Que la injusticia reina en el mundo en grado
insoportablemente superlativo, es algo que sólo los
apologetas del sistema, muchos ni siquiera a
sueldo del mismo, se atreven a poner en duda. La riqueza, las
oportunidades de vida, las condiciones de la propia autoestima individual
están no sólo desigualmente repartidas; peor aún,
esa desigualdad distributiva es moralmente arbitraria. Responde a
criterios muy alejados de la equidad, responde a la
ambición, la fuerza o la perfidia. Y
detrás de esa arbitrariedad se esconde la gran injusticia,
la que hace a unos pocos libres y a otros muchos dependientes, la
que convierte a los pocos en señores y a los muchos en
siervos, la que divide el mundo entre una minoría de
poderosos y una mayoría de gentes vulnerables,
desapoderadas, débiles. Detrás de cada injusticia hay
alguien que ve cercenada su libertad.
En el maravilloso Discurso a la Convención
del 10 de mayo de 1793 exclama Robespierre: "¡El hombre ha nacido para la
felicidad y la libertad, y por doquier es esclavo y
desgraciado!" Así empieza su discurso, situando la
necesidad y la falta de libertad en su centro. Y más
adelante nos recuerda "que los votos de los débiles no
tienen otro objeto que la justicia y la protección
de las leyes bienhechoras". En
efecto, el oprimido, el sometido, el que padece la interferencia
arbitraria y el poder del poderoso es el
más interesado en la justicia y en el imperio de la ley. De ello depende su libertad.
De la injusticia, de su mala administración, de las
leyes sesgadas a favor del privilegio sólo se beneficia el
que tiene ya el privilegio de hacer la ley, de violar la ley o de
administrarla en su favor. Robespierre de nuevo: "las pasiones
del hombre poderoso tienden a
elevarse por encima de las leyes justas o a crear leyes
tiránicas".
Las leyes justas, pues, o son violadas por los poderosos
o son leyes injustas, esto es, tiránicas, que ellos mismos
promulgan. Y los gobernantes no han escapado precisamente a esta
disyuntiva: "Hasta aquí –sigue
Robespierre– el arte de gobernar no ha sido
más que el arte de despojar y de sojuzgar al gran
número en beneficio del pequeño número, y la
legislación el medio de convertir sus atentados en
sistema". Hasta aquí, en otras palabras, los poderosos
han gobernado, los ricos, los pocos, los grandes, los selectos. Y
han gobernado dictando leyes injustas que sólo a ellos
aprovechaban mientras hundían al gran resto del pueblo, de
la nación, del mundo, en la
miseria y la esclavitud.
El mundo de hoy no ha cambiado tanto desde la muerte del
Incorruptible. Nos atreveríamos a decir que en muchos
aspectos incluso ha empeorado. La justicia sigue siendo una
asignatura pendiente y sigue siendo la máxima
aspiración de los muchos pobres.
Pero la justicia social no es cosa fácil de
articular. El que más y el que menos tiene intuiciones
morales. Ante las vejaciones, ante la humillación, ante la
extorsión, ante la arbitrariedad, ¿quién es la
persona que no se remueve?,
¿quién aquélla que no se indigna? Muchos se
irritarán en silencio, otros se movilizarán, aún
algunos se rebelarán, pero son los menos los que han perdido
todo rastro de sensibilidad moral y o bien miran hacia
otro lado, o bien racionalizan hasta concluir que las cosas son
como son, y aún que deben seguir siendo así. Pero los
que aún tenemos intuición y sensibilidad moral habremos
de reconocer que esas intuiciones no bastan para llegar a
acuerdos estables sobre lo que es justo, sobre la justicia
social. A unos nos indignarán ciertas cosas, a otros otras.
Unos defenderemos nuestras posiciones morales apelando a unos
argumentos, otros defenderán las suyas apelando a otros.
Para llegar a acuerdos racionales sobre la buena sociedad necesitamos dar un
paso más y teorizar. Con las meras intuiciones morales
estamos abocados a la oscura noche del intuicionismo moral, al
relativismo de los afectos y los sentimientos. Necesitamos, pues,
articular teóricamente nuestras intuiciones morales,
ordenarlas, sistematizarlas y justificarlas racionalmente.
Hablando de justicia social, necesitamos construir teorías de la
justicia.
John Rawls, uno de los más grandes y honrados
filósofos morales de la
última mitad del siglo XX, fallecido a finales del 2002,
tuvo y mantuvo una gran intuición moral a lo largo de su
vida: que la principal virtud de una buena sociedad es
precisamente la justicia, por encima de cualquier otra, de la
eficiencia económica, del
bienestar material y hasta de la felicidad pública. Esta
última, dicho sea al paso, es incompatible con la injusticia
social. Y a articular teóricamente esa idea de justicia
dedicó lo mejor de su pensamiento
filosófico.
Somos de la opinión de que su teoría de la justicia
–la justicia como equidad– merece ser tomada muy en
serio, sobre todo por la izquierda. Más aún, somos de
la opinión de que la justicia como equidad es una
justificación racional sistemática de intuiciones
morales y políticas muy arraigadas en
el pensamiento de la izquierda. No es casual que los
discípulos más destacados de Rawls, cuales son Joshua
Cohen o Philippe van Parijs, estén situados a la izquierda
(del propio Rawls), ni es casual que sus principales
críticos, cuales son Michael Sandel o Robert Nozick
estén en la derecha comunitarista, el primero, y en la
derecha neoliberal, el segundo.
Rawls sabe que la injusticia rompe a la comunidad y la fragmenta, que la
divide en clases diversas de ciudadanos, de primera, segunda,
tercera… en una gradación indefinidamente divisible de
asimetrías de poder por la que se desliza y cae la corriente
social de libertad hasta arrojar a los muchos en ese pozo humano
de la vulnerabilidad y la dependencia, del que apenas es posible
salir.
Rawls sitúa pues en el centro de sus desvelos
teóricos el concepto mismo de ciudadanía, el de una
ciudadanía parigualmente libre. Su teoría de la
justicia como equidad está pues pensada para una comunidad
(integrada) de ciudadanos iguales en libertad. Sin justicia
social no es posible una comunidad cívica semejante; pero
justificar dicha comunidad, desde la óptica de la justicia,
obliga a proponer una teoría de la justicia. La que Rawls
propone arranca del concepto de equidad. No del de igualdad, que es cosa bien
distinta.
Es cosa bien distinta por varias razones. Primero, por
lo que Rawls denomina el "hecho del pluralismo", es decir, el
hecho reconocible en nuestra sociedad según el cual los
individuos tenemos intereses, preferencias y lealtades
distintas.
El hecho del pluralismo es buena cosa para Rawls. Es
buena cosa, en otras palabras, que cada cual tenga la libertad,
las oportunidades y los medios para definirse a
sí propio y para hacer con su vida lo que tenga a bien
disponer y mejor le aproveche. Es buena cosa, dicho con la
inevitable pedantería filosófica, que cada cual pueda
definir su propia concepción del bien privado. Esto, empero,
lleva a un grado de desigualdad. Segundo, porque una sociedad, a
poco compleja que sea, necesita estimular desigualmente los
desiguales talentos e inclinaciones de los individuos. Esto
también generará desigualdades de ingreso y riqueza, de
reconocimiento y valor. El problema es
cómo hacer del hecho del pluralismo y de la desigualdad algo
compatible con la equidad o, mejor dicho, con la justicia como
equidad. O también: cómo hacer que ese pluralismo y
esas desigualdades no fragmenten y disuelvan a la comunidad y
todos sus integrantes puedan considerarse, pese a ellas,
ciudadanos parigualmente libres.
Aquí el concepto clave es el de los bienes primarios, que en Rawls
tienen un carácter cívico-constitutivo. Y estos
bienes –éstos sí– tienen que ser
distribuidos igualitariamente. Los ciudadanos de una comunidad
equitativamente justa podrán tener ideas e identidades
sociales diferentes, distintos niveles de bienestar, de recursos y de riqueza, mejor o
peor suerte, pero todos tendrán los mismos bienes primarios.
Obviamente es aquí donde debe medirse el nivel de exigencia
o de radicalidad de la teoría rawlsiana, en el conjunto de
bienes primarios que constituye la base del concepto de
ciudadanía y sin los cuales la sociedad deja de ser una
comunidad cívica propiamente dicha.
