Pensamiento y estrategias de poder: el caso de la reforma de las pensiones
- 1. La controversia sobre
la crisis financiera de las pensiones
públicas - 2. La bondad de los sistemas
alternativos
En los últimos años se ha generado un
lugar común que ha calado muy hondo en la opinión
pública: el sistema actual de
pensiones públicas está en crisis y hay
que modificarlo sin remedio y sin tardanza.
En las revistas de mayor circulación, en la
prensa diaria
y, en general, en todos los medios de
comunicación se han multiplicado las noticias y
análisis tendentes a tratar de justificar
esa opinión y a trasladar a los ciudadanos pruebas
concluyentes de su indiscutible certeza.
A base de reiterar razonamientos de gran impacto
intuitivo (con niveles tan altos de paro no se
generan contibuciones suficientes para que los Estados paguen las
pensiones, la población es cada vez más vieja y
hay más pensionistas que cotizantes, el fraude tan
elevado provoca déficit en la Seguridad
Social y no hay recursos
suficientes,…) los ciudadanos han llegado a hacer suyo el
criterio que se sostiene tan reiteradamente y que, por una sutil
coincidencia no siempre transparente, ha tenido como impulsores y
financiadores más potentes y firmes a los grandes bancos y
compañías financieras
Naturalmente, la coincidencia ha alcanzado
también, como no podía ser menos, a las propuestas
de solución que se centran en tres principios
fundamentales.
Las pensiones no contributivas (aquellas que se perciben
como una especie de mínimo vital y con independencia
de haber cotizado o no anteriormente) tenderán a
convertirse en una especie de mínimo de subsistencia y a
la baja, a diferencia de su consideración actual como
expresión del alcance universal del bienestar social, lo
que continuamente empuja su cuantía al alza.
- Las pensiones contributivas tenderán a la
baja, bien porque se vinculen cada vez más a las
contribuciones efectivamente realizadas, bien porque se
amplíe (como ya está pasando) el número de
años tomados de base para su cálculo. - Ya que los dos principios ateriores darían
lugar a una clara insuficiencia de las percepciones que se
recibirían al terminar la vida activa, será
necesario que el trabajador contribuya él mismo a
generarse fondos complementarios para su pensión futura.
Naturalmente, esos fondos complementarios ya no se
generarán con contribuciones al sector
público sino a fondos de pensiones de titularidad
privada.
Como he señalado, la coincidencia a la hora de
asumir estos tres criterios es prácticamente total, pues
incluso los propios sindicatos
mayoritarios los han hecho suyos en casi todos sus
términos. Cabría pensar, pues, que la bondad de un
sistema alterativo acorde con éstos criterios es
también generalmente demostrable y demostrada y que, en
consecuencia, las ventajas de alcanzarlo son efectivamente
mayores que las de seguir en la situación
actual.
La sorpresa quizá radice en que no se puede
argumentar, desde ningún punto de vista que no sea el de
los intereses de los grandes grupos
financieros, que el régimen al que nos dirigimos sea
mejor, más seguro,
más sostenible, más justo o más eficiente
para el conjunto de la economía.
Trataré de demostrar con la mayor brevedad a
continuación la falta de rigor y el cinismo que envuelve a
la estrategia de
reforma del sistema de pensiones públicas que se
instituyó como una parte consustancial al estado de
Bienestar.
La controversia sobre la crisis financiera de
las pensiones públicas
El punto de partida fundamental para justificar los
cambios tan importantes que se proponen en el sistema
público de pensiones giran siempre en torno a un
idéntico lugar común: dada la tendencia previsible
en los factores de los que depende su financiación,
será imposible sufragarlas en el futuro a sus niveles
actuales.
En particular, se realizan estimaciones
demográficas según las cuales la evolución de las tasas de natalidad y
mortalidad llevará consigo un aumento de la
población de más edad en el conjunto de la
población. Se producirá entonces un incremento
sustancial de la población jubilada, mientras que
será cada vez menor la proporción de los ciudadanos
en edad de trabajar. En consecuencia, la relación entre
pensionistas y cotizantes (denominada tasa de dependencia)
tenderá a aumentar, de lo que se deduce que habrá
menos recursos para financiar la demanda cada
vez mayor de pensiones.
