- Primera Parte. Capítulo
Primero - Capítulo
II - Capítulo
III - Capítulo
IV - Capítulo
VI - Capítulo
VII - Segunda Parte.
Capítulo Primero - Capítulo
II - Capítulo
III - Capítulo
IV - Capítulo
V - Capítulo
VI - Capítulo
VII - Capítulo
VIII - Capítulo
IX - Capítulo
X - Capítulo
XI
PRIMERA PARTE
Esto no es una narración fantástica; es
tan sólo una narración novelesca. ¿Es
preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdadera?
Suponer esto sería un error. Pertenecemos a una
época donde todo puede suceder. Casi tenemos el derecho de
decir que todo acontece. Si nuestra narración no es
verosímil hoy, puede serio mañana, gracias a los
elementos científicos, lote del porvenir, y nadie
opinará que sea considerada como leyenda.
Por otra parte, no se inventan leyendas a la
terminación de este práctico y positivo siglo XIX;
ni en Bretaña, la comarca de los montaraces
korrigans. ni en Escocia, la tierra de
los browNics y de los gnomos, ni en Noruega, la patria de
los ases, de los elfos, de los silfos y de lis valquirias, ni aun
en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se
presta por sí a todas las evocaciones fantásticas.
No obstante, conviene hacer notar que el país transilvano
está todavia muy apegado a las supersticiones de los
antiguos tiempos.
M. de Gérando ha descrito estas provincias de la
extrema Europa. Eliseo
Reclus las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho nada que
se relacione con la curiosa narración objeto de este
libro.
¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido dar fe
a la leyenda. Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno
con la precisión del historiador, el otro con aquella
poesía
natural en él y derramada en sus relaciones de
viaje.
Puesto que ni uno ni otro lo han hecho, voy yo a
intentarlo.
El 19 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba
su rebaño a la orilla de un verde prado, al pie del
Retyezat, que domina un valle fértil, cubierto de árboles
de ramaje recto y enriquecido con bellas plantaciones. Las
galernas que vienen del N.O. arrasan durante el invierno este
terreno descubierto y sin abrigo. Entonces, según la frase
del país, se le hace la barba, y algunas veces muy
al rape.
Aquel pastor no tenía nada de los de la Arcadia
en su traje, ni nada de bucólico en su actitud. No
era un Dafnis, ni un Amintas, ni un Tityre, ni un Licidas, ni un
Melibeo. El Lignon no murmuraba a sus pies, encerrados en gruesos
zuecos de madera. Estaba
junto al río de Valaquia, cuyas aguas frescas hubieran
sido dignas de correr por entre las sinuosidades de que se habla
en la novela
Astrea.
Frik-Frik, natural de Werst (así se llamaba el
rústico pastor), tan descuidado de su persona como las
bestias; bueno para habitar en aquella zahurda construida a la
entrada de la aldea, y donde sus cameros y sus puercos
vivían en revuelta prouacrerie, única voz
tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos apriscos
del distrito.
El immanum pecus apacentado por dicho
Frik, era immanior ipse. Echado sobre un mullido otero,
dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la
gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna
oveja se alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido
repercutía en los ecos de la montaña.
Eran las cuatro de la tarde. El sol declinaba
en el horizonte. Hacia la parte Este divisábanse algunas
cúspides, cuyas bases estaban como sumergidas en flotante
bruma. Al S.O., dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un
oblicuo haz de luz solar, como
el punto luminoso que se filtra por una puerta
entornada.
Este sistema
orográfico pertenece a la parte más
selvática de la Transilvania, comprendida bajo la
denominación del distrito KlausenbKurg u
olosvar.
La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de
Austria; dicha región se llama en lengua magyar
«El Erdely», o, lo que es igual, «el
país de los bosques». Se halla limitada al Norte por
Hungría, por Valaquia al S., y por Moldavia al O. Ocupa
una extensión superficial de sesenta mil kilómetros
cuadrados, o sean seis millones de hectáreas
-próximamente la novena parte de Francia-; es
una especie de Suiza, pero una mitad más vasta que los
dominios helvéticos, aunque sin ser más poblada.
Con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos pastos, sus
valles caprichosamente delineados, sus soberbias montañas,
la Transilvania, ondulada ipor las ramificaciones
plutónicas de los Cárpatos, está cruzada por
numerosos ríos que van a engrosar con sus tributos los
caudales del Theiss y del soberbio Danubio, cuyas Puertas de
Hierro,
algunas millas al S., cierran el desfiladero de la cordillera de
los Balkanes, en la frontera de
Hungría y del Imperio otomano.
Tal es el antiguo país de los dacios, conquistado
por Trajano en el siglo I de la Era cristiana. La independencia
que disfrutó bajo Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699,
tuvo fin con Leopoldo I, que la anexionó al Austria. Pero
sea lo que sea su constitución política, ha sido
ocupada por diversas razas, que, aunque se codean, no llegan a
fusionarse; los valacos o rumanos, los húngaros, los
tsyganes, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones,
a quienes las circunstancias de lugar y tiempo
acabarán por magyarizar en provecho de la unidad de
Transilvania.
¿A qué carácter típico de los enunciados
pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un
descendiente degenerado de los antiguos dacios? Difícil
sería resolver estas cuestiones al ver su cabellera en
desorden, su cara atezada, su barba enmarañada, sus
espesas cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas; sus
ojos garzos, entre azules y verdes, y cuyos lagrimales
húmedos estaban rodeados del círculo senil.
Parecía hombre de unos
sesenta y cinco años. Es robusto, alto, seco y erguido
bajo su capisayo amarillento, no tan peludo como el pecho que
cubre. Un pintor no desdeñaría trasladar al lienzo
su silueta cuando, cubierta la cabeza con un sombrero de esparto,
verdadera tapadera de paja, se apoya sobre el puntiaguado cayado
y queda tan inmóvil como una roca.
En el momento en que penetraban los rayos del sol a
través de las cortaduras del O., Frik se volvió;
puso su mano, medio cerrada, a guisa de catalejo –como si
hubiese hecho de ella una bocina-, y estuvo mirando
atentamente.
En la claridad del horizonte, y como a una milla larga,
muy empequeñecido por la distancia, se dibujaban los
contornos de un antiguo castillo sobre una aislada cima de la
garganta de Vulcano, la parte superior de una meseta, llamada
«meseta de Orgall». Bajo los cambiantes de la luz
poNicnte, se destacaba aquel edificio claramente con esa
precisión de las vistas de un estereoscopo. Sin embargo,
preciso era, que se hallase el pastor dotado de poderosa vista
para distinguir algún detalle de aquella masa
lejana.
Ved aquí que de repente, y moviendo la cabeza,
exclama:
-«¡Viejo, viejo! …
¡Cómo te pavoneas sobre tus cimientos! Tres
años -más, y ya no existirás, -porque tu
haya no tiene ya más que tres ramas.»
Dicha haya, plantada al extremo de uno de los bastiones
de la cerca del castillo, resaltaba con su negrura sobre el azul
del cielo, cual un delicado dibujo de
papel picado, y a duras penas fuera visible para otro que no
fuese Frik a semejante distancia. En cuanto a la
explicación de las palabras que ha pronunciado el pastor,
basadas en una leyenda del castillo, será dada a su debido
tiempo.
–«Sí, repitió; tres.ramas… Ayer
había cuatro, pero la cuarta cayó esta noche…
¡Ya no queda más que el muñón! Yo no
cuento
más que tres en la horcajada… ¡Tres, tres nada
más, viejo castillo! »
Cuando se considera a un pastor desde el punto de vista
ideal, la fantasía hace de él un ser soñador
y contemplativo, que conferencia con
los astros, habla con las estrellas y lee en el firmamento. Pero
la verdad es que generalmente no pasa de la categoría de
un bárbaro ignorante.
A pesar de todo, la pública credulidad no vacila
en atribuirle el don de lo sobrenatural; tal hombre posee
maleficios, y si está de humor, conjura los sortilegios,
así sobre las personas como sobre las bestias, que para el
caso viene a ser lo mismo; vende polvos amorosos, filtros y
fórmulas mil. Hasta llega a tornar estériles los
campos, lanzando sobre ellos piedras encantadas, y deja
infecundas a las ovejas tan sólo con hacerles mal de ojo.
Y tales supersticiones son propias de todos los tiempos y
países.
Aun en las regiones más adelantadas, no se pasa
en el campo por delante de un pastor sin dirigirle alguna frase
amistosa, algún saludo afectuoso, llamándole
también «pastor». Un saludo con el sombrero
puede ser el medio de librarse de malignas influencias, y en los
caminos de Transilvania no es donde menos sucede esto.
Frik era, pues, considerado como un mago, como un
evocador de fantásticas apariciones. Según unos,
obedecían a su voz vampiros y endriagos; según
otros, se le solía encontrar, al declinar de la luna, en
las noches oscuras, como se ve en otras comarcas en el año
bisiesto, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando con
los lobos o mirando a las estrellas.
Frik dejaba decir, y no le iba mal. Vendía
hechizos y contraheohizos. Pero ¡observación curiosa! él mismo era
tan crédulo como su clientela, y si bien no creía
en sus propios sortilegios, daba fe a las leyendas que
corrían por la comarca.
Así, pues, no hay que asombrarse de que hiciese
aquel pronóstico referente a la próxima
desaparición del antiguo castillo, puesto que el haya
sólo tenía ya tres ramas; ni hay que asombrarse de
que le faltase tiempo para llevar la noticia al pueblo, a
Werst.
