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¿Por qué Rawls interesa a la izquierda?




Enviado por Daniel Raventós



     

     

    Que la injusticia reina en el mundo en grado
    insoportablemente superlativo, es algo que sólo los
    apologetas del sistema, muchos ni siquiera a
    sueldo del mismo, se atreven a poner en duda. La riqueza, las
    oportunidades de vida, las condiciones de la propia autoestima individual
    están no sólo desigualmente repartidas; peor aún,
    esa desigualdad distributiva es moralmente arbitraria. Responde a
    criterios muy alejados de la equidad, responde a la
    ambición, la fuerza o la perfidia. Y
    detrás de esa arbitrariedad se esconde la gran injusticia,
    la que hace a unos pocos libres y a otros muchos dependientes, la
    que convierte a los pocos en señores y a los muchos en
    siervos, la que divide el mundo entre una minoría de
    poderosos y una mayoría de gentes vulnerables,
    desapoderadas, débiles. Detrás de cada injusticia hay
    alguien que ve cercenada su libertad.

    En el maravilloso Discurso a la Convención
    del 10 de mayo de 1793 exclama Robespierre: "¡El hombre ha nacido para la
    felicidad y la libertad, y por doquier es esclavo y
    desgraciado!
    " Así empieza su discurso, situando la
    necesidad y la falta de libertad en su centro. Y más
    adelante nos recuerda "que los votos de los débiles no
    tienen otro objeto que la justicia y la protección
    de las leyes bienhechoras
    ". En
    efecto, el oprimido, el sometido, el que padece la interferencia
    arbitraria y el poder del poderoso es el
    más interesado en la justicia y en el imperio de la ley. De ello depende su libertad.
    De la injusticia, de su mala administración, de las
    leyes sesgadas a favor del privilegio sólo se beneficia el
    que tiene ya el privilegio de hacer la ley, de violar la ley o de
    administrarla en su favor. Robespierre de nuevo: "las pasiones
    del hombre poderoso tienden a
    elevarse por encima de las leyes justas o a crear leyes
    tiránicas
    ".

    Las leyes justas, pues, o son violadas por los poderosos
    o son leyes injustas, esto es, tiránicas, que ellos mismos
    promulgan. Y los gobernantes no han escapado precisamente a esta
    disyuntiva: "Hasta aquí –sigue
    Robespierre– el arte de gobernar no ha sido
    más que el arte de despojar y de sojuzgar al gran
    número en beneficio del pequeño número, y la
    legislación el medio de convertir sus atentados en
    sistema
    ". Hasta aquí, en otras palabras, los poderosos
    han gobernado, los ricos, los pocos, los grandes, los selectos. Y
    han gobernado dictando leyes injustas que sólo a ellos
    aprovechaban mientras hundían al gran resto del pueblo, de
    la nación, del mundo, en la
    miseria y la esclavitud.

    El mundo de hoy no ha cambiado tanto desde la muerte del
    Incorruptible. Nos atreveríamos a decir que en muchos
    aspectos incluso ha empeorado. La justicia sigue siendo una
    asignatura pendiente y sigue siendo la máxima
    aspiración de los muchos pobres.

    Pero la justicia social no es cosa fácil de
    articular. El que más y el que menos tiene intuiciones
    morales. Ante las vejaciones, ante la humillación, ante la
    extorsión, ante la arbitrariedad, ¿quién es la
    persona que no se remueve?,
    ¿quién aquélla que no se indigna? Muchos se
    irritarán en silencio, otros se movilizarán, aún
    algunos se rebelarán, pero son los menos los que han perdido
    todo rastro de sensibilidad moral y o bien miran hacia
    otro lado, o bien racionalizan hasta concluir que las cosas son
    como son, y aún que deben seguir siendo así. Pero los
    que aún tenemos intuición y sensibilidad moral habremos
    de reconocer que esas intuiciones no bastan para llegar a
    acuerdos estables sobre lo que es justo, sobre la justicia
    social. A unos nos indignarán ciertas cosas, a otros otras.
    Unos defenderemos nuestras posiciones morales apelando a unos
    argumentos, otros defenderán las suyas apelando a otros.
    Para llegar a acuerdos racionales sobre la buena sociedad necesitamos dar un
    paso más y teorizar. Con las meras intuiciones morales
    estamos abocados a la oscura noche del intuicionismo moral, al
    relativismo de los afectos y los sentimientos. Necesitamos, pues,
    articular teóricamente nuestras intuiciones morales,
    ordenarlas, sistematizarlas y justificarlas racionalmente.
    Hablando de justicia social, necesitamos construir teorías de la
    justicia.