Para evitar el colapso no habría más
remedio que aumentar las fuentes de
financiación:
- bien aumentando las cotizaciones
sociales, - bien aumentando la aportación del Estado a la
financiación del sistema, - bien (o complementariamente) aumentando la presión
fiscal
global.
Sin embargo, ninguna de estas alternativas se considera
que pueda ser utilizada por diversas razones, que podrían
resumirse en la inconveniencia de aumentar la presión
fiscal sobre las empresas o la
propia dimensión del sector público.
De ahí se deducen dos inevitables consecuencias
que, como vimos antes, están en la base de la estrategia
de reforma. La primera es que no habrá manera de financiar
el sistema con los mecanismos de reparto actuales y la segunda es
que hay que reducir el nivel de gasto, la cobertura que
proporciona el sistema.
Sin embargo, aunque estas razones puedan parecer de una
lógica
intachable, hay que realizar una serie de matizaciones
fundamentales.
La primera cuestión a dilucidar va ligada a la
naturaleza de
las fuentes de financiación precisas para poder hacer
frente al gasto en pensiones.
Por lo que hace referencia a las no contributivas, su
financiación procede de los Presupuestos
del Estado y, en consecuencia, habrá posibilidad o no de
financiarlas en la cuantía actual o en otras mayores en
función
de la preferencia social dominante en un momento dado en la
sociedad:
puede preferirse destinar una parte más o menos elevada de
los recursos generados en la sociedad para proporcionarlas, o
puede preferirse destinarlos a otras alternativas.
Se trata por lo tanto de una decisión colectiva
que se adopta en virtud del juego de
poderes prevaleciente en un momento dado en la política y en la
sociedad. No hay razones económicas para decir que su
financiación presenta dificultades o, al menos, que
presenta más dificultades que las de la Casa Real, el
ejército o cualquier otro programa de
gasto
público, cuyo mantenimiento
depende, como digo, de que la sociedad desee efectivamente
mantenerlos.
Esto es, los ciudadanos pueden decir que no se desea que
se aumenten los recursos para que las pensiones no contributivas
sean más elevadas, pero nadie puede afirmar que esto deba
ocurrir por razones objetivas de financiación. No hay
razón científica, sino de preferencia social para
establecer la cuantía mayor o menor de estas
pensiones.
En relación con las pensiones contributivas hay
que determinar si, mediante el actual sistema de reparto, se
puede hacer frente a la demanda de pensiones que la
población jubilada generará en el
futuro.
Pues bien, en contra de los comúnmente se viene
afirmando, la situación financiera real del sistema de
pensiones públicas puede caracterizarse con los siguientes
rasgos:
I) Si se dejan a un lado las pensiones no contributivas
y los gastos
sanitarios, que deben financiarse con cargo a otras fuentes, la
diferencia entre los ingresos y gastos
del sistema viene arrojando sistemáticamente un importante
superávit. Además, no se observan signos que
indiquen ningún deterioro sustancial en dicha
magnitud.
II) Esta situación superavitaria se ha mantenido
"a pesar" de que el sistema público de pensiones en
nuestro país se viene configurado desde 1967 en torno a un
principio redistributivo que ha permitido corregir importantes
desequilibrios en la distribución primaria de la
renta:
- Sólo a lo largo del período 1990-94,
por ejemplo, las pensiones medias de las distintas modalidades
y regímenes experimentaron un considerable aumento en
términos reales: las de jubilación, un 11,5%; las
de invalidez, un 11,3%; las de viudedad, un 14,3; y las del
Régimen General, un 11,2%. - La pensión contributiva efectivamente cobrada
por el individuo
es, en términos generales, sustancialmente superior a la
pensión inicial estimada a partir de su base reguladora.
En el caso de que no hubiesen mediado este tipo de actuaciones
redistributivas, el coste de las pensiones del sistema
contributivo sería, aproximadamente, un 40%
inferior.
III) Por otro lado, y al igual que no se observan signos
de agotamiento financiero en la evolución más
reciente del sistema público de pensiones, la
situación de crisis tampoco se deduce necesariamente de un
análisis de los acontecimientos que se preven para el
futuro.
En primer lugar, porque como consecuencia de la
evolución descendente del colectivo de menores de 16
años, se va a liberar una cantidad importante de recursos
procedentes de la sanidad, educación, servicios
sociales, etc., los cuales se podrían destinar a financiar
las pensiones.
