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El rol de los intelectuales en la sociedad moderna



    (Trabajo
    realizado con motivo del Encuentro de Intelectuales Populares
    y de Izquierda, realizado en Quito, del
    15 al 17 de noviembre de 2004)

    1. Resumen
    2. Introducción
    3. Los mitos más difundidos
      en torno al intelectual
    4. El intelectual en las modernas
      sociedades capitalistas
    5. El rol de los
      intelectuales
    6. Los intelectuales y la
      izquierda partidaria
    7. Importancia de la
      producción intelectual
    8. Conclusiones
    9. Bibliografía

    Resumen:

    A lo largo de toda la historia del mundo
    occidental, se ha difundido el mito del
    intelectual como un ser muy especial. En la antigua Grecia, eran
    los filósofos quienes cumplían este rol,
    en el marco de lo que se denominó la Paideia –
    término intraducible al español
    – como un ideal de culturas universal. En la Edad Media
    fueron los monjes y sacerdotes quienes cumplieron el rol de
    celosos guardianes de la sabiduría y la verdad.

    En las modernas sociedades
    capitalistas, tanto el rol como del mito de los intelectuales sed
    ha difuminado debido a la
    organización social del capitalismo.
    En estas sociedades, el intelectual deja de ser una élite
    y se convierte en una categoría que caracteriza al
    intelectual por su función en
    la sociedad más que por su papel en la estructura
    productiva, tal como señalan teóricos de la
    calidad de
    Gramsci y Lukács. La relación de los intelectuales
    con las estructuras
    partidarias de izquierda ha sido conflictiva y tensa y casi
    siempre sed ha resuelto con la expulsión de
    aquellos.

    Sin embargo, hoy más que nunca su función
    debe rescatarse, en la medida en que la construcción del nuevo proyecto
    histórico de las clases dominadas y subalternas exige la
    confluencia de intelectuales – como sector autónomo
    – militancias partidarias y movimientos sociales, para
    elaborar las teorías
    alternativas al capitalismo neoliberal.

    Descripción

    Los intelectuales en el mundo antiguo, en la edad media
    y en el capitalismo. Las teorías de Gramsci y
    Lukács. Los intelectuales y las estructuras partidarias de
    izquierda. Intelectuales de izquierda y de derecha.
    Construcción del proyecto histórico orientado a la
    emancipación de las clases subalternas. El Socialismo del
    siglo XXI.

    Introducción

    A propósito del Encuentro Ecuatoriano de
    Intelectuales Populares y de Izquierda, se han presentado algunas
    confusiones en torno a los
    sujetos de la convocatoria. La primera gira alrededor de la
    caracterización del término
    "intelectual".

    Para algunas personas, el mencionado Encuentro no
    sería sino la repetición continuada de eventos que
    convocan a determinados sectores cuyo quehacer se encuentra
    desligado de la práctica social y política,
    reeditándose la vieja dicotomía entre la "teoría"
    y la "práctica". La segunda se refiere al carácter mismo del Encuentro.

    El término "izquierda", se dice, ha perdido
    vigencia debido al "fracaso" de su referente teórico que
    era el socialismo. Al mismo tiempo, con el
    perentorio fracaso del socialismo histórico se ha
    consolidado la democracia
    liberal como el único modelo de
    sociedad ajustado a la naturaleza del
    ser humano, situación en la cual pierden vigencia las
    ideologías con la consiguiente anulación de las
    tradicionales posturas de derecha e izquierda.

    En el presente ensayo, nos
    ocuparemos en la medida de los posibles de los problemas
    señalados, tratando de precisar el papel que han cumplido
    y cumplen los intelectuales, particularmente de izquierda, en el
    proceso
    social.

    Los mitos
    más difundidos en torno al intelectual

    Existen algunos mitos, en unos casos, y ciertos
    prejuicios ideológicos, en otros, con relación al
    intelectual y el rol que juega en la sociedad. En cuanto a lo
    primero, empecemos por señalar que el término
    intelectual se ha reservado, por lo general, a los
    filósofos, poetas, ensayistas, pensadores,
    científicos sociales y todos aquellos personajes que han
    hecho de la palabra hablada y escrita su actividad
    primordial.

    Solo de un tiempo a esta parte, debido a la
    redefinición del concepto de
    cultura, se ha
    incluido entre los intelectuales a los artistas que manejan
    diferentes géneros: pintores, escultores, músicos,
    entre otros. De allí que, en el imaginario colectivo, se
    asocia de manera involuntaria los conceptos de intelectual y
    escritor; o, por lo menos, a éstos se atribuye con
    preferencia el término intelectual.

    El mito sobre el intelectual es tan viejo como la
    civilización occidental. En la antigua Grecia, eran los
    filósofos quienes cumplían el rol de intelectuales
    y de ellos la sociedad, con razón o sin ella, se
    formó un idea particular que se ha convertido en
    estereotipo en las épocas posteriores.

