Perón Vs Perón – La construcción simbólica del adversario político en el discurso peronista: elecciones presidenciales 2003
El objeto de estudio del presente trabajo ha
sido el discurso
político peronista, a través del cual hemos
intentado reconstruir al peronismo como
fenómeno político. En particular, se trata
aquí de las producciones discursivas de Carlos Saúl
Menem y
Néstor Kirchner, dos justicialistas cuyos antecedentes
políticos encuentran en sus experiencias como gobernadores
un pasado de prácticas políticas
no siempre disímiles.
Ambos fueron reelectos en sus respectivas provincias por
más de un período, lo que les permitió
instaurar una vasta estructura de
poder
político territorial que se extiende hasta el presente.
Los dos debieron entablar acuerdos con el peronismo de la
provincia de Buenos Aires para
alcanzar la Presidencia de la Nación.
A partir de la utilización que el peronismo ha
hecho del espacio público nacional en su historial
político para significar sus propuestas,
ideologías, doctrinas y líderes; el presente
estudio analizó la composición discursiva de estos
dos candidatos pertenecientes a la misma estructura partidaria y
que compitieron entre sí de cara a comicios para ocupar la
titularidad del Poder
Ejecutivo Nacional en abril de 2003.
Importantes estudios locales y extranjeros han abordado
con lucidez el análisis del fenómeno discursivo
peronista y su construcción del adversario político
de origen partidario diverso, en un mismo campo de interacción política y social. La
fundamental contribución de estos estudios (citados en el
desarrollo de
esta investigación) ha tenido por objeto la
comprensión del fenómeno político peronista,
sus conflictos
intestinos y su convivencia con el entorno institucional
argentino.
Si este estudio tuviera algún atisbo de
originalidad, tal atributo no sería inmanente al trabajo,
sino más bien consecuencia de una característica
inédita propia del período electoral de 2003, nunca
antes verificada en la Argentina.
La particular búsqueda que aquí proponemos
indagó en la construcción simbólica que un
candidato peronista confecciona a partir del contendiente
electoral de su mismo signo político. Cómo un
peronista se distingue de otro sin incurrir en la
destrucción de los fundamentos partidarios originarios del
justicialismo.
En la historia política del
peronismo, los años comprendidos entre 1973-1976 han
ofrecido un ejemplo en este sentido. En un contexto que tuvo por
hito la vuelta de Perón al
país luego de su exilio, las diversas tendencias del
movimiento
liderado por el General se esforzaron en delimitar
discursivamente la figura del traidor o el "enemigo interno"
dentro de las filas del partido intentando,
simultáneamente, no desautorizar la palabra del mismo
Perón que, a la luz de un estudio
temporal, se presentaba en apariencia contradictoria. Así,
por ejemplo, la Juventud
Peronista (JP) era acusada de responder a las directivas del
trotskismo y la sinarquía internacional, mientras que los
"infiltrados" de la derecha representaban para la izquierda la
estrategia de la
CIA dentro del movimiento peronista.
Desde el plano discursivo, la lucha se libraba por
obtener la necesaria legitimidad que como enunciador
político permite construir el efecto de verosimilitud a
partir de un criterio de verdad. Por entonces, el mayor
obstáculo (sobre todo para la Juventud Peronista) era la
supervivencia física de
Perón en el campo político como enunciador por
antonomasia del peronismo. Mientras éste viviera, la JP no
podría encarnar con facilidad el rol de interlocutor
válido del colectivo "pueblo", uno de sus objetivos.
En el caso que nos ocupa, el de los justicialistas Menem
y Kirchner (más las intervenciones de Eduardo Duhalde), se
procedió a detectar los puntos en común y los
motivos de divergencia conceptual entre ambos actores que han de
confrontar para diferenciarse en el espacio público, a
través de la composición de un Otro
antitético perteneciente a un mismo origen partidario. Con
este trabajo se intentó demostrar cómo, en el plano
discursivo de dos justicialistas, emergen las distintas
manifestaciones que el peronismo como movimiento y partido ha
registrado a lo largo de su existencia
política.
El propósito de esta publicación -que
tiene por origen nuestra tesis de
graduación de la licenciatura en Comunicación Social por la Universidad FASTA
de Mar del Plata- ha sido el de indagar acerca del desarrollo y
las características de la comunicación política electoral del
peronismo en el actual contexto institucional democrático.
En un marco electoral y proselitista, se observó el grado
de interdependencia de los actores políticos en la
construcción simbólica del poder y el escenario en
el espacio público.
La peculiaridad de las elecciones presidenciales de 2003
recayó en un desafío comunicacional. El
histórico bipartidismo de la política argentina en
las últimas dos décadas, que tuvo por protagonistas
a la Unión Cívica Radical y al Partido
Justicialista, presentó debilidades en su continuidad a
partir de la crisis
político-económica que afectó al país
desde diciembre de 2001.
El fracaso de la gestión
de Fernando de la Rúa y la desorganizada interna
presidencial entre Rodolfo Terragno y Leopoldo Moreau (2002)
colocaron al radicalismo en una posición desautorizada
ante la opinión
pública como garante de nuevos procesos de
gobernabilidad. Por su parte, el justicialismo se ubicó
una vez más como el único partido capaz de revertir
la ingobernabilidad y el desorden social. Así lo
declararon y demostraron ante los medios los
tres presidentes interinos de origen peronista anteriores a
Eduardo Duhalde: Ramón
Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo
Camaño.
Las elecciones de 2003 presentaron ante el electorado
siete candidatos provenientes de los dos partidos mayoritarios,
ahora fragmentados. Desde el radicalismo compitieron Leopoldo
Moreau (lista oficial de la UCR), Ricardo López Murphy,
Elisa Carrió y Melchor Posse (como candidato a
vicepresidente de Adolfo Rodríguez Saá). Desde el
justicialismo, a partir de una frustrada interna política
que permitió la competición directa por un pseudo
sistema de lemas,
se presentaron Adolfo Rodríguez Saá (Movimiento
Nacional y Popular), Carlos Saúl Menem (Frente por la
Lealtad) y Néstor Kirchner (Frente para la
Victoria).
Aquí estudiamos cómo los últimos
dos candidatos, Menem y Kirchner, más las intervenciones
del presidente Eduardo Duhalde, debieron dirimir
públicamente sus diferencias en el marco de elementos
políticos compartidos: un historial partidario con un
líder
en común, una mitología y recursos
simbólicos propios del partido y hasta prácticas
políticas similares (operadores políticos
territoriales, aparatos clientelares). El desafío
comunicacional que se presentó ante ambos políticos
fue el de construir el antagonismo (la diferencia) en el plano
discursivo a pesar de las similitudes arriba
expuestas.
Sobre la base de este desafío, nos propusimos una
serie de objetivos de investigación. En las
campañas de Néstor Kirchner y Carlos Menem,
intentamos determinar cuáles fueron las estrategias,
características y constantes de sus respectivos discursos
políticos (enunciación, acción
y composición de imagen) para la
representación simbólica de la figura del
adversario electoral. En este sentido, reparamos en el rol que la
representación del contendiente desempeñó en
la construcción y sostén de espacios
simbólicos de poder político. Asimismo, buscamos
establecer, en el período enunciado, quiénes fueron
los actores protagonistas y de qué modo condujeron el
proceso de
comunicación política en el contexto electoral que
culminó con la renuncia de uno de los candidatos a la
Presidencia (Carlos Menem). Entre los actores, prestamos
particular atención a las apariciones del presidente
Eduardo Duhalde por su importancia cualicuantitativa.
Para constatar la participación de los actores en
el escenario político hemos procedido, según la
perspectiva metodológica de Irene Vasilachis de Gialdino,
a realizar un monitoreo cualitativo de la publicación de
los diarios La Nación y Clarín,
más Radio Nacional
(el programa semanal
Conversando con el Presidente, de Duhalde) y señales
televisivas como TN (Todo Noticias) y
América. Este trabajo, que utilizó
un nuevo modelo de
ficha basado en el diseño
de Gustavo Orza (2002), incluyó 930 artículos
periodísticos más 5 horas con 26 minutos de
archivos de
audio en total. El monitoreo de medios abarcó el
período que se extiende desde el 25 de enero (día
posterior al desarrollo del Congreso Nacional Justicialista
realizado en la ciudad bonaerense de Lanús,
que proclamó las tres fórmulas peronistas) al 15 de
mayo de 2003, día posterior a la renuncia de Carlos Menem
a la segunda vuelta electoral.
Una vez identificados los actores políticos
relevantes del proceso monitoreado, procedimos a analizar los
roles simbólicos de dichos protagonistas en la
comunicación electoral y el guión o argumento
que sostuvo sus respectivas construcciones discursivas en el
espacio público mediático. A partir de ello,
observamos el tipo de relación simbólica con los
demás actores participantes.