En segundo lugar, porque se observan signos de
ralentización en el crecimiento de las pensiones
contributivas, tendencia que previsiblemente se reforzará
como consecuencia de la desaparición de determinados
fenómenos coyunturales que han incrementado el
número de pensiones a lo largo de los últimos
años por razones no estrictamente demográficas
(descenso previsible de jubilaciones anticipadas y de las de
invalidez en su modalidad contibutiva, tendencia a la baja de la
tasa de crecimiento del número total de pensiones, etc.).
Por último, hay que tener en cuenta que, a la vista de la
evolución experimentada por el gasto público en
pensiones contributivas desde principios de la década de
los setenta, resulta que las mayores tasas de crecimiento en
términos reales corresponden precisamente al
período 1972-81. Sin embargo, dicho aumento se ha moderado
considerablemente desde 1981, hasta situarse en el 5,3% para el
período 1981-95.
Resulta, pues, sintomático que haya sido
precisamente cuando las pensiones han atemperado su crecimiento
cuando se ponga en cuestión su sostenibilidad
financiera.
Por otro lado, quienes sostienen que el sistema de
pensiones públicas se encuentra en crisis financiera
profunda parten de una hipótesis muy poco consistente, pues
vinculan el equilibrio
financiero solamente a la situación demográfica,
sin tener en cuenta, al mismo tiempo, la
evolución de las variables que
condicionan el papel de la Tasa de Dependencia (relación
entre pensionistas y población) en la ecuación del
equilibrio financiero del sistema.
En realidad, la financiación de las pensiones
públicas correría peligro si se produce, al mismo
tiempo que el envejecimiento de la población, una serie de
circunstancias que no suelen incorporarse en los análisis
justificativos de la reforma:
– Que no se reduzca la tendencia al desempleo
creciente, que impide destinar recursos salariales actuales
para rentas diferidas a una gran parte de la
población.
– Que la economía no sea capaz de recobrar
ritmos más elevados de crecimiento
económico, pues, de hecho, el argumento generalmente
utilizado para justificar la reforma -la creciente e
insoportable participación del gasto en pensiones sobre
el PIB– se
produce más bien por una disminución del PIB que
por el mayor número de pensiones que hay que
pagar.
– Que el desempleo juvenil o el de larga
duración se mantengan como fenómenos
generalizados, lo que reduce la vida ocupada de la
población y, en consecuencia, el período y las
rentas por las que pueden cotizar.
– Que los salarios
reales tiendan a disminuir, de manera que el volumen
recaudado de cotizaciones sociales tengan que ser
necesariamente menor.
– Que continúe la tónica de
distribución de renta a favor de los beneficios, lo que
disminuye en términos relativos la masa salarial,
provocando igualmente una menor cotización global al
sistema.
– Que se generalice el empleo
precario o de baja calidad, con
salarios reducidos y, por tanto, con baja capacidad de
contribución social.
– Que las modificaciones en la productividad
del trabajo
respondan exclusivamente a un uso más intensivo del
factor trabajo orientado a obtener excedentes mediante
estrategias espurias y globalmente ineficaces de competitividad.
Lo que resulta entonces verdaderamente sorprendente es
que los análisis justificativos de la reforma del sistema
público de pensiones apenas se detengan en valorar la
evolución previsible o deseable de estas otras variables.
Se limitan a aplicar con denuedo su sofisticada batería de
modelos a la
simple evolución demográfica, pero para nada se
ocupan de esas otras variables que, justamente, son las que
tienen que ver más directamente con el bienestar. Es una
pena que los economistas que se reputan más sabios e
inteligentes se desvivan por los desequilibrios
demográficos y no muestren semejante preocupación
por la crisis recurrentes, por la ralentización del
crecimiento, por el desempleo generalizado o por una pauta de
distribución tan injusta como paralizante a largo
plazo.
Como no cabe pensar que se trate de un simple olvido,
puede decirse, en palabras de un conocido Informe citado
del Consejo de Europa, que "la
demografía sirve de pretexto para frenar o
impedir las mejoras sociales".
La bondad de los sistemas
alternativos
Puesto que no hay razón con fundamento suficiente
para aceptar que la reforma del sistema público de
pensiones deben realizarse a causa de su previsible desequilibrio
financiero, hay que preguntarse si la alternativa de mayor
presencia privada que se ofrece representa más ventajas y
si va a suponer una mejora en el funcionamiento de la
economía y en el bienestar social.
