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Un constructo: el narratario




Enviado por Susana Marchán



     

    RESUMEN

    Este artículo forma parte de una investigación titulada El
    narrador finisecular: hacia una morfología de la
    perversión. Nuestra teoría plantea y examina
    el perfil arquitectónico del narrador y del narratario y
    demuestra su existencia dentro de la narrativa latinoamericana
    finisecular del siglo XX. En esta narrativa, el narrador y el
    narratario adquieren conciencia de su condición
    ficticia y se desplazan por escenarios tridimensionales
    adquiriendo propiedades fractales, catóptricas y
    holográficas. El narratario es un complejo constructo que no
    siempre está presente en las obras, ha sido estudiado por
    muchos investigadores, ampliamente adjetivado y estrechamente
    relacionado con el narrador. Sin embargo, el narratario aparece
    ocasionalmente en diferentes épocas. Ello es sumamente
    curioso, porque, en tales casos, funciona como una voz colectiva
    que desjerarquiza la autoría del narrador y que se
    transforma incesantemente ya sea en narrador, en personaje y, a
    veces, en lector.

    Palabras clave: narratario, narratología, narrador,
    fractal, literatura latinoamericana
    contemporánea

     

    ABSTRACT

    This article is part of a research project entitled The
    end of the century narrator: towards a morphology of perversion.
    Our theory states and examines the architectural profile of the
    narrator and the listener and proves their existence within the
    Latin American narrative of the end of the twentieth century.
    Within this narrative, the narrator and the listener become
    conscious of its fictional condition and go through
    tridimensional scenes acquiring fractal, and hologram related
    properties. The listener is a complex being that is not always
    present in the books, it has been studied by many researchers,
    widely described and closely related to the narrator. However,
    the listener appears occasionally in different epochs. This is
    extremely curious, because, in such cases, it works as a
    collective voice that disqualifies the narrator’s authoring
    and that is transformed incessantly either in a narrator, a
    character or, sometimes, in a reader.

    Key words: listener, narratology, narrator,
    fractal, contemporary Latin American literature.

     

    El narrador literario puede inventar ese interlocutor
    que no ha aparecido, y de hecho, es el prodigio más serio
    que lleva a cabo cuando se pone a escribir: inventar con las
    palabras que dice; y del mismo golpe, los oídos que
    tendrán que oírlas.

    Carmen Martín-Gaite

     

    La distribución de los
    episodios a lo largo de la intriga, el equilibrio entre las escenas,
    la recurrencia, la alternancia y la exposición de motivos no son
    los únicos elementos estructuradores de una obra. Hay que
    destacar la doble relación implícita o explícita
    que se establece entre el autor y el lector y entre un narrador y
    un narratario — cuando esté presente en el juego narrativo— sea
    éste designado o tan sólo sobreentendido. La
    mayoría de los especialistas que se han dedicado al problema
    del narratario, han visto en éste una figura con función lectora. Aceptar
    esta función, implica de antemano que este constructo es
    creado a semejanza del lector. De ser así, su presencia
    estaría garantizada en todas las obras donde existe un
    narrador. No es así. Pero, comencemos revisando algunas
    líneas teóricas para in- tentar establecer la
    historiografía de este constructo de difícil
    aprehensión. Prince es el teórico que establece una
    distinción muy clara entre lector real y narratario y
    demuestra el valor de un análisis
    narratológico basado sólo en la acotación de las
    señales (trazos y/o
    huellas) del narratario: el estudio de una obra narrativa
    considerada como acto de comunicación, como una serie
    de señales dirigidas a un narratario e interpretada en
    función de él, de sus relaciones con el narrador, los
    personajes u otros narratarios, en función, así mismo,
    de las distancias más o menos grandes que le separan de
    los lectores y que puede desembocar en una más exacta
    caracterización de la narración
    al permitir sacar a
    la luz los engranajes de su
    funcionamiento. Según Prince, no deben confundirse
    narratario, lector virtual, ficticio, real o ideal. Para él,
    el narratario es el destinatario de la narración
    efectuada por el narrador:

    En lugar de disimular su presencia en la narración,
    el narrador puede optar por dar énfasis al acto de narrar a
    base de dirigirse a su narratario (ya sea para influir en
    él, ya sea para verificar la solidez del contacto),
    valorando el grado de veracidad de su narración y dando fe
    de él, o, incluso subrayando los problemas de organización de lo narrado.
    Corresponde a un "proyecto" determinado la
    elección por parte del autor entre disimular su presencia
    detrás de un él impersonal, un yo que
    monologa o un misterioso, y establecer un
    intermediario visible entre él y su creación: el
    pacto narrativo es el fundamento, explícito o no, del tipo
    de relaciones deseadas y establecidas entre autor y lector
    virtual, por una parte, y narrador y narratario, por otra.
    (Bourneuf y Ouellet, 1975:95).

    El espacio del narratario se hace indispensable dentro
    del estudio del narrador y del narrador holográfico,
    concretamente. Para comprobar la ausencia o la presencia del
    narratario, según Chatman (1990) y Prada Oropeza (1989), es
    menester tomar en consideración su función
    receptora:
    él es el interlocutor del narrador.
    Aunque ambos consideran que el narratario siempre aparece en las
    obras, nosotros creemos que dicha presencia es opcional (puede
    estar o no en alguna pieza narrativa) y que no siempre la
    función del narratario es la de receptor. Hay, según
    Greimas (en Chatman, 1990), dos niveles discursivos
    autónomos (aunque sabemos que se trata de una
    desviación), pero esos niveles responden al del discurso (enunciación) y
    al narrativo (enunciado). Hay una interrelación particular
    entre el enunciado y los elementos discursivos y esos son,
    según Prada Oropeza, interrelativos: narrador-narratario.
    Su función sólo se establece en una relación
    con el enunciado (suponen la función comunicativa de
    éste)
    . Por lo tanto, su estudio se hace desde el
    enunciado (o en el discurso en cuanto enunciación como
    organización superior del enunciado)
    . No sólo
    corresponde a la suma de los enunciados, sino que textualiza
    (marca) o signa la huella
    (Derrida) en sus relaciones y establece correspondencias entre
    sus elementos
    (Peretti, 1989:34).

    Por eso, narrador y narratario se ubican en los
    márgenes internos del discurso porque éste manipula
    (textualiza) sus relaciones correspondientes al nivel
    pragmático (intercambio y tránsito de enunciados en un
    acto de enunciación). La huella1 es como el narrador y el
    narratario holográfico: el simulacro de una presencia que se
    disloca, se desplaza y remite a otra huella, a otro simulacro de
    presencia que a su vez se disloca. En estas condiciones, la
    matriz de la huella hace
    imposible que la noción de presencia inmediata funcione como
    fundamento de la significación. Tomando en cuenta este
    aspecto, creemos que el narratario ha sido concebido, en tanto
    que función, como un clon del lector. Pero el
    narratario, para nosotros, opera dentro del concepto différence
    derridiano. Esto es: remite a movimiento y difiere por
    demora, reenvío, prórroga y desvío. Su presencia
    es anunciada o deseada en su representación, en su huella.
    Para llegar al narratario, después de interrogar al texto, hay que recurrir a una
    estrategia que implica un
    determinado trabajo de lectura. Si sabemos de
    presencias y de ausencias ficcionales, se supone que existe una
    figura ficticia, resuelta en un constructo que se
    descubre, que se muestra y que deja un rastro que
    desnuda su aparición.

     

    El narratario y sus
    conceptos

    Una de las características de una estructura que se autodevora
    es la infinita repetición.

    K. Hayles

    Nos parece necesario transitar por el itinerario
    crítico y ver cómo algunos teóricos han
    conceptualizado al narratario. Según Chatman, el narratario
    es el interlocutor del narrador no representado y representado,
    respectivamente. Es Gerald Prince (1982) quien ha empezado a dar
    respuesta a la existencia de este constructo ficcional
    (quién es, cómo se identifica y qué tareas
    narrativas realiza). Según él, hay tres clases de
    signos de la narración
    (del acto de narrar): devienen de los signos del narrador, del
    narratario y del acto de narración y éstos difieren de
    los signos de lo narrado (personaje, tiempo, espacio).

    Recordemos que signo es, a la vez, marca presente (en el
    significante) y ausente (en el significado), dicotomía que
    se expresa y se establece en el relato literario
    metafóricamente (a las cuales alude Hayles (1993) como
    metáforas autorreflexivas). El narrador y el narratario
    pueden manifestar (marcar) o no su presencia: dirigirse
    explícitamente o no a un narratario; focalizar un evento
    desde afuera (focalización externa); manifestar un cierto
    tipo de saber (total o parcial) sobre el material que se narra.
    Según Prada Oropeza, hay relaciones entre el sujeto del
    enunciado y el narratario del nivel de enunciación. Algunos
    géneros explican y explicitan pronominalmente a su
    narratario sin que ello implique que no lo marquen a través
    de la naturaleza pragmática del
    discurso. En el caso de los diarios, el narratario de este
    narrador deviene self (él mismo) y a nivel del
    enunciado éste es el sujeto de las acciones. Ese mecanismo se
    resuelve como reflexivo. También puede verse este
    sincretismo: autor del enunciado-emisor de la enunciación
    (caso del estilo indirecto libre) Para Prince:

    El narrador puede aparentemente dirigirse el relato a
    sí mismo (…) Puede dirigirla a un receptor o receptores
    representados como personajes (…) EI receptor-personaje puede
    ser un oyente (…) o un lector (…); él mismo puede tener
    un papel importante en los sucesos que le son narrados (…) o,
    por el contrario, no tener nada que ver (…) puede ser
    influenciado por lo que lee o escucha. (…) pero igualmente
    puede no serlo. A veces el narrador puede tener a un receptor en
    mente, luego a otro y luego a otro más (…) A veces su
    narración puede estar destinada a un receptor y caer en
    manos de otro (…) Muchas veces, el narrador dirige su relato a
    un receptor que no está representado como personaje, un
    potencial receptor real (…) se puede referir a este receptor
    directamente o no; puede ser un oyente (narrativa oral) o un
    lector (narrativa escrita); y así sucesivamente (Prince,
    1975:117-122).

    Chatman reconoce pocos desacuerdos con la postura de
    Prince:

    Mis desacuerdos son mínimos, pero quizás
    debieran mencionarse. Prince tiende a multiplicar las entidades
    discursivas más allá de las necesidades de la
    situación. Sugiere que existe no sólo un ‘lecteur
    réel’ y un ‘lecteur virtuel’ (nuestro
    lector implícito), sino también un ‘lecteur
    idéal’ aquel que entendería perfectamente y
    daría su aprobación sin reservas a la más
    mínima palabra (del autor) a la más sutil de sus
    intenciones. Me parece que estas cualidades ya están
    contenidas en el lector virtual o implícito: al menos no veo
    por qué no hablan de estarlo. Qué ventaja teórica
    hay en presuponer un intermediario, un lector manqué que no
    entiende perfectamente ni da su aprobación a las palabras e
    intenciones del narrador (…) Tampoco veo la necesidad de otra
    entidad que él planea, «el narratario grado cero»
    —que sólo conoce las denotaciones, no las
    connotaciones de las palabras—

    (Chatman, 1990:272-273).

    Para Chatman, cuyas palabras transcribimos libremente,
    el narrador y el narratario tienen una relación
    simbiótica y de dependencia. Es importante que el narrador
    marque o no al narratario. A partir de esto hay dos tipos de
    discurso narrativo: a) con narratario no marcado (si el narrador
    no explicita el destinatario, tenemos un narratario
    implícito) y, b) con narratario marcado o explícito
    pues el narrador señala, mediante un embrague
    (shifters, dípticos) algunas expresiones cuyo
    referente no puede determinarse sino en relación con los
    interlocutores y hay, además, una cierta configuración
    de hacia quién se dirige.

    Prada Oropeza cree, sin embargo, que un narrador
    explícito y un narratario explícito son sujetos de una
    subclase de enunciados: representan la enunciación
    enunciada y por ello se diferencian de los implícitos.

    Todo narrador y narratario explícito suponen un narrador y
    un narratario implícito con los que no se confunden. Pero
    esta fórmula propuesta por Prada Oropeza no puede ser
    invertidaconvertida. Si bien puede haber narración sin
    sujeto (narradornarratario), cuando el narratario se halla
    representado en el enunciado por un yo o un tú, no se debe
    identificar total y exhaustivamente con el narrador o con el
    narratario implícito. Esta indicación permite
    distinguir entre varios narratarios explícitos (marcados) y
    el narratario implícito que decodifica incluso esas voces y
    le concede sentido a lo largo del recorrido discursivo. Esto
    suele ocurrir en novelas como El obsceno
    pájaro de la noche
    de José Donoso, Santo oficio
    de la memoria
    de Mempo
    Giardinelli, Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos,
    Sangre de amor correspondido de
    Manuel Puig y Rosaura a las diez de Marco Denevi. En el caso de
    la novela de Donoso, hay un
    narrador múltiple y los narratarios se multiplican ad
    infinitum.

    El narratario explícito cubierto a nivel
    significante como un elemento figurativo,
    suele jugar el
    papel de un código específico o
    especificante de ciertos géneros o tipos discursivos (como
    el epistolar). Ese narratario explícito se subdivide en
    narratario extradiegético (sólo escucha) e
    intradiegético (involucrado en el nivel diegético como
    sujeto real de las acciones). El narratario extradiegético,
    a su vez, se divide en un narratario alocutario (narratario
    destinatario) donde el emisor explícito (actor real) quiere
    manipular su interpretación hacia un
    determinado juicio de valor. El narratario implícito
    descodifica el discurso reinterpretando a su vez la imagen que del narratario
    explícito le entrega la narración.
    El
    narratario-alocutario se configura dentro del discurso y,
    además, incide en la narración
    contada.

    Los narratarios explícitos se agrupan en dos
    subclases: extradiegéticos (no involucrados directamente en
    la diégesis: el que sólo escucha; el testigo) e
    intradiegético (involucrado en el nivel diegético como
    sujeto real o virtual de acciones). Prada Oropeza dice que el
    primero podemos dividirlo, a su vez, en narratario-alocutario
    (narratario-destinatario en el sentido fuerte del término) y
    en narratarioretórico. El narratario-alocutario
    correspondería al receptor (de nuevo) en quien el emisor
    explícito (revestido obviamente por la figura de un actor,
    según Prada Oropeza, pero puede estar bajo cualquier otra
    figura, pues no hay ningún impedimento textual para la
    metamorfosis) quiere —mediante su relato—
    influir decisivamente, manipular su interpretación hacia un
    determinado juicio de valor o axiológico: es a quien el
    narrador cuenta la cadena de eventos para influir en su
    ánimo. El narratario implícito decodifica, por tanto,
    el discurso, reinterpretando, a su vez la imagen
    (configuración) que del narratario explícito le entrega
    la narración: no hay narratario-alocutario que no sea
    configurado con mayor o menor precisión dentro del mismo
    discurso, y no tenga una incidencia, más o menos directa en
    la narración contada: pues si bien permanece al margen de
    los eventos contados por el narrador explícito, su juicio y
    su acción podrían tener
    repercusiones ya sea en la sanción como en el desarrollo futuro de la
    diéresis; podrá pasar de sujeto del nivel de la
    enunciación a sujeto del enunciado. Es decir, convertirse en
    verdadero actor del relato (Prada Oropeza, 1989:387).

    Esa afirmación de Prada Oropeza, que transcribimos
    con reservas por la confusión textual que lo envuelve, hace
    coincidir su propuesta con la técnica de la
    autoincrustación (suerte de matriuskas que nacen de
    una matriz ficcional propuesta por Chatman). Allí, en el
    núcleo ficticio, narradores y narratarios intercalan su
    función, como ocurre en Las mil y una noches.
    Aparentemente, una historia enmarcada facilita el
    intercambio del narrador por el de narratarios
    y viceversa
    (siempre y cuando veamos al narratario como receptor de una
    narración).

    El narratario alocutario es el elemento que, a pesar
    de encontrarse fuera de la diégesis central, y muchas
    veces única del relato, determina la selección —hecha por
    el narratario explícito— de las figuras
    lexemáticas de las aspectualizaciones de los recorridos
    narrativos
    (selección de las acciones para decirlas o
    callarlas, pues su función interpretativa juega un papel
    decisivo — para el narrador explícito en el nivel
    cognitivo tematizado por el relato: el juicio o sanción
    sobre la «verdad" de lo contado. Sanción que puede
    desencadenar, a su vez, un programa narrativo nuevo: el
    actor (que pudiera coincidir, en un sincretismo en el ámbito
    discursivo, con el narrador explícito) podrá sufrir las
    consecuencias (lbidem: 390).

    En el caso del narratario retórico, es decir,
    cuando se explicita la presencia de un narratario figurativizado
    por el lector virtual, se confiere a estos discursos la isotopía
    de /confesión/: desde una situación ya superada
    cualitativamente:
    aquí, el narrador-personaje cuenta su
    vida a su narratario que sólo puede
    ‘escuchar’ su relato y tomarlo
    a su cuenta y
    provecho.
    Los relatos de Manuel Puig, Bar de solteras
    y Sadomasoch blues y el libro de poemas de Dinapiera Di Donato,
    Desventuras del ocio, concentran esta
    fórmula.

    Cuando se evoca la presencia de un narratario surge una
    pregunta acerca de la posibilidad de distinguir al narrador
    representado del no representado. Prince asegura que ello es
    factible. Él contrasta aquellas narraciones que no
    contienen ninguna referencia a un narratario con aquellas que,
    por el contrario, lo definen como un individuo específico

    (en Chatman, 1990:273). Por otra parte, Chatman cree reconocer
    una dicotomía básica entre los narratarios
    intradiegéticos (los que están en una historia
    enmarcada) y los extradiegéticos (los que están fuera
    de una historia, son exteriores a ellas). Chatman supone que la
    mención explícita de los narratarios es comparable con
    la de los narradores. Apreciación, sin duda, arriesgada y
    tajante. Para él, se puede hacer referencia al narratario
    simplemente con el pronombre de segunda persona, lo mismo que el narrador
    se refiere a sí mismo con el de primera, o se le puede
    aplicar algún epíteto familiar; su autor evoca
    fácilmente al correspondiente mi (o) querido lector. El uso
    de la primera persona es mucho más complejo.
    (Ibidem:
    275) Según este crítico, el nosotros es más
    complejo, pues encierra más opciones y más
    confusiones:

    Puede referirse al narrador "como realeza", o puede
    significar exclusivamente ‘usted, el narratario’ y
    ‘yo, el narrador’; o de manera inclusiva «no
    sólo nosotros dos, sino también todas las otras
    personas del mundo de la misma opinión (es decir,
    ‘razonables’) (lbidem:278) La referencia al
    narratario por implicación es más delicada. Chatman
    explicita que cualquier parte del texto narrativo que no sea
    estrictamente diálogo o una simple
    relación de acciones, y especialmente aquellas que parecen
    estar explicando algo, realiza esta función
    (Ídem).
    Pero el punto clave es conocer las funciones del narratario.
    Chatman no escatima al asignarle funciones a esta figura, pero
    evade cualquier definición, porque el constructo no
    está bien delimitado para él, salvo por lo utilitario
    que resulta. Por otra parte, el especialista no se detiene en
    explicar la relación que se desata entre narrador,
    narratario y mundo ficcional, ni razona por qué el narrador
    media entre el narratario y el mundo de la obra, en particular
    sus personajes. Sin embargo, propone dos niveles básicos de
    distancia entre el narrador: el narratario y el personaje. Se
    acoge al «cercano» y al «alejado». El
    narrador y el narratario pueden estar cercanos el uno del otro,
    pero alejados del personaje. Preguntamos: ¿acaso es
    imposible que se den situaciones de cercanía o de
    lejanía, simulación y transferencia
    entre esas tres unidades ficcionales? No lo parece, pues las
    opciones que ofrece la narrativa son múltiples. Las opciones
    son éstas:

    a) el narrador puede estar alejado y ha puesto al
    narratario y al personaje en estrecho contacto;

    b) el narrador y el personaje están cercanos y
    alejados del narratario (como sucede en la narración en
    primera persona no fidedigna o ingenua);

    c) los tres están alejados (un narrador distante
    habla de personajes distantes).

    Ricardo Gullón (1983), apoyándose en William
    Ray, repite casi lo mismo sólo que evita las
    clasificaciones. En este caso, el narratario es el colaborador,
    compañero de jornada y, sobre todo, testigo de la
    creación autorial. Excesivo, escribe sin ambages que en el
    discurso textual, esta figura sirve de freno,
    recordándole al autor los límites genéricos y
    obligándole
    a cortar vuelos a la imaginación,
    pues impone unos límites verosímiles al texto, aunque
    sólo sea por la gramaticalidad del mismo.
    (Gullón,
    1983:64). Asignarle esta función al narratario es una
    propuesta arriesgada porque este constructo no puede establecer
    límites verosímiles ni genéricos y menos aún,
    puede controlarle los vuelos de la imaginación al
    autor real. Sin duda, Gullón también vierte sus gotas
    en la construcción de la
    leyenda del narratario. Curiosamente, Prada Oropeza dice casi lo
    mismo respecto a la relación que hay entre narratarios y
    géneros: el sincretismo que pudiera establecerse entre el
    actor (sujeto) del enunciado y el narratario del nivel de la
    enunciación puede presentarnos dos casos muy
    interesantes:

    Hay géneros que rara vez explican pronominalmente a
    su narratario, sin que ello quiera decir que no lo
    ‘marquen’ de otro modo; es decir, por la naturaleza
    pragmática misma del discurso: el diario íntimo es un
    discurso de esa índole, pues al ‘escribir’ un
    diario íntimo el narrador ‘se’ cuenta a sí
    mismo su historia día por día: puntualmente: consigna
    los eventos por él vividos para ser leídos por él
    mismo: en otras palabras, el narratario de este narrador es
    él mismo, el cual a su vez, en el nivel del enunciado, es el
    sujeto de las acciones (Prada
    Oropeza,1989:393.)

    Gullón culmina su trabajo especificando que para
    él, el narratario es la figura en el espejo que asiente o
    disiente con la creación autorial
    en el mismo momento de
    su concepción y coincide con Prada Oropeza en que el
    narrador no puede ser abstraído de su relación con
    el narratario puesto que ésta también lo configura.

    Para estos críticos, la pareja narrador-narratario está
    construida sobre una base espejeante y proyectiva. Según
    Prada Oropeza, el narratario es un elemento correlativo —en
    el proceso de
    ‘comunicación’ narrativa manifestado por el
    discurso — del narrador. El narratario corresponde a la
    función ‘lectora’ o decodificadora que participa
    en la instauración del discurso narrativo
    (Prada
    Oropeza,1989:382-383). Este crítico, quien confunde los
    límites y el concepto de la dimensión diegética,
    anota que así como un discurso narrativo es impensable
    sin la función que lo organiza en su dimensión
    diegética, tampoco es pensable sin la función
    correspondiente de aceptación (en el sentido de
    participación en la semiosis) de un sujeto receptor,
    decodificador de las figuras (y sus recorridos) codificadas por
    el narrador
    (lbidem: 383). Así, narrador y narratario
    son funciones jerárquicamente subordinadas al autor y al
    lector implícito, aunque eso no es cierto por las ecuaciones que se resuelven en
    la red textual en la que habitan
    estos constructos. Sorensen (1989), por su parte, insiste en la
    asociación del narratario con el lector, aunque aclara que
    el narratario no debe confundirse ni con el lector real (quien,
    por cierto, no es ficticio, como ella escribe) ni con el lector
    virtual y, por otro lado, el narratario tiene una presencia
    opcional en el texto y no puede ser visto como una función
    presupuesta en todo texto:

    El narratario corresponde al narrador, pero se ubica en
    el polo de la descodificación; así como el narrador se
    diferencia del autor real y del autor implícito, el
    narratario se constituye conceptualmente como una entidad que no
    debe confundirse ni con el lector real (ya que es ficticio. o es
    una función) ni con el lector virtual o implícito, que
    es la imagen del lector en función de la cual se ha
    codificado el texto, ni con el lector ideal dotado de la
    máxima competencia que un determinado
    texto pueda exigir. Es una función presupuesta en todo texto
    aunque su presencia pueda no estar marcada (en Prada Oropeza,
    1989:384).

    Prince (1982) cree que sí hay al menos un narrador
    en una narración, tiene que haber un narratario que puede
    o no ser explícitamente designado por un
    en
    algunas narraciones en las cuales no lo es.
    Por eso, el
    pudiera omitirse sin dejar ninguna huella excepto
    en la narrativa misma. Prada Oropeza, en cambio, reconoce su
    afiliación a la postura de Greimas y se divorcia del
    nosotros de Prince (nosotros que engloba al narrador y al
    narratario) Posteriormente, se lanza en un intento de tipologizar
    homologando las funciones del narratario a la del
    narrador:

    La gran subdivisión que, como en el caso del
    narrador, atañe a todo relato posible es la del narratario
    implícito (no marcado) y la de narratario explícito
    (marcado: pronombre de segunda persona, invocación) (…) el
    narratario explícito es un narratario recubierto a nivel
    significante como un elemento «figurativo» y no es una
    función de la semiosis narrativa que, conjuntamente con el
    narrador implícito, constituye el sujeto de la narra-
    ción contada. El narratario explícito muchas veces
    juega el papel de un código específico o especificante
    de ciertos géneros o tipos discursivos (epistolar,
    romántico, etc.) (Ibidem:386).

    Después de desplazarnos por el correspondiente
    itinerario crítico que rastrea la construcción del
    narratario, nos proponemos desarrollar que éste, siendo una
    presencia textual opcional, es una herramienta creada por algunos
    teóricos que no suelen aprehender esta figura, por ser
    justamente algo próximo a una huella que persigue el
    narrador. El narratario, entonces, es el simulacro de una
    presencia que se disloca, se desplaza y remite a otra huella, a
    otro simulacro. Funciona por fricción; es decir, en la
    fricción que se produce entre el narrador y el narratario
    (fricción de las alteridades). Desde allí surge
    un sentido o varios sentidos posibles y esto conduce a la
    transformación textual. El narratario es tangible en la
    autorrepresentación, aunque siempre funciona
    intratextualmente. Si bien este esquema no sufre mayores
    variaciones, la presencia de un narrador holográfico
    modificará sustancialmente la presencia del narratario. Nos
    seduce la idea de ver al narratario como una prótesis catóptrica y por
    ello hacemos nuestras algunas reflexiones de Umberto Eco
    (1988:15) en torno a este tema.

    Resulta curioso que se haya elaborado una especie de
    prótesis (¿Puede el narratario ser una prótesis?)
    con una doble cualidad: la de ser intrusiva y extensiva.
    Prótesis que extiende la acción del narrador, pero
    puede tener funciones magnificantes, correctoras y
    reductoras
    (el narratario puede extender el radio de acción del
    narrador, pero no puede ser el narrador a menos que se le ceda
    este papel). Captura ciertos estímulos y si un fragmento
    narrativo-explicativo presupone a alguien que explica,
    también presupone al que se le está explicando. Esos
    fragmentos benefician al potencial narratario, tal cual aparece
    en Sangre de amor correspondido de Manuel Puig, o en
    Ceremonia secreta de Denevi.

    En una novela autorreflexiva, la
    intrusividad y extensividad nos permiten captar mejor el mundo
    ficcional. El narratario, además de ser una prótesis es
    un canal, porque favorece el paso de información, y como canal es
    sintomático: cuando funciona, revela la existencia de una
    fuente emisora de señales. En este sentido, cuando aparece
    el narratario, el lector sabe, en primer lugar, que existe y, en
    segundo lugar, que quiere decir o hacer algo. El estado de actividad del
    narratario (como canal) se hace síntoma de su eficacia y de la existencia de
    una fuente informativa
    (probablemente autorreflexiva), pero
    esto tiene que ver con el uso sistemático y sintomático
    que se hace, o que se puede hacer del canal (del narratario) y no
    de y sobre la imagen que de él se propone. Por eso, el
    intento de definir y establecer tipologías puede ser
    peligroso: el narratario provoca engaños perceptivos
    como todas las prótesis. Puede ser visto como un receptor
    del narrador porque posee casi todas las propiedades de éste
    y porque, además, es un constructo definido a partir
    de su imagen, aunque exhiba caracteres particulares e
    individuales. A ratos, el narratario pareciera que roba la
    función al narrador. Por eso está construido sobre una
    regla proyectiva según los críticos: a la imagen del
    narrador se proyecta la del narratario.

    Los movimientos del narratario nos introducen en otros
    juegos:

    a) él puede multiplicarse. El narrador
    múltiple acoge la presencia de varios narratarios y ello es
    una multiplicación hasta el infinito;

    b) el lector lo puede reconocer como reflejo;

    c) una combinación de narratarios puede crear
    muchas imágenes;

    d) el lector, quien conoce la naturaleza del juego del
    narratario, goza estéticamente de esa manipulación y
    percibe mejor la puesta en escena, porque ésta está
    destinada a la percepción estética de las
    posibilidades de la prótesis (narratario). Si la novela es
    autorreflexiva, esta manipulación será más
    obvia;

    e) el lector focaliza su atención, no sólo
    sobre la historia que le cuentan, sino también en la manera
    como están dispuestos los recursos del
    narratario;

    f) el funcionamiento del narratario tiene mucho que ver
    con el del lector, pues hay campos de resonancias intertextuales
    que afectan la significación.

    El narratario, estudiado autónomamente, puede
    concentrar entropía (mucha
    información); establecer simetrías (sobre todo las
    recursivas: fractales) y asimetrías; puede ser predecible o
    impredecible y, a veces, hace que el sistema ficcional se reorganice
    (siempre hacia niveles más complejos) como pasa en Sangre
    de amor correspondido
    de Manuel Puig.

    ¿Qué hay en el narratario? Hay un
    excedente de significado en su figura y en el rastro que él
    deja a lo largo del texto. Hay relativismo y complejidad.
    Aparentemente, su presencia está constituida por la
    presencia del narrador, pero allí hay brechas, agujeros y
    vacíos. El rastro que deje el narratario deriva tanto de lo
    que él dice y hace como de lo que deja de decir y hacer.
    Allí hay una compleja dinámica entre
    revelación y ocultamiento. Suponemos que los
    críticos pensaron en presencias ausentes y se decidieron a
    construir al narratario: visto así, el narrador
    construiría un reflejo funcional que es el narratario y
    así se crea: proyectándose.

    Los sistemas ficcionales son estructuras auto-organizativas
    que comunican sus elementos de una manera muy particular. El
    narratario es una forma previamente codificada dentro de la
    información que el sistema ficcional produce y procesa, pero
    esto no es garantía de que esté siempre presente, como
    señalábamos con anterioridad. El narratario, cuando
    está en el texto, presenta tres facetas-movimientos:
    receptivo, inmóvil y activo. Puede estar inmóvil y
    tornarse receptivo, o puede estar activo y quedarse inmóvil.
    El movimiento del narratario (o su simulacro de movimiento)
    aparentemente desata, mientras produce, una fuerza de empuje que genera y
    propone cambios. Se crea así una circunvolución dentro
    del espacio de la escritura y se activa una
    dialéctica que se renueva incesantemente arrancando
    explicaciones al texto. Este constructo, visto como
    reflejo especular, asegura que el espacio textual no pueda
    cerrarse nunca definitivamente…

     

    El narratario y el narrador
    holográfico

    Lo hemos transgredido todo, incluso los límites
    de las escenas y de la verdad. Jean Baudrillard
    La presencia
    de un narrador holográfico y de sus simulacros haría
    mucho más compleja la estructura (en cuanto a
    morfología y función) del narratario, pues también
    el tejido textual se enrevesaría porque hay narratarios
    traicioneros y narratarios cómplices. Una ecuación
    cíclica resulta representativa para hallarlos: yo narro,
    él me narra, yo lo narro a partir de
    su
    narración. Pero si la respuesta nace en una literatura autorreflexiva, notaremos que la
    estructura interna de la obra remite a algo constatable. Lo
    ficticio, como acto intencional, está en la
    composición y en el juego con el lenguaje aunque
    también es cierto que el diálogo narrador-narratario
    desborda el diálogo personaje- personaje.

    Recordemos el juego que se desata entre narradores y
    narratarios en Las mil y una noches. Aparentemente, el
    narrador alocutario se encuentra fuera de la diégesis
    y determina la selección hecha por el narratario
    explícito en lo que se refiere a los recorridos narrativos.
    Una historia enmarcada facilita el intercambio del narrador
    por el de narratarios
    y viceversa. En ese sentido, para
    Hayles Una de las características de una estructura que se
    autodevora es la infinita repetición (…) Borges señala que dentro de
    los cuentos de Scherezade
    está contenido el más peligroso de los cuentos. Ello
    sucede en la noche 602, cuando la sultana decide contar su propia
    historia. Podemos imaginarla empezando el relato; pero cuando
    llega al punto en que resuelve contar su propia historia, se sale
    del relato original para entrar en una historia interior que
    vuelve a dar comienzo a la narración. A partir de esta
    historia interior, en el momento decisivo de la repetición
    autorreflexiva, ella se desliza dentro de una historia doblemente
    interior, y desde allí pasa a otra historia triplemente
    interior (…) A menos que intervenga una fuerza exterior, la
    sultana quedará aprisionada en una interminable recurrencia,
    y cada historia encajará dentro de su predecesora como una
    infinita serie de cajas chinas. "¿Percibe el lector las
    ilimitadas posibilidades de esa interpolación, el curioso
    peligro de que la sultana pueda seguir y de que el sultán,
    paralizado, permanezca escuchando para siempre el relato trunco
    de las 1001 Noches, ahora infinito y circular?» pregunta
    Borges (Hayles, 1993:180).

    ¿Cómo dialoga un narrador holográfico con
    el narrarario? ¿Este último se transforma frente a la
    presencia del narrador holográfico? Estas son dos preguntas
    importantes dentro de este contexto crítico. Al parecer,
    dentro de la literatura latinoamericana finisecular aparece un
    narrador holográfico quien suele ser omnidimensional por su
    desplazamiento y holográfico por su función (una
    muestra obvia de ello esta en Santo oficio de la memoria de Mempo
    Giardinelli). El narratario, como prótesis extensiva, suele
    mimetizarse con este comportamiento y puede
    mirarse, puede aprehenderse desde arriba, alrededor,
    directamente, infinito en su capacidad proteica. El narratario
    holográfico —no siempre presente en todas las
    obras— recepciona y reformula la onda que le proyecta el
    narrador holográfico en varias escenas narrativas. Marcado
    también por el holomovimiento, favorece la metamorfosis proteica del
    narrador. Puede suceder que ese narratario holográfico
    adquiera propiedades narcisistas y catóptricas si así
    se lo permite el texto y su interlocutor. Ocasionalmente, la
    imagen narcisista del narratario no sólo viene dada por los
    personajes o por el narrador, sino porque la obra genera una
    reproducción especular
    que se ensimisma,
    como lo sostiene Gaspar (1996:48) siguiendo
    la línea de Genette. Se trata, además, de lo que
    Hutcheon (1984) define como un «narcisismo manifiesto».
    En este narcisismo manifiesto se produce un reflejo como el de
    los espejos en reverso donde el proceso de la lectura se refleja en el de
    la escritura. Y en este escenario, el narratario hace estragos
    porque el proceso de la escritura marcha paralelo al de la
    lectura y las funciones del narratario se hacen más obvias.
    Aquí, el narratario —y también el lector—
    tiene que ir elaborando el universo literario que el
    autor actualiza a través de las palabras en una experiencia
    narcisista de coparticipación creativa. Entonces se produce
    un fenómeno de autorreflexividad porque se focaliza la
    atención en las formas en las que se utilizan los canales (y
    el narratario suele ser un canal). En este sentido, es
    interesante observar cómo la literatura autorreflexiva es
    una puesta en escena de fenómenos catóptricos en los
    que se colocan espejos (vistos como elementos ficcionales) en
    diferentes posiciones durante un juego que crea ilusiones de
    realidad, mientras hace ‘perder el sentido de las
    relaciones espaciales y temporales dentro del espacio
    textual’. Se trata de una manipulación lúdica de
    los distintos elementos ficcionales.

    El narratario, conocedor de la naturaleza del juego, se
    goza estéticamente de la manipulación de la que él
    mismo forma parte. Esta narrativa narcisista, lúdica, genera
    las metáforas del espejismo y de lo cambiante. A veces el
    narratario se desdobla para reflejarse en distintas versiones que
    conducen a un movimiento de valorización y rechazo,
    espejismos que terminan resultando en repeticiones de la misma
    historia. Algunas novelas son representaciones de teatros
    catóptricos. Pensamos en Rosaura a las diez y en
    Luna Caliente, entre varias. En Ojo de pez y en
    Santo oficio de la memoria, el espacio textual aparece
    fragmentado. La anécdota, un pretexto, se repite, pero
    fracturada, de acuerdo al ángulo de la narración o de
    la ubicación del narrador (o de los narradores y
    narratarios) y básicamente, atendiendo al hecho de que el
    sistema elemental de los teatros catóptricos se desarrolla
    por multiplicación. El narratario, en su holomovimiento,
    horada el espacio ficticio, deja marcas y simulacros que confunden
    al lector y repite una estructura autosimilar o fractal
    (recordemos que los objetos fractales contienen o alojan unas
    estructuras dentro de otras). Cada estructura menor es como una
    miniatura, aunque es una versión de la totalidad y los
    objetos tienden a mostrarnos la misma intensidad de rugosidad a
    distintos niveles de ampliación. Sin duda, la geometría fractal
    introduce una serie de formas abstractas que se pueden utilizar
    para representar una amplia gama de objetos irregulares
    facilitando una nueva manera de calcular la longitud y de
    explorar la naturaleza:

    El concepto simple de la longitud no sirve para efectuar
    una medición adecuada del
    tamaño. Aunque sea razonable pensar que el ancho de una
    librería es una línea recta y por ese motivo asignarle
    un solo valor, un litoral fractal no puede considerarse de esta
    manera; de forma distinta a las curvas de la geometría euclidiana que
    resultan líneas rectas cuando las aumentamos de tamaño,
    las ondulaciones de las costas, de las montañas y de las
    nubes no desaparecen cuando las miramos muy de cerca
    (Peterson, 1992:138).

    Según Peterson, la idea fractal puede emplearse
    para describir las propiedades dinámicas de las estructuras
    fragmentadas. Así, se puede emplear para estudiar la manera
    en la que están montados los materiales, la forma en que se
    rompen o cómo se ramifican. En lo que al texto literario se
    refiere, el modelo fractal es de una
    importancia fundamental para acercarse a la estructura de los
    textos metaficcionales, que al igual que los fractales repiten
    formas a escalas diferentes. Esta estructura caótica es
    imposible de analizar en los modelos tradicionales (los que
    corresponden a la novela decimonónica) porque se escapa a
    cualquier caracterización: este es el caso del narrador y
    del narratario holográfico de Santo oficio de la
    memoria
    , El obsceno pájaro de la noche,
    El sueño y de Ojo de pez que repiten una
    estructura fractal en la que narradores y narratarios contienen
    configuraciones autosemejantes y fragmentarias. Al igual que las
    curvas fractales que pueden serpentear para encajar en el
    vacío existente entre dos dimensiones, este narratario
    realiza movimientos casi imperceptibles en el espacio textual, en
    escalas intermedias, lo que imposibilita su ubicación en una
    escala determinada, porque
    está a la vez en cada una y en todas las dimensiones. El
    narratario, como el narrador holográfico, plural hacia el
    interior, establece unas redes de funcionamiento múltiples y
    ninguna tiene prioridad sobre la otra. Ambos arman redes y viven
    en ellas, mientras registran modelos cada vez más complejos
    durante su holomovimiento. Pero el narratario tiende a
    mimetizarse. Cuando las capas de la escritura se revelan, aparece
    una imagen difusa del narratario y cuando se ilumina el
    rol narrativo con el holomovimiento, desde el mismo u otro
    ángulo de la ubicación original del narrador, se
    transforma en una imagen tridimensional, flotando en el espectro
    detrás del papel donde había estado
    originalmente.

    Como ya se dijo, el narratario almacena información
    de manera dispersa, aunque concentra altos grados de
    entropía informativa. Sus recuerdos se almacenan como la
    información de un holograma. En ese sentido, el tipo
    holográfico sugiere un modelo novedoso que indica una nueva
    forma de percibir. Es obvio que resulta difícil focalizar al
    narratario holográfico porque su desplazamiento y continuas
    transformaciones distorsionan su presencia ficcional.

    El narratario deja una estela y desata (y recepciona) el
    aspecto tridimensional en el espacio textual. Cuando se muestra y
    se devela, su voz es múltiple porque la escinde, la disfraza
    y simula movimientos. Este narratario adquiere, a cada instante,
    fragmentos aleatorios de información. Concentra
    entropía y se produce el juego del exceso de significado y,
    eso, siempre genera tantas interpretaciones que la consecuencia
    es una sola: la escena textual prepara su gran momento
    autorreflexivo.

    New York, 02/07/2002

     

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    London- New
    York-Melbourne-Auckland: Edward Arnold (A division of
    Hodder-Stoughton).

    WILBER, Ken y otros (1992). «El paradigma
    holográfico». (Una exploración en las fronteras de
    la ciencia).
    Barcelona:
    Kairós.

     

    Notas

    1. Es pertinente un comentario con respecto a la huella
    signada que, para Derrida es no sólo la desaparición
    del origen, quiere decir que el origen ni siquiera ha
    desaparecido, nunca ha quedado constituido. La huella es el
    origen del origen. La huella, sencilla o complejamente, es la
    huella de la huella, la huella del borrarse de la huella. No
    puede definirse ni en términos de presencia ni de
    ausencia
    (lbidem:34)

     

    Alicia Perdomo H.

    En Revista Virtual Contexto, Vol.
    6, N° 8, año 2002

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