Por último, aunque primero en el orden de la
intención, evaluamos la utilización
simbólica de la identidad
peronista y del Partido Justicialista como actor institucional en
el marco de la búsqueda de legitimidad para la
construcción de los discursos particulares de los
candidatos.
Matías Marini
José Ignacio Otegui
Buenos Aires, diciembre de
2004
1.
Lineamientos para una investigación
1.1. Marco conceptual
Tal como se indicó, nuestro objeto de estudio ha
sido el discurso político del peronismo y la
utilización de los medios de comunicación como
parte de la estrategia comunicativa de dos candidatos en un
contexto histórico determinado. Para dicho estudio, hemos
utilizado un instrumental conceptual o sistema cognitivo de
referencia (Vasilachis, 1993: 21) que nos permitió
interpretar el fenómeno estudiado. Por lo general, los
conceptos abajo abordados pertenecen a teorías
ya consolidadas en el campo de estudios de la
comunicación.
Con el basamento teórico del presente trabajo se
propuso evaluar las relaciones de interdependencia entre la
comunicación y la política, con las
correspondientes consecuencias y efectos que de esta
interacción se derivan en un contexto institucional
democrático. El propósito es ubicar las coordenadas
teóricas e históricas del tema que serán de
utilidad para
comprender esta experiencia electoral argentina y discernir entre
ciertos aspectos socio-políticos desde categorías
teóricas que permiten subdividir en zonas de
análisis realidades que de por sí son complejas e
inescindibles en la práctica.
A continuación de las siguientes observaciones
conceptuales introduciremos algunos parámetros
históricos de la comunicación en el
peronismo.
1.1.1. Lenguaje y
política
Para explicar la interdependencia compleja entre las
instituciones,
los individuos y los grupos, es
menester determinar el ámbito de construcción
social en el cual tiene lugar la interacción
simbólica cuyos constantes intercambios imprimen
mutaciones cualitativas sobre la realidad en la que
actúan. Se trata de un espacio común en el cual las
relaciones adquieren un sentido y un significado que bien pueden
tener su origen en una convención simbólica, un
consenso político tácito o explícito. El
signo, el símbolo, el lenguaje
(como sistema de signos), las
instituciones políticas y sociales, las organizaciones
económicas, son construcciones comunes que surgen como
emergentes de un orden de interdependencia y mutuas necesidades
reguladas en un sistema de convivencia esencialmente
político.
Y si la convivencia en un espacio común es
política, es necesario comprender la unión entre
ser social y política, cohesión que podría
derivar en el significado del hombre como
ciudadano, como miembro de una comunidad
política que le provee de una identidad compartida con su
entorno. Una identidad que no surge de su propio ser, sino que
emerge en su calidad de
miembro de una comunión de identidades que lo supera y
que, incluso, le es preexistente. Es de esta manera que la
identidad individual es también una manifestación
de una identidad social que al mismo tiempo la
comprende y la modifica.
Ferdinand de Saussure define al lenguaje como un sistema
convencional de signos ordenados en una estructura que sirven a
la comunicación (Baylon y Mignot, 1996: 79). El lenguaje
se presenta entonces como la herramienta básica que
viabiliza la natural sociabilidad del individuo al
permitirle la construcción simbólica de realidades
que trascienden lo concreto y que
le posibilitan escapar al "aquí y ahora" para referirse a
tiempos pretéritos en que el sujeto hallará parte
constitutiva de su identidad. En su carácter de existencia objetiva, el
lenguaje se presenta como un sistema externo a su usuario (los
individuos) y como herramienta que es, a la vez, posibilidad y
límite a la expresión y a la
acción.
El lenguaje tiene sobre quien lo emplea un efecto
coercitivo que, al imitar o retratar la realidad, la simplifica y
parcializa por definición. El lenguaje es acervo de la
experiencia y conocimiento
del usuario. Bien sabido es esto por los políticos y
publicistas quienes se ocupan del dominio de la
retórica y las formas del lenguaje, lo que se traduce en
cierto poder sobre el pensamiento
del perceptor a partir de lo cual es posible deducir que el poder
de la comunicación puede ser causa de poder
político, como que el orden de los discursos devela la
voluntad de verdad de quien enuncia.
Como señala Aristóteles en La Política,
la razón de la sociabilidad del hombre encuentra sus
fundamentos en la palabra, en el logos. Así como el
resto de los animales dispone
de la voz (foné) para manifestar sensaciones de
dolor o de regocijo y placer; el ser humano excede esta facultad
y, al estar dotado de la palabra, puede incluso determinar el
sentido moral de sus
acciones
estableciendo los conceptos de bueno y malo, justo e injusto,
conveniente o incorrecto.
El ser social (la sociabilidad de la naturaleza
humana) se revela no sólo por la acción sino
también por la palabra. Por medio de las palabras y la
acción, el hombre se
inserta en el mundo para hacer de él un mundo humano
sustentado en la significatividad, la pluralidad; un meta-mundo,
discursivo, que se gesta a la par del tangible.
En la palabra, en la capacidad de hablar con sus pares
(con sus alter), el sujeto accede a la posibilidad de
comprender el mundo. Las múltiples perspectivas
discursivas que interaccionan en la pluralidad de personas
aparecen como necesarias para hacer posible la realidad
simbólica y garantizar su persistencia. Los hombres suelen
forjarse imágenes
distintas de la realidad. Para el mismo Aristóteles, "es
de la confrontación de las opiniones de donde surge la
verdad" (Moreau, 1993: 243). El contacto con sus iguales ayuda al
individuo a comprender su posición en el mundo y el hecho
de que éstos hablen entre sí sobre él
coopera con la comprensión de sí mismo, con el
reconocimiento de sus interlocutores. En la libertad de
conversar surge la aproximación más ajustada al
mundo del que se habla.
Desde su actividad locutiva, pero no sólo desde
ella, el ser humano construye su capacidad discursiva como
elaboración ulterior de la palabra y su relación
con el entorno, desde un punto de vista que incorpora la
pragmática del lenguaje (o pragmática lingüística). La aclaración
"pero no sólo desde ella" es válida a los
efectos de determinar un concepto amplio
de discurso que ubica incluso a la acción como uno de sus
elementos constitutivos esenciales. En este sentido, por discurso
no se entenderá sólo el lenguaje (escrito o
hablado) sino toda acción portadora de sentido. Este
enfoque incluye las palabras y su articulación con las
acciones (Laclau, en Olivera, 2002: 359).
Ya la literatura
griega de Homero (La
Ilíada) y Sófocles (Antígona)
parangonaba las grandes hazañas épicas con el poder
de la oratoria como
su complemento ideal; en una estructura narrativa que articulaba
relato y acción, los grandes hacedores eran a la vez
grandes oradores. En este contexto, el habla era también
un tipo de acción, lo que sirvió de sustento para
otorgar al logo, descubrimiento de la filosofía
griega, un poder en sí mismo (Arendt, 1997: 76). Incluso
más atrás en el tiempo, en su indagación
sobre las culturas orales primarias, Walter Ong subraya
que para los pueblos "primitivos" (orales) la lengua es un
modo de acción, de suceso, y no sólo una
contraseña del pensamiento (1997: 39).
La amplitud que aquí se adopta del concepto de
discurso coincide y se apoya en la visión de Leonor Arfuch
(1987) para quien el discurso es un fenómeno
multifacético cuya actividad se trata de un proceso de
interacción (enunciativo/interpretativo) que remite a los
participantes del circuito comunicativo y a los múltiples
lazos que se establecen entre ellos. Es en la interacción
discursiva o contrato cognitivo (Fabbri, 1985: 22) donde
se construyen las posiciones respectivas del enunciador y del
destinatario, que adquieren el estatus de "entidades discursivas"
y no sólo de sujetos empíricos. Quien produce el
discurso elabora en su decir una imagen de sí mismo
determinando simultáneamente una imagen de su
interlocutor; "el enunciador no se define sólo por la
autorreferencia incluida en su discurso, sino sobre todo por ese
`otro´ que instaura ante sí" (Arfuch, op.
cit.: pp. 30-31). La perspectiva de Arfuch queda enmarcada en
la definición de Michel Foucault en
cuanto a que el lenguaje construye a las personas que lo usan,
observación que resulta complementaria del
supuesto según el cual la gente construye el lenguaje que
utiliza (Foucault, The Order of Things, en Edelman, 1991:
129). Sin embargo, cabe contemplar que en el caso de los
discursos de campaña política el lenguaje
proselitista empleado suele ser adaptable a contextos y
audiencias. Más que la construcción de una personalidad,
el lenguaje puede dar indicios de la construcción de la
imagen del enunciador.