    Tal idea derivó de la "peculiar actitud
    espiritual" de los primeros filósofos, según la
    caracterización hecha por Werner Jaeger, que
    consistía en "su consagración incondicional al
    conocimiento,
    al estudio y la profundización del ser por sí
    mismo" y la concomitante indiferencia "por las cosas que
    parecían importantes al resto de los hombres, como
    el dinero, el
    honor, e incluso la casa y la familia, su
    aparente ceguera para sus propios intereses" e incluso para el
    ejercicio práctico de la política. Esto
    último tiene algo de paradójico, puesto que la
    mayor parte de ellos, si no todos, jamás perdieron de
    vista la política, que era entendida como "servicio a la
    comunidad".

    Prueba de ello, sin ir más lejos, son las obras
    inmortales de Platón
    y Aristóteles, entre los más
    conocidos, como son La República y La
    Política
    , respectivamente. Sin embargo, no es
    usual encontrar su nombre en los anales de la historia
    política de Grecia, exceptuando quizá Solón,
    quien podría decirse que fue el prototipo del
    intelectual-político en la Grecia
    presocrática.

    Esta peculiar actitud espiritual de los
    filósofos, los convirtió en seres extravagantes y
    misteriosos, pero altamente estimados por sus
    contemporáneos. El filósofo es "ingenuo como un
    niño, torpe y poco práctico, y existe fuera de las
    condiciones del espacio y del tiempo", imagen que
    sirvió de base para la difusión de anécdotas
    que ahora son muy conocidas: el sabio Tales de Mileto,
    embebido en la observación de los fenómenos
    celestes, cae en un pozo y es su criada quien le reprocha que por
    ver lo que tiene sobre su cabeza no ve lo que tiene bajo los
    pies.

    Tal vez fueron los romanos quienes pudieron conjugar
    mejor el sentido práctico con la reflexión
    filosófica, probablemente debido a que las exigencias de
    la época les obligaron a pensar con mayor ahínco en
    cosas concretas, como aquellas que tiene que ver con el ejercicio
    del poder. Son
    conocidos los nombres de Ovidio, Tácito y Séneca,
    entre otros, quienes cumplieron importantes funciones
    públicas.

    Sea de esto lo que fuese, el hecho es que los
    filósofos constituyeron una élite intelectual cuya
    vida, muy a su pesar, estuvo relacionada y muy estrechamente con
    el poder; en su mayoría fueron consejeros de reyes y
    emperadores o preceptores de las familias reales.

    La situación fue diferente en la Edad Media. Con
    el ocaso del Imperio Romano,
    que se levantó sobre las ruinas de las polis griegas, la
    sociedad europea se fragmentó, la cultura se
    dispersó y las obras monumentales de los filósofos
    griegos se perdieron por largo tiempo. La incorporación
    del Cristianismo a
    la lógica
    del poder le restó su vitalidad revolucionaria y
    convirtió a la Iglesia
    Católica en el más fiel instrumento de los poderes
    imperiales.

    Europa se convirtió en una sociedad
    teocéntrica y teocrática, y todas las
    manifestaciones culturales se sometieron a su lógica.
    Dividido el Imperio entre Oriente y Occidente, el predominio
    tanto comercial como religioso del primero, convirtió a
    Bizancio en el eje de la cultura medieval, concentrándose
    en ella la antigua sabiduría heredada de los griegos. Los
    clérigos se convirtieron en los nuevos intelectuales, que
    asumieron el carácter de "guardianes" de la cultura,
    reservada exclusivamente para uso y consumo
    especulativo de las élites religiosas. Tanto en Oriente
    como en Occidente, los monasterios se transformaron en el
    símbolo de la radical separación entre las
    élites "cultas" y las masas "incultas"; y, aun en su
    interior, se produce una división marcada entre los
    "monjes sacerdotes, que se dedicaban a los oficios ligados a los
    fines de la institución", entre los que se cuentan el
    cuidado y la copia de pergaminos, y "los que debían
    atender a los servicios de
    la casa". Habrán de pasar muchos siglos antes de que la
    cultura adquiera de nuevo su dinámica, y se expanda otra vez hacia el
    anquilosado occidente de la Edad Media, cosa que ocurrirá
    solo con el Renacimiento y
    la recuperación de la antigüedad clásica, en
    peligro de perderse entre las hordas invasoras.

    Si nos atenemos a la interpretación de Jaeger sobre la
    función que cumplieron los filósofos de la
    antigüedad, no es difícil descubrir la gran
    diferencia entre aquellos y los nuevos intelectuales de la Edad
    Media. Los intelectuales griegos fueron educadores por
    excelencia.

