- El
punto de partida - Una
sociedad en pos de nuevas formas de
gobernarse - El
campo de la contienda: las reformas
religiosas - A modo
de cierre
… el estudio de nosotros mismos
tiene que proceder desde dentro de
nuestra historia, la historia que nos
ha convertido en lo que somos.
HULTQVIST.
Una de las nociones clave –y por clave me refiero
a diversos aspectos de nuestra cotidianeidad escolar que
adquieren su sentido en la perspectiva de un todo que les da
organicidad–, es precisamente la del curriculum; a quienes
desde diferentes profesiones de origen nos desplazamos por el
campo de la educación, por recurrente nos
resulta casi un lugar común.]
Hace tiempo integramos curriculum a
nuestro lenguaje de todos los
días; aprendimos a pluralizar el término latino, e
inclusive españolizamos su empleo (1); en algunos
momentos más que en otros el curriculum deviene una de las
obsesiones que atraviesan la vida de nuestras instituciones educativas, de
cualquier orientación y nivel. En él se depositan gran
parte de las expectativas y confianzas en la adquisición de
los conocimientos y competencias que requiere toda
sociedad; en él se
concretan los parámetros de calidad y eficiencia que, hoy por hoy,
atraviesan nuestra vida académica.
La familiaridad con la que el curriculum merodea
nuestros ambientes educativos, nuestras pláticas de café, nuestras urgencias
y presiones, nuestras políticas institucionales,
hace que lo percibamos como un ‘fenómeno
natural’, que siempre ha estado ahí, al alcance de
la mano, como referente para estructurar nuestros modelos educativos en el
más amplio sentido del término.
Esto se da por supuesto; sin embargo, no es así:
forma parte de nuestros conocimientos sobre la
escolarización que se han ido formando y transformando en el
curso de la historia, "no son signos o significadores que se
refieren a las cosas y las fijan, sino prácticas sociales a
través de principios generadores que
ordenan la acción y la
participación" (Popkewitz y Brennan, 2000, p. 23).
Consecuentemente, el curriculum tuvo un origen, se construyó
socialmente como parte de las respuestas de algunos grupos a determinadas crisis sociales,
económicas, culturales, en medio de candentes controversias
y tomas de posición, de formas de razonamiento y percepción puestas en
juego en un momento
determinado.
El sentido con el que emerge el curriculum, no es el
mismo que hoy le atribuyen nuestras comunidades académicas
del siglo XXI; ha sido continuamente recreado por las necesidades
de los grupos sociales en diferentes
momentos históricos; con el tiempo, se ha ido consolidando y
refinando en sus usos y en sus planteamientos. Surge, al igual
que otras muchas consignas y tradiciones que hemos hecho
nuestras, en el umbral de la modernidad: (2) forma parte de
sus herencias.
Abundar en estos supuestos, para comprender las
condiciones histórico–sociales en que se produjeron
estas prácticas y el conocimiento que se formula
respecto a ellas (3), que provee de explicaciones al momento
presente, es el propósito de este texto.
Todo pareciera señalar el empleo de este concepto en nuestro país en
torno a la década de los 70,
esos años llenos de optimismo, de propuestas innovadoras, de
inventivas y audacias que trataban de romper de un tajo con las
deficiencias y los lastres del pasado, para hacer eficiente la
formación de una población universitaria
que se masificaba a pasos agigantados. El proyecto de las unidades de
producción, de la
Universidad Nayarita (4); la
revolucionaria concepción de la medicina plasmada en el
Plan A–36; la profunda
revisión de la formación del médico veterinario,
que recogía el Plan Z–36; la integración de las Ciencias y las Humanidades en
la formación del estudiante pre– universitario datan
de ese entonces. Es precisamente la UAM Xochimilco, creada en
1974, la que generalizará el empleo de curriculum en la
educación superior; a
partir de ahí, se filtrará a los diversos niveles
escolares.
La sensación, por ese entonces, era la de que
avanzadas corrientes anglosajonas (5) desplazaban, por obsoleta,
la tan conocida noción de plan de estudios, que concentraba
listas de contenidos y objetivos abstractos, de
manera aparentemente estática, sin una
vinculación explícita con las demandas sociales, sin
una ubicación definida de las prácticas profesionales.
El curriculum inauguraba, sin más, otros significados,
más próximos a lo que en ese momento se percibía
como prioritario. (Goodson, 1995, p. 9).
Una confianza casi milenarista, propia del advenimiento
de los nuevos tiempos, se concentró en el poder de la educación, y en las posibilidades del
curriculum para lograrla. Sin embargo, a la vuelta de unos
años, los desfases entre la elaboración y la puesta en
marcha, la confrontación con prácticas sedimentadas,
con rutinas establecidas difíciles de remover,
mostraría la otra cara de la moneda.
Se recorrieron muchas vías en la medida en que se
iba institucionalizando el campo del curriculum (6); se
transitó del tecnicismo más ingenuo a los desarrollos
teóricos de más altos vuelos, buscando un punto de equilibrio, un lugar
de convergencia entre las formulaciones rectoras, escritas a
priori, y las exigencias de la práctica, que a menudo las
hacían tambalear.
La década de los 70, urgida por delinear una
teoría curricular
válida, rescató autores de la primera mitad del siglo
XX, como Franklin Bobbit (1918), Ralph Tyler (1947), Hilda Taba
(1962); en el ámbito mexicano después comenzaron a
formularse las aportaciones de Raquel Glazman y María de
Ibarrola, de Alicia De Alba, de Angel Díaz
Barriga. Puede decirse que en el curso de los treinta años
que han pasado desde el inicio del establecimiento de este campo
de estudios en nuestro país, ha habido sucesivos
desplazamientos respecto a las explicaciones y las posibilidades
de intervención curricular.
A grandes rasgos puede decirse que hemos transitado de
una perspectiva centrada en el plano de la forma externa,
fundamentalmente prescriptivo y normativo, que incidiendo, sobre
todo, en las estructuras más amplias
–sea referido a ciertos elementos de sistematización
entre objetivos, medios y resultados, de la
estructuración de los contenidos, de la programación de experiencias
de aprendizaje apelando a las
estructuras cognitivas, al reconocimiento de las prácticas
profesionales que median en la orientación de lo que ofrecen
las instituciones educativas– termina
burocratizándose, a una perspectiva que aborda el curriculum
como una construcción social y
cultural que, reconociendo muy directamente las voces de los
protagonistas involucrados en estos procesos de
transformación (7), el sentido de sus prácticas, busca
nuevas articulaciones entre las teorías y la
recuperación de las experiencias cotidianas de los docentes; pudiera decirse que
la mirada se dirige hacia el ‘interior’ indagando a
través de las mediaciones que existen entre lo individual,
lo grupal y lo institucional, donde las disciplinas escolares
constituyen el punto de convergencia (8).