     

    La justicia como
    equidad

    John Rawls, uno de los más grandes y honrados
    filósofos morales de la
    última mitad del siglo XX, fallecido a finales del 2002,
    tuvo y mantuvo una gran intuición moral a lo largo de su
    vida: que la principal virtud de una buena sociedad es
    precisamente la justicia, por encima de cualquier otra, de la
    eficiencia económica, del
    bienestar material y hasta de la felicidad pública. Esta
    última, dicho sea al paso, es incompatible con la injusticia
    social. Y a articular teóricamente esa idea de justicia
    dedicó lo mejor de su pensamiento
    filosófico.

    Somos de la opinión de que su teoría de la justicia
    –la justicia como equidad– merece ser tomada muy en
    serio, sobre todo por la izquierda. Más aún, somos de
    la opinión de que la justicia como equidad es una
    justificación racional sistemática de intuiciones
    morales y políticas muy arraigadas en
    el pensamiento de la izquierda. No es casual que los
    discípulos más destacados de Rawls, cuales son Joshua
    Cohen o Philippe van Parijs, estén situados a la izquierda
    (del propio Rawls), ni es casual que sus principales
    críticos, cuales son Michael Sandel o Robert Nozick
    estén en la derecha comunitarista, el primero, y en la
    derecha neoliberal, el segundo.

    Rawls sabe que la injusticia rompe a la comunidad y la fragmenta, que la
    divide en clases diversas de ciudadanos, de primera, segunda,
    tercera… en una gradación indefinidamente divisible de
    asimetrías de poder por la que se desliza y cae la corriente
    social de libertad hasta arrojar a los muchos en ese pozo humano
    de la vulnerabilidad y la dependencia, del que apenas es posible
    salir.

    Rawls sitúa pues en el centro de sus desvelos
    teóricos el concepto mismo de ciudadanía, el de una
    ciudadanía parigualmente libre. Su teoría de la
    justicia como equidad está pues pensada para una comunidad
    (integrada) de ciudadanos iguales en libertad. Sin justicia
    social no es posible una comunidad cívica semejante; pero
    justificar dicha comunidad, desde la óptica de la justicia,
    obliga a proponer una teoría de la justicia. La que Rawls
    propone arranca del concepto de equidad. No del de igualdad, que es cosa bien
    distinta.

    Es cosa bien distinta por varias razones. Primero, por
    lo que Rawls denomina el "hecho del pluralismo", es decir, el
    hecho reconocible en nuestra sociedad según el cual los
    individuos tenemos intereses, preferencias y lealtades
    distintas.

    El hecho del pluralismo es buena cosa para Rawls. Es
    buena cosa, en otras palabras, que cada cual tenga la libertad,
    las oportunidades y los medios para definirse a
    sí propio y para hacer con su vida lo que tenga a bien
    disponer y mejor le aproveche. Es buena cosa, dicho con la
    inevitable pedantería filosófica, que cada cual pueda
    definir su propia concepción del bien privado. Esto, empero,
    lleva a un grado de desigualdad. Segundo, porque una sociedad, a
    poco compleja que sea, necesita estimular desigualmente los
    desiguales talentos e inclinaciones de los individuos. Esto
    también generará desigualdades de ingreso y riqueza, de
    reconocimiento y valor. El problema es
    cómo hacer del hecho del pluralismo y de la desigualdad algo
    compatible con la equidad o, mejor dicho, con la justicia como
    equidad. O también: cómo hacer que ese pluralismo y
    esas desigualdades no fragmenten y disuelvan a la comunidad y
    todos sus integrantes puedan considerarse, pese a ellas,
    ciudadanos parigualmente libres.

    Aquí el concepto clave es el de los bienes primarios, que en Rawls
    tienen un carácter cívico-constitutivo. Y estos
    bienes –éstos sí– tienen que ser
    distribuidos igualitariamente. Los ciudadanos de una comunidad
    equitativamente justa podrán tener ideas e identidades
    sociales diferentes, distintos niveles de bienestar, de recursos y de riqueza, mejor o
    peor suerte, pero todos tendrán los mismos bienes primarios.
    Obviamente es aquí donde debe medirse el nivel de exigencia
    o de radicalidad de la teoría rawlsiana, en el conjunto de
    bienes primarios que constituye la base del concepto de
    ciudadanía y sin los cuales la sociedad deja de ser una
    comunidad cívica propiamente dicha.

