Regulación macroeconomica en la democracia: ¿Se justifica renunciar a gobernar?
- 1.
- 2. ¿Cómo
ha podido justificarse la renuncia a
gobernar? - 3. Las nuevas tablas de
la ley y sus consecuencias - 4. ¿Es
inevitable? - 5. Otra
regulación diferente: macroeconomía, democracia y
progreso
Supongamos que el hace poco elegido presidente de
Brasil
entiende que el gran potencial industrial de su país
podría ser el factor sobre el que basar un incremento
paulatino de la actividad económica. Gracias a ese
desarrollo de
sus recursos
endógenos se podría aspirar a elevar la renta y el
empleo que
permitirían dinamizar su mercado interno e
impulsar la inserción más favorable de su economía en los
mercados
internacionales.
En realidad, no se trataría de ninguna
ambición irrealista o desmesurada pues la dimensión
del país, su producción potencial y la naturaleza y
cantidad de sus recursos endógenos son equivalentes a las
de cualquier otro de los que han recurrido a lo largo de la
historia a ese
tipo de estrategias para
conseguir esos objetivos.
Sin embargo, es muy posible que ese presidente se
encontrase con algunos problemas
previos que debería resolver. Posiblemente, la
cotización de su moneda no fuese la más adecuada
para favorecer los intereses de su actividad productiva,
sencillamente por la razón de que está determinada
por la generalizada práctica especulativa que hoy
día gobierna todos los mercados de divisas y ajena a
la lógica
de la producción y la creación de riqueza que
sería la que tendería a favorecer más
fácilmente las estrategias de desarrollo
económico. Igualmente, quizá ocurriría
que sus empresas con
mayor capacidad de ser competitivas se encontraran con la
dificultad de no disponer del capital
público de apoyo con el que se cuenta en los lugares del
mundo más avanzado desde donde operan sus principales
competidoras. Y muy seguramente los tipos de interés
prevalecientes allí serían muy elevados, pues los
gobiernos anteriores no habrían tenido otra forma de
atraer los capitales, teniendo en cuenta que ese país se
inserta en un régimen generalizado de plena libertad de
movimientos de capital y que éstos acuden sólo
allí donde la retribución es suficientemente
atractiva.
¿Qué se podría hacer entonces?
¿Qué medidas podría impulsar su gobierno para
estimular la economía, para lograr que se produjera en su
país acumulación de capital suficiente y que
revirtiera en la generación de rentas y empleo en su
propio territorio?
Desde el punto de vista de la regulación
macroeconómica, es decir, del gobierno de las grandes
magnitudes económicas, la respuesta es que casi nada. O,
al menos, apenas nada diferente de lo que pudiera hacer otro
gobierno, aunque tuviera perspectivas ideol´gicas o
políticas diferentes.
Si el gobierno se planteara, por ejemplo, un programa de
incremento sustancial del gasto
público para tratar de evitar que su economía
siguiera languideciendo en unos momentos recesivos (como ha hecho
el gobierno de Estados Unidos
recientemente) enseguida las autoridades de los organismos
internacionales, los grandes medios de
comunicación y los economistas más reputados
que contribuyen a crear opinión publicada, le
reconvendrían señalando que el gobierno
actúa sin la necesaria disciplina
financiera, que eso iba a provocar la "expulsión" de la
inversión privada, la subida de los tipos
de interés que encarecería la inversión
privada o la apreciación excesiva de su moneda y, en fin,
que iba a provocar más inflación y menos crecimiento
económico. Se diría probablemente que a la
postre los mercados "sancionarían" a ese
país.
Si tratase de impulsar una rebaja de los tipos de
interés para facilitar la expansión del crédito, suponiendo que esto estuviera a su
alcance, lo que no es seguro pues el
banco central
estaría normalmente operando en condiciones de independencia
y centrado en contener los precios
manteniendo para ello restricción monetaria,
provocaría sin duda una salida inmediata de capitales
hacia otros lugares donde estuvieran mejor
retribuidos.
En fin, si se planteara devaluar su moneda para hacer
más competitiva a su industria
estaría dando indicaciones a los cientos de especuladores
que actúan cada segundo en los mercados internacionales de
divisas buscando movimientos al alza o la baja que puedan generar
rendimiento. Con toda probabilidad, la
moneda de ese país sería objeto de tensiones
especulativas que tarde o temprano desencadenarían una
inestabilidad permanente y quizá un quebranto definitivo
en su cotización. Antes de que llegara a producirse, los
organismos internacionales con verdadero poder de
decisión habrían actuado con toda seguridad para
echar por tierra
pretensiones de esta naturaleza en nombre de la disciplina que
"exigen" los mercados y para salvaguardar el sistema de
libre comercio
que se encargan de hacer prevalecer.
Lo que le ocurriría a ese país, como a
cualquier otro quizá con la sola y limitada
excepción de Estados Unidos, es que en realidad no dispone
de instrumentos para regular con cierta autonomía su
equilibrio
macroeconómico, que ha perdido la capacidad de maniobra en
el ámbito macroeconómico, lo que, parafraseando a
Foucoult, equivale a decir que ese país no puede "conducir
(se), gobernar (se)"[1], es decir, que, desde el punto de vista
macroeconómico, está a la deriva.
En esta ponencia trataré de analizar las causas
que han dado lugar a esta situación que ata de pies y
manos a los gobiernos, la naturaleza de las razones que se aducen
para justificarla, los efectos que produce y si realmente es
inevitable y ya irreversible que eso ocurra.
1. ¿Qué ha
cambiado en la macroeconomía?
La idea más generalizada hoy día, como
dice Manfred Gärtner[2], es que los gobiernos
democráticos y los bancos centrales
con preferencias representativas tienden a generar ineficiencia y
altas tasas de inflación y, por otro lado, que la política
fiscal no sólo no está en condiciones de
aumentar el papel o de reemplazar a la política monetaria
para manejar la demanda agregada,
incluso en ciertas condiciones que le pudieran ser favorables,
sino que se considera además que sólo
ocasionaría distorsiones a largo plazo sobre la
acumulación y la distribución.