Para ello, hay que hacer referencia a tres grandes
aspectos que lleva consigo la reforma: la eliminación de
lo que se considera efectos perversos del sistema actual de
pensiones sobre la asignación de recursos, y especialmente
sobre el empleo; el mayor protagonismo de los mecanismos de
capitalización y, por último, la introducción de la iniciativa privada en el
sistema.
La principal crítica
al sistema tradicional, en cuanto a asignación de recursos
se refiere, se basa en considerar que las cotizaciones sociales
suponen un coste excesivo para las empresas y que, por ello,
perjudican la estrategia de generación de empleo.
Además, se entiende que las que corresponden a los
empleadores vienen a ser realmente un impuesto sobre el
uso del factor trabajo, por lo que actúan como un elemento
que discrimina a las actividades intensivas en trabajo y que
puede incentivar procesos
indeseables de sobrecapitalización de las
empresas.
Sin embargo, no puede aceptarse sin más que esta
propuesta de reducción de las cotizaciones empresariales
lleve consigo efectivamente una mayor eficiencia.
Más bien todo lo contrario: aunque a corto plazo
signifique un ahorro de
costes salariales, no es seguro que lo sea a medio y largo plazo.
Además, si se parte del supuesto de que las cotizaciones
empresariales constituyen una rémora para el empleo y el
crecimiento, debería seguirse de ahí que los
países en donde han sido más elevadas
habrían tenido resultados económicos más
desfavorables, al contrario de lo que ha sucedido en la
realidad.
En suma, y lejos de la seguridad con que
suele argumentarse, no hay evidencia empírica alguna que
permita obtener conclusiones definitivas sobre este
asunto.
La segunda cuestión a considerar es la
conveniencia de sustituir el sistema de reparto por el de
capitalización.
Este es un asunto extraordinariamente debatido en el
análisis económico, lo que nos permite limitarnos a
afirmar aquí con absoluta contundencia que tampoco hay
razones científicas para preferir un sistema a otro. De
hecho, los intentos de proclamar a un sistema superior al otro a
partir de la teoría
económica se ha calificado como una una "polémica
estéril".
La tercera cuestión a dilucidar se refiere a las
posibles ventajas que puede llevar consigo la privatización de la
administración y gestión
del sistema de pensiones, bien sólo en su nivel
complementario, bien incluso en lo que suponga ir más
allá del nivel básico mínimo.
En términos generales, se considera que los
sistemas de Seguridad Social han extendido hasta tal punto los
niveles de protección que, más que asegurar el
necesario socorro a los más débiles, han provocado
la aparición de potentes desincentivos. Se entiende que la
protección generalizada, los seguros de
desempleo, la sanidad gratuita, etc., generan poco aprecio al
trabajo, potencian la abulia y la falta de esfuerzo, y favorecen
una comprensión de los servicios
públicos como bienes de
acceso gratuito que no tienen coste, cuando en realidad llevan
consigo un volumen de gasto público que se hace
insoportable.
Con independencia de ello, se afirma que el gasto que
administra la Seguridad Social es hoy día excesivo, que
arrastra tras de sí un ingente ejército de empleos
improductivos y que se administra sin el rigor y la
economía propios de la inciativa privada. Se considera,
por el contrario, que ésta última, en la medida, en
que administra bajo rigurosos criterios de eficiencia
podría gestionar los recursos disponibles de manera mucho
más rentable y productiva.
Se argumenta también que la financiación
de las prestaciones
sociales, y en particular de las pensiones, a través de
cotizaciones sociales y/o impuestos lleva
consigo cargas demasiado elevadas para las empresas, lo que
deriva en pérdida de empleo. Por el contrario, se dice que
si se instaurasen sistemas de capitalización gestionados
por la iniciativa privada se podría aliviar la carga
impositiva y con ello favorecer la creación de puestos de
trabajo.
También se señala que al basarse los
sistemas públicos en criterios universalistas, se rompe
con la libertad de
elección, esto es, con uno principio básico que
debe gobernar los regímenes de mercado.
Finalmente, se indica que si la acción
pública se limita a garantizar los mínimos
esenciales de protección y se deja que la iniciativa
privada gestione los niveles complementarios a ellos, se
liberarían recursos que puestos en circulación a
través de los mercados
favorecerían mayores rendimientos del sistema y resultados
globales de la actividad económica más
satisfactorios.