Después de haber juntado el rebaño,
soplando hasta desgañitarse en la larga y blanca bocina de
madera, Frik tomó el camino de la aldea. Avivando al
ganado, seguíanle sus perros, dos semigrifos bastardos,
ariscos y feroces, que más bien parecían dispuestos
a devorar ovejas que a guardarlas. El ganado se componía
de una centena de carneros moruecos y ovejas, de las cuales una
docena eran de primer año y el resto de tercero y cuarto
año, o sea de cuatro y de seis dientes.
Este ganado pertenecía al juez de Werst, el
biró Koltz, que pagaba al concejo un fuerte derecho
de contribución de ganadería,
y que apreciaba mucho al pastor Frik por sus habilidades de
esquilador y veterinario entendido en lo que se refiere a todas
las plagas de origen pecuario.
Marchaba el rebaño en masa compacta, a la cabeza
la oveja cencerra y a su lado la oveja birana, haciendo sonar su
esquila en medio de la confusión de balidos.
Al salir del prado, Frik tomó por un ancho
sendero, bordeando extensos campos, donde ondulaban hermosas
espigas de trigo, ya muy crecido sobre las altas cañas;
veíanse también algunas plantaciones de
«kukurutz», que es el maíz de
aquel país. El camino conducía a la orilla de un
bosque de pinos y abetos de pobladas copas. Más abajo, el
Sil extendía su brillante agua, filtrada
por los guijarros del álveo y sobre el que flotaban los
frarmentos de madera aserrada en las serrerías de
río arriba.
Perros y carneros se detuvieron en la margen derecha y
se pusieron a beber con avidez al ras de la ribera, removiendo la
hojarasca de los matorrales.
Werst no distaba de allí más de tres tiros
de fusil, al otro lado de un espeso bosque de raíces,
formado de esbeltos árboles y de esos desmirriados
plantones que crecen tan sólo algunos pies del suelo. Dicho
bosque se extendía hasta la garganta de Vulcano, cuya
aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada en la
vertiente meridional de los macizos del Plesa.
A aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta
entrada la noche no volvían a sus hogares las gentes del
carnpo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional con nadie. Ya
abrevado su rebaño, iba a internarse entre los pliegues
del valle, cuando en la revuelta del Sil apareció un
hombre, como a unos cincuenta pasos río abajo.
-¡Hola, amigo! gritó el pastor.
Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el
distrito. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y
hasta en las más humildes aldeas. No es obstáculo
para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas.
Aquel, ¿era italiano, sajón o valaco? Nadie hubiera
podido decirlo. En realidad era judío polonés, alto
y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente abultada y
ojos muy vivos.
Era vendedor ambulante de anteojos, termómetros,
barómetros y relojes de bolsillo. Lo que no guardaba en el
morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda, lo colgaba
del cuello o de la cintura; un verdadero buhonero, algo
así como un escaparate semoviente.
Probablemente el judío participaba del respeto o del
temor que los pastores inspiran. Así que
sáludó a Frik con la mano. Después, en
lengua rumana, que participa del latín y del eslavo, dijo
con acento extranjero:
-¿Qué tal marchamos, amigo?
-Marchamos con el tiempo, respondió
Frik.
-Entonces hoy habrá ido bien. ¡Con este
tiempo! …
-Mañana irá mal, porque
..lloverá.
-¿Lloverá? Exclamó el buhonero.
¿Es que en vuestro país llueve sin
nubes?
-Las nubes ya vendrán esta noche… ¡y por
allá abajo, por el lado malo de la
montaña!
-¿Y cómo Veis eso?
-En la lana de mis carneros, que está
áspera y seca como pellejo curtido.
-Pues tanto peor para los que tengan que andar por esos
caminos.
-Y tanto mejor para los que se queden en la puerta de su
casa.
-Hay que tener una casa, pastor.
-¿Tenéis hijos? dijo Frik.
-No.
-¿Sois casado?
-No.
Preguntóle esto Frik, porque es costumbre en el
país preguntarlo a los que se encuentran.
Después añadió:
-¿De dónde venís,
buhonero?
-De Hermanstadt.
Hermanstadt es una de las principales poblaciones de
Transilvania. Al abandonarla se encuentra el valle del Sil
húngaro, que desciende hasta el arrabal de
Petroseny.
-¿Y adonde váis?
-A Kolosvar.
Para llegar a Kolosvar, basta subir en dirección del valle del Maros;
después, por Karlsburg y siguiendo las primeras
estrilbaciones de los montes Bihar, se está en la capital del
distrito. Un camino que no tendrá más de veinte
millas.
En verdad, que estos mercaderes de barómetros,
termómetros y cascajos, evocan siempre la idea de seres
diferentes, de una andadura algo hoffmanesca, peculiar a
su oficio. Venden el tiempo en todas sus formas: el que pasa, el
que hace, el que hará, como otros venden cestos, tricots o
algodones. Se diría que son los viajantes de la casa
«Saturno y Compañía», bajo la
enseña «Arenas de Oro».
Sin duda éste fue el efecto que el judío produjo a
Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella
instalación de objetos nuevos para él, y cuya
aplicación desconocía.
-¡Eh, señor buhonero! preguntó
alargando el brazo. ¿Para qué sirve eso que
castañetea en vuestra cintura, como los huesos de un
viejo colgado?
-Son cosas de valor,
respondió el mercader; objetos útiles para todo el
mundo.
Y guiñando el ojo, exclamó
Frik:
-¿A todo él mundo? ¿Y
también a los pastores?
-También.
-¿Y para qué sirve esa
maquinaria?
-Esta maquinaria, respondió el judío
moviendo un termometro entre sus manos, os dice si hace calor o
frío.
-¡Vaya, amigo! Pues yo no necesito de ella para
saberlo cuando sudo bajo mi capisayo o cuando tirito bajo mi
hopalanda.
Evidentemente: esto debe bastar a un pastor, que no se
preocupa gran cosa de los porqués de la
ciencia.
-¿Y ese grueso cascajo con su aguja? repuso
señalando un barómetro aneroide.
-No es un cascajo, sino un instrumento que os dice si
mañana hará buen tiempo, o si
lloverá.
-¿Es de veras?
-De veras.
-Bueno, replicó Frik: pues yo no lo
querría, aunque sólo costase un kreutzer. Me
basta ver las nubes que se arrastran por la montaña, o que
cruzan por cima de los más altos picos, para saber, con
veinticuatro horas de anticipación, el tiempo que va a
hacer. Mirad. ¿Véis aquella bruma que parece salir
del suelo? Pues ya os lo he dicho, eso significa que
mañana tendremos agua.
Verdaderamente, el pastor Frík, gran observador
del tiempo, no necesitaba barómetro.
-¿Y tampoco os hará falta un reloj? dijo
el buhonero.
-¡Un reloj!… Tengo uno que anda solo.
Está colgado sobre mi cabeza… El sol. Mirad, amigo:
cuando está sobre la punta del Rodük, significa que
es medio día; y cuando parece que mira al agujero de
Egelt, es que son las seis. Mis carneros lo saben tan bien como
yo, y mis perros como los carneros. Guardad, pues vuestros
cachivaches.
-¡Vaya! repuso el buhonero. Muy negro me
habría de ver para hacer fortuna, si no tuviera más
clientes que los
pastores. ¿De manera que no necesitáis
nada?
-Absolutamente nada.
Por lo demás, todas aquellas mercaderías
baratas eran de muy mediana fabricación. Los
barómetros no concordaban bien sobre el variable o el buen
tiempo fijo; las agujas de los relojes marcaban horas muy largas
o minutos muy cortos. En fin, una engañifa. ¡Acaso
el pastor lo sabía! Por eso no quería comprar nada
de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su cayado, cuando,
cogiendo una especie de tubo colgado de una correa del buhonero,
le dijo:
-¿Para qué sirve este tubo?
-No es tal tubo.
-Será pues, una pistola, dijo el
pastor.
-No, dijo el judío: es un anteojo.
Era, en efecto, uno de esos anteojos comunes que
agrandan cinco o seis veces los objetos, o que los aproximan otro
tanto, lo que produce el mismo resultado.
Frik había cogido aquel instrumento, y le
contemplaba, dándole vueltas entre sus manos, haciendo
salir y entrar los cilindros.
Después, moviendo la cabeza:
-¡Un anteojo! dijo.
-Sí, pastor; un magnífico anteojo, que os
alargará mucho la vista…
-¡Ah! … Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando
el tiempo está claro, veo las últimas rocas, hasta la
cresta del Retyezat, y los últimos árboles en el
fondo de los desfiladeros del Vulcano.
-¿Sin entornar los ojos?
-Sin entornar los ojos, -gracias al rocío de la
noche, que me limpia la pupila.
-¿El rocío? dijo el otro. Pronto os
dejará ciego.
-¡Ah! A los pastores no.
-Bien… Si tenéis buenos ojos, yo los tengo
mejores cuando los aplico a mi anteojo.
-¡Tendrá que ver eso!
-Vedlo …
-¡Yo! …
-Probad.
-¿No me costará nada? preruntó
Frik, desconfiado por naturaleza.
-Nada; a menos que no os decidáis a comprarme el
aparato.
Tranquilo ya sobre este particular, Frik tomó el
anteojo, cuyos tubos graduó el buhonero. Después,
de haber cerrado el ojo derecho, Frik aplicó el ocular al
izquierdo, y empezó a mirar hacia las montañas del
Vulcano, subiendo hacia el Plesa; después bajó el
instrumento, enfocándole hacia el pueblo de
Werst.
-¡Calla! exclamó. ¡Pues es verdad!
Alcanza más que mis ojos… Allí está la
calle Mayor. Reconozco a las personas… Veo a Nic Deck, el
guarda que vuelve de su ronda, con la mochila a la espalda y la
carabina al hombro.