Cada uno de los sucesivos momentos de desarrollo de la teoría
curricular ha tenido y tiene sus autores privilegiados, sus
textos favoritos, sus comunidades de incidencia y, por supuesto,
sus anatemas, sus competidores. Los grupos que se abocan a la
investigación y al
análisis de estas tareas
desde aquellas décadas, son muy numerosos. Lo cierto es que,
a la fecha, el curriculum continúa siendo un enclave
importante en la vida de nuestras instituciones educativas y en
la formación de profesores.
Hoy nos queda claro que la complejidad del curriculum
pasa por diversos planos que atañen a la vida social y
cultural de un grupo, al lugar que en ella
ocupan las instituciones de educación formal, a las
políticas de diverso tipo, a las posiciones de los
protagonistas, a las formas de producción del conocimiento y a sus formas de
transmisión, a las oleadas reformadoras que se filtran en
todas las esferas y niveles de la sociedad.
El curriculum no es pues, exclusivamente, una forma de
racionalidad de las prácticas educativas en sí mismas
que, perfecta en el momento en que se gesta, permanece
estática. Esto lo saben muy bien quienes cotidianamente
conviven con grupos escolares, de maestros y de alumnos, que son
finalmente los que construyen día con día el
curriculum. No es lo mismo el curriculum que se piensa, se
reflexiona y se plasma en un documento, permanentemente rebasado
por la realidad, al que los propios actores, desde sus propias
historias, experiencias, interpretaciones y dificultades
concretan en diversos momentos de la compleja, multifacética
y cambiante realidad escolar; no necesariamente se corresponden
las teorías curriculares con los diferentes niveles de
intervención y los diversos ámbitos de su puesta en
marcha.
El curriculum jamás es un producto cultural
estático, monolítico, que está siempre ahí
como referencia inamovible de la vida académica
–evidentemente una materia, por ejemplo, puede
permanecer como tal desde hace veinte años, pero
indudablemente se "mueve", se somete a sucesivas transformaciones
dependiendo de los profesores, de los grupos, de las
circunstancias de la misma institución, de la
circulación de nuevas bibliografías–. Se construye día
con día en la arena de la vida social y en la toma de
posición de las comunidades académicas, está
inmerso en el conflicto social, en el
espacio de la negociación, pues cada uno
de los involucrados, sean estudiantes, profesores, autoridades,
padres de familia, políticos,
empresarios, economistas, expertos internacionales, desde su
lugar participa en la producción de sentido, de ahí su
movimiento constante, sus
continuas recreaciones, su ineludible complejidad, su inevitable
condición de conflicto. El curriculum escolar constituye lo
que en términos de Bourdieu es un campo de fuerzas.
(9)
El curriculum dice mucho de la vida social, de sus
aspiraciones, de sus expectativas, de sus sueños, de sus
deficiencias; encamina hacia otras direcciones, posibilita otras
prácticas y también las limita, plantea nuevas
prioridades y, por qué no, nuevos descuidos. Pone sobre la
mesa los polos de tensión entre los grupos académicos,
sus alianzas y sus lealtades; entre las diversas formas de
producción del conocimiento y sus procesos de
transmisión; entre la vida interna de la institución y
las exigencias que vienen de la sociedad en su conjunto (nuevas
formas de producción de conocimiento, de demandas de
la empresa, de la industria, de políticas
nacionales y de organismos internacionales); entre la
autonomía relativa de las instituciones formativas y las
fuentes de financiamiento,
entre la modernidad y la posmodernidad. Para nada
representa un ámbito conciliador, ajeno al conflicto ya que,
finalmente, "puede verse como portador y distribuidor de
prioridades sociales" (Goodson, 1995, p. 53).
Es precisamente el papel que juega el curriculum en la
vida de nuestras instituciones escolares a lo largo de la
modernidad, cuyas historias, querámoslo o no, están
sedimentadas y en mucho estructuran nuestro presente, el que
lleva a experimentar la necesidad de establecer un nuevo campo,
el de la historia del curriculum, que se plantea, señala
Miguel A. Pereyra, como "la propuesta académica de narrar,
interpretar y, finalmente, comprender los procesos por los que
los grupos sociales a lo largo del tiempo seleccionan, organizan
y distribuyen conocimientos y creencias a través de las
instituciones". (10)
En la vida diaria de nuestras instituciones escolares,
las historias de otros tiempos, los conflictos y sus soluciones, los valores y los caminos
favorecidos, las creencias y las consignas sedimentadas, siguen
pesando. Forman parte de las herencias que se nos imponen
aún desconociéndolas. Por ello, indagar desde el
presente en lo que subyace detrás de esta construcción,
siempre social, siempre cultural, siempre compartida, siempre
atravesada por protagonistas y antagonistas, nos hace
partícipes y conscientes de lo que todavía hoy
defendemos. Y esto, como forma de comprensión y conocimiento
de las instituciones de las que formamos parte, tiene un gran
valor.
La noción de curriculum es muy antigua y se
formó lenta, muy lentamente, de manera paralela a la
paulatina instauración de los procesos de
escolarización; eran otros los tiempos, eran otras las
sociedades, eran otras las
necesidades, eran otras las disputas. Sin embargo, de alguna
forma, percibimos sus marcas en nuestras escuelas.
Nació en el ambiente que fermenta las
formas de vida, de pensamiento, de relaciones, de
gobierno, que desembocarían
en lo que actualmente conocemos como modernidad…
La modernidad, como sabemos, irrumpe vigorosamente en la
vida de los hombres portando el discurso de la libertad, de la igualdad, de los derechos de todos a todo, de la democracia; sólo que a la
vuelta de algunos años mostraría la otra cara de la
moneda: el control, el acatamiento, la
vigilancia. Lo cual apunta a lo que Wagner define como la
ambigüedad característica de este proyecto, de las
pérdidas y ganancias que trae consigo.
"Debería verse [nos dice el autor] la
transformación del yo humano en la modernidad como un
proceso paralelo –y
dramático– de liberación y sometimiento" (Wagner,
1997, p.20).
