Monografias.com > Psicología
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Mal de ojo



     

     

     

    1. El mal de ojo en el borde

    Dice Freud que la
    angustia ante el mal de ojo es la de quien posee algo valioso y
    frágil que teme la envidia de los demás (esto es,
    quien teme la envidia que él mismo habría sentido
    en el caso inverso). Tales mociones se traslucirían por
    vía de la mirada al haber sido denegada su
    expresión en palabras. Cuando alguien se diferencia de los
    demás por unos rasgos llamativos, en particular si son de
    naturaleza
    desagradable, se le atribuye una envidia de particular intensidad
    y la capacidad de trasponer en actos esa intensidad. Se teme
    así un propósito secreto de hacer daño, y
    por ciertos signos se
    supone que ese propósito posee también la fuerza de
    realizarse. Es éste para Freud un ejemplo de
    atribución de "omnipotencia de pensamiento":
    el mal de ojo conlleva un pensamiento negativo que, por el hecho
    mismo de transcurrir, produciría efectos negativos en los
    hechos.[1]

    Para Lacan, el ojo tiene apetito, y el ojo malo, el mal
    de ojo, es el ojo voraz. La envidia que acarrea enfermedad
    y desventura deriva de videre. Ejemplo por excelencia de
    la envidia es la que destaca san
    Agustín con su descripción del niño que mira a su
    hermanito colgado del pecho de su madre con una mirada amarga que
    lo deja descompuesto. A diferencia de los celos, la envidia suele
    provocarla la posesión de bienes que no
    tendrían ninguna utilidad para
    quien la siente y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha:
    la envidia hace que el sujeto se ponga pálido ante la
    imagen de una
    completitud que se cierra, porque el objeto envidiado del que se
    está separado puede ser para el otro la posesión
    con la que alcanza la satisfacción. El mal de ojo es el
    fascinum, su efecto es detener el movimiento y
    matar a la vida.[2]

    Sirvan estos pasajes de Freud y de Lacan como
    anticipación de lo que seguirá, en la medida en que
    destacan el borde como su motivo principal: el borde, la
    distancia, la disyunción entre el sujeto y el objeto de la
    envidia, el objeto a; borde que, de diversas maneras,
    resulta amenazado y cuya amenaza es siempre angustiante: por
    ejemplo, al no quedar articulado en las palabras, al resultar
    borrado en la supuesta "omnipotencia" del envidiado o del
    envidioso, en la voracidad del ojo que con todo acabaría,
    en una completitud clausurada, e, incluso, en una
    satisfacción última cuyo efecto sería
    terminar con el deseo, detener el movimiento, interrumpir la
    existencia.

     

    2. Testimonios
    de la ceguera como mal de ojo

    Detengámonos, pues, en cuatro testimonios sobre
    el mal de ojo como ceguera, seguidos cada uno de una puntual
    indicación de lectura, para
    interrogarnos sobre la ceguera como mal y como bien, y concluir
    con la descripción de una sugerencia topológica
    general del mal como ceguera en los términos en que es
    posible hacerlo desde el psicoanálisis.   

    Primero, un pasaje de "Amor", breve
    relato de Clarice Lispector aquí adaptado, donde figura
    Ana, a quien la ceguera se presenta violentamente como un
    mal:

    "Un poco cansada, con las compras
    deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al
    tranvía. Entonces se recostó en el asiento en busca
    de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Ana
    prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte,
    su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más
    peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles
    que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya
    nada precisaba de su fuerza, se inquietaba. En el fondo, Ana
    siempre había tenido necesidad de sentir la raíz
    firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar
    sorprendente. Por caminos torcidos había venido a caer en
    un destino de mujer, con la
    sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado.
    El hombre con
    el que se casó era un hombre de
    verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad.
    Su juventud
    anterior le parecía tan extraña como una
    enfermedad. Había emergido de ella muy pronto para
    descubrir que también sin felicidad se vivía:
    aboliéndola, había encontrado una legión de
    personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja:
    con persistencia, continuidad, alegría. Su
    precaución se reducía a cuidarse en la hora
    peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía. Pero
    en su vida no había lugar para sentir ternura por su
    espanto: ella lo sofocaba, salía para hacer las compras o
    llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y
    en rebeldía con ellos. El tranvía se arrastraba, en
    seguida se detenía. Hasta la calle Humaitá
    tenía tiempo de
    descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre
    detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros
    era que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se
    mantenían extendidas. Era ciego. ¿Qué
    otra  cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de
    desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces se dio
    cuenta: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego
    masticaba chicle. Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un
    segundo que los hermanos irían a comer: el corazón le
    latía con violencia,
    espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se
    mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad.
    Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de masticar
    hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de
    sonreír, sonreír y dejar de sonreír. Como si
    él la hubiera insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese
    tendría la impresión de una mujer con odio. Pero
    continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El
    tranvía arrancó súbitamente
    arrojándola desprevenida hacia atrás; la pesada
    bolsa de malla rodó de su regazo y cayó al suelo; Ana dio un
    grito y el conductor impartió la orden de parar antes de
    saber de qué se trataba. El tranvía se detuvo, los
    pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus
    compras. Ana de puso de pie, pálida. Una expresión
    desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía
    con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El
    muchacho de los diarios reía entregándole sus
    paquetes. Pero los huevos se habían roto en el envoltorio
    de papel periódico.
    Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la
    malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar y
    extendía las manos inseguras, intentando
    inútilmente percibir lo que sucedía. El paquete de
    los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas
    de los pasajeros y la señal del conductor, el
    tranvía reinició nuevamente la marcha. Pocos
    instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se
    sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle
    había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya
    estaba hecho. La bolsa de malla era áspera entre sus
    dedos, no íntima como cuando la tejiera. La bolsa
    había perdido el sentido y estar en un tranvía era
    un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en
    el regazo. Y como una extraña música, el mundo
    recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por
    qué? ¿Acaso se había olvidado de que
    había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba
    pesadamente. Aun las cosas que existían antes de lo
    sucedido ahora estaban cautelosas, tenían un aire hostil,
    perecedero… El mundo nuevamente se había
    transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban,
    las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios
    días, le parecía que las personas en la calle
    corrían peligro, que se mantenían por un
    mínimo equilibrio,
    por azar, en la oscuridad, y por un momento la falta de sentido
    las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia
    dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan
    repentino que Ana se aferró al asiento de enfrente, como
    si se pudiera caer del tranvía. Ella había
    apaciguado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no
    explotara. Y un ciego masticando chicle lo había
    destrozado todo"
    .

    Ana tiene la necesidad de sentir la raíz firme de
    las cosas. No la siente. Su existencia tiene la consistencia de
    una cáscara de huevo. Su fuerza es la que le demandan los
    demás. Ha logrado dejar atrás la "enfermedad" de su
    juventud, pero al precio de
    abolir su felicidad, o al menos su esperanza. Su problema surge
    cuando se le presenta cierto vacío. Entonces su espanto la
    sofoca. De este sofocamiento procura pasar, por ejemplo, saliendo
    de compras. Y es en una de tales salidas cuando se le presenta el
    ciego que mastica chicle. No lo sospecha, pero se reconoce en
    él. Y más: la mirada del ciego, que es la suya
    propia, la traspasa. ¿Por qué? Ella, como el ciego,
    es imperfecta (el texto nos
    indica en otro punto que, en su solidez adulta, ella ha
    descubierto que "todo era susceptible de perfeccionamiento").
    Pero él (a diferencia de ella, que ha abolido la
    felicidad) permanece en la oscuridad a la vez que mastica goma
    sin sufrimiento. Como cualquiera en la parada del tranvía,
    al masticar, ora sonríe, ora no. ¿Cómo no va
    ella a sentirse insultada? ¿Y cómo no va a odiarlo
    (esto es, amarlo, como emerge posteriormente: "¡Oh, pero
    ella amaba al ciego!")? El ciego le ha hecho mal. Como sus
    huevos, su quebradiza escenografía ha quedado destrozada.
    El mundo se ha podrido. La ley se ha ausentado. No podría
    ser de otra manera: presa del ojo ausente del ciego, ahora ella
    es la goma, mueca tras mueca, masticada por él.

    Segundo testimonio de la ceguera y el mal, la "Oda al
    mal ciego" de Pablo
    Neruda:

    Oh ciego sin guitarra

    y con envidia,

    cocido

    en

    tu

    veneno,

    desdeñado

    como

    esos

    zapatos

    entreabiertos y raídos

    que a veces

    abren la boca como si quisieran

    ladrar, ladrar desde la acequia sucia.

    Oh atado

    de lo que nunca fue, no pudo serlo,

    de lo que no será, no tendrá
    boca,

    ni voz, ni voto,

    ni recuerdo,

    porque así suma y resta

    la vida en su pizarra:

    al inocente el don,

    al nudo ciego

    su cuerda y su castigo.

    Yo pasé y no sabía

    que allí estaba esperando

    con su brasa,

    y como no podía

    quemarme

    y me buscaba

    adentro de su sombra,

    me fui

    con mis canciones

    a la luz de la
    vida.

    Pobre!

    Allí transcurre,

    allí está transcurrido,

    preparando

    su sopa de vinagre,

    su queso de escorbuto,

    cociéndose

    en su nata corrosiva,

    en esa oscura olla

    en que cayó

    y fue condenado

    a consumir su propio

    vitalicio brebaje.[4]

    Aquí quedan contrastados dos personajes, el ciego
    y el cantador. El ciego no canta, ni siquiera tiene voz;
    solamente mira a los demás, envidiosos, cocidos en sus
    propios jugos, autosuficiente a la vez que desechado por los
    demás como un viejo zapato hambriento. Prisionero de lo
    imposible, invisible, indecible, de aquello que no tiene palabra
    ni representación, ni recuerdo, el ciego es el efecto
    insólito de un cálculo
    espantoso. Por eso permanece castigado, enmarañado consigo
    mismo, oscuro sabedor de lo que no debiera saberse… y
    quema, como el mismísimo sol. Por su parte, el
    cantador sería el socio ejemplar del club luminoso de
    la vida
    , dueño de sus letras y su destino, un ser
    contento, sano, alimentado por la existencia aérea y
    exterior. ¿Mas no será que el ciego es el motivo de
    la Oda (la Odia) justamente en virtud de la sombría
    envidia que le produce al primero? De otro modo, ¿por
    qué cantarle? ¡Qué mejor que ser el mal
    encarnado, en vez de una criatura temerosa! ¡Qué
    dicha: corroer, ser dueño de la nada, beberse en soledad y
    plenamente! Éste, al menos, sería el ensueño
    del cantador, el mismo ensueño acaso que consignara
    Georges Bataille en otro poema:

    véndame los ojos

    me gusta la noche

    mi corazón está negro

    empújame hacia la noche

    todo es falso

    sufro

    el mundo huele a muerte

    los pájaros vuelan con los ojos
    vaciados

    eres sombría como un cielo
    negro
    [5]

    Pero no sólo es malo el ciego y funesta la
    ceguera. Felizmente, el propio Neruda nos lega otra "Oda al buen
    ciego", tercer testimonio aquí que nos dará
    oportunidad de detenernos en la ceguera como un bien:

    La luz del ciego era su
    compañera.

    Tal vez sus manos de artesano ciego

    elaboraron con piedra perdida

    aquel rostro de torre,

    aquellos ojos que por él
    miraban.

    Me vino a ver y en él

    la luz del mar caía

    cubriéndolo de miel, dando a su
    cuerpo

    la pureza como una vestidura,

    y su mirada no tenía fondo,

    ni peces crueles
    en su abismo.

    Tal vez aquella vez perdió luz

    como un hijo a su madre, pero siguió
    viviendo.

    El hijo ciego de la luz mantuvo

    la integridad del hombre con la sombra

    y no fue soledad la oscuridad

    sino raíz del ser y fruta
    clara.

    Ella con él venía,

    bienamada,

    esposa, amante

    del muchacho ciego,

    y cuando vacilaba su ternura

    ella tomó sus manos

    y las puso en su rostro

    y fue como violetas el minuto,

    toda la tierra
    allí se hizo fragante.

    Oh hermosura

    de ver alto y florido el infortunio,

    de ver completo el hombre

    con flor y con dolor, y ver de pronto

    al héroe ciego

    levantando el mundo,

    haciéndolo de nuevo,

    anunciándolo,

    nacido otra vez él en sus
    dolores

    entero y estrellado

    con infinita luz de cielo oscuro.

    Cuando se fue, a su lado

    ella era sombra pura

    que acompaña a los árboles de
    enero,

    la rumorosa sombra,

    la frescura,

    el vuelo de la miel y sus abejas,

    y se fueron

    a todos sus trabajos,

    capaces de la vida,

    profesores

    de sol, de luna, de madera, de
    agua,

    de cuanto él abarcaba sin sus
    ojos,

    dándote, ciego, inquebrantable
    luz

    para que tú camines.[6]

    ¡Qué ciego tan distinto! Éste posee
    y da una luz más allá de la que le falta, y es
    capaz de esculpirse un par de ojos con una piedra perdida. Puro y
    elegante, su mirada divisa horizontes infinitos sin sed ni
    sangre. Buen
    ciego es quien mantiene su integridad ante la sombra, quien no se
    deja inundar por ella y la convierte, en cambio, en
    "raíz del ser y fruta clara". Buen ciego es quien sabe
    cómo recibir el amor
    fragante de una mujer, el hombre con flor completado con dolor.
    Así porta al mundo como un héroe,
    renovándolo, luz sin fin de cielo oscuro. Buen ciego es
    quien sublima el infortunio, quien celebra la imposibilidad,
    quien a todos nosotros, los demás ciegos, dona luz
    confiable para proseguir. Buen ciego es quien completa a la mujer que, a
    su vez, lo cura de su ausencia (¡la ausencia de ella!).
    Locura: buen ciego ése que con su ceguera ciega a
    la ceguera. No existe el buen ciego: sería
    éste un ciego tan sublimador, que terminaría por
    hacer de la propia sublimación algo
    innecesario.

    El cuarto y último testimonio, que nos remite a
    la ceguera como profilaxis, corresponde a Jacques Lusseyran,
    miembro fundador a los 15 años y responsable, a los 16,
    del reclutamiento
    en Los voluntarios de la libertad, el importante
    movimiento francés de resistencia
    contra la ocupación nazi. Ciego desde los 8 años,
    Lusseyran fue traicionado por el único recluta del que
    había dudado; capturado, finalmente fue enviado al campo
    de exterminio de Buchenwald:

    "La Sección de Inválidos era una
    barraca como las demás. La única diferencia era que
    en ella se hacinaban 1,500 hombres en lugar de 300 (que era el
    promedio de las otras secciones) y que tenía reducida a la
    mitad la ración de comida. Había cojos, mancos,
    trepanados, sordos, sordomudos, ciegos, gente sin piernas,
    afásicos, atáxicos, epilépticos, cancerosos,
    sifilíticos, viejos mayores de setenta años,
    niños
    menores de seis, cleptómanos, vagabundos, pervertidos, y,
    por último, un rebaño de locos. Ellos eran los
    únicos que no parecían infelices. La gente
    moría en ese lugar a un ritmo tal que hacía
    imposible llevar cualquier recuento de la población. Me hice un espacio en la masa de
    carne. Mis manos viajaban del muñón de una pierna a
    un cadáver, de un cuerpo a una herida. A fines de mes
    súbitamente caí enfermo, muy enfermo. Me
    desahuciaron. ¿Qué otra cosa podían hacer?
    Durante los primeros momentos de la enfermedad yo me fugué
    a otro mundo deliberadamente. Observé las etapas de mi
    propia enfermedad con mucha claridad. Sabía exactamente
    qué era esta cosa que estaba observando: mi cuerpo en el
    acto mismo de dejar este mundo, no esperando para dejarlo
    enseguida, ni siquiera esperando para dejarlo del todo.
    ¿He dicho que la muerte ya
    estaba allí? Si lo dije, estaba equivocado. La enfermedad
    y el dolor sí, pero no la muerte. Muy
    por el contrario nunca antes había estado tan
    completamente vivo. La vida se transformó en una sustancia
    dentro de mí. Rompió mi armazón, presionando
    con una fuerza mil veces más poderosa que yo. Ciertamente
    no estaba hecha de carne y hueso, ni siquiera de ideas. Vino
    hacia mí como una onda brillante, como una caricia de luz.
    Podía verla más allá de mis ojos y de mi
    frente por encima de mi cabeza. Me tocó y me llenó
    hasta desbordarse. Había nombres que farfullaba desde lo
    más profundo de mi asombro. Mis labios no los hablaban,
    pero tenían su propio sonido:
    ‘Providencia, el Ángel de la Guarda, Jesucristo,
    Dios.’ No intenté darles vueltas en mi mente. No era
    el momento para metafísicas. Saqué fuerza de esa
    fuente. No iba a abandonar ese manantial celestial. Porque esa
    sustancia no me era extraña; había venido a
    mí justo después de aquel viejo accidente cuando
    descubrí que me había quedado ciego. De nuevo fue
    la misma cosa, la Vida manteniéndome vivo. Poco a poco
    regresé de la muerte. Todavía permanecí once
    meses más en el campo. Una mano me conducía. Ahora
    era libre para ayudar a los demás; no siempre, no mucho,
    pero a mi manera, podía ayudar. Podía conducirlos
    hacia el flujo de luz y alegría que brotaba de mí
    en abundancia. A menudo mis compañeros me despertaban en
    la noche y me llevaban a reconfortar a alguien, a veces me
    llevaban lejos, a otra sección. Me convertí en
    ‘el ciego francés’. Para muchos, yo era
    ‘el hombre que no murió.’ Cientos de personas
    se confiaron en mí. Los hombres estaban determinados a
    hablarme. Lo hacían en francés, en ruso, en
    alemán, en polaco. Hacía mi mayor esfuerzo por
    comprenderlos. Así es como viví, como
    sobreviví. Lo demás no lo puedo
    describir".
    [7]

    En virtud de su ceguera, Lusseyran es asignado a la
    sección de Inválidos, que de sí misma es de
    inhabilitación e inexistencia. Por eso ésta ni
    siquiera cuenta con el espacio y las raciones mínimas de
    las otras secciones. A este lugar informe, donde ni
    siquiera la muerte podía calcularse de tan veloz, son
    enviados todos aquellos que no tienen cabida en otro lado. Entre
    esta masa, que no era de personas sino de carne, resultaba, como
    subraya Lusseyran, "más sorprendente caer entre los vivos
    que entre los muertos. Y era de la vida de donde provenía
    el peligro". Para evitar el peligro era menester, entonces, morir
    o, al menos, enfermar. En Lusseyran ocurrió lo segundo: a
    partir de ello se fugó deliberadamente a otro mundo y
    entró en una profunda introspección. Y a partir de
    este verse a sí mismo, el gran torrente de la sustancia
    vital, más allá de sus ojos y por encima de su
    cabeza, lo arrastró consigo. Ciertos nombres divinos
    sólo atisban a nombrarlo. Crucialmente, se trata de la
    misma sustancia que vino a él tras el accidente que lo
    cegó. Es así como la Vida (con mayúscula) lo
    mantuvo vivo. Es esta mayúscula lo que le permitió
    librar el mortífero campo e intercambiar con otros
    más allá de su propia, inválida,
    sección. Lo que les compartió a cientos de hombres
    es su no-todo. El "hombre que no murió" puso en
    juego cierto
    más allá de la vida y la muerte. Así se
    inscribió el "ciego francés" en el linaje de
    profetas ciegos que registra nuestra historia desde la Torre de
    Babel (incluyendo a Tiresias, a quien Lacan nombra maestro
    honorario de los psicoanalistas).

    Hasta aquí los cuatro testimonios.
    ¿Cómo dar cuenta del conjunto?

     

    3. Para una topología del mal

    Nunca es seguro que la
    ceguera sea un mal ni tampoco un bien. En términos
    topológicos, el mal y el bien se escurren a lo largo de
    ese borde único que es la banda de Moebius. Al ir
    más allá del principio del placer, Freud nos
    muestra que no
    hay un Bien Soberano, que éste no es más que el
    objeto del incesto, un bien prohibido, y que no hay otro. Este es
    el fundamento invertido de la ley moral que nos
    brinda Freud.[8] De ahí en más,
    la topología del bien y del mal no puede ser la
    topología del principio del placer, sino de la
    pulsión, que representa en el psiquismo las consecuencias
    de la sexualidad en
    la medida en que ésta se instaura en el campo del sujeto
    por la vía de la falta.[9]

    La pulsión, que se presenta siempre bajo la forma
    de pulsiones parciales, es, intrínsecamente,
    pulsión de muerte;[10] la distinción entre
    pulsión de vida y pulsión de muerte sólo
    manifiesta dos aspectos de la pulsión.[11]
    Así, distinguir lo bueno de lo malo deja de ser una
    cuestión de frontera u
    oposición, para tornarse en una cuestión de borde y
    de anudamiento. Como lo expresa Lacan, "no hay bien sin mal, no
    hay bien sin padecimiento, que mantiene en ese bien, en ese mal,
    un carácter de alternancia. No hay mal sin que
    de ello no resulte un bien, y cuando el bien está
    ahí, no hay bien que no se sostenga con el
    mal.[12] Por contraste con el
    principio del placer, la pulsión se caracteriza por la
    imposibilidad de la satisfacción. Lo que hace
    obstáculo al principio del placer y al Bien Soberano que
    le correspondería no sólo es la permanencia de la
    traza del mal, sino también algo más radical: la
    neutralidad de lo Real como imposible.[13] La
    pulsión gira en torno al objeto
    a (que antes describí como el objeto de la
    envidia); este objeto introduce el juego del significante en la
    existencia humana posibilitando el sentido del sexo como
    presentificación de la muerte.[14] De
    vez en vez, la pulsión truquea el hallazgo de este objeto
    estrictamente irrecuperable.[15] Es
    por eso que, en el caso de la pulsión escópica, es
    justamente hacia donde no se puede ver que el sujeto mira: "lo
    que el voyeur busca y encuentra no es más que una
    sombra, una sombra detrás de la cortina, ahí
    fantaseará cualquier magia de presencia. Lo que busca no
    es, como se dice, el falo, sino precisamente su
    ausencia".[16]

    Dejemos a un lado el aspecto fundamental de la
    repetición que entraña la pulsión para
    concentrarnos en el aspecto del borde corporal que siempre la
    anima (la pulsión está siempre asociada con los
    orificios del cuerpo).[17] El borde está en el
    corazón mismo de la operación pulsional: "la
    pulsión designa la conjunción de la lógica
    y la corporeidad. Se trata del goce de un borde"[18]
    ¿Pero de qué borde se trata? La banda de
    Moebius también nos asiste para pensar el singular
    movimiento de la pulsión en torno a un centro invisible.
    La banda sirve de apoyo para definir la función
    del sujeto, que Lacan describe como la conjugación de la
    identidad y la
    diferencia;[19] el sujeto, pues, es el nudo
    que articula la imagen y la palabra, el Yo y el Ello, lo
    Imaginario y lo Simbólico. No es éste un
    anudamiento cualquiera, pues son éstos factores
    esencialmente heterogéneos: el primero suscita los
    simulacros de la completitud que el segundo torna imposibles. La
    complejidad de tal conjunción queda de manifiesto en el
    siguiente pasaje de la Lógica de Hegel:
     

    "La diferencia en sí es la diferencia que se
    refiere a sí; como tal, es la negatividad de sí
    misma, la diferencia no respecto a otro, sino diferencia de
    sí con respecto a sí misma
    ; no es sí
    misma sino su otro. Pero lo diferente de la diferencia es la
    identidad. La diferencia es por lo tanto sí misma
    así como la identidad. Ambas, en conjunto, constituyen la
    diferencia; la diferencia es el todo y su momento. Puede
    igualmente aseverarse que la diferencia, como simple, no es
    diferencia; es diferencia sólo cuando está en
    relación con la identidad; pero la verdad es más
    bien que, como diferencia, contiene igualmente la identidad y
    esta relación consigo. La diferencia es el todo y su
    propio momento[20]

    Sin embargo, bello como es, el planteamiento de Hegel
    aún es demasiado consonante con la lógica del
    principio del placer y del Bien Soberano que le corresponde.
    Situados, como estamos, más allá del principio del
    placer, atenidos a la lógica de la pulsión, no
    podríamos aceptar la conclusión de que, como
    leemos, "la diferencia es el todo y su propio momento".
    Porque la diferencia y la totalidad son inconmensurables, y lo
    son desde el principio. Ante Hegel el psicoanálisis no
    puede, entonces, dejar de considerar lo Real, que imposibilita
    cualquier completamiento de lo Imaginario y lo Simbólico
    precisamente en virtud de ser inarticulable en términos de
    identidad cuanto de diferencia. Dice, por ejemplo,
    Lacan:

    "¿Qué es lo que estaba antes de la
    distinción bien-mal, antes de la división entre lo
    verdadero y la estafa? Ya habla ahí algo antes de que
    Hércules oscilara en el cruce de los caminos entre bien y
    mal, él seguía ya un camino. ¿Qué es
    lo que sucede cuando se cambia de sentido, cuando uno orienta la
    cosa de otro modo? Se tiene, a partir del bien, una
    bifurcación entre el mal y lo neutro. Un punto triple; es
    real incluso si es abstracto. Qué es la neutralidad del
    analista si no es justamente eso, esta subversión del
    sentido, a saber esta especie de aspiración no hacia lo
    Real sino por lo Real".[21]

    De modo que la pulsión, como sostén del
    sujeto, no puede desplegarse solamente en dos registros (el
    Simbólico y el Imaginario), sino que requiere de uno
    adicional (el Real) que haga borde con los dos primeros. De otro
    modo no es posible que los dos primeros tengan lugar: más
    allá de la torsión que requiere para ser una
    única superficie, la banda de Moebius es esencialmente ese
    borde continuo (común para el Simbólico y el
    Imaginario) que se distingue de aquello que la excede (el
    Real).

    Podríamos extendernos mucho en la
    exploración de esta topología general en
    relación con el tema del mal y del bien como ceguera. Pero
    atengámonos al límite: éste marca la
    diferencia entre dos clases de mal: el mal (y el bien) tal como
    puede figurar imaginaria y simbólicamente a lo largo de la
    extensión de la banda de Moebius, y el "mal radical" (como
    lo denomina Derrida en Mal de Archivo) que asoma a partir
    del  borde. Males hay muchos; lo que está claro es lo
    que, topológicamente, puede ser descrito como lo 
    peor (indistinto en este punto de un mejor que ya
    no sería ni siquiera un bien): a saber, la desmezcla
    pulsional a la que se refiere Freud, o el desanudamiento de los
    tres registros del que habla Lacan. Cada uno a su manera implican
    la disipación del borde entre la
    identidad-en-la-diferencia y su más allá. Tal
    disipación conllevaría que el mal o el bien
    cobraran la consistencia imposible de lo Real, y se disparan a su
    vez.

    Entendemos así la polivalencia de la ceguera que
    describen los cuatro testimonios presentados. Según la
    relación que mantenga con el borde mencionado, la ceguera
    resulta ser un mal o un bien. Cuando la ceguera atenta contra el
    borde, el sujeto la malvive. Así sucede a Ana en el relato
    de Clarice Lispector: el ausentarse de la ley  en Ana es la
    desaparición misma del borde por efecto de la
    disgregación de la mujer en la mirada sin confines y su
    boca engullidora. En cambio, cuando la ceguera hace borde, el
    sujeto la experimenta como un bien. Así sucede en la "Oda
    al buen ciego" de Pablo Neruda donde, aun de manera idealizada,
    ciego es quien celebra la imposibilidad. Esto es también
    lo que nos transmite el testimonio de Jacques Lusseyran, quien
    sobrevive la invalidación genocida del borde gracias al
    vital no-todo con el que quedó familiarizado en el momento
    de perder originalmente la vista. Por último, cuando la
    ceguera se ubica en el borde mismo, el sujeto la goza: eso
    es lo que sucede en la "Oda al mal ciego", amoroso canto de odio,
    como también en el citado poema de Georges Bataille que
    nos sugiere una clave de lectura para el primero.

    El mal, así, como la ausencia de
    borde…

     

    Benjamín Mayer Foulkes

     

     

    [1]
    Sigmund Freud,
    "Lo ominoso" en Obras Completas, vol. XVII, Amorrortu,
    Buenos Aires,
    1992. p. 239-240http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref1#_ftnref1

    [2]
    Jacques Lacan, seminario del 11
    marzo, 1964  CD-ROM
    Lacan, Seminarios 1-27 sin textos establecidos Traductores
    diversos. Versiones de la Escuela Freudiana
    de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina, s/ed.,
    s/año.http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref2#_ftnref2

    [3]
    Clarice Lispector, "Amor", traducido por Cristina Peri
    Rossi, en Cuentos reunidos, compilación y
    prólogo de Miguel Cossío Woodward, Alfaguara,
    México,
    2001. p. 45-49 (He editado este fragmento sin indicar los cortes
    a fin de no perder continuidad. No lo tomo, pues, sólo
    como una cita que soportaría cierta evidencia, sino
    propiamente como un testimonio que registro en la
    integridad de lo que de él consigno por escrito. La
    referencia del psicoanalista no es la del
    académico).http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref3#_ftnref3

    [4]
    Pablo Neruda, "Oda al mal ciego" en Libro de las
    odas
    , Losada, Buenos Aires, 1972. p. 834-835
    http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
    _ftnref4#_ftnref4

     [5]
    Georges Bataille, Poemas, traducción, selección
    e introducción de Ignacio Díaz de la
    Serna, El Tucán de Virginia, México, 1995. p.
    33http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref5#_ftnref5

    [6]
    Pablo Neruda, Libro de las odas, Losada, Buenos
    Aires, 1972. p. 832-833
    http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
    _ftnref6#_ftnref6

    [7]
    Jacques Lusseyran, "Los vivos y los muertos",
    traducción de Francisco Rebolledo en Diálogo en
    la oscuridad
    , Fondo de Cultura
    Económica/Instituto Nacional de Bellas Artes,
    México, 2004. (Aplican a este pasaje las observaciones
    proferidas en la nota número 3.)http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref7#_ftnref7

    [8] 
    Jacques Lacan, Op. cit., seminario del 16 diciembre,
    1959http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref8#_ftnref8

    [9]
     Op. cit., 27 mayo, 1964
    http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
    _ftnref9#_ftnref9

    [10] 
    Ibid.
    http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
    _ftnref10#_ftnref10

    [11] 
    Ibid
    http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
    _ftnref11#_ftnref11

    [12]
     Op. cit. 10 junio, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref12#_ftnref12

    [13] 
    Op. cit. 6 de mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref13#_ftnref13

    [14] 
    Op. cit. 27 mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref14#_ftnref14

    [15]
     Op. cit. 6 de mayo, 1964
    http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
    _ftnref15#_ftnref15

    [16] 
    Op. cit. 13 de mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref16#_ftnref16

    [17] 
    Op. cit. 6 de mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref17#_ftnref17

    [18]
     Op. cit. 27 mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref18#_ftnref18

    [19] 
    Op. cit. 12 enero, 1966http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref19#_ftnref19

    [20]
    G. W. F. Hegel  Science of Logic, traducido al
    inglés
    por A. V. Miller, Humanities Press International, Atlantic
    Highlands, 1993. p. 417 (Versión castellana
    mía.)http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref20#_ftnref20

    [21]
    Op. cit. 28 febrero, 1977http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
    – _ftnref21#_ftnref21

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter