En el número anterior de la revista
abordábamos la cuestión de la relación del
hombre y de
la mujer con la
naturaleza,
cuestión excesivamente obviada en los análisis críticos de nuestra
sociedad
capitalista. Constatábamos que una forma simplista y
estereotipada de entender la lucha de clases ha dejado en el
tintero, es decir sin plantear en toda su radical importancia, la
cuestión de la relación de la humanidad con la
naturaleza (la cuestión del antropocentrismo), e
igualmente la relación entre el hombre y la
mujer a lo largo
de la historia de la
especie (la cuestión del sexo y del
género). Cuestiones que el movimiento
obrero y revolucionario de los siglos XIX y XX apenas toca,
reproduciendo en su interior conductas y estereotipos
tradicionales, y que sólo al margen, en grupos de
afinidad anarquistas, en grupos naturistas, espiritistas,
esperantistas, por la libertad
sexual, antipatriarcales, etc., cobran importancia. El primer
aspecto, la relación de la humanidad con la naturaleza, lo
abordamos en el número anterior, discutiendo la ideología dominante que desde el
Génesis (creced y multiplicaros, llenad la tierra y
sometedla, dominad sobre todos los animales que se
arrastran por la tierra…) hasta El Capital
(desarrollad las fuerzas productivas…) sólo
atribuye valor a la
naturaleza si es transformada por el «hombre»,
contemplado éste como productor, y, el mundo, como
producto del
trabajo
humano. Ahora queremos abordar el segundo aspecto: la
relación desigual hombre-mujer, la historia de la
transformación de una diferencia (un hecho
biológico) en una subordinación (un hecho
cultural), y ver la evolución de la situación actual de
esta subordinación en nuestras sociedades de
capitalismo
avanzado, haciendo hincapié en el hecho artificial,
cultural, no natural de esta desigualdad convertida en
dominación, en el sentido tan expresivo de la
aserción marxiana: un negro siempre será un negro,
pero sólo en unas determinadas condiciones sociales
será un esclavo. Por qué y cómo una
diferencia se ha convertido en subordinación y ha
instaurado una dominación, quizás la
dominación más profunda donde se vendrán a
asentar todas las demás dominaciones. Distintas teorías
rastrean en los orígenes de esta subordinación para
tratar de explicarla. Simplemente las anotaremos para llegar al
estadio actual de esta relación subsumida dentro del modo
de producción de mercancías. Tendremos
en cuenta en todo este recorrido la cuestión del lenguaje, con
la ambivalencia gramatical de los géneros, y la
cuestión de la historia, su relevancia como historia del
poder y su
ambivalencia de relato y de ocultación. En los
análisis críticos de la explotación,
dominación, alienación del hombre (pensemos
por ejemplo en los escritos de Reclus, de Stirner, de Marx, de Ellul,
de Anders, de la I.S., etc.), la reducción del lenguaje,
al designar el masculino (ya en singular, ya en plural) los dos
sexos, ha impedido ver cómo aquellas situaciones de
explotación, de dominio y de
sumisión afectaban de modo distinto a los hombres y a las
mujeres, sin con esto negar la importancia descriptiva y
prospectiva de tales análisis. En efecto, cuando en estos
análisis se describe la situación del
hombre, debida por ejemplo al desarrollo
técnico, a la proliferación de los mass media, a su
reducción a mercancía dentro del modo de
producción capitalista, etc., se describe al mismo
tiempo,
incluyéndola, la situación de la mujer. Muchos de
estos análisis con este masculino inclusivo describen
más pertinentemente la situación de la mujer (y del
hombre) que otros que incorporando repetidamente ambos
géneros, con esta insistencia moderna de lo
políticamente correcto, no salen de la banalidad. El
hábito no hace al monje. Aunque también sí
lo hace: algo se cuela a través del masculino inclusivo
que desfocaliza e impide ver con nitidez (con más
veracidad) la imagen. La
explotación y la dominación que el capital y
el Estado
ejercen sobre el hombre y sobre la mujer tiene
características propias en cada sexo,
características y especificidades que el masculino
inclusivo no contempla o las contempla muy borrosamente. El lenguaje no
escapa a la historicidad sino que la simboliza. La
denominación de las mujeres por el «Hombre» no
solamente representa la ausencia de la mujer del sistema de
pensamiento,
su subordinación, sino que no puede significar, no puede
amparar, sin su disolución, la integración de aquellos que
históricamente han sido separados. Por esto es importante
hacer hincapié en la referida reducción del
lenguaje, para ver todo lo que se ha colado de
simplificación y ocultación de lo específico
de cada situación de dominación a lo largo de la
historia. Para entender el alcance de esta reducción hay
que referirse a todo el pensamiento conceptual que ha intentado
hablar de universalidad y totalidad desde una perspectiva
limitada. Es difícil hablar del pasado sin hacer
ideología, sin volcar en su lectura y en
su interpretación (¿es lo mismo?) los
deseos y los intereses del que historiza, del que organiza a
partir de un punto de vista todo el fluido de acontecimientos.
Inútil pues recurrir al pasado para legitimar un posicionamiento
actual. Este posicionamiento es previo y procede del futuro:
solamente desde lo por venir, desde lo posible (no
utópico) que está por venir se puede criticar y
entender el pasado. Ni la nostalgia de un pasado considerado
idílico, ni el rechazo del pasado considerado salvaje en
beneficio de la ideología del progreso pueden ayudarnos a
entender lo acontecido; sólo desde la crítica
de las actuales relaciones de poder podemos criticar el pasado y
ver los engaños convertidos en verdades escritas en la
historia. Lo que ahora nos interesa es ver lo que esta historia
ha ocultado, lo que ha dejado al margen. Esta historia que es la
historia del poder (masculino), es la capacidad de hacer aparecer
o desaparecer aquello que conviene o no conviene al poder.
Así pues la historia ha ocultado a las mujeres, igual que
hace desaparecer todo aquello que esté del lado de la
vida, de la conservación de la vida, y no del lado del
«progreso». (La historia, escrita desde el poder, es
precisamente esto, la historia del progreso de la
alienación).
Si la historia es la historia del poder, escrita desde
el poder para subrayar u ocultar aquello que le conviene,
difícil acceso tendremos, desde la historia, para conocer
el pensamiento y los hechos de hombres y mujeres que se han
opuesto a este poder a lo largo de la historia; el ejercicio del
poder intenta impedirlos y, cuando se dan, silenciarlos. En el
caso de la presencia de las mujeres en la historia, el hecho
mismo de su dominación-subordinación las
haría desaparecer de la historia, y, a la vez,
ésta, al escribirse por el poder (masculino),
acabaría por silenciarlas. Por ejemplo, en el caso de la
historia del saber y de la filosofía, las mujeres
filósofas ¿no existieron debido precisamente a su
condición subalterna, o no tenemos conocimiento
de ello debido a la ocultación desde el poder, y
sólo excepcionalmente nos queda noticia fragmentada de
algunas de ellas? Distintos estudios, por lo que se refiere a la
antigüedad grecorromana, nos hablan por ejemplo de Theano,
la mujer de Pitágoras, de Hipparchia, la compañera
de Crates el cínico, o de Hypathie, matemática, astrónoma y
filósofa que murió brutalmente torturada y quemada
por una turba de fanáticos cristianos. O en el caso de la
aportación a la filosofía, las matemáticas, las ciencias y la
literatura de las
mujeres que frecuentaban las Universidades en la Edad Media
¿se trataba de algo excepcional o era realmente más
común y sólo la progresiva monopolización
masculina de los saberes la deja al margen, arrinconada en el
olvido? O por ejemplo ante las más de 30.000 estatuillas
de figuras femeninas mostrando ostensiblemente sus órganos
genitales, encontradas en excavaciones en el sudeste europeo, se
nos habla de «Diosas y Dioses en la Vieja Europa 7000-3500
a.c., mitos,
leyendas e
imaginería» y se las bautiza como Venus, en vez de
reconocer la importancia central de las mujeres en estas
sociedades. O se silencia la presencia de las mujeres en el
comercio y en
los gremios a finales de la Edad Media, y su participación
en todos los movimientos de rebelión, o se las silencia
para siempre, cruel y sádicamente1. Quizás
sería pues más exacto decir que la historia es la
historia del poder que no puede llegar a ocultar los hechos que
tozudamente se dan y que aparecen entre líneas en la lectura de
esta historia. Hechos que escapan a esta historia: aquello que
queda al margen, un resto imposible de manejar por el poder, un
hilo rojo insobornable y que la historia intenta borrar hasta
intentar conseguir, ya con el capitalismo, recuperarlo, hacerlo
entrar en la historia, ya no borrarlo. Es la manera de hacer de
la civilización del capital, su manera de domesticar:
intentar volver la servidumbre voluntaria, preferir el «yo
quiero» del esclavo al «tu debes» del
amo.
La relación hombre/mujer cambia a lo largo de la
historia, no es inmutable sino histórica, cultural y por
tanto modificable. Contra lo que pretende la
sociobiología, sabemos que la subordinación de la
mujer no es un hecho natural (genético) sino un hecho
cultural y temporal, con un principio y un posible final. Se
trata, por tanto, de relaciones sociales, no
«naturales», y son estas relaciones las que podemos y
queremos cambiar, y no la naturaleza
humana. Contra una historia contada desde el poder, nos
interesa ciertamente ver todos aquellos aspectos silenciados por
aquél, aflorar aquellos aspectos relegados, para ver lo
que es posible porque ya ha sido posible: sociedades no
idílicas, pero sí sin el peso que el trabajo y
el Estado tienen
en nuestras sociedades. Sin caer, por ello, en una
idealización del pasado, convirtiendo la historia en
ideología. Distintas explicaciones rastrean los
orígenes de esta dominación. Enumeremos algunas:
La teoría
de los estadios superiores, desde el estadio salvaje al de
civilización, de Morgan-Engels. Morgan, estudiando los
restos devastados de las comunidades iroquesas construye, para
explicar el origen y la historia posterior de la humanidad, un
edificio estructurado en escalones de categoría
ascendente. Abajo, el estadio salvaje, más arriba el
estadio de barbarie, después el de civilización,
para acabar con el estadio superior de la civilización
norteamericana de raza blanca. Engels, en su libro
«Los orígenes de la familia, de
la propiedad
privada y del Estado», retoma el edificio racista de
Morgan sólo cambiando el nombre del penúltimo
estadio, que llamará capitalista, y añadiendo un
último estadio que será el comunismo. En
todos los casos el paso de un estadio a otro será posible
gracias al desarrollo de las fuerzas productivas.2 Engels
también se inspira en el libro de Jakob Bachofen, Das
Mutterrecht, la primera gran teoría basada en los
principios
maternalistas, y acepta su modelo de
progresión «histórica»de la estructura
social, desde las relaciones de grupo hasta el
matrimonio
monógamo. Según Engels, en las sociedades tribales
el desarrollo de la domesticación animal y, por supuesto,
de la ganadería
determinó las primeras formas de comercio e
institucionalizó la propiedad privada en poder de los
varones patriarcas, los padres de la familia que era,
por lo demás, muy amplia y que podía subdividirse
desde las gens o gentes hasta los clanes, pero todos ellos
ya sometidos a la «ley del
padre». Para institucionalizar la propiedad privada y
asegurar el traspaso de «su» botín a
«sus» herederos crearon otra institución, la
familia monogámica: al controlar la sexualidad
femenina y al establecer la jerarquía sexual del
matrimonio (el hombre es el que transmite el linaje, es el que
manda, la mujer obedece), los hombres marcaron su poder
legitimando su descendencia y garantizando así su interés
por su propiedad. Engels relacionó el origen de la familia
monogámica y patriarcal (además de señalar
que la etimologia proviene de famulus = esclavo, familia =
conjunto de esclavos) con causas económicas y
concretamente con el triunfo de la propiedad privada. Con el
desarrollo del Estado y de la Economía, y al quedar
firmemente legislada la forma de la familia monogámica
patriarcal, «el trabajo de la esposa pasó a ser
un servicio
privado: la esposa se convirtió en la principal sirvienta,
excluida de participar en la producción social».
El mito de la
horda primitiva (así como mito es como lo plantea
Freud) con el
asesinato del padre, la sociedad de los hermanos y la
instauración de la ley, en Tótem y
Tabú. Con este libro inaugura Freud su teoría
del origen de la cultura y de
la sociedad. Los hermanos, excluidos de la sexualidad y de la
palabra por un padre que goza de todas las mujeres, se conjuran
para matarlo y así lo crean como padre simbólico.
Los hermanos se sienten culpables de haber matado el padre y
deciden renunciar al objeto del deseo por el que se habían
conjurado, a la vez que mitifican al padre que convierten en
tótem fundador del grupo. La civilización empieza
por un crimen cometido en común; el parricidio crea la
cultura al introducirnos en el mundo de la culpa y de la
renuncia. Sin una instancia reguladora que impida la
satisfacción inmediata de la pulsión no hay
sociedad. La civilización nace con y por esta
represión. La palabra, lo simbólico invade todo el
campo social. La sexualidad aparece ya como problema, inscrita en
códigos, en tabúes, penetrada por el lenguaje. La
sustitución del principio del placer por el principio de
realidad es el gran suceso traumático en el desarrollo de
la humanidad. Según Freud este suceso se repite
continuamente en la historia, filogenéticamente con la
sumisión al poder del padre o de su sustituto el Estado y
ontogenéticamente con la sumisión, en la primera
infancia, a la
imposición del principio de la realidad, primero por lo
padres y después por los educadores. Para Freud pues la
historia del hombre es la historia de su represión. La
cultura y su malestar, deben su existencia a la represión
y renuncia del principio del placer. Para W. Reich,
«lo que hay de verdad en esa teoría es
simplemente que la represión sexual de base
psicológica colectiva crea una cierta cultura, a saber, la
cultura patriarcal en todas sus modalidades; lo que no quiere
decir en absoluto, que sea la base de la cultura en
general». El mito bíblico del
paraíso inscribe igualmente «la falta» en
el principio de la historia. Lo que era natural pasará a
ser cultural ( Adán y Eva tras comer el fruto prohibido
«de pronto se descubrieron desnudos…»), y la
sexualidad pasará de ser la relación natural dentro
de la naturaleza a entrar en el campo de lo tabú y de la
ley. El mito bíblico tiene que leerse pues, como dice
Zizek, en este sentido: la sexualidad no es la causa de «la
falta» de Adán y Eva sino su efecto, la sexualidad
será el castigo al querer ser los amos de la
creación comiendo del árbol del saber3.
La concepción de la mujer como un ser inferior,
seductora y tentadora del hombre, está presente tanto en
el judaísmo como en el cristianismo,
en el islamismo y en el budismo. Para
Buda, la mujer, impura, logra con sus encantos seducir al hombre.
La misoginia de los escribas de Judea llega al colmo de hacer que
la mujer nazca del hombre (Eva de la costilla de Adán,
según la narración yahvista de la creación
en el Génesis). La prohibición del
incesto, como paso de la naturaleza a la cultura, en Las
estructuras elementales del parentesco, de
Lévi-Strauss. El criterio de distinción entre el
estadio de naturaleza y el estadio de cultura está en la
ausencia o no de reglas: en todas partes donde se presente la
regla estamos del lado de la cultura, y todo lo que es universal
pertenece a la naturaleza. La prohibición del incesto
presenta los dos caracteres, constituye una regla, pero la
única regla que tiene un carácter universal. La prohibición
del incesto constituye pues el movimiento fundamental por el cual
y en el cual se realiza el pasaje de la naturaleza a la cultura.
Con la exogamia y el intercambio de mujeres, que es la principal
causa de la subordinación femenina, el
vínculo de reciprocidad que funda el matrimonio no se
establece entre hombres y mujeres sino entre hombres por medio de
mujeres, las que sólo son el objeto de intercambio. Dicho
intercambio puede adoptar distintas formas: el rapto, la
violación o los matrimonios acordados, pero precedidos
siempre de prohibiciones y tabúes relativos a la endogamia
y al adoctrinamiento sexual de las mujeres (como la
obligación de llegar virgen al matrimonio), es decir, de
una sexualidad organizada. Es un proceso de
reificación, a las mujeres se las trata como objetos y se
las deshumaniza. Las sociedades que alcanzan la etapa de organización política tienden a
generalizar el derecho paterno. La autoridad
política, o simplemente social, pertenece siempre a los
hombres, y esta prioridad masculina presenta un carácter
constante que se aviene tanto con el modo de filiación
patrilineal como matrilineal en la mayoría de las
sociedades tribales. Esta tendencia al robo de mujeres condujo a
constantes guerras entre
grupos humanos diferentes, por lo que se generalizó entre
los hombres una cultura de la guerra.
Además las cautivas quedan en poder del que las
había conquistado y violado, constituyendo su propiedad.
Así mismo se contempla como un nuevo beneficio la
capacidad reproductora de las mujeres: estas mujeres cautivas
pasan a ser esclavas del trabajo y esclavas sexuales. Todo ello
fue determinante en las primeras civilizaciones agrícolas
y ganaderas; la diferencia biológica de sexo quedó
establecida e institucionalizada como diferencia cultural hasta
el punto de considerar a la mujer como un ser inferior. Este
precedente de ver a las mujeres como un grupo inferior
permitió transferir dicha marca a cualquier
otro grupo humano que también podrá ser reducido a
la esclavitud. La
esclavitud es la primera forma institucional de dominio
jerárquico en la historia humana y está ligada a la
aparición, primero, de la sociedad patriarcal y de la
guerra, y después, al surgimiento de una economía
de mercado del
Estado, de la burocracia y de
una sociedad fuertemente jerarquizada.
En la teoría del patriarcado. Casilda
Rodrigáñez4 al investigar los orígenes del
patriarcado encuentra anteriormente el Muttertum, ese mundo de
las madres, principio de la sociabilidad humana, sin
jerarquía y sin poder, sociedades donde el sexo no es
tabú ni objeto de represión. No se trata de
matriarcado, ya que ello equivaldría a un poder (archon)
de las madres, y aquí no se trata de ningún poder.
Éste aparece con la exogamia, con el intercambio de
mujeres. Las sociedades matrifocales existirían pues a lo
largo de 30.000 años, hasta el comienzo del patriarcado
hacia el año 3.000 a.c., siendo el ginecogrupo, y no la
pareja heterosexual, la primera forma de organización
humana. Con el dominio del patriarcado lo maternal, lo que
está del lado del deseo, del lado de la vida es desterrado
y encerrado en el Hades donde está toda la vida que no
debe ser, todo lo que quedó excluido, de ahí la
necesidad de Asaltarlo. Según Gerda Lerner5 «El
valor dado a las diferencias sexuales es de por sí un
producto cultural. Los atributos sexuales son una realidad
biológica, pero el género es un producto del
proceso histórico». La concepción
teleológica cristiana considera la historia precristiana
como un estadio previo a la verdadera historia, que
arrancaría con el nacimiento de Cristo y terminaría
con el segundo advenimiento. La teoría darviniana
considerará la prehistoria como
un estado de barbarie dentro del proceso «evolutivo»
de la humanidad, en una suerte de darvinismo social. Los presupuestos
androcéntricos dominarán la interpretación
de los orígenes de la dominación, siguiendo la
ordenación sexos/géneros prevaleciente en el
presente. Los «tradicionalistas» han considerado la
subordinación de las mujeres como un hecho universal e
inmutable de origen divino o natural. Los tradicionalistas
aceptan el fenómeno de la «asimetría
sexual» como una expresión del darvinismo social.
Puesto que a la mujer se le asignó por designio divino una
función
biológica diferente a la del hombre también se le
deben adjudicar cometidos sociales distintos. Por lo tanto
consideran que la división sexual del trabajo fundamentada
en las diferencias biológicas es funcional y justa.
Gracias a la «asimetría sexual» que
sitúa las causas de la subordinación femenina en
los factores biológicas se asegura que la división
sexual del trabajo esté basada en la
«superioridad» natural del hombre. El «hombre
cazador», superior en fuerza,
protege y defiende «naturalmente» a la mujer,
más vulnerable, con una dotación biológica
destinada a la maternidad y la crianza.
Esta interpretación del «hombre
cazador» ha sido rebatida gracias a las evidencias
antropológicas de las sociedades cazadoras y recolectoras
que demuestran que en la mayoría de estas sociedades la
caza mayor es una actividad auxiliar, mientras las mayores
aportaciones de alimentos
provienen de las actividades de recolección y caza menor,
que llevan acabo mujeres y niños.
Es precisamente en estas sociedades cazadoras y recolectoras
donde encontramos bastantes evidencias de complementariedad entre
los sexos. Se han hallado sociedades en que la
«asimetría sexual» no comporta connotaciones
de dominio y subordinación, demostrando que la
dominación masculina no es ni mucho menos universal. En
estas sociedades se cree que los sexos son
«complementarios». La aprehensión de la
diferencia no comportaba connotaciones de dominio y
subordinación, cuando se era consciente de que todas
aquellas tareas y visiones resultaban indispensables y eran
valoradas por igual para lograr el fin de la supervivencia del
grupo humano. El mito del hombre cazador y su perpetuación
son creaciones socioculturales al servicio del mantenimiento
de la supremacía y hegemonía masculina. Sólo
las mujeres, según los tradicionalistas, están
destinadas para siempre al servicio de la especie a causa de su
biología.
La diferencia biológica dio lugar a la dominación
masculina sobre la mujer. En este sentido, como dice Gerda
Lerner, la anatomía fue una
vez su destino. En el paso de la recolección a la
agricultura
los sistemas de
parentesco pasarán de ser matrilineales a ser
patrilineales. «En algún momento, durante la
revolución
agrícola, unas sociedades relativamente igualitarias, con
una división sexual del trabajo basada en las necesidades
biológicas, dieron paso a unas sociedades mucho más
estructuradas en las que tanto la propiedad privada como el
intercambio de mujeres basado en el tabú del incesto y la
exogamia eran comunes».
El patriarcado, objeto ahora de nuestro debate, queda
pues configurado en estas Sociedades en las que la
división biológica del trabajo se traduce en
división jerárquica y en el poder de algunos
hombres sobre otros hombres y sobre todas las mujeres. Con el
patriarcado pues la diferencia hombre-mujer queda instituida como
subordinación. El trabajo pasará a ser, en gran
medida, cosa de las mujeres, igual que la casa y todo lo
relacionado con ella6. El patriarcado supone por parte del
hombre, y mediante la cosificación de la mujer, el
control del
área de la reproducción social y de aquellos aspectos
derivados de ella. Esta cosificación se representa
inicialmente en un entramado de relaciones sociales entre
individuos. Estas relaciones cosificadas se producen al
introducir una determinada jerarquía que cambia la
naturaleza de la relación y la de los agentes implicados.
Se puede decir, simplificando, que la cosificación
consiste en la «confusión» del sujeto con el
objeto (y viceversa). Es decir, cuando en cualquier
relación social entre dos o más individuos se
establece entre ellos una jerarquía, se transforma la
naturaleza de la misma relación y la de los individuos
implicados y se establece una dependencia tal que uno de ellos
pasa a ser objeto del otro. La cosificación de la mujer ha
adoptado en la práctica diferentes formas y significados
según la diferente utilización de la mujer.
Históricamente podemos distinguir estas formas
según la relación establecida respecto al hombre
que, por ende, determinará su valor social: como objeto de
cambio
(matrimonio por compra, por ejemplo) en el breve tránsito
por el espacio público del padre hacia el esposo; o como
mercancía en el espacio público, en la
prestación de servicios
sexuales de aquellas mujeres (públicas) fuera de la
«protección» de la institución; o
despreciada en su cualidad de concubina o esposa, reproductora,
cuidadora, productora de bienes,
relegada y recluida al espacio doméstico…; y la
posible combinación de todas ellas. En suma, lo que
determina las diferentes formas de valor que puede adoptar una
mujer reside en el hombre y en el hecho de que ésta goce o
no de su protección, y en la circulación que de
ello se derive: del espacio privado (familia) al público
(sociedad, mercado) y del público al privado.
Quizás la teoría del patriarcado esquematiza
excesivamente los hechos acaecidos al intentar abarcarlos todos
(tan plurales en el tiempo y en el espacio) y al contemplarlos en
una sola dirección, sin insistir en las
interacciones. El intento de englobar una realidad tan
heterogénea, tan dispar en el tiempo y en distintas partes
del la Tierra, partiendo de un conocimiento tan limitado y
fragmentario, lo hace más vulnerable a la
ideología. Con la noción de patriarcado muchas
veces se esencializa lo que es un proceso; la «mujer»
no es un todo homogéneo sino que también
está atravesada por las relaciones de poder, igual que el
«hombre». Las mismas categorías,
«hombre», «mujer», «sexo
masculino», «sexo femenino» son ya
construcciones recientes, modernas, así como, por ejemplo,
la asignación de un género a cada uno.
Fijémonos ahora en la forma que adquiere el patriarcado -o
mejor dicho la relación hombre/mujer puesto que el
patriarcado tiende a desaparecer con el desarrollo capitalista-
en el capitalismo, en la sociedad dominada ya por el modo de
producción de mercancías, donde la relación
social entre personas aparece mediatizada por la relación
social entre cosas. En un proceso de unos doscientos años
el capital ha ido colonizando la vida para convertirla en
mercancía. Un largo proceso de conversión de la
actividad humana en trabajo asalariado, en trabajo dentro de la
forma valor. Un largo proceso de conversión de las
antiguas tareas según el sexo en trabajo asalariado
asexuado. Subrayemos, no obstante, que estamos hablando de una
tendencia, y, además, siempre contradicha. El trabajo se
vuelve libre: la nueva formación social capitalista libera
el trabajo de sus antiguas trabas feudales; la nueva
concepción económica del trabajo como única
fuente de riqueza deja atrás las antiguas justificaciones
religiosas y morales. En este mismo sentido podemos decir que la
mujer se vuelve «libre», para convertirse en el sexo
débil útil al capitalismo. Con el concepto de
«dispositivo de feminización» Julia Varela7 da
cuenta del cómo y del por qué de los cambios
habidos, durante la constitución del capitalismo (siglos
XII-XVIII) en el cambiante equilibrio de
poder entre los sexos, con la imposición del matrimonio
monogámico indisoluble y su correlato, la
institucionalización de la prostitución y la consecuente
criminalización de las clases populares, y con la
expulsión de las mujeres burguesas de los recintos del
saber, hasta producir este sexo débil útil al
capitalismo, con un espacio privado y un espacio público,
un trabajo privado (doméstico) y un trabajo público
(asalariado). La familia, pieza fundamental del patriarcado, se
transforma, cambia su estructura
interna, su papel dentro de la sociedad y su relación con
el Estado. Éste irá ocupando el lugar del padre:
fijar a los miembros de la familia en lo social, proveer trabajo,
educación
y asistencia. La familia entra también en la lógica
del valor, se convierte en nuclear, pieza que el capital explota.
El trabajo doméstico del ama de casa que escapaba a la
forma valor es cada vez más ocupado por trabajo asalariado
-mantenimiento, educación, cura, ocio,…-, las
tareas se convierten en trabajo. Se introduce a la mujer dentro
del trabajo asalariado, donde continua su desvalorización:
en la vida laboral las
mujeres ocupan puestos subordinados, cobran menos (un 40% menos
de media), son penalizadas por bajas laborales por partos, etc.
«Técnicamente», la desvalorización
femenina es deudora de un devenir devaluado que reside en un
peculiar «pacto» que ha fijado la actividad femenina
al margen de la forma mercancía y del trabajo, manteniendo
la actividad femenina como una componente oculta del proceso de
acumulación primitiva. Si el producto creado por el
trabajo no se realiza como mercancía, si no ha creado
valor, significa que no se ha reconocido el trabajo del
productor, de lo cual se deduce la paradójica incapacidad
del capital de reconocer la totalidad de las actividades humanas,
cuando su esencia consiste en convertir toda actividad en trabajo
y en capital. Junto a la sospechosa, excéntrica y
persistente inmaterialidad de la actividad femenina que tributa
valiosamente en la reducción de los costes de
reproducción de la fuerza de trabajo. Con el acceso de la
mujer al trabajo asalariado por una parte y con la reciente
precarización y devaluación de este trabajo también
para el hombre, la jerarquía dentro de la familia nuclear
cambia. Aparece la familia monoparental; aparece la familia
homosexual. En el área barcelonesa, por ejemplo, las
familias unipersonales representan ya el 20%, las familias
monoparentales el 11%, y las parejas sin hijos alcanzan el 21%.
Si añadimos a todo esto las nuevas formas de
reproducción, de adopción
en la familia homosexual, etc. vemos que estamos lejos la familia
patriarcal. La división social entre sexos está,
por una parte, condenada a perdurar en la medida en que su
supresión tiene por condición aquello que no se
puede producir en el seno de la sociedad capitalista: la
abolición del trabajo, del valor y de la mercancía,
y, por otra parte, está condenada a una profunda
transformación en la medida en que las actividades humanas
todavía no sometidas a la dominación mercantil son
imperativamente abocadas a ello. El capital hace entrar en la
lógica del valor todo aquello que quedaba y queda fuera.