Es precisamente en medio de esta ambivalencia donde
tiene lugar la configuración de las prácticas y de los
discursos que nos proponemos
analizar.
UNA SOCIEDAD EN POS DE NUEVAS
FORMAS DE GOBERNARSE.
El umbral de la modernidad da pasos firmes en
relación con los nuevos modos de vigilancia y control de las
sociedades, a partir de los cuales se puede explicar la lógica cultural que
daría lugar a algunas de las prácticas y discursos que
están en la base de los procesos de escolarización en
los distintos niveles. Hoy, a ninguno se le ocurriría
imaginar las instancias de educación formal al margen de los
grupos de alumnos por edades y ciertas afinidades, sin un
ordenamiento entre los programas de acuerdo a su
dificultad, sin una seriación por grados y semestres, sin la
previsión de contenidos mínimos y actividades, sin la
estricta supervisión de los
profesores para la buena marcha de los aprendizajes.
Sólo que mucho de esto respondió a la
confrontación de situaciones vividas como problemáticas
para las sociedades de la alta Edad Media, a la necesidad de
resolverlas de otra manera; surge de las nuevas formas de gobierno que las
sociedades de ese tiempo ensayan sobre la población. Esto
resulta explicable, ya que los procesos de creciente
urbanización, de incremento de capitales, de
resquebrajamiento de los poderes feudales y de sus instituciones,
incidían en las formas de vida, en las convicciones y
creencias, en los modelos de relación que habían venido
funcionando; en otra manera de centralizar el poder y
distribuirlo. Hacia esos años dominaba la concepción
jerárquica del mundo, donde cada quien ocupaba un lugar y
desempeñaba una determinada actividad, de modo que la
convivencia amplia de niños, jóvenes y
adultos –por más que estas divisiones por edades
todavía no existieran– y el relajamiento de
costumbres, aunado a la multifacética crisis de entonces, ya
no se vería con naturalidad, sino como promiscuidad y
desorden; habría que idear espacios separados y bien
controlados.
En estos términos se da el primer gran paso en el
gobierno de los escolares y, potencialmente, de los maestros;
este nuevo sentido de orden, que de aquí en adelante
acompañará a los procesos de escolarización de la
modernidad, se gesta hacia el final del alto medioevo y las
universidades tienen mucho que ver en ello. Va recordado
–apunto aquí y amarro después– que los
universitarios son clérigos, no necesariamente monjes o
sacerdotes; las universidades pertenecen al ámbito de la
Iglesia, lo que hace que, se
trate de poblaciones laicas o no, de todos modos entran en el
terreno eclesiástico. Las funciones de estas corporaciones
–universidades– (11) se dan siempre dentro de estos
límites.
Por lo demás, las Universidades, (12) y la
gestación de la educación formal, son fenómenos
eminentemente urbanos que se definen en el lindero entre las
escuelas monacales, destinadas exclusivamente a los monjes, y
otras, abiertas a los laicos. Precisamente las ciudades son los
espacios plenos de movimiento, de concentración de riquezas
materiales y culturales,
lugares de encuentro y de intercambio:
"Las ciudades son las plataformas giratorias de la
circulación de los hombres, cargados de ideas así como
de mercaderías, son los lugares del intercambio, los
mercados y los puntos de
reunión del comercio intelectual. […]
del Oriente junto con las especias, la seda, llegan los
manuscritos que aportan al Occidente cristiano la cultura grecoárabe" (Le
Goff, 1985, p. 31).
El siglo XIII, representa para las Universidades un
importante florecimiento. (13) De esa época datan muchas de
las reformas que llevaría a cabo la Universidad de
París, una de las más influyentes en el tejido
universitario medieval.
Particularmente importante para los propósitos de
este texto, es la regulación del funcionamiento de los
Colegios (según Durkheim, especie de
secundarias de nuestros días, donde se enseñaba
latín a una población que oscilaba entre los 10 y los
20 años por lo menos) anexos a las Universidades.
(14)
Antes de esto, la población que los frecuentaba,
formada exclusivamente por aquellos que aspiraban a ser
clérigos, muchas veces carecía de recursos, procedía de aldeas
cercanas y buscaba lugares para pernoctar. Participaba a menudo
en todo tipo de desórdenes:
"Se asociaban con truhanes y malhechores, callejeaban
durante la noche, violaban, asesinaban y robaban con frecuencia.
Las fiestas celebradas por las Naciones en honor a su
patrón, en lugar de ser una ocasión edificante, no eran
más que una provocación a la embriaguez y a la
orgía. Los estudiantes recorrían las calles de
París armados, perturbaban con sus gritos el reposo del
burgués pacífico, maltrataban al viandante inofensivo.
En 1276, jugaron incluso a los dados en los altares de las
iglesias" (Durkheim, 1982, p. 158).
De ninguna manera se podría afirmar que todos los
estudiantes tuvieran las mismas condiciones; algunos vivían
con su familia o quedaban a cargo de un tutor, que por lo general
no era todo lo afable que podría esperarse. También se
regulaban a partir de las alianzas y normas que les imponían las
hermandades y corporaciones a las que pertenecían, pero no
sabían en que consistía una institución
estructurada jerárquicamente y normada por el principio de
autoridad, que será la
perspectiva de los Colegios a horcajadas de los siglos XV y XVI.
La sociedad ya estaba harta, según Ariès, del exceso de
libertades de los estudiantes: para imponer a sus maestros, para
hacer valer sus prerrogativas; para que los maestros
enseñaran lo que quisieran, de cualquier modo, en cualquier
lugar. (15)
Esta situación llegó a ser aberrante y se le
puso un remedio: hospedar en los Colegios, primero a los
estudiantes becarios y después a los que tenían
recursos, pues la normatividad del estudiante antes y
después de las horas destinadas a las lecciones dio
óptimos resultados para lo que se pretendía. Para su
organización interna, los
Colegios los concentraron en grupos de edades que oscilaban entre
10 y 15 años. Ariés pone de relieve, al respecto, la
emergencia de una nueva sensibilidad en relación con las
edades de la vida que se perfeccionará con el tiempo,
fenómeno que hoy nos parece tan obvio y de sentido
común.
El generalizar el régimen de internado para todos
los escolares trajo otras complicaciones y exigencias para los
Colegios, el modelo cerrado, única
posibilidad de control del estudiante, de estrecha vigilancia de
su comportamiento y de
preservación de los desórdenes sociales, implicó
prever actividades fuera del tiempo de las lecciones, ya fueran
prácticas religiosas, de entretenimiento o complementarias
al estudio, así como favorecer una estrecha convivencia con
los compañeros inmediatos, siempre con la mira puesta en la
moralización de los internos, leída desde el cristianismo.
No obstante, este nuevo sistema no pudo evitar del todo
los abusos y excesos de algunos de los escolares, lo cual
motivó la exacerbación de la vigilancia y el control
sobre la totalidad de la vida del estudiante, dentro y fuera de
las instalaciones, tratando de incidir hasta en su vida
cotidiana. El maestro, poco a poco investido de autoridad, en una
relación jerárquica con los escolares, será quien
detente el poder en una relación de subordinación del
otro, pero también será en quien se delegue la
conducción moral de la vida del
estudiante; a fin de cuentas, ‘la salvación
de su alma’.
Interesa dejar claro que esta nueva forma de
organización sería una enseñanza completa que
daría cabida no sólo a los jovencitos que se
formarían ahí, sino que también incluiría,
bajo el mismo régimen, a los maestros en estrecha
convivencia con los discípulos. Se trataba, en todo caso, de
conservar a la población que los frecuentaba en un mundo
aparte, construido artificialmente ex profeso para la
enseñanza, preservándolos del bullicio y
desórdenes del mundo exterior. A su vez, estos centros se
someterían a una estricta normatividad y supervisión de
sus funciones, vigilando a todos los involucrados para lograr su
cabal cumplimiento. Las conocidas Regulae de los monasterios,
emigrarían a esta organización que se ensayaba entre
los siglos XIII y XV.
Con el tiempo, los Colegios experimentaron sucesivas
transformaciones que los alejaron del perfil que tenían
cuando fueron creados. Al acoger a escolares laicos se
aproximarían a los establecimientos de enseñanza de la
modernidad, organizados en la novedosa noción de clases
secuenciadas en cuanto a su dificultad y la edad de la
población, núcleo de donde surge la concepción de
organización de la actual educación formal.
Y si en torno a 1509, explícitamente se propone que
los Colegios de la Universidad de París se organicen en "al
menos doce clases o pequeñas escuelas, según la
exigencia de lugar y auditores" (Hamilton, 1989, p. 189), en los
Estatutos del Colegio de Montaigu, por ejemplo, clase se maneja como
"divisiones graduadas por estadios o niveles de creciente
complejidad según la edad y los conocimientos adquiridos por
el estudiante" (Idem). La escuela de los Hermanos de la
Vida Común, también a principios del siglo XV, donde se
formaron importantes pensadores de esos años –Erasmo,
Loyola, Calvino y muchos otros–, era famosa por atender
hasta 1200 escolares –número insólito para la
época– que organizaba en 9 ó 10 Clases o Cursos,
(16) de acuerdo con las edades y con el aprendizaje logrado durante un
período lectivo. Esto confirma que la práctica fue
bastante generalizada.
Por otra parte, la clase escolar fue incidiendo en otros
refinamientos: el de un profesor para cada curso;
después, el de un espacio para cada conjunto de escolares y
maestro, pero esto sería a horcajadas de los siglos XVI y
XVII. Tan es así que en pleno siglo XVII se volvió
común la expresión "dar clases" para referirse a la
tarea docente propiamente dicha.
El pensador moravo, Juan Amós Comenio –en el
mismo siglo XVII–, a la vez que precisa la noción de
clase sugiere otras distinciones en su interior: "Una clase
escolar es un conjunto de alumnos que, en los mismos estudios,
alcanzan los mismos resultados, a fin de que, imbuidos al mismo
tiempo por las mismas enseñanzas y activados por los mismos
ejercicios, puedan con mutua emulación progresar más
fácilmente. Pero en una misma clase, las necesidades de los
estudios exigen también que se constituyan varios grados, de
los cuales son importantísimos tres:
I. De los principiantes,
II. De los adelantados,
III. De los que van llegando a la perfección"
(Comenio, 1992, p. 121).
Finalmente, la clase, organizada conforme a ciertos
principios lógicos, devino curso. No obstante la
invención de otros criterios para disponer a escolares y
maestros, el modelo monacal que conformó la
intervención sobre los turbulentos escolares medievales
seguirá sedimentado de diversas maneras en las soluciones de
la educación formal de nuestro tiempo.
Ciertamente la Iglesia cristiana es una de las
instituciones más consolidadas que pesa sobre las diversas
esferas de la vida y de la cultura en Occidente y en nuestro
propio ámbito. Puso a disposición de los modos y formas
de la educación, la experiencia acumulada durante siglos en
la conducción de las sociedades. Pero, por lo regular,
desconocemos a ciencia cierta en que forma
gravita sobre nuestras tradiciones educativas. En el caso de la
escuela es importante ‘hilar fino’ y hurgar en sus
improntas, aparentemente invisibles, pero, que a través de
las sucesivas reapropiaciones de las sociedades secularizadas,
siguen haciéndose presentes.
De hecho los universitarios medievales, clérigos y
laicos, pero al fin y al cabo clérigos por los motivos
apuntados, son la intelligentsia de la época, los artesanos
de la palabra, que con sus ideas y audacias, con sus debates y
libertades, marcan el rumbo de las instituciones, inciden en la
condición de lo societal, trazan la conducción de
pueblos y personas, perciben las posibilidades del cambio social. Ellos son los
hombres letrados de la época, y la Iglesia la gran
depositaria de la cultura escrita; como intelectuales, asumieron como
oficio la transmisión de ese patrimonio por medio de la
enseñanza, pues son, ante todo, maestros.
Las sociedades, y sus diversas instituciones, se abren a
la modernidad con la consigna de moralizar a las poblaciones, de
ordenar su forma de vida, de conducirlas hacia otros designios.
Por ello ensayan otras formas de gobierno de los escolares,
también de sus maestros, empeñados en el oficio de
transmitir conocimientos y comportamientos.
El pensador francés, Michel Foucault, entre sus aportaciones
plantea un neologismo que resulta oportuno en el desarrollo de
este texto; es el de gobernamentalidad, que une la acción de
gobernar con la mentalidad que se involucra en ello. Es decir,
remite tanto a la acción de gobernar como a la mentalidad
puesta en juego; en el caso que nos ocupa implica que aquello que
se gobierna ha de conocerse para desarrollar comportamientos
acordes a los propósitos que median en ello. La
intervención sobre los escolares oscila entre la
comprensión de lo que son y de lo que han de llegar a ser.
