observan signos de
    ralentización en el crecimiento de las pensiones
    contributivas, tendencia que previsiblemente se reforzará
    como consecuencia de la desaparición de determinados
    fenómenos coyunturales que han incrementado el
    número de pensiones a lo largo de los últimos
    años por razones no estrictamente demográficas
    (descenso previsible de jubilaciones anticipadas y de las de
    invalidez en su modalidad contibutiva, tendencia a la baja de la
    tasa de crecimiento del número total de pensiones, etc.).
    Por último, hay que tener en cuenta que, a la vista de la
    evolución experimentada por el gasto público en
    pensiones contributivas desde principios de la década de
    los setenta, resulta que las mayores tasas de crecimiento en
    términos reales corresponden precisamente al
    período 1972-81. Sin embargo, dicho aumento se ha moderado
    considerablemente desde 1981, hasta situarse en el 5,3% para el
    período 1981-95.

    Resulta, pues, sintomático que haya sido
    precisamente cuando las pensiones han atemperado su crecimiento
    cuando se ponga en cuestión su sostenibilidad
    financiera.

    Por otro lado, quienes sostienen que el sistema de
    pensiones públicas se encuentra en crisis financiera
    profunda parten de una hipótesis muy poco consistente, pues
    vinculan el equilibrio
    financiero solamente a la situación demográfica,
    sin tener en cuenta, al mismo tiempo, la
    evolución de las variables que
    condicionan el papel de la Tasa de Dependencia (relación
    entre pensionistas y población) en la ecuación del
    equilibrio financiero del sistema.

    En realidad, la financiación de las pensiones
    públicas correría peligro si se produce, al mismo
    tiempo que el envejecimiento de la población, una serie de
    circunstancias que no suelen incorporarse en los análisis
    justificativos de la reforma:

    – Que no se reduzca la tendencia al desempleo
    creciente, que impide destinar recursos salariales actuales
    para rentas diferidas a una gran parte de la
    población.

    – Que la economía no sea capaz de recobrar
    ritmos más elevados de crecimiento
    económico, pues, de hecho, el argumento generalmente
    utilizado para justificar la reforma -la creciente e
    insoportable participación del gasto en pensiones sobre
    el PIB– se
    produce más bien por una disminución del PIB que
    por el mayor número de pensiones que hay que
    pagar.

    – Que el desempleo juvenil o el de larga
    duración se mantengan como fenómenos
    generalizados, lo que reduce la vida ocupada de la
    población y, en consecuencia, el período y las
    rentas por las que pueden cotizar.

    – Que los salarios
    reales tiendan a disminuir, de manera que el volumen
    recaudado de cotizaciones sociales tengan que ser
    necesariamente menor.

    – Que continúe la tónica de
    distribución de renta a favor de los beneficios, lo que
    disminuye en términos relativos la masa salarial,
    provocando igualmente una menor cotización global al
    sistema.

    – Que se generalice el empleo
    precario o de baja calidad, con
    salarios reducidos y, por tanto, con baja capacidad de
    contribución social.

    – Que las modificaciones en la productividad
    del trabajo
    respondan exclusivamente a un uso más intensivo del
    factor trabajo orientado a obtener excedentes mediante
    estrategias espurias y globalmente ineficaces de competitividad.

    Lo que resulta entonces verdaderamente sorprendente es
    que los análisis justificativos de la reforma del sistema
    público de pensiones apenas se detengan en valorar la
    evolución previsible o deseable de estas otras variables.
    Se limitan a aplicar con denuedo su sofisticada batería de
    modelos a la
    simple evolución demográfica, pero para nada se
    ocupan de esas otras variables que, justamente, son las que
    tienen que ver más directamente con el bienestar. Es una
    pena que los economistas que se reputan más sabios e
    inteligentes se desvivan por los desequilibrios
    demográficos y no muestren semejante preocupación
    por la crisis recurrentes, por la ralentización del
    crecimiento, por el desempleo generalizado o por una pauta de
    distribución tan injusta como paralizante a largo
    plazo.

    Como no cabe pensar que se trate de un simple olvido,
    puede decirse, en palabras de un conocido Informe citado
    del Consejo de Europa, que "la
    demografía sirve de pretexto para frenar o
    impedir las mejoras sociales".

    La bondad de los sistemas
    alternativos

    Puesto que no hay razón con fundamento suficiente
    para aceptar que la reforma del sistema público de
    pensiones deben realizarse a causa de su previsible desequilibrio
    financiero, hay que preguntarse si la alternativa de mayor
    presencia privada que se ofrece representa más ventajas y
    si va a suponer una mejora en el funcionamiento de la
    economía y en el bienestar social.