-¡Cuando yo os lo decía! observó el
buhonero.
-Sí, sí. Nic es, añadió el
pastor. ¿Y quién es aquella mujer que sale de
casa del amo Koltz, con falda roja y corpiño negro, como
si fuese al encuentro de Nic?
-Mirad atentamente, y reconoceréis a la muchacha,
como habéis reconocido a Nic.
-¡Ah! sí … ¡Es Miriota! …
¡La bella Miriota! … ¡Ah!. .. ¡Los novios!
… Esta vez tienen que andar con cuidado, porque yo los tengo al
alcance de mis ojos, y no pierdo ninguna de sus
carantoñas.
-¿Y qué decís de este
aparato?
-¡Ah! Que hace ver desde muy lejos.
El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo
para mirar la aldea Werst, indicaba lo atrasado que este pueblo
se encontraba. Si esto era o no verdad, bien pronto lo
veremos.
-Pastor, dijo el mercader: seguid, seguid mirando…
Más allá de Werst. Este pueblo está muy
cerca… ¡Mirad mucho más allá!
…
-¿Y tampoco me costará nada?
-Tampoco.
-Bueno.. . Voy a mirar hacia el Sil
–húngaro… Sí; allí está el
campanario de Livadzel… Le conozco por la cruz, a la que le
falta un brazo. . . Más allá, en el valle, entre
los abetos, veo el campanario de Petroseny, con su gallo de hoja
de lata, con el pico abierto, como si llamara a las gallinas…
¡Calle! … Y allí abajo.. . veo una torre que
scobresale por entre los árboles… Debe de ser la torre
de Petrilla. Vaya, voy a seguir mirando, porque supongo que el
precio
será siempre el mismo…
-El mismo, pastor.
Frik miraba entonces hacia la llanura de Orgall;
siguió después contemplando la sombría masa
de los bosques situados sobre las vertientes del Plesa, y
enfocando el obje-tivo a la lejana silueta del castillo,
exclamó:
-Sí … la cuarta rama está en tierra … La
había visto bien. .. Nadie irá a recogerla para
hacer una tea la noche de San Juan. Nadie irá… Ni yo…
Sería arriesgar el cuerpo y el alma. Pero hay
uno que la recogerá esta noche, para llevarla al fuego del
infierno. Éste es el Chort.
Así se llama al diablo cuando se le evoca en las
conversaciones del país.
Acaso el judío iba a pedir explicación de
aquellas palabras incomprensibles para el que no fuese de Werst o
de sus cercanías, cuando Frik exclamó con voz en la
que el espanto se mezclaba a la sorpresa:
-¿Qué es aquella nube que sale del
torreón? ¿Es bruma? No; parece humo… Pero no es
posible… Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas
del castillo…
-Si veis humo, es que lo hay pastor.
-No, buhonero, no. Es que el cristal de vuestro anteojo
está empañado.
-Limpiadle, pues.
-Voy a hacerlo.
Y después de haber frotado lo vidrios del anteojo
con su manga, volvió a mirar.
Efectivamente; lo que salía del torreón
era humo. Aquella columna subía recta, en el aire tranquilo, y
su penacho se confundía con las nubes. Frik,
inmóvil, no hablaba ya, concentrando toda su atención sobre el castillo, cuya sombra iba
ascendiendo hasta llegar al nivel del llano de Orgall. De pronto
bajó el aparato, y llevándose la mano a la alforja
que bajo su sayo llevaba, preguntó:
-¿Qué vale esto?
-Florín y medio,-, respondió el
buhonero.
Por poco- que Frik hubiese regateado, hubiera dado el
anteojo en un florín; pero el pastor no
regateó.
Bajo el influjo de una estupefacción tan grande
como inexplicable, metió la mano en su alforja y
sacó el
dinero.
-¿Es para vos el anteojo? preguntó el
buhonero.
-No; para mi amo.
-Entonces, él os reembolsará.
-Sí… Los dos florines que me cuesta.
-¡Cómo dos florines!
-Sí… de ahí para arriba. Buenas tardes,
amigo.
-Buenas tardes, pastor.
Y Frik, silbando a sus perros y reuNicndo su
rebaño, subió a buen paso en dirección a
Werst.
Mirándole marchar el judío, movió
la cabeza, y murmuró:
-De haberlo sabido, le pido más por el
anteojo.
Después de arreglar sobre sus hombros y cintura
su mercancía, tomó la dirección de
Karlsburg, volviendo a bajar por la margen derecha del
Sil.
¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no
hace más que pasar en esta novela… No le
volveremos a ver más.
La distancia de algunas millas produce el efecto, para
el observador, de que, bien sean rocas hacinadas por la
naturaleza en las épocas geológicas, según
las convulsiones del suelo, o bien construcciones debidas a la
mano del hombre y sobre las cuales ha pasado el soplo devastador
del tiempo, poco más o menos su aspecto es semejante.
Confúndese fácilmente el mineral en bruto y el
mineral trabajado. Desde lejos vese todo envuelto en igual
color, con
idénticas líneas y ángulos en perspectiva,
con la misma uniformidad de tinte, bajo la pátina gris de
los siglos.
Tal acontecía con la edificación
antedicha, castillo otro tiempo de los Cárpatos.
Reconocerle en su indecisa estructura en
la meseta de Orgall, que corona a la izquierda la garganta de
Vulcano, hubiera sido imposible. Ya no muestra su
erguida silueta en las montañas. Lo que pudiera tomarse
por un torreón, no es acaso otra cosa que un informe
montón de piedras. Allí donde la vista crea
percibir los almenados muros, quizá no habrá sino
rocosa cresta. Es un conjunto vago, flotante, incierto. Tanto es
así, que si diéramos crédito
a lo que dicen algunos turistas, el castillo de los
Cárpatos sólo existe en la fantasía de las
gentes del país.
Después de todo, el medio más sencillo
para salir de dudas sería hacerse conducir por un
guía del Vulcano o de Werst, y subir por el desfiladero,
dar cima a la montaña, visitar aquellas construcciones.
Pero hay el inconveNicnte de que se encuentra más
fácilmente el camino del castillo que el guía. En
el valle del Sil nadie consentiría en acompañar a
un viajero al castillo de los Cárpatos, así fuese a
peso de oro.
Si hubiéseis mirado con un anteojo más
potente que el instrumento de pacotilla que compró el
pastor Frik para el señor de Koltz, he aquí lo que
hubiérais visto del viejo edificio.
Detrás de la garganta de Vulcano, y, como a unos
ochocientos o novecientos pies, un muro de color de
asperón, casi oculto por la hojarasca de plantas
trepadoras y cuyo cercado se extiende ert un perímetro de
cuatrocientas o quiNicntas toesa, y siguiendo las ondulaciones de
la meseta; a cada ángulo dos bastiones, de los cuales, el
de la derecha, sobre el que se alza la famosa haya, está
coronado por una pequeña atalaya o garita de puntiag!ida
techumbre; a la izquierda, algunos lienzos de murallas cual los
de una fortaleza, soportando un campanario de capilla, cuya
campana rajada se bambolea en las grandes borrascas, causando el
mayor espanto en la comarca; en el centro, y con su plataforma
rodeada de almenas, un torreón con tres órdenes de
ventanas de alféizares de plomo, y cuyo primer piso
hállase rodeado de circular terraza; sobre la plataforma
álzase un largo mástil de hierro adornado por una
especie de veleta comida de moho, mirando siempre al Sudeste, por
efecto de algún violento huracán.
En cuanto a lo que encerraba el consabido muro, por mil
partes quebrado, bien fuese edificio habitable, accesible por
puente levadizo o poterna, ignorábase de luengos
años atrás.
En realidad, si bien el castillo de los Cárpatos
se hallaba en mejor estado de lo
que parecía, estaba protegido ahora por el extendido
terror supersticioso, con tanta eficacia como en
pasados tiempos lo estuviera por basiliscos, bombardas,
culebrinas y demás máquinas
de artillería de otros siglos.
Y en verdad que bien merecía la pena de ser
visitado el castillo de los Cárpatos por turistas y
anticuarios. Su situación en lo alto de la meseta de
Orgall no puede ser más bella. El panorama de
montañas que se divisa desde la alta plataforma del
torreón, es sublime.
Al fondo vense las ondulaciones de la elevada
cordillera, que parece dibujada caprichosamente, formando la
frontera de Valaquia. Por delante abre su ruinosa garganta el
desfiladero de Vulcano, única vía de comunicación entre las provincias
limítrofes. Al otro lado del valle del Sil surgen las
edificaciones de Livadzel, Lonyai, Petroseny y Petrilla,
agrupados y como asomándose a la abertura de los pozos que
sirven para la explotación de esta rica cuenca hullera. Y
en los últimos planos del horizonte vislúmbrase
admirable y simétrica cadena de alturas y crestas cuyas
bases están cubiertas de césped y cuyas peladas
cimas dominan los abruptos picos del Retyezat y del Paring. Por
fin, más allá del valle del Hatszeg y del
río Maros, aparecen los lejanos perfiles, velados por las
brumas de los Alpes de la Transilvania Central.
En el fondo de aquel embudo y efecto de la depresión
del terreno, formábase un lago, en el que vertían
sus aguas los brazos del Sil antes de abrirse paso al
través de la cordillera. Ahora dicha depresión no
es más que una carbonera con sus ventajas e
inconveNicntes; las altas chimeneas de fábrica
crúzanse con el ramaje de los copudos olmos, abetos y
hayas; los negruzcos humos vician la atmósfera, saturada
antaño con los perfumados aromas de los frutales y las
flores. No obstante, y por más que la industria
tiene bajo su férrea mano este distrito minero, en la
época de esta narración aún no había
perdido el selvático aspecto que le diera la
Naturaleza.