Se trata, pues, de un estado de
opinión que prácticamente implica asumir que los
mecanismos o instrumentos que se pueden utilizar y que se
venían utilizando para corregir los desequilibrios
macroeconómicos, la llamada política coyuntural o
política mixta, formada por las intervenciones fiscales o
monetarias, son rechazables y que su uso está
prácticamente erradicado o limitado a condiciones y
circunstancias extraordinarias o excepcionales y, en alguna de
sus manifestaciones, incluso ni a estas
últimas[3].
Este cambio
profundo en la manera de pensar está acompañado
lógicamente de una modificación en las pautas de
intervención de los gobiernos.
Desde el punto de vista del análisis económico se trata de una
inversión radical de los puntos de vista y de las hipótesis metodológicas más
aceptadas en los últimos decenios. De hecho, casi se ha
dejado de hacer macroeconomía convencional porque el
interés de los teóricos se centra ahora en lo que
se conoce como microfundamentación de la
macroeconomía que implica básicamente tres nuevos
postulados principales:
– El análisis como fenómenos de naturaleza
individual de los que hasta ahora se consideraban como de
carácter agregado.
– La consideración de los problemas que expresan
elecciones discrecionales de los gobiernos o de otros grupos
sociales como problemas que se reducen al comportamiento
del llamado agente representativo, aquel cuyas elecciones tienen
la fantástica propiedad de
representar los intereses de toda la sociedad.
– La traslación de los automatismos de mercado
también al ámbito del comportamiento de los
gobiernos.
Todo esto es lo que ha llevado al Premio Nobel R.E.
Lucas a afirmar que siendo así las cosas debiera
desaparecer el propio término de macroeconomía pues
ya no hay diferencia entre micro y macro, sino que sólo
existe la teoría
económica.
Desde la perspectiva de la actuación
práctica las consecuencias son más
importantes.
Estos cambios de enfoque aplicados a la realidad, hechos
pura ortodoxia gracias al poder de quienes los han promovido,
llevan consigo la renuncia de los gobiernos a incidir sobre los
desequilibrios macroeconómicos, implican efectivamente que
las autoridades económicas, salvo los bancos centrales y
en el estrecho marco de los objetivos que le sean asignados como
autoridad
independiente del gobierno, dejan de manejar sus
economías.
Lo que ha ocurrido en definitiva es que al desaparecer
la macroeconomía como una perspectiva teórica de
los problemas que implica reconocer la existencia de agregados
sociales en conflicto lo
que se hace desaparecer en realidad es la política
macroeconómica, la intervención discrecional de los
gobiernos, su actuación a partir de alguna lectura previa
de las preferencias sociales que ahora, por el contrario, se
consideran sencillamente como algo espurio e
indeseable.
El reconocimiento de la existencia de conflicto entre
agregados sociales, bien como derivación de los intereses
diferenciados de los diversos colectivos o de la
contradicción entre objetivos, es decir, la mera
perspectiva agregada de los problemas económicos,
implicaba asumir que el enfoque macroeconómico se
resolvía en la política
macroeconómica.
Para soslayar a ésta última lo que hay que
hacer es evitar la consideración agregada, el
carácter preferencial de las decisiones que comportan
estos problemas y la naturaleza discrecional de las elecciones
que son consustanciales a la resolución de este tipo de
problemas.
Lo que ocurre es que soslayar estas dimensiones
agregadas de la macroeconomía, su dimensión
política, es desvestirla, como se deduce de las palabras
arriba citadas de Gärtner, del componente democrático
y representativo que se le supone necesario a las decisiones que
los agentes con poder de decisión puedan adoptar en
relación con los procesos o
variables
económicas en nuestras sociedades.
2. ¿Cómo ha podido
justificarse la renuncia a gobernar?
La consideración tradicional de los problemas
económicos más relevantes para las naciones se
basaba en entender que el equilibrio macroeconómico era
fundamental para poder resolverlos y que éste se
definía en función de
conseguir varios objetivos vinculados al nivel de actividad, a
los precios y a la distribución que podían
alcanzarse a través de una adecuada combinación de
política fiscal y
monetaria.
El soporte teórico de esta consideración
había partido del modelo
keynesiano que fue remozándose a lo largo del tiempo, para
poder integrar en él el largo plazo, las imperfecciones
más complejas de los mercados, la incertidumbre y otras
circunstancias que inicialmente no habían sido tenidas en
cuenta a la hora de fundamentar teóricamente la
política macroeconómica de los
gobiernos.
En el modelo se considera que se puede dar un equilibrio
a corto plazo para una población y unas capacidades técnicas y
productivas dadas que no necesariamente coincidiera con el
equilibrio correspondiente al pleno empleo. Si el primero se
produce para un nivel de actividad menor al de pleno empleo se
producirá una brecha deflacionista. Es decir, una
insuficiencia de actividad que podría resolverse
incrementando la demanda
agregada. Puesto que se estaría lejos de la plena
ocupación, la oferta
reaccionaría ante este aumento incrementando la capacidad
y el empleo sin generar subidas de precios.
No obstante, el propio Keynes
había reconocido que incluso bastante antes de llegar al
pleno empleo se podrían producir subidas de precios como
consecuencia de esta estrategia,
porque no todas las ramas llegarían al mismo tiempo a la
plena ocupación. Puesto que algunas llegarían
antes, podrían estar respondiendo al incremento de gasto
con alzas de precios cuando otras aún respondieran con
incrementos de capacidad.
Pero de esta circunstancia no se deducía la
inutilidad de la estrategia sino solamente que el impulso creador
de empleo a través de los incrementos de la demanda
agregada generados mediante la política fiscal
irían acompañados de ciertas tensiones en los
precios, tensiones que estarían suficientemente
compensadas por las ganancias en empleo y renta que el
estímulo fiscal producía.
Pudiéndose actuar igualmente a la inversa, cuando
se trataba de una brecha inflacionista que requería
entonces medidas restrictivas que también podían
ser aplicadas a través de la política
presupuestaria o de la política
monetaria –cuya eficacia
restrictiva era reconocida por los keynesianos- , resultaba que
se disponía de un instrumento suficientemente útil
y capaz para lograr el equilibrio
macroeconómico.
Los monetaristas, especialmente de la mano de Milton
Friedman, ya habían puesto objeciones a esta
comprensión de las cosas.
Por un lado, trataban de demostrar que la
política presupuestaria generaba lo que llamaban un efecto
expulsión de la inversión privada que, a la postre,
iba a neutralizar su posible efecto expansivo y, además,
que a largo plazo no se iba a poder lograr en realidad el
arbitraje tan
fácil y lineal que habían previsto los keynesianos
entre precios y empleo.
Para poner en cuestión la capacidad de la
política presupuestaria se basarían en tres ideas
principales.
En primer lugar, que siempre iba a existir lo que
llamarían una tasa natural de paro, es
decir, un nivel de paro mínimo por debajo del cual todo
intento de reducción iba a provocar subida de precios. Se
trataba del sofisticado argumento teórico que algunos
políticos y dirigentes traducirían en un lenguaje
más coloquial en los años en que se aplicaban
más contundentemente estas ideas monetaristas diciendo que
"no era bueno" que el paro bajase por debajo de ese determinado
nivel, cuya determinación animaban a calcular por
doquier.
En segundo lugar, que los asalariados estaban sometidos
a lo que se llamaba ilusión monetaria, es decir, que no
serían capaces de discernir entre salarios reales y
nominales y que cuando se produjera subida de precios
creerían que en realidad había mejorado su poder
adquisitivo.
Por último, que el valor de
cualquier variable dependía de su valor pasado y que los
agentes económicos, capaces de disfrutar de expectativas
anticipativas, corregirían sus propios errores.
Dándose estas tres circunstancias, si en la
economía se daba una tasa natural de paro con cierta
inflación el efecto de una expansión presupuestaria
adoptada con el fin de mitigar el desempleo
tendría efectos contrarios a los deseados. Al principio,
argumentarían los monetaristas, se produciría una
efectiva reducción del paro porque bajarían los
salarios reales al haber alza de precios, sin que la
ilusión monetaria dominante lo percibiera. Pero,
más tarde, los asalariados corregirían esa
ilusión y se irían provocando demandas salariales
reales que provocarían la disminución de la demanda
de trabajo,
dándose lugar a una situación en la que
habría más paro y precios más elevados que
antes de darse el impulso fiscal expansivo.
Como consecuencia de ello los monetaristas negaron la
bondad de la política presupuestaria como instrumento de
estabilización a largo plazo cuando se producían
desequilibrios.
Pero se llegaría mucho más lejos cuando
los denominados nuevos economistas clásicos pusieron en
cuestión incluso el inicial efecto expansivo de la
política fiscal a corto plazo.
En su opinión, los agentes no sólo
actúan con expectativas adaptativas sino que anticipan
racionalmente los fenómenos económicos gracias a
que disponen de perfecta información sobre lo que ocurre en el
sistema económico y ello les permite saber perfectamente
los efectos de las intervenciones del gobierno. Puesto que
entonces no habría ilusión monetaria, el incremento
de los salarios reales que paraliza el efecto positivo de una
expansión fiscal sobre el empleo se produciría
desde el principio, también a corto plazo.
Incluso Barro planteó que cualquier
déficit presupuestario ni siquiera tendría efecto
alguno sobre el sistema económico porque los agentes
sabrán que en el futuro se establecerían impuestos para
financiarlo y, llevados por su conducta
racional, ahorrarían desde el principio el incremento de
renta que pudiera haber producido el impulso fiscal para pagarlo
en su momento.
Entonces, si ni siquiera los déficit
presupuestarios que son las actuaciones fiscales con supuesta
mayor capacidad para impulsar la actividad tienen efectos reales
sobre el consumo, y no
generan el efecto multiplicador de la renta con el que se
justificaba la necesidad de utilizar la política
coyuntural para resolver los desequilibrios, lo que se deduce es
que no hay razón alguna para utilizar esta forma de
regulación, hay que prescindir, pues, de un tipo de
intervención pública que, sin embargo, sí es
costosa debido al aparato administrativo que comporta, a los
desincentivos a la asignación que puede provocar a
través de los impuestos y a causa de los disturbios que
cualquier intervención exógena provoca en los
mercados.
El complemento indispensable a este planteamiento
sería el de Lucas cuando afirma que, a diferencia de lo
que ocurría con la política fiscal, sólo la
política monetaria podría tener efectos sustantivos
sobre la actividad y, más concretamente, cuando se basara
en reglas simples y de neutralidad, puesto que sólo
entonces sería consistente con ellas el comportamiento de
los agentes.
Los monetaristas, además, establecerían
que una expansión presupuestaria aumentaría la
demanda de dinero para
transacciones, lo que provocaría un aumento del tipo de
interés que anularía el efecto expansivo ya que
haría disminuir la inversión. Por el contrario, los
keynesianos dirían que la demanda de dinero
reaccionaría muy rápidamente y con gran
sensibilidad a las variaciones de los tipos de interés. Es
decir, que podría darse un incremento sensible en la
demanda de dinero sin necesidad de cambios bruscos en los tipos
de interés, lo que evitaría el posterior efecto
negativo sobre la inversión. Y que, en todo caso,
podría actuarse a través de la política
monetaria, expandiendo el crédito, para contener los tipos
de interés.
Pero los monetaristas responderían que no era esa
la naturaleza de la demanda de dinero y que todo incremento del
gasto público provoca alza de los tipos de interés
y, por lo tanto, menor inversión.
Finalmente, la argumentación monetarista se
cerraría cuando se considera el caso de las
economías abiertas. Si el equilibrio de la Balanza de Pagos
depende del saldo de las balanza corriente y de capital, resulta
que el incremento de renta que ocasiona una expansión
fiscal aumenta las importaciones y
empeora el saldo corriente. En condiciones de libertad de
movimientos de capital, se hace entonces necesario atraer capital
y para ello hay que aumentar los tipos de interés, lo que
provocará la apreciación de la moneda nacional, la
pérdida de competitividad
y, finalmente, la caída en la renta. Se anularía
así el inicial efecto expansivo de la política
presupuestaria.