Cuando Aristóteles se refiere a la poesía
como una forma de la actividad de producción, aclara que las obras que ella
produce no son objetos reales, como las obras de la naturaleza,
sino más bien análogas a las del pintor o del
escultor, es decir, imitaciones (para este trabajo
académico, representaciones) de la realidad
(Aristóteles, Poética, en Moreau, op.
cit.: 245). Como expresión estilizada de la realidad,
el lenguaje no es una copia de ella. En su estudio sobre los
juegos del
lenguaje, Javier del Rey Morató va más allá
y arriesga que "lo que llamamos realidad es el resultado
de la comunicación" (1997: 36). La comunicación,
basada en la abstracción de los símbolos y los significados de las
acciones, también modifica la realidad.
Al decir de Berger y Luckmann, aquí queda
planteada una relación de tipo dialéctica en la
cual el hombre (como ser inevitablemente social) es a la vez
productor y producto de la
realidad en la que se halla inserto. En un primer nivel de la
interacción dialéctica, el hombre subjetiva el
mundo externo que lo rodea, es decir que interioriza elementos de
su entorno y toma como propias reglas, condiciones y signos
culturales producidos precedentemente por otros seres
sociales.
En una segunda instancia, el mismo hombre posee la
facultad de objetivar su pensamiento o acción
insertándose en el mundo y modificándolo. La
producción humana de signos o proceso de
significación es uno de los más importantes
procesos de objetivación (Berger y Luckmann, 1984: 54).
Esta dialéctica social coloca al lenguaje como el elemento
que marca las
coordenadas de la vida en sociedad
cubriéndola de objetos significativos. Es el lenguaje,
como sistema de signos, el que permite al hombre abstraerse de lo
concreto y empírico para construir una red de relaciones
sociales que no sólo es dadora de significados fruto de la
convención sino, además, creadora de
identidades.
Si la definición social del individuo no puede
sustraerse de la realidad común compartida con sus pares y
si una considerable parte de su identidad es un fenómeno
de construcción colectiva que no se aísla de la
interacción simbólica en la que se encuentra, es
posible resaltar el rasgo eminentemente dialógico de la
vida humana. La construcción del yo y la concepción
de la alteridad se gestan en un marco de referencia que tiene por
seno las relaciones
interpersonales que el individuo establece al vincularse
dialógicamente con sus interlocutores.
De acuerdo con Charles Taylor en sus
estudios sobre el origen conceptual del yo, "Éste es el
sentido en el que no es posible ser un yo solitario. Soy un yo
sólo en relación con ciertos interlocutores: en
cierta manera, en relación a esos compañeros de
conversación que fueron esenciales para que lograra mi
propia autodefinición" (Taylor, Las fuentes del
yo, en Álvarez Teijeiro, 2000: 189).
Siguiendo la concepción de Taylor, en este
trabajo se considerará como basal la idea de la "urdimbre
de la interlocución" (ibídem) como fuente
interdependiente para la construcción social de
identidades personales, grupales e institucionales, siempre a
partir de la manifestación dialógica de la
naturaleza humana.
Este carácter relacional del hombre postula que
el individuo no adquiere directa conciencia de su
identidad por un proceso autónomo y aislado, sino en
concreta relación con los denominados "otros
significantes". La identidad personal y
colectiva siempre viene definida "en diálogo
con las cosas que nuestros otros significantes desean ver en
nosotros, y a veces en lucha con ellas" (el destacado
es de los autores de este trabajo y obedece a que más
abajo se abordará el concepto de la construcción de
la realidad simbólica y la creación de
legitimidades como una pugna entre subsistemas sociales),
(Taylor en Álvarez Teijeiro, op. cit.: 190). La
creación de identidades posee un eminente carácter
narrativo.
Pero el empleo del
lenguaje no puede darse sino en un contexto común que lo
ponga en práctica y oficie de soporte para la
construcción simbólica de realidades abstractas
entendidas como comunes y comprendidas a escala social.
Aquí se debe retomar la búsqueda de un fundamento
teórico para la existencia de ese lugar común en
donde la lengua sea una herramienta de cohesión social
para la producción de esquemas tipificados que posibilitan
aprehender la realidad.
En primera instancia, es precisamente la alteridad,
definida como la presencia del otro, del interlocutor necesario,
la que se presenta como el puntapié inicial para la
aparición y sostén del espacio público. Esta
esfera de existencia mutua, la pública, es el espacio que
"queda constituido por el hecho de que el sujeto humano necesita
aparecer ante la alteridad para saber de sí"
(Álvarez Teijeiro, op. cit.: 237). En este sentido,
la calidad de la vida pública queda sujeta al tipo de
interlocución que los individuos establezcan entre
sí.
Pero la emergencia social de este espacio público
surge no sólo de la naturaleza dialógica del
individuo sino además de la predisposición del
hombre a la gestación de relaciones políticas en la
esfera de acción común. Según la
visión de la alemana Hannah Arendt, la política
nace en el entre-los hombres, gracias a su
característica sociable (Arendt, op. cit.: 31). En
este sentido, la esencia del fenómeno de la
política es el espacio que surge en la relación con
los demás. La política se basa en el hecho de la
pluralidad de los hombres. Arendt estima que "la política
surge en el entre y se establece como relación" (Arendt,
op. cit.: 46). Sí la "relación" es el lugar
de emergencia de la política, ergo la
política es consecuencia del carácter
dialógico del hombre. La política es
dialógica por definición.
El concepto inmediatamente anterior constituye, al
parecer de David Mathews, el basamento de una auténtica
democracia ya
que "la forma más básica de la política es
el diálogo acerca de [las opciones] que redunda[n]
realmente en el interés
público. […] La calidad de la democracia depende de
la calidad de este tipo de diálogo público. Cambiar
la calidad del diálogo público empieza a cambiar la
política" (Mathews, Política para el pueblo,
en Álvarez Teijeiro, op. cit.: 225). Este
pensamiento guarda congruencia con lo expresado más arriba
acerca de la relación de causalidad entre la calidad del
diálogo público y su correspondencia con la
vigencia y fortaleza de las instituciones
políticas.
En este marco que entiende a la política como el
arte del
entendimiento y el disenso constructivo entre las partes,
será analizado el particular discurso peronista que en
parte de sus orígenes doctrinarios ha tipificado a la
guerra como la
continuación de la política por otros medios,
según la célebre definición del prusiano
Clausewitz (citada por Perón en Apuntes de Historia
Militar, publicado en 1932), y que incluye una
definición del adversario político como enemigo
susceptible de ser aniquilado. El traslado de conceptos militares
y de guerra a la acción política, incluso en el
marco de la democracia, ha sido transversal a las distintas
manifestaciones históricas del justicialismo, los llamados
"tres peronismos" (1946-1955, 1973-1976, 1989-1999).
También se ha podido verificar este fenómeno en
otras agrupaciones, como organizaciones gremiales, la Juventud
Peronista y el movimiento Montoneros.
Pero la apelación a la violencia
desde el discurso político no ha sido patrimonio
histórico del peronismo. El radicalismo, el llamado
"partido militar", el conservadurismo y organizaciones de
izquierda han compartido una visión del otro
político como un enemigo cuya presencia debía ser
suprimida. La democracia, "en tanto sistema de reconocimiento e
institucionalización de la legitimidad del conflicto, que
ha conseguido expulsar la violencia mortífera del campo
político" (Sigal y Verón, 2003: 14), presenta
entonces un desafío para el discurso belicoso.
1.1.2. El espacio público
La comprensión antigua del hombre como
consustanciado con la realidad política de la comunidad
guarda diferencias respecto del ideal moderno del ciudadano cuya
libertad e identidad pueden desarrollarse al margen de la vida
pública y política, es decir en el ámbito
privado, el foro
íntimo que el constitucionalismo liberal moderno se ha
preocupado por proteger de la injerencia del Estado.
En el marco de la democracia directa y asamblearia de
los antiguos (contexto diferente de la democracia liberal
moderna), la participación política era directa,
circunscrita a la ciudad y el individuo no ocupaba un rol central
(no era liberal); mientras que la democracia de los modernos es
representativa (detalle que los antiguos consideraban como la
negación misma de la democracia), posee dimensión
nacional y tiene en consideración al individuo (es
liberal) (Sartori, op. cit.: 206).
Estas diferencias conceptuales pueden compendiarse en
dos categorías para entender a las sociedades
humanas: la organicista, en donde el todo es superior y anterior
a las partes componentes (el individuo queda sumido al todo) y la
contractual, donde el todo es producto del acuerdo entre las
partes, visión según la cual el individuo es
anterior al Estado. Si el hombre es anterior al Estado, su
esencia es social antes que política; la constitución del espacio político
surge del acuerdo entre los hombres. La diferencia entre las
concepciones antigua y moderna sobre el ciudadano se encuentra en
que los modernos creen que el hombre es más que un
ciudadano del Estado. Según esta visión, el ser
humano y su libertad no pueden ser reducidos sólo a su
ciudadanía (Sartori, op. cit.:
356).