    Para ello, hay que hacer referencia a tres grandes
    aspectos que lleva consigo la reforma: la eliminación de
    lo que se considera efectos perversos del sistema actual de
    pensiones sobre la asignación de recursos, y especialmente
    sobre el empleo; el mayor protagonismo de los mecanismos de
    capitalización y, por último, la introducción de la iniciativa privada en el
    sistema.

    La principal crítica
    al sistema tradicional, en cuanto a asignación de recursos
    se refiere, se basa en considerar que las cotizaciones sociales
    suponen un coste excesivo para las empresas y que, por ello,
    perjudican la estrategia de generación de empleo.
    Además, se entiende que las que corresponden a los
    empleadores vienen a ser realmente un impuesto sobre el
    uso del factor trabajo, por lo que actúan como un elemento
    que discrimina a las actividades intensivas en trabajo y que
    puede incentivar procesos
    indeseables de sobrecapitalización de las
    empresas.

    Sin embargo, no puede aceptarse sin más que esta
    propuesta de reducción de las cotizaciones empresariales
    lleve consigo efectivamente una mayor eficiencia.
    Más bien todo lo contrario: aunque a corto plazo
    signifique un ahorro de
    costes salariales, no es seguro que lo sea a medio y largo plazo.
    Además, si se parte del supuesto de que las cotizaciones
    empresariales constituyen una rémora para el empleo y el
    crecimiento, debería seguirse de ahí que los
    países en donde han sido más elevadas
    habrían tenido resultados económicos más
    desfavorables, al contrario de lo que ha sucedido en la
    realidad.

    En suma, y lejos de la seguridad con que
    suele argumentarse, no hay evidencia empírica alguna que
    permita obtener conclusiones definitivas sobre este
    asunto.

    La segunda cuestión a considerar es la
    conveniencia de sustituir el sistema de reparto por el de
    capitalización.

    Este es un asunto extraordinariamente debatido en el
    análisis económico, lo que nos permite limitarnos a
    afirmar aquí con absoluta contundencia que tampoco hay
    razones científicas para preferir un sistema a otro. De
    hecho, los intentos de proclamar a un sistema superior al otro a
    partir de la teoría
    económica se ha calificado como una una "polémica
    estéril".

    La tercera cuestión a dilucidar se refiere a las
    posibles ventajas que puede llevar consigo la privatización de la
    administración y gestión
    del sistema de pensiones, bien sólo en su nivel
    complementario, bien incluso en lo que suponga ir más
    allá del nivel básico mínimo.

    En términos generales, se considera que los
    sistemas de Seguridad Social han extendido hasta tal punto los
    niveles de protección que, más que asegurar el
    necesario socorro a los más débiles, han provocado
    la aparición de potentes desincentivos. Se entiende que la
    protección generalizada, los seguros de
    desempleo, la sanidad gratuita, etc., generan poco aprecio al
    trabajo, potencian la abulia y la falta de esfuerzo, y favorecen
    una comprensión de los servicios
    públicos como bienes de
    acceso gratuito que no tienen coste, cuando en realidad llevan
    consigo un volumen de gasto público que se hace
    insoportable.

    Con independencia de ello, se afirma que el gasto que
    administra la Seguridad Social es hoy día excesivo, que
    arrastra tras de sí un ingente ejército de empleos
    improductivos y que se administra sin el rigor y la
    economía propios de la inciativa privada. Se considera,
    por el contrario, que ésta última, en la medida, en
    que administra bajo rigurosos criterios de eficiencia
    podría gestionar los recursos disponibles de manera mucho
    más rentable y productiva.

    Se argumenta también que la financiación
    de las prestaciones
    sociales, y en particular de las pensiones, a través de
    cotizaciones sociales y/o impuestos lleva
    consigo cargas demasiado elevadas para las empresas, lo que
    deriva en pérdida de empleo. Por el contrario, se dice que
    si se instaurasen sistemas de capitalización gestionados
    por la iniciativa privada se podría aliviar la carga
    impositiva y con ello favorecer la creación de puestos de
    trabajo.

    También se señala que al basarse los
    sistemas públicos en criterios universalistas, se rompe
    con la libertad de
    elección, esto es, con uno principio básico que
    debe gobernar los regímenes de mercado.

    Finalmente, se indica que si la acción
    pública se limita a garantizar los mínimos
    esenciales de protección y se deja que la iniciativa
    privada gestione los niveles complementarios a ellos, se
    liberarían recursos que puestos en circulación a
    través de los mercados
    favorecerían mayores rendimientos del sistema y resultados
    globales de la actividad económica más
    satisfactorios.