"La escuela, la educación, la formación y otras
actividades sociales similares –señala
Hultqvist–, no sólo se preocupan por la realidad, sino
que, en sus capacidades como depositarias de racionalidades
políticas, también contribuyen a producir niños y
jóvenes como sujetos de estilos concretos de vida".
(17)
Es así como los siglos del umbral de la modernidad
en adelante, imaginarían los medios para formar estudiantes
y maestros que se asumieran como tales, cuyos atributos, papeles
y condiciones correspondieran, en buena medida, a lo que se
esperaba de ellos. Todo esto implicó un gran esfuerzo para
llevar a cabo el ordenamiento de la vida de dos de los
principales protagonistas de la escuela.
EL CAMPO DE LA CONTIENDA: LAS
REFORMAS RELIGIOSAS.
Si, a horcajadas de los siglos XV y XVI, los primeros
pasos en relación con el gobierno de los escolares –
implícitamente de los maestros y de aquellos que los
supervisan–, que conducen a la invención de la clase y
del curso, se dan en el territorio de la fe cristiana en general;
la consolidación de una de las formas más novedosas y
eficaces en este gobierno, que es el curriculum, se dará en
medio de la contienda por las confesiones; es decir, en el campo
de los reformadores religiosos.
Las críticas atmósferas europeas de los siglos XVI y
XVII, (18) tienen como la expresión de sus conflictos las
guerras de religión, las disputas entre los
llamados reformadores –disidentes del catolicismo, que
desconocen la autoridad del Papa– y contrarreformadores
–católicos, seguidores del Papa– ; de hecho,
ambos se inscriben en el movimiento genérico de reforma.
Ambos, desde diferentes perspectivas y con diferentes medios,
orientaron su acción hacia la regeneración de los
hombres y de las mujeres, de los gobernantes, de la Iglesia yatan
lejana de los primeros tiempos de la cristiandad, de los saberes,
de la forma de distribuirlos socialmente. El clima de intolerancia y de
guerra acompañó la
expresión de estas pugnas y de estas tomas de posición
a lo largo del inicio de la modernidad. Lutero (1483–1546),
como sabemos, no fue el primer reformador; las críticas a la
Iglesia Católica, por los vicios y distorsiones en que
había caído, venían ya de algunos siglos
atrás en las voces de otros reformadores: Francisco de
Asís, Wiclef, Jan Huss, Chelcicky, Münzer. Unos
lograron replantear algunas prácticas de la Iglesia desde
dentro, sin dejar de asumir al Papa como la máxima
autoridad; otros, quedaron en la disidencia y fundaron las
Iglesias reformadas, que genéricamente se conocerían
como Iglesia Evangélica.
Grosso modo, los Reformadores, movidos por el desorden y
el deterioro evidente en todas las expresiones y esferas de la
vida social, darían curso a un gran programa restaurador, de
enmienda, con tintes moralizadores, de franco rescate y
salvación de las poblaciones bajo el signo de la fe
cristiana. El medio para lograrlo era precisamente la
educación, y esto se relaciona directamente con los
propósitos de este artículo.
Defensores de la lectura directa de la
Biblia –libre examen–, en contraposición con la
mediación que hacía de su lectura el sacerdote
católico, los Reformadores requieren establecer redes escolares a lo largo y a lo ancho de
los territorios de incidencia, para que amplios sectores aprendan
a leer y, en contacto directo con el mensaje bíblico, logren
la salvación. El comportamiento deseable de estos cristianos
disidentes, dependería de su propia relación con Dios,
de una moral interna, sin intervención de terceros; a
diferencia de los cristianos católicos, cuya moral
sería controlada por normas externas a su propia conciencia.
La tarea que se echaron a cuestas los reformadores que
coinciden en esos siglos tratando de congregar a las Iglesias
Evangélicas dispersas por el continente europeo, (19) fue
enorme, pues, además de establecer escuelas en todos los
rincones donde pudieran, había que traducir la Biblia a las
lenguas vernáculas, había que agenciarse predicadores
que compartieran las mismas creencias y había que formarlos
de otra manera. En esta empresa, es en la que el gobierno
de los estudiantes se perfecciona a través del curriculum;
la invención procede de los calvinistas – hugonotes en
Francia, puritanos y
presbiterianos en Inglaterra, y otros
más.
En los Colegios anexos a las Universidades, en cuyos
orígenes atendían a una población de
clérigos, se impusieron los Reglamentos de disciplina de las órdenes
religiosas –como antes lo señalé–, atentos
a cada uno de los movimientos de los discípulos, recurriendo
a los castigos físicos cuando era necesario; también se
adoptaron los Reglamentos de estudio, orientados a la totalidad
de las actividades de enseñanza. De estas prácticas se
desprendería poco a poco un amplia gama de normas y
estatutos referidos a la vida de los escolares.
Calvino fue particularmente aficionado a estas
reglamentaciones, lo cual se puede entender por su trayectoria:
formado como teólogo, jurista y militar, creía
firmemente en el orden, en la disciplina, en las normas para
regular puntualmente la vida de cada individuo, de cada
institución, de la sociedad en su conjunto; en una minuciosa
jerarquización de la autoridad. Según él, en estos
términos se lograría desarrollar el sentido del deber,
del trabajo, de la responsabilidad de manera
individual y autónoma; las instituciones se
restaurarían por dentro y se produciría un nuevo modelo
de sociedad. Sólo así se podría impulsar, desde
dentro de la persona, la moral y el principio de
autoridad. Un enclave importante de su proyectoera, como
decíamos, la formación de predicadores convertidos a
esta fe. (20) Y así lo hizo.
Por otro lado, algunos de los conceptos filosóficos
favoritos de Calvino para referirse al devenir de la vida, de
marcado sabor latino, eran vitae cursu, vitae stadium y vitae
curriculum, (21) que después emigrarían al territorio
escolar. Se atribuye a Andrew Melville, de origen escocés,
quien colaboró con Calvino en la Academia de Ginebra, la
introducción del
término curriculum de estudios al impulsar, desde la
perspectiva del calvinismo, la reforma de la Universidad de
Glasgow (1574–1580). El sentido de esta nueva noción
era abarcar el gobierno de la totalidad de la vida del estudiante
y orientarla al cumplimiento de los eventos que establecía un
plan de contenidos y actividades, minuciosamente supervisado por
el profesor.
