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El Tratado de la Unión Europea y las condiciones para el bienestar social en Europa




Enviado por juantorres@uma.es



     

    La Europa que recibió al
    Tratado: las divergencias reales

    El camino hacia
    Maastricht

    El Tratado de la
    Unión Económica y Monetaria

    Una evaluación
    global del Tratado de Maastricht

    1. El mercado como eje de la
    actividad económica

    2. La renuncia a
    una auténtica cohesión social
    comunitaria

    3. La
    inexistencia de impulsos fiscales para la
    redistribución

    4. La
    visión macroeconomizada y nominal de la política
    económica

    5. Una renuncia
    exlícita al igualitarismo y al bienestar
    general

    Como creo que expresa claramente el título, mi
    intención es colaborar en esta reflexión colectiva
    sobre el Tratado de Maastricht con una valoración del
    mismo desde el punto de vista del bienestar social.

    Naturalmente, eso quiere decir que podemos dar un
    sentido concreto a la
    expresión y que podemos ponernos de acuerdo sobre lo que
    el bienestar quiere decir para los ciudadanos.

    En mi opinión, las valoraciones que se han solido
    hacer del Tratado por quienes tienen la obligación -por
    una causa o por otra- de defenderlo, pecan generalmente de una
    gran abstracción. Ha sido habitual que al referirse a su
    contenido, o a las condiciones de convergencia que se derivan de
    él, el discurso
    económico oficial se haya limitado a establecer -con esa
    autosuficiencia que le es tan característica- que de
    ahí se conseguirá un mayor crecimiento, una
    Europa
    más próspera, en suma, una mejor situación
    económica en el futuro y que el camino que marca el Tratado
    es el único que permitirá alcanzar esos objetivos. Se
    ha querido vincular de manera inevitable el destino de Europa a
    este Tratado, considerando que fuera de él no podrá
    existir un futuro de unión europea.

    Es sintomático que en los países donde se
    ha debatido el Tratado la polémica haya sido fuerte y las
    posiciones de la opinión
    pública sobre su bondad muy encontradas, como lo
    muestran los resultados de los referenda realizados. Y ello
    contrasta notablemente sin duda con las rotundas mayorías
    con que ha sido aprobado en los Parlamentos. Me parece que eso
    puede indicar que son muchos los ciudadanos de a pie que intuyen
    que los contenidos del Tratado no comportan mecánicamente
    mejores condiciones de vida para los ciudadanos europeos, sino
    que más bien pueden provocar su mayor
    deterioro.

    Con mi intervención en este Seminario
    quisiera contribuir a la discusión del Tratado procurando
    poner de relieve
    preferentemente sus consecuencias sobre el empleo, sobre
    los salarios, sobre
    la protección social o sobre nuestro acceso a los bienes
    colectivos. En suma, sobre el mayor o menor bienestar que van
    procurar su puesta en marcha no sólo para los ciudadanos
    europeos sino también para aquellos otros, de
    países terceros, cuyas economías dependen
    así mismo de la orientación que se de a la construcción de la Europa unida.

    Esta pretensión obliga a entender el bienestar
    social de una forma bastante explícita: la capacidad de
    obtener mayores recursos para
    satisfacer las necesidades de los seres humanos pero
    también la de procurar un reparto más igualitario
    de los mismos que haga posible que el mayor crecimiento
    económico no repercuta en cuotas distintas de
    satisfacción según cual sea la posición
    social de cada ciudadano.

    La Europa que
    recibió al Tratado: las divergencias
    reales

    Esto es preciso tenerlo en cuenta porque la
    radiografía de la Comunidad
    Económica Europea en el momento presente muestra tres
    hechos de gran trascendencia. En primer lugar, la enorme
    disparidad existente en cuanto a satisfacción social
    .
    O, si se quiere decir de una manera diferente, la gran
    desigualdad que afecta a los pueblos y a las gentes que la
    componen desde el punto de vista del nivel de bienestar que
    disfrutan.

    Téngase en cuenta, por ejemplo, que en 1.990 el
    producto
    interior bruto per capita de la región más rica
    (Groningen) era 4,59 veces mayor que la región más
    pobre atendiendo a esa magnitud (Voreio Aigaio), mientras que el
    de las diez regiones de PIBpc más elevado era 3,39 veces
    mayor que el de las diez más pobres. El 60% de las
    regiones europeas (104 de 175), cuya población equivale aproximadamente
    al

    52% de la Comunidad, se encontraban en 1.990 por debajo
    de la media comunitaria relativa al Producto Interior Bruto per
    capita. De esa proporción, 11 regiones no llegaban a la
    mitad de la media y 35 no superaban el 75%.

    Puede dar una idea de la magnitud de las disparidades
    regionales el que el PIBpc correspondiente a la región de
    mayor magnitud es 1,68 veces mayor que el de la región
    española mejor situada (Baleares) y 3,74 veces que el de
    la peor (Extremadura), mientras que la relación entre la
    magnitud del PIB de estas
    dos regiones españolas es de 2.22.

    Así, la diferencia entre los índices
    medios de
    desempleo
    correspondientes a las 25 regiones con mayor y menor paro ha
    aumentado también, al pasar de 13 a 14,7 puntos entre
    1.983 y 1.990. Y si se atiende al diferencial entre las tasas de
    desempleo existente entre las diez regiones con mayor y menor
    empleo resultará que existe una diferencia que casi
    alcanza los 20 puntos en 1.990 (tasa de paro del 2,5% en las
    primeras y del 20% en las de menor empleo).

    La productividad del
    factor trabajo se
    distribuye también de forma muy desigual en el seno de la
    Comunidad. El índice de productividad del trabajo
    (PIB/persona ocupada)
    medido en ecus es 9 veces superior en Groningen que en Voreio
    Aigaio y 3.5 veces mayor que el correspondiente a España en
    su conjunto.

    La productividad media de los tres países con
    mejor índice de producción interior por persona ocupada
    (Holanda, Alemania y
    Francia) es
    125 (tomando la media comunitaria con valor 100),
    mientras que la media de Grecia,
    Irlanda y Portugal es de 34,73. En conjunto, los tres primeros
    países tienen una productividad media que es 1,68 veces la
    de España, 2,33 veces la de Galicia, 2,12 veces la de
    Extremadura y 1,84 veces la de Andalucía.

    Del total de regiones para las que se disponen de
    datos sobre
    productividad del trabajo, sólo el 40% alcanzan la media
    comunitaria. En educación y
    formación se perciben igualmente notables disparidades. La
    tasa de jóvenes con edades comprendidas entre 15 y 19
    años que acceden a los diferentes niveles de los sistemas
    educativos en Portugal, Grecia e Irlanda es la mitad que la
    correspondiente a Dinamarca, Alemania o los Países Bajos.
    Incluso en el interior de España se alcanzan diferencias
    de hasta quince puntos en estos índices de
    escolarización entre las regiones más y menos
    desarrolladas.

    La inversión en investigación y desarrollo se
    encuentra también fuertemente concentrada. El 75% del
    total comunitario corresponde a la realizada en Al3mania, Francia
    y el Reino Unido. Y a esa concentración se une la que se
    produce en el seno de los propios países comunitarios:
    Madrid y
    Cataluña se reparten el 70% español,
    proporción parecida a la que corresponde en Portugal a
    Lisboa y el Valle del Tajo.

    Por fin, en relación con las infraestructuras el
    Informe sobre las
    regiones europeas no es menos contundente (p.33): "En Irlanda,
    las islas de Italia y algunas
    regiones españolas (Andalucía, Murcia, Galicia,
    Asturias y Castilla León) la red de transportes se revela
    deficiente. En Portugal, Irlanda e Irlanda del Norte, el
    suministro y el coste de la energía plantea serios
    problemas. En
    las regiones italianas menos desarrolladas de la península
    hay escasez de zonas
    industriales adecuadas. Portugal no dispone de suficientes
    centros educativos, mientras que las zonas no metropolitanas de
    Grecia necesitan nuevas mejoras en los sistemas de comunicaciones".