     

    Ingresos, riqueza y
    libertad

    Entre los bienes primarios no sólo están las
    libertades básicas (que lo están, y lo están
    primariamente), sino también los ingresos y la riqueza, y las
    "bases sociales del autorrespeto". La idea es muy
    profunda, muy profundamente republicana también. El que
    carece de ingresos y riqueza, el que carece de libertad (porque
    es dependiente y está sometido a voluntades ajenas,
    seguramente por falta de ingresos y riqueza)… ese individuo no sólo
    terminará por no respetarse a sí mismo; también
    será incapaz de participar en igualdad de condiciones del
    estatus de libre ciudadanía. Su falta de independencia material (su
    falta de bienes primarios) le impedirá ceñir su
    discurso político (como ciudadano) a los dictados de la
    libre razón pública. Una renta básica, como la que
    hemos defendido nosotros en varios lugares /1, tiene
    aquí una buena base de justificación puesto que
    constituiría un bien primario que se asignaría
    universal e incondicionalmente como derecho de
    ciudadanía.

    La cuestión es cómo organizar la distribución de esos bienes
    primarios, cómo establecer sus jerarquías. Pues bien,
    ésta es otra de las grandes ideas de Rawls: su
    distribución debe responder a un orden léxico (o
    lexicográfico) donde las libertades básicas –los
    derechos de libertad–
    tienen primacía absoluta: libertad de conciencia y pensamiento, de
    expresión, coalición y movimiento, de propiedad individual de bienes
    personales. La izquierda que merece tal nombre siempre ha
    manifestado, y con razón, profundas reservas contra la
    doctrina liberal de los derechos del hombre: su formalismo, su
    desconexión con la distribución de la propiedad. Y la
    izquierda tiene razón: una doctrina estrictamente formal de
    los derechos individuales de libertad termina convirtiéndose
    en una ideología para la
    justificación de la desigualdad y la dominación
    social.

    Rawls, sin embargo, ni ignora esta crítica ni deja de
    compartirla. Por ello conviene recordar al menos tres puntos de
    su filosofía política.

    1) Que el primer principio de justicia, aún
    teniendo primacía sobre los demás, es complementado por
    ellos. El segundo principio intenta justamente dar contenido
    material a los derechos básicos de libertad.

    2) Rawls excluye explícitamente el derecho de propiedad privada
    de los medios de producción de su
    catálogo de derechos y libertades básicos. Y

    3) Rawls incorpora a su primer principio de justicia un
    addendum decisivo, a saber: el valor equitativo de la
    libertad política. Mediante esta nueva exigencia pretende
    hacer frente a la seria amenaza que la desigual distribución
    del ingreso y la riqueza puede suponer para el estatus de libre
    ciudadanía parigual. Las excesivas disparidades en la
    distribución de la propiedad y la riqueza –lo sabe
    Rawls y lo sabemos todos– pueden hacer que la libertad
    política se quede en una libertad sólo formalmente
    igualitaria. Rawls recuerda en este punto a John Stuart Mill:
    "las bases del poder político son la inteligencia (cultivada), la
    propiedad y el poder de combinación, por lo que
    entendía la capacidad de cooperar para conseguir los propios
    intereses políticos. Este poder, en virtud del control que ejercen sobre la
    maquinaria del Estado, permite que unos pocos
    promulguen un sistema de leyes y de propiedad que asegura su
    posición dominante en el conjunto de la economía
    "
    /2.

    Si hay dominación (social y política), el
    estatus de ciudadanía parigual de las personas libres
    simplemente se va al traste. Por eso insiste Rawls en la
    necesidad de postular reglas permanentes de intervención
    para preservar el valor equitativo de esa libertad política,
    para garantizar la igualdad de influencia política para
    todos los ciudadanos. Pues, ¿qué clase de ciudadanos iguales y
    parigualmente libres seríamos si unos –los menos,
    debido a la concentración en sus manos de poder
    económico y social– tuvieran mayor influencia
    política real y mayores oportunidades de condicionar el
    proceso legislativo de
    toma de decisiones en su
    favor? La preocupación por contener la desigualdad social dentro de
    unos límites que impidan la
    corrupción del proceso
    político y por dotar de independencia al cuerpo todo de
    ciudadanos, es preocupación central del pensamiento
    republicano-democrático. Recuérdese la magistral
    exposición de Marx en Glosas Marginales al
    programa del partido obrero
    alemán
    (obra corta del genio alemán más
    conocida por Crítica del Programa de Gotha), escrita
    en 1875, acerca de los que viven con permiso de otros:" Los
    burgueses tienen muy buenas razones para fantasear que el trabajo es una fuerza
    creativa sobrenatural; pues precisamente de la determinación
    natural del trabajo se sigue que el hombre
    que no posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en
    cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser el
    esclavo de quienes se han hecho con la propiedad de las
    condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con
    el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su
    permiso
    ".