Como observó el italiano Norberto Bobbio,
"el Estado
liberal y después su ampliación, el Estado
democrático, han contribuido a emancipar la sociedad civil
del sistema
político" (Bobbio, 1984: 28). El individuo como
ciudadano ya no se define solamente por y desde la
política, sino que su entidad se extiende más
allá de ella, su ser no se agota en la política. Si
bien el ciudadano moderno no está preso de la
política, no es menos cierto que sólo por medio de
la política y no fuera de ella, el individuo puede
garantizar su libertad; no ya la libertad de los antiguos
concebida solamente como un conjunto de derechos políticos a
participar en foros, sino como ámbito para preservar sus
derechos personales y su esfera privada no alienada con el
espacio público.
Ni siquiera para el individualismo liberal el hombre es
autárquico sino más bien dependiente en su
existencia de otros (como se definió más arriba).
La construcción dialógica de la política es
una empresa
que concierne a todos los individuos en aras de garantizar la
convivencia organizada que de otro modo sería
caótica. Así, una de las misiones de la
política es asegurar la vida en su sentido más
amplio, proveer de orden a las relaciones
humanas (tal como sucede con la comunicación) al hacer
que los lazos sociales dependan fundamentalmente del tipo de
intercambio simbólico que protagonizan los actores
sociales. "[R]oles y mensajes suponen un marco de referencia que
da sentido y previsibilidad a los comportamientos [ya que] los
roles y las formas de comunicación preexisten a los
actores" (Del Rey Morató, op. cit.: pp. 66-67). La
política, con el auxilio de la comunicación,
organiza el caos en la pluralidad de los hombres.
Si no existe sociedad civil fuera de la relación
con el otro, lo cual constituye una relación de naturaleza
fundamentalmente semiótica (Lamizet, 2002: 98), es dable
afirmar que la comunicación es la raigambre de las
sociedades humanas y, sobre todo, de las sociedades
políticas.
La política es producto de esa capacidad
comunicativa del hombre; es en gran parte comunicación o,
desde una mirada estrictamente comunicacional, la política
es una guerra de percepciones. La mencionada "urdimbre de la
interlocución" de Taylor es el prerrequisito para el
surgimiento de la sociedad política.
Para el semiólogo Emilie Benveniste, "lo que
funda la ciudadanía es la existencia de una
relación especular. En efecto, el civis latino es a
la vez ciudadano y conciudadano: el significado de la
ciudadanía no puede separarse del reconocimiento, por
parte del otro, de un vínculo social basado en la
identificación simbólica" (Benveniste, Le
vocabulaire des institutions indo-européennes, en
Lamizet, op. cit.: 106). La comunicación como
vehículo del intercambio semiótico se presenta como
imprescindible para el estatus, en este caso, de la
institución del ciudadano. En un período electoral
(como el que aquí se estudia) la codificación del discurso político
de los candidatos tiene en el adversario un punto de referencia
ineludible desde el cual definir sus propios postulados. El lugar
que ocupe el contendiente político en la sociedad de que
se trate (su personalidad, ideología, pasado político,
conexiones con corporaciones), determinará a su vez el
posicionamiento que deba adoptar quien se presenta
como una alternativa.
Es imprescindible definir desde el campo teórico
en qué consta ese "espacio entre" (Zwisechen-Raum
de Arendt) que es posible gracias al intercambio simbólico
de los individuos y en donde surge la política. Desde una
concepción holística, es en este "espacio entre"
donde tienen lugar gran parte de los asuntos humanos.
Este espacio es necesariamente público en dos
sentidos: primero, porque esta esfera es asistida por una
pluralidad de hombres que se necesitan mutuamente para definir
identidades y coadyuvar en la constitución de la sociedad;
segundo, porque en este trabajo también se
entenderá por público lo que
etimológicamente designa el vocablo en su origen
latín, es decir, lo referido a los temas de la res
publica, las cuestiones que revisten interés
público y son atinentes a la gestión de gobierno (en
todos sus niveles; local, regional y nacional) con implicancias
sobre la calidad de
vida de los ciudadanos. Siguiendo el silogismo, entonces la
democracia sólo es posible en el marco de lo
público y de la publicidad de las
cuestiones de gobierno ante los ciudadanos. La vida
pública será el mecanismo que ponga en
práctica a la democracia.
La aparición o delimitación teórica
del público como actor social que modifica constantemente
las relaciones de intercambio entre los protagonistas de la
comunicación pública supone la publicidad. No es
posible la existencia del público sin publicidad (al menos
desde el pensamiento republicano), de modo que, todo cuanto
obstruya o inhiba el desarrollo de la publicidad disminuye el rol
de la opinión pública en su continua
búsqueda de injerencia en las cuestiones de interés
general. Y, si es dable acordar que tanto el sistema de medios
como el político pueden deliberadamente deformar o falsear
la realidad en sus lecturas cotidianas de los acontecimientos
(Marini y Zotta, 2003: 313-318), se produce aquí el
acoplamiento con lo arriba señalado acerca de la
correlación entre la calidad de la vida pública y
el tipo de interlocución predominante en la sociedad de
que se trate. No en vano Robert Dahl (1998) ubica a las "fuentes
alternativas de información" entre las instituciones de la
democracia que permiten el
conocimiento del ciudadano sobre su gobierno y
sociedad.
La tradición occidental ha consagrado varios
modelos de
espacio público dentro de los cuales se desarrolla la vida
política. Entre ellos los modelos griego, romano,
cristiano, socialista, burgués y posmoderno. En este
trabajo tomamos como referencia los modelos griego y
burgués. Estas dos concepciones, si bien no agotan
descriptivamente las características del actual espacio
público altamente mediatizado (que incluye las denominadas
"nuevas
tecnologías de la comunicación" que han
alterado el tradicional modelo lineal, difusionista y masivo de
la gran comunicación del siglo XX), ejercen una
considerable influencia teórica sobre la que abrevan las
concepciones contemporáneas que proponen nuevas
definiciones del espacio público.
A partir del contexto griego clásico, la idea de
espacio público hace referencia a la plaza pública,
ágora o asamblea en donde los ciudadanos, en su
condición de tales, se reunían para debatir sobre
los asuntos concernientes al gobierno de la comunidad. Para este
modelo lo público era sinónimo de lo
político y se distinguía de la esfera privada
resumida en el concepto de domesticidad, en donde este esquema
admitía incluso la dominación y la ausencia de
libertad individual (Ferry, 1998: 13). El acceso al mundo
público común a todos los miembros de la
polis se daba únicamente al alejarse de la
existencia privada y de la pertenencia al ámbito de
la
familia.
Sin embargo, lo público ya no es la plaza ni la
asamblea ni tampoco resulta topográficamente delimitable.
En gran medida, la delimitación del actual espacio
público se encuentra hoy determinada por los confines de
la cobertura que los medios realizan de la realidad social.
Además, el llamado "orden de la domesticidad" o de lo
privado no está hoy como otrora desterrado de los
tópicos de interés del espacio público sino,
por el contrario, características de la vida privada son
hoy presentadas (publicadas) para completar, mejorar o entorpecer
la comprensión de la
personalidad de sujetos públicos, tal el caso de
políticos y artistas.
En cuanto al modelo de espacio público
entronizado por la Modernidad con el
impulso de la
Ilustración del siglo XVIII, esta esfera era producto
y tenía por núcleo la autonomía privada de
la conciencia individual de los particulares que manifestaban sus
críticas sobre las cuestiones públicas. Instruida
por la creencia en una opinión pública con
autonomía moral como emancipada y la soberanía de la razón (conceptos
pilares de la Ilustración, con referencia incluso a las
doctrinas calvinistas y luteranas como inculcadoras del principio
según el cual los individuos son dueños de sus
propios destinos), este modelo de espacio público
tenía pretensiones de alzarse contra el poder que emanaba
desde "arriba", del Estado.
El esquema de la modernidad identificaba directamente el
concepto de espacio público con el de sociedad civil como
revelada y ascendida desde el estado de minoría al de
mayoría protagonista. Su principio fundador descansaba
sobre la facultad de la argumentación pública y "la
discusión racional dirigidas sobre la base de la libertad
formal y la igualdad de
derechos" (Ferry, op. cit.: pp. 15-16) (Price, 1992:
24).
