- Las cambiantes relaciones entre
estados y mercados - El anclaje local del
cambio - Consecuencias del cambio en los
bienes públicos - El mercado
laboral - Conclusiones
Apareció en la revista
Estudios Interdisciplinarios de América
Latina, 2002
Luis Roniger
Un bien público es todo aquél que, por su
carácter generalizado y universal, no puede
ser denegado a nadie una vez en existencia. Vale decir, aquel
bien o producto que,
al ser consumido por ciertos individuos, está
automáticamente a disposición de otros,
independientemente de si hubieren contribuido al financiamiento
de su producción o no. La calidad del
aire que
respiramos, la salubridad o el estado de
la seguridad
personal en la
vía pública son ejemplos paradigmáticos.
Existen además bienes cuya distribución implica una
intervención pública, en el enmarque y la
regulación de servicios
públicos o en su provisión a distintos grupos e
individuos de acuerdo a criterios que difieren de los de mercado. Ello
puede implicar precios
diferenciales para distintos grupos, más allá de
considerandos de mercado (como en la educación o en el
consumo de
electricidad y
agua
corriente).
En el pensamiento
que sustenta la actual fase de desarrollo de
mercados libres,
se ha discutido poco el impacto de la supuesta o real
retracción de los estados sobre la configuración de
bienes y servicios públicos. Así, la mayoría
de los estudios sobre privatizaciones debaten el cambio de
estructura de
la propiedad y la
supuesta o efectiva corrupción
coetánea, pero dicen bien poco respecto de sus efectos
sobre la calidad y el alcance de los bienes y servicios
públicos. De manera similar, existen numerosos estudios
sobre cambios en las condiciones laborales que se refieren
especialmente a su impacto en términos de
flexibilización laboral, pero no
elaboran su impacto sobre la esfera pública y la
posibilidad de debatir alternativas en la configuración de
las políticas
económicas. Es especialmente en el plano de los estudios
sobre los servicios sociales que los investigadores suelen
referirse en forma explícita al tema. En lo que sigue,
ligaré los distintos planos, contribuyendo en forma
preliminar al análisis de las imágenes y
prácticas contemporáneas en este campo en
Argentina, Chile y Brasil. Más que un estudio comparativo
sistemático, los casos proveen ejemplos y permiten
discutir distintas constelaciones de factores en la
articulación de mercados, sociedades y
estados y sus efectos en la configuración de bienes y
servicios públicos y regulación de mercados en la
actualidad.
Las cambiantes relaciones
entre estados y mercados
A partir de la crisis del
modelo de
capitalismo
desarrollista ligado al estado
protector, proteccionista y/o populista, los países
analizados se han movido en mayor o menor medida hacia modelos
capitalistas ‘neo-liberales.’
Aunque suele considerarse que el cambio se produjo a
través del impacto del efecto de demonstración
internacional de las políticas de Thatcher y Reagan y de
las presiones de organismos ligados al consenso de Washington,
debemos recordar que los precedió la implantación
del Plan Ladrillo a
partir de 1975 en el Chile gobernado por el General Augusto
Pinochet. Es por ello importante no olvidar analizar el anclaje
local del cambio, tema al cual retornaré en la
sección siguiente.
En Chile, a pesar del alto precio social
de implantación de tal orientación, el
régimen militar logró superar la crisis de inicios
de la década de los 80, llegando a una transferencia
institucionalizada de su modelo político y
económico durante la transición a la democracia.
Argentina sólo llegó a esa línea
económica bajo democracia, en el gobierno de
Carlos Menem, una vez
que se enfrentó con las consecuencias de la crisis de la
deuda externa
y la hiperinflación de fines de la década
de los 80.
En Brasil, la adopción
del cambio de dirección macro-económica fue
impulsada a partir del gobierno de Itamar Franco, bajo la
dirección económica de Fernando Henrique Cardoso,
que luego reforzó en forma pragmática dicha
línea al asumir la presidencia de la
República.
Existen, pues, diferencias sustanciales entre los tres
países en el contexto, los tiempos y modos de
adopción de las políticas económicas. No
obstante ello, se puede afirmar que uno de los rasgos
fundamentales compartidos por los diferentes casos es la
transformación que se ha producido e impulsado en el
imaginario social respecto de los roles del estado y sus
relaciones con los mercados. En primer lugar, el estado
pasó a ser percibido como parte del problema del
desarrollo y el bienestar público, no ya como parte de la
solución al problema. Aún cuando en la
práctica los estados continuaron desempeñando roles
de envergadura en los tres países a fines del siglo XX e
inicios del actual, en el imaginario social ha primado la idea
del estado en retirada y la auto-regulación de los
mercados de bienes, de capital y de
trabajo. En
parte, tales imágenes reflejan el colapso del capitalismo
autárquico y la ISI como ideas de desarrollo
hegemónicas. En parte, legitiman un proceso que se
ha dado a medias en América
Latina.
En países ligados desde hace siglos al
ámbito universal tanto por su orientación y lazos
efectivos como por sus expectativas y modelos de organización, la respetabilidad de la idea
de los mercados libres a nivel global reforzó tendencias
internas en tal sentido. Es así que varios procesos se
dieron al unísono:
(a) la difusión del mercado y el consumo como
prácticas sociales que se generalizan o al menos se
ansían alcanzar; vale decir, la masificación de
los estilos de vida como objetivo,
aunque de hecho no exista equidad en
el acceso al consumo ni a los canales de decisiones
políticas relativas a la economía;
(b) difusión de la idea del mercado como
mecanismo auto-regulador; y
(c) difusión de la idea de retracción
del estado, aunque en la práctica el estado conserva y
reformula funciones.
Existen así constelaciones variables de
ingerencia del estado en la regulación de aspectos
básicos de la economía tales como la
regulación de los mercados cambiarios, la
protección de la propiedad y la formulación del
marco legal (e.g. de funcionamiento de firmas y
corporaciones).
(d) el surgimiento de una nueva cultura
política
(NCP). Esta nueva cultura política difiere en
América Latina de aquélla que se configura en los
países desarrollados. En Estados Unidos,
Canadá, Japón
y Europa
Occidental, los trabajos de Terry N. Clark, Ronald Inglehart y
Vincent Hoffman-Martinot identificaron la NCP en base a una
serie de características, entre ellas la
distinción creciente entre temas fiscales y sociales,
poniendo énfasis en los sociales y en el individualismo,
tendiendo a debates políticos en lugar de lealtades
partidarias. La NCP es allí apoyada especialmente por
los jóvenes, mejor educados y de mayor poder
adquisitivo, que a la par demandan eficiencia en
los servicios y menores impuestos. En
forma paralela, tales capas sociales se inclinan hacia valores
"post-materialistas". Aunque tales temáticas no se
hallan ausentes en América Latina, en este caso la NCP
que pasó a ser dominante en sociedades con democracias
restauradas, esferas públicas a menudo limitadas y
sociedades con brechas sociales pronunciadas. Así, la
NCP se ve distorsionada por una constante preocupación
por sobrevivir en un entorno de marginalización,
desempleo,
opacidad institucional y falta de confianza
pública.
Los cambios en la articulación de estados y
mercados se ligan a transformaciones muy profundas en la
concepción del rol y la contribución de la
política en la esfera pública. Nada más
distante que la visión actual respecto de lo que fue la
visión hegemónica una generación
atrás. Como bien los caracterizó la crítica
literaria chilena Ana Pizarro, los años 1960 y
comienzos de los ‘70 fueron
años de "ejercicio del criterio" en la ciencia
social: teoría
de la dependencia frente a desarrollismo, crítica
y contra-crítica, diálogo
con los africanos que comenzaban a emerger de su proceso de
descolonización. Años de fortalecimiento de las
organizaciones
populares, tiempo de la
Revolución
Cubana, dinámica inusitada de integración latinoamericana y del Caribe,
resurgimiento del sentimiento anti-imperialista, brote de la
futura Teología de la Liberación, reivindicaciones
de las minorías a nivel internacional, emergencia del
feminismo.