Entre los bienes primarios no sólo están las
libertades básicas (que lo están, y lo están
primariamente), sino también los ingresos y la riqueza, y las
"bases sociales del autorrespeto". La idea es muy
profunda, muy profundamente republicana también. El que
carece de ingresos y riqueza, el que carece de libertad (porque
es dependiente y está sometido a voluntades ajenas,
seguramente por falta de ingresos y riqueza)… ese individuo no sólo
terminará por no respetarse a sí mismo; también
será incapaz de participar en igualdad de condiciones del
estatus de libre ciudadanía. Su falta de independencia material (su
falta de bienes primarios) le impedirá ceñir su
discurso político (como ciudadano) a los dictados de la
libre razón pública. Una renta básica, como la que
hemos defendido nosotros en varios lugares /1, tiene
aquí una buena base de justificación puesto que
constituiría un bien primario que se asignaría
universal e incondicionalmente como derecho de
ciudadanía.
La cuestión es cómo organizar la distribución de esos bienes
primarios, cómo establecer sus jerarquías. Pues bien,
ésta es otra de las grandes ideas de Rawls: su
distribución debe responder a un orden léxico (o
lexicográfico) donde las libertades básicas –los
derechos de libertad–
tienen primacía absoluta: libertad de conciencia y pensamiento, de
expresión, coalición y movimiento, de propiedad individual de bienes
personales. La izquierda que merece tal nombre siempre ha
manifestado, y con razón, profundas reservas contra la
doctrina liberal de los derechos del hombre: su formalismo, su
desconexión con la distribución de la propiedad. Y la
izquierda tiene razón: una doctrina estrictamente formal de
los derechos individuales de libertad termina convirtiéndose
en una ideología para la
justificación de la desigualdad y la dominación
social.
Rawls, sin embargo, ni ignora esta crítica ni deja de
compartirla. Por ello conviene recordar al menos tres puntos de
su filosofía política.
1) Que el primer principio de justicia, aún
teniendo primacía sobre los demás, es complementado por
ellos. El segundo principio intenta justamente dar contenido
material a los derechos básicos de libertad.
2) Rawls excluye explícitamente el derecho de propiedad privada
de los medios de producción de su
catálogo de derechos y libertades básicos. Y
3) Rawls incorpora a su primer principio de justicia un
addendum decisivo, a saber: el valor equitativo de la
libertad política. Mediante esta nueva exigencia pretende
hacer frente a la seria amenaza que la desigual distribución
del ingreso y la riqueza puede suponer para el estatus de libre
ciudadanía parigual. Las excesivas disparidades en la
distribución de la propiedad y la riqueza –lo sabe
Rawls y lo sabemos todos– pueden hacer que la libertad
política se quede en una libertad sólo formalmente
igualitaria. Rawls recuerda en este punto a John Stuart Mill:
"las bases del poder político son la inteligencia (cultivada), la
propiedad y el poder de combinación, por lo que
entendía la capacidad de cooperar para conseguir los propios
intereses políticos. Este poder, en virtud del control que ejercen sobre la
maquinaria del Estado, permite que unos pocos
promulguen un sistema de leyes y de propiedad que asegura su
posición dominante en el conjunto de la economía"
/2.
Si hay dominación (social y política), el
estatus de ciudadanía parigual de las personas libres
simplemente se va al traste. Por eso insiste Rawls en la
necesidad de postular reglas permanentes de intervención
para preservar el valor equitativo de esa libertad política,
para garantizar la igualdad de influencia política para
todos los ciudadanos. Pues, ¿qué clase de ciudadanos iguales y
parigualmente libres seríamos si unos –los menos,
debido a la concentración en sus manos de poder
económico y social– tuvieran mayor influencia
política real y mayores oportunidades de condicionar el
proceso legislativo de
toma de decisiones en su
favor? La preocupación por contener la desigualdad social dentro de
unos límites que impidan la
corrupción del proceso
político y por dotar de independencia al cuerpo todo de
ciudadanos, es preocupación central del pensamiento
republicano-democrático. Recuérdese la magistral
exposición de Marx en Glosas Marginales al
programa del partido obrero
alemán (obra corta del genio alemán más
conocida por Crítica del Programa de Gotha), escrita
en 1875, acerca de los que viven con permiso de otros:" Los
burgueses tienen muy buenas razones para fantasear que el trabajo es una fuerza
creativa sobrenatural; pues precisamente de la determinación
natural del trabajo se sigue que el hombre
que no posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en
cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser el
esclavo de quienes se han hecho con la propiedad de las
condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con
el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su
permiso".
Volvamos a Rawls. El segundo principio de justicia tiene
dos partes:
2.a) el principio de igualdad de oportunidades
y
2.b) el principio de diferencia. Ambos intentan, cada
uno en su ámbito de distribución, resolver un problema
crucial de la ética social normativa, el
del justo equilibrio entre el azar y la
responsiblidad de los individuos.
Nos explicamos. Los individuos
–necesariamente– venimos al mundo y estamos en el
mundo rodeados de azar, un azar –obvio es decirlo–
del que no somos moralmente responsables. No somos moralmente
responsables, en primer lugar, de nuestro azar social (de nuestro
patrimonio familiar, de
nuestro entorno social, etc.). Pero es el caso que ese azar
brinda oportunidades –de vida, de desarrollo personal, de felicidad
individual– muy dispares a los individuos. El principio de
igualdad de oportunidades exige que el acceso a cargos
públicos y puestos de responsabilidad sea
rigurosamente igualitario y que no discrimine a los individuos
bajo ningún otro criterio que no sea el del mérito
personal (las razones de
género, clase, etnia o cualesquiera otras por
el estilo quedan excluidas).
Si se cumplieran estos dos principios, la sociedad
sería mucho más justa que cualquier sociedad
contemporánea. Todos tendríamos los mismos derechos y
las mismas oportunidades. Imaginemos unas instituciones básicas que
garantizaran ambas cosas junto con el valor equitativo de la
libertad política, imaginemos qué cantidad de
iniquidades de las que vemos a diario habrían sido ya
eliminadas.
¿acaso no son dos de los principales problemas del mundo
contemporáneo las desigualdades en punto a libertades y a
oportunidades?, ¿acaso no son esas desigualdades las que
muerden en el proceso político permitiendo que unos pocos
legislen o hagan legislar a favor de sus privilegiados intereses?
Idealmente, estos dos principios de justicia darían de
sí una sociedad meritocrática, sociedad que está
muy lejos de haberse realizado en ninguna sociedad
contemporánea, ya lo hemos dicho, pese a la ideología
meritocrática que la sustenta. Sin embargo, Rawls, ni
siquiera idealmente, se conforma con la meritocracia. Su
teoría de la justicia es más exigente. Y ello es porque
Rawls sabe que hay un segundo tipo de azar del que los individuos
no somos moralmente responsables y que –de no ser
controlado o regulado– generaría inicuas desigualdades
de ingreso y riqueza. Nos referimos al azar genético, a los
talentos y habilidades con las que los individuos venimos al
mundo. Para Rawls la distribución aleatoria de esos talentos
es un "activo común" de la sociedad y la sociedad,
por lo tanto, tiene el derecho y el deber de regular las
consecuencias sociales de esa distribución según
criterios de justicia.
Es un activo común de la sociedad, primero, porque
sólo en sociedad puede el individuo ejercer y sacar provecho
del ejercicio de sus talentos. Maradona podía tener la mejor
zurda de la historia del fútbol,
podríamos decir que su zurda fue tocada por los dioses, pero
de poco le habría servido a Maradona ese don divino si
hubiera vivido en una isla desierta. Segundo, la
distribución de los talentos es un "activo común" de la
sociedad porque es la sociedad –bastante azarosamente, todo
hay que decirlo– la que asigna valor a esos talentos.
Maradona podría haber vivido en sociedad pero si ésta
–pongamos que hubiera nacido en el siglo XVI– no
conoce siquiera el juego del balón-pié,
difícilmente el astro argentino habría tenido oferta millonaria alguna por
el espectáculo de su magia futbolística. Por eso afirma
Rawls que los individuos no tenemos derecho a la plena
apropiación privada de los rendimientos de nuestro talentos.