    En la Europa que hoy día tanto desprecia los valores de
    la igualdad, en
    suma, el 10% de la población más rica disfruta
    entre el 30% y el 35% de la renta, mientras que no más del
    5% de la población dispone de la cuarta parte de la
    riqueza total. En segundo lugar, que en la Europa de los noventa,
    en la Europa de Maastricht, el fenómeno del malestar
    social ha alcanzado una extraordinaria envergadura. A principios de los
    años noventa, y según datos proporcionados por
    diferentes estadísticas de la propia Comunidad
    Económica Europea, en su seno había 48 millones de
    ciudadanos pobres, 16 millones de analfabetos, 6 millones de
    parados de larga duración, 11 millones de individuos sin
    techo y unos 10 millones de personas en situación de
    pobreza
    extrema.

    El 43% de la población activa del Reino Unido, el
    41,2% de la de Bélgica o el 37,5% de la española,
    por citar algunos ejemplos, habitaba en regiones con tejidos
    industriales en grave decadencia. En el corazón
    mismo de la Comunidad Europea, empeñada en erigirse en uno
    de los polos de referencia del mundo económico más
    avanzado de finales del milenio y en vanguardia del
    progreso, se manifiestan expresiones de carencia que hasta hace
    muy pocos años tan sólo se percibían como
    propias de las naciones del llamado "tercer mundo", desconocidas
    en el mundo desarrollado.

    Las dimensiones del desempleo en la Comunidad son bien
    conocidas, por lo que se hace innecesario realizar aquí un
    análisis detenido. Téngase en
    cuenta, tan sólo, que uno de cada tres ciudadanos europeos
    ha estado alguna
    vez en paro y que la tasa comunitaria de desempleo en 1.990
    (10,4%) era más del doble de la correspondiente a la media
    de los años 1.974 a 1.981. En abril de 1.992, el 18% de
    los europeos menores de 25 años se encontraba en paro,
    pero esa proporción era mucho mayor en países como
    España o Italia, en donde llegaba a ser del
    30%.

    El desempleo de larga o de muy larga duración
    (más de uno o dos años) que supone más del
    50% del paro total comunitario y que es la causa inmediata
    más importante de pobreza y exclusión
    social se ha visto reducido "sólo marginalmente" entre
    1.985 y 1.990 . Así, en 1.990 un 35% de los parados de
    larga duración nunca había tenido un trabajo,
    porcentaje que llegó a ser extraordinariamente más
    alto en países como España (50%), Italia (78%) o
    Grecia (90%).

    La precarización progresiva (tanto si se
    considera en términos de temporalidad de los contratos, de
    contratación irregular o sumergida, como de la inseguridad
    derivada de la transformación de los asalariados en
    trabajadores independientes), que afecta aproximadamente al 25%
    de la fuerza de
    trabajo, es otra circunstancia que influye en los niveles de
    exclusión social y pobreza en la medida en que lleva
    consigo salarios más reducidos, menor protección
    social y reducción, cuando no eliminación, de los
    derechos a
    indemnizaciones por desempleo o jubilación de cualquier
    tipo.

    La incidencia del desempleo en los jóvenes y en
    las personas de mayor edad provoca lógicamente que las
    cifras relativas de pobreza en estos dos estratos sean
    significativamente superiores a las del conjunto de la
    población. Si se da el valor 100 a la media comunitaria de
    pobreza, resulta que la tasa de pobreza entre los menores de 25
    años sería de 121 en el conjunto comunitario y
    más elevada en algunos países como Países
    Bajos (155), Irlanda (143) o el Reino Unido (132), mientras que
    la tasa de pobreza de la población de mayor edad
    sería 136, siendo también 100 la media de la
    población total pobre comunitaria.

    La desigualdad de oportunidades que afecta a las mujeres
    para acceder al trabajo y a condiciones salariales semejantes a
    la de los hombres es también causa de que la pobreza afecte
    desigualmente a las familias cuya cabeza es una mujer.
    Téngase en cuenta que la tasa de paro entre las mujeres es
    mayor que entre los hombres y que la propia Comisión
    estima que esa diferencia irá en aumento y, por otro lado,
    que el salario medio de
    las mujeres en idénticos puestos de trabajo suele ser
    entre un 50% y un 75% más reducido que el de los
    hombres.

    Finalmente, debe considerarse que a la
    marginación que lleva consigo la propia situación
    de desempleo se añade el que la proporción de
    parados que no tienen derecho a recibir prestaciones
    de desempleo es muy alta en la mayoría de los estados
    miembros (95% en Grecia, 83% en Italia, 60% en Francia, 50% en el
    conjunto de la Comunidad), que éstas proporciones no han
    experimentado mejoras significativas en los últimos
    años (más bien se han deteriorado en Alemania,
    Reino Unido y Países Bajos) y que en la mayoría de
    los países las prestaciones suelen estar entre el 50% y el
    75% de los ingresos
    anteriores

    El desempleo, la precariedad y los bajos salarios no
    sólo están en el origen de la pobreza monetaria
    sino también de otras expresiones de desigualdad que
    afectan a los ciudadanos europeos. Los gastos sanitarios
    per capita, por ejemplo, en países como Francia o Alemania
    son entre dos y tres veces mayores que los realizados en otros
    como Grecia, Portugal o España, la mortalidad infantil es
    extraordinariamente dispar entre los diferentes estados o
    regiones según su nivel de desarrollo e incluso la
    esperanza de vida de los niños
    europeos es desigual según cual sea su lugar de nacimiento
    y las condiciones económico-sociales de sus
    padres.

    Todas estas situaciones, como las de desigual capacidad
    de gasto familiar, presencia del analfabetismo,
    acceso a los servicios
    colectivos, a la vivienda o a la enseñanza ponen de relieve, en
    conclusión, una perspectiva multipolar de desigualdad e
    insatisfacción que afecta de lleno a la ciudadanía europea. Tomarlas
    explícitamente en consideración a la hora de
    valorar la naturaleza del
    Tratado de Maastricht es lo que creo que puede permitir discutir
    el Tratado no en términos abstractos sino en los que se
    concretan en el mayor o menor bienestar que procurará a
    los europeos.

    En tercer lugar, hay que destacar que los dos
    fenómenos anteriores, de desigualdad y de carencia y
    malestar, se han incrementado a lo largo de la década de
    los años ochenta, si esta se toma en su conjunto, puesto
    que la relativa mejora en los índices de crecimiento en la
    segunda mitad no fue capaz de compensar el deterioro progresivo
    producido hasta 1.985. Y esto es especialmente significativo pues
    esta ha sido la época en que, por un lado, se han
    alcanzado altos ritmos de crecimiento y, por otro, cuando
    más potentes han sido los instrumentos de integración dispuestos por la Comunidad
    Europea.

    El índice de disparidad interregional relativo al
    PIBpc aumentó entre 1.980 y 1.988 al pasar de 26.1 a 27.5.
    Consecuentemente, se puede apreciar que a principios de la
    década de los noventa había una diferencia mayor
    entre la media de esta magnitud correspondiente a las diez
    regiones más ricas (151 en 1.988 y 145 en 1.980, siendo
    100 la media de la Comunidad) y a las diez más pobres (47
    en 1.980 y 45 en 1.988).

    Se puede afirmar, por lo tanto, que -al menos en cuanto
    al PIBpc se refiere- los años ochenta significaron un
    evidente efecto de mayor riqueza para las regiones comunitarias
    más ricas y más pobreza -en estos términos
    relativos- para las regiones más pobres. El simple
    crecimiento económico no es (ni ha sido) condición
    suficiente para garantizar una distribución menos injusta de las rentas
    ni, en muchas ocasiones, tan siquiera para paliar los niveles
    absolutos de malestar social.