    Volvamos a Rawls. El segundo principio de justicia tiene
    dos partes:

    2.a) el principio de igualdad de oportunidades
    y

    2.b) el principio de diferencia. Ambos intentan, cada
    uno en su ámbito de distribución, resolver un problema
    crucial de la ética social normativa, el
    del justo equilibrio entre el azar y la
    responsiblidad de los individuos.

    Nos explicamos. Los individuos
    –necesariamente– venimos al mundo y estamos en el
    mundo rodeados de azar, un azar –obvio es decirlo–
    del que no somos moralmente responsables. No somos moralmente
    responsables, en primer lugar, de nuestro azar social (de nuestro
    patrimonio familiar, de
    nuestro entorno social, etc.). Pero es el caso que ese azar
    brinda oportunidades –de vida, de desarrollo personal, de felicidad
    individual– muy dispares a los individuos. El principio de
    igualdad de oportunidades exige que el acceso a cargos
    públicos y puestos de responsabilidad sea
    rigurosamente igualitario y que no discrimine a los individuos
    bajo ningún otro criterio que no sea el del mérito
    personal (las razones de
    género, clase, etnia o cualesquiera otras por
    el estilo quedan excluidas).

     

    El azar
    genético

    Si se cumplieran estos dos principios, la sociedad
    sería mucho más justa que cualquier sociedad
    contemporánea. Todos tendríamos los mismos derechos y
    las mismas oportunidades. Imaginemos unas instituciones básicas que
    garantizaran ambas cosas junto con el valor equitativo de la
    libertad política, imaginemos qué cantidad de
    iniquidades de las que vemos a diario habrían sido ya
    eliminadas.

    ¿acaso no son dos de los principales problemas del mundo
    contemporáneo las desigualdades en punto a libertades y a
    oportunidades?, ¿acaso no son esas desigualdades las que
    muerden en el proceso político permitiendo que unos pocos
    legislen o hagan legislar a favor de sus privilegiados intereses?
    Idealmente, estos dos principios de justicia darían de
    sí una sociedad meritocrática, sociedad que está
    muy lejos de haberse realizado en ninguna sociedad
    contemporánea, ya lo hemos dicho, pese a la ideología
    meritocrática que la sustenta. Sin embargo, Rawls, ni
    siquiera idealmente, se conforma con la meritocracia. Su
    teoría de la justicia es más exigente. Y ello es porque
    Rawls sabe que hay un segundo tipo de azar del que los individuos
    no somos moralmente responsables y que –de no ser
    controlado o regulado– generaría inicuas desigualdades
    de ingreso y riqueza. Nos referimos al azar genético, a los
    talentos y habilidades con las que los individuos venimos al
    mundo. Para Rawls la distribución aleatoria de esos talentos
    es un "activo común" de la sociedad y la sociedad,
    por lo tanto, tiene el derecho y el deber de regular las
    consecuencias sociales de esa distribución según
    criterios de justicia.