Por su parte, el espacio público y
político contemporáneo incorpora un nuevo actor que
imprime una diferenciación cualitativa que lo distancia de
sus dos modelos precedentes: la aparición de los medios
como intermediarios y hasta hacedores de la nueva esfera
pública. Según sean sus intereses económicos
y políticos, los medios como empresas privadas
ingresan a los acontecimientos de la vida pública ya no
para relatarlos sino para "escribirlos". Esta concepción
postula a los medios como el dispositivo institucional del que se
vale la sociedad para presentarse a sí misma, en su
carácter de público, con los múltiples
aspectos de la vida social, incluidas las cuestiones de la vida
privada como protagonista de la nueva esfera de los medios
(Ferry, op. cit.: 19). La presencia de lo privado en el
terreno de la discusión pública no necesariamente
significa, tal cual postula Álvarez Teijeiro, la
"abolición de la esfera pública" (op. cit.:
31) sino, por el contrario, la atención a lo
doméstico bien puede servir de punto inicial para debates
de cuestiones que trascienden hacia el ámbito de lo
público como el caso de las conductas privadas de un juez
federal o del mismo Presidente de la Nación.
En este tercer modelo de espacio público, lo
"mediático" es entendido como lo que mediatiza la
comunicación de las sociedades consigo mismas y entre
sí, es decir que cuando se habla de los medios como
co-constructores de la esfera pública contemporánea
no se los señala como elementos autónomos respecto
de la sociedad -y por esto con facultades coercitivas o de
dominación sobre el conjunto social- sino más bien
cono una de las tantas manifestaciones de la sociedad, en este
caso, una de las más importantes tratándose de la
génesis y reproducción de la esfera
pública.
Una de las principales diferencias de este nuevo espacio
respecto de su antecesor modelo ilustrado e históricamente
burgués radica en que ahora la esfera pública
mediatizada ya no obedece a las fronteras nacionales de la
sociedad civil ni su impulso es el imperio de la razón.
Las reglas del espectáculo y la emoción, propias de
las características de algunos medios, predominan ahora
sobre la otrora reivindicada racionalidad y lógica
argumentativa.
En este nuevo espacio se dan cita una multiplicidad de
actores, entre ellos los ya mencionados medios de
comunicación, que conforman la dinámica que hace posible la constante
renovación de la esfera pública, la apertura y
cerrazón de procesos políticos y sociales de
discusión. En este marco, se entenderá aquí
por espacio público y político lo que Heriberto
Muraro (1997: 63) reconoce como "el `lugar´ de competencia entre
diferentes tipos de actores que toman la palabra para debatir
cómo debe organizarse la sociedad". Como se observa en la
cita precedente, Muraro acompaña el vocablo lugar
con un par de comillas para denotar el sentido figurado del
término ya que, según se expuso más arriba,
no es posible delimitar topográficamente la
localización del espacio público y político
aunque sí es dable hallar en los medios uno de sus
escenarios predilectos de desenvolvimiento. El designado
"espacio" responde más a una metáfora social que a
una realidad empíricamente verificable. Como sostiene el
mismo autor, "el resultado de estas interacciones a través
de los medios es que las páginas de los diarios, los
noticieros y los programas de
opinión de radio y TV dejan de ser los instrumentos de
difusión del contenido de debates ocurridos en otros
ámbitos, para pasar a ser el lugar mismo donde ocurren"
(op. cit.: 78).
La definición de Muraro abre la
consideración de varios ítems. El aludido concepto
de competencia no debe ser tomado en un sentido
estrictamente literal. Si bien entre los actores que conviven en
este espacio existe una clara confrontación por la
definición simbólica de la realidad social y por
atributos de legitimidad y estatus que permitan dichas
definiciones, también la competencia ha de ser considerada
como un tipo de cooperación, colusión y hasta
complicidad entre los actores. Los términos de la
relación no siempre se plantean como antagónicos
sino a veces como complementarios.
Los actores protagonistas del espacio público y
político son multi-sectoriales, es decir que surgen de
diversas parcelas de la sociedad. Entre ellos se localizan los
ciudadanos en su doble carácter de perceptores y a la vez
constructores del espacio en que cohabitan con el resto de los
actores. Aquí se disiente de manera parcial con Heriberto
Muraro acerca del rol de los ciudadanos en este contexto. Para el
autor, "cada uno de estos actores [los del espacio
público y político] se esfuerza por persuadir a
los demás protagonistas […] buscan volcar en su favor a
los ciudadanos que, a manera de espectadores, se asoman
periódicamente al espacio público" (op.
cit.: 63). Si los ciudadanos no son más que
espectadores, contempladores de un espacio público al que
se acercan con cierta periodicidad, pues entonces es dable
deducir que este espacio se ubica fuera de ellos y que no los
contiene completamente o, en el peor de los casos, que este
espacio es sólo una entelequia urdida por un selecto
grupo de
actores que pone a consideración del ciudadano-espectador
un producto ya manufacturado. Según consideramos
aquí, el ciudadano no se encuentra al final de la cadena
comunicativa y, en su rol de perceptor, es a la vez
co-constructor activo del mencionado espacio.
El espacio público es esencialmente un complejo
sistema de intercambio de reconocimientos entre actores de
diversas o iguales competencias. Un
proceso altamente dinámico de constante convergencia y
divergencia, consenso y disenso entre políticos,
periodistas y ciudadanos que se funden y separan entre sí
en torno a temas no
sólo de interés colectivo. Es a la vez aquel
espacio que hace posible la relación especular referida
más arriba por Benveniste, relación en la cual los
actores que se ven reflejados edifican sus identidades
individuales a partir del intercambio simbólico
colectivo.
Pero no sólo la palabra o la capacidad discursiva
de los actores permiten la creación de identidades en este
contexto compartido.
Una de las funciones del
ámbito público, a partir de la competencia de
actores, es la de destacar los sucesos humanos al proporcionar un
espacio de visibilidad en el cual los actores pueden ser vistos y
oídos y revelar mediante la palabra y la acción
quiénes son. De modo que el espacio público y
político se presenta como el "lugar" de reconocimiento,
incluso, de identidades comunes que abarcan y trascienden las
individuales. En 1953, con su estudio de los vínculos
entre comunicación y nacionalismo,
Karl Deutsch
sostuvo que "la estructura relativamente coherente y estable de
recuerdos, hábitos y valores" que
definen identidades locales, regionales o nacionales, "depende de
las facilidades existentes para la comunicación
social, tanto del pasado como entre contemporáneos"
(Deutsch, Nationalism and Social Communication, en
Schlesinger, 2002: 35).
Este concepto une la estructura de comunicación
social que regula el intercambio simbólico con la identidad
nacional de las sociedades. Aquí se retoma
directamente la idea antes expresada sobre la relación de
causalidad entre el tipo de interlocución o diálogo
público y la calidad de las instituciones que median la
convivencia ciudadana, entre ellas las instituciones de la
democracia. "Las naciones y los estados-naciones están
fuertemente unidos por sus estructuras
sociales de interacción comunicativas. Las sociedades se
mantienen unidas desde adentro por la eficacia
comunicativa, la complementariedad de las facilidades
comunicativas adquiridas por sus miembros. Incluso la idea de
nacionalidad
es vista como resultado de la cohesión estructural que se
obtiene a través de la comunicación social
(Schlesinger, op. cit.: 36), aquélla que tiene
lugar en el espacio público, y varias veces instrumentada
por el poder político para la constitución de los
Estados nacionales y construcciones de identidades ciudadanas,
como el caso de la Argentina del siglo XIX según los
estudios de Oscar Oszlak y Tulio Halperín Donghi. El
discurso y las relaciones interpersonales por él
establecidas han de ser el terreno mismo de constitución
de lo social.
La ya referida naturaleza relacional del hombre deriva
en una instancia de encuentros y reconocimientos donde los
actores desempeñan actividades de operación
semántica a partir de relaciones de
competencia, sea por legitimidad, estatus, poder o facultades
para obtener el monopolio de
credibilidad en la definición pública de la
realidad social. No en vano anteriormente se subrayó el
carácter de lucha que comporta el diálogo en
aras de la definición de la identidad de los
interlocutores. En este mismo sentido, el espacio público
y político es entonces a la vez dialógico y
agonístico. Como se verá en el apartado
1.1.3, en la comunicación política se
produce la lucha por el poder entre los distintos grupos
sociales.
La naturaleza del espacio público como red de intercambios
simbólicos será estudiada sobre la base del planteo
formulado por Mijaíl Bajtin, quien define el dialogismo
desde considerar que
"La expresividad de un enunciado nunca puede ser
comprendida y explicada hasta el fin si se toma en cuenta nada
más que su objeto y su sentido. La expresividad de un
enunciado siempre, en mayor o menor medida contesta, es decir,
expresa la actitud del
hablante hacia los enunciados ajenos, y no únicamente su
actitud hacia el objeto de su propio enunciado […] Un
enunciado está lleno de matices dialógicos"
(Bajtin, Estética de la creación verbal,
en Landi, 1987: 185).
Aquí no se hace referencia al dialogismo
sólo como un modelo de doble sentido de intercambio de
palabras y de racionalidades tal como se lo presentaba durante el
Siglo de las Luces, que entronizaba el carácter divino de
la Razón como guía rectora de un espacio
público responsable y maduro. Incluso más
allá de su origen etimológico, no tiene solamente
un doble sentido de intercambio, sino múltiples; la
comunicación en esta arena se presenta como
multidireccional y lo intercambiable no son ya sólo
"palabras y racionalidades", sino también emociones,
imágenes, figuras, acciones. Ya no es la razón la
condición sine qua non para concebir el
diálogo pretendido por entonces. Para la tradición
racionalista, como observa Gilles Achache (1998: 116), una imagen
no es dialógica, por lo que siempre resulta sospechosa al
tener menos sentido que vigor y requerir más ser sentida
antes que comprendida; por dirigirse a nuestra sensibilidad, es
decir, a esa dimensión psicológica que,
según el racionalismo,
no depende precisamente del espacio público.
La progresiva desintegración del paradigma
racional como ideal del optimismo liberal moderno acelera la
lógica del conflicto, el enfrentamiento y la
polémica como combustible que mantiene en permanente
mutación al espacio público. Jürgen Habermas,
uno de los filósofos alemanes para quien el proyecto de la
Modernidad tiene futuro aún, ha escrito que "las leyes,
promulgadas bajo la `presión de
la calle´, difícilmente puedan ahora entenderse como
normas
emanadas del razonable consenso entre personas privadas que
polemizan en público" (Habermas, 1971: pp. 136-137). El
espacio público es un terreno de disputas; no se trata ya
sólo del ámbito de hegemonía de la
razón sino más bien del conflicto entre grupos y
subsistemas sociales, entre ellos el político,
mediático, judicial, ONG, partidos, etc.
En cuanto a la variable agonística del espacio
público, ésta comprende la arriba enunciada
competencia entre actores por lugares de poder y legitimidad
dentro del espacio en el que interactúan. En el plano de
la teoría,
tres son los modelos posibles de espacio público que
grosso modo se pueden delinear, a saber: el
legalista, que tiene por centro el sistema legislativo
como coordinador y regulador de la cohabitación ciudadana;
el discursivo de Habermas, que eleva a la razón
como árbitro del intercambio de sentido en la
discusión pública; y el modelo
agonístico de Arendt que define el espacio
público como "competitivo en el cual el sujeto disputa en
busca de reconocimiento, de precedencia y de aclamación"
(Teijeiro, op. cit.: 29). De ellos, el agonístico
es el modelo que más se aproxima al propósito de
este estudio.
De aquí en adelante, la concepción
teórica del espacio público como agonístico
permitirá delimitarlo como un genuino lugar de
encuentro que, como consecuencia de la competencia entre los
actores que intervienen, se sucede la existencia de una zona
entre la comunicación orientada al dominio y la conquista
de espacio reales y simbólicos (en donde se
incluirán los posicionamientos de imagen en la mente de
los perceptores a partir de técnicas
de marketing
político), y la tendencia hacia la publicidad (el develar,
manifestar o revelar) como impulso que se desplaza en sentido
contrario al anterior, el del dominio.
1.1.3. La comunicación
política
Es en el marco de este espacio público en
constante mutación donde los actores establecen canales de
comunicación que hacen posible un cierto orden y grado de
previsibilidad en medio del caos semiótico que se produce
en la generación, difusión, recepción,
percepción y reacción frente a los
mensajes públicos. Entre estos canales comunicativos
interesa estudiar los regulados por la comunicación
política, concepto analizado en el presente
trabajo.
Al contrario de la habitual opinión despectiva
que de la comunicación política se arguye (como
considerarla causa de la banalidad de la actividad
política), vindicamos aquí este tipo de
comunicación como una de las condiciones necesarias para
el funcionamiento de nuestro espacio público, desde hace
décadas ampliado por la acción y presencia de los
modernos medios de comunicación.
La actitud de establecer una relación de
correlatividad entre comunicación política y
degradación de la acción política, encuentra
parte de sus orígenes en la Grecia
clásica en donde la actividad del sofista, señalada
como nociva desde la filosofía por Sócrates y
su discípulo Platón,
convertía a la política prácticamente en una
cuestión de retórica enunciativa, un sortilegio de
las palabras. Si bien ya en los tiempos pre-modernos, incluidos
Julio César y el acta diurna, la expresión
"comunicación política" designaba, en una
visión limitada, el intercambio de discursos
políticos; los fenómenos totalitarios surgidos con
el comunismo ruso y
el nazismo
alemán del siglo XX terminaron por identificar
estrictamente la comunicación política con el
concepto de propaganda.
Aunque la propaganda es una de las herramientas
de la comunicación política, de ningún modo
ésta se reduce a aquélla. Esta distorsión
deliberada e interesada de partidocracias que constituyeron la
negación misma de la política contribuyó a
separar conceptualmente acción y discurso en
política, como dos instancias diversas y hasta
antitéticas. Así, la acción fue considerada
como la noble y deseable tarea de la política, mientras
que el discurso no gozaba de semejante legitimidad por lo que era
sindicado como una forma degradada de la política. Este
trabajo rechaza tal división como insalvable,
cuestión que ya se anticipó.
Según la definición que de
comunicación política brinda Dominique Wolton
(1998: 31), se trata del "espacio en que se intercambian los
discursos contradictorios de los tres actores que tienen
legitimidad para expresarse públicamente sobre
política, y que son los políticos, los periodistas
[como representantes de la institución de los
medios] y la opinión pública a través de
los sondeos"; la que hace posible la "confrontación
de los discursos políticos característicos de la
política" (ibídem: 36). Incluso ampliando
las variables
aplicadas por Aristóteles a su estudio de la poesía
(al inicio comentado), la comunicación política
puede ser una forma determinada de nominar la realidad
política, de construirla y de ordenarla de un
determinado modo (Haime, 1988: 25).
Si bien es posible ampliar el espectro de actores
sociales legitimados para expresarse públicamente sobre
política; la definición de Wolton no deja de
ofrecer un válido abordaje inicial al fenómeno de
la comunicación política como canal para encauzar
el intercambio discursivo público que tiene por objeto un
corpus temático vinculado a cuestiones
políticas.
Esta observación aportada por Wolton inaugura
también la discusión sobre quiénes han de
ser los hacedores de la comunicación política
dentro del espacio público. Se debe entonces tener en
cuenta que la producción de mensajes políticos es
una empresa conjunta,
idea que retoma el carácter multidireccional del espacio
público, ya señalado al momento de referirse al
dialogismo. Entre los actores productores, reproductores y
perceptores de la comunicación política es posible
incluir a los partidos
políticos, los ciudadanos, el Estado, los sindicatos,
los medios de
comunicación, los periodistas, la Iglesia, los
asesores de imagen y las consultoras de opinión. Del
conjunto de actores mencionados, se estudiará en
particular la producción de comunicación
política por parte de la díada sistema de
medios-sistema político.
Al ser lo público un terreno de disputas entre
los sistemas
político y de medios, la opinión pública
será entonces uno de los actores primordiales sobre el que
se apoyarán ambos en su intento por obtener legitimidad y
representatividad social necesarias para perdurar en el
protagonismo. Se considera a la opinión pública
como inseparable de un proceso comunicacional, tanto en su
constitución como en su expresión final por los
sondeos, ya que al no existir por sí misma, este
fenómeno resulta de una actividad social permanente de
construcción y destrucción (Wolton, op.
cit.: 32).
Pero Dominique Wolton se refiere a los tres actores
principales de la comunicación política
(periodistas –medios-, políticos y opinión
pública) como portadores de legitimación para expresarse
públicamente en temas políticos. Cada una de estas
legitimidades proviene de un tipo de discurso que es propio y
singular de cada uno de los actores según sus funciones,
roles y posiciones en el espacio público y según el
tiempo histórico de que se trate:
- para los políticos, la ideología, la
acción y la elección de los comicios; - para los periodistas, la información
(información como categoría que permite el relato
organizado de los acontecimientos y la configuración del
fenómeno discursivo de la "actualidad"); - para la opinión pública, los sondeos y
las encuestas,
una legitimidad de tipo
científico-técnico.
El dispar origen de legitimidades de cada actor en la
esfera pública deriva en una serie de prioridades para
cada uno de ellos que puede conducir a diferencias en las agendas
de unos y otros, cuando no a coincidencias: los medios
serán sensibles a los acontecimientos; los
políticos a las acciones (aunque no exclusivamente); la
opinión pública a la jerarquía de temas
públicos, sujeta en gran parte a los procesos de
tematización impulsados por el sistema de medios, no pocas
veces en cooperación con el sistema político, en
comunión de intereses.
En este esquema de legitimidades y prioridades, la
comunicación política se extiende más
allá de un espacio de intercambio discursivo para
constituir, como ya se dijo, un espacio de confrontación
de diferentes lógicas y preocupaciones (Wolton, op.
cit.: 37).