Ahora bien, la sociedad necesita –en aras de la eficiencia,
del bienestar de todos, de la propia felicidad
pública– de esos talentos individuales, necesita del
mejor ingeniero y del mejor profesor, del mejor
médico y del mejor futbolista, etc. Y no puede permitirse el
lujo de desincentivar el ejercicio de esos talentos.
¿Dónde está el equilibrio entre los dictados de la
eficiencia y los dictados de la moral? Nadie es moralmente
responsable de su azar genético, pero la sociedad necesita
aprovecharlo. Si nos pasamos por el lado de la igualdad,
desincentivamos los talentos, socialmente necesarios; si nos
pasamos por el lado de la eficiencia –y sobreincentivamos
los talentos– podemos generar desigualdades de ingreso y
riqueza éticamente injustificables. Una vez más,
¿dónde hallar el equilibrio? Rawls cree haberlo hallado
en su célebre principio de diferencia, de formulación
algo contraintuitiva, a saber: un alejamiento de la igualdad
será moralmente permisible si los más desfavorecidos
salen beneficiados de la desigualdad resultante. Ahora unos
tendrán más que otros, pero éstos también
tienen más que antes. Rawls cree que su principio de
diferencia captura un ideal de solidaridad social y hace que la
sociedad pueda seguir viéndose como una sistema cooperativo
en el que siendo todos por igual ciudadanos libres, todos salimos
beneficiados de la pertenencia a, y de la participación en,
la empresa comunitaria que
debe ser la buena sociedad.
Rawls piensa que sólo un socialismo de mercado con las adecuadas
garantías constitucionales y meritocráticas o una
democracia de propietarios
(nunca el capitalismo, ni siquiera el
del Estado de bienestar) satisfarían sus exigentes
principios de justicia. Rawls no ofrece grandes concreciones
institucionales cuando habla de democracia de propietarios,
tampoco es ésa, piensa, la labor del filósofo
político, pero el ideal –de clara raigambre
jeffersoniana– es claro: la propiedad es una
institución central, y la única forma de acercarnos a
su ideal de justicia distributiva es ciñendo al máximo
los efectos, potencialmente devastadores, de la propiedad
–mediante un amplio abanico de mecanismos redistributivos
que impidan su concentración privada– sobre la
igualdad de libertad, de oportunidades, de ingresos y riqueza, y
de las condiciones que hacen posible la dignidad humana.
La renta básica de ciudadanía a la que ya nos
hemos referido más arriba, por ejemplo, pretende
–aunque nunca sería suficiente– contribuir a ese
ideal democrático.
La sociedad ideal rawlsiana no estaría más
allá de la justicia, pero sí que sería una
sociedad más libre (sin opresión ni discriminación) y
más igualitaria (con igualdad de oportunidades y una
equitativa distribución de ingresos y riqueza), en la que
todos tendríamos una robusta identidad
cívico-política, en la que todos, pese a nuestras
creencias y lealtades privadas, pese a nuestras diferencias de
ingreso y riqueza (que estarían notablemente contenidas),
pese a nuestras inclinaciones y preferencias, podríamos
reconocerrnos mutuamente como ciudadanos parigualmente libres,
miembros de pleno derecho de una comunidad entendida como un
sistema de cooperación social.
La teoría de la justicia como equidad de Rawls
está incuestionablemente inscrita en la tradición
democrático-republicana /3 de la libertad. Por eso
interesa al pensamiento de izquierda.
1/ Especialmente nos hemos extendido en
Republicanismo y Renta Básica, (2003), en prensa.
2/ John Rawls (2002), La justicia como
equidad, Barcelona: Paidós, traducción de A. de
Francisco, §39.1: 177-8.
3/ La tradición democrático-republicana
de la libertad no es la de la libertad de los modernos, la de la
libertad liberal. El republicanismo entiende la libertad como
ausencia de dominación, esto es, de interferencia
arbitraria. En el "Diccionario para la resistencia", como
se tituló el número 50 de VIENTO SUR, se puede
encontrar una pequeña ampliación de la concepción
de la libertad republicana dentro de la palabra "SUG".
Daniel Raventós
Andrés de Francisco y