Sin embargo, ninguno de estos argumentos puede
sostenerse con firmeza, pues se pueden contrarrestar con
suficiente contundencia.
La evidencia empírica demuestra que la existencia
de altos niveles de protección social no va
acompañada de fenómenos negativos en las
economías, sino más bien todo lo contrario, pues
son precisamente las naciones donde ha llegado más lejos
las que muestran, al mismo tiempo, más estabilidad y
crecimiento económico.
Además, el gasto en Seguridad Social constituye
un elemento primordial para el sostenimiento de la demanda agregada
de la economía y, en ese sentido, es un factor esencial
del crecimiento y el desarrollo
económico.
Hay que tener en cuenta también que cualquier
sistema privado tendría mucha menor garantía que el
sistema público, implicaría la desaparición
de los mecanismos de transferencia de derechos, estaría
sometido en mayor medida a riesgos como
la inflación y, por supuesto y a diferencia del sistema
público, podría quebrar.
Por otra parte, puesto que el sistema privado debe
funcionar sobre la base de lograr rentabilidad,
y para hacer frente a esos riesgos, el sistema privado debe
operar con primas más elevadas que las de un sistema
público y perjudicando a las personas con menos riesgo.
En principio, la posibilidad de alcanzar altos
rendimientos a través de la administración privada de los fondos es un
argumento que se utiliza a su favor; pero no se tiene en cuenta
que los sistemas financieros actuales se caracterizan por una
extremada inestabilidad y por estar sujetos a gran incertidumbre
y alto riesgo, como ponen de manifiesto las sucesivas crisis
bursátiles, financieras o bancarias que han provocado la
quiebra incluso
de empresas o instituciones
de gran envergadura. Las primas más elevadas serán
la única cautela posible frente a este riesgo, pero nada
podría evitar la quiebra general del sistema si se llegara
a una crisis financiera generalizada, que no es una
hipótesis
descartable, sino más bien que cabe esperar se produzca
sin remedio de no modificarse la naturaleza que predomina en los
mercados
financieros actuales.
Pero la argumentación quizá más
rotunda en contra de las ventajas de la privatización,
incluso cuando ésta sólo se da en niveles
complementarios, deriva de que la dinámica de mercado es incapaz, por
definición, de resolver de manera efectiva las
contingencias que trata de paliar la protección social,
entre otra cosas, porque generalmente es el propio mercado el que
las produce.
Eso es lo que explica que cualquier regimen privado se
caracterice por las barreras de entrada que presenta, pues
sólo los que disponen de un alto nivel de ingresos pueden
acceder a él como mecanismo efectivo para garantizarse la
pensión.
Un ejemplo especialmente significativo de los resultados
de la administración privada del sistema de
pensiones es el de Chile.
En este país, que suele ser utilizado como
ejemplo por los neoliberales más conspicuos, la realidad
muestra que de
los aproximadamente cuatro millones ochocientos mil afiliados a
las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), sólo dos
millones trescientos mil cotizan normalmente, y la cuarta parte
de estos cotizan por menos del salario
mínimo chileno (alrededor de unas veinte mil pesetas). Se
calcula entonces que la mayor parte de los afiliados no
cotizantes sólo alcanzará, como mucho, la
pensión mínima.
En junio de 1.994, después de trece años,
el 69% de los afiliados no habían logrado acumular
más de un millón de pesos (algo más de
trescientas mil pesetas), y ello a pesar de que la rentabilidad
media de los fondos ha sido del 13%.
En conclusión, pues, no hay tampoco razones de
fuerza que
permitan sostener con rigor y honestidad
intelectual que una disminución de la cuantía de
las pensiones contributivas y la complementaria mayor presencia
del sistema privado va a mejorar el bienestar o, incluso, la
eficiencia en la asignación general de los
recursos.
¿Para qué, entonces, tantas
excusas?
No pueden ofrecerse unos términos rigurosos para
justificar los cambios que se proponen, no se pueden aportar
argumentos científicos de peso, no pueden darse razones
objetivas certeras. Y, sin embargo, se apuesta contundentemente
por un horizonte que, en realidad, sólo traerá una
menor protección social en el futuro y sin que ello, para
colmo, redunde en ventajas sustantivas para el funcionamiento,
incluso, de la economía capitalista.
La pregunta, pues, es por qué se mantienen con
tanto ahínco ese tipo de propuestas.
Garantizar las tasas de beneficio después de la
última gran crisis del sistema capitalista obligó a
modificar la base técnica de los aparatos productivos, las
pautas de consumo e,
incluso, las bases de socialización ciudadana en un ambiente de
alta crispación, de conflictos
sociales, de pérdida de legitimidad y poblado de quiebras
y cierres empresariales. Ha sido y está siendo, entonces,
necesario disponer de todos los recursos, y muy principalmente de
los que, a partir de las estrategias de redistribución
necesarias en el periodo anterior para garantizar la paz social,
eran dispuestas por los llamados Estados de Bienestar.
De ahí, los ataques contra este tipo de políticas
redistribuidoras y, en general, contra cualquier política
de gasto que no estuviera orientada a sostener el interés
empresarial y/o a facilitar la reconversión de los
aparatos productivos. Estrategias que han provocado el
debilitamiento progresivo de los armazones, ya de suyo
débiles, del bienestar institucionalmente garantizado de
la época anterior y que, en lo que nos ocupa, se
manifiesta en la progresiva disminución de la cobertura de
los sistemas de pensiones públicas con el objetivo,
también, de drenar al máximo los gastos
públicos sociales.
Por otro lado, las economías capitalistas
actuales se caracterizan por un proceso
continuado de financierización que provoca la hipertrofia
de los flujos financieros y su constitución como un lugar privilegiado del
beneficio, hasta el punto de que la inversión financiera, mucho más
abundante y rentable, es el destino que termina por acaparar el
ahorro de las economías.
Al amparo de tipos
de interés elevados, de políticas monetarias
restrictivas, de un sistema internacional de inestabilidad
monetaria generalizada que garantiza las ganancias especulativas
o de mercados financieros cuasi regulados para favorecen las
operaciones
sobre el papel más que las puramente productivas, resulta
que la disposición de cuantiosos recursos financieros es
hoy día la base para realizar las mejores oportunidades de
negocio en nuestras economías.
Por eso, disponer de los recursos que la masa millonaria
de trabajadores venía aportando al sector público
no es sólo una aspiración de los intermediarios
privados, sino que no disfrutar de ellos representa un coste de
oportunidad insoportable para bancos, seguros o
compañías financieras de todo tipo.
Esas cotizaciones constituyen un botín al que el
capital
financiero no está dispuesto a renunciar cuando, a
diferencia de lo que sucedía en años anteriores,
las oportunidades de ganancia son tan elevadas y cuando,
además, ya se han encontrado vías de legitimación (como el propio desempleo
generalizado) que hacen menos necesaria la política
redistributiva, tan costosa, de las administraciones
públicas.
Vivimos, pues, una época en la que el capital
financiero, con mayor capacidad de convencimiento social que
nunca gracias a su presencia masiva y dominio en los
grandes medios de
comunicación, puede permitirse hacer suyos los
recursos sociales sin necesidad de especiales contemplaciones,
sin tener que recurrir a estrategias de acuerdo o reparto.
Gracias, tan sólo, al extraordinario y desnudo poder del
que desfruta en nuestras sociedades,
desarmadas civilmente por el desempleo y fragmentadas por
políticas de ajuste que conllevan un empobrecimiento
estructural, no sólo en términos económicos
sino tambien en las pautas de socialización y
convivencia.
La reforma del sistema de pensiones públicas se
lleva a cabo solamente porque conviene a los grupos financieros
que van a hacerse con la mayor parte de la ingente masa de
recursos que antes iba se dirigía a las arcas
públicas. Para ello se recurre a publicitar con medios
inmensos justificaciones tan torticeras como poco rigurosas, a
financiar estudios carentes del más elemental recato
teórico y, literalmente, a comprar a profesores e
investigadores dispuestos a ponerse al servicio
vergonzoso de los bancos y cajas de ahorro a cambio de
recibir migajas, aunque para ellos sustanciales, del
festín del que sólo disfruta de verdad una
minúscula parte de la sociedad.
Economistas, investigadores y profesores dedicados
solamente a poner letra a la música de los
poderosos y que, al final, son los que hacen el trabajo
sucio necesario para que, como ha escrito Galbraith, "los
disparates de los ricos pasen en este mundo por sabios
proverbios".
Juan Torres López