La Universidad escocesa de Leiden (1582) es la primera,
según documentos recabados por
Hamilton, que explícitamente incluyó en sus
certificados de estudio el siguiente texto: "En habiendo
completado el curriculum de estudios" (Rfr. Hamilton, 1991, p.
199). Para el caso, también resulta ilustrador como dato
que, para esos años, existan referencias de que en Glasgow
se usa indistintamente vitae curriculum y vitae disciplina,
haciendo referencia al mismo proceso.
Con todos estos elementos referidos a la formación,
los Reformadores fueron ganando terreno en Francia, Países
Bajos, Suiza, Alemania, Moravia, Inglaterra,
Suecia; la Iglesia Católica veía como una verdadera
amenaza el incremento de Iglesias reformadas; por lo demás,
se daba cuenta de que las prácticas habituales de la
prédica, la confesión y otras más ya no eran
suficientes –el reciente Concilio de Trento
(1545–1563) había señalado la necesidad de
recuperar el magisterio de los primeros siglos de la
cristiandad–. Había que idear nuevos mecanismos para
ganar las ‘almas’ de los jóvenes para su causa,
y eso lo haría, como parte del movimiento de la
Contrarreforma, con la Compañía de Jesús a la
cabeza. Ignacio de Loyola (1491–1556), su fundador, la
organizaría conforme al modelo de la milicia que, por
experiencia propia, conocía bien.
Persuadido de los principios de orden y disciplina con
que se había formado, y cercano a las transformaciones de
los Colegios, por donde también había pasado, Ignacio
perfecciona los criterios referidos al gobierno de la vida
escolar. Desde un principio, en una parte de las Constituciones
de la Compañía precisa el plan de los estudios que
habrán de conducir los jesuitas, (22) y esto se
llevó a la práctica en las diferentes sedes y misiones
de los jesuitas; después de tres décadas de
aplicaciones constantes por todos lados, se inicia una amplia
consulta, análisis y valoración de las experiencias que
se habían recabado en los diversos países
–esfuerzo insólito para la época, aunque de
algún modo facilitado por la centralización del
imperio católico–, (23) para decantarlas en la Ratio
atque institutio studiorum Societas Iesus (1599), (24) nombre que
acompañó a los jesuitas durante más de doscientos
años.
El Ratio proveía de acuciosas disposiciones en
relación con lo que debían aprender los escolares y
cómo lo debían aprender, señalando puntualmente
prescripciones para cada clase o curso. Después del amplio
proceso de evaluación que se había
efectuado, se llenó el vacío tocante a lo que
competía a los maestros y a su organización
jerárquica con fines de control. En él se trataba todo:
las materias de estudio, su disposición, su graduación,
sus orientaciones, los ejercicios que deberían emplearse, la
constante competencia con los
compañeros de clase para superarse, los textos de los
clásicos cuidadosamente graduados y reinterpretados desde la
fe cristiana, los ejercicios espirituales.
De particular importancia en esta disposición de
los estudios, era lo tocante a la disciplina. Se prescribía
una constante cercanía del maestro con el alumno para su
cuidadosa custodia: "Un vigilante lo sigue por todas partes, a la
iglesia, a la clase, al refectorio, al recreo; a la sala de
estudio y a sus habitaciones; siempre estaba ahí, lo
examinaba todo". (25)
Pero el propósito también era conocer a los
discípulos para estar al tanto de sus debilidades, de sus
móviles más íntimos y poder conducirlos, de modo
que los jovencitos vivieran en una atmósfera educativa
especialmente creada para ellos, protegida de los desórdenes
mundanos.
Desde una perspectiva más amplia, saltan a la vista
las coincidencias básicas entre el curriculum y el plan de
estudios. El primero, surgido de una moral calvinista, hace
hincapié en la estrecha vigilancia del escolar, en la
minuciosa prescripción de lo que ha de hacer, con miras a
regular un comportamiento autónomo, una moral impulsada
desde el interior de la persona. El segundo, surgido de la
contrarreforma católica, se centra en el papel de los
contenidos, en la regulación de las actividades, en diversas
prácticas que tienden a escudriñar el interior del
discípulo, a fortalecer su voluntad, condicionando, desde el
exterior, un comportamiento moral.
El siglo posterior no desconocería las
prácticas para el mejor gobierno de la vida escolar que se
venían perfilando desde el siglo XV; muestra de ello son algunos de
los planteamientos de Juan Amós Comenio, uno de los
principales protagonistas de la Iglesia Checa Reformada, cercana,
por lo demás, a los luteranos y a los calvinistas. Tal es el
caso de la noción de curriculum que menciona
explícitamente en alguna de sus obras; (26) asimismo,
integra en sus propuestas las prácticas referidas a la
clase, a la disciplina, al curso.
Su Didáctica magna, como
tratado del arte de enseñar que es,
ofrece una aproximación a lo que pudiera ser el curriculum
escolar, al proponer tipos de escuelas precisando las edades que
les corresponden y describiendo puntualmente los contenidos y
métodos que competen a cada
una de ellas: (27)
"Tenga por escuela:
- La infancia…El regazo
materno, Escuela maternal (Gremium maternum) - La puericia…La escuela de letras o Escuela
común pública - La adolescencia…La escuela
latina o Gimnasio - La Juventud…La Academia y
viajes o excursiones"
(Comenio, 1988, p. 159).
Comenio, en el siglo XVII, dispone una rigurosa y
jerarquizada supervisión y control, de las tareas que
competen a estudiantes y maestros, para la buena marcha de los
estudios:
"[…] para que todo esto se mantenga, es necesario que
cada escuela tenga al frente (además de los maestros y del
rector) un patronato con inspectores o visitadores que suelen
llamarse escolarcas, escogidos de entre los magistrados jefes de
la ciudad y ciudadanos selectos. Para que todo marche dentro del
orden debido, deben ser no solamente doctos sino además muy
piadosos y prudentes, que sepan y quieran castigar las
infracciones, siempre con severidad serenísima y adornados
de autoridad pública (Comenio, 1992, p. 118).
Las cosas no pararon aquí; en la medida en que fue
avanzando el proyecto de la modernidad, la escuela de masas
devino la panacea de las sociedades ilustradas y el Estado el gran gestor de la
escuela de masas, la escuela pública por
excelencia. Durante el siglo XIX, el paulatino desplazamiento de
las sociedades rurales y de las formas de producción a
pequeña escala, confirmó la
necesidad de estándares de mayor eficiencia en la
escolarización donde a los maestros se les asignaba un papel
muy importante en la construcción de estos nuevos
ciudadanos.