El castillo de los Cárpatos data del siglo XII, o
acaso del XIII. En aquella época, bajo la
dominación de los señores o vaivodas,
fortificábanse monasterios, iglesias, palacios y castillos
de igual modo que las aldeas y ciudades. Señores y
vasallos procuraban mantenerse a la defensiva. Tal estado de
cosas explica el aspecto de aquella construcción feudal, bien defendida con su
almenado muro, su atalaya y su torreón. ¿Qué
arquitecto tuvo la idea de edificarle sobre aquella meseta y a
tal altura?
Ignórase quién fuese el audaz artista
aunque pudiera suponerse que fuera el rumano Manoli, tan
gloriosamente cantado en las leyendas valacas, y que
edificó en Curté de Argis el célebre
castillo de Rodolfo el Negro.
Pero si pudiera haber dudas acerca de este punto, no las
hay respecto a la familia que
poseía el castillo de los Cárpatos. Los barones de
Gortz eran señores de aquel país desde tiempo
inmemorial. Tomaron parte en todas las guerras que
tiñeron de sangre las
provincias de Transilvania; lucharon contra los húngaros,
los sajones y los szeklers, y su apellido figura en
cánticos y en doines, donde se perpetúa el
recuerdo de los desastrosos períodos por que
atravesó aquel país. Era su divisa el famoso
proverbio valaco: ¡da pe maorte! «ida
hasta morir!» y dieron, vertiendo su sangre en aras de la
independencia, aquella sangre que procedía de los romanos,
sus antecesores.
Ya se sabe que al cabo de tantos esfuerzos y sacrificios
tantos, no pudieron conseguir otra cosa que la más
mísera opresión para los descendientes de tan
valiente raza. Ya no vive la vida política. Tres azotes
sufrió aquel país. Mas aún conservan los
valacos de Transilvania la esperanza de sacudir el yugo que los
oprime. El porvenir es suyo, y con inquebrantable fe repiten
estas palabras, que expresan todas sus aspiraciones: Roman no
perè! ¡El rumano no perecerá!
A mediados del siglo actual, el último
representante de los señores de Gortz era el barón
Rodolfo. Nacido en el castillo de los Cárpatos,
había visto a su familia irse
extinguiendo alrededor suyo durante su juventud, y a
los veintidós años se encontró solo en el
mundo. Todos los suyos habían ido cayendo, año tras
año, cual las ramas del haya secular cuya existencia tan
unida se hallaba, según la superstición
pública, a la existencia misma del castillo.
Sin parientes y casi sin amigos, ¿qué iba
a hacer el barón Rodolfo para llenar aquel inmenso
vacío que la muerte
dejó en torno suyo?
¿Cuáles eran sus aficiones, sus inclinaciones y
aptitudes? Nada de esto se sabía, como no fuese la
pasión irresistible que sentía por la música, y muy
especialmente por los grandes artistas líricos de su
época. Así que, después de haber confiado la
guarda del castillo, ya muy deteriorado, en manos de algunos
viejos servidores, un
día desapareció de allí. Más tarde se
supo que dedicaba su fortuna, bastante considerable, a recorrer
los principales centros líricos de Europa, los teatros de
Alemania,
Francia e Italia, donde
podía saciar su infatigable fantasía de
dilettante. ¿Acaso era un excéntrico; por no
decir un monomaníaco? Lo extraño de su vida daba
lugar a creerlo así.
Sin embargo, el recuerdo de su país natal no se
había borrado del corazón
del joven barón de Gortz, ni olvidó su patria en
medio de sus lejanas peregrinaciones.
Tanto fue así, que volvió a Transilvania a
tomar parte en una de las sangrientas revueltas de los rumanos
contra la opresión húngara.
Los descendientes de los antiguos dacios fueron
vencidos, y su territorio repartido entre los
vencedores.
A continuación de esta derrota, el barón
Rodolfo abandonó definitivamente el castillo de los
Cárpatos, que empezaba a amenazar ruina por algunas
partes. La muerte no
tardó en privar a aquel dominio de sus
últimos servidores, y fue desalojado del todo. En cuanto
al barón, de Gortz, empezó a correr el rumor de que
se había unido patrióticamente al famoso Rosza
Sandor, antiguo salteador de caminos, y al que la guerra de la
independencia había elevado al rango de un protagonista de
drama.
Muy felizmente para él después de la
lucha, Rodolfo de Gortz se había separado de la
facción del salteador, y obró muy prudentemente,
porque Rosza Sandor acabó por caer en manos de la
policía, que se contentó con encerrarle en la
prisión de Szamos-Uyvar.
Por el distrito corrió la versión, muy
autorizada, de que el barón Rodolfo había sido
muerto en un encuentro de Rosza Sandor con los carabineros de la
frontera. No había tal muerte, aunque nadie dudase de ella
por no haber aparecido el barón en la comarca desde
aquella época; y es preciso tener en cuenta lo
crédula que era la población en sus supuestos.
Castillo desierto, castillo fantástico… Las
vivas y ardientes imaginaciones pobláronle pronto de
fantasmas, de
espíritus que se albergaban en aquél a las altas
horas de la noche. Cosas son éstas que suceden
frecuentemente en muchas comarcas de Europa, entre las que
Transilvania debe ocupar el primer lugar.
Además, ¿cómo aquella aldea de
Werst hubiera podido romper con sus creencias en lo sobrenatural?
El cura y el maestro enseñaban estas fábulas
con tanto más empeño, cuanto que ellos mismos las
creían a pies juntillos. Afirmaban, con pruebas en
ápoyo de sus afirmaciones, que los vampiros lanzan gritos
de andriagos, beben sangre humana; que los staffii andaban
errantes por las ruinas, convirtiéndose en malhechores si
se olvida darles de comer y beber todas las noches.
Hay hadas, babes, de las que es preciso guardarse
el martes y viernes, días nefastos de la semana,
Aventuráos, pues, en las profundidades de los bosques del
distrito, bosques encantados donde se ocultan los balauri,
dragones gigantes cuyas mandíbulas llegan a las nubes; los
zmei, de alas desmesuradas, que se llevan a las mujeres
lindas, sin distinción de categorías. Existen,
pues, tantos monstruos feroces. ¿No hay algún genio
del bien que, según la imaginación popular,
contrarreste las malas artes de aquéllos? Sí, por
cierto. La serpi de casa, serpiente del hogar
doméstico, que vive en las casas y cuya influencia
saludable compra el aldeano, nutriéndola con la mejor
leche.
Ahora bien: ¿qué mejor albergue para todos
aquellos seres de la mitología rumana que el castillo de los
Cárpatos? Sobre aquella planicie aislada, sólo
accesible por la parte izquierda de la garganta de Vulcano, no
era dudoso que albergase dragones, hadas y endriagos, como
también acaso los espíritus de algunos individuos
de la familia de los barones de Gortz.
De aquí la reputación de que el castillo
estaba encantado; reputación muy justificada, al decir de
las gentes, y nadie hubiera osado aventurarse a visitarle.
Esparcía en torno suyo una especie de espanto
epidémico, como las emanaciones pestilentes de una laguna
insalubre. Sólo con aproximarse un cuarto de milla, se
arriesgaba la vida en este mundo y la salvación en el
otro.
Esto era cosa corriente en la es-cuela del maestro
Hermod. Sin ernbargo, tal estado de colas debía tener fin,
y esto sucedería cuando no quedase una sola piedra de la
antigua fortaleza de los barones de Gortz: y aquí entraba
la leyenda.
A dar crédito a los más autorizados de la
aldea de Werst, la existencia del castillo estaba unida a la de
la vieja haya, cuyo ramaje se recostaba sobre el bastión
del ángulo, a la derecha del muro. Las gentes de la aldea
habían observado, y muy particularmente el pastor Frik,
que desde, la partida de Rodolfo de Gortz dicho árbol iba
perdiendo cada año una de sus ramas más gruesas.
Cuando el barón Rodolfo fue visto por última vez en
la plataforma del torreón, el árbol tenía
dieciocho ramas, y en la actualidad sólo contaba tres.
Cada rama caída significaba un año menos de
existencia para el castillo. La caída de la última
produciría anonadamiento definitivo. Y entonces, sobre la
meseta de Orgali, se buscaría en vano el castillo de los
Cárpatos.
Evidentemente, esto era una de esas leyendas que
sólo nacen en las imaginaciones de los rumanos; pero lo
cierto era que todos los años el haya perdía una de
sus ramas, y Frik, que no dejaba de observarle mientras
apacentaba su rebaño en los prados del Sil, no dudaba en
afirmarlo. Y aunque la aseveración de Frik no fuera digna
de tomarse en cuenta, a los aldeanos, y hasta al juez de Werst,
no les cabía duda de que el castillo no tendría
más de tres años de vida, puesto que al «haya
tutelar» no le quedaban más que tres ramas. El
pastor se puso en camino para llevar la tremenda noticia de que
queda hecha mención, después del accidente del
anteojo.
En efecto: la noticia era tremenda. ¡En el
torreón acababa de aparecer humo! Lo que sus ojos no
hubieran podido apreciar por sí solos, lo había
visto Frik con ayuda del anteojo del buhonero… No era vapor de
la atmósfera; era humo que iba a perderse en las nubes …
¡Y a pesar de estar abandonado el castillo! …
¡Después de tanto tiempo que nadie había
franqueado su cerrada poterna, ni levantado el puente levadizo!
… Si el castillo estaba habitado, sólo podía
estarlo por seres sobrenaturales … Pero ¿con qué
objeto podían los espíritus encender fuego en uno
de los departamentos del torreón? ¿Provenía
el humo de alguna chimenea, de una habitación o de la
cocina? He aquí un punto verdaderamente
inexplicable.
Frik azuzaba sus bestias hacia el establo, y a su voz
los perros avivaban el ganado camino arriba, y el polvo
volvía a caer con la humedad del
crepúsculo.
Algunos aldeanos que se habían retardado en sus
faenas, le saludaron al pasar. Frik apenas les respondió.
Esto era motivo de gran inquietud para los primeros, porque para
evitar los maleficios no basta saludar al pastor, es preciso que
éste responda al saludo. Pero Frik no se fijaba en esto, y
caminaba con los ojos extraviados, actitud extraña y
ademanes descompuestos. Aunque los lobos le quitaran la mitad de
sus carneros, no hubiera recibido impresión más
honda. ¿De qué mala nueva era nuncio el
pastor?
El primero que lo supo fue el juez Koltz.
Así que le vio, gritóle Frik:
-¡En el castillo hay fuego, amo!
-¿Qué dices, Frik?
-Digo la verdad.
-¿Te has vuelto loco?
En efecto: ¿cómo era posible un incendio
en aquel viejo montón de piedras? Esto era tan absurdo
como admitir que el Negoi, la más alta cima de los
Cárpatos, fuera devorado por las llamas.
-¿Tú pretendes, Frik, que el castillo
arde? dijo él amo Koltz.
-Pues si no se quema, por lo menos echa humo.
-Algún vapor…
-No, es humo; venid a verlo.
Y ambos se dirigieron hacia el centro de la calle Mayor
de la aldea, al borde de un terraplén que dominaba los
barrancos, y desde el cual se podía ver el
castillo.
Una vez allí, Frik dio el anteojo a su amo.
Evidentemente el señor Koltz no era más
práctico que el pastor en el manejo de tal
instrumento.
-¿Qué es esto? le
preguntó.
-Una maquinaria para ver, que he comprado en dos
florines, y que vale el doble.
-A quién?
-A un buhonero.
-¿Y para qué?
-Aplicadlo a vuestro ojo; dirigidlo al castillo; mirad.
y veréis.
El juez enfocó el anteojo en dirección al
castillo, y miró atentamente.
¡Sí! Lo que salía de una de las
chimeneas del torreón era humo, que desviado en aquel
momento por la brisa, se arrastraba por la falta de la
montaña.
-¡Humo! ¡Humo! repetía el amo Koltz
estupefacto.
Acababan de reunírsele Miriota y Nic Deck, el
guardaboque, que habían vuelto a su casa hacía unos
instantes. Cogiendo el anteojo, preguntó el
joven:
-¿Para qué sirve esto?
-Para ver a lo lejos, respondió el
pastor.
-Es broma, Frik.
-¡Sí… sí, broma! No hace una hora
que yo os he reconocido cuando bajábais por el camino de
Werst, y a Vos también. . .
No acabó la frase, porque Miriota se puso
encarnada y bajó sus lindos ojos. Después de todo,
no está prohibido que una hija de familia honrada vaya al
encuentro de su novio.
La novia primero, y el novio después, cogieron el
famoso anteojo y le enfocaron hacia el castillo.
Entretanto habían llegado a aquel sitio media
docena de vecinos, que, enterados de lo que pasaba, fueron
sirviéndose por turno del anteojo. Uno dijo:
-¡Humo! ¡Humo en el castillo!
Y otro añadió:
-Tal vez el rayo ha caído sobre el
torreón.
-¿Pues qué, ha tronado? preguntó
Koltz dirigiéndose a Frik.
-No ha habido tormenta desde hace ocho días,
respondió el pastor.
Si a aquellas buenas gentes se les hubiese dicho que en
la cúspide del Retyezat acababa de abrirse un
cráter volcánico, no se hubieran quedado más
estupefactas.
El pueblecillo de Werst tiene tan poca importancia, que
no figura en la mayor parte de los mapas.. En el
orden administrativo es aún de inferior categoría
que su vecino, llamado Vulcano, nombre de la porción de la
vertiente del Plesa sobre el cual ambos se encuentran
pintorescamente situados.
En los momentos actuales, la explotación de la
cuenca minera ha impreso gran movimiento
comercial a las poblaciones de Petroseny, Livadzel, y otras,
distantes algunas. millas; en cambio ni
Vulcano ni Werst han obtenido ventaja alguna, no obstante su
proximidad al centro industrial.
Estas aldeas son aún lo que eran hace cincuenta
años, y es de suponer que dentro de otro medio siglo
continuarán en el mismo estado. Según Elisco
Reclus, más de una mitad de la población de Vulcano
se compone de empleados encargados de vigilar la frontera,
carabineros, gendarmes, inspectores del fisco y enfermeros del
lazareto. Suprimid los gendarmes y los inspectores del fisco,
añadid una proporción un poco mayor de
agricultores, y tendréis la población de Werst o
sea algunos cientos de habitantes.
Puede decirse que el tal pueblecillo está formado
por sólo una larga calle, cuyas bruscas pendientes hacen
la subida y la bajada muy penosas a lo largo de la garganta de
Vulcano. Sirve de camino natural entre la frontera valaca y la
transilvánica. Por allí pasan los rebaños de
bueyes, de carneros y cerdos, los carniceros, los vendedores de
frutas y granos y algunos viajeros, muy pocos, que se aventuran
por el desfiladero, en vez de tomar los ferrocarriles de Kolosvar
y del valle del Maros.
En verdad que la Naturaleza ha dotado generosamente la
cuenca que se abre entre los montes de Brihar, Retyezat y Paring;
no tan sólo es rica por la fertilidad de su suelo, sino
también por la riqueza que encierra en -sus
entrañas: hay minas de sal gema en Thorda, con un
rendimiento anual de más de 20.000 toneladas; el monte
Parajd, cuya cúspide mide siete kilómetros de
circunferencia, está únicamente formado de cloruro
de sodio; las minas de Torotzko producen plomo, galena, mercurio
y sobre todo hierro, cuyos yacimientos están en
explotación desde el siglo X; las minas de Vayda Hunyad
dan un mineral que, transformado en acero, resulta de
superior calidad; hay
también minas de hulla fácilmente, explotables bajo
las primeras capas de estos valles lacustres en el distrito de
Hatzeg, en Livadzel y Potroseny vasto recinto cuyo contenido se
ha estimado en doscientos cincuenta millones de toneladas; y, en
fin, minas de oro en Offenbanya, en Topanfalva, la región
de los trabajadores que se dedican a limpiar las arenas
auríferas de los ríos, y en donde miriadas de
molinos, sencillamente dispuestos, trabajan las arenas del
Veres-Patak, el Pactalo transilvánico, y que exportan cada
año valor de dos millones de francos del precioso
metal.
Parecía que una region tan favorecida por la
naturaleza, había de aprovechar aquella riqueza en favor
de sus habitantes. Sin embargo, no es así. Si bien los
centros más importantes como Torotzko, Petroseny y Lonyai
poseen algunas instalaciones industriales a la moderna; si bien
allí se ven edificaciones regulares, sometidas a la
uniformidad de la escuadra y la plomada, depósitos,
almacenes,
verdaderas poblaciones obreras; si están dotadas de cierto
número de casas con ventanas y balcones, no se encuentra
eso ni en la aldea de Werst ni en la de Vulcano.
Unas sesenta casas irregularmente edificadas sobre la
única calle, cubiertas de un caprichoso tejado que
sobresale por los muros de arena, con fachada hacia el
jardín; un granero con ventana por cada habitación,
con una ruinosa granja al lado; un establo cubierto de paja; aqui
y allá algún pozo con polea, de la que pende una
cuerda, dos o tres charcas que se desbordan con las tormentas,
arroyuelos de cursos tortuosos.
Tal es la aldea de Werst, emplazada sobre ambos lados de
la calle entre los, oblicuos taludes del desfiladero. A pesar de
esto, es fresca y tiene atractivos: hay flores en puertas y
ventanas, tapias de verdura que cubren los muros, hierbas
revueltas que se mezclan con las espigas de color de oro viejo y
con las ramas de los olmos, álamos, hayas, abetos y
erables que sobresalen por una de las casas, «tan altos
como pueden subir». Al otro lado, las escalonadas
estribaciones de la cordillera, y allá en lontananza, las
cimas de los montes que se confunden con el azul del
cielo.
En Werst, como en toda aquella región de
Transilvania, no se habla el alemán ni el húngaro,
sino el rumano; hasta en las mismas familias tsiganes
establecidas, más bien que acampadas en las diversas
aldeas del distrito.
Estos extranjeros toman la lengua del país, como
toman la religión. Los de
Werst forman una especie de pequeña tribu, bajo el miedo
del vaivoda, con sus caravanas, sus barakas de
puntiagudo tejado, sus legiones de niños,
siendo bien diferentes por sus costumbres y regularidad de
hábitos, a las de sus congéneres que andan errantes
por Europa. Observan en sus ceremonias el rito griego,
amoldándose a la religión de los cristianos entre
los que viven. La autoridad
religiosa de Werst está en manos de un pope que reside en
Vulcano y ejerce sus funciones en
ambas aldeas, separadas solamente por media milla.
La civilización es como el aire y como el agua:
allí donde encuentra un resquicio, por pequeño que
sea, allí penetra, y modifica las condiciones de un
país. Hay que reconocer que este resquicio no se ha
presentado aún en la región meridional de los
Cárpatos. De Vulcano ha dicho Eliseo Reclus «que es
el último lugar de la civilización en el valle del
Sil valaco». No hay pues, que asombrarse de que Werst sea
una de las más atrasadas aldeas del distrito de Kolosvar.
¿Y cómo puede ser otra cosa en lugares como los
antedichos, donde nace, se crece y se muere sin haber salido de
ellos? Ocurrirá preguntar ahora: ¿No hay un maestro
de escuela?
¿No hay un juez en Werst? Indudablemente; pero el
dómine Hermod sólo puede enseñar lo que
sabe, que es bien poco; apenas leer, escribir y contar. La
instrucción no pasa de aquí. En ciencias, en
historia, en
geografía
y en literatura, no
conoce otra cosa que los cantos populares y las leyendas del
país; su memoria es
escasa.
Su fuerte es todo aquello que tiene sabor
fantástico, de lo que secan gran provecho los pocos
escolares de la aldeà.
En cuanto al juez, conviene explicar la razón de
tal título del primer magistrado de Verst. El
biró Sr. Koltz era un hombrecillo como de unos
cincuenta y cinco a sesenta años, de origen rumano, de
cabellos raros y encanecidos, bigote aún negro y ojos de
más dulzura que viveza; de fuerte complexión, como
buen montañés; cubre su cabeza con la
magnífica gorra de fieltro, y sujeta su vientre con un
cinturón de historiada hebilla; su chaqueta sin mangas, y
el pantalón corto y hombacho, metido en altas boúas
de cuero.
Más bien alcalde que juez, por más que sus
funciones le obligasen a intervenir en las múltiples
contiendas entre vecinos, se ocupaba principalmente de
administrar su aldea con poder
discrecional, y no gratis en verdad. En efecto: todas las
transacciones, compras o
ventas estaban
gravadas con un impuesto a su
favor, sin hablar del derecho de peaje que extranjeros, turistas
o traficantes se apresuraban a entregarle.
Tan lucrativo cargo había proporcionado al Sr.
Koitz cierta holgura. Si la mayoría de los aldeanos del
distrito son roídos por la usura, que no tardará en
hacer a los judíos
prestamistas verdaderos propietarios del suelo, el
biró había sabido escapar a su
rapacidad.
Sus bienes estaban
libres de hipotecas o «intabulaciones» segun se dice
en la comarca. A nadie debía nada. Hubiese más bien
prestado que tomado a préstamo, y lo hubiera hecho, no sin
despellejar a la pobre gente. Poseía muchos prados con
buenos pastos para sus rebaños; campos bien cultivados,
aunque hostil siempre a los adelantos; viñas que halagaban
su vanidad, al pasearse por entre las hermosas cepas cargadas de
racimos, y cuya cosecha vendía siempre con gran provecho,
prescindiendo de la parte que se reservaba para su consumo
particular.
No hay que decir que la casa de Koltz era la más
hermosa del pueblo. Estaba situada esquina al terraplén de
la calle antes dicha. Una casa de piedra con su fachada al
jardín, su puerta entre la tercera y la cuarta ventana,
con sus festones de verdura que orlan el alero con su cabelludo
ramaje.
Dos grandes hayas de alta y florida copa. Detrás,
un hermoso verjel en el que se ven plantaciones de legumbres,
formando cuadros, y filas de árboles frutales alineados
sobre el talud. En el interior de la casa hay bonitas y limpias
habitaciones, para comer y dormir, con sus muebles
pintarrajeados, mesas, camas, bancos, escabeles
y aparadores llenos de brillante vajilla. De las vigas del techo
penden lámparas adornadas de cintas y telas de vivos
colores. Se ven
también pesados cofres, forrados y claveteados, que sirven
de mesas y de armarios.
En las blancas paredes hay retratos, iluminados con
color rabioso, de patriotas rumanos, entre otros el del popular
héroe del siglo XV, el vaivoda Vayda-Hunyad.
He aquí una encantadora habitación, muy
grande para un hombre solo. Pero es que el amo Koltz no estaba
solo. Viudo hacía diez años, tenía una hija,
la bella Miriota, muy admirada de Werst a Vulcano, y aún
más allá. Hubiese podido llevar por nombre uno de
esos extraños que se usan en Valaquia, tales como Florica,
Daiva, Dauricia; pero no; se llamaba Miriota, es decir,
«corderita». La corderita había crecido, y era
al presente una hermosa joven de veinte años, rubia, con
ojos garzos de dulce mirada, encantadoras facciones y de formas
esculturales, y su hermosura resaltaba más aún
vestida con su camiseta bordadada de hilo rojo en el coleto, en
los puños y en los hombros, su falda sujeta con un
cinturón de hebillas de plata, su «catrinza,»,
doble delantal de rayas azules y rojas, anudado a la cintura, sus
botitas de cuero color de avellana, y con el ligero panuelo a, la
cabeza, dejando al viento sus largas trenzas, adornadas con una
cinta o una monedita.
Sí: Miriota era una hermosa joven, y rica por
añadidura, en aquel pueblecillo perdido en el fondo de los
Cárpatos. ¿Mujer de su casa? Sin duda dirige
admirablemente la casa de su padre. ¿Instruida?
¡Bah!… Educada en la escuela del maestro Hermond,
sabía leer, escribir y contar con corrección; pero
no ha pasado de ahí, ni hace falta.
En cambio, nada nuevo podía aprender en lo
referente a las fantásticas leyendas del país.
Sabía de esto tanto como su maestro. Sabía la
leyenda de Leany-Kö «el peñasco de la
Virgen», donde una joven princesa, un si es o no es
fantástica, escapa a las persecucion,es de los
tártaros; la leyenda de la gruta del dragón, en la
hondonada de la Cuesta del Rey; la de la Fortaleza de Deva,
construida en los tiempos de las hadas; la leyenda de la
Detunata, la herida del rayo, célebre montaña
basáltica, semejante a un gigantesco violín de
piedra, y cuyo instrumento toca el diablo en las noches de
tormenta; la leyenda del Retyezat, con su cima arrasada por un
sortilegio, y la del desfiladero de Thorda, abierto de una
estocada de San Ladislao. Confesaremos que Miriota rendía
entera fe a semejantes fábulas, sin dejar de ser por esto
una encantadora joven, y tal les parecía a muchos mozos
del país, y esto sin tener en cuenta que era la
única heredera del biró Koltz, primera
autoridad de Werst.
Pero era inútil cortejarla: ¿acaso no era
ya la prometida de Nicolás Deck?
Era Nicolás Deck, o, por mejor decir, Nic Deck,
un bizarro tipo rumano. Veinticinco años, buena estatura,
complexión vigorosa, alta la cabeza, cabello negro que
cubre el kolpak blanco; franca mirada, actitud resuelta bajo su
traje de piel de
cordero, bordado en las costuras y bien ajustado a sus piernas
finas, verdaderas piernas de ciervo, y de airoso
continente.
Era guardabosque de un distrito; es decir, casi tan
militar como civil. Como quiera que poseía alguna labor,en
las cercanías de Werst, el padre de Miriota miraba al mozo
con buenos ojos; y como el joven era apuesto y amable, tampoco
desagradaba a Miriota, por quien él sentía
verdadero amor.
Nadie debía, pues, pensar ni en mirarla
siquiera.
El matrimonio de Nic
Deck y de Miriota Koltz debía celebrarse a los quince
días del momento en que comienza esta historia. Con este
motivo habría fiesta en la aldea; el señor Koltz
haría conveNicntemente las cosas: no era avaro; y si bien
le gustaba ganar dinero, no
rehusaba gastarlo cuando llegaba la ocasión. Terminada la
ceremonia, Nic Deck elegiría domicilio cerca del
biró, y cuando Miriota le tuviera a su lado, quizas
se curaria del miedo que ahora sentía sólo al
ruido de una
puerta o al chasquido de un mueble durante las largas noches del
invierno, creyendo a cada momento que iba a aparecer alguno de
los fantasmas héroes de sus leyendas favoritas.
Para completar la lista de los «notables» de
Werst conviene citar dos más, y no de los menos
importantes: el maestro y el médico.
El maestro Hermod era un hombre grueso, con anteojos, de
cincuenta y cinco años de edad, y fumador infatigable en
pipa de porcelana, cuyo tubo pendía siempre de sus
dientes. Poco y desgreñado pelo sobre su cráneo
aplastado, cara seca, con un hoyuelo en la mejilla izquierda. Su
gran tarea era cortar las plumas de ave de que se habían
de servir sus discípulos, con prohibición expresa
de usar las de acero. Había que verle cortándolas
con su navajita bien afilada. ¡Con qué
precisión daba el golpe final que remataba su obra,
guiñando un ojo al mismo tiempo! Ponía exquisito
cuidado, antes que en nada, en que sus discípulos tuviesen
buena letra. . . Esto era lo principal. La instrucción
venía después… ; y ya se sabe todo lo que
enseñaba el buen dómine a las futuras generaciones
que se sentaban en los bancos de su escuela.
Hablemos ahora del médico Patak…
¿Cómo había un médico en Werst, en
aquel pueblo en que solamente se creía en las cosas
sobrenaturales? Hay que explicar antes, como lo hicimos al hablar
del juez Koltz, lo que había sobre el título de
médico de Patak.
Era éste un hombrecillo de saliente abdomen,
grueso, bajo, y de cuarenta y cinco años; ejercía
la medicina
corriente en Werst y en sus cercanías. Con su
imperturbable aplomo y su facundia atronadora inspiraba no menos
confianza que el pastor Frik, lo que no era poco. Cobraba
consultas y drogas,
inofensivas éstas, que no empeoraban los males de sus
clientes; males que se hubieran curado solos. La salud es buena en aquella
parte de la montaña: el aire que se respiraba es puro; las
enfermedades
epidémicas, desconocidas, y si la gente se-muere, es
porque nadie se libra de esta dura ley, ni aun en
aquel privilegiado rincon.
En cuanto a Patak, se le llamaba doctor; pero no
tenía instrucción ninguna, ni en medicina, ni en
farmacia, ni en nada. Era sencillamente un antiguo enfermero del
lazareto, cuya obligación consistía en vigilar a
los viajeros detenidos en la frontera para obtener la patente de
sanidad. Esto bastaba, al parecer, a la sencilla población
de Werst. Hay que añadir -y esto no debe sorprenderque el
doctor Patak era un «espíritu fuerte», como
convenía a su profesión, y que, por lo tanto, no
admitía las supersticiones que por allí
corrían, ni tampoco las que se referían al
castillo. Tomaba esto a broma y a risa; y cuando oia decir que
nadie se había aventurado, desde tiempo inmemorial, a
acercarse al castillo, decía:
-No habrá quien me desafíe a hacer una
visita a ese caserón.
Y como nadie le desafiaba, ni pensaba en ello, el doctor
Patak no llegó a ir; y como la credulidad seguía en
aumento, el castillo continuaba siempre envuelto en impenetrable
misterio.
Bastaron pocos instantes para que la noticia dada por el
pastor Frik se extendiese por el pueblo. El Sr. Koltz, cargado
con el precioso anteojo acababa de entrar en su casa, seguido de
Nic Deck y Miriota; en el terraplén quedábase Frik
entre un grupo de gente
de pueblo, al que se unió otro de tsiganes, que no eran
los que se mostraban menos emocionados.
Todos rodeaban a Frik apremiándole a preguntas, y
el pastor respondía con esa soberbia importancia de un
hombre que acaba de ver una cosa extraordinaria.
-Sí, repetía, el castillo humeaba…
Todavía humea, y humeará mientras esté
piedra sobre piedra.
-¿Y quién ha podido encender ese fuego?
preguntó una vieja con las manos juntas.
-¡El Chort! respondió Frik, dando al
diablo el nombre que se le daba en el país. He aquí
un malo que se entretiene en prender fuego y no en
apagarle.
Y cada uno trató de ver el humo sobre la punta
del torreón, y la mayor parte afirmó que la
distinguía perfectamente, aunque a aquella distancia era
por completo invisible.
¡Imposible fuera imaginar el efecto que produjo
aquel singular fenómeno! Es necesario insistir sobre este
punto. Colóquese el lector en una disposición de
ánimo igual a la de las gentes de Werst, y no se
asombrará de los hechos que van a ser referidos. No le
pido que crea en lo sobrenatural, sino únicamente que se
ponga en el caso de aquella población, Y dé fe a
este relato. A la desconfianza que inspiraba el castillo de los
Cárpatos, que todo el mundo creía inhabitado, iba a
unirse ahora el espanto, pues, que parecía, estar
habitado… y ¡por qué seres, Dios
mío!
Existía en WeTst un lugar de reunión,
frecuentado por bebedores y aun por otros que, sin beber,
gustaban de ir allí para hablar de sus negocios
después del trabajo. Estos
últimos en número reducido, como se comprende.
Dicho establecimiento público era la principal, o por
mejor decir, la única posada del pueblo.
¿Quién era el propietario? Un judío
llamado Jonás, hombre de unos sesenta años, de
fisonomía atractiva, pero de marcado tipo semítico,
con sus ojos negros, su curva nariz, su labio alargado, sus
cabellos lisos y su tradicional perilla. Obsequioso y amable,
prestaba de buen grado pequeñas cantidades a unos y otros,
sin mostrarse muy exigente en garantías ni muy usurario,
porque estaba seguro de ser
reembolsado del préstamo en la época del
vencimiento. ¡Pluguiese al cielo que los judíos
establecidos en Transilvania fueran tan acomodaticios como el
posadero de Werst!
Desgraciadamente, el buen jonás era una
excepción.
Sus correligionarios y colegas, que son todos tenderos,
vendiendo bebidas y artículos de comestibles, practican el
oficio de prestamistas con usura inquietante para el porvenir del
aldeano rumano. Hemos de ver cómo la propiedad del
suelo pasa poco a poco, de la raza indígena, a la raza
extranjera. No satisfechas las deudas los judíos
llegarán a hacerse dueño de las hermosas tierras
hipotecadas; y si la tierra prometida no existe ya en Israel, acaso
figure algún día en los mapas de
Transilvania.
La posada del Rey Matías, así se
titulaba, estaba situada en uno de los ángulos del
terraplén, en la calle Mayor de Werst, y en la esquina
opuesta :a la casa del biró. Era una casa vieja,
mitad de madera, mitad de piedra, muy remendada por algunos
sitios, pero muy adornada de verdura y de atractiva
apariencia.
Constaba de planta baja únicamente, con puerta
vidriera que daba sobre el terraplén. En el interior, y en
primer término, había una sala grande, llena de
mesas y de taburetes, con un aparador de encina carcomida, donde
resplandecían los platos, los jarros y los frascos, y un
mostrador de ennegrecida madera, tras del cual estaba en pie
Jonás, al servicio de la
clientela.
He aquí cómo aquella sala recibía
la luz. Tenía dos ventanas en la fachada sobre el
terraplén, y otras dos en la pared del fondo. De las dos
primeras, una estaba velada completammte por una espesa cortina
de plantas trepadoras o colgantes: estaba condenada, y apenas
dejaba pasar un poco de claridad. La otra permitía
extender la mirada sobre todo el valle interior del
Vulcano.
Debajo corrían las aguas tumultuosas del torrente
de Nyad; por un lado descendía el torrente por el
desfiladero, engrosado en las alturas de la meseta de Orgall,
coronada por los muros del castillo: mientras que por el otro,
siempre crecido por los arroyos de la montaña, aun durante
el estío, descendía engrosando hacia el Sil valaco,
que lo absorbía en su curso.
A 1a derecha, y contiguos a la sala, media docena de
cuartitos bastaban para alojar a los pocos viajeros que antes de
traspasar la frontera deseaban decansar en el Rey
Matías.
Se les dispensaba buena acogida, a precios
modicos, por un posadero atento y servicial, siempre provisto de
buen tabaco, que iba a
buscar a los mejores «trafiks» de las
cercanías. Jonás, por su parte, ocupaba un estrecho
camaranchón, cuya ventana daba sobre el
terraplén.
En esta posada hubo reunión de los notables de
Werst la noche del 25 de mayo. Entre otros estaban el Sr. Koltz,
el maestro Hermod, el guardabosque Nir, Dock, una docena de los
principales de la aldea, y el pastor Frik, que no era el meenos
importante. Faltaba el doctor Patak, cuyos auxilios
médicos habían sido solicitados a toda prisa por
uno de sus antiguos clientes, que sólo al doctor esperaba
para pasar al otro mundo. El doctor había prometido
asistir a la reunión cuando ya no fueran necesarios sus
cuidados al difumo.
En tanto que llegaba el ex-enfermero, se hablaba del
grave suceso del día; mas no se hablaba sin comer y beber.
Jonás ofrecía a unos de sus parroquianos la crema
de maíz conocida con el nombre mamaliga, no del
todo desagradable si está bien empapada en leche fresca. A
otros les ofrecía copitas de licores fuertes, que corren
como agua pura por los gaznates rumanos, alcohol de
schnaps, cuyo vaso cuesta medio sueldo, y más
particularmente el rakiu, aguardiente fortísimo de
ciruelas, cuyo consumo es considera-ble en la región de
los Cárpatos.
Conviene advertir que en 1a posada había la
costumbre de que Jonás no servía mas que al
plato, es decir, a las personas en la mesa, porque
había observado que los parroquianos sentados consumen
más que los que lo hacen en pie.
Aquella noche el negocio prometía ser bueno,
puesto que los concurrentes se disputaban todos los asientos.
Jonás iba de mesa en mesa con la botella en la mano,
llenando los vasos, vaciados al momento. Eran las ocho y media:
desde el anochecer estaban perorando; sin llegar a entenderse
sobre lo que convenía hacer, dadas las circunstancias.
Solamente en un punto estaban acordes, y era en que, de estar
habitado por desconocidos el castillo de los Cárpatos,
vendría esto a ser tan peligroso para Werst, como un
polvorín a la entrada de la ciudad.
-Es muy grave, dijo el señor Koltz.
-Muy grave, repitió el -maestro entre dos fumadas
de su inseparable pipa.
-¡Muy grave! dijeron los demás.
-Lo que no es dudoso, añadió Jonás,
es que la mala reputación del castillo causaba ya gran
pesadumbte en el país…
-¡Y ahora será otra cosa! exclamó el
maestro.
-Aquí casi nunca vienen extranjeros,
añadió el juez con un suspiro.
-Y ahora vendrán menos, dijo Jonás uNicndo
su suspiro al del biró.
-Muchos habitantes piensan marcharse, dijo uno de los
bebedores.
-Yo el primero, dijo un aldeano de las cercanías.
Así que venda las viñas me voy…
-¡Pues no sé cómo
encontraréis comprador, abuelo! repuso el
posadero.
Se ve, pues, cuál era el tema de la
conversación de aquemos dignos notables. Al terror que
cada uno de ellos sentía ante el suceso, había que
añadir el sentimiento de sus intereses lesionados. Sin
viajeros, ¿qué iba a hacer Jonás en su
posada? Sin viajeros, el juez Koltz, ¿cómo cobrarse
el peaje, cuya cifra iba bajando gradualmente? Sin adquirientes
para las tierras del Vulcano, los propietarios no podrían
venderlas ni a vil precio. Y tal situación, que ya
venía de tiempo atrás, amenazaba agravarse
aún.
-En efecto: si esto había sucedído cuando
los espíritus del castillo se mantenían a la
expectativa y en reserva, sin ser vistos por nadie,
¿qué sería ahora, que manifestaban su
presencia con actos ostensibles?
El pastor Frik aventuró con voz
vacilante:
-Acaso habría que…
-¿Qué? preguntó el juez
Kaliz.
-Ir a ver, mi amo…
Todos se miraron; después bajaron -los ojos, y
nadie respondió.
Entonces Jonás, dirigiéndose al
señor Koltz, tomó la palabra, y con voz más
firme dijo:
-Vuestro pastor acaba de indicar el único medio
posible.
-¡Ir al castillo… !
-Sí, amigos míos, respondió el
posadero. Si sale humo de 1a chiminea del torreón, es que
allí hay fuego, y si hay fuego; es que alguna mano lo ha
encendido…
– ¡Una mano! … ¡Una garra! replicó
el vieio aldeano sacudiendo la cabeza.
-Mano o garra, dijo el posadero, poco importa. Lo que
hay que saber es lo que esto significa. Desde que el barón
Rodolfo de Gortz abandonó el castillo, es le primera vez
que ha salido humo de las chimeneas.
-Podría ser, sin embargo, que hubiese habido humo
sin que nadie lo advirtiera, hizo observar el juez.
-Eso no es admisible, replicó vivamente el
maestro.
-Por el contrario, es muy admisible, respondió el
biró, puesto que no teníamos anteojo para
observar lo que pasaba en el castillo.
La observación era atinada. Podía haberse
producido mucho tiempo antes aquel fenómeno, sin ser
notado ni aun por el pastor Frik, a pesar de su buena
vista.
Como quiera que fuese, que dicho fenómeno fuera
reciente o no, era indudable que en el castillo de los
Cárpatos había actualmente seres humanos; como
también lo de aquel hecho constituía una vecindad
peligrosa en extremo para los habitantes de Vulcano y de
Werst.
El maestro Hermod hizo entonces esta observación,
en apoyo de sus creencias:
-¡Seres humanos! Permitidme que no lo crea, amigos
míos; porque ¿cómo habían de haber
pensado en refugiarse en el castillo, y con qué
intención y de qué manera habrían
llegado?
-¿Qué queréis, pues, que sean?
exclamó Kcdtz.
-¡Seres sobrenaturales! exclamó -el maestro
con imponente voz. ¿Por qué no han de ser
espíritus, fantasmas, duendes? Acaso algunos de esos
peligrosos monstruos que se presentan bajo la forma de hermesas
mujeres…
Y mientras el maestro iba haciendo esta
enumeración, todas las miradas se fijaban en la puerta, en
las ventanas, en la chimenea de la sala de la posada del Rey
Matías, y cada uno se preguntaba si acaso iba a ver
aparecer alguno de aquellos fantasmas que el maestro había
evocado.
-Sin embargo, amigos, observó Jonás, si
esos seres son espíritus, no me explico para qué
han encendido fuego; porque ¿qué van a
guisar?
-¿Y sus sortilegios? respondió el pastor.
¿Olvidáis que el fuego es necesario para
ellos?
-Evidentemente, añadió el maestro, con un
tono que no admitía réplica.
Aquella idea fue aceptada sin oposición. Era
opinión unánime que no humanos, sino
espíritus, habían elegido el castillo de los
Cárpatos para teatro de sus
operaciones.
Hasta aquí Nic Deck no había tomado parte
en la conversación. El guardabosque se limitaba a escuchar
atentamente lo que unos y otros decían. El vicio castillo
feudal, con sus misteriosos muros, le había siempre
inspirado tanta curiosidad como respeto. Y como era hombre
valiente, por más que muy crédulo, como buen
habitante de Werst más de una vez había manifestdo
deseos de franquear la antigua muralla.
Ya se comprenderá que Miriota habíale
hecho desistir de tan aventurado proyecto. Si
él hubiese sido libre, pudiera haber satisfecho su deseo;
pero un novio no se portenece, y aventurarse en tales
hazañas, hubiese sido obra de un loco, no de un
enamorado.
Sin embargo, no obstante sus súplicas, Miriota
temía siempre que el guardabosque pusiera en
elecución su proyecto. La tranquilizaba el saber que Nic
Deck no había declarado formalmente que iría al
castillo; porque de haberlo declarado, nadie tendría
bastante imperio sobre él, ni aun ella. Y lo sabía
muy bien: Nic era un mozo resuelto que jamas volvía sobre
su palabra: cosa dicha, cosa hecha. Así, pues,
Míriota hubiera estado en brasas de sospechar las ideas
que en aquel momento cruzaban por la mente del joven.
Nic Deck guardó silencio, y nadie aceptó
la proposición del pastor. ¡Ir al castillo de los
Cárpatos estando habitado! ¿Quién se
atrevería a ello, a menos de haber perdido el juicio?
Así que cada uno iba dando las mejores razones para
excusarse. El biró no estaba ya en edad de
arriesgarse en tamañas aventuras; el maestro tenía
su obligación en la escuela; Jonás no podía
dejar la posada; Frik no podía abandonar sus
rebaños, y los otros aldeanos estaban ocupados en sus
faenas agrícolas. No. ¡Nadie consentiría en
sacrificarse, diciendo todos para su coleto: «El que tenga
la audacia de ir al castillo, podrá ser que no
vuelva»!
En aquel instante, y con gran espanto de todos, se
abrió bruscamente la puerta de la posada. Era el
señor Patak, y difícil hubiera sido, en verdad,
tomarle por uno de aquellos espíritus fantásticos
de los que el Sr. Hermod había hablado.
Habiendo muerto su oliente, lo cual hacía honor a
su perspicacia médica, ya que no a su talento, el doctor
se había apresurado a acudir a la reunión de la
posada.
-¡Aquí está, por fin! exclamó
el señor Koltz -al verle.
El Sr. Patak distribuyó apretones de manos a todo
el mundo, como si hubiese distribuido drogas, y con tono un
sí es o no es irónico, exclamó:
-¡Hola, -amigos! ¿Estáis hablando
del castillo, de ese castillo del diablo? ¡Ah, holgazanes!
Si el castillo quiere fumar, dejadle que fume. ¿Acaso
nuestro sabio Hermod no está fumando todo el día?
El país está consternado. En mis visitas no he
oído
hablar de otra cosa. Los que han vuelto han encendido fuego
allá abajo. Estarán constipados… Hará
mucho frío en el mes de mayo en las cámaras del
torreón. Como no sea que estén cociendo pan para el
otro mundo, lo cual puede ser verdad, para el caso en que se
resucite. Todo eso significa que los panaderos del cielo han
venido a hacer una hornada.
Y de esta suerte estuvo diciéndoles cuchufletas,
indudablemente muy poco del gusto de las gentes de Werst, y que
el doctor Patak decía con increíble jactancia. Nada
le contestaron. Solamente el biró le
preguntó:
-¿De manera doctor, que no concedéis
importancia alguna a lo que pasa en el castillo?
-Ninguna, señor Koltz.
-¿No habíais dicho que estábais
dispuesto a ir allí, si se os desafiaba?
-¡Yo! respondió el antiguo enfermero, no
sin disgusto de que se le recordasen sus palabras.
-Vamos, ¿no lo habéis dicho mil veces?
insistió el maestro.
-Sí que lo he dicho. ¿Se trata de que lo
repita?
-Se trata de hacerlo, dijo Hermod.
-¿Hacerlo?
-Sí. Y ya no es desafiaras, sino rogáros,
añadió el señor Koltz.
-Ya comprendéis, amigos … Ciertamente… Esa
proposición …
Entonces dijo el posadero:
-Bien, puesto que vaciláis, no os lo rogamos; os
desafiamos a que lo hagáis.
-¿Me desafiáis?
-Sí, doctor.
-Jonás, vais demasiado lejos, repuso el
biró. No es preciso desafiar a Patak. Sabemos que
es hombre de palabra y que cumple lo que dice, aunque no sea
más que por prestar este servicio al pueblo y a todo el
país.
-¡Cómo! ¿Pero es en serio?
¿Queréis que vaya al castillo de los
Cárpatos? repuso el doctor, cuya faz rubicunda se
había tornado -pálida.
-No podéis excusaros, respondió
categóricamente Koltz.
-Yo os suplico, amigos, os suplico que razonemos, si
queréis.
-Todo está razonado respondió
Jonás.
-Pero no seamos locos. ¿Qué voy a
conseguir con ir allí? ¿Qué voy a encontrar?
Alguna buena gente que se ha refugiado en el castillo, y que a
nadie incomodo.
-Pues bien, replicó el maestro de escuela; si son
buenas gentes, nada tenéis que temer, y así
tendréis ocasión de ofrecerles vuestros servicios.
-Si tuviesen necesidad de ellos, si me llamasen, yo no
vacilaría en ir al castillo; pero yo no visito
gratis.
-Se os pagará vuestra molestia a tanto la hora,
dijo el juez.
-¿Y quién me la pagará?
-Yo… Todos. Al precio que queráis,
respondió la mayor parte de los parroquianos de
Jonás.
Evidentemente, y a despecho, de sus constantes
fanfarronadas, el doctor era tan supersticioso como cualquiera
otro de sus paisanos de Werst; pero ya una vez puesto en cierta
disposición de ánimo y después de haberse
mofado de las leyendas del país, encontrábase muy
comprometido ante el servicio que de él se esperaba; era
una situación difícil. Y, sin embargo, aunque fuese
al castillo y le remunerasen la molestia, aquello no podía
convenirle de modo alguno. Procuró sacar partido de este
argumento: que su visita no tendría resultado, que el
pueblo se cubriría de ridículo delegándole a
él para explorar el castillo.
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