El énfasis se ponía entonces en el proceso
de cambio radical. Los derechos humanos
se analizaban en clave de la liberación humana. Pongamos
como ejemplo un libro que bajo
ese título ["Human Rights and the Liberation of Man in the
Americas"] fue publicado en 1970, en el que se pueden leer frases
como las siguientes:
Espero que logremos crear un frente o coalición
de conciencia entre
todos nosotros… A fin de fomentar la revolución; no como un acto de violencia
(aunque la revolución puede ser acompañada por
violencia) sino como un acto de redención humana que lleve
a la realización de los derechos humanos. Violencia
no es lo que debemos poner en cuestión, aun cuando
deberíamos tener presente …que quienes impiden la
violencia revolucionaria transforman a la violencia
contra-revolucionaria en inevitable
Aun quienes se oponían a la violencia no dudaban
entonces de los proyectos
colectivos en pos de la justicia
social y de la necesidad de lograr un cambio impulsado
políticamente. La retórica de la guerra y el
activismo no estaba ausente en quienes se oponían
explícitamente a la violencia. Hélder Camara,
arzobispo de Olinda y Recife y uno de los voceros de la
no-violencia en Brasil, sugería en 1970:
Cuándo podremos captar que el problema
número uno que la humanidad enfrenta no es el choque entre
el Este y el Occidente, sino entre el Norte y el Sur – vale
decir, entre el mundo desarrollado y el mundo subdesarrollado?
Cuándo lograremos hacer que todos entiendan que la miseria
es el mayor esclavizador, el asesino por excelencia, y que la
guerra contra la miseria debe ser la primera y única
guerra en la que debemos focalizar nuestra energía y
recursos.
José Joaquín Brunner describió el
prisma intelectual chileno hasta 1973 como estructurado en base a
tres ejes: el eje de un cambio revolucionario y la
refundación social; el eje de elaboración de
utopías; y el eje de centralización del estado y la
política como focos de cambio. El primer eje creó
básicamente la escisión entre la social-democracia
y las izquierdas que proyectaron modelos alternativos de
configuración social, cuya consecuencia práctica
fue la percepción
de la derecha liberal-conservadora de verse amenazada por quienes
impulsaban un cambio total. Al combinar el rol central de la
política con un énfasis en el futuro
utópico, la sociedad
chilena funcionó en su universo
ideológico como produciendo un "escape permanente hacia el
futuro". Dice Brunner que hasta 1973
los contenidos utópicos primaban sobre los
contenidos orgánicos de la realidad. La historia pasó a ser
percibida como puro terreno de lucha ideológica y no como
el lugar de sedimentación de las tradiciones. El pasado
era la crisis que se manifestaba en el presente y que, por tanto,
necesitaba superarse. La densidad de las
experiencias acumuladas era continuamente desvalorizada en
función
de las propuestas que prometían un futuro mejor. La
cultura intelectual de la intelligentsia, con la
excepción de un delgado segmento en la intelectualidad de
derechas, miró casi exclusivamente hacia el presente y en
dirección al futuro, suprimiendo el pasado como un peso o
inercia conservadora.
La pasión política, el énfasis en
la praxis
política, la devoción a los sujetos
históricos, la lucha entre modelos sociopolíticos
alternativos a escala mundial y
regional, el compromiso solidario con las clases populares, por
parte de las izquierdas eran, por otra parte, reflejados en las
derechas en una no menor pasión política, revestida
de connotaciones doctrinarias, que exhortaba a defender valores
sacrosantos (vg. patria, nación,
familia,
religión,
estado). La posición de principio que los extremos del
espectro político tomaron implicó para los intelectuales
la necesidad de una toma de posición, donde la neutralidad
perdía credibilidad a partir de comienzos de los
’70.
Cuando los resultados de tal confrontación se
pusieron de manifiesto en toda su severidad sobre el trasfondo
internacional de la Guerra
Fría y la magnitud de la represión pudo ser
conocida y reconocida públicamente, muchos de los
intelectuales habrían de replantearse sus visiones de
otrora sobre el rol formativo de la violencia en la constitución de la historia.
En efecto, la violencia y la coerción
constituyeron las bases de los procesos de cambio institutional y
reorganización nacional de los ’70 y ’80 en el
Cono Sur. Las dictaduras militares fueron una nueva etapa –
de brutalidad aún desconocida en los sectores medios –
en una larga serie de gobiernos regidos por regímenes de
emergencia, frente a las crisis económicas y
políticas. Ya sea a instancias de sectores de la sociedad civil o
bien en base a sus propios designios, los militares llegaron al
poder después de haber derrotado a la guerrilla (al menos
en Argentina) y aún en Brasil y Chile, con relativa
facilidad.
Con el poder concentrado en sus manos, se abocaron no
sólo a terminar con todo abate de rebeldía
izquierdista sino a reformular tanto política como
socioeconómica y culturalmente los fundamentos de estas
sociedades. Como justificación hicieron uso de las bien
conocidas doctrinas de Seguridad Nacional, que se sustentaban en
las percepciones de la Guerra Fría y los peligros de la
infiltración comunista, pero iban mucho más
allá del ámbito administrativo y político,
en torno a visiones
de un cambio profundo de la sociedad, la economía y la
cultura.
La visión organicista de los militares no era
ajena a ciertas vertientes más amplias en dichas
sociedades, algunas católicas ultramontanas, otros de
cariz populista o comunitaria. Los militares en efecto se
creían destinados por vocación y profesión a
salvar la nación.
Las imágenes eran propias de un discurso
médico, que ante el peligro de difusión de
infecciones y gangrenas, debía intervenir
quirúrgicamente, extirpando la causa del mal. Que, ante la
presencia de gérmenes amenazantes, debía
neutralizarlos a cualquier precio. Que, ante la presencia de
tejidos
contaminados, debía efectuar un tratamiento a fondo.
Investigadores como Marguerite Feitlowitz y Hugo Achugar, entre
otros, han elaborado magistralmente los peligros y altos precios
de tal uso del lenguaje como
mecanismo articulador de la represión.
Es indudable que muchos sectores de la sociedad civil,
incluyendo la intelectualidad liberal y de centro, no se
opusieron al proyecto de los
generales, sino que al contrario, aplaudieron como en el caso de
Ernesto
Sábato en mayo de 1976 la "amplitud de criterio y la
cultura del presidente" (Videla). Fue tal apoyo inicial
comprometido que llevó a una futura fractura del
diálogo en el campo intelectual. Asimismo y generalizando,
podemos afirmar que, en su mayoría, las fuerzas
políticas y los círculos intelectuales emergieron
del período militar en común acuerdo en rechazar la
violencia como fundamento de la vida pública y las
ideologías. Difiriendo empero en la interpretación de los orígenes de la
violencia, sus causas y la profundidad histórica de la
violencia endógena a sus sociedades y en la visión
respecto del camino a seguir en pos de un respeto efectivo
de los derechos humanos sobre bases institucionales y
culturales.
Tras la transición se produjeron cambios notables
en la relación de fuerzas políticas y sociales y el
nuevo carácter de las esferas públicas, que son
cruciales para entender la nueva estructuración de los
bienes y servicios públicos. Los organismos de derechos
humanos, así como muchos políticos e intelectuales
que se abrieron a ese discurso durante el período militar
y propusieron una redefinición ética de
la política, perdieron vitalidad. Los viejos estilos de
las clases políticas volvieron a cobrar centralidad en
determinar el rumbo a tomar en cuestiones relativas a las
víctimas de la represión militar, la justicia y la
formulación de políticas. Bajo la fórmula de
reconciliación nacional, formula constructiva de bajo
costo
político, las fuerzas políticas en el gobierno
llevaron adelante procesos de cerramiento del tema, que
desarmaron y marginaron a los intransigentes que siguieron
demandando justicia y principios como
fundamento de la política. Una nueva evaluación
del pasado pasó a dominar la visión de los
intelectuales, por ejemplo en la Argentina, donde muchos
contemplaron sus experiencias de antaño con culpa, como
admitiera José Pablo Feinmann:
se vive con culpa la militancia de los años
’70. Es como si las luchas de los ’70 significaran
el error absoluto. Y del error absoluto, la única
consecuencia que se puede sacar es la inacción absoluta.