    Su visión del mundo parte de una
    comprensión de la íntima unidad existente entre el
    mundo natural y el mundo humano. El Cosmos, que en su
    acepción originaria significa un orden opuesto al caos, es
    una totalidad viviente dentro de la cual el ser humano ocupa un
    lugar preponderante, pero jamás situado fuera ni por
    encima de él.

    De allí derivaron los griegos esa especia de
    humanismo
    objetivo
    – muy diferente al humanismo renacentista -, que consiste
    en conceder especial preocupación al ser humano, pero
    sujeto siempre a las leyes impuestas
    por la naturaleza. Para el espíritu griego, lo universal,
    el Logos, constituye la esencia del espíritu. La educación consiste
    en modelar los sujetos sociales para la construcción de un
    ideal de cultura basado en una racionalidad que, a su vez, se
    fundamenta en la armonía del Cosmos. Por eso, las
    "humanidades"- como se llamaron luego a las ciencias
    dedicadas al estudio de lo humano – tiene su más
    remoto origen en los griegos, en quienes la educación
    humanística era integradora y totalizante. Los griegos no
    conocieron el actual concepto de educación como puro
    adiestramiento
    para fines exteriores a las exigencias universales del ser
    humano. La Paideia – término intraducible para
    nosotros – constituyó todo un proyecto de
    civilización humana.

    En la Edad Media, por el contrario, los intelectuales
    cumplen funciones más pronunciadamente ideológicas,
    en el sentido marxista: la supremacía del concepto de
    divinidad provoca un deterioro de la valoración del
    concepto de libertad, muy
    caro a los griegos a pesar de las condiciones sociales y políticas,
    y el pensamiento
    pierde su autonomía para transformarse en una herramienta
    del ideal religioso. De manera conciente se restringe el acceso
    al conocimiento, con el propósito de poner freno a la
    "concupiscencia intelectual", es decir a esa morbosa
    afectación por la curiosidad, condenada por la Biblia a
    través del mito adámico: la serpiente (el mal)
    ofrece dadivosamente a Adán y Eva el fruto del
    conocimiento del Bien y del Mal, promesa cuyo cumplimiento lleva
    aparejada una tragedia: ser como Dios, es decir descubrir
    mediante el
    conocimiento los secretos de la creación, sacrilegio
    que es castigado con la pérdida de la inocencia: el saber
    entraña la culpa que despoja a la vida de su inocente
    ignorancia.

    Esta concupiscencia puede provocar desviaciones en el
    camino a la felicidad eterna, de la cual la Iglesia se cree la
    única responsable. Los clérigos y monjes cumplen la
    función de guardianes de la verdad y administradores
    celosos del conocimiento, administración que opera en base al
    criterio de autoridad y no
    de la razón: Solo la autoridad puede determinar qué
    es lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo
    falso y, finalmente, lo que conviene o no a los fieles. Al
    resguardar celosamente la sabiduría, los monjes, al tiempo
    que cumplían con el mandato divino de someter a los
    mortales a la virtuosa ignorancia, habilitaban el camino de su
    redención al entregarles, sin ningún esfuerzo para
    los "simples", las verdades que les eran indispensables practicar
    para lograr el fin supremo del hombre.

    Como puede apreciarse, a la imagen del intelectual como
    un ser abstraído en sus meditaciones transcendentes, los
    monjes de la Edad Media aportaron algunos elementos culturales
    que fortalecieron el mito del intelectual como un personaje de
    respeto, por ser
    el depositario de una sabiduría cuyo acceso se encuentra
    vedado, o por lo menos limitado, a la generalidad de los
    mortales.

    Bien podría decirse, entonces, que en las
    sociedades tradicionales que antecedieron a las capitalistas,
    más que en cualquiera otra, la separación entre
    intelectuales y no intelectuales estaba determinada por la
    ubicación de los sujetos en la estructura
    económico-social: los primeros ejercitaban una actividad,
    llamémoslo así, "espiritual", mientras los segundos
    realizaban quehaceres de tipo corporal, si se quiere manual o
    productivo.

    Este fenómeno objetivo estaba legitimado por una
    concepción filosófica que, en términos
    generales, asigna al "alma"
    funciones superiores, como el pensar, y al "cuerpo" funciones
    puramente biológicas que alimentan la natural
    inclinación pecaminosa del ser humano. La
    Escolástica concebía a éste como una unidad
    compuesta de tres partes diferenciadas: las almas vegetativa,
    sensitiva e intelectiva. Las dos primeras pertenecen a todos los
    seres de la naturaleza y de las cuales participa también
    el ser humano; pero, solo la última es privativa de
    éste, confiriéndole una superioridad
    ontológica. Dada su dignidad, pues
    el hombre fue
    creado a semejanza de Dios, el alma intelectiva debe someter a su
    arbitrio y dirección, con el auxilio de la gracia
    divina, a las demás, que constituyen el asiento de la
    concupiscencia y el pecado.