Todo esto incidió en el refinamiento del curriculum
escolar con el que se inauguró el siglo XX; en la
región americana, los teóricos estadounidenses del
curriculum tales como John Dewey, Franklin Bobbit, W.W. Charters,
Ralph Tyler y otros muchos que impulsaron la reforma de una
educación más práctica y útil, y desde
ahí influyeron en nuestro ámbito a través de los
pedagogos mexicanos.
Las sociedades de los años que se sucedieron desde
ese entonces hasta llegar a nuestros días, han continuado
recreando, a partir de sus propias urgencias, de sus creencias,
de sus crisis, de sus consignas, los sentidos de estas
prácticas y discursos que traman la vida de las
instituciones de educación formal.
Éste es el punto en el que estamos…
Queda claro que la noción plan de estudios,
desplazada y sancionada en nuestro país por la
modernización educativa de la década de los setenta,
surge, al igual que la de curriculum, en el siglo XVI de un mismo
movimiento paradigmático que ordena el fenómeno de la
escolarización a partir de las formas de gobierno que se
visualizan para el conjunto de la sociedad, dando, en el caso de
los escolares, lugar a la clase, al curso y al propio curriculum
escolar.
Ambas nociones, curriculum y plan de estudios, si bien
expresan tradiciones diferentes, convergen en la matriz
histórico–cultural que les es próxima. Han
tenido, asimismo, diferentes regiones de influencia que
corresponden al mapa de la contienda por la confesión
cristiana en Occidente. Desde el lejano siglo XVI, de alguna
manera curriculum y plan de estudios quedaron inevitablemente
ligados a los procesos de las reformas educativas, que se
insertan en el movimiento más amplio de reordenamiento de
una sociedad. De tal modo, los discursos sobre el curriculum y el
plan de estudios, no son inocentes ni en el pasado ni en la
actualidad; ponen al desnudo la complejidad de las
atmósferas políticas, sociales, económicas,
culturales en que éstos se fraguan; participan de la
ambigüedad que le es característica a la modernidad:
por un lado ofrecen espacios para la participación de grupos
académicos, por otro, ejercen formas más sutiles de
control del trabajo cotidiano.
Las sucesivas transformaciones que se han operado en los
modelos educativos desde el inicio de la modernidad, en el
ámbito de las sociedades secularizadas que han apostado a la
escolarización laica, conservan, no obstante la impronta de
origen: el legado de los modelos monacales y de los modelos de la
milicia, así como las confianzas salvacionistas de la fe
cristiana que emigraron al ámbito de la escuela en formas de
prácticas, de teorías y de consignas.
El curriculum y el plan de estudios, sin lugar a dudas,
constituyen una de las piedras angulares de la vida
académica, el nudo que amarra diversas realidades que tocan
a la escuela desde el interior de su propia dialéctica y
desde el exterior de las demandas que proceden de diversos
sectores de la vida social más amplia. Sus sucesivos
desplazamientos han abundado en diferentes explicaciones y
propuestas que, finalmente, lo abordan como un proceso en
permanente recreación, en constantes
idas y vueltas entre las teorías y la riqueza de las
prácticas cotidianas donde cada uno de los participantes
siempre tiene algo que decir. Actualmente, abordar el problema
del cambio curricular en toda institución educativa requiere
una amplia perspectiva de los niveles de intervención,
así como la dotación de un rico arsenal
metodológico que dé cuenta de la constante
dialéctica de los procesos y de la pluralidad de las
aportaciones de los diversos sectores que entran en juego.
Seguramente por ello, el ejercicio continuado de las revisiones
curriculares que se propone en nuestros días, nos está
haciendo transitar del curriculum como construcción
cultural, a una cultura del curriculum que nos plantea la
constante necesidad de responder a la complejidad de la vida
social que converge en las instituciones de educación
formal.
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M. Villanueva, Barcelona: Editorial Herder.
1. El uso próximo al latín señala
curriculum para el singular, curricula para el plural, en tanto
que el español recurre a currículo y a currículos
respectivamente.
2. Por modernidad me refiero al proyecto civilizador
occidental que, iniciándose en Europa en los siglos XVI y XVII,
emigra a otras regiones. Se trata de un largo proceso de
transformación en el que se bosquejan y definen las
prácticas y discursos de lo que serían las sociedades
modernas, irrumpiendo en la cosmovisión teocéntrica. El
amplio espectro de las transformaciones que se operan, hace que
la modernidad se defina por algunos de sus rasgos, según la
perspectiva que adopte el estudioso de estos procesos.
3. Lo que Popkewitz, Brennan y otros autores denominan
epistemología social,
orienta el desarrollo de este artículo. El calificativo
social remite a la trama en la que se construyen nuestros
conocimientos sobre la realidad de la escuela, por ejemplo, y
que, a la vez, influyen en las sucesivas percepciones y
valoraciones sobre lo que debería ser la vida
escolar.
4. Se puede consultar: Elvia Morales y otros (2000), La
conciencia histórica de la Universidad Autónoma de
Nayarit, Editorial Universitaria, Tepic, Nayarit.
5. En los países angloamericanos los años que
van de 1960 a 1975 aproximadamente son ricos en iniciativas de
revisiones que se concretan tanto en el plano de las reformas
educativas como de las elaboraciones teóricas. "Fue un
período de expansión económica y optimismo social,
de rápida organización de las escuelas integradas y de
creciente gasto público en la
enseñanza y en las universidades" (Goodson, 1995, p.
9).
6. Algunos indicios al respecto, son: la
introducción formal de seminarios de estudio al respecto, el
desarrollo de líneas institucionales de investigación y
de formación, la producción de una amplia literatura, la realización de diversos
eventos especializados.
7. Las nuevas lecturas que se plantean en el campo del
curriculum, participan de señalamientos que proceden de la
subjetividad como paradigma, del retorno del
Sujeto. Algunos conceptos al respecto, se pueden ver en:
María Esther Aguirre (2000), "El Sujeto y el Actor. Trazos
para la geografía de dos conceptos". .En: Ethos
educativo no. 22, revista del Instituto Michoacano de Ciencias de la Educación,
Morelia, Michoacán, abril, pp 26-47.
8. Estos elementos se pueden trabajar recuperando las
aportaciones de los principales exponentes del análisis
institucional, así como las investigaciones de Ivor F.