Este reparto de legitimidades en donde los medios
acaparan la representación pública de los
acontecimientos al re-presentarlos bajo el formato de noticia y
re-interpretarlos a partir de otros géneros discursivos
como el editorial y el comentario (que analizan los
acontecimientos en el contexto de un proceso temporal), comporta
por definición el arrebato de privilegios que otrora eran
prerrogativas del sistema político y atributos de su
legitimidad. Conocer el acontecer de una sociedad, poder
anticiparse a él, es una virtud propia de los estadistas
y, por cierto, indispensable para la conducción
política de grandes grupos humanos.
El poder político se siente satisfecho cuando
intuye que puede controlar los acontecimientos que le rodean y
que podrían desestabilizarlo o importar una merma
considerable en su radio de acción. El discurso
político, al establecer sus mecanismos de exclusión
e inclusión temática, construye su propio orden
semántico en pos de controlar el acontecimiento aleatorio,
matizar su impronta de imprevisión; la política
suele trasladar su voluntad de verdad al terreno discursivo
localizándola en el estadio de la
enunciación.
Sobre la base de este control de la
realidad y el pasado histórico, se han alzado los paradigmas de
gobiernos en sociedades de masas que totalizaban la presencia del
Estado o propugnaban una autoridad
paternalista omnipresente. Como señala Pierre Nora (en
Rodrigo Alsina, op. cit.: 85), "los poderes instituidos
tienden a eliminar la novedad, a reducir su poder corrosivo, a
digerirlo por el rito [;] buscan así perpetuarse por un
sistema de noticias que tiene por finalidad última negar
el acontecimiento, ya que el acontecimiento es precisamente la
ruptura que pondría en cuestión el equilibrio
sobre el cual [ellos] se fundamentan". Hoy el sistema de medios
es para los ciudadanos una de las principales fuentes de
transmisión de acontecimientos.
La revalorización de la comunicación
política como actividad y objeto de estudio, ya no
relacionado directamente con la degradación de la
actividad política, coincide temporalmente con:
- el debilitamiento del paradigma de la sociedad de
masas; - la democracia con una ciudadanía inclusiva a
través de la ampliación del voto universal
igualitario y el sufragio
femenino; - el auge de los medios de comunicación
masiva; - la omnipresencia progresiva de los sondeos como
índice para mensurar los tiempos de la política
en consonancia con las variaciones de la opinión
pública.
De modo que, incluso desde una visión
histórica, comunicación y política
contemporizan.
Se ha afirmado aquí que la comunicación
política es garante de la existencia de la esfera
pública en donde se ubica a la democracia evitando (al
contrario de lo estipulado por visiones reduccionistas) la
destrucción y desaparición del espacio
público y político. Y existen al menos dos razones
que confirman este postulado:
- La existencia de intercambios discursivos gracias a
la comunicación política prueba que no existe un
antagonismo estructural o insalvable entre los grupos sociales
que haga imposible o inviable su interacción
comunicativa (Wolton, op. cit.: pp. 40-43). En este
sentido, la comunicación política posibilita el
intercambio regular incluso entre actores adversarios creando
espacios para el reconocimiento del otro (aquí se
analizará la construcción de la figura del
político a partir de la concepción del
adversario). Este punto destaca que los discursos contrarios no
conducen a la nulidad de la comunicación. El hecho de
entablar relaciones y consensos sociales a partir del disenso
es congruente con el espíritu de un gobierno
democrático, de modo que la comunicación
política es también un elemento insustituible de
las democracias modernas. - Si bien la comunicación política
desempeña un rol esencial para la existencia de la
democracia al garantizar un espacio que torna productivo el
antagonismo y la contradicción; la comunicación
en ningún punto logra sustituir definitivamente a la
acción política sino que le permite su
visibilidad, su puesta en común. En este segundo punto
se produce la compatibilidad teórica que inicialmente se
hiciera notar al subrayar la predisposición de la
naturaleza humana hacia la comunicación a partir de la
cual tiene lugar el espacio común en donde se gestan las
relaciones políticas.
A los fines de este marco conceptual, la
comunicación política resulta entonces:
a) una realidad que se torna visible cotidianamente por
medio de los discursos que intercambian los actores legitimados
para expresarse en materia
política;
b) un sistema que implica una nueva instancia o nivel de
funcionamiento de la política al permitir la
extensión de la democracia (más allá de la
existencia formal de la misma) mediante el incremento de los
temas que, a partir de su visibilidad pública,
deberán necesariamente, en el corto o mediano plazo, ser
objeto de tratamiento político según los canales
legalmente instituidos por la política;
c) un elemento organizativo del caos político
dentro de un marco comunicativo.
Pero lo esencial en esta base teórica es la
consubstanciación entre el modelo agonísitco, la
comunicación política como reguladora del modelo y
la democracia como sistema de gobierno compatible con este
contexto. En estos términos, la comunicación
política puede ser la agonística de la
democracia, no de modo distorsivo sino más bien
estratégico, connatural a la democracia, que impulsa los
mecanismos de ésta entendida como sistema de gobierno que
apunta hacia el consenso político a partir del disenso;
que propone un gobierno de la mayoría limitado por las
minorías, lo que se corresponde con toda la
ciudadanía, con la suma total de la mayoría y la
minoría –el principio de la mayoría relativa-
(las instituciones y características de la democracia
serán analizadas párrafos abajo).
Esta concepción agonística de la
comunicación política entiende al adversario
no como un enemigo que deba ser suprimido del campo
político, sino como un enunciador igualmente legitimado.
Armonizadas la democracia y la comunicación
política, las condiciones de ésta están al
nivel de los problemas,
conflictos y mecanismos de una democracia representativa a gran
escala cuyos enfrentamientos políticos hoy se verifican
preferentemente de modo comunicativo (Wolton, op. cit.:
197).
1.1.4. Democracia y comunicación
política
La concepción de la comunicación
política que aquí se explora conlleva una
visión de la democracia que ha de ser explicitada a los
efectos de ampliar la base teórica del presente
trabajo.
El concepto de democracia no puede sustraerse de la
mencionada capacidad dialógica del hombre que subyace a la
construcción de las instituciones políticas y
sociales. En este sentido, la democracia será entendida
como el sistema político que idealmente ofrece las
garantías, igualdad de oportunidades y equidad social
necesarias para el desarrollo de las capacidades y
potencialidades particulares de los individuos que componen la
sociedad.
Esta definición parte de un marco ético
cuyos preceptos morales subrayan la preeminencia del hombre por
encima de la
organización estatal y que debieran ser válidos
para todas las instituciones del sistema democrático,
incluso para las prácticas y las consideraciones
teóricas de la comunicación
política.
La ya aludida visión clásica (griega) de
la democracia apuntaba a definir la sociedad como un cuerpo
homogéneo de ciudadanos con creencias análogas
acerca de lo que debería ser el bien común de la
comunidad. Hasta el siglo XVII la diversidad fue parangonada con
el desorden, la discordia y el mal de los Estados (incluso la
visión de Hobbes se
apoya en este temor de anarquía y disolución social
a partir de la diferencia); y la unidad, en cambio, como
fundamento de la comunidad política. Actualmente, y por
impulso del liberalismo,
la heterogeneidad ya no es tenida en cuenta como factor de
riesgo para la
integridad del sistema democrático sino, por el contrario,
resulta un valor
estratégico en pos de cuya preservación se levantan
los edificios legales de la democracia moderna. Bien dice Sartori
cuando afirma que:
"Las democracias modernas están relacionadas
con el descubrimiento de que el disenso, la diversidad y la
`partes´ (que se convirtieron en partidos) no son
incompatibles con el orden social y el bienestar del cuerpo
político, y están condicionadas por dicho
descubrimiento [el destacado es nuestro]. La
génesis ideal de nuestras democracias se halla en el
principio de que la diferencia, no la uniformidad, es el germen
y el alimento de los Estados […] es la democracia
liberal, no la democracia antigua, la que está
basada en el disenso y en la diversidad. Somos nosotros, no los
griegos, los que hemos descubierto cómo construir un
sistema político sobre la base de una concordia
discors, de un consenso del desacuerdo" (op. cit.:
360, 362).
La democracia, como garante e incluso consecuencia del
encuentro de la diversidad, de lo heterogéneo, permite la
multiplicación de las divisiones políticas haciendo
del conflicto el rasgo que por antonomasia explica la vida en el
contexto de este modelo de gobierno y sociedad. La posibilidad de
suprimir el conflicto, como constitutivo de la sociedad
democrática, no deja fuera la indeseable consecuencia que
esto implicaría en desmedro de las libertades
públicas (Dahl, 1992: 263).
Democracia y comunicación política avanzan
a partir de una lógica que legitima la conflictividad como
variable del espacio público y político; en este
punto, sus existencias ideales se suponen mutuamente. En el
reconocimiento que la democracia liberal hace de la diversidad y
del conflicto, activa las estrategias de la comunicación
política para conducir los distintos grados de
heterogeneidad. Esto evita que la diferencia de posiciones derive
en un enfrentamiento sin punto de retorno cuya hipérbole
conduzca a la paralización de la misma institucionalidad
democrática. La comunicación política, al
hacer visible el espacio democrático en donde convive la
diferencia, hace del conflicto entre los actores una instancia
superadora de las posiciones individuales, en lugar de un
juego de suma
cero que anule por completo lo distinto, lo heterogéneo e
incluso, desde el punto de vista político, la
minoría.
El ordenamiento institucional de la democracia implica
un conjunto de valores y normas que forman parte de su
articulación no ya como ideal, sino como realidad. Para
Robert Dahl, el concepto de democracia trasladado al orden
descriptivo de lo empírico (más allá del
prescriptivo u orden del deber ser, como bien diferencia
Sartori en op. cit.: pp. 25-27) se constata sólo en
lo que el estadounidense designa con el vocablo de
poliarquía, al cual precisa "como un sistema
político dotado de seis instituciones democráticas"
(Dahl, 1998: 105).
Sin embargo, la visión clásica de la
democracia moderna, enfocada únicamente desde la
perspectiva de la ciencia
política, se ha visto alterada por las consideraciones
aportadas desde las ciencias de la
comunicación, antecedente que ratifica no sólo el
carácter interdisciplinario de la comunicación
política sino, lo que es más importante aún,
cómo el protagonismo público del sistema de medios
ha influido en la forma de entender la democracia en el siglo
XXI.
Cuando el francés Alexis de Tocqueville se
refería a la "tiranía de la mayoría" como
riesgo que se avizoraba en la temprana democracia estadounidense,
marcó el rumbo de subsiguientes estudios que
señalarían cuán responsables habrían
de ser los modernos medios de comunicación en potenciar
esa característica de las sociedades.
A más de siglo y medio de La democracia en
América (1835-40), Elizabeth Noelle-Neumann en 1974
señaló en su teoría de "la espiral del
silencio" que gran parte de los ciudadanos temen naturalmente al
aislamiento motivo por el cual, al manifestar sus opiniones,
trata de sumarse a la opinión mayoritaria.
Por su parte, Alain Minc observó que
"ningún freno puede actuar contra la democracia de la
opinión pública y, por consiguiente, la
primacía del sufragio universal cede de forma progresiva
el paso ante ese ser social enigmático e inaprehensible,
que es la opinión pública" (1995: pp.
265-266).
En este interrogante Minc plantea si la democracia se
legitima teniendo principalmente como fundamento el sufragio
universal o necesita postular una segunda condición, la
existencia de una opinión pública tan poderosa que
dé nacimiento a lo que el autor francés denomina
"democracia demoscópica", embriagada en el imperio de los
sondeos, en connivencia con los medios.
Como actores de la comunicación política,
la actividad simbólica de los medios participa en la
construcción de la cultura
democrática de las sociedades, ampliando el concepto de
democracia para promover (o pauperizar) un sistema de
hábitos y valores ciudadanos que sirve de base para las
instituciones políticas cuya vigencia depende de la escala
de valores predominante. La democracia se expresa incluso
culturalmente como complemento y legitimación de lo
instituido por las leyes. Si bien en el caso argentino puede
afirmarse que la democracia retornó formalmente en 1983,
esto no es óbice para que las prácticas
comunicativas autoritarias y antidemocráticas de la
última dictadura militar
(que, por ejemplo, podrían tener lugar en el foro
educativo) subsistieran mucho tiempo después de la
festejada vuelta del Estado de
Derecho.
La tesis de Carlos Chamorro (2000) a este respecto
establece que "bajo determinadas condiciones, los medios
(tradicionales o no) pueden ser promotores de la participación ciudadana y la cultura
democrática. [En tal sentido,] las funciones
específicas que los medios desempeñan en la
institucionalización democrática [se podrían
resumir en la siguiente lista:] información; transparencia
pública; fiscalización de los poderes privados;
debate
público; derecho de información" (en Vega, 2002:
pp. 140-141).
El presente estudio supone, además de una
visión de los medios como instituciones que cohabitan con
y en el sistema político, una filosofía
política de la comunicación que concibe al
intercambio simbólico entre los actores y la
producción informativa como presupuestos
capaces de, cuanto menos, facilitar la vitalidad y colaborar con
el sustento de la democracia. La relación entre la
producción de noticias (información) y el nivel
educativo del ciudadano-perceptor le confiere a los medios, en su
rol de productores legítimos del lenguaje noticioso, un
papel político estratégico en un contexto
democrático.
1.1.5. El discurso político
En el marco de la relación entre
comunicación política y democracia, el discurso
político es una de las herramientas que hacen posible y
dinamizan los procesos de intercambio simbólico. Como ya
se indicó anteriormente, aquí se estudiará
el discurso político según la definición
aportada por Leonor Arfuch, en su doble dimensión de
palabra y acción, lenguaje y acontecimiento, lexis
y praxis (nosotros preferimos agregar una tercera
dimensión: la composición de la imagen). La
producción discursiva de los líderes
políticos no tiene lugar en un solo tiempo y espacio sino
que se enmarca en un campo discursivo temporal que recupera
mitos,
leyendas y
analogías en aras de justificar la valoración y
legitimidad de cada enunciado.
En función de
las posiciones relativas del enunciador, del adversario y de los
perceptores, el discurso político se enmarca en la lista
de los discursos productores del efecto de sentido de "verdad",
como definió Emilio de Ipola en su estudio sobre la
comunicación política del peronismo. Para crear una
base de legitimidad en su enunciación que le permita
entenderse con los perceptores del mensaje y a la vez marcar
terreno de autoridad ante el adversario, el discurso
político comporta un contrato de veredicción
(1986: 90) con sus destinatarios fundado en la referencia a la
figura de un líder carismático, intelectual o
sagrado, una ideología, una plataforma
programática. Estos elementos del discurso político
se orientan a crear un entendimiento o complicidad tácita
entre los actores (emisores y perceptores) que forman parte del
juego discursivo de la política.
En cada composición del discurso político
existen elementos ideológicos, pasionales y
lingüísticos que adoptan la forma de colectivos de
identificación, lugares comunes, reglas prescriptivas,
proscripciones, interpelaciones, componentes programáticos
y hasta didácticos. En este trabajo, el discurso
político de los dos candidatos justicialistas será
evaluado según la clasificación de Eliseo
Verón, para quien la palabra política contiene en
su definición pública un concepto propio del actor
que enuncia, de su antítesis (el adversario) y de los
destinatarios que perciben el mensaje. "El campo discursivo de lo
político implica enfrentamiento, relación
con un enemigo, lucha entre enunciadores. La
enunciación política parece inseparable de la
construcción de un adversario" (Verón, 1987:
16).
La cuestión referida a la posición y
existencia del adversario estudiada por Verón implica que
todo acto de enunciación política
suponga:
- que existen otros actos de enunciación reales
o posibles, opuestos al propio; - que todo acto de enunciación es a la vez una
réplica y supone (o anticipa) una
réplica; - que, a partir de lo antedicho, todo discurso
político está habitado por un otro
negativo (el adversario) al tiempo que construye un otro
positivo (el destinatario del mensaje). Al menos en primera
instancia, el discurso político supone dos
destinatarios, el positivo y el negativo, aunque en sus
enunciaciones los políticos incluyan una pluralidad de
destinatarios exentos de mención
explícita.
La comunicación política significa al
discurso político; objetiva una realidad, una "verdad"
política. Para Carlos Mangone y Jorge Warley, la
construcción de esta verdad política "aparece
allí en donde se produce la confrontación
social de los discursos". El discurso político
comprende la objetivación de esa lucha que abarca el
espacio público agónico y cuyo "contenido
más político […] es poner en juego el poder"
(Mangone y Warley, 1994: pp. 27, 28).
Según el ya citado Eliseo Verón, el
discurso político exhibe una "pretensión
veredictiva" (el mundo posible). "En la medida en que cada
enunciado reclama para sí el lugar de la verdad,
ése [el discurso político] se transforma en un
lugar de combate [el destacado es nuestro] donde el
‘decir verdadero’ de uno no es sino la capacidad para
descolocar al otro" (Verón, en Mangone y Warley, op.
cit.: 17).
En el caso del discurso político electoral de dos
justicialistas, el común origen partidario bien puede
representar un escollo a las posibilidades de construcción
simbólica del adversario en tanto que en este particular
contexto las flaquezas del "otro" pueden terminar por generar un
efecto de identificación negativa con la figura de quien
enuncia.
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