    Es un activo común de la sociedad, primero, porque
    sólo en sociedad puede el individuo ejercer y sacar provecho
    del ejercicio de sus talentos. Maradona podía tener la mejor
    zurda de la historia del fútbol,
    podríamos decir que su zurda fue tocada por los dioses, pero
    de poco le habría servido a Maradona ese don divino si
    hubiera vivido en una isla desierta. Segundo, la
    distribución de los talentos es un "activo común" de la
    sociedad porque es la sociedad –bastante azarosamente, todo
    hay que decirlo– la que asigna valor a esos talentos.
    Maradona podría haber vivido en sociedad pero si ésta
    –pongamos que hubiera nacido en el siglo XVI– no
    conoce siquiera el juego del balón-pié,
    difícilmente el astro argentino habría tenido oferta millonaria alguna por
    el espectáculo de su magia futbolística. Por eso afirma
    Rawls que los individuos no tenemos derecho a la plena
    apropiación privada de los rendimientos de nuestro talentos.
    Ahora bien, la sociedad necesita –en aras de la eficiencia,
    del bienestar de todos, de la propia felicidad
    pública– de esos talentos individuales, necesita del
    mejor ingeniero y del mejor profesor, del mejor
    médico y del mejor futbolista, etc. Y no puede permitirse el
    lujo de desincentivar el ejercicio de esos talentos.
    ¿Dónde está el equilibrio entre los dictados de la
    eficiencia y los dictados de la moral? Nadie es moralmente
    responsable de su azar genético, pero la sociedad necesita
    aprovecharlo. Si nos pasamos por el lado de la igualdad,
    desincentivamos los talentos, socialmente necesarios; si nos
    pasamos por el lado de la eficiencia –y sobreincentivamos
    los talentos– podemos generar desigualdades de ingreso y
    riqueza éticamente injustificables. Una vez más,
    ¿dónde hallar el equilibrio? Rawls cree haberlo hallado
    en su célebre principio de diferencia, de formulación
    algo contraintuitiva, a saber: un alejamiento de la igualdad
    será moralmente permisible si los más desfavorecidos
    salen beneficiados de la desigualdad resultante. Ahora unos
    tendrán más que otros, pero éstos también
    tienen más que antes. Rawls cree que su principio de
    diferencia captura un ideal de solidaridad social y hace que la
    sociedad pueda seguir viéndose como una sistema cooperativo
    en el que siendo todos por igual ciudadanos libres, todos salimos
    beneficiados de la pertenencia a, y de la participación en,
    la empresa comunitaria que
    debe ser la buena sociedad.

    Rawls piensa que sólo un socialismo de mercado con las adecuadas
    garantías constitucionales y meritocráticas o una
    democracia de propietarios
    (nunca el capitalismo, ni siquiera el
    del Estado de bienestar) satisfarían sus exigentes
    principios de justicia. Rawls no ofrece grandes concreciones
    institucionales cuando habla de democracia de propietarios,
    tampoco es ésa, piensa, la labor del filósofo
    político, pero el ideal –de clara raigambre
    jeffersoniana– es claro: la propiedad es una
    institución central, y la única forma de acercarnos a
    su ideal de justicia distributiva es ciñendo al máximo
    los efectos, potencialmente devastadores, de la propiedad
    –mediante un amplio abanico de mecanismos redistributivos
    que impidan su concentración privada– sobre la
    igualdad de libertad, de oportunidades, de ingresos y riqueza, y
    de las condiciones que hacen posible la dignidad humana.

    La renta básica de ciudadanía a la que ya nos
    hemos referido más arriba, por ejemplo, pretende
    –aunque nunca sería suficiente– contribuir a ese
    ideal democrático.

    La sociedad ideal rawlsiana no estaría más
    allá de la justicia, pero sí que sería una
    sociedad más libre (sin opresión ni discriminación) y
    más igualitaria (con igualdad de oportunidades y una
    equitativa distribución de ingresos y riqueza), en la que
    todos tendríamos una robusta identidad
    cívico-política, en la que todos, pese a nuestras
    creencias y lealtades privadas, pese a nuestras diferencias de
    ingreso y riqueza (que estarían notablemente contenidas),
    pese a nuestras inclinaciones y preferencias, podríamos
    reconocerrnos mutuamente como ciudadanos parigualmente libres,
    miembros de pleno derecho de una comunidad entendida como un
    sistema de cooperación social.

    La teoría de la justicia como equidad de Rawls
    está incuestionablemente inscrita en la tradición
    democrático-republicana /3 de la libertad. Por eso
    interesa al pensamiento de izquierda.

     

    Notas

    1/ Especialmente nos hemos extendido en
    Republicanismo y Renta Básica, (2003), en prensa.

    2/ John Rawls (2002), La justicia como
    equidad
    , Barcelona: Paidós, traducción de A. de
    Francisco, §39.1: 177-8.

    3/ La tradición democrático-republicana
    de la libertad no es la de la libertad de los modernos, la de la
    libertad liberal. El republicanismo entiende la libertad como
    ausencia de dominación, esto es, de interferencia
    arbitraria. En el "Diccionario para la resistencia", como
    se tituló el número 50 de VIENTO SUR, se puede
    encontrar una pequeña ampliación de la concepción
    de la libertad republicana dentro de la palabra "SUG".

    Daniel Raventós

    Andrés de Francisco y

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