Goodson.
9. Me refiero a la Teoría de los campos, según
la cual, partiendo de la analogía con el campo de fuerzas en
la física, analiza el juego de
fuerzas que se expresan en todo campo cultural; esto es
tensiones, conflictos, luchas, pugnas entre grupos
10. Citado por Miguel A. Pereyra, editor del número
monográfico "Historia del curriculum (1)", de la Revista de
Educación, no. 295, Madrid: Ministerio de Educación y
Ciencia, mayo-agosto, 1991, p. 6.
11. Durkheim señala que el significado original de
universidad es la agrupación de las personas, más que
la diversidad de los campos del conocimiento.
12. Se trata de la reunión de maestros y alumnos,
bajo el régimen de corporaciones, en torno a un determinado
saber. Los estudiantes escogían a sus maestros y les pagaban
sus servicios; podían,
asimismo, despedirlos. Universidad, más que la totalidad de
conocimientos, hacia referencia a ese sentido corporativo y de
canonjías que tenían los escolares y los maestros. En
principio no tenían un lugar fijo para reunirse y, menos
aún, edificio propio. Deambulaban por las calles; a veces se
reunían en una iglesia u otro local eventualmente
disponible.
13. Ampliar en Le Goff, 1985, p. 71 y ss.
14. Si bien los colegios tienen su origen en los asilos
para estudiantes pobres adscritos a los hospitales, hacia el
siglo XIII, los asignan a la Facultad de Artes que se
integraría por Collegia, paedagogia, domus artistorum (Rfr.
Ariès, 1987 , p. 214).
15. Recordemos que los comportamientos generalizados en
la Edad Media, carecen de la moderación y el control que
serán de esperarse algunos siglos más adelante. "En la
vida medieval ya había una especie de desorden natural
[…]. El hombre […] estaba
aún demasiado próximo a la barbarie como para no
inclinarse a la violencia bajo todas sus
formas; sus pasiones fogosas, tumultuosas, no eran de las que se
pliegan fácilmente al yugo. Todo esto, todavía
acrecentado por la intemperancia de la edad, por la extrema
libertad de que gozaban los estudiantes, incluso los más
jóvenes, hacía que su vida transcurriera en excesos y
desenfrenos de todo tipo" (Durkheim, 1982, p. 157).
16. Con un significado parecido se había utilizado
la noción moderna de lectio, hacia finales del siglo xv, en
1477 para ser precisos (Rfr. Ariès,1987, p. 244 y ss.);
ésta es desplazada por la noción de curso o clase, que
el propio Ariès marca hacia 1519, basándose
en una carta en la que Erasmo le
describe a Justin Jonas, la escuela de San Pablo en Londres:
"Cada curso tiene dieciséis alumnos –quaeque classis-;
el primero de la clase ocupa un pequeño asiento que domina a
los demás –qui in sua classe-" (Idem Ariès,1987,
p. 244).
17. Kenneth Hultqvist, "Una historia del presente sobre
el bienestar de los niños en Suecia", Popkewitz y Brennan,
2000, p. 112.
18. Los siglos XVI y XVII fueron particularmente
conflictivos en Europa, que se abría a la modernidad a
través de una crisis multiforme atravesada por diversos
polos de tensión: entre el resquebrajamiento del orden
feudal y del orden eclesiástico, por un lado, y el
establecimiento de un nuevo orden social que se manifiesta en la
emergencia del Estado moderno, que regulará lo societal por
medio de otras instituciones, y en el despliegue de la economía capitalista. Entre una
cosmovisión profundamente teocéntrica, donde la
explicación primera y última de todo lo que existe, el
sentido de la vida de los hombres y su lugar en el cosmos, remite
a la voluntad divina, a las verdades reveladas, y una visión
del mundo que paulatinamente se seculariza, ensayando otras
formas de explicación y de argumentación sobre el universo y sobre la razón
de la existencia del hombre en la Tierra, entre las que se
disuelve su sentido de trascendencia. El poder de la razón
se abre paso en medio del dogma.
19. Zwinglio (1484-1531), Melanchton (1497-1560), Lutero
(1483-1546), Calvino (1509-1564) y otros más.
20. En lo que se refiere a las aportaciones de los
calvinistas a la configuración de la noción del
curriculum, principalmente sigo a Hamilton, 1989, p. 46 y ss., y
a Hamilton, 1991, pp. 187-205.
21. Curriculum, era empleado por los antiguos latinos
para referirse a carreras y competencias de diverso tipo,
significado inicial que rebasó Cicerón, quien hacia el
año 43 a. C. fija el término curriculum vitae para referirse
al transcurso de la vida, llenándolo de sentidos
poéticos que conciernen a la fragilidad de la vida humana,
al tiempo que escapa para no volver. De estas reflexiones
filosóficas sobre la condición de la vida que nos
heredaron los antiguos latinos hará eco, muchos siglos
después, uno de los momentos más esplendorosos de la
lírica española, del que aprendimos en la escuela
secundaria algunas de las Coplas de Jorge Manrique (1440-1479)
motivadas por el dolor frente a la muerte de su padre:
"[…] Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la
mar,/ qu’es el morir; / allí van los
señoríos / derechos a se acabar / e consumir; /
allí los ríos caudales, / allí los otros medianos
/ e más chicos, / allegados son iguales / los que viven por
sus manos / e los ricos".
22. De iis qui in Societate retinentur instruendis in
litteris, et aliis quae ad proximos juvandos conferunt (De la
forma en que hay que instruir en las bellas letras y demás
cosas útiles a aquellos que se acogen a la
Sociedad).
23. El Padre Acquaviva, General de la Orden hacia 1584,
tuvo esta iniciativa; desde Roma se integró un
comité representativo de cada una de las misiones. Frente a
la centralización política de las regiones de la
Contrarreforma, es interesante señalar que las regiones
donde prevaleció la Reforma de lo que serían las
Iglesias Evangélicas, se caracterizan, por el contrario, por
su dispersión.
24. Es decir, el "Plan fijado con anticipación y la
disposición de los estudios de la Compañía de
Jesús".
25. Citado por Durkheim, 1982, p. 325.
26. Incluida en su Lexicon Reale Pansophicum.
27. La minuciosa prescripción de lo que compete a
cada una de estas escuelas, como contenidos y como orientaciones
metodológicas, se encuentra en los capítulos XXVII a
XXXII de la Didáctica Magna (Comenio, 1988).
María Esther Aguirre Lora