Estas consideraciones y otros desarrollos
teóricos de los que no voy a ocuparme ahora terminaron por
constituir una suma de proposiciones teóricas sobre las
que se basó el nuevo pensamiento
dominante en economía y cuyas principales
hipótesis pueden
resumirse en las siguientes.
– Las variaciones en la cantidad de dinero son el factor
determinante para explicar las variaciones de la renta
nominal.
– La economía puede considerarse estable a largo
plazo siempre que descanse sobre el sector privado, que es
estable per se, y que no se dé un crecimiento monetario
errático.
– No se da el arbitraje previsto por los keynesianos
entre inflación y desempleo.
– La inflación y la balanza de pagos son
fenómenos esencialmente monetarios.
– La política monetaria es el instrumento de
regulación adecuado siempre que se base en la
aplicación de reglas fijas sobre los agregados
monetarios.
– El criterio de regulación que permite avanzar
por una senda de estabilidad a largo plazo es el de mantener una
política monetaria restrictiva y evitar en cualquier caso
los déficit públicos puesto que estos, como he
señalado, ejercerían siempre una presión
indeseable sobre la oferta monetaria.
El éxito
que finalmente tuvieron las proposiciones teóricas del
monetarismo en
todas sus versiones, un éxito que como comentaré
enseguida no puede dar por hecho que hayan sido más
efectiva y rigurosamente contrastadas en la realidad, impuso un
nuevo haz de creencias en el pensamiento económico que
sirvió como puntual breviario a quienes dispusieron del
poder de decisión necesario para llevarlas a
cabo.
3. Las nuevas tablas de la
ley y sus
consecuencias
La modificación de la perspectiva de
análisis en relación con el equilibrio
macroeconómico se proyectó igualmente en el
ámbito de las políticas estructurales y, en
general, en toda la dimensión intervencionista de los
gobiernos. Se generaba así un nuevo saber, una nueva
agenda y una nueva guía de actuación a la que
terminarían de ajustarse los gobiernos, bien de manera
voluntaria, bien a través de la condicionalidad impuesta
por los grandes organismos internacionales convertidos en
ejecutores y disciplinadores del sistema.
De una manera sintética podría resumirse
la nueva ortodoxia macroeconómica señalando como
sus principios
fundamentales los siguientes[4].
1. Los déficit presupuestarios generan
inflación y provocan la disminución de la
inversión, lo que implica que deben reducirse al
máximo o hacerse desaparecer. De ahí la
política comúnmente denominada de déficit
cero y la continua llamada a disminuir el montante de los
gastos
públicos y, en particular, los que se consideran de
naturaleza improductiva o vinculados a tareas sociales que se
entiende que no deben formar parte de los compromisos
estatales.
2. Hay que evitar al máximo los impuestos,
procurando disponer de sistemas
impositivos neutros que no pongan en peligro la asignación
de mercado al generar desincentivos o costes
innecesarios.
3. Los tipos de interés deben retribuir en
términos reales.
4. Los tipos de cambio deben establecerse de forma que
procuren la competitividad y la consecución de excedentes
comerciales.
5. Debe establecerse la más amplia libertad de
movimientos del capital.
6. Como señalan habitualmente los informes de
los organismos internacionales, se debe tratar de hacer atractivo
el territorio a la inversión extranjera.
7. De avanzarse lo más posible en el objetivo de la
privatización de los recursos y empresas
públicas en la medida en que se entiende que el sector
privado es estable per se y de esa manera se traslada estabilidad
a todo el sistema económico.
8. El exceso de reglamentación de las actividades
económicas implica desincentivos y dificulta el desarrollo
de las relaciones de mercado que generan eficiencia.
9. Para alcanzar el equilibrio esencial de las
relaciones macroeconómicas es preciso lograr
principalmente la estabilidad de los precios.
10. La regulación, desde la lógica
restrictiva, de la oferta monetaria debe confiarse a los bancos
centrales como autoridades independientes, pues esa es la
única manera de lograr neutralidad en las reglas y
confianza.
La consecuencia práctica de la admisión de
estas hipótesis es evidente en varios aspectos
principales.
En primer lugar, sobre el equilibrio económico.
La generalización de procesos deflacionarios consecuencia
de las políticas monetarias restrictivas provoca la subida
de los tipos de interés que harían disminuir la
inversión y aumentar el paro, debilitando de manera
continuada la tasas de crecimiento económico y abriendo de
esa forma una época de crecimiento débil en todos
los países donde se aplicaron[5]. Además, al
renunciar a los componentes contracíclicos lo que en
realidad se produce es una actuación procíclica que
trae consigo no sólo el menor crecimiento promedio sino
también la mayor recurrencia de las fases recesivas y de
las crisis
económicas.
En segundo lugar, sobre los instrumentos de la
política macroeconómica. La renuncia a la
política fiscal como instrumento de estabilización
discrecional y la instauración del control monetario
como eje de la regulación macroeconómica, unidas a
la reorientación que igualmente se llevó a cabo en
el campo de las políticas estructurales
(liberalización, desregulación,
privatización, …) provocó el auténtico y
progresivo desmantelamiento de los Estados como los potentes
instrumentos de intervención que habían sido hasta
entonces. Paralelamente, se fortalece el espacio del
mercado.
En tercer lugar, sobre las condiciones de entorno de los
sistemas económicos. La instauración de
regímenes de plena movilidad del capital unido a la
generalización de las políticas deflacionarias
provocó un fenómeno singular: puesto que estas
últimas traen consigo un efectivo debilitamiento de la
demanda interna sólo se puede lograr mayor crecimiento a
través del incremento de las exportaciones, lo
que obliga a las naciones a centrar su estrategia en el
incremento de la competitividad. Pero es evidente que en este
juego es
imposible que ganen al mismo tiempo todas ellas. En realidad,
sólo pueden obtener ventajas sustanciales y permanentes
quienes puedan manejar los tipos de cambio para obtener
competitividad a través de las devaluaciones o
depreciaciones (porque puedan controlar mejor sus efectos
inflacionarios, o hacer que no aparezcan), o las naciones cuya
demanda exterior sea menos sensible a los efectos negativos de
esta estrategia, es decir, aquellas cuya potencia
económica les permita resguardarse de las evoluciones
negativas de susn tipos de cambio.