    Así lo reconocía la propia Comisión
    de las Comunidades cuando en 1.989 afirmaba que "a pesar de la
    evolución macroeconómica favorable,
    el número de indigentes ha seguido aumentando en los diez
    últimos años en la mayor parte de los países
    de la Comunidad…se observa claramente que el número de
    personas que dependen de la asistencia social se ha incrementado
    desde el principio de la década de los setenta; este
    número se ha duplicado incluso en varios Estados
    miembros…No obstante (la ampliación del campo de
    cobertura social) la tendencia de fondo sigue siendo el aumento
    del número de indigentes".

    Efectivamente, mientras en 1.970 el número de
    pobres (ciudadanos con ingresos menores a la mitad de los
    ingresos medio correspondiente a su Estado) existentes en la
    Comunidad se cifraba en treinta millones, en 1.985 eran
    más de cincuenta millones las personas que no superaban el
    umbral de pobreza definido habitualmente por las
    estadísticas comunitarias. Eso quiere decir que para
    combatir o intentar al menos paliar la desigualdad, es decir,
    para hacer posible un mayor bienestar general menos pobreza e
    insatisfacción social, no se puede confiar tan sólo
    en el mero crecimiento del producto interior, pues la disparidad
    es hoy día tan acusada que no es realista confiar
    únicamente en el incremento de variables
    puramente cuantitativas.

    De hecho, para que el PIBpc de una región pase de
    representar el 70% de la media comunitaria al 90% debería
    superar en 1,25 puntos el índice medio de crecimiento
    económico de la Comunidad en su conjunto durante veinte
    años (o en 1,75 puntos para alcanzarlo en 15 años).
    Mientras que para reducir la tasa de desempleo, por ejemplo del
    20% al 15%, sería necesario mantener durante cinco
    años un crecimiento neto de empleo del 2,25%
    anual.

    Parece evidente que tasas diferenciales de esa magnitud,
    en relación al PIBpc, al empleo o a cualquier otro
    índice de crecimiento no están al alcance,
    precisamente, de las regiones menos desarrolladas y que parten,
    por tanto, con una mayor desventaja de salida. Y mucho menos
    sería posible, en mi opinión, si se trata de otras
    variables de carácter más cualitativo
    (educación, servicios sociales, control de
    población y movimientos migratorios, dotación de
    infraestructuras y servicios
    públicos, inversión de productividad -o incluso
    de capacidad) que requieren no sólo un incremento de los
    factores productivos originarios y de su rendimiento, sino,
    además, de un impulso exógeno generalmente en forma
    de recursos públicos adicionales y cuya obtención
    por las economías más débiles de la
    Comunidad se verá especialmente dificultada en el futuro
    al tenor de las severas reglas de convergencia
    macroeconómica que habrán de observarse respecto de
    las más avanzadas.

    Eso quiere decir entonces que para limar esos
    desequilibrios y procurar que vayan desapareciendo las
    disparidades en renta y riqueza entre las regiones y los
    ciudadanos europeos no se requiere sólo que las empresas
    produzcan y vendan más, sino que se modifique
    también la pauta de reparto y quie se rectifique el
    modelo de
    crecimiento, de tal forma que la cohesión social y el
    bienestar, entendido como la posibilidad de acceso general a los
    recursos que hacen posible satisfacer las necesidades sociales,
    se erija en el norte obligado de las políticas
    económicas y de las decisiones que afectan a la
    asignación y provisión de los bienes y los
    servicios que la Comunidad Europea está en condiciones de
    producir.

    Por otro lado, resulta también muy significativo
    que este proceso haya
    coincidido con el de mayor profundización en la
    integración política y
    económica. Precisamente, las desigualdades han aumentado
    cuando la Comunidad Económica Europea ha dispuesto de
    más y mejores instrumentos para la coordinación de las políticas
    económicas, para la definición de las coordenadas
    del crecimiento económico de los estados miembros y para
    el diseño
    de actuaciones conjuntas en pos del progreso económico y
    social de las naciones, de las regiones y de los ciudadanos
    comunitarios.

    Sin duda, eso debería llevarnos a pensar si,
    verdaderamente, el diseño de la propia integración
    no es ajeno a la generación de la desigualdad, y si el
    modelo de crecimiento, de reparto y de disfrute de los recursos
    auspiciado no resulta, a la postre, el origen de los
    desequilibrios que se detectan en el seno de la
    Comunidad.

    El camino hacia
    Maastricht

    Como es sabido, el proceso de integración europeo
    ha sido progresivo, aunque lento. Paulatinamente se ha ido
    estableciendo un marco institucional que hiciera posible y que al
    mismo tiempo
    consolidase los pasos dados hacia la mayor integración de
    las economías y las sociedades.

    El futuro de una Europa unida y expresión de un
    espacio social, económico y político de progreso y
    libertad
    constituyó indudablemente un horizonte lo suficientemente
    atractivo como para que se conjugaran en torno a él
    los esfuerzos de los pueblos más cultos y de los
    ciudadanos de más amplias miras. Pero, al mismo tiempo, ha
    sido siempre inevitable que la aspiración de tintes tan
    humanistas que alentó a los primeros europeístas
    haya atraído también al abanico tan amplio como
    poderoso de los intereses mercantiles. Podría decirse que
    la construcción europea ha sido el vector resultante de un
    proceso tan desigual como contradictorio entre los ideales
    humanistas y los intereses comerciales.

    Y preso de esa contradicción, el proceso de
    integración no puede explicarse sin atender al poder con que
    cada fuerza ha procurado matizar el largo camino de la identidad
    europea. Además, la diversidad en la historia, en la cultura y en
    la economía
    de cada nación
    ha procurado siempre una gama añadida de intereses
    nacionales no siempre fáciles de conjugar, máxime
    cuando se había de tratar los resultados materiales de
    la integración. Pues si ya de suyo resultó
    difícil diseñar un marco jurídico,
    legislativo o de decisión política que
    necesariamente llevaba consigo una merma en la concepción
    tradicional de la soberanía nacional, tanto más
    farragoso habría de ser avanzar en unos mecanismos de
    integración que obligaban a renunciar a espacios
    productivos, a someter la producción nacional a
    directrices supranacionales o, más gravemente, a aceptar
    la determinación exterior de una buena parte de las
    condiciones de las que dependen finalmente los resultados de las
    economías nacionales.

    Este tipo de conflicto no
    es sino la expresión del natural contexto de intereses
    diversos y desiguales que, fuera y dentro de cada nación,
    condicionan el diseño de las decisiones sociales,
    políticas y económicas. El mismo conflicto que
    obliga a contemplar Europa como marco de fuerzas sociales, de
    poderes reales y de proyectos
    económicos dispares y de naturaleza diferente, si es que
    no se la quiere entender de una manera abstracta o bajo un velo
    que oculte las circunstancias reales en que se desarrolla
    históricamente.

    Es muy significativo en este sentido la génesis
    de uno de los momentos más importantes en el proceso de
    integración europea: el Acta Unica. Como se sabe, esta
    constituye un conjunto de casi 300 Directrices que
    establecían por primera vez el marco necesario para la
    creación de un auténtico mercado europeo.
    Se trataba de crear un espacio en donde quedaran eliminados todos
    los obstáculos y limitaciones a la libre
    circulación de mercancías, capitales y servicios y
    en donde el mercado fuese el único regulador del sistema, haciendo
    desaparecer en lo posible la intervención de los
    Estados.