    Los religiosos, al renunciar al cuerpo aún en sus
    expresiones biológicas más elementales – por
    ejemplo, a través del ayuno y la abstinencia -, fortalecen
    las facultades propias del alma intelectiva, alcanzando el rango
    distintivo de "humanidad" y, por tanto, elevándose a un
    plano superior que los situaba por encima de la mayoría de
    la gente, incapaz de rebasar los niveles de la vida vegetativa y
    sensitiva. El alma, el espíritu, el pensamiento y
    conceptos similares estaban asociados al mundo ideal, mientras
    que la producción, el cuerpo, las necesidades
    biológicas, etc., lo estaban al mundo material. Este
    modelo antropológico constituye el soporte de arraigadas
    creencias, vigentes aún en la actualidad aunque en
    estado
    práctico, que confieren a las actividades espirituales y,
    por ende, a los intelectuales, un rango superior, fortaleciendo
    de esta manera el mito de que hablamos al inici

    El intelectual
    en las modernas sociedades capitalistas

    En la Modernidad se ha
    democratizado el acceso al conocimiento y a la producción
    ideológico-cultural desde la invención de la
    imprenta en el
    siglo XVI, invención que solo fue el punto de partida,
    infinitamente superado en la actualidad por técnicas
    de escritura y
    comunicación más sofisticados. En
    las nuevas condiciones, la función del intelectual no ha
    desaparecido, pero se ha modificado sensiblemente; y, al mismo
    tiempo, el mito sobre el intelectual, sin perder vigencia, ha
    cobrado nuevas connotaciones.

    Para empezar, se han borrado las fronteras que separaban
    el trabajo
    intelectual del trabajo manual. Al hacerse infinitamente
    más complejas las relaciones sociales, atravesadas por un
    modo de producción que integra en un mismo proceso
    funciones intelectuales y manuales, pierde
    vigencia la separación entre el trabajo intelectual y el
    trabajo manual o, al menos, la diferencia se hace muy sutil, como
    lo advierte Antonio
    Gramsci, cuando señala: "La relación entre los
    intelectuales y el mundo de la producción (se refiere al
    capitalismo) no es inmediata, como ocurre con los grupos
    sociales fundamentales, sino que es "mediata" en grado
    diverso en todo el tejido social y en el complejo de las
    superestructuras, en los que los intelectuales son los
    "funcionarios".

    Desde el punto de vista filosófico, el
    cartesianismo del siglo XVII constituye un cambio
    decisivo en la cosmovisión antropológica de la
    sociedad moderna.

    Para Descartes,
    alma y cuerpo – y por tanto las funciones que en el
    pensamiento tradicional les eran propias – no constituyen
    ya la unidad jerarquizada que hacía posible la
    subordinación de la materia al
    espíritu. Si bien es cierto que, en teoría,
    Descartes sigue sosteniendo la idea de superioridad del
    pensamiento sobre la materia, el conjunto de su doctrina se
    aparta de la tradición escolástica. Solo existen
    tres substancias: la res cogitans (el pensamiento), las rex
    extensa (La materia, los cuerpos físicos) y la res
    infinita (Dios). El hecho de ser substancias las hace
    autónomas aunque conserven cierto grado de
    dependencia.

    Así, la res cogitans constituye el asiento de la
    libertad, que es una facultad propia del alma; pero, el alma se
    encuentra perfectamente ubicada en el microcosmos de la res
    extensa: la glándula pineal, desde la cual ejerce su
    potestad sobre el cuerpo. Según el mecanicismo fundado por
    él, el hombre muere no porque se separa el alma del
    cuerpo, sino al contrario: el alma se separa del cuerpo cuando
    éste ha dejado de funcionar. Pequeña diferencia en
    la cual se encuentra toda la diferencia.

    Pero, la res cogitans es privativa del hombre y su
    esencia radica en el pensamiento – de allí su nombre
    -; el pensamiento, por tanto, es común a los humanos, de
    donde puede concluirse que todos los hombres son potencialmente
    intelectuales, en el sentido de que pueden crear productos de
    pensamiento. Nótese la diferencia con relación al
    pensamiento medieval que depositaba en factores sobrenaturales la
    posibilidad de lograr la perfección: conocimiento,
    más virtud, más práctica piadosa,
    justificando el carácter elitista de los
    intelectuales.

    Al ser sustituida la autoridad por la razón
    – el famoso sentido común de Descartes – se
    reconoce el carácter universal de esta última, de
    tal manera que el conocimiento deja de ser un privilegio; al
    menos en teoría, todos los seres humanos tienen la
    facultad de pensar y, eventualmente, de producir no solo
    "artefactos" sino también ideas.

    En la sociedad capitalista, el que se produzca
    artefactos o ideas es indiferente mientras unos y otras se
    conviertan en mercancías. Por lo tