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Por qué decirles NO al ALCA y al TLC



     

     

    Nada que destruya la producción, el trabajo y
    el ahorro
    nacionales para reemplazarlos por los de los extranjeros conduce
    al desarrollo de
    un país. Colombia, como
    todo el continente, nunca ha recibido tanta plata del exterior,
    por crédito
    o inversión, y tampoco nunca ha estado peor.
    "Durante siglos Inglaterra se
    apoyó en la protección, la apoyó hasta
    límites
    extremos y logró resultados satisfactorios. Luego de dos
    siglos, consideró mejor adoptar el libre cambio, pues
    piensa que la protección ya no tiene futuro. Muy bien,
    señores, el
    conocimiento que yo tengo de nuestro país me lleva a
    pensar que, en doscientos años, cuando Estados Unidos
    haya sacado de la protección todo lo que ella puede darle,
    también adoptará el libre cambio".

     

    Ulysses Grant, presidente de Estados Unidos, (1868-1876)
    Aunque parezca mentira, los mismos que defendieron y aplicaron
    las políticas
    que llevaron a Colombia a una crisis sin
    precedentes todavía siguen al mando y, como si fuera poco,
    insisten en que deben profundizarse esas orientaciones, por lo
    que hay que suscribir "afirman" el Área de Libre Comercio de
    las Américas (Alca) y el Tratado de Libre
    Comercio (TLC) con
    Estados Unidos. De ahí que cualquier análisis sobre lo que les sucederá a
    los colombianos con el siguiente paso de la
    globalización neoliberal deba empezar por un balance
    de lo ocurrido desde 1990, cuando los presidentes Barco y
    Gaviria, sin consultarle a la nación,
    decidieron aplicar el llamado ¿Consenso de Washington? Que
    definieran los estrategas estadounidenses.

     

    Lo que enseña
    la experiencia

    En el decenio de 1990, después de décadas
    de muy escasos y recortados progresos económicos y
    sociales, pero de avances al fin y al cabo, Colombia, al igual
    que los demás países latinoamericanos que aplicaron
    el recetario neoliberal, entró en una crisis
    económica tan profunda que todos los analistas coinciden
    en calificarla como la peor de su historia. Es tan grave, que
    el grado de sufrimiento al que ha llevado a los sectores
    populares, a una porción considerable de las capas medias
    y a no pocos empresarios supera cualquier capacidad de descripción, dolorosa realidad que en este
    texto por lo
    breve no cabe detallar, y porque nadie, ni los que la causaron,
    la niega en el país. El contraste consiste en que no todos
    se han empobrecido, porque la concentración de la riqueza
    ha aumentado en los bolsillos de la insignificante minoría
    que salió gananciosa del desastre, en una de las naciones
    con mayores desigualdades sociales del mundo.

    ¿Cuáles fueron las causas fundamentales de
    esta hecatombe económica y social, de cuyo acierto en
    precisarlas depende que pueda superarse, tomando los correctivos
    que sean del caso? En tres pueden dividirse las principales
    políticas dictadas por el gobierno de
    Estados Unidos y su cancerbero, el Fondo Monetario
    Internacional (FMI), los centros
    de poder de donde
    provienen las ideas con las que posan de sabios los neoliberales
    criollos: una menor protección de la industria y el
    agro frente a la competencia
    extranjera, la privatización total o parcial de los
    principales activos del
    Estado y de los servicios que
    hasta ese momento habían sido deberes suyos frente a los
    colombianos, y el aumento de las gabelas al capital
    financiero nacional y foráneo.

    Como algunos lo advertimos desde 1990, la apertura
    condujo a que las importaciones
    superaran de lejos a las exportaciones y a
    que, por tanto, la balanza
    comercial del país, que había sido equilibrada
    por décadas, se convirtiera en negativa en un promedio de
    3.098 millones de dólares anuales entre 1993 y 1998, con
    unas pérdidas totales de 18.587 millones de
    dólares, suma muy parecida al incremento de la deuda externa
    nacional en ese lapso. Y las principales exportaciones de
    Colombia siguieron siendo, de lejos y como siempre, de café,
    banano, flores, petróleo, oro,
    níquel y carbón, productos que
    se exportan con muy poca o ninguna transformación y cuyos
    despachos no tienen nada que ver con la implantación del
    modelo
    neoliberal.

    En consecuencia con el alud de importaciones, las
    agropecuarias pasaron de 700 mil a siete millones de toneladas y
    el sector perdió 880 mil hectáreas de cultivos
    transitorios y 150 mil empleos, a lo que se le agregó la
    crisis del café, que redujo su área en 200 mil
    hectáreas y su producción en seis millones de
    sacos, también originada en la imposición del
    neoliberalismo
    en el mundo, que en este caso les entregó a las
    trasnacionales de su comercio la
    potestad de bajar los precios de
    compra a su arbitrio. Por su parte, los indicadores de
    la industria manufacturera cayeron en proporciones incluso
    mayores, realidad que muchos ignoran porque la han ocultado
    quienes tienen como primer deber informarla, pero que resulta
    incontrovertible: entre 1993 y 1999, la suma de los porcentajes
    de los Productos Internos Brutos anuales del sector agropecuario
    llegó a la muy mediocre de 7,35 por ciento (+1,05 promedio
    anual), pero la de la industria manufacturera mostró una
    reducción de 5,9 por ciento (?0,84 promedio anual), lo que
    significa una diferencia notable, del 13,25 por ciento, la cual
    se agigantaría en términos relativos si las cifras
    se dieran sin incluir el aporte de las trasnacionales que operan
    en el país, pues es obvio que la peor parte la llevaron
    las factorías no monopolistas de los productores
    nacionales. Y también se desconoce que si el desastre
    industrial y agropecuario no alcanzó proporciones mayores
    ello se debió a que la desprotección no
    llegó al ciento por ciento, como bien lo muestra que el
    arancel promedio de las importaciones de origen agrícola y
    pecuario ronda por el sesenta por ciento y que la industria
    disfruta de protecciones reales aún mayores.

    Además, y en consecuencia, al reducirse la
    producción urbana y rural, a la par con las rentabilidades
    de quienes no se quebraron, sufrieron el comercio, el transporte y
    el resto de la economía, donde
    también cayeron el número de empresas, las
    utilidades, el empleo y los
    salarios. Al
    mismo tiempo, y con
    el propósito de darle largas a un modelo económico
    que ya para 1993 mostró que conduciría a un
    retroceso económico y social notable, los neoliberales se
    dedicaron a conseguir con los extranjeros los dólares que
    exigía el pago de las importaciones, y que no se
    podían generar con las exportaciones nacionales. Para tal
    efecto, convirtieron el país en el paraíso de los
    inversionistas, banqueros y vulgares especuladores
    foráneos, a quienes atrajeron mediante lo único que
    los estimula: unas tasas de ganancia mayores que las que pueden
    conseguir en sus lugares de origen. Entonces, les hicieron
    grandes entregas a menos precio de los
    recursos
    naturales, los servicios
    públicos domiciliarios y el sector financiero, entre
    otras áreas, en tanto la deuda externa pública y
    privada, que había tardado un siglo en llegar a 17.278
    millones de dólares, más que se duplicó en
    sólo seis años, entre 1992 y 1998, cuando
    alcanzó 36.682 millones de dólares. El tapen-tapen
    del hundimiento del sector real de la economía se
    completó inflando la capacidad de gasto de los
    particulares y del Estado mediante todo tipo de facilidades a un
    endeudamiento irresponsable, que también le dio
    pábulo a una gran especulación inmobiliaria. Una
    vez los prestamistas extranjeros empezaron a resistirse a seguir
    prestando porque era obvio que no podían sostenerse unas
    balanzas comercial y de pagos cada vez más deficitarias,
    elevaron todavía más las tasas internas de interés,
    hasta niveles de escandalosa usura, lo que le dio el puntillazo a
    la producción, disparó el desempleo y
    desquició la capacidad de pago de los endeudados,
    arrastrando a la crisis a los propios banqueros y precipitando el
    colapso económico de 1999, el peor desde que se llevan
    estadísticas en Colombia. Y como ni ante lo
    ocurrido modificaron la estrategia, el
    déficit de la balanza comercial creció en otros
    1.723 millones de dólares entre 1999 y 2002, para una
    pérdida total de 20.310 millones de dólares desde
    que empezó la apertura, la deuda externa llegó al
    tope de 39.038 millones de dólares en 2001 y la
    economía sigue con un comportamiento
    tan mediocre que podría terminar en otra crisis
    mayúscula.

    Como estaba calculado por los neoliberales, en la misma
    medida en que naufragaba la economía no monopolista
    creció la concentración de la propiedad y en
    especial la de los extranjeros, bien fuera porque aparecieron
    trasnacionales en sectores donde no las había, como en el
    caso del comercio, o porque los monopolios públicos se
    convirtieron en privados, como sucedió en los servicios
    públicos domiciliarios, o porque el Estado les
    vendió su participación a sus socios, como lo
    muestran el carbón y el níquel, o porque hasta los
    "cacaos", como llaman en Colombia a los monopolistas criollos,
    tuvieron que feriar varias de sus empresas y retroceder en
    algunos sectores, como lo ilustran las finanzas, las
    comunicaciones
    y la aviación.

    El cuadro del desastre se completa al saberse que la
    tasa de ahorro nacional, el principal indicador para medir si un
    país tiene futuro o no, porque de ella depende la
    inversión productiva, cayó a la mitad con respecto
    a la de 1990, así como que el Estado debe tanto que desde
    hace años sus nuevos préstamos se adquieren para
    pagar las deudas contraídas, créditos que se contratan condicionados a
    profundizar el modelo neoliberal, lo que constituye su peor
    defecto, y que podría llegar el momento en que no puedan
    atenderse así le incrementen hasta el delirio los impuestos a los
    sectores populares y a las capas medias y disminuyan hasta la
    insignificancia el gasto
    público.

    Con la astucia que los caracteriza, los neoliberales
    dicen que no fue la apertura la que golpeó la industria y
    el agro sino la revaluación del peso, ocultando que el
    peso tenía que valorizarse frente al dólar si
    entraban miles de millones de dólares al país y si
    se definía entregarle al "mercado" "el
    nombre que en este caso les dan a las andanzas de un
    puñado de especuladores" la potestad de fijar el precio de
    las divisas y la
    tasa de
    interés, como bien lo está confirmando lo
    ocurrido en 2003 y 2004. También alegan que no fueron sus
    políticas las que generaron el desastre sino el elevado
    gasto público y el déficit fiscal que
    vino con él, silenciando que estos problemas
    responden a la estrategia de mantener funcionando mediante la
    deuda una economía que estaba siendo destruida por las
    importaciones, así como al salvamento de los banqueros
    víctimas de la incapacidad de pago de los endeudados y a
    que los recaudos por impuestos, afectados por la baja de los
    aranceles y
    por la crisis económica, no han aumentado lo suficiente, a
    pesar de aprobarse una reforma tributaria cada 18 meses y que la
    participación de los tributos en el
    Producto Interno
    Bruto (PIB)
    pasó del 7,85 al 13,36 por ciento del PIB entre 1990 y
    2002. Tampoco resiste análisis su alegato de explicar la
    crisis por los pagos de las pensiones, asunto al que con
    maña desligan de sus medidas, pues el faltante obedece a
    la caída de la economía, que redujo los salarios,
    el empleo formal y sus aportes, y a haberles pasado los
    cotizantes a los fondos privados, que ya poseen 22 billones de
    pesos dedicados a la especulación financiera, en tanto le
    dejaron al Estado la responsabilidad de pagarles a los
    pensionados.

    Mención aparte merece la dolorosa
    situación de los millones de compatriotas que han tenido
    que irse al exterior a trabajar en las peores condiciones, porque
    en el país no encontraron en qué ocuparse.
    ¿A cuándo ascenderían las tasas de desempleo
    que reconoce el Dane sin esa migración
    enorme? ¿Cuánto ha perdido Colombia formando
    personas de las que se aprovechan Estados Unidos y otros
    países? Pero lo más indignante de este caso reside
    en que son las remesas en dólares de esos colombianos "que
    ya llegan a tres mil millones de dólares anuales" las que
    están permitiendo pagar unas importaciones y una deuda
    externa que de otra manera no podrían pagarse. Dolorosa
    paradoja la de estos paisanos: es su doble sacrificio "irse de su
    Patria, y girar cada mes" el que les permite a los neoliberales
    criollos darse aires de estadistas por mantener funcionando un
    modelo económico que los maltrata como a los que
    más.

    Y tan tiene origen lo ocurrido en el desbalance entre
    exportaciones e importaciones, que las principales medidas
    tomadas desde 1999 apuntan a resolverlo. El peso se
    devaluó como una imposición de las realidades
    económicas en un ambiente de
    dejarle al "mercado" la fijación de su precio, y para
    disminuir las importaciones y aumentar las exportaciones por la
    vía de encarecer las primeras y abaratar las segundas, de
    forma que se equilibraran o al menos disminuyeran sus enormes
    diferencias. Aun cuando lo tratan de ocultar, se sabe que la
    decisión de empobrecer a los colombianos, además de
    mejorar la capacidad exportadora compitiendo con bajos salarios,
    tiene que ver con que se consuma menos para que se importe menos,
    y evitar otra crisis de la balanza de
    pagos.

    Quedó entonces la economía colombiana en
    un círculo vicioso del que no podrá salir sin
    romper con las orientaciones del Fondo Monetario Internacional,
    en razón de que si mejora su situación
    económica general se aumenta lo importado frente a lo
    exportado, y si aumenta la inversión
    extranjera para compensar las mayores compras al
    exterior se revalúa el peso, situaciones las dos que
    empujan hacia una balanza comercial deficitaria.

    Los hechos, que son tozudos, confirmaron lo que ya se
    sabía: que nada que destruya la producción, el
    trabajo y el
    ahorro nacionales para reemplazarlos por los de los extranjeros
    conduce al desarrollo de un país. Colombia, como todo el
    continente, nunca ha recibido tanta plata del exterior, por
    crédito o inversión, y tampoco nunca ha estado
    peor, pero sí es seguro que lo
    estará si le imponen el Alca o un acuerdo de "libre
    comercio" con Estados Unidos, porque estos avanzan por la misma
    senda que condujo el país a la debacle.

    El cambio ocurrido en las relaciones de
    dominación de Estados Unidos sobre Colombia, que son las
    que en lo fundamental explican el subdesarrollo
    nacional de antes de 1990, cuando también el Fondo
    Monetario Internacional definía la política
    económica, lo resumió Francisco Mosquera: "Se
    trataba (en el pasado) de una expoliación disimulada,
    astuta, que nos permitía algún grado de desarrollo,
    complementario a la sustracción de las riquezas del
    país. Digamos que los gringos chupaban el néctar
    con ciertas consideraciones. Pero con la apertura la
    extorsión se ha tornado descarada, cruda, sin miramiento
    alguno". Así las cosas, la pregunta que se hacen tantos de
    por qué el Fondo Monetario Internacional insiste en
    aplicar un modelo que ?ha fracasado?, ya tiene respuesta. En
    realidad, dicho fracaso existe si se juzga el neoliberalismo como
    una orientación encaminada a desarrollar a Colombia y a
    América
    Latina. Pero si se mira como lo que en verdad es, como una
    política
    en beneficio de las trasnacionales y de Estados Unidos, el
    éxito
    ha sido total. ¿O no es un triunfo para los gringos haber
    duplicado la deuda externa colombiana en un lapso
    brevísimo?

    ¿O haber aumentado sus exportaciones
    agrícolas y de todos los géneros? ¿O haber
    adquirido a precio de feria lo mejor del patrimonio
    económico nacional? Que cada uno habla de la corrida
    según le va en ella, también se aplica en este
    caso.

    ¿Por qué va a censurar César
    Gaviria Trujillo unas ideas y unos hechos que lo sacaron de ser
    un politiquero de tercera categoría, perdido en Pereira,
    para llevarlo a vivir como un príncipe en
    Washington?

     

    Por qué no se
    puede competir

    El país no pudo competir ni en su industria ni en
    su agro frente a las importaciones, así como tampoco
    logró aumentar lo exportado en proporciones suficientes
    para compensar las pérdidas, por las simples razones de
    que Estados Unidos y otros países producen más
    barato en muchos sectores y porque los productos de exportación en los que Colombia puede
    competir con posibilidades de éxito no tienen mercados de
    envergadura suficiente o se hallan saturados, lo que impide
    colocarlos o les desvaloriza los precios de venta. Y otras
    naciones producen a menores precios, no porque sean más
    inteligentes y mejores trabajadoras sino porque, desde hace
    décadas, en esas latitudes se han desarrollado
    políticas macro­económicas que les han
    permitido mayores niveles de acumulación de capital,
    mejores tecnologías y más altas productividades a
    sus productores, los cuales han contado desde siempre con tantos
    subsidios y respaldos con recursos
    oficiales, además de múltiples medidas de
    protección en frontera a las
    importaciones que logran competirles y que consideran perniciosas
    para sus intereses, que no resulta exagerado decir que han sido
    llevados de la mano por sus Estados.

     

    El caso del agro se conoce bastante. De acuerdo con un
    reciente estudio dirigido por Luis Jorge Garay para el Ministerio
    de Agricultura de
    Colombia, mientras el total de las transferencias oficiales de
    Estados Unidos a sus productores fue de 71.269 millones de
    dólares anuales en promedio entre 2000 y 2002, las de
    Colombia apenas llegaron a 1.142 millones de dólares: es
    decir, 62 veces menos, desproporción que lleva
    expresándose décadas, explicando sus altas
    productividades y menores costos, y que no
    va a reducirse porque entre otras razones ya el gobierno
    estadounidense, con la anuencia del colombiano, anunció
    que en las negociaciones del Alca y del TLC no podrán
    tocarse, e incluso ni mencionarse, las llamadas "ayudas internas"
    a su agro, que son las que explican los 54.977 millones de
    dólares de los aportes estatales. En palabras de Carlos
    Gustavo Cano, ministro de Agricultura de Colombia, "de los tres
    pilares de las negociaciones de libre comercio "el libre acceso a
    los mercados, la eliminación de los subsidios a las
    exportaciones y la supresión de las ayudas internas a los
    agricultores", sólo con respecto a los dos primeros
    podrían alcanzarse acuerdos" (Intervención ante el
    XXXII Congreso Agrario Nacional, noviembre 27 de 2003). Tampoco
    caben ilusiones sobre lo que pueda lograrse con respecto al resto
    de los respaldos gringos. Pues la Casa Blanca ha dicho en todos
    los tonos que solo los negociaría, lo que está por
    verse, en el marco de la
    Organización Mundial del Comercio (OMC) y siempre y
    cuando la Unión
    Europea acepte reducir los suyos. Y sin duda seguirán
    vivas, además, las muchas astucias sanitarias y de otros
    tipos con las que Estados Unidos bloquea la entrada a ese
    país de los productos del agro que considera
    indeseables.

    Las diferencias entre las respectivas capacidades
    industriales son aún más grandes, pues este sector
    exige inversiones de
    capital bastante superiores para poder funcionar y competir con
    éxito, inversiones que en los países desarrollados
    también han contado desde siempre con un sinnúmero
    de respaldos y subsidios estatales abiertos. Para ilustrar este
    punto, baste decir que en 1990 los estadounidenses invirtieron
    510 mil millones de dólares en plantas y
    equipos, un poco antes del año en que el presidente
    Gaviria no pudo encontrar los escasos mil millones de
    dólares que ofreció para apalancar la
    reconversión industrial con la que supuestamente se
    enfrentaría la apertura. Si no fuera tan grave lo que se
    pretende contra la industria nacional, porque el avance de esta
    es el que, en últimas, define el desarrollo de los
    países, hasta produciría risa proponer la
    confrontación. Y para la muestra, un botón: quien
    compare las respectivas evoluciones de las capacidades
    tecnológicas de Estados Unidos y Colombia entre 1900 y
    2000, encontrará que mientras allá pasaron de la
    fabricación de automóviles a la de vehículos
    que se mueven por la superficie de Marte, aquí ni se
    fabrican automotores, puesto que estos apenas se ensamblan a
    partir de piezas importadas. Que nadie se confunda por las
    apariencias: el tan mentado paso de la mula al jet se ha hecho
    con aviones adquiridos en el exterior.

    Por tanto, la verdad es que los productores colombianos
    sólo tienen dos ventajas comparativas frente a los
    extranjeros a la hora de competir: el clima y la mano
    de obra barata. El clima, en el caso del agro, pues ni en Estados
    Unidos ni en las otras potencias localizadas en las zonas
    templadas pueden cultivarse productos tropicales, lo que no nos
    exime de tener que enfrentarnos con los duros competidores de
    otras cincuenta empobrecidas naciones localizadas en el
    trópico. Y en todos los sectores, el ínfimo precio
    de los costos laborales nacionales, ventaja que suele ser
    insuficiente frente a otros países tan pobres como
    Colombia, o más, y frente a los enormes desarrollos
    tecnológicos y productivos de las trasnacionales, las
    cuales además actúan con la posibilidad, que les
    brinda la globalización neoliberal, de establecerse
    en cualquier parte donde se tengan salarios iguales o menores que
    los de aquí.

     

    Más del mismo
    veneno

    Lo que busca Estados Unidos con el "libre comercio" lo
    han explicado sus estrategas con excepcional franqueza, lo que
    les permite a lo colombianos que lo deseen no llamarse a
    engaños. De acuerdo con Robert Zoellick, el jefe
    estadounidense de las negociaciones: "El Alca abrirá los
    mercados de América
    Latina y el Caribe a las empresas y agricultores de Estados
    Unidos al eliminar las barreras al comercio, a las inversiones y
    los servicios, y reducirá los aranceles impuestos a las
    exportaciones de Estados Unidos, que en esos mercados son mucho
    más elevados que los que aplica Estados Unidos". Y el
    Secretario de Estado, Colin Powell, afirmó: "Nuestro
    objetivo con
    el Alca es garantizar a las empresas norteamericanas, el control de un
    territorio que va del polo ártico hasta la Antártida, libre acceso, sin ningún
    obstáculo o dificultad, para nuestros productos,
    servicios, tecnología y capital
    en todo el hemisferio".

    Entonces, y como era de esperarse, la decisión de
    crear el Alca la tomó en 1994 el único que
    podía hacerlo: el presidente de Estados Unidos, en ese
    momento George Bush padre, fiel a la frase de Henry Kissinger:
    "La globalización no es otra cosa que el papel dominante
    de los Estados Unidos", aseveración que resulta más
    cierta en América que en ninguna otra parte. Y Colombia se
    comprometió a ingresar a dicho acuerdo sin consultarles a
    los colombianos y sin que mediara el menor análisis sobre
    sus consecuencias, a pesar de que ello implicaba, y para mal,
    cambios tan profundos que apenas pueden compararse con las dos
    principales fechas de la historia del continente: la conquista de
    los imperios europeos y la independencia
    de su yugo, lo que lleva a concluir que representa la mayor
    amenaza que haya sufrido la nación
    colombiana desde 1819. Hace ya casi una década se
    estableció que el acuerdo deberá estar firmado
    antes de finalizar 2004 y que empezará a aplicarse en
    2006, una vez lo aprueben los respectivos Congresos, para que en
    un proceso de
    permanente profundización llegue a la plenitud de su
    vigencia unos diez años después, cuando en todos
    los países americanos ?exceptuando a Cuba? los
    capitales y las mercancías, mas no las personas,
    podrán moverse como ?iguales y con entera libertad?.

    Pero como en la reunión realizada en Miami al
    finalizar 2003, Estados Unidos no pudo imponerles a Brasil y a las
    otras naciones aunadas en Mercosur sus
    condiciones más descaradamente leoninas, es posible que se
    termine suscribiendo un Alca light es decir, suavizado, que no
    llene por completo las aspiraciones estadounidenses en lo que se
    refiere al sector agropecuario, la propiedad
    intelectual, la inversión y las compras estatales.
    Ante este hecho, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez
    "como siempre, el campeón entre los mandatarios sumisos de
    América Latina" decidió aceptarles a los
    estadounidenses el Alca que logren imponer y, además, un
    Tratado de Libre Comercio sin aspectos excluidos o limitados. Lo
    que significa que Colombia se apresta a firmar unos acuerdos que
    incluso superan, por dañinos, las políticas de la
    Organización Mundial del Comercio, OMC, y
    que lo que no pierda con el uno lo perderá con el otro,
    pues constituye una astucia o una ingenuidad provinciana afirmar
    que con el TLC al país le irá mejor porque
    recibirá un trato de privilegio de la Casa Blanca en
    comparación con otros países
    latinoamericanos.

    Se conoce bastante que se está negociando el
    ritmo al que se disminuirán los aranceles a las
    importaciones industriales y agropecuarias hasta llevarlos al
    cero por ciento, pero se sabe poco que las negociaciones cubren
    nueve tópicos en total, de forma que cada asunto de la
    vida nacional se modificará a profundidad, hasta el punto
    que, en los hechos y dado el nivel que se les reconoce a los
    acuerdos internacionales, lo que se pacte en el Alca o en el TLC
    con Estados Unidos sustituirá la propia Constitución política de nuestro
    país.

    En el agro colombiano desaparecerán de una vez
    por todas, o se reducirán hasta la insignificancia, las
    producciones de algodón, fríjol, cebada, maíz y los
    otros cereales que golpeó la apertura, e igual le
    ocurrirá a la de arroz, que hasta ahora ha sufrido en
    menor medida dada la valerosa lucha de sus productores.
    También sufrirán, hasta arruinarse, todos o muchos
    de quienes producen azúcar,
    papa, carne de cerdo, de pollo y de res, leche, huevos
    y palma africana, por la simple razón de que la existencia
    de esos productos se explica por la notable protección de
    la que aún gozan y que desaparecerá en el plazo que
    se pacte, tales como aranceles a las importaciones, cuotas de
    importación y otros mecanismos. Y en el
    café, Colombia podría sufrir también por las
    importaciones originadas en otros países americanos, por
    la definitiva toma de sus exportaciones por las trasnacionales y
    por la eliminación de los precios de sustentación.
    Entonces, la "mejor negociación" posible que ofrece conseguir
    la demagogia neoliberal consiste apenas en darles un orden a las
    quiebras: quiénes se quebrarán en 2006,
    quiénes en 2009, y así… quedarán como
    "ganadores" los que desaparezcan alrededor de 2015. Sería
    muy extraño, además, que el criterio para negociar
    no incluya eliminar primero los productos de economía
    campesina y de pequeños y medianos empresarios, dejando de
    últimos los sectores de la gran producción y los
    monopolios, tratamiento de privilegio que ya se usó en la
    apertura de 1990.

    No sobra agregar que el escalonamiento de las quiebras
    no obedece a ningún acto de generosidad de Estados Unidos;
    este apenas expresa, primero, que hasta esa potencia requiere
    de cierto tiempo para adecuar su aparato productivo al incremento
    de sus exportaciones y, segundo, que con ello divide las fuerzas
    de los sentenciados, lo que complica la constitución de
    amplios y fuertes movimientos generales de resistencia civil
    que den al traste con sus propósitos.

    Como si fuera gran cosa para el sector agropecuario, los
    neoliberales criollos ofrecen compensar las inmensas
    pérdidas que nos causarán estos tratados con la
    especialización del país en productos tropicales,
    es decir, café, banano, cacao y, últimamente,
    pitahayas, uchuvas, chontaduro y borojó, propuesta que se
    aprovecha de la ignorancia y la ingenuidad de las gentes. Porque
    en el caso de los productos que tienen mercados externos de
    cierta importancia, como el café, estos se encuentran
    saturados, y porque, en los otros, el número de
    compradores resulta ser insignificante frente a lo que
    serían las necesidades de exportación, a lo cual se
    le suma que habría que disputarlos, a punta de bajos
    precios, con decenas de países, incluidos México y
    los centroamericanos, que tienen la ventaja de estar ubicados
    miles de kilómetros más cerca del mercado
    norteamericano. Y esta propuesta antinacional, aun si fuera
    viable en sus volúmenes para reemplazar lo perdido y
    haciendo caso omiso de la masacre económica y social que
    incluso en esas circunstancias la acompañará,
    también lesionaría la industria y los demás
    sectores y le arrebataría a Colombia su Seguridad
    Alimentaria Nacional, sometiéndola al chantaje que le
    quieran imponer las trasnacionales y los países a los que
    habría que comprarles los alimentos para
    cubrir la dieta básica de la nación.

    Hasta el agresivo jefe de la globalización en
    boga reconoce que la Seguridad Alimentaria, entendida como que en
    cada país se produzca la dieta básica de la
    respectiva nación, no es un asunto desdeñable como
    dicen los neoliberales criollos. En efecto, George Bush hijo
    afirmó: "Es importante para nuestra nación cultivar
    alimentos, alimentar a nuestra población.

    ¿Pueden ustedes imaginar un país que no
    fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su
    población? Sería una nación expuesta a
    presiones internacionales. Sería una nación
    vulnerable. Por eso, cuando hablamos de la agricultura (norte)
    americana, en realidad hablamos de una cuestión de
    seguridad nacional". Y si esto lo dice quien tiene armas de sobra
    para ir por la comida o por lo que se le antoje a cualquier parte
    del planeta, ¿qué debería decir
    Colombia?

    Además, es obvio que el pensamiento
    oficial de Estados Unidos no se limita a la actitud
    defensiva que se expresa en la cita, pues son conscientes de que
    los alimentos también pueden ser instrumento de
    agresión, incluso militar, como lo han sido en no pocas
    ocasiones desde la Antigüedad. Según Jacqueline
    Roddick, en su libro El
    negocio de la deuda externa, un secretario adjunto del Tesoro
    estadounidense explicó que para conseguir ciertos fines de
    su imperio, "en muchos países, incluso la
    importación de alimentos sería
    restringida".

    A quienes piensen que, por monstruoso, este no puede ser
    el futuro del agro nacional que se está fraguando, basta
    con que lean lo que al respecto consagra el Plan Colombia* o
    lo publicado por Rudolf Hommes Rodríguez en El Tiempo del
    18 de octubre de 2002, en el que este consultor de quien le pague
    y principal asesor económico de Álvaro Uribe
    Vélez señaló que hay que "aprovechar los
    subsidios que otorgan los países ricos para alimentar
    mejor a la población local, incrementando por la
    vía de las importaciones" la capacidad de compra de los
    colombianos; que no tiene sentido producir trigo porque es mejor
    adquirir el que venden los gringos subsidiado y "que lo mismo es
    cierto en el caso de la mayoría de los cereales y los
    granos"; que "lo que no producimos a un precio razonable lo
    deberíamos dejar importar" y que "el mayor beneficio del
    comercio proviene de las importaciones y no de las exportaciones,
    como nos han acostumbrado a pensar equivocadamente los
    mercantilistas criollos". Y en el mismo artículo tampoco
    le tembló el pulso para poner por escrito que lo que se
    pierda se reemplazaría con "otras cosechas que no se dan
    en los países ricos de clima templado", tales como
    espárragos, palmitos, ñame, hortalizas, frutas,
    caucho,
    plátano y yuca, más algunos productos de
    zoocriaderos.

    La ruina también le llegará a mucho de lo
    que queda de la industria, porque esta goza de protecciones
    efectivas incluso mayores que las del agro. Por ejemplo, las
    principales importaciones de automotores tienen como menor
    arancel un significativo 35 por ciento, lo que anuncia que con
    tales tratados se dará el cierre de las ensam­bladoras
    y de las factorías de autopartes que las abastecen con
    insumos de baja tecnología, pues, como se ha dicho, el
    propósito es llevar los aranceles al cero por ciento. Que
    esto tampoco constituye una exageración de quienes nos
    oponemos al Alca y a un Tratado de Libre Comercio con Estados
    Unidos lo confirmó en El Tiempo del 1º de diciembre
    de 2003 el propio ministro de Comercio de Colombia, Jorge
    Humberto Botero Angulo, el único vocero del gobierno de
    Uribe Vélez en las negociaciones, cuando afirmó
    lapidario: "Es una insensatez que sigamos fabricando carros". Y
    si esta frescura se expresa con respecto a un sector en el que
    hay involucradas fuertes inversiones de monopolistas,
    ¿qué pensará de los productores menores,
    cuyos intereses carecen de representación en el Estado
    colombiano?

    Que tampoco se hagan ilusiones algunos industriales
    colombianos que hoy exportan, porque el Alca o el TLC implica que
    perderán las ventajas que les posibilitan sus ventas en la
    Comunidad
    Andina, a donde en el 2002 fueron el 49 por ciento de las
    exportaciones de manufacturas nacionales que se despacharon al
    hemisferio, o sea, dos y media veces más que las que
    salieron para Estados Unidos. También perderán las
    gabelas que les concede el Atpdea en el mercado de Estados
    Unidos, pues los gringos ya les otorgaron similares facilidades
    de acceso a los centroamericanos, a China y a
    otros países de Oriente, que son formidables competidores
    nuestros en razón de sus poderosas factorías y de
    unos precios de mano de obra tan bajos que los hacen imbatibles.
    Y no pueden soñar mucho los pocos que logren sobrevivir
    convirtiéndose en subcontratistas de las trasnacionales
    que se establezcan en Colombia, pues ellas exigen, a la hora de
    seleccionar a sus "socios" en las maquilas, que estos se sometan
    a la gran tensión que significa aceptar utilidades escasas
    y contratos de
    corto plazo, así como someter a sus trabajadores a
    relaciones
    laborales inicuas. Tan inicuas que con frecuencia solo logran
    imponérselas a mujeres cabeza de familia, que
    constituyen el sector mas débil de los
    trabajadores.

    Y los llamados servicios "que son aquellos sectores
    económicos que deben generarse en todo o en parte en donde
    se consumen, por lo que no pueden importarse de la misma manera
    que los bienes
    agrícolas e industriales" serán cada vez
    más tomados por el capital extranjero, como bien lo
    muestra la experiencia de catorce años de
    aplicación del neoliberalismo en Colombia.

    Para saber que será así, basta pensar en
    lo ocurrido con el sector financiero, el comercio, las telecomunicaciones, la construcción de infraestructura y la
    salud, por
    ejemplo. Por ello no debe extrañar que, según el
    primer estudio del Departamento Nacional de Planeación
    de Colombia sobre el impacto de una mayor apertura "cuya fecha
    también muestra la irresponsabilidad con la que se toman
    la decisiones en el país, pues apenas se produjo en julio
    de 2003", "los sectores sobre los cuales Estados Unidos presenta
    ventajas competitivas y que muy seguramente con la
    eliminación de la protección arancelaria
    afectarían la producción doméstica
    están los relacionados con la fabricación de
    maquinaria y equipo; madera;
    algunos alimentos; hilados y fibras textiles; algunos productos
    químicos; derivados del
    petróleo y el carbón; cauchos y plásticos;
    como también los dedicados a la fabricación de
    productos metálicos".

    Tan ciertas son las asechanzas, que este mismo estudio
    reconoce que las importaciones crecerán más que las
    exportaciones: con el Alca, lo importado se incrementará
    en 10,07 por ciento, en tanto lo exportado aumentará 6,30
    por ciento; y con el Tratado de Libre Comercio la relación
    será de 11,92 por ciento contra 6,44 por ciento,
    también en beneficio de la producción
    extranjera.

    Pero como en el estudio de Planeación
    también señalan que, no obstante el mayor
    incremento de las importaciones frente a las exportaciones,
    aumentará el "bienestar" de los colombianos en
    ridículos 0,79 ó 0,23 por ciento, dependiendo del
    acuerdo que se firme, esto tienen que explicarlo de alguna
    manera. Y lo explican con una afirmación que otra vez los
    desenmascara porque muestra que toda la estrategia, por donde se
    mire, tiene como principal beneficiario al capital extranjero.
    Allí se afirma que "cuando se consideran los efectos de
    (la) mayor inversión extranjera producto de la
    liberalización del sector servicios, las ganancias tanto
    del acuerdo bilateral como del Alca son evidentes", lo que
    significa reconocer que las pérdidas de la industria y el
    agro nacionales a su vez serán "evidentes", para usar sus
    palabras, y que el capital extranjero se quedará con los
    negocios que
    no arruinen las importaciones, es decir, salud, educación, comercio,
    construcción de infraestructura, telecomunicaciones,
    servicios públicos domiciliarios, finanzas. Tan
    serán los financistas estadounidenses los que se
    beneficiarán de la profundización de la apertura
    que planean los neoliberales, que hasta el aumento de las
    exportaciones colombianas que esperan tendría origen en
    sus negocios. Al respecto, el mismo Jorge Humberto Botero Angulo
    explicó que las mayores gabelas que le otorgarán a
    la inversión foránea buscan "generar exportaciones
    principalmente a Estados Unidos, y generar cambios estructurales
    en la canasta exportadora" (El Tiempo, 23 de noviembre de
    2003).

    Claro que esos capitales foráneos llegarán
    "si es que llegan en las proporciones con las que sueñan
    los neoliberales criollos, porque otra cosa pueden definir sus
    propietarios, que apenas colocan en Colombia menos del 0,4 por
    ciento de la inversión extranjera directa que se hace cada
    año en el mundo" siempre y cuando el gobierno les
    garantice a los inversionistas más ventas a menos precio
    del patrimonio nacional, recursos naturales bien baratos,
    impuestos menores o inexistentes, tribunales privados y en el
    exterior para resolver los conflictos con
    el Estado y los particulares y, en especial, mano de obra de bajo
    precio (en salarios, prestaciones,
    salud y pensiones), porque de otra manera no se dignarán
    invertir en Colombia. Lo que busca Estados Unidos en
    América, entonces, no significa otra cosa que arrebatarles
    los aparatos productivos nacionales a los otros 33 países
    y seleccionar, en cada negocio, al que esté dispuesto a
    someterse a las peores condiciones, a cambio de "beneficiarlo"
    con las inversiones de sus monopolistas.