Esto significa que detrás de la aparente
condición de igualdad en la
que se desenvuelven las naciones a la hora de hacer frente a sus
problemas macroeconómicos en el terreno internacional, se
oculta una profunda asimetría, de tal modo que sólo
Estados Unidos, gracias a su capacidad de emitir moneda
internacional, o en menor medida algunos otros grupos de
naciones (como la Unión
Europea, aunque de ello no se beneficien por igual todos sus
componentes) puedan actuar con ventaja estratégica por
esta vía.
En cuarto lugar, sobre el alcance de la actuación
de los gobiernos y sobre su capacidad de maniobra
macroeconómica. No sólo se ve limitada por las
circunstancias que acabo de mencionar, pérdida de vigor de
la intervención estatal y renuncia a los estabilizadores
fiscales, sino también porque la apertura de las
economías en las condiciones de limitada discrecionalidad
sobre los tipos de cambio provocan el llamado trilema de la
imposibilidad. Este indica que en régimen de tipos de
cambio fijos y de plena libertad de movimientos de capital no se
puede disfrutar de autonomía monetaria, esta última
entendida en el sentido de que los bancos centrales no pueden
utilizar sus instrumentos de intervención en
función de objetivos puramente internos. Como he dicho
antes, sólo los países que tengan una baja
relación de importaciones respecto a su producto
interior se pueden permitir fluctuaciones incómodas del
tipo de
cambio. Pero impuestas al mismo tiempo en la inmensa
mayoría de los países políticas
estructurales orientadas a abrir los mercados y que incrementan
(sobre todo en los menos desarrollados) las importaciones,
resulta que el trilema tampoco es una carga igualmente soportada
por todos los países, sino sólo por los que ya
tienen unas condiciones de desarrollo y de dependencia más
débiles.
En quinto lugar, sobre las relaciones sociales y de
poder inherentes a las de mercado otro doble efecto. Por un lado,
la política monetaria provoca restricción monetaria
y alzas en los tipos de interés que privilegia a los
acreedores, cuyo poder aumenta en los mercados
financieros, en donde ya se había dado un proceso de
hipertrofia desde la etapa de crisis del modelo de crecimiento de
la postguerra. Por otro lado, la generación de desempleo
masivo desmoviliza y debilita a los trabajadores, lo que aumenta
el poder de los empresarios en los mercados de
trabajo.
Finalmente, todo lo anterior provocó la
modificación sustancial de la pauta distributiva a favor,
naturalmente, de esos polos de poder que las políticas
monetaristas deflacionarias vinieron a reforzar.
En resumidas cuentas, lo que
me interesa destacar es que la modificación en el tipo de
enfoque dominante en la teoría y la política
macroeconómica no solamente se constituye una mera
incidencia metodológica, un simple cambio de perspectiva
analítica sino que es la justificación de una
práctica política que ha terminado por provocar
efectos sustanciales de muy desigual factura sobre
los diferentes colectivos sociales.
Los efectos tan negativos de la aplicación de
todos estos principios son bien conocidos y no es preciso
desarrollarlos aquí: aunque es cierto que se ha producido
un control efectivo de la inflación se ha ocasionado una
evidente ralentización del crecimiento, una
sucesión más acentuada de momentos de desequilibrio
económico, de recesión y crisis económicas y
el desempleo masivo primero y el empleo precario más tarde
han depauperizado a amplias capas sociales. Las desigualdades
sociales no sólo han aumentado sino que, como consecuencia
de la disminución de la capacidad estatal de proteger y
prevenir las situaciones de riesgo social, se
han hecho más difíciles de tratar y de
resolver.
No es necesario mencionar problemas como el de la deuda,
la situación de países enteros arruinados, la
dilapidación de recursos que implica un sistema de
restricción voluntaria de la producción o el
predominio cada vez más acusado de las actividades
financieras sobre la economía real.
Son demasiados problemas de todo tipo los que ha dejado
sin resolver el enfoque macroeconómico monetarista que ha
hecho suyo el neoliberalismo
dominante en las últimas décadas.
Y, al mismo tiempo y como no podía
extrañar, también están sin resolver las
principales controversias teóricas sobre las que
aparentemente se han fundado las políticas neoliberales.
Puede decirse que sus principales postulados carecen de
contrastación suficiente y de rigurosa comprobación
empírica. La mayoría de ellos, como lo fue en su
día todo el constructo teórico de la competencia
perfecta, no pasan de ser formulaciones retóricas de
extraordinaria belleza y apariencia formal pero completamente
irreales o, al menos, sin validación alguna en la
práctica de las economías.
O incluso que a pesar de haber sido empíricamente
refutadas en algunos casos se han mantenido como verdades
absolutas en la academia y en la práctica política
de los gobiernos, los organismos internacionales o los bancos
centrales.
En realidad nada de esto es nuevo y no debe parecer
sorprendente. Como reta Lawrence H. Summers "invito al lector …
a que identifique una hipótesis significativa acerca del
comportamiento económico que haya caído en
descrédito debido a una prueba estadística formal"[6].
No se ha demostrado, por ejemplo, que la demanda de
dinero sea tan estable como afirman los monetaristas, lo que
significa que la velocidad de
circulación de dinero cambia más de lo
creído. Así, el control de la oferta monetaria no
resultaría tan efectivo como los monetaristas aventuran
para frenar la inflación. Como escribió en alguna
ocasión J.L. Sampedro, tratar de reducir las subidas de
precios reduciendo la cantidad de dinero es como decir que se va
a aliviar la inundación reduciendo el caudal de agua. El
conflicto distributivo que desencadena la inflación, bien
provocando tensiones en la oferta por la vía de los costes
o de la demanda, es un componente más determinante que el
monetario y por eso ha sido más eficaz combatir la
inflación interviniendo por esas vías que por lo
monetario.
Tampoco ha sido suficientemente contrastado el presupuesto
esencial del monetarismo, que la producción sea una
variable exógena y por tanto que pueda hacerse variar a
través de los cambios en la cantidad de dinero, porque lo
que más bien ha sido comprobado es que entre ambas
variables existe correlación.
Por otro lado, cuando se trata de economías
abiertas, como suelen ser los casos reales, los bancos centrales
no pueden controlar la creación interna de dinero. En
condiciones de tipos de cambio fijos las reservas no dependen del
banco central y al comprar o vender divisas para poder asegurar
la cotización de la moneda cambia la cantidad de dinero en
el interior.
Tampoco hay evidencia empírica alguna que muestre
que los regímenes establecidos de plena libertad de
movimientos de capital sean más favorables a la
estabilidad, al crecimiento y al bienestar social, en cualquier
sentido que éste último se entienda. O que
demuestre que la "retirada del Estado", por utilizar la
expresión de Susan Strange[7], sea igualmente más
eficiente o que contribuya mejor a la equidad y al
bienestar. De hecho, han sido precisamente los grandes
déficit de los países más ricos los que han
podido evitar en algunos casos o hacer frente en otros a las
situaciones de recesión.
Especialmente discutibles son las proposiciones
relativas a la política fiscal, es decir, a la
afirmación neoliberal de que debe reducirse su presencia y
su alcance para lograr mejores resultados
económicos[8].
No es aceptable afirmar, por ejemplo, que los
déficit presupuestarios sean inevitablemente la causa de
los altos tipos de interés. Los tipos de interés
vienen dados por la oferta y la demanda de dinero. Para que un
déficit ocasione un incremento de los tipos tendría
que provocar un aumento de la demanda de dinero, lo que no tiene
por qué ocurrir porque ambos son fenómenos
diferentes, y, al mismo tiempo, que no hubiese respuesta alguna
por parte de la oferta de dinero. Puesto que la oferta de dinero
se restringía discrecionalmente, lo que habría que
preguntarse más bien es por qué convenía que
los tipos de interés se mantuvieran elevados, pregunta
cuya respuesta fue anticipada anteriormente.
Tampoco está demostrado que los déficit,
tal y como afirman los neoliberales, sean intrínsecamente
nocivos. PuedeN provocar tensiones sobre la demanda y, por tanto,
alza de precios pero sólo si la economía se
encuentra ante una situación de restricción de la
demanda, como ocurre en las condiciones que impone
innecesariamente la regulación neoliberal. Incluso cuando
esta situación fuese inevitable, lo que podría
deducirse es que para evitar inequidad y una deuda futura
indeseable, sería más conveniente financiar el
endeudamiento a través de impuestos que a través
del déficit, pero no que no sea conveniente el
endeudamiento.
En fin, tampoco se ha podido demostrar que las
relaciones entre la inflación y el desempleo sean del tipo
que suponen los monetaristas para poder justificar su tratamiento
de la política macroeconómica[9] ni, por supuesto,
que tenga fundamento el postulado esencial de la
macroeconomía neoliberal de nuestros días que
sostiene la conveniencia de conceder estatutos de independencia a
los bancos centrales[10].
Lo que acabo de señalar significa que la
opción macroeconómica que se viene imponiendo en
los últimos años responde a una preferencia social
que podría ser más o menos legítima pero
nunca el resultado de una inevitable determinación
científica.
la cuestión estriba, enmtonces, en determinar si
es posible hacer las cosas de otro modo y yo entiendo que
sí.
Cualquier sociedad siempre se puede organizar y dirigir
de otra manera, e igual ocurre con las cuestiones
económicas.
Lo primero que habría que tener en cuenta es que
las políticas macroeconómicas siempre implican
relaciones de fuerzas. En realidad, la tensión fundamental
que las mueve es la que existe entre los intereses o preferencias
más o menos acomodables entre ellos de los diferentes
sujetos o grupos sociales.
Y lo que se ha producido en los últimos
años es simplemente un reajuste en la correlación
de fuerzas sociales. Como dije, las políticas
deflacionistas de alto nivel de paro o empleo degenerado y de
alzas en los tipos de interés no sólo modificaron
genéricamente la distribución de las rentas, sino
que reforzaron al mismo tiempo el poder de los acreedores y
empresarios, es decir que situaba a estos grupos, ya de por
sí privilegiados en el reparto de poderes y fuerzas en
nuestras sociedades, en condiciones mucho más aventajadas
a la hora de adoptar las decisiones que mueves los hechos
sociales.
Ese reajuste ha ido acompañado de una
retórica económica cuyo fundamento
científico no es sustancialmente más decisivo que
el del antiguo keynesianismo o de otros enfoques
macroeconómicos basados en enfoques y postulados mucho
más realistas y cercanos a la realidad. Se ha tratado,
como ha dicho Paul Krugman, de una verdadera ciencia falsa
que ha podido consolidarse en la medida en que ha estado
acompañada de una potentísima orquestación
mediática. Verdaderamente, su decisiva afirmación
como ortodoxia omnipresente deriva de su capacidad de
proporcionar una justificación retórica a las
políticas de ingente redistribución que se han
venido realizando a favor de los grupos más ricos e
influyentes del planeta.
En una época en la que, como ha dicho
Baudrillard, se ha cometido el asesinato perfecto asesinado a la
verdad, un abanico de postulados teóricos tan equivocados
y poco realistas como los que sostiene el monetarismo neoliberal
se han podido imponer sólo gracias a la fuerza de los
talonarios y a la práctica marginación intelectual
de quienes mantienen posiciones teóricas diferencias. En
el campo de la economía se manifiesta también la
deriva totalitaria de la época en que vivimos y puede
decirse con razón que también en nuestra ciencia se
está produciendo, quizá con más fuerza que
en ninguna otra, lo que G Hodgson llamó el "fascismo
metodológico"[11].
Incluso se produce un verdadero paroxismo en el lenguaje
cuando para justificar las medidas antisociales se pone en boca
de los mercados la necesidad de disciplinar o el peligro de
sancionar a los países, como si fueran seres humanos, o
mejor, los verdaderos dioses yn dueños de la vida humana.
En la época en la que el ser humano ha alcanzado los
niveles de conocimiento
más altos, la sofisticación intelectual más
elevada, se le pone alma y
voluntad a los mercados, se quiere hacer creer que hablan por
sí mismos y que las decisiones, entonces, no son el
resultado de las preferencias sociales, sino sus neutras
exigencias.
Cuando se afirma que la actual macroeconomía se
hace más eficaz cuando se autonomiza, en la
expresión que Aglietta utiliza en relación con la
política monetaria[12], y que se desentiende de la
imperfección que impone la política se está
recurriendo a una falsificación de la realidad. No es
verdad que al hacer que el equilibrio macroeconómico sea
el resultado (si es que llegara a serlo) de automatismos en lugar
del efecto de impulsos discrecionales se esté actuando sin
esa componente política. Como dice acertadamente Gilpin,
cuando se establece un sistema que implica que una nación
no tiene capacidad de realizar una determinada política,
de tomar una decisión en virtud de su propio criterio, por
ejemplo, cuando tiene las manos atadas ante la disciplina que
impone un banco central en virtud de una lógica
restrictiva que puede ser contraria a otra más expansiva
que convenga mejor al bienestar o a la eficiencia, no es que la
política no esté interviniendo[13]. Todo lo
contrario: dar por hecho que no hay elección
política a la hora de adoptar decisiones
macroeconómicas, que un país no tiene capacidad de
maniobra, que no va a poder decidir por sí mismo lo que
pueda interesarle, ya es en sí mismo una elección
política. Eso sí, impuesta.
No se trata, pues, de que la macroeconomía se
suelte de las bridas que le impone la política porque de
esa manera sea más eficaz o porque pueda contribuir
así mejor a lograr el equilibrio. En realidad, lo que
busca es escaparse de las preferencias representativas, evitar
las exigencia del gobierno democrático de las relaciones
sociales para poder tener las manos libres como instrumento
determinante de la distribución de renta y
riqueza.
También se produce un enfoque perverso cuando se
plantea que es posible la regulación
macroeconómica, como en realidad toda la vida social,
prácticamente al margen del Estado. Ni siquiera de los
postulados de Adam Smith
cuando trataba de construir un pensamiento riguroso que
permitiera el desarrollo económico desvinculando del
Estado Absoluto puede deducirse que eso implique construir un
sistema económico al margen de cualquier tipo de contrato
social
Lo que está ocurriendo con los planteamientos
macroeconómicos dominantes es que justamente tratan de
concebir esa dimensión tan trascendental de nuestra vida
social como algo que no debe responder a cualquier criterio sobre
su bondad o maldad, es decir, sin mayor requerimiento
ético. En buena medida, el desarrollo liberal de la
regulación macroeconómica que la hace desentenderse
de la reflexión sobre el conflicto y la política,
sobre las preferencias o sobre la insatisfacción, es la
expresión de la nueva barbarie de nuestra época, de
la sociedad que es insensible ante lo bueno o lo malo que puedan
ser sus propias conductas.
El monetarismo neoliberal ha llevado a la
macroeconomía a ser la pieza principal que apuntala el
"nuevo medievalismo" del que habló Hedley Bull[14] y que
implica la renuncia efectiva al Estado no sólo como
espacio político sino como ámbito en el que se
suscribe colectivamente una moral social,
las lógicas elementales que merecenser compartidas, la
ética
de mínimos sin la que cualquier sociedad termina por
convertirse en una selva invivible.
La pregunta con la que habría este
epígrafe creo tiene entonces una respuesta evidente. No
hay hechos sociales irreversibles y no hay tampoco
políticas, decisiones sociales, que no puedan tener
alternativa. Pero la clave de todas ellas se encuentra en la
capacidad de imponer sus propias preferencias que tienen los
grupos sociales y de ese presupuesto es del que hay que partir
para poder pensar en generar formas diferentes y más
satisfactorias de organizar la economía.
5. Otra regulación
diferente: macroeconomía, democracia y
progreso
La primera cuestión de la que hay que partir
cuando se plantea con realismo la
cuestión de las políticas macroeconómicas es
que, como he señalado, éstas implican y expresan en
primer lugar una determinada relación de fuerzas y se
establecen de una u otra forma en virtud de la correlación
existente o de la que se quiere fortalecer. Por lo tanto, el
cambio en la política macroeconómica requiere, en
cualquier dirección en la que se apunte, la
reconsideración de ese estado de fuerzas y plantear hacia
dónde se quiere llegar.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta algo que
comúnmente soslaya el análisis monetarista liberal
y que es especialmente destacable en una época como la
nuestra en la que predomina la restricción al crecimiento,
el sometimiento de las posibilidades potenciales de
expansión y progreso a la lógica retentiva de los
mercados imperfectos. Me refiero a que el crecimiento
económico, como expresión por imperfecta que sea de
progreso social, es, como dice Fitoussi[15], una cuestión
de naturaleza filosófica antes que económica. Este
autor señala con razón que antes de plantear
cualquier tipo de opción macroeconómica, y muy
especialmente las actuales deflacionistas, hay que preguntarse si
es realmente aceptable frenar el progreso, el avance de la
actividad económica. Dicho de otra forma, se trata de
subrayar que cualquier cuestión económica necesita
plantear previamente una determinada opción
ética.
En realidad, esto es lo que viene ocurriendo en nuestras
sociedades con la importantísima salvedad de que ese tipo
de planteamiento ético responde solamente a la
búsqueda incesante del lucro. La búsqueda
compulsiva de ganancia es lo que domina hoy día todas
nuestras relaciones sociales, desde la definición de los
estatutos de independencia de los bancos centrales hasta la
venta de
órganos de niños,
desde las guerras
justificadas sobre inmensas mentiras hasta la salud, la vida misma de
cientos de millones de personas o la vida política en
cualquiera de sus dimensiones. No hay resquicio de la vida social
que no esté gobernado por esa lógica imparable y
omnipotente del beneficio y no hay una restricción mayor
para el desarrollo de propuestas
macroeconómicas.