Así hace entrar a la mujer en esta lógica. Con el
capitalismo, hombres y mujeres somos reducidos a
mercancías. El capital no entiende de sexos ni de
géneros, quiere individuos unisex y del género
neutro, andróginos, individuos productores, consumidores y
espectadores. Así el capital iguala, nos iguala (a su
manera), a la vez que saca provecho de la desigualdad que explota
en el trabajo doméstico, en el consumo de
bienes y de ilusión. Iguala pues a la vez que convierte
las diferencias (joven-viejo, norte-sur,…) en desigualdad
que luego rentabiliza. Esta es la tendencia, la que se da en los
países más estructurados por el capital, la que
diluye el patriarcado, la que iguala a hombres y
mujeres,…lo cual no quiere decir que no haya retrocesos:
igual que asistimos hoy en el mismo centro capitalista a formas
de trabajo manchesterianas propias del siglo XIX, asistimos
también a involuciones en las formas de comportamiento
entre sexos distintos, como por ejemplo podemos ver en los
barrios de Paris, tal como cuenta Fadela Amara en «Ni putas
ni sumisas», o en el mantenimiento, más
generalizado, de costumbres y tradiciones. El velo, matrimonios
forzados, prostitución forzada, mutilación genital,
etc. existen al lado de la referida igualación, y son en
parte también consecuencias del proceso capitalista y de
sus movimientos migratorios.. Igualmente la violencia
contra las mujeres continúa, si no aumenta, y el abuso sexual
de niños y niñas por parte de hombres adultos sigue
traumatizando una parte importante de cada generación. Y,
más en general, todavía hay grandes diferencias
para moverse en la vida diaria de un hombre y una mujer en cuanto
al lenguaje, los roles, las costumbres, las posibilidades, etc.
El sexismo perdura como ideología aun cuando su base
material, el patriarcado, se desvanece La tendencia hacia esta
igualación capitalista es contestada también por
las resistencias
de hombres y de mujeres a este proceso de domesticación,
hacia un proceso real de igualdad, no
en el sentido de uniformización, negando lo diverso, sino
de diversidad complementaria, es decir que no convierta la
diferencia en desigualdad. En la lucha reivindicativa de las
mujeres hacerse visibles ha sido necesario (como por ejemplo
ahora los sin papeles ven necesario tenerlos). Hoy, visibilizar a
la mujer y sus actividades, en este caso que la mujer sea
más visible en esta sociedad (en sus instituciones:
universidad,
ayuntamientos, foros culturales…), poco cambiaría
su condición mercantil, que es también la del
hombre, aunque le añadiera valor. Cambiar esta
condición es salir de la Economía, dejar de ser
mercancías, acabar con la relación social
capitalista, y no alimentarla de una u otra forma
(económicamente, políticamente,
simbólicamente). No vemos otra opción que definir
la emancipación de las mujeres y la de los hombres como
una misma cosa. Una vida emancipada no puede por principio ser
definida en términos de esferas separadas, en la medida
que la emancipación reside precisamente en la
abolición de la separación. Profundizar en lo que
es común, más que en lo que nos separa, para
enfrentarlo a la actual sociedad técnica y capitalista que
nos produce como mercancías.
Revista Etcétera, mayo 2005
1. Durante la caza de brujas en Europa (s. XVI y XVII),
mueren más de tres millones de mujeres, a estas muertes
cabría añadir la psicosis y el
terror que se inscribe en todo lo femenino.
2. Bonito cuento de
hadas, dice Perlman al respecto en su libro «Against
His-story, Against Leviathan!», Detroit, 1983.
3. La sexualidad se inscribirá pues en el
ámbito de la legislación. Por ejemplo, de las 282
leyes que se
conservan del código
más antiguo de la humanidad, el de Hammurabi, 73 se ocupan
de regular la conducta sexual
femenina y el matrimonio.
4. «El asalto al Hades». Alicante,
2004.
5. «La creación del patriarcado».
Crítica, 1990
6 Clastres, al estudiar las tribus Tupi-Guarani, anota:
«La vida económica de estos Indios se fundaba
básicamente en la agricultura. El grueso del trabajo hecho
por los hombres consistía en roturar, mediante el fuego y
el hacha de piedra, el terreno necesario, tarea que movilizaba a
los hombres uno o dos meses. Casi todo el resto del proceso
agrícola -plantar, escardar, recolectar-, conforme a la
división sexual del trabajo, era realizado por las
mujeres». P. Clastres, La sociedad contra el
Estado.
7. «Nacimiento de la mujer burguesa». La
Piqueta, 1997.