    Sin embargo, ninguno de estos argumentos puede
    sostenerse con firmeza, pues se pueden contrarrestar con
    suficiente contundencia.

    La evidencia empírica demuestra que la existencia
    de altos niveles de protección social no va
    acompañada de fenómenos negativos en las
    economías, sino más bien todo lo contrario, pues
    son precisamente las naciones donde ha llegado más lejos
    las que muestran, al mismo tiempo, más estabilidad y
    crecimiento económico.

    Además, el gasto en Seguridad Social constituye
    un elemento primordial para el sostenimiento de la demanda agregada
    de la economía y, en ese sentido, es un factor esencial
    del crecimiento y el desarrollo
    económico.

    Hay que tener en cuenta también que cualquier
    sistema privado tendría mucha menor garantía que el
    sistema público, implicaría la desaparición
    de los mecanismos de transferencia de derechos, estaría
    sometido en mayor medida a riesgos como
    la inflación y, por supuesto y a diferencia del sistema
    público, podría quebrar.

    Por otra parte, puesto que el sistema privado debe
    funcionar sobre la base de lograr rentabilidad,
    y para hacer frente a esos riesgos, el sistema privado debe
    operar con primas más elevadas que las de un sistema
    público y perjudicando a las personas con menos riesgo.

    En principio, la posibilidad de alcanzar altos
    rendimientos a través de la administración privada de los fondos es un
    argumento que se utiliza a su favor; pero no se tiene en cuenta
    que los sistemas financieros actuales se caracterizan por una
    extremada inestabilidad y por estar sujetos a gran incertidumbre
    y alto riesgo, como ponen de manifiesto las sucesivas crisis
    bursátiles, financieras o bancarias que han provocado la
    quiebra incluso
    de empresas o instituciones
    de gran envergadura. Las primas más elevadas serán
    la única cautela posible frente a este riesgo, pero nada
    podría evitar la quiebra general del sistema si se llegara
    a una crisis financiera generalizada, que no es una
    hipótesis
    descartable, sino más bien que cabe esperar se produzca
    sin remedio de no modificarse la naturaleza que predomina en los
    mercados
    financieros actuales.

    Pero la argumentación quizá más
    rotunda en contra de las ventajas de la privatización,
    incluso cuando ésta sólo se da en niveles
    complementarios, deriva de que la dinámica de mercado es incapaz, por
    definición, de resolver de manera efectiva las
    contingencias que trata de paliar la protección social,
    entre otra cosas, porque generalmente es el propio mercado el que
    las produce.

    Eso es lo que explica que cualquier regimen privado se
    caracterice por las barreras de entrada que presenta, pues
    sólo los que disponen de un alto nivel de ingresos pueden
    acceder a él como mecanismo efectivo para garantizarse la
    pensión.

    Un ejemplo especialmente significativo de los resultados
    de la administración privada del sistema de
    pensiones es el de Chile.

    En este país, que suele ser utilizado como
    ejemplo por los neoliberales más conspicuos, la realidad
    muestra que de
    los aproximadamente cuatro millones ochocientos mil afiliados a
    las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), sólo dos
    millones trescientos mil cotizan normalmente, y la cuarta parte
    de estos cotizan por menos del salario
    mínimo chileno (alrededor de unas veinte mil pesetas). Se
    calcula entonces que la mayor parte de los afiliados no
    cotizantes sólo alcanzará, como mucho, la
    pensión mínima.

    En junio de 1.994, después de trece años,
    el 69% de los afiliados no habían logrado acumular
    más de un millón de pesos (algo más de
    trescientas mil pesetas), y ello a pesar de que la rentabilidad
    media de los fondos ha sido del 13%.

    En conclusión, pues, no hay tampoco razones de
    fuerza que
    permitan sostener con rigor y honestidad
    intelectual que una disminución de la cuantía de
    las pensiones contributivas y la complementaria mayor presencia
    del sistema privado va a mejorar el bienestar o, incluso, la
    eficiencia en la asignación general de los
    recursos.

    ¿Para qué, entonces, tantas
    excusas?

    No pueden ofrecerse unos términos rigurosos para
    justificar los cambios que se proponen, no se pueden aportar
    argumentos científicos de peso, no pueden darse razones
    objetivas certeras. Y, sin embargo, se apuesta contundentemente
    por un horizonte que, en realidad, sólo traerá una
    menor protección social en el futuro y sin que ello, para
    colmo, redunde en ventajas sustantivas para el funcionamiento,
    incluso, de la economía capitalista.

    La pregunta, pues, es por qué se mantienen con
    tanto ahínco ese tipo de propuestas.

    Garantizar las tasas de beneficio después de la
    última gran crisis del sistema capitalista obligó a
    modificar la base técnica de los aparatos productivos, las
    pautas de consumo e,
    incluso, las bases de socialización ciudadana en un ambiente de
    alta crispación, de conflictos
    sociales, de pérdida de legitimidad y poblado de quiebras
    y cierres empresariales. Ha sido y está siendo, entonces,
    necesario disponer de todos los recursos, y muy principalmente de
    los que, a partir de las estrategias de redistribución
    necesarias en el periodo anterior para garantizar la paz social,
    eran dispuestas por los llamados Estados de Bienestar.

    De ahí, los ataques contra este tipo de políticas
    redistribuidoras y, en general, contra cualquier política
    de gasto que no estuviera orientada a sostener el interés
    empresarial y/o a facilitar la reconversión de los
    aparatos productivos. Estrategias que han provocado el
    debilitamiento progresivo de los armazones, ya de suyo
    débiles, del bienestar institucionalmente garantizado de
    la época anterior y que, en lo que nos ocupa, se
    manifiesta en la progresiva disminución de la cobertura de
    los sistemas de pensiones públicas con el objetivo,
    también, de drenar al máximo los gastos
    públicos sociales.

    Por otro lado, las economías capitalistas
    actuales se caracterizan por un proceso
    continuado de financierización que provoca la hipertrofia
    de los flujos financieros y su constitución como un lugar privilegiado del
    beneficio, hasta el punto de que la inversión financiera, mucho más
    abundante y rentable, es el destino que termina por acaparar el
    ahorro de las economías.

    Al amparo de tipos
    de interés elevados, de políticas monetarias
    restrictivas, de un sistema internacional de inestabilidad
    monetaria generalizada que garantiza las ganancias especulativas
    o de mercados financieros cuasi regulados para favorecen las
    operaciones
    sobre el papel más que las puramente productivas, resulta
    que la disposición de cuantiosos recursos financieros es
    hoy día la base para realizar las mejores oportunidades de
    negocio en nuestras economías.

    Por eso, disponer de los recursos que la masa millonaria
    de trabajadores venía aportando al sector público
    no es sólo una aspiración de los intermediarios
    privados, sino que no disfrutar de ellos representa un coste de
    oportunidad insoportable para bancos, seguros o
    compañías financieras de todo tipo.

    Esas cotizaciones constituyen un botín al que el
    capital
    financiero no está dispuesto a renunciar cuando, a
    diferencia de lo que sucedía en años anteriores,
    las oportunidades de ganancia son tan elevadas y cuando,
    además, ya se han encontrado vías de legitimación (como el propio desempleo
    generalizado) que hacen menos necesaria la política
    redistributiva, tan costosa, de las administraciones
    públicas.

    Vivimos, pues, una época en la que el capital
    financiero, con mayor capacidad de convencimiento social que
    nunca gracias a su presencia masiva y dominio en los
    grandes medios de
    comunicación, puede permitirse hacer suyos los
    recursos sociales sin necesidad de especiales contemplaciones,
    sin tener que recurrir a estrategias de acuerdo o reparto.
    Gracias, tan sólo, al extraordinario y desnudo poder del
    que desfruta en nuestras sociedades,
    desarmadas civilmente por el desempleo y fragmentadas por
    políticas de ajuste que conllevan un empobrecimiento
    estructural, no sólo en términos económicos
    sino tambien en las pautas de socialización y
    convivencia.

    La reforma del sistema de pensiones públicas se
    lleva a cabo solamente porque conviene a los grupos financieros
    que van a hacerse con la mayor parte de la ingente masa de
    recursos que antes iba se dirigía a las arcas
    públicas. Para ello se recurre a publicitar con medios
    inmensos justificaciones tan torticeras como poco rigurosas, a
    financiar estudios carentes del más elemental recato
    teórico y, literalmente, a comprar a profesores e
    investigadores dispuestos a ponerse al servicio
    vergonzoso de los bancos y cajas de ahorro a cambio de
    recibir migajas, aunque para ellos sustanciales, del
    festín del que sólo disfruta de verdad una
    minúscula parte de la sociedad.

    Economistas, investigadores y profesores dedicados
    solamente a poner letra a la música de los
    poderosos y que, al final, son los que hacen el trabajo
    sucio necesario para que, como ha escrito Galbraith, "los
    disparates de los ricos pasen en este mundo por sabios
    proverbios".

    Juan Torres López

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