Hemos pasado de "el que no milita es un idiota", como se
decía en la década del setenta, a "el que milita
está fuera de moda", como
se dice hoy en día. Incluso hay palabras que han quedado
desprestigiadas. Imperialismo, dependencia, socialismo,
revolución. Ya nadie habla de éso.
Feinmann observa que los intelectuales se refugian a
partir de los ’90 en su condición de intelectuales
como en una corporación, dedicándose a ella como a
una carrera, consiguiendo becas, trabajando en los institutos de
las multinacionales, siendo subsidiario del estado, difundiendo
un discurso sutil pero desesperanzado. "La gran derrota, unida a
la gran represión, han llevado a un inmovilismo
histórico," concluye Feinmann. De manera similar, Ricardo
Piglia indica que
se discute mucho la teoría del consenso y del
pluralismo como lugar donde los sujetos intercambian ideas, como
modelo. No se tiene en cuenta que el elemento que define a esos
consensos es la amenaza, que circula en el presente como una
prolongación del terror militar."
A la observación de Piglia se deberían
sumar, para el caso argentino, las consecuencias funestas del
período de hiperinflación y la etapa de
estabilización con fuertes tasas de desempleo y falta de
seguridad ocupacional que le siguieron. En una línea
coincidente, León Rozitchner consideró que, en los
’90, la democracia argentina
[e]s una democracia aterrorizada: surgió de
la derrota de una guerra. No la que nosotros ganamos adento,
sino la que ellos perdieron afuera. El terror, ley originaria
de esta democracia, sigue todavia vigente, interiorizado en
cada ciudadano, espada que pende sobre nosotros, siempre
presente. Ese terror, negado en la sociedad política,
corroe desde dentro la subjetividad de los argentinos. El
ocultamiento del terror que recorre la sociedad – terror
al poder armado, terror a la desocupacion, la quiebra o
la pobreza en
la economía – es el fundamento a través del
cual el sistema niega,
desde cada uno, aquello mismo que anima. El terror militar
refrenó cruelmente lo que antes la sociedad civil habia
expandido y ganado como experiencia colectiva. La amenaza de
muerte nos
hizo dóciles y cobardes. El terror hizo que nos
consideremos, en la paz vencidos… Algo que se palpa en
la diseminación y dispersión de la gente, en la
violencia que la expropiación económica ejerce
sin que se le oponga resistencia, en
la acentuación de las formas fascistas en la educación, en los programas de
radio y
televisión, en los
diarios.
Finalmente, Piglia es de la opinión
que
la política se ha convertido en la
práctica que decide lo que una sociedad NO puede hacer.
Los políticos son los nuevos filósofos: dictaminan que debe entenderse
por real, qué es lo posible, cuáles son los
límites de la verdad. Todo se ha
politizado en ESE sentido. También la cultura. La
política inmediata define el campo de la
reflexión. Parece que los intelectuales tienen que
pensar los problemas
que les interesan a los políticos.
Consecuencias del cambio en
los bienes públicos
Varias son las consecuencias de las transformaciones
anteriores en el enmarcamiento de la provisión de bienes y
servicios públicos. En esta sección me
referiré a los bienes públicos como la salubridad y
la seguridad personal, analizando los servicios públicos
en la sección siguiente.
Existen consecuencias relativas a la responsabilidad estatal y otras a la cambiante
relación de la población con la política y con las
esferas públicas. En cierto sentido, lo que sucede en uno
de estos ejes repercute sobre el otro. La idea existente en el
imaginario social de que el estado ha dejado de jugar el rol
central que poseía en la etapa del estado protector,
proteccionista y/o populista afecta ante todo la responsabilidad
estatal frente a los bienes públicos. En Argentina, por
ejemplo, se han generado problemas generalizados en situaciones
donde, ante un eventual fracaso de los mecanismos de mercado, los
consumidores no encuentran canales apropiados de apelación
institucional.
Tomemos el caso de los productos
alimenticios. En muchas ocasiones, los consumidores descubren que
los productos adquiridos no guardan un mínimo de
salubridad. A lo largo de los 1990s se dieron numerosos casos de
indigestión como consecuencia del consumo de productos
insalubres adquiridos en distintos establecimientos, desde bares
a redes de
supermercados, con centenares de casos que han requerido la
internación en salas de emergencia de hospitales. Un
testimonio entre muchos otros:
Nos sentamos en el bar de la esquina en la Plaza de
Flores [Buenos Aires].
Pedimos morcillas y chorizos. Después de comer casi media
morcilla, siento algo duro entre los dientes. Miro y descubro un
clavo de unos siete centímetros, doblado y herrumbrado. La
llamo a la moza y le muestro. Su reacción fue una risa
incontenible. Lo llama al jefe del bar y le muestra. El jefe
se ríe menos, pero se muestra igualmente divertido. Hasta
entonces, dice, nunca le había aparecido un clavo de ese
tamaño. Se disculpa y me ofrece otra morcilla en su lugar.
Por supuesto que se me fue el apetito. Me hubiera podido morir
allí mismo… Pero en el ambiente de
impunidad que
existía en esos momentos, mi ‘mala suerte’ fue
motivo de festejo e hilaridad…
Casos similares proliferaron en Buenos Aires en 2000 y
2001, involucrando a grandes cadenas de supermercados cuyos
pollos ‘al spiedo’ fueron causante de casos masivos
de indigestión, así como aún a la empresa
MacDonald’s, cuyos sandwiches MacPollo pasaron a ser objeto
de sarcásticos chistes entre
los porteños.
En países con códigos normativos
diferentes y canales apropiados de apelación
institucional, como los Estados Unidos o países de Europa
occidental, casos similares hubieran llevado a litigios
judiciales y demandas de compensación monetaria. En el
caso argentino, se han traducido a lo sumo en disculpas y en
algunos casos, ni a eso, limitándose a una sonrisa
condescendiente. Entre el consumidor y el
proveedor/vendedor debería existir una relación de
confianza (trust) en la idoneidad del consumo que, al ser
rota, debería poder elevarse a instancias superiores para
su adjudicación.
De existir tal modalidad, se aseguraría que el
lado afectado siguiera actuando bajo el convencimiento de que
quienes infrinjan el mandato de idoneidad y responsabilidad
(accountability) recibirán una pena pertinente a la
infracción. Tal reacción tendría así
un efecto doble: ante todo, el efecto de reparar el daño
causado y más aún, de recomponer las expectativas
amplias de una conducta adecuada
y proba.
Cuando tal posibilidad no existe, como en la Argentina
en los ‘90, se consolidan expectativas de impunidad que son
nefastas para la confianza pública tanto en los mercados
como en las instituciones
que deberían regular tales casos de fracaso de
transacciones mercantiles (market failures). El problema
no se restringe a los límites nacionales, sino que puede
llegar a repercutir en el ámbito internacional.
Ningún estado puede desentenderse de crear condiciones que
garanticen la calidad de los productos alimenticios de su
población sin correr el riesgo de perder
credibilidad y capacidad de penetrar mercados
externos.
Cómo proteger los bienes públicos –
asegurando su calidad o, al menos, compensando por su falta
– se transforma así en un problema central que
afecta la agenda estatal y social de los países
analizados. En Brasil, el tema de la calidad del agua potable o
el suministro ininterrumpido de energía
eléctrica ya se transformaron en un tema de
envergadura. En el Gran Buenos Aires argentino o determinadas
áreas de Brasil, el tema de la seguridad pública ha
adquirido aspectos alarmantes. Aunque tradicionalmente
existía violencia ligada a focos criminales, la brecha
social creciente — en sociedades donde las clases medias y
medias bajas han sufrido un desclasaje considerable — ha
acentuado el problema en los últimos
años.
Ello es aún más acuciante allí
donde una ética de impunidad se ha proyectado al seno de
las fuerzas del orden, particularmente ciertos sectores de la
policía argentina, muchos de cuyos miembros han sido
acusados de abusos, extorsión de pagos extra-legales
(coimas) y uso excesivo de la fuerza, tanto
en el ámbito de los derechos civiles como en el plano de
la aplicación de la ley. La participación de
fuerzas policiales en la rutinaria extorsión de coimas en
plena Capital Federal, la colaboración de policías
con los perpetradores de los atentados contra la Embajada
israelí
en 1992 y la sede de la Asociación Mutual Israelita
Argentina (AMIA) en 1994 y numerosos ejemplos de gatillo
fácil y abusos fueron detallados en los reportes anuales
del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Buenos Aires.
Los estilos de actuación de las fuerzas del orden
aún bajo democracia han contribuido a que sean vistas con
descreimiento en sectores amplios de la ciudadanía.
El impacto del cambio se refleja aún más
en el ámbito de las empresas
privatizadas y su relación con la provisión de
servicios públicos.
Las privatizaciones y los servicios
públicos
En Argentina las privatizaciones de las empresas
públicas fueron impulsadas por los objetivos
económicos de lograr un equilibrio en
las cuentas
nacionales, superponiéndose al déficit
crónico, así como por las necesidades acuciantes de
pago de la deuda nacional. En 1990 el estado no contaba con
acceso a financiamiento externo e interno, sufriendo el impacto
destabilizador y deslegitimante de la hiperinflación. En
tal marco, las privatizaciones habrían de permitir una
reubicación frente a los acreedores y organismos
internacionales.
A nivel de neutralización de la oposición
popular, se jugaron empero argumentos relativos a la necesidad de
atraer inversiones a
fin de modernizar los servicios y mejorar su calidad y
eficiencia. Un factor de fondo en el éxito
logrado por el gobierno de Menem en llevar adelante la
política de privatizaciones radica en la situación
de profunda crisis que se prolongó tras la
hiperinflación desatada bajo la anterior administración de Alfonsín, luego de
los fracasos de distintos planes estabilizadores heterodoxos como
el ‘Australito’ (febrero de 1987) o el
‘Primavera’ (1988) y la consecuente pérdida de
credibilidad estatal y suspensión del crédito
internacional.
El sentido de urgencia que Menem elaboró
retórica y efectivamente le permitió neutralizar a
quienes otrora se hubieran opuesto a leyes como la de
la Reforma del Estado y las implicaciones de la Ley de Emergencia
Económica. El poder
ejecutivo cobró por la primera medida facultades para
intervenir, modificar y privatizar las empresas públicas,
mientras que a través de la segunda medida obtuvo el poder
necesario para implementar las reformas económicas que
habrían de terminar, entre otras medidas, con la discriminación del capital extranjero y con
los subsidios a los proveedores
estatales. Ellos fueron complementados en enero de 1990 por el
"Plan Bonex" de convertibilidad de depósitos mayores de
500 dólares a bonos en
dólares a diez años y por la profundización
en la de-regulación de la economía (incluyendo las
importaciones y
la cancelación de aranceles
proteccionistas a la industria
local). Desde enero de 1992 el Plan de Convertibilidad plena se
hizo efectivo, a fin de reducir el déficit público,
reducir la deuda externa, mediante la emisión de bonos que
pudieron ser usados para la adquisición de las empresas
privatizadas, el retiro del estado de áreas
económicas claves y el alza intentado en la
recaudación impositiva.
El paquete liberalizador fue adoptado e implementado a
través de mecanismos hasta entonces inexistentes y que
fueron tácitamente aceptados por la población y las
fuerzas vivas de la sociedad a partir de la situación de
grave crisis económica y falta de credibilidad
institucional. Por un lado, el uso inusitado de los
decretos-leyes por parte del presidente, eje de una administración centralizada, personalizada
y a menudo discrecional. Por el otro, el cohesivo equipo
técnico del Ministro Cavallo, que logró estabilizar
la economía y restablecer las buenas relaciones con los
acreedores internacionales, lo cual pudo ser interpretado
localmente como un signo de éxito en la política
económica, revirtiendo el ciclo incremental de
pérdida de confianza institucional que se había
producido en los 1980s.
Las privatizaciones fueron presentadas al público
en términos de la superioridad del mercado como proveedor
eficiente de productos y servicios. Los argumentos en contra de
las empresas públicas eran sumamente verosímiles,
pues éstas eran percibidas ampliamente como ineficientes,
poco productivas y generadoras de déficit fiscales,
mientras sus servicios se deterioraban. Roberto Cortés
Conde calculó que, en 1985, los gastos de las
empresas estatales representaban el 20 por ciento del PBI
mientras sus entradas eran el 3,28 por ciento del PBI.
En la práctica las privatizaciones se usaron para
confrontar el problema fiscal y de la
deuda externa, para lograr recursos en las arcas estatales, a fin
de aliviar las presiones de la deuda externa y obtener su
refinanciación. Una vez llevadas a cabo, la distancia
entre las expectativas de beneficio amplio y la forma efectiva en
que las privatizaciones se llevaron a cabo creó
desasosiego popular.
En la primera época, las privatizaciones
tuvieron un altísimo consenso, se creó un clima, se hablaba
de corrupción de todo tipo en las empresas
públicas, desde el personal que cobraba coimas por reparar
cosas hasta el sistema de compra y suministro de las empresas.
Basándose en hechos ciertos, la campaña que se
inició en aquellos años, tuvo un altísimo
consenso popular. Hoy en día las encuestas
muestran un altísimo grado de insatisfacción de los
usuarios con los servicios, por las altas tarifas, por problemas
de delivery de los servicios, las encuestas muestras más
de un 50 porciento de insatisfacción con los resultados de
la privatización… Por el otro lado, se
hizo efectivamente un traslado de ingresos del
sector usuario hacia las empresas. …Según estudios
financiados por el Banco Mundial,
se estima un sobreprecio del 16% en las tarifas y de un 20% en el
caso de los sectores menos favorecidos de la población. Un
sobreprecio que significa unos 1000 millones de dólares de
transferencia neta de los usuarios a las empresas. Todos los
indicadores
muestran que las empresas que más ganaron en la Argentina
son las empresas atractivas, empresas líderes todas ellas,
de manera que ello es parte de las consecuencias esperadas, no
son consecuencias unintended. Y luego por supuesto un sector
concentradísimo del capital tiene otras condiciones de
negociación, y nosotros hemos visto en los
últimos tiempos renegociaciones de contrato etc,
para mantener esta situación privilegiada.
Toda privatización implica preguntas relativas a
la transparencia, la regulación y las consecuencias de las
decisiones económicas. La urgencia y forma en que se
llevaron a cabo los procesos de privatización en la
Argentina implicaron serias fallas en el ámbito de la
regulación y en el funcionamiento y provisión de
servicios en las privatizaciones. Ello fue notable especialmente
en la primera etapa en que el imperio de la celeridad
permitió obviar la supervisión de los procedimientos,
fenómeno que dio lugar a un clima de corrupción y
escándalos que abarcaron a altos funcionarios del
gobierno, sus familiares y asociados.
Según estimaciones de agencias consultoras
internacionales, Argentina ha perdido desde entonces 19 billones
de dólares por falta de transparencia, un índice
que refleja normas
jurídicas, regulaciones y niveles de corrupción.
Según las mismas fuentes,
Brasil ha perdido 40 billones de dólares, mientras que
Chile se muestra como el menos "opaco" a nivel normativo. Tales
estimaciones deben evaluarse en base al monto de las
privatizaciones en cada caso. Según la CEPAL, entre 1990 y
1999 las privatizaciones alcanzaron un paquete estimado en 24
billones para la Argentina, 72 billones para el Brasil y 2,5
billones de dólares para Chile. Además, es
indudable que en el momento de entrada de los inversionistas
extranjeros, la supuesta falta de transparencia fue compensada
por los altos niveles de rentabilidad
asegurados por los términos de compra de las empresas
estatales.
La urgencia del proceso determinó asimismo que el
estado asumiera costos de
reestructuración a fin de facilitar la venta y que
adoptara el sistema de privatización completa del paquete
accionario, a pesar de que la experiencia internacional y el
know-how de los expertos aconsejaban que el estado
retuviera parte del paquete de acciones.
Respecto del funcionamiento efectivo tras la
privatización, existen variantes dispares, como el de
Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) y el
problemático caso de Aerolíneas Argentinas. En este
último caso, se privatizó sin transparencia plena,
por ejemplo pidiendo a Iberia precios menores que los ofrecidos
anteriormente por la compañía SAS en el fallido
intento previo. Asimismo, con la falta de liderazgo en
la empresa, que
luego llevó a conflictos
laborales – especialmente de parte de los aeronavegantes
– que dificultaron la adopción de planes de
racionalización ocupacional, impidieron lograr mayor
eficiencia y productividad y
crearon un funcionamiento conflictivo y con pérdidas, que
amenazó provocar el cierre de la empresa. En el caso de
Repsol-YPF, a pesar de ser visto como un caso de funcionamiento
efectivo tras la privatización, han surgido
críticas acerbas a que la nafta sea vendida
en el mercado interno a precios exorbitantes sin que sean
controlados por un ente regulador de la explotación de
hidrocarburos,
como en los Estados Unidos. Asimismo, se ha criticado la opacidad
de la privatización, el aumento incontrolado de las
exportaciones y
la merma en la exploración de nuevos
yacimientos.
Más allá de la especificidad del proceso
de privatización se destaca así otro problema
relativo a sus consecuencias. Me refiero a la separación
de la decisión de inversión en los servicios públicos
de la responsabilidad de operación y mantenimiento
de los mismos. En los casos donde no se evitó tal
separación se introdujeron fuentes de ineficiencia en la
asignación de recursos. Ello ha sido particularmente
visible en Argentina en la transmisión de electricidad y
en el transporte
ferroviario de pasajeros, incluyendo los
subterráneos.
En el caso de la transmisión de electricidad no
se estableció cómo se aseguraría la
reposición de la infraestructura y los equipos, con las
empresas transportistas actuando sobre la infraestructura de
líneas y equipos existentes. En dicho ámbito no
quedó claro, afirman Chisari y Rodríguez Pardina,
si el ‘mantenimiento’ a que están obligadas
las empresas se aplica sólo al servicio o a
la sostenibilidad a largo plazo de ese servicio. Ello deriva al
tema más amplio, que es la reposición de los
costos de
producción del bien o servicio a proveer. Asimismo, si
el usuario debe ser quien pague los costos de producción
sin que exista una garantida competencia,
existen pocos incentivos para
incrementar la eficiencia, dado que no existe incentivo a largo
plazo para que la empresa que presta el bien y servicio prevea
que deberá preservar la infraestructura. Ello es
particularmente crítico cuando existe un monopolio
‘natural’. En caso de tener que asumir tales costos
futuros para la reposición, ello induciría a que la
empresa privada generara ahorros de costos y creara una
relación óptima entre el mantenimiento y la
inversión a mediano y largo plazo.
Otro aspecto importante es la obligación de
prestar un servicio universal – existente cuando se debe
"suministrar un conjunto de servicios bajo determinados
términos y condiciones que, en muchos casos, toman la
forma de transacciones no voluntarias". Ejemplos son los
servicios para los jubilados e incapacitados que deberían
suministrarse bajo las mismas condiciones que, para el resto de
la población, aunque bajo un precio
diferenciado.
En el caso argentino, durante las privatizaciones, se
puso énfasis en el aumento de la oferta y la
mejora de la calidad en la provisión de los servicios.
Después de un largo período de incapacidad o falta
de voluntad del estado de invertir en la modernización de
los servicios públicos, la imagen de las
empresas públicas era equivalente a la ineficiencia y
falta de oferta flexible para atender a las necesidades
crecientes (por ejemplo en telefonía). Una vez adoptada la
privatización, se ampliaron las redes pero aumentaron los
costos al consumidor. Resultó claro entonces que uno de
los problemas más agudos – debido a la inexistente
previsión de mecanismos reguladores adecuados al principio
universal – derivaban de la incapacidad de los usuarios
más pobres en asumir los costos de la infraestructura y
las nuevas tarifas.
Así, el intento de llevar agua corriente y redes
de cloaca a barrios pobres, aún cobrando cargos
mínimos de infraestructura, ha llevado al traslado de
residentes a zonas más marginales. Quienes enfrentan la
desocupación estacional se ven obligados a
cargar con costos mayores por iguales servicios, derivados de los
cargos de desconexión y reconexión así como
de los intereses por morosidad en el pago de las facturas. En el
área de la salud y la protección
del medio
ambiente, los mecanismos reguladores del estado
deberían asegurar la conexión obligatoria al agua y
la red de cloacas en
términos de bienestar general y prevención de
enfermedades, sin
dejarlo en el dominio de la
rentabilidad empresarial. Podría ser financiado con las
ganancias de expansión de la red en áreas mas
acomodadas. Mientras que en el área de telefonía,
gas y
electricidad el bien público se ve sólo
indirectamente afectado por la sustracción de servicios,
en el ámbito de la salubridad y el medio ambiente, las
consecuencias directas e indirectas determinan gastos
públicos innecesarios. Por otra parte, existen ganancias
sociales en el acceso y uso generalizado de los servicios
provistos por la red (los economistas hablan aquí de
"externalidades positivas implícitas"). Sería
necesario, por tanto, según afirman Chisari y
Rodríguez Pardina, buscar fijar un precio suficientemente
bajo como para minimizar la autoexclusión de los
consumidores.
Lo anterior se relaciona con el tema de la equidad y el
acceso generalizable a servicios y bienes propios de los
así llamados "derechos de tercera generación", como
la salud y la educación. Peter Knapp y sus asociados,
entre otros, han destacado la importancia de dichos
ámbitos, afirmando al respecto que "existe un nivel de
desigualdad más allá del cual ideales
básicos de iguales oportunidades, igualdad
social y comunidad
inclusiva se transforman en una vacía
pretensión."
Uno de los correlatos de las nuevas políticas
sociales es la descentralización, especialmente en los
países de dimensiones continentales y estructura federal,
como la Argentina y Brasil. En forma paralela, uno debe
preguntarse si las nuevas políticas derivan en la
configuración de un sistema dual, bajo el cual las capas
de altos ingresos accederían a los servicios privados, de
calidad, mientras los sectores de bajos ingresos deberían
restringirse a un sistema público subfinanciado. Pasemos a
reveer rápidamente tal dinámica en la salud y la
educación.
Evaluando el ámbito de la salud y comparando los
tres países, destaca el caso chileno, donde a partir de
1980 se creó el ISAPRES que privatizó el sistema. A
pesar de que Chile no aumentó desde 1980 los gastos en
salud – que permanecen en 1997 en torno al 2,3 por ciento
del PBI frente a gastos que en los otros casos pasaron de 1,6% a
4,0% (Argentina) y de 1,3% a 3,0% (Brasil) – en
índices de probabilidad de
muerte, expectativa de vida, mortalidad infantil, acceso a agua
potable y acceso rural y urbano a sanitación, así
como ciertas enfermedades como la tuberculosis, la
situación en Chile es mejor que la situación en los
otros dos países. El gasto en Chile es mayoritariamente
público, en contraposición al caso de Brasil y
Argentina.
El problema, al menos en Argentina, no deriva de la
falta de gasto en salud, sino básicamente de la
deficiencia en la estructura institucional de la salud, que
impide un gasto efectivo, como aquél que en Chile se
focalizó en la reducción de la mortalidad infantil
durante el gobierno militar. Un estudio sobre la cobertura de la
salud en las provincias argentinas identificaba en 1994 una
cobertura femenina de 75% en Río Gallegos y Paraná,
entre el 64 y el 69% en Gran San Miguel de Tucumán, Gran
Rosario, Gran Buenos Aires y Gran Mendoza y de sólo el 60%
o menos en Corrientes, Santiago del Estero-La Banda, Salta,
Neuquén y Gran Resistencia. Un indicador del deterioro
creciente estaba dado por el hecho de que las mujeres menores de
30 años se encontraban en forma sistemática debajo
del promedio regional de cobertura. La falta de cobertura se liga
a gastos crecientes y relativamente inflexibles en el área
de salud, como por ejemplo pagos por parto. Entre
un 27 y un 50% de las mujeres – según las distintas
regiones – debió pagar por el parto, total o
parcialmente. Ello aún tomando en cuenta que las mujeres
con necesidades básicas insatisfechas (NBI) acudieron
mayoritariamente al sector de salud
pública. Otro indicador de pobreza creciente
con incidencia en los índices de salud en la Argentina es
el número de niños
menores de 6 años en hogares con NBI. Por ejemplo en
Corrientes constituían un 46% del grupo de edad;
en Resistencia, Santiago del Estero y Tucumán conformaban
alrededor del 50% y aún en Paraná, Rosario y el
Gran Buenos Aires el porcentaje iba de 41 a 36%.
En Brasil los servicios eran sumamente desiguales hasta
fines de la década de los ’80, siendo minada por
servicios deteriorados, corruptos y mal-administrados. Con la
sanción de la nueva constitución en 1988, se
fortaleció el sistema mixto público-privado de
salud y se intentó fortalecer la parte de salud
pública mediante la descentralización de los
servicios a nivel de los estados y municipios, con los fondos
provenientes del gobierno federal. Además, se creó
una división de trabajo entre el Ministerio de Salud
Pública, encargado de la medicina
preventiva y el Ministerio de Bienestar Social, a cargo de los
tratamientos médicos. Finalmente, se intentó crear
un sistema desligado de las antiguas formas de intercesión
clientelista. La descentralización se llevó a cabo
en un marco diferenciado por estados, a fin de cubrir los costos
diferenciales en las distintas regiones del país,
transferidos en base al número de habitantes por estado y
los costos básicos de salud en cada región. En
forma complementaria, se erigieron comisiones locales y estatales
de contralor de los gastos a fin de asegurar eficiencia en el uso
de los recursos. A pesar de que Brasil aún se halla a la
rezaga en comparación con Chile y Argentina, el nuevo
sistema ha generado mejoras en los índices de
salud.
La educación es el otro ámbito importante
para analizar el tema de la equidad y el acceso generalizable a
recursos, un ámbito que es crucial para plantear un
desarrollo sostenido y movilidad social vertical e
inter-generacional.
Sistemas altamente abarcantes a nivel primario y
relativamente abarcantes a nivel secundario han visto mermados
sus alcances niveladores, especialmente en zonas rurales y
marginales, como consecuencia de las privatizaciones en la
Argentina. En dicho caso, las escuelas han sido transferidas a la
jurisdicción provincial y municipal sin destinar los
recursos apropiados, la descentralización ha resultado en
índices crecientes de ausentismo escolar y
repetición de grado. Allí donde la
descentralización ha estado unida a guarismos
presupuestales, e.g. en Chile y Brasil, no se ha registrado un
deterioro en la calidad de la educación, aunque como en el
caso de Brasil, los índices destacan aún un largo
camino por recorrer. La descentralización no debe, pues,
ser tomada como indicador de eficacia. Al
contrario, puede ser coetánea de una menor eficiencia en
la provisión de los servicios y de mayores oportunidades
de corrupción a nivel municipal y regional. Lo que
determinará el impacto de la descentralización es
el marco cultural y normativo prevaleciente en cada
caso.
El marco normativo es determinante al evaluar las
consecuencias de las reformas en el plano de la efectividad, el
alcance y la transparencia institucional. Un país como
Chile, que se destaca por el mayor compromiso de la clase
política y administrativa respecto de los cánones
de imparcialidad que deben primar en la esfera pública
aseguraron la posibilidad de centralizar un pensamiento
generalizado en el raciocinio institucional, aún en
épocas de supuesta retirada del estado. De manera similar,
en Brasil el gobierno creó mecanismos que aseguraran
mejoras a nivel regional y local, tal como afirmaron Fernando
Henrique Cardoso y su esposa, la socióloga de la
educación Ruth Cardoso:
En el área social hicimos una fuerte
descentralización. En educación, salud, reforma
agraria, asistencia social. Básicamente, lo que hace el
gobierno central son las reglas, hace un tipo de incentivo y pasa
los fondos a la
administración estadual y de los municipios.
(Sólo en educación universitaria el sistema es
más federal que estadual). Entonces hicimos dos cosas:
descentralizamos y quebramos el vínculo clientelista con
los partidos. No les voy a decir que está totalmente
quebrado pero nos estamos esforzando mucho y tratando de hacer
inversiones directas de fondos en la educación y el
sistema de salud. En la educación hicimos un gran esfuerzo
y hoy casi un 97% de los niños están en escuelas.
De ese porcentaje, hay regiones donde la situación es
peor. Entonces creamos un fondo que obliga a los estados a pasar
a las municipalidades plata para aumentar el sueldo de los
profesores y crear más escuelas. Eso produjo un efecto muy
fuerte, al mejorar el interés
por la educación. (Explica Ruth Cardoso) La
distribución de fondos para la educación en los
estados es per capita, por alumno que estudia. Por otra parte,
los fondos van más a los estados pobres que a los estados
más ricos como Sao Paulo, que ya tiene un buen sistema
educacional y sueldos más altos para los profesores. El
principio federativo se enfoca así hacia la
redistribución…
Otro problema relativo a los servicios públicos
deriva del carácter de la regulación de precios y
calidad de servicios, allí donde existen entes
regulatorios, como es el caso chileno. Chile privatizó,
por ejemplo, las rodovías para facilitar el transporte
nacional, a fin de asegurar una más efectiva
conexión con las regiones distantes. La concesión
del derecho de recaudación de tarifas por el paso
rodoviario en la ruta nacional posibilita por una parte el
mejoramiento del transporte motorizado, pero es por otra parte un
impuesto
regresivo, ya que no existen vías alternativas de comunicación – lo cual garantiza un
control
monopólico sobre la carretera – y no toda la
población usuaria está en iguales condiciones de
pagar la tarifa requerida.
De forma similar, las privatizaciones de servicios
públicos se ha efectuado en algunos casos bajo condiciones
que aseguraron un margen de ganancia demasiado elevado a los
concesionarios, produciendo la descapitalización indirecta
del mercado interno. Así, a pesar del aumento en la
productividad ligado a la privatización, los precios
regulados de la telefonía local en Chile aumentaron en un
35% entre 1987 y 1996 (los de larga distancia se redujeron empero
en un 50%). Los precios de la electricidad al consumidor pasaron
de 8,05 centavos de dólar por kWh en 1988 a 13,13 centavos
de dólar en 1995. Igualmente, el nuevo sistema tarifario
de los servicios sanitarios chilenos subió el pago en un
80% entre 1990 y 1994, aunque un subsidio estatal fue introducido
para las familias más pobres hasta un consumo de 15 metros
cúbicos y hasta el 85% de la facturación. Eduardo
Bitrán y Pablo Serra indican que, a diferencia del caso
argentino en el cual el apremio por privatizar en condiciones de
crisis llevó a garantizar ganancias a los inversiones
(tanto en el módulo de adquisición como en el
funcionamiento futuro), en el caso chileno se tomaron medidas de
regulación antes de privatizar.
Sin embargo, los entes de regulación han sido
incapaces de cumplir con su función en defensa de los
consumidores, por dos razones fundamentales. Ante todo, por la
incapacidad de poder establecer los precios de los servicios de
una manera que refleje los costos de producción bajo
condiciones de cambiante eficiencia, lo cual genera un proceso de
negociación para determinar los precios.
A ello se suma el talón de Aquiles de los entes
de regulación pública: los salarios bajos de
sus empleados, lo cual determina la incapacidad de emplear a
gente altamente capacitada o bien aumenta el riesgo de
captación de los más capacitados por parte de las
empresas privadas, con lo cual se reduce considerablemente su
autonomía como representantes del interés
público. Consecuentemente, se produce cierta
descapitalización de los usuarios. Los precios se reducen
sólo allí donde existe competencia (en lugar de
alta concentración), v.g en la telefonía a larga
distancia.
Tal problemática, justificada por la necesidad de
atraer inversores a países "pobres" o carentes de
estabilidad económico-institucional, indican la dificultad
de evaluar a largo plazo las consecuencias de la falta de
protección de los consumidores en la etapa de
adopción de políticas económicas de
‘libre mercado.’
Entre las reformas más importantes suele citarse
la reforma del sistema de pensiones. En un caso, el argentino,
las reformas se estructuran en un sistema que tradicionalmente
era excesivamente oneroso e inoperante en el largo plazo, con
niveles de pensión altos y edades de jubilación
relativamente bajas (60 para los hombres y 55 para las mujeres).
Tal norma no pudo ser mantenida en el largo plazo, llevando a
reducciones de 25% entre 1981 y 1988 y un adicional 30% entre
1988 y 1991. El nuevo sistema, aunque más eficiente y
rentable, ha sido restringido por la inestabilidad y
terciarización laboral, mientras las pensiones bajo el
sistema previo se han visto mermadas a sumas insignificantes. Las
personas de edad han contemplado con impotencia cómo su
protesta no ha podido evitar la reducción de sus haberes
mensuales. En el film "Caballos salvajes" (1995) el cineasta
Marcelo Piñeyro
muestra en forma realista la desazón de quienes se ven
estafados y a la par en forma alegórica cómo uno de
esos ‘viejitos’ desata nuevas esperanzas por medio de
una acción
no convencional. En el caso chileno, la reforma del sistema de
pensiones tiende hacia el sistema de capitalización
individual, donde los haberes se determinan por los
depósitos y por la actuación de los fondos de
pensión (AFP) a los cuales los individuos se hallan
asociados. El sistema parece haber permitido reducir la
distorsión de los ingresos, estableciendo reservas y
fortaleciendo el mercado local de capitales a través de la
directiva a las AFPs de tener que invertir en el mismo. Al
competir entre sí, las AFPs aumentan sus costos
administrativos. En el largo plazo, la pregunta central sobre su
sostenibilidad depende de la posibilidad de enmarcarse el
país en un desarrollo sostenido, que asegure la
capitalización de los depósitos hasta el momento de
la jubilación de camadas mayoritarias de la
población.
Otra área en la cual se han producido cambios
notables es el mercado laboral. Mientras que en el pasado tal
mercado se estructuraba en torno a lograr posiciones de planta,
con todos los beneficios de estabilidad y servicios sociales
acurrentes, en la actualidad se ha producido una
proliferación de situaciones de precariedad
laboral.
En parte, ello va ligado y refuerza la pérdida de
protagonismo político del sindicalismo.
En parte, como en Chile, ello deriva de la destrucción de
los sindicatos
sectoriales por Pinochet y la imposibilidad del sector de
‘hacer política.’ En parte, como en la
Argentina, ello resulta de la incapacidad política de los
sindicatos de resistir la nueva política económica
luego de la crisis hiper-inflacionaria de los
‘80s.
En el marco de un incrementado desempleo, han cambiado
las posibilidades de negociación de los trabajadores. Ello
se sostiene asimismo por la creciente flexibilización del
mercado laboral sustentada por el retiro del estado como
regulador de las condiciones laborales. Es así que
fenómenos de terciarización han devenido
típicos de áreas enteras de trabajo.
En mi campo la empresa tiene una relación
peculiar con quienes nos ocupamos de la contaduría. En
realidad trabajamos en relación de dependencia, en la
empresa, pero facturamos por el servicio prestado como
profesionales. …Hacen éso para evitar cargas
sociales y tener compromisos menores en caso de ruptura, no
correr con el costo del seguro laboral.
Ello crea mucha tensión y un sentimiento de inseguridad,
más evidente aún porque las empresas se manejan
al estilo argentino, aún aquéllas de capital
europeoo mixto. Me refiero a que aquí se maneja mucho lo
de tener un padrino, alguien que te dé una palanca para
entrar y progresar. No hay control de personal como el que
conocí cuando trabajaba en CC [sucursal local de
una empresa
norteamericana]. En la empresa donde trabajo entra gente por
méritos, pero uno siempre está compitiendo con
gente que entra y permanece por relaciones. La tensión
que ello crea es inmensa y se traduce en horarios de trabajo
que se prolongan hasta la noche, tareas excesivas que no pueden
discutirse, etc. etc.
Los efectos de tales cambios se perciben en el campo de
los servicios:
En el pasado, cuando pedías línea
[telefónica] llevaba meses y años recibirla. Hoy la
empresa te la da enseguida. Pero como han privatizado todo, llega
el que supuestamente debe instalarte la línea y te pide
una escalera y herramientas,
porque la empresa no le da auto y como debe viajar en colectivo
[bus], el
señor no puede ir cargando una escalera y cosas por el
estilo, con lo poco que le pagan.
Los cambios en el mercado laboral han tenido efectos
inmediatos diversos. Por un lado, efectos en el sindicalismo,
donde los fenómenos de cuentapropistas en relación
de dependencia laboral y de terciarización de tareas
productivas han creado un vaciamiento en la capacidad
organizativa del sindicalismo tradicional. Ello va ligado a la
reducción en la autonomía de sectores que
tradicionalmente poseían seguridad laboral y marcos
colectivos de defensa de derechos logrados en el marco del estado
benefactor.
Otro efecto fundamental se percibe en el área de
las demandas de los trabajadores, con un cambio de énfasis
hacia la lucha por el desempleo en lugar de las más
tradicionales formas de defensa de salarios y mejoras en las
condiciones laborales. Una clase obrera desagregada y no
representada por el sindicalismo tradicional empezó a
valorar mucho más la estabilidad del empleo que el
mejoramiento de condiciones laborales y reinvindicaciones
salariales. La reinvindicación principal se
transformó en conservar la fuente de trabajo.
Aunque suele suponerse que bajo tales condiciones el
sindicalismo necesariamente se ve mutilado en su capacidad
organizativa, en la nueva etapa, han surgido ya iniciativas
destinadas a superar la precarización del mercado laboral.
Entre otras, sobresalen las llevadas a cabo por la CTA liderada
por Víctor De Genaro, que ha ideado formas novedosas de
sindicalización de sectores hasta entonces desorganizados,
como las trabajadoras del área de la prostitución o la sindicalización de
vecinos en áreas de alto desempleo. Ideas similares han
sido recientemente lanzadas por algunas de las fuerzas sindicales
en la CUT de Brasil.
Por otra parte han surgido novedosas redes alternativas
en el ámbito de una sociedad que se articula en forma
autónoma a fin de subsanar la carencia o parcialidad en la
provisión de bienes públicos y en la capacidad de
penetrar los mercados de bienes a partir de la precariedad.
Aunque menos organizada que lo que la literatura de las ciencias
sociales atribuye como característica de la sociedad
civil, el fenómeno indicaría una
restructuración social fuera del ámbito de la
disgregación social, tal como Hernando de Soto y otros han
enfatizado. Oscar Oszlak describe tal proceso para el caso
argentino:
[Podemos observar] la constitución de lo que
yo llamo el cuarto sector en la Argentina, un sector
todavía informalizado, que no son las organizaciones de
la sociedad civil, en el sentido de identidades reconocidas,
bajo una figura jurídica, sino que son redes informales
de todo tipo para resolver problemas de lo que se ha tenido que
encargar la gente, en gran medida como parte o resultado de
esta política global del gobierno argentino. Por
ejemplo, las redes de trueque que han crecido enormemente,
muchísima gente cambia un tipo de servicio por otro,
usando unos vales precarios, cambiando una torta por un corte
de pelo, no literalmente, pero en base a bonos. Esto se
está generalizando, hay decenas de miles de personas que
están funcionando en ese tipo de redes, lo cual es mucho
mas fácil en un pueblo que en la ciudad de Buenos Aires,
aunque funciona en el gran Buenos Aires también. Por
supuesto redes de autoconstructores en zonas localizadas,
patrullas de vecinos que se hacen cargo de la seguridad porque
ha aumentado la inseguridad como consecuencia de la
precarización, el desempleo etc. Por lo tanto formas de
organización vecinal que no llegan a ser aún de
la sociedad civil, pero son redes informales. Y por supuesto,
todas las redes de parentesco, intercambio, de gente que cuida
bebés, que atiende ancianos, una gran
proliferación de ese tipo sistemas de
autoayuda y ayuda mutua.
De forma similar, en Brasil, colectores de basura en las
favelas de Sao Paulo y otros centros urbanos la reciclan.
Formando parte de la economía informal, las dimensiones
del fenómeno crecen con cada ola recesiva. Los habitantes
son apoyados por gobiernos municipales emprendedores y en otros
casos por ONGs de apoyo como el Instituto de Estudos,
Formaחדo e Assessoria en Políticas Sociais
(POLIS), creada en 1987 y activa en la identificación de
estrategias
destinadas a mejorar los recursos públicos, trabajando en
conjunto con los gobiernos municipales y las asociaciones
comunitarias que organizan a la población en las ciudades.
Marcos municipales y de ONGs tales ofrecen cursos de capacitación, asesoría
técnica, formación y difusión. Otros
mecanismos de fortalecimiento civil han sido elaborados, por
ejemplo en Curitiba, donde se ofrecieron pasajes de bus y vales
para la compra de comida a cambio de basura reciclada.
El programa
creó conciencia y llevó a 16,000 familias a sumarse
al proyecto. Programas educativos fortalecieron tal conciencia de
reciclaje,
llegando a alcanzar a un 70% de los habitantes de la ciudad
(frente a un 10 a 15% de la población de Nueva
York).
Este artículo analiza los profundos cambios
operados en Chile, Argentina y Brasil en la articulación
de estados y mercados, con especial énfasis en la esfera
de los bienes y servicios públicos. A través del
análisis he identificado una serie de aspectos
problemáticos en la operación de los servicios
públicos privatizados y en el carácter de los
bienes públicos. Primero, la debilidad de los canales
institucionales de apelación ciudadana ante fallas en la
protección de bienes públicos. Segundo, problemas
de transparencia y regulación efectiva de la
operación de servicios públicos. Tercero, la
separación entre inversiones en la responsabilidad de la
operación y en el mantenimiento de los servicios. Cuarto,
cómo establecer precios diferenciales para distintos
sectores de la población, a fin de asegurar de esta manera
el acceso generalizado a los servicios, teniendo en cuenta
problemas de equidad en sociedades con brechas sociales
pronunciadas. Quinto, el problema de la regulación de
precios y la calidad de los servicios. Sexto, la posibilidad de
negociar las condiciones que aseguraron márgenes de
ganancia demasiado elevados a los concesionarios, especialmente
en situaciones de provisión cuasi-monopólica de
servicios. Por último, la debilidad relativa de los entes
de regulación de los servicios públicos.
Los cambios analizados en la articulación de
estados y mercados se relaciona con transformaciones en la
concepción del rol y peso de la política. En
efecto, el cambio efectuado en las últimas décadas
ha conllevado la posibilidad de ‘de-politizar’ el
ámbito económico. Así, a diferencia del
pasado, temas particulares pueden resolverse en la actualidad
dentro de su ámbito y no llevan a la politización
inmediata, tan nefasta en pasadas décadas. Lo negativo
deriva de la proyección de una visión de mundo, de
acuerdo a la cual las decisiones económicas no deben ser
producto de debate
político y en la esfera pública. Ello
implicaría, como en efecto ha sucedido a menudo, la
imposibilidad política de plantear alternativas y de
debatirlas en la esfera pública. Según Martin
Hoppenhayn de la CEPAL,
el lado bueno que tiene es que no convierte
ningún problema específico en uno que desborda
por todos lados. …[Pero] hay una relación entre
la política y la economía donde la
economía es tan fuerte, es tan estructural, está
tan enraizada, que ya no es una mera ideología que se transmite
discursivamente sino que está incorporada en los
comportamientos cotidianos. Es ideología encarnada.
Entonces, la política o los políticos o algunos
de ellos tienen que hacer un esfuerzo tremendo para frenar esa
tendencia al devenir meramente instrumental y
tecnocrático de la política, y es un esfuerzo que
de alguna manera está condenado al fracaso pero por el
otro lado hay que hacerlo para generar cierto espacio de
resistencia a la total tecnocratización.
De forma similar, hace años el cientista
político Atilio Borón afirmaba que es ilusorio
aspirar a democratizar el mercado bajo la lógica
de los intereses privados, ya que bajo su eje no cabe dar
prioridad a criterios de justicia retributiva. Borón
sugería entonces optar por el camino de la política
y sumarle el protagonismo de la sociedad civil a fin de
"desprivatizar" el estado, neutralizar los efectos disgregadores
del mercado y afianzar el control público en pos del
bienestar, el imperio de la justicia y las libertades
públicas.
Tomando en cuenta tales críticas
deberíamos evaluar el paradojal hecho de que países
donde la aplicación de políticas neo-liberales fue
relativamente dura – como la Argentina – presentan
logros menores que países como Brasil, en los que
siguió primando la política, entre otras cosas como
un ámbito donde alternativas pudieron debatirse.
Paradigmático ha sido el cambio del presidente del
Banco de
Brasil a raíz de la decisión del presidente de la
República, a fin de lograr agilizar las decisiones
relativas a la tasa de
interés de tal forma que se adecuaran a las
líneas directrices de la política nacional. Aunque
las prácticas sean más ambiguas, especialmente en
el área social, Brasil sobresale entre los tres
países al reflejar un discurso que no rechaza la
intervención de la política en la economía
Es posible atribuir a tales prácticas una mayor eficiencia
en flexibilizar directrices de acuerdo al cambiante mercado
internacional, reduciendo en la medida de lo posible la
vulnerabilidad económica.
A ello se suma el punto clave de la necesidad de
reforzar la confianza institucional en países en los
cuales tradicionalmente dicha confianza se ha visto socavada una
y otra vez debido al fracaso de políticas
económicas, a la falta de credibilidad de gobernantes, a
la corrida hacia divisas
(más pronunciada en Argentina que en Brasil) y a la
opacidad en el funcionamiento de las instituciones. Un
ámbito clave que refleja tal falta de confianza
institucional radica en la debilidad de la recaudación
impositiva, especialmente pero no sólo en la Argentina,
donde la evasión ha sido hasta bien recientes tiempos,
casi generalizada, siendo estimada en el rango del 60 por ciento
de los ingresos imponibles.
Desde la perspectiva de análisis de este
artículo, el ámbito de los servicios
públicos y el cuidado en la calidad de los bienes
públicos constituye un eje fundamental para operar los
cambios necesarios en la confianza institucional de amplios
sectores de la población. A fin de modernizar los mercados
no basta con privatizar, sino que considero fundamental
fortalecer los servicios públicos y, por su intermedio,
afianzar la confianza pública.
Uno de los requisitos principales para lograr tales
objetivos es llevar al centro de las decisiones económicas
y políticas un pensamiento que tome en cuenta no
sólo costos y ganancias en el corto plazo, sino una
perspectiva más generalizada que realce la
configuración y el fortalecimiento de los bienes
públicos y la calidad y acceso a los servicios
públicos. Ello es esencial en cualquier sociedad
capitalista y es más aún vital en sociedades con
brechas sociales pronunciadas como Argentina, Brasil y
Chile.
Luis Roniger