    Por lo tanto, implica la desaparición de
    fronteras físicas, técnicas,
    fiscales o legales que impidan o dificulten la circulación
    de factores en el seno de la comunidad. Para ello se
    exigía eliminar las limitaciones u obstáculos en
    sentido estricto así como las discriminaciones más
    sutiles originadas por la existencia de subvenciones nacionales,
    de marcos legales diferentes, etc. y llevaba consigo la
    cesión de competencias
    nacionales en temas económicos y políticos, en la
    elaboración de la políticas monetaria y fiscal,
    reglamentaciones de calidad,
    denominaciones de origen, y en general en todos los
    ámbitos susceptibles de limitar la plena
    circulación, es decir, la constitución de un verdadero mercado
    único. Las pretensiones integradoras del Acta eran de tal
    magnitud que permitieron decir al italiano Andreotti que al final
    del proceso abierto por ella, en cada nación comunitaria
    sólo quedaría el ejercito nacional (subordinado a
    la UEO y la OTAN) y la bandera.

    Quiere decirse, por tanto, que el Acta Unica
    representó un paso de vital importancia para la Europa
    Comunitaria y que estaba llamado a marcar la naturaleza de su
    progreso futuro. Y es precisamente por eso que debe resultar muy
    significativo el origen del Acta y de sus directrices
    según se ha sabido después. Preocupado por la
    ralentización del proyecto de
    integración que llevase al mercado único, el
    dirigente de la compañía Phillips Wisse Dekker
    reunió a cuarenta representantes de "las más
    grandes empresas europeas" -en sus propias palabras- y de entre
    ellos salió el documento que luego sería asumido
    por el Comisario Cockfield para la elaboración de la
    propuesta de 300 directivas en las que se basaría el Acta
    Unica..

    Este origen quizá pueda explicar que, a
    diferencia de lo que sucedía con la integración
    económica, los aspectos relativos a la
    integración política y social quedasen claramente
    relegados. Y podría explicar también que el
    diseño del proyecto de integración quedara
    finalmente impregnado por criterios muy distintos a los que
    habían inspirado la mayoría de los informes
    solicitados por la Comisión o el Parlamento europeos y que
    habían advertido de los peligros que se cernían
    sobre el equilibrio
    territorial y la igualdad de seguirse el camino que el Acta
    finalmente terminó por imponer.

    Aunque desde las primeras declaraciones fundacionales la
    Comunidad había tratado de ser especialmente sensible a
    las desigualdades y los desequilibrios territoriales y
    personales, lo cierto es que las políticas comunitarias
    difícilmente han sido capaces de corregirlos a lo largo de
    los años, como demuestra precisamente su evolución
    a la que hice referencia anteriormente. Y eso es algo que no debe
    extrañar pues es un hecho reconocido que el objetivo
    central de las políticas económicas comunitarias ha
    sido mejorar la competitividad
    global de la economía comunitaria que permitiera
    fortalecer la posición comercial de las grandes empresas
    europeas en el contexto mundial, es decir de aquellas cuyos
    dirigentes estimularon el nacimiento del Acta Unica y propusieron
    sus contenidos; y ello "aunque como efecto lateral aumenten las
    diferencias regionales y sociales".

    El Acta Unica vino a confirmar precisamente este
    objetivo, como no podía ser menos viniendo la propuesta de
    quien venía, y a instaurar la filosofía de que
    debía de ser exclusivamente el mercado quien se
    convirtiese en el mecanismo principal de asignación y
    provisión de los recursos.

    Los estudios que se habían realizado antes y
    después de la firma del Acta Unica ponían
    reiteradamente de manifiesto que en esa dinámica -y si no se establecían
    adecuados y potentes mecanismos de redistribución- se
    multiplicarían los desequilibrios y desigualdades.
    Incluso, más adelante, en el Comité presidido por
    Delors que debería presentar el Informe previo a la
    Unión Económica y Monetaria se pusieron de
    manifiesto posiciones contrarias acerca de esta filosofía.
    De una parte, la de quienes defendían que era preciso
    resolver previamente problemas estructurales de desigualdad entre
    regiones, para lo que había que avanzar en la
    dotación de infraestructuras que hicieran competitivas a
    todos los espacios de la comunidad. Y por otra, la
    argumentación -representrada por los portavoces del
    Bundesbank alemán y que se impuso finalmente- favorable a
    la supeditación de la política
    fiscal a la política
    monetaria al exigirse techos vinculantes a los
    déficits de los países y que entronizaba de manera
    mucho más contundente a las relaciones de
    mercado.

    Pero incluso a pesar del sesgo marcadamente liberal y
    monetarista del que se impregnó finalmente el Informe
    Delors, en él se llegó a advertir (punto 29) que
    "si no se presta suficiente atención a los desequilibrios regionales la
    Unión Económica habría de enfrentarse a
    graves riesgos
    económicos y políticos". Más adelante, el
    citado informe del IFO aventuraba igualmente futuros problemas
    incluso de "desintegración progresiva de las unidades que
    constituyen la Comunidad" por esta causa.

    El Tratado
    de la Unión Económica y Monetaria

    Fue en este Informe Delors donde se definen las
    condiciones y los requisitos que debían dar cuerpo al
    mercado único y, más adelante, a una
    auténtica unión económica y monetaria. Para
    ello se establecen cuatro medidas básicas que deben
    garantizar el ajuste necesario para homologar a las
    economías comunitarias en un contexto de mercado
    único: movilidad factores, flexibilidad salarial,
    convergencia de políticas económicas e
    intensificación de la competencia. Y,
    junto a ellas, se establecían los que debían ser
    los requisitos básicos de la unión monetaria: tipos
    de cambio
    irrevocablemente fijos, techos vinculantes a los déficits
    públicos y creación de un Banco Central
    Europeo para vigilar la estabilidad precios.

    Más adelante, el Consejo de Roma de 1.990
    confirmó la filosofía gradualista estableciendo
    tres etapas para conseguir la Unión Monetaria:

    1 – implantación del mercado único,
    progreso en la convergencia económica y reforzamiento de
    la coordinación de políticas
    monetarias.

    2 – Además de proseguirse en la convergencia y
    la coordinación, se crearían los embriones de las
    instituciones monetarias europeas y se
    reforzaría la implantación del ECU.

    3 – Fijación irrevocable de los tipos de cambio
    y moneda única.

    Sin embargo, mientras que el Acta Unica había
    avanzado más o menos bien, aunque no por ello sin
    problemas, el futuro de la Unión Monetaria no
    conseguía avistarse con solidez: la coyuntura
    económica ya cambiante y que comenzaba a dar signos de
    inversión en la dinámica de expansión, los
    conflictos
    internacionales como la Guerra del
    Golfo, la evolución desigual de las economías de la
    Comunidad, los cambios en los países del Este que
    habían obligado, sobre todo a Alemania, a distraer la
    atención hacia el exterior paralizaban en buena medida el
    proyecto.

    En ese contexto, el Tratado firmado en Maastricht no
    sólo será un simple relanzamiento del proyecto de
    integración, sino que permitirá también
    hacerlo con una doble conveniencia: ligándolo a los
    principios de mercado propios de la ideología liberal que en ese momento
    están en su mayor auge y, a la vez, proporcionando unos
    criterios de ajuste económico que resultarán mucho
    más fácilmente asumibles por la opinión
    pública al poder revestirse como pasos necesarios para un
    proyecto genéricamente deseable de Unión
    Europea.

    De la forma más resumida posible el Tratado se
    basa en dos grandes pretensiones: alcanzar como meta final la
    unión monetaria (para lo que se termina creando el Banco
    Central Europeo y adoptando el ecu como moneda única) y
    establecer unos objetivos monetarios y fiscales (las llamadas
    condiciones de convergencia) que hagan posible alcanzar lo
    anterior.

    Para ello los acuerdos de Maastricht
    contienen:

    – El Tratado sobre la Unión Europea que modifica
    el de Roma y los constitutivos de la CECA y EURATOM. Las dos
    terceras partes del texto se
    refieren a la Unión Económica y
    Monetaria.

    – Diecisiete protocolos de los
    cuales trece se refieren a aspectos relacionados con la UEM, y
    otros cuatro al Acuerdo Social sin el Reino Unido, a la
    cohesión económica y social, a los órganos
    consultivos de la comunidad y a la cuestión del aborto e
    Irlanda.

    – 33 Declaraciones

    Como se sabe, debe ser ratificado por todos los estados
    miembros durante 1.993 y, en la medida en que modifica el Tratado
    de Roma, exige unanimidad. Como queda dicho, la
    constitución de la UEM es la cuestion central del Tratado.
    El objetivo esencial es convertir al ECU en moneda única
    de la Comunidad y al Banco Central Europeo en la máxima
    autoridad
    monetaria de la misma.

    Este objetivo se pretende alcanzar en el Tratado creando
    instituciones europeas, estableciendo unas "condiciones de
    convergencia" y estableciendo fases para alcanzar los objetivos.
    Las instituciones serán las que deberán velar por
    el cumplimiento de las condiciones, marcar los ritmos, regular
    las funciones, etc. y
    las más importantes son:

    – El Instituto Monetario Europea que será el
    órgano encargado de la construcción de la UEM y que
    será asumido en su día por el Banco Central Europeo
    cuando se haya logrado la Unión Monetaria.

    – El Sistema Europeo de Bancos Centrales,
    en el que se integrarán los de los Estados
    miembros.

    – El Banco Central Europeo, que emitirá el ECU y
    que será la máxima autoridad monetaria de la
    comunidad.

    – El Banco Europeo de Inversiones.

    Otro aspecto esencial del Tratado lo constituyen las
    llamadas "condiciones de convergencia". Puesto que se trata de
    construir una Unión Económica y Monetariara debe
    procurarse que las economías que la van a integrar sean lo
    más homogéneas posibles. Por eso se quiere procurar
    que las economías tienda a tener una "presencia"
    macroeconomica semejante. Y ello se consigue estableciendo unas
    condiciones de convergencia, de acercamiento que son las
    siguientes:

    – permanecer al menos dos años en la banda
    normal del 2,25% de fluctuación y sin que sea necesaria
    devaluación en los dos años
    previos a la evaluación.

    – que la inflación no supere en más de
    un 1,5% la media de los tres países que la tengan
    más baja.

    – que los tipos de interés
    a largo plazo no sean superiores en más de dos puntos a
    la media de los tres paises con menor inflación el
    año previo.

    – que el déficit público no supere el 3%
    del PIB.

    – que el endeudamiento del sector
    público no supere el 60% del PIB.

    Por último, para alcanzar los objetivos se
    establece un calendario con etapas sucesivas y cuyos contenidos
    son los siguientes.

    1• etapa. Hasta el 1 de Enero de
    1.994.

    Si lo necesitan, los diferentes países elaboran
    programas de
    convergencia. Además, se siguen los procesos
    iniciados con el Acta Unica: libre circulación de
    capitales, coordinación de políticas monetarias,
    establecimiento del Mercado Unico en 1.993.

    2• etapa. De 1 de Enero de 1.994 a 1 de Enero de
    1.997 (como muy pronto o al 1 de Enero de 1999).

    Entonces se profundizará el camino para la UEM,
    con una disciplina
    más fuerte. Para ello,

    1. se prohibe la financiación monetaria del
    déficit público, que los países respalden
    la deuda de otro y el acceso preferencial de los Estados a los
    mercados
    financieros.

    2. Se inicia la independencia de los bancos centrales de sus
    gobiernos.

    3. Se crea el Instituto Monetario Europeo para
    reforzar la coordinación monetaria y establecer la mayor
    disciplina.

    4. La política fiscal de cada estado se
    supervisa multilateralmente para evitar los déficits
    públicos.

    5. Antes del 31 de Diciembre de 1.996 el consejo
    decidirá por mayoría cualificada si se cumplen
    las condiciones para entrar en la fase 3 y quienes
    pasarán a la misma.

    En ese momento pueden darse dos situaciones:

    a) una mayoría de estados cumplen las
    condiciones de convergencia. En este caso éstos pasan a
    la fase 3, cuya fecha de comienzo se fija en ese momento. Los
    demás quedan en situación de
    excepción.

    b) Sólo cumplen las condiciones una
    minoría de miembros. Entonces sólo estos
    entrarán en la 3 fase en 1-1-99.

    3• etapa.

    El inicio, como acabo de decir, depende del grado de
    cumplimiento de la convergencia. El Banco Central Europeo
    (rodeado por los 12 Bancos Centrales que componen el Sistema
    Europeo de bancos centrales) se instituye como autoridad
    monetaria máxima con el fin principal de mantener la
    estabilidad de los precios. El ECU se convierte en la moneda
    única de la Comunidad. Los estados miembros dejan de tener
    políticas monetarias independientes, pues esta es definida
    por el SEBC y la política monetaria externa la fija el
    consejo de Ministros de Economía y Finanzas y el
    BCE.

    Además se establecen reglas de política
    fiscal y se fijan los tipos de cambio irrevocables. Las
    implicaciones de una unión económica y
    monetaria
    Conviene precisar siquiera sea brevemente las
    connotaciones que lleva consigo alcanzar una estructura
    integradora como la prevista en el Tratado de la Unión
    pues en esta situación hay diferencias sustanciales con la
    forma en que se organiza la economía en estados
    nacionales.

    En relación con el mercado interno hay que tener
    en cuenta que en un estado nacional la actividad económica
    esta sometida básicamente a los mismos impuestos, a las
    mismas cargas sociales y existe un conjunto de normas legales
    que afecta por igual en su interior. Por el contrario, en una
    UEM, los sistemas impositivos no están plenamente
    homogeneizados, como tampoco los sistemas de seguridad
    social ni el conjunto de las normas legales.

    En relación con la moneda, en un estado nacional
    su gestión
    se lleva a cabo tomando en consideración la actividad
    económica y vinculada con el conjunto de decisiones
    económicas que adoptan los gobiernos, mientras que en la
    UEM el gobierno de la
    moneda está centralizado y su control es independiente
    tanto del gobierno europeo que en puridad no existe, como de los
    de cada país.

    Finalmente, también se produce un cambio
    sustancial en relación con la intervención de los
    propios Estados en la vida económica que se manifiesta
    incluso en términos puramente cuantitativos: mientras que
    en un estado nacional la actividad pública supone una
    parte muy importante de la actividad económica (un 44% en
    el caso español), en la UEM, es una parte muy
    pequeña (el presupuesto
    comunitario representa menos del 2% del PIB conjunto).

    En los estados nacionales el Estado ha
    llegado a desempeñar un papel redistributivo fundamental a
    través de la política de ingresos y gastos
    públicos; en la UEM, y a consecuencia de la reducida
    función
    de los mecanismos fiscales las actuaciones redistributivas son
    mucho menos potentes.

    En el ámbito de la protección social, el
    Estado facilita las mismas prestaciones sociales a todas las
    regiones en un estado nacional, mientras que en la UEM cada
    región, cada pais, tiene un sistema diferente y no se
    contempla su homogeneización al abandonarse la idea del
    espacio social europeo.

    En resumen, en un estado nacional la administración
    pública juega un papel corrector del mercado y de las
    vicisitudes de la moneda evitando que ambos den lugar a
    desigualdades agudas y que lleguen a poner en peligro la
    estabilidad social. Sin embargo, en la UEM los gobiernos de los
    países miembros no tienen soberanía para actuar en
    parcelas trascendentales de la economía: no pueden emitir
    moneda, no pueden incurrir en déficits presupuestarios, no
    pueden utilizar las variaciones en los tipos de cambio como
    instrumentos de política
    económica, no tienen en suma autonomía para
    llevar a cabo la política fiscal y monetaria.

    Independientemente de otras consecuencias a las que
    haré referencia inmediatamente, todo ello quiere decir,
    sobre todo, que se pierden instrumentos correctores de todo tipo
    facilitando por ello, tal y como es deseado, la libertad de
    movimientos de los agentes, de las mercancías y de los
    capitales y asumiendo los resultados de asignación y
    provisión que se derivan de ella sin los contrapesos que
    tradicionalmente utilizan los gobiernos nacionales para evitar
    los efectos malévolos que son inevitables en las
    relaciones de mercado, cuando estos son tan imperfectos como lo
    son en la realidad.

    Una
    evaluación global del Tratado de
    Maastricht

    Para analizar los previsibles efectos globales del
    Tratado sobre el bienestar social me parece necesario destacar
    los rasgos más importantes del modelo de crecimiento que
    propugna y el conjunto de prioridades de política
    económica que establece.

    Antes de nada, sin embargo, me parece necesario
    señalar que desde esos puntos de vista, el Tratado de
    Maastricht no supone verdaderamente una dinámica diferente
    a la que se había consolidado años antes y
    especialmente desde el Acta Unica. Sí es
    característico, sin embargo, su mayor rotundidad a la hora
    de asumir los principios del liberalismo y
    del monetarismo en
    boga y, en consecuencia, de reivindicar el mercado como eje
    central de la construcción europea.

    Y es precisamente de la consideración de esos
    principios, que en mi opinión son los que expongo a
    continuación, de donde pueden inferirse los efectos del
    Tratado sobre las condiciones de vida y trabajo que
    afectarán a los ciudadnos europeos en el
    futuro.

    1. El mercado como eje de la
    actividad económica

    El propio Tratado de la Unión Europea (art. 3 A)
    establece claramente que la política económica
    encaminada a alcanzar los objetivos comunitarios se
    llevará a cabo con "respeto al
    principio de una economía de mercado abierta y de libre
    competencia".

    En consecuencia, es inevitable que la discusión
    acerca del bienestar, de la desigualdad y los desequilibrios en
    la Europa comunitaria se proyecte sobre las consecuencias de este
    principio de respeto al mercado "de libre competencia" que
    inspira necesariamente la actuación de sus
    políticas económicas. De su asunción se
    siguen cuatro grandes criterios que deben gobernar la
    integración de las estructuras
    económicas de los estados miembros: la mayor movilidad
    posible de los factores (que garantice su desplazamiento
    allí donde su uso resulta ser más valioso), la
    flexibilidad salarial (que evite que los costes salariales
    constituyan un factor de rechazo a la valorización de los
    capitales en los lugares donde éstos encuentren mejores
    condiciones de aplicación en virtud de la búsqueda
    de economías de escala y
    proyección de mercado), convergencia de políticas
    económicas (que permita hacer efectiva la unión
    económica, puesto que ésta comporta una
    limitación en los instrumentos de política
    económica de cada estado) y política de competencia
    (que elimine trabas y obstáculos para la
    rentabilización de los capitales en el
    mercado).

    Se supone que el funcionamiento del mercado
    garantizará la movilidad suficiente y la eficiencia
    necesaria de manera que el Mercado Unico primero y la
    Unión Económica y Monetaria más tarde
    permitan que "todos salgan ganando" con la
    integración.

    La plena movilidad, por una lado, haría posible
    la expresión de las ventajas comparativas de cada Estado o
    región permitiendo la especialización y la ventaja
    recíproca de todas ellas, mientras que la diferencial de
    salarios, lejos de constituir un incómodo elemento de
    divergencia, sería el factor que garantizaría el
    fluir de los capitales a las regiones menos desarrolladas y con
    más bajos costes del trabajo.

    Sin embargo, la realidad de las cosas es bien distinta.
    Cuando se profundiza en la dinámica del mercado, resulta
    que ésta no produce el efecto equilibrador pretendido,
    sino más bien el contrario. Como puso de manifiesto el
    IFORME PADOA, "las regiones sólo tienden a igualar sus
    ingresos per capita, como resultado de la movilidad de los
    capitales y de la mano de obra, bajo ciertas condiciones
    excepcionales y nada realistas…La historia y la teoría
    económica enseñan que cualquier
    extrapolación de la teoría de la "mano invisible"
    al mundo real de la economía regional, en presencia de
    medidas de apertura de mercados,
    carecería de todo fundamento".

    La economía comunitaria se caracteriza por la
    amplia presencia de fenómenos de concentración
    oligopólica (frente a los que, por cierto, tan poco
    combate presenta la política "de competencia") que
    originan que los mercados sean extraordinariamente imperfectos.
    Además, la existencia de economías de escala como
    determinantes -más que la ventaja comparativa- de la
    especialización en el somercio son circunstancias que,
    como también señaló Krugman, no permiten
    distinguir claramente las consecuencias positivas de la
    integración en todas las zonas afectadas.

    Por el contrario, este autor indica que "el principal
    obstáculo para reforzar la integración
    económica reside en el hecho de que, al menos a corto
    plazo, sus beneficios no se distribuyen de igual manera entre los
    países". Como tampoco hay evidencia empírica alguna
    de que los costes salariales más bajos de las regiones
    menos desarrolladas constituyan un incentivo suficiente para la
    atracción de capitales, toda vez que éstos, en las
    condiciones de transnacionalización existentes, pueden
    supeditar como regla general la variable salarial a otras como la
    productividad, los costes derivados de la peor infraestructura,
    la diferenciación de precios que permite la estructura
    oligopólica del mercado, o la más habitual
    aparición de economías de escala, de
    concentración o integración en las zonas más
    desarrolladas.

    Estas circunstancias, y el hecho de que la
    integración a través del mercado conlleva una
    reducción de las barreras que pueden proteger a las
    economías más débiles, ocasionan, por lo
    tanto, una mayor indefensión de estas últimas y, en
    suma, que sean las más desfavorecidas, tal y como han
    puesto de manifiesto los diferentes informes que se han venido
    citando, mientras que las más ricas serían
    también las más favorecidas.

    2. La renuncia a una
    auténtica cohesión social
    comunitaria

    La profundidad de los desequilibrios regionales y de las
    desigualdades personales han sido de tal magnitud que la propia
    Comunidad ha sido consciente de los peligros que se generan sobre
    su propio futuro.

    Esta preocupación llevó a poner sobre el
    tapete la necesidad de alcanzar un adecuado nivel de
    cohesión social y económica entre los Estados
    miembros, lo que reconoció incluso la propia
    Comisión de las Comunidades al señalar, en el
    Consejo celebrado en junio de 1.989, que aquella debía
    constituir el contexto en donde debía desarrollarse el
    proyecto hacia la Unión Económica y
    Monetaria.

    En el Tratado de la Unión Europea la
    cohesión social sigue constituyendo un objetivo del
    proyecto integrador (art. 2), aunque no una condición para
    impulsar el crecimiento económico y para determinar las
    medidas de política económica. Y, de hecho, tal y
    como puede comprobarse en el Protocolo sobre
    la cohesión económica y social que acompaña
    al Tratado, se reduce al fomento de mecanismos reequilibradores,
    renunciándose, de esa forma, a comprenderla como un
    prerequisito del crecimiento económico igualador e
    igualitario.

    Puede decirse, por tanto, que se ha renunciado a la
    cohesión social tal y como había sido formulada
    inicialmente, como el "grado hasta el cual las desigualdades en
    el bienestar económico y social entre distintas regiones o
    grupos de la
    Comunidad son política y socialmente tolerables". Desde
    antes del Tratado, y después con mucha mayor rotundidad,
    el concepto de
    cohesión social ha ido perdiendo, especialmente a la hora
    de hacer efectivas las políticas económicas
    globales, esa significación amplia y ligada a la
    fijación de objetivos concretos sobre el bienestar social,
    para quedar reducida a una simple aspiración compensatoria
    ante los desequilibrios que esas mismas generan.

    La cohesión social es ciertamente un objetivo que
    se reputa necesario (aunque no siempre ni en la misma medida
    deseado por todos) para hacer frente a los desequilibrios ya
    lacerantes que afectan a la Comunidad, pero lo es tan sólo
    como un simple bálsamo paliativo de los efectos perversos
    del modelo de crecimiento adoptado y de los estímulos que
    han sido preferidos para incentivarlo, no como una
    característica que se desee como intrínseca al
    mismo.

    Efectivamente, el punto de partida esencial que se
    consolida con el Tratado de Mastricht es que debe llevarse a cabo
    sobre la base del "ajuste de mercado", tal y como expresó
    en su día con total claridad la principal autoridad
    monetaria europea al afirmar que "la reducción de los
    desequilibrios estructurales debe ser corregida principalmente a
    través de los mecanismos de ajuste de mercado: el
    otorgamiento de asistencia financiera para promover la
    cohesión económica y social tan sólo
    lograría minar ese proceso" y así lo ha admitido en
    diversas ocasiones el Presidente Delors al expresar la
    inoportunidad de generar fondos de compensación
    europeos.

    Y lo que resulta esencial en este sentido es que la
    dinámica del mercado es no sólo productora, sino
    también reproductora de desigualdad cuando se parte de
    dotaciones iniciales de recursos desiguales, tal y como
    evidentemente sucede en la realidad comunitaria. Precisamente por
    ello, cuando se prioriza el fortalecimiento del mercado y si es
    que no se desea un auténtico desbordamiento de los
    desequilibrios, resulta necesario un extraordinario esfuerzo
    presupuestario tan sólo para limitar un impacto
    desigualador tan grande como el que, en el caso de la Comunidad
    Europea, lleva consigo la construcción del mercado
    único.

    3. La inexistencia de
    impulsos fiscales para la redistribución

    Sin embargo, la posible magnitud de ese esfuerzo se ve
    enormemente reducida en el seno de la Comunidad, en primer lugar,
    por las limitaciones propias de su política presupuestaria
    y, en segundo, porque el camino hacia la Unión
    Económica y Monetaria se orientó por la senda
    más útil para hacer posible tan sólo la
    libertad de operar en los mercados y para fortalecer un modelo de
    crecimiento cuyo caracter "intrínsecamente
    desequilibrador" ya había sido puesto de manifiesto
    reiteradas veces como una importante amenaza para los
    desequilibrios existentes en el interior de la Europa
    comunitaria.

    El conocido como Informe MacDougall puso de relieve la
    gran potencia
    redistributiva del sistema
    tributario y del gasto
    público en Europa al señalar cómo
    habían contribuido a reducir las desigualdades en renta
    per capita de los países estudiados en torno a valores
    cercanos al 40%. Pues bien, para alcanzar este efecto en la
    Comunidad de los doce sería preciso un volumen de
    transferencias equivalente aproximadamente al 2% del PIB
    comunitario, mientras que el gasto total comunitario en 1.992
    representó algo menos del 1,3% de dicha
    magnitud.

    Y a esta limitación puramente cuantitativa hay
    que añadir otras circunstancias que impiden de hecho el
    suficiente impacto redistributivo de la política
    presupuestaria de la Comunidad. En primer lugar, el caracter
    regresivo de la estructura de ingresos por causa del gran peso
    del recurso IVA. En
    segundo, que, a pesar de que en conjunto los Estados menos
    desarrollados contribuyen en menor medida a las arcas
    comunitarias, aún se producen situaciones de claro
    desequilibrio (como es el que -gracias a los pagos por la PAC-
    Dinamarca o los Países Bajos sean beneficiarios netos y
    resulten más favorecidos que Italia o España). Y,
    finalmente, que como consecuencia del diseño del ajuste y
    de las reglas de convergencia establecidas para alcanzar la
    Unión Económica y Monetaria se produce una
    importante pérdida de impulsos fiscales como consecuencia
    de tres circunstancias singulares: la supeditación de las
    políticas presupuestarias al cumplimiento de los objetivos
    de estabilidad monetaria exigidos, la pérdida de
    versatilidad de los instrumentos tradicionales de la
    Política Fiscal como consecuencia de la limitación
    de los déficits públicos y, por último, a
    causa del fenómeno llamado de "desfiscalización
    competitiva" provocado por la menor recaudación a que
    puede dar lugar el incentivo a la movilización de los
    factores.

    Y, en definitiva y de manera mucho más
    trascendental, porque se ha renunciado a la creación de
    una auténtica Hacienda Europea, condición
    imprescindible -en un proceso cuyo contexto final pretende ser el
    de la unión política- para que la
    integración económica fuese una realidad no
    sólo desde la perspectiva del equilibrio entre los
    agregados económicos relativos a la moneda y la
    estabilidad de los precios. Todo ello permite concluir
    claramente, como lo hizo el Informe IFO, que las dotaciones
    presupuestarias "no pueden paliar de modo significativo las
    disparidades regionales ni siquiera cuando los efectos positivos
    sean considerables en las regiones
    problemáticas".

    4. La visión
    macroeconomizada y nominal de la política
    económica

    Como consecuencia del carácter que impregna al
    modelo de crecimiento en que se basa la integración
    europea las política económicas que le sirven de
    estímulo presentan a su vez rasgos definitorios y que
    condicionan los resultados que pueden alcanzar sobre el empleo y
    el bienestar. Los más importantes en mi opinión son
    los siguientes.

    En primer lugar, la opción por un significado
    macroeconomizado de la convergencia entre las diferentes
    economías de los estados miembros que ha supuesto
    renunciar a lo que se llamó la "convergencia real", esto
    es, la que contempla la evolución y distribución
    del producto interior, la tasa de crecimiento económico o
    el volumen de desempleo. Eso implica que, incluso de poder
    alcanzarse, la convergencia entre las economías nacionales
    no será plena pues dejará de afectar a la actividad
    productiva, a las condiciones en que se desenvuelve la
    economía real y que son las que inciden realmente sobre
    los ingresos de quienes sólo pueden obtenerlos con la
    contribución de su trabajo.

    En segundo lugar, la naturaleza del ajuste preciso para
    conseguir la convergencia que se ha basado principalmente en la
    flexibilización y la re-regulación. De esta forma
    se dejan inermes a las zonas o los agentes económicos
    más debilitados por la competencia oligopólica y
    las estrategias de
    las corporaciones transnacionales, cuya secuela de
    imperfección en los mercados no se encuentra, sin embargo,
    limitada.

    En tercer lugar, la severidad de las reglas de cambios
    establecidas como soporte del Sistema Monetario Europeo. Estas,
    además de ser técnicamente incapaces de evitar la
    inestabilidad monetaria (como la tozudez de los hechos no ha
    tardado en demostrar), limitan la capacidad de ajuste exterior e
    interior de los Estados al impedirles utilizar la palanca del
    tipo de cambio
    que es necesaria cuando no existe homogeneidad real entre sus
    estructuras productivas, regionalizan los que hasta ahora son
    problemas internos de balanza de pagos
    y conducen, como reconoció Schlesinger, gobernador adjunto
    del Bundesbank, "a un mayor declive

    relativo en las regiones que ya eran estructuralmente
    débiles y a una degradación de las balanzas
    comerciales de los miembros menos competitivos del Sistema
    Monetario Europeo". Finalmente, hay que destacar la prioridad
    concedida a la Política Monetaria a la hora de abordar los
    desequilibrios que produce el proceso de integración en su
    conjunto y en el interior de cada economía y que viene a
    convertir a la moneda en el signo distintivo de la Unión
    Europea (desde luego con pretensiones más prosaicas y
    alejadas del europeísmo inicial de los padres
    fundadores).