Por eso, dar por bueno el actual tipo de pensamiento y
acción
macroeconómicos no es de ninguna manera el resultado de la
inevitable aceptación de una conjunto más o menos
extenso de postulados científicos sino acepotar sin
más un status distributivo que favorece a los grupos
sociales más poderosos. La macroeconomía neoliberal
dominante no está sustentada por verdades
científicas sino sobre privilegios sociales.
Actuar de otra manera implica la posibilidad de alterar
la relación de fuerzas existentes. Hemos podido comprobar
en los últimos años que los grupos de poder no
pueden aceptar, ni siquiera, que un ministro de finanzas
alemán propugne sencillamente que el Banco Central Europeo
se preocupe por el pleno empleo. ¿Es eso el resultado de
una controversia macroeconómica o una sencilla y desnuda
expresión del poder hoy día existente en nuestras
sociedades democráticas?
El primer obstáculo que habría que superar
para poder llevar a cabo actuaciones diferentes en el campo de la
macroeconomía sería el del déficit
democrático de nuestras sociedades. Sorprendente, vivimos
en unas democracias en donde no se deja hacer, en donde no es
posible gobernar nada más que de una manera, con una
lógica y con una única aspiración
distributiva. Hay un pensamiento único, el neoliberalismo,
pero también un único pensamiento, ganar
dinero.
Habría que avanzar, pues, en una doble
dirección. Por un lado en la ampliación de la
democracia, en su autentificación para que puedan
expresarse y desarrollarse proyectos
alternativos diferenciados, lo que implica ampliar los espacios
deliberativos en la sociedad y construir una ética
referencial capaz de movilizar y generar cohesión y
movilización social. Por otro, en el desarrollo de formas
de intervención económica que conjugaran la
consecución de los equilibrios básicos con una
distribución que permitiera una relación de fuerzas
diferente. En este sentido me parece que podrían
establecer algunos principios esenciales de una nueva forma de
entender las relaciones macroeconómicas:
– Es preciso reactivar en lugar de ajustar, hay que
impulsar el crecimiento y no frenarlo. Hay que recuperar sin
miedo las políticas expansionistas.
– Hay que incluir en lugar de marginar. Incorporar a
cientos de millones de personas prácticamente excluidas de
la vida económica es la mejor garantía de lograr
que le sistema económico funcione.
– Las finanzas deben estar al servicio de la
producción y la riqueza. Un mundo donde reine un
mínimo de equidad y progreso debe domeñar el
desarrollo anárquico y dilapidador de las relaciones
financieras internacionales y poner coto a la especulación
y al despilfarro.
– Debe mantenerse el control de la inflación pero
no por las vías en las que produce empobrecimiento,
paralización de la vida económica y recesión
continuada.
– No es posible desarrollar actividades
económicas sin recursos financieros y eso debe llevar a
que la sociedad disponga de la suficiente capacidad de financiar.
Hay que expandir el crédito bajo nuevas formas y no tener
miedo a la expansión monetaria que es negativa cuando se
no se vincula preferentemente, como ocurre ahora, con la
actividad productiva.
– Es preciso que los gobiernos gobiernen y sobre todo
que redistribuyan. Un nuevo tipo de acción colectiva debe
recobrar la política fiscal como el instrumento más
adecuado para estabilizar y maniobrar frente a los desequilibrios
económicos. La disciplina fiscal forzada, como la que se
implanta en el seno de la Unión Europea, equivale a tratar
de conducir un automóvil sin girar la dirección en
una carretera poblada de curvas.
——————————————————————————–
[1] Michel Foucault.
L'herméneutique du sujet, cours au collège de
France 1982. Gallimard, Seuil. Paris 2001.
[2] M. Gärtner, "Political Macroeconomics: A survey
of recent developments". En S.Sayer (ed.), Issues in new
Political Economy. Blackwell Press. Oxford 2001, pp. 16 y
37.
[3] Walsh, C.E. Monetary Theory and Policy. MIT Press.
Cambridge, Ma 1998. Una visión crítica
en Desquilbet, J.B. y Villienb, P. La theorie du policy mix: un
bilan critique. Revue d’Economie Financière, 45
(1998).
[4] Williamson, J. What Washington means by policy
reform in Latin American Adjustment: how much has happened?.
Washington Institute for International economics. Washington
1990.
[5] Fitoussi, J.-P. Anatomie de la croissance molle.
Revue de l'OFCE nº59/Octobre 1996.
[6] Summers, L. H. La ilusión científica
en la macroeconomía empírica. Cuadernos de
Economía. Universidad
Nacional de Colombia.
1995.
[7] Strange, S. "La retirada del Estado". Icaria.
Barcelona 2002.
[8] Patnaik, P. On Some Common Macroeconomic Fallacies.
http://www.networkideas.org, marzo
2002.
[9] Shaikh, A. Inflación y desempleo: una
alternativa a la economía liberal. En Guerrero, D.
Macroeconomía y crisis mundial. Ed. Trotta. Madrid
2000.
[10] HAYO, B. y HEFEKER, C. Hayo, B. y Hefeker, C.
Reconsidering Central Bank Independence, European Journal of
Political Economy, vol. 18, n. 4 (2002); Montero, A.
"Independencia del banco central y credibilidad: un frágil
vínculo", en Dubois, A., Millán, J.L. y Roca, J.
(Coord.). Capitalismo,
desigualdades y degradación ambiental. Editorial Icaria,
Barcelona 2001.
[11] Hodgson, G. Economics and institution: A manifesto
for a modern institutional economics. Polity Press. Cambridge
1988.
[12] Aglietta, M. Macroeconomie internationale.
Montcrestien. Paris 1997.
[13] Gilpin, R. Global Political Economy. Understanding
the international economic order.Princeton University Press.
Princeton 2001.
[14] Bull, H. The anarchical society: A study of order
in world politics. MacMillan. Londres 1977.
[15] Fitoussi, J.P. ob. cit.
Juan Torres López.
Catedrático de Economía Aplicada de la
Universidad de Málaga
Juantorres[arroba]uma.es