    Una vez quedó en ridículo la tesis de que
    Colombia podría competir si mejoraba la creatividad y
    la autoestima de
    sus productores, como se sugirió en los noventa, los
    neoliberales se movieron de la demagogia a la desfachatez. Ahora,
    como lo ha señalado Míster Hommes, justifican el
    Alca o el TLC con Estados Unidos afirmando que las mayores
    importaciones benefician a los "pobres" porque les abaratan sus
    compras y que quienes defienden la protección son los
    "ricos" del país, que desean seguir abusando de su
    "ineficiencia". Pretenden ocultar que el incremento de lo
    importado golpeará primero a los pequeños y
    medianos productores del campo y las ciudades, por
    definición peor dotados que los mayores para enfrentar a
    los monopolios extranjeros. Silencian que cuando se arruina un
    empresario los
    que más sufren son sus trabajadores, que se convierten en
    desempleados. Niegan la verdad general que señala que la
    capacidad de compra de una nación depende de la cantidad
    de riqueza y empleo bien remunerado que pueda producir. Guardan
    silencio acerca de que las reducciones de los precios de lo
    importado arruinarán la producción nacional pero no
    les llegarán a los compradores, pues ellas quedarán
    al arbitrio de los monopolistas que controlen lo que se traiga
    del exterior. Y mencionan poco que la eliminación de los
    aranceles a los productos foráneos "donde se
    originarían los supuestos menores costos de las
    mercancías" vendrá acompañada por un aumento
    igual en los impuestos a los colombianos "más IVA",
    incremento que el gobierno, en el estudio de Planeación
    Nacional tantas veces citado, calcula en 806,5 o en 590,6
    millones de dólares anuales, dependiendo del acuerdo que
    se firme, lo que quiere decir que se pasará de unos
    gravámenes que le sirven a la producción nacional a
    unos que benefician a la extranjera.

     

    La falacia
    mayor

    La falacia mayor de las teorías
    neoliberales consiste en señalar que "los países se
    desarrollan exportando", pues, si así fuera, Colombia
    tendría más desarrollo que Estados Unidos y
    Japón,
    en razón de que sus respectivas exportaciones "como
    participación en el PIB, que es lo que cuenta" ascienden a
    18, 10 y 11 por ciento. También existen cifras que
    muestran que algunos de los mayores exportadores relativos del
    mundo son empobrecidos países africanos, como Angola y
    Guinea Ecuatorial, cuyas ventas al exterior representan el 93 y
    el 97 por ciento de su PIB, respectivamente. Incluso, la propia
    historia del país permite demostrar que no existe ninguna
    relación de tipo automático entre mayores
    exportaciones relativas y mayor progreso económico y
    social o que si existe es al revés de como dicen los
    neoliberales. En La historia económica de Colombia,
    José Antonio Ocampo establece que entre 1945 y 1949 las
    exportaciones colombianas representaron el 21,6 por ciento del
    total PIB, un porcentaje superior al actual, y es obvio que todos
    los indicadores de ese entonces eran peores que los de hoy.
    Incluso, si alguien se tomara el trabajo de remontarse hacia
    atrás es seguro que encontraría que en la colonia
    española las exportaciones de piedras y metales preciosos
    llegaron a representar cerca del ciento por ciento del producto
    de la Nueva Granada. Sin que constituya una novedad, queda en
    evidencia que el "bienvenidos al futuro" neoliberal que
    acuñara César Gaviria, también en este
    aspecto busca una regresión.

     

    Y lo ocurrido en México, que con el Tratado de
    Libre Comercio con los norteamericanos y los canadienses
    pasó de exportar 51.900 millones de dólares en 1994
    a 160.700 millones de dólares en 2002, un incremento
    notable, también muestra lo endeble de esa teoría
    cuando se conoce el conjunto de sus indicadores económicos
    y sociales, tan mediocres como los países con que
    sueñan quienes lo ponen como ejemplo, y eso que los
    mexicanos están mejor localizados que todos en el mundo
    para tener éxito con el modelo neoliberal de
    exportaciones, dada su vecindad con Estados Unidos. Un solo
    indicador económico se sobra para ilustrar el rotundo
    fracaso de la globalización en México como
    orientación en favor del auténtico progreso de ese
    país: la tasa media de crecimiento del PIB por habitante
    durante el TLCAN
    (1994-2002) ha sido de sólo 0,96 por ciento, la más
    baja alcanzada en comparación con todas las estrategias de
    crecimiento seguidas por ese país en el siglo
    XX.

    Lo ocurrido en México pone al descubierto por
    qué la globalización neoliberal no desarrolla a los
    países atrasados de la tierra.
    Existen cifras de sobra para mostrar que el aumento de las
    exportaciones mexicanas es, sobre todo, fruto del incremento de
    los precios del petróleo
    que desde hace décadas le vende en abundancia a Estados
    Unidos y del negocio de importación y exportación
    de manufacturas de las trasnacionales estadounidenses ubicadas a
    lado y lado de la frontera, con ellas mismas, como bien lo
    muestra que el 97 por ciento de los insumos distintos de costos
    laborales que utiliza la llamada "industria maquiladora" sean
    importados desde Estados Unidos y que hacia allí vaya una
    porción indeseable, por lo grande, de sus exportaciones.
    Su gran apertura, entonces, destruyó una porción
    considerable de su aparato productivo, al tiempo que lo
    reemplazó por inversión extranjera que utiliza casi
    como único insumo de ese país una mano de obra de
    bajísimo precio, el cual no podrá elevarse
    presionado por los salarios también ínfimos de
    otros países, como ya viene ocurriendo y ocurrirá
    cada vez más, en la medida en que los gringos firmen
    nuevos tratados de "libre comercio" e instalen más de sus
    factorías en otras latitudes.

    Así, y ello se evidencia no sólo en
    México, la estrategia exportadora que se les impone a las
    neocolonias en la globalización neoliberal consiste, por
    una parte y como cosa supuestamente novedosa, en maquilarles
    manufacturas a las transnacionales y, por la otra, seguir con la
    vieja estrategia colonialista de especializarse en producir
    materias primas agrícolas y mineras que se venden en el
    exterior con muy poco o ningún valor agregado
    nacional, las cuales, además, en todo o en parte cada vez
    mayor comercializan y hasta producen los monopolios de las
    potencias. Para confirmarlo en Colombia basta con mirar las
    cifras que muestran el aumento, desde la apertura, de las
    exportaciones industriales de las multinacionales instaladas en
    el país, así como los casos del carbón, el
    níquel, las flores y el banano, donde ha crecido el peso
    de los extranjeros en su producción y su comercio, sin
    perder de vista que las mayores ganancias de esos negocios se
    realizan al agregarles valor y en las ventas al detal, lo que
    indefectiblemente ocurre en las metrópolis.

    Además, es absolutamente repudiable la
    teoría de supuesta reciprocidad que arguye que hay que
    aceptarle a Estados Unidos el arrasamiento de buena parte del
    agro y la industria nacional, dado que de otra manera este
    tendría razones para no comprar el café y el banano
    o el carbón y el
    petróleo que se producen en Colombia. Porque es obvio
    que esas importaciones de los estadounidenses no solo no le hacen
    ningún daño a
    su economía sino que, como lo sabe cualquiera, les generan
    enormes beneficios a sus monopolios. Salvo que se decida
    someterse a la lógica
    del más burdo chantaje imperialista, no cabe, por tanto,
    la proposición de decir que para poder venderles, por
    ejemplo, café, hay que acabar con el maíz o que a
    cambio de las ventas de carbón se debe sacrificar la
    industria farmacéutica colombiana. Y si de lo que tratan
    el Alca y el Tratado de Libre Comercio es de convertir en
    derecho
    internacional la extorsión de los poderosos contra los
    débiles, ¿por qué el gobierno colombiano no
    lo denuncia a los cuatro vientos? ¿Cómo explica que
    ese trato sea digno de todo rechazo en las relaciones entre las
    personas y no entre los países? Porque una cosa es ser
    obligado a hacer algo a punta de pistola y otra bien distinta
    someterse a lo indeseable con toda mansedumbre; así como
    tiene gran importancia distinguir entre quienes son
    víctimas del despojo y quienes son sus alcahuetes o sus
    cómplices.

    Es evidente que si no se manipulan las teorías y
    los hechos para justificar la globalización neoliberal,
    debe reconocerse que el único y verdadero común
    denominador de los países que han logrado desarrollarse, y
    que poseen condiciones de recursos naturales y población
    equiparables a las de Colombia, consiste en que en todos ellos,
    sea que exporten más o menos, la clave de su progreso ha
    residido en crear fuertes mercados internos, es decir, en elevar
    de manera notable la capacidad de compra de su población,
    para que esta sustente un poderoso aparato productivo destinado a
    atender el consumo
    nacional, lo que además crea condiciones para la
    exportación de los excedentes. ¿Quién es
    capaz de discutir que el principal fundamento de la enorme
    capacidad productiva y competitiva de Estados Unidos radica en la
    también inmensa capacidad de compra, que llega hasta el
    derroche, de sus ciudadanos? Además, la estrategia
    exportadora como supuesta clave del progreso no sólo no
    conduce al desarrollo. También implica la más
    regresiva de las relaciones entre el capital y el trabajo que
    pueda concebirse dentro de un país: como quienes les
    compran a los exportadores no son los nacionales sino los
    extranjeros, a estos empresarios solo les interesa relacionarse
    con su pueblo a través de los salarios de miseria que
    sustentan sus ventas externas, so pena de que si no lo logran
    sean desplazados por los productores de otros países que
    sí puedan hacerlo. Lo que se traduce en una competencia
    global en procura de conseguir salarios de hambre y un mundo en
    el que se les imponga el empleo informal a las legiones que no
    podrán vincularse a los negocios de importación y
    exportación y a los llamados servicios que ofrecen los
    monopolios. A quienes señalan que hay que convertir el
    mercado externo en el principal porque el interno es muy
    débil, debemos espetarles: ¡dejen de importar lo que
    puede producirse en Colombia, y ahí tienen su mercado!
    ¡Eleven la capacidad de consumo de los treinta millones de
    colombianos que languidecen en la pobreza y la
    miseria, y ahí también tienen su
    mercado!

    Resaltar la importancia del mercado interno como el
    principal para desarrollar a Colombia no debe entenderse como que
    se pretenda un desarrollo autárquico, que rechace las
    relaciones económicas internacionales. De ninguna manera.
    Es obvio que lo que no producen los colombianos, y se requiera
    para el desarrollo nacional, debe importarse, así como son
    bienvenidas las exportaciones y hasta pueden serlo las
    inversiones foráneas. Pero cualquier vínculo, de
    cualquier tipo, con los extranjeros debe fundamentarse en el
    respeto mutuo y
    el beneficio recíproco, a partir de una muy celosa
    exigencia de respetar las soberanías nacionales, de forma
    que se beneficie el desarrollo de cada nación, es decir,
    la posibilidad de constituir un vigoroso mercado interno,
    concepción que también debe ser la base para
    adelantar cualquier proyecto de
    integración
    económica entre las naciones.

    Por otra parte, el Alca o el TLC con Estados Unidos van
    más allá de abrirles de par en par las puertas a
    las importaciones. También incluyen otra serie de objetivos,
    todos a favor de los estadounidenses y en contra de que el Estado
    colombiano, mediante sus políticas, auspicie el desarrollo
    de la producción nacional. Busca reformar el sistema de
    propiedad intelectual, de manera que con este las trasnacionales
    puedan consolidar sus monopolios y los precios monopolistas, lo
    que lesionaría a los empresarios y a los trabajadores
    nacionales y les significaría mayores precios a los
    consumidores, los cuales, en el caso de la farmacéutica,
    podrían llegar a 770 millones de dólares al
    año, según estudios del propio desarrollo. El
    capítulo de compras del sector
    público apunta a impedir que mediante normas los
    gobiernos puedan favorecer a sus compatriotas con sus grandes
    adquisiciones y contratos, con lo que se perdería un
    instrumento que ha sido de uso común en el mundo en
    beneficio de los productores de cada país en su
    competencia con los foráneos. Un propósito similar
    persigue el capítulo que trata sobre inversiones, acceso a
    mercados y servicios, pues se sabe que uno de los instrumentos
    claves del desarrollo de los países que han tenido
    éxito ha sido el de reservarse ciertos sectores de sus
    economías para sus inversionistas, así como
    imponerles condicionamientos a los extranjeros. En el caso de la
    solución de controversias entre los particulares y el
    Estado con el capital extranjero, se quiere que ellas no las
    diriman los sistemas
    judiciales de los respectivos países, sino tribunales de
    arbitramento internacionales, hechos a la medida y en el obvio
    beneficio de las trasnacionales. En lo que tiene que ver con la
    política de competencia, los gringos tienen como
    propósito que esta se dé en absoluta igualdad de
    condiciones entre el capital nacional y el extranjero, lo que
    implica una descomunal desigualdad en contra del colombiano, dada
    la también descomunal desigualdad entre las partes. Y el
    capítulo de subsidios, antidumping y derechos compensatorios
    pretende "a pesar de que Estados Unidos ya advirtió que se
    reserva el derecho de mantener los enormes respaldos a sus
    productores" debilitar todavía más la capacidad de
    las naciones débiles para defender sus mercados
    internos.

    Así las cosas, el cuadro de lo que también
    le ocurrirá a Colombia con el Alca o el TLC se completa si
    se comprende que es la misma política iniciada en 1990,
    pero elevada a la enésima potencia, lo que implica la
    definitiva privatización de la educación, la
    salud y los servicios públicos domiciliarios, sectores que
    de una vez por todas serán convertidos en vulgares
    negocios, de acuerdo con la voracidad del capital extranjero.
    Además es necesario advertir que el gobierno de Uribe
    Vélez viene anticipándose a los acuerdos que tiene
    decidido suscribir, por la vía de hacerles modificaciones
    a las actuales normas internas. Ya anunció que
    volverá a presentarle al Congreso el proyecto de ley negado en la
    legislatura de
    2003, que establecía los tribunales internacionales de
    arbitraje para
    dirimir los conflictos con las trasnacionales. Y también
    es parte de la misma política la decisión de
    dividir la Empresa
    Colombiana de Petróleos (Ecopetrol) en tres, de prorrogar
    hasta el agotamiento de los pozos los contratos de
    asociación y de volver a los viejos negocios de
    concesión colonial con las petroleras
    foráneas.

     

    La
    recolonización y sus beneficiarios

    No se asiste, por tanto, a un proyecto para integrar las
    economías del continente. Lo que avanza es un plan de
    anexión de las enclenques economías
    latinoamericanas por parte de la muy poderosa economía
    estadounidense, proceso que viene desarrollándose desde
    hace más de un siglo en la dirección de hacer que las relaciones de
    Colombia y los países latinoamericanos con Estados Unidos
    se parezcan cada vez más a las que tuvieron con España,
    hasta concluir en su recolonización definitiva. Si se
    comparan el Alca y los TLC con la Unión Europea
    "así sobre esta puedan expresarse reparos", resaltan tres
    enormes diferencias como acuerdos de integración: los europeos se demoraron
    cincuenta años en negociaciones y cambios hasta
    concluirla, y eso que se trataba de países con menores
    diferencias relativas, mientras que en América se quiere
    imponer en mucho menos tiempo; allá se creo una moneda
    única que es la de todos, en tanto aquí los
    acuerdos se desarrollarán con la batuta del dólar,
    lo que les aumenta las ventajas a los monopolistas gringos; y en
    Europa acordaron
    el libre movimiento de
    las personas, de forma que lo acordado tiene que cuidar un cierto
    equilibrio
    entre las partes para impedir migraciones masivas de unos
    países a otros, al tiempo que el Alca y el TLC excluye esa
    posibilidad, lo que obedece a que la riqueza se
    concentrará en Estados Unidos y la pobreza al sur
    del Río Grande y a que sólo podrán migrar
    hacia el imperio los latinoamericanos que sean necesarios para
    que, por las situaciones desesperadas a las que los empuja el
    neoliberalismo y que los inducen a aceptar los peores trabajos y
    remuneraciones,
    presionen a la baja las condiciones laborales y los salarios
    norteamericanos, y contribuyan también así con el
    éxito de sus monopolios.

    Son tan de bulto las razones por las cuales Estados
    Unidos decidió imponer el Alca y el TLC, que ellas no
    requieren más explicaciones, como no sea la de agregar que
    su natural ventajismo actúa acicateado por las grandes
    dificultades económicas por las que atraviesa y por la
    paradoja de que la globalización que viene imponiendo lo
    hunde cada vez más en la misma crisis en la que, con
    interrupciones, lleva décadas. Y las razones de los
    gobiernos latinoamericanos que tienen definido suscribir este
    acuerdo, sin importar lo leonino que sea, también pueden
    conocerse. Su secreto se revela cuando se sabe que las clases
    sociales que controlan el poder económico y
    político en estos países son las mismas que desde
    siempre se han beneficiado de las relaciones desiguales con el
    capital financiero norteamericano o que al menos lograron
    distanciarse de sus peores consecuencias, sectores que son cada
    vez más pequeños por la nueva situación
    originada con los cambios ocurridos en los últimos
    años: en esta etapa están siendo eliminados o
    golpeados muchos de quienes gozaron de condiciones favorables en
    la anterior y, en especial, todos los que no lograron amasar
    fortunas de nivel monopolístico, aunque también
    sobre estos se ciernen grandes asechanzas.

    Eufemismos o timideces aparte, hay que denunciar que en
    Colombia existen sectores sociales que lograron separar su suerte
    de la suerte de la nación, como bien lo ejemplarizan los
    asociados al capital extranjero, los criollos que trabajan como
    altos mandos del medio centenar de trasnacionales que operan en
    el país o los tecnócratas de los organismos
    financieros internacionales. Gentes a las que les va bien aunque
    al país le vaya mal o, lo que es más grave, les va
    mejor cuando a la nación le va peor. Como lo explicara
    Mariano Ospina Hernández, conocido dirigente del Partido
    Conservador, lo que pretenden los gringos equivale a una pelea de
    toche con guayaba madura, en la que, "para empeorar la
    situación, la guayaba madura encierra dentro de sí
    amigos del toche que seguramente esperan ganarse la benevolencia
    y quizá algunas asesorías por parte del
    USA-toche".

    La globalización neoliberal representa un paso
    más en la evolución del capitalismo y
    este significa, en sus relaciones entre sus empresarios, un
    sistema de competencia feroz en procura de eliminar a sus
    competidores y, con ello, alcanzar el monopolio que
    genera la máxima ganancia posible, de donde se deduce que
    las relaciones entre los países capitalistas
    también poseen la competencia como la
    característica principal de sus relaciones. De ahí
    que no pueda haber peor vocero de una nación que quien
    negocie en su nombre pero represente el interés extranjero
    o se someta a él, que es lo que ha ocurrido en las
    reuniones donde Colombia define sus posiciones frente al Alca o
    el Tratado de Libre Comercio, en las que ni siquiera se distingue
    entre los empresarios nacionales y los extranjeros, y a las que
    incluso asisten con iguales derechos, como si fueran voceros de
    los colombianos, los representantes de las trasnacionales que
    operan en el país.

    La actitud de patética sumisión que
    caracteriza las negociaciones entre Colombia y Estados Unidos la
    resumió bien Eugenio Marulanda, presidente de
    Confecámaras, uno de los asistentes a la reunión de
    Uribe Vélez con Robert Zoellick, Representante Comercial
    estadounidense, en la que se decidió firmar el TLC: "Quien
    tiene el oro pone las condiciones… Eso fue lo que hizo
    Zoellick. Decir: listo, se hace el acuerdo, pero nosotros ponemos
    las condiciones. Lo toman o lo dejan" (El Espectador, agosto 10
    de 2003). Entonces, a los socios menores o mayores del capital
    extranjero, así como a sus empleados y comisionistas o a
    quienes aspiran a serlo "en razón de su incapacidad para
    defender el modelo económico neoliberal como una
    estrategia de progreso para Colombia", les quedó como
    principal argumento su supuesta ?inevitabilidad?, con lo que
    cumplen también con la misión de
    repetir la cantinela que inoculan los ideólogos
    estadounidenses, quienes saben que este nuevo paso en la
    construcción de su imperio se dirimirá, primero que
    todo, en el terreno de las ideas, pues nadie está
    más derrotado que quien de antemano se niega a decir
    ¡No! Además de los voceros oficiales, quienes lo
    afirman para tramar incautos, también dicen que "hay que
    entrar", así tampoco puedan mostrar sus beneficios, los
    que se hacen ilusiones de que "puede negociarse bien", lo que
    tiene origen en saber o suponer que serán otros los que
    sufrirán las peores consecuencias. Y no faltan los que,
    por timoratos, guardan silencio sobre el desastre que saben
    llegará, con el sueño de lograr un puesto en el
    bus del imperialismo
    aunque sea colgados de la placa.

    La nación colombiana toda "sus trabajadores y
    empleados de todos los tipos, los campesinos, indígenas,
    artesanos y empresarios del campo y la ciudad afectados de manera
    directa por la globalización neoliberal, o que tengan
    sentimientos patrióticos" debe levantar como una sola voz
    el rechazo al Alca y el TLC con Estados Unidos, porque esa
    política, como se ha visto, solo puede agravar los muchos
    padecimientos de los colombianos y alejar el momento en el que, a
    partir de una orientación económica diferente, se
    construya un país autén­ti­ca­mente
    democrático y próspero.

    Ahora más que nunca urge entender cómo,
    desde siempre, la principal palanca del desarrollo
    económico ha sido la política, en este caso
    entendida como la importancia de que las naciones garanticen el
    ejercicio pleno de la soberanía sobre los territorios en los que
    se asientan, así como en sus relaciones
    internacionales, pues ella es la única que, mediante
    decisiones de todo tipo, puede impedir que el descomunal poder
    económico de los imperios y sus monopolios arrase con las
    producciones de los países débiles y con sus
    posibilidades de desarrollo y progreso. Sin la independencia de
    España los colombianos poco o nada tendríamos; y el
    relativo desarrollo que se ha logrado desde entonces se explica
    porque el Estado, mediante aranceles y otras muchas medidas de
    protección y estímulo al desarrollo,
    facilitó que creciera la producción nacional. Que
    nadie se haga ilusiones: si algún país no tiene
    futuro es aquel que amarre su destino a los desechos de los
    negocios de las trasnacionales y sus imperios.

    Bogotá, 15 de marzo de 2004.

    *El Plan Colombia señala: "En los últimos
    diez años, Colombia ha abierto su economía,
    tradicionalmente cerrada… El sector agropecuario ha sufrido
    graves impactos ya que la producción de algunos cereales
    tales como el trigo, el maíz, la cebada, y otros productos
    básicos como soya, algodón y sorgo han resultado
    poco competitivos en los mercados internacionales.

    Como resultado de ello "agrega" se han perdido 700 mil
    hectáreas de producción agrícola frente al
    aumento de importaciones durante los años 90, y esto a su
    vez ha sido un golpe dramático al empleo en las
    áreas rurales". Y concluye: "La modernización
    esperada de la agricultura en Colombia ha progresado en forma muy
    lenta, ya que los cultivos permanentes en los cuales Colombia es
    competitiva como país tropical, requieren de inversiones y
    créditos sustanciales puesto que son de rendimiento
    tardío" (bastardillas en este texto).

     

    *Jorge Enrique Robledo Castillo

    (*) Senador elegido por la coalición Unidad
    Cívica y Agraria-MOIR – http://www.moir.org.co/

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