    Este vigor inusitado que se le proporciona a la
    política monetaria tiene un significado triple que tampoco
    debe pasar desapercibido desde el punto de vista del bienestar.
    En primer lugar que esta política tiene la ventaja de que
    requiere menos aparato administrativo y se instrumenta desde los
    Bancos Centrales (en el futuro, y con gran autonomía,
    desde el Banco Central Europeo) organismos más defendidos
    del control parlamentario y ciudadano. En segundo lugar, que
    permite además regular directamente la circulación
    monetaria que es el lugar privilegiado de realización de
    los beneficios si se tiene en cuenta que la reconversión
    productiva destruye tejido industrial y libera ingentes recursos
    financieros destinadas a la especulación financiera y a la
    inversión no productiva y para cuya rentabilización
    son imprescindibles políticas de tipos de interés
    adecuadas. En tercer lugar, y lo que no es menos importante, que
    bajo la apariencia de que está libre de toda
    connotación redistributiva permite sin embargo llevar esta
    a cabo y a favor de los agentes más poderosos que disponen
    de gran liquidez, principalmente las grandes empresas europeas y
    transnacionales, al concebirse para dejar hacer al sistema de
    intercambio que produce la desigualdad.

    Todo ello quiere decir que el diseño de la
    convergencia y el de las propias políticas
    económicas ha vuelto la cara a la necesidad de fortalecer
    los espacios productivos, de generar impulsos endógenos
    creadores de renta e ingresos y que se ha preferido, por el
    contrario, consolidar un doble status comunitario: el de las
    economías cuya fortaleza (por el peso específico
    que allí tiene la gran empresa)
    están en condiciones de alcanzar un estado nominal de
    equilibrio macroeconómico y, de otro lado, el de los cada
    vez más numerosos sectores o incluso economías en
    su conjunto que se convertirán en dependientes de lo que
    se ha llamado "el núcleo duro" de la Comunidad y que, con
    menor riqueza y menos liquidez, no podrán escapar de la
    política del subsidio ni del declive industrial y
    productivo.

    5. Una renuncia
    exlícita al igualitarismo y al bienestar
    general

    Resulta verdaderamente sorprendente que los
    diseños ejecutivos del proceso de integración
    europea hayan estado tan sordos ante las precauciones advertidas
    por tantos informes y dictámenes elaborados, incluso, por
    encargo de las propias instituciones comunitarias. Soslayando los
    peligros del desequilibrio y la desigualdad, la apuesta realizada
    por la estrategia de
    mercado deriva en un ajuste traumático a costa de la
    colocación rentable de los capitales en el solar europeo.
    Gracias a la liberalización y la flexibilización de
    las estructuras productivas que simplemente facilitan la
    concentración y el dominio de los
    mercados se generan, finalmente, mercados imperfectos y bien
    distintos de los de libre competencia a los que se alude en las
    declaraciones de principios, pero que constituyen un contexto
    ideal para que resulten fortalecidas las estrategias de
    predominio de los intereses comerciales y financieros más
    poderosos.

    Sin que pueda negarse, como he señalado antes, la
    reacción comunitaria frente a la desigualdad, ésta
    no deja de ser sino un intento, tan contradictorio como a la
    postre poco eficaz, de paliar los efectos desigualadores que
    ocasiona la concentración, la desarticulación de
    las políticas de ajuste interno de los estados y el
    debilitamiento de sus barreras frente a un exterior que, bajo
    esas coordenadas, es siempre amenazante. Al salvaguardar por
    encima de todo un modelo de crecimiento basado en el
    aprovechamiento de las situaciones de desigual dotación de
    recursos se incentiva inevitablemente y de manera
    simultánea un reparto igualmente desigualitario y
    desigualador que se expresa en la exclusión y en el
    empobrecimiento. Pero es que, incluso cuando se les hace frente
    incluso con recursos menguados, cuando las políticas
    públicas se autonomizan de los "valores de mercado"
    -naturalmente insolidarios- para contener el malestar social o
    evitar sus expresiones más rebeldes, se incurre
    necesariamente en la contradicción de generar
    desincentivos a la propia dinámica del mercado, provocando
    (por ejemplo, a través, de los déficits
    públicos) su inestabilidad y su falta de resguardo. Presas
    de esta contradicción, las políticas comunitarias
    para el bienestar sucumben finalmente ante las poderosas armas de la
    competencia oligopólica y el mercado, cuya demanda no la
    realizan los pobres y menestorosos sino quienes disponen de
    influencia política por su poder
    económico.

    Por otro lado, vincular tan excesivamente el proceso de
    Unión Europea a la consecución de equilibrios
    macroeconómicos que no tienen en cuenta la diversidad real
    de las economías y las sociedades que integran la
    Comunidad (ni pueden pretender alcanzarla puesto que ésa
    es la base de la rentabilidad
    transnacional) no puede sino dar lugar a la divergencia real y
    nominal, como en buena medida se puede comprobar si se compara la
    situación de cada estado en relación con las reglas
    de convergencia desde su aprobación en Maastricht hasta la
    fecha, la vulnerabilidad frente a las tensiones internacionales
    o, incluso, su muy débil arraigo en la opinión
    pública.

    De ahí, en definitiva, la enorme esquizofrenia que
    caracteriza al proceso hacia la Unión después del
    Tratado de Maastricht y de la puesta en práctica de los
    programas de convergencia: cuando más necesario es el
    apoyo ciudadano para la integración, cuando más
    falta hace la legitimización pública del proceso,
    más ciudadanos descontentos se crean, porque cada vez son
    más los parados y los indigentes, es decir los que no
    están llamados a disfrutar del festín generado para
    que las grandes empresas puedan "competir de manera más
    agresiva en el mercado mundial". Objetivo, naturalmente, para el
    que la igualdad constituye efectivamente una "amenaza" cuya
    institucionalización, se ha llegado a decir,
    "disipará las ventajas de la profundización de la
    Comunidad Europea". Los primeros pasos dados para la
    ratificación del Tratado han mostrado el coste
    político de esas contradicciones; la inestabilidad
    financiera es así mismo buena prueba de lo fútil
    que es diseñar proyectos de progreso sobre bases
    nominalistas; los programas de convergencia no han llegado a ser
    verdaderamente más que intentos de rígido ajuste
    sin consenso social y que han sembrado inquietud sin reducir el
    malestar social; su eficacia para
    acercar entre sí las distintas economías europeas
    se ha mostrado técnicamente tan reducida como
    inútil su pretensión de garantizar una
    evolución armónica hacia la Unión de las
    diferentes naciones comunitarias; los plazos establecidos no han
    servido, en fin, sino para reproducir una vez más el
    protocolo vacío de las grandes fechas
    memorables.

    Las cumbres posteriores a la firma del Tratado han
    constituido ceremonias progresivas donde se han inmolado las
    ilusiones unitarias bajo fórmulas de renuncia tan
    subrepticias como la de "las dos velocidades" o "la unión
    a la carta",
    únicas alternativas encontradas frente a los nuevos
    coletazos de crisis, de
    desempleo y de insatisfacción. Incluso las tímidas
    demandas del Presidente Delors para que la convergencia contemple
    los niveles de desempleo como forma de considerar la
    situación real de las economías no han servido sino
    para debilitar su propia posición política, en un
    contexto en el que las llamadas al pragmatismo
    ocultan verdaderamente la falta de proyectos realistas y, mucho
    menos, de mayor bienestar social.

    En realidad, tan sólo la nave nodriza de la
    centralización monetaria surca sin
    contratiempos las aguas comunitarias. Sin que a los poderes
    establecidos parezca preocupar, más bien todo lo
    contrario, que también en la nueva Europa sólo el
    viejo caballero, como dijo Quevedo, "da y quita el decoro y
    quebranta cualquier fuero".

    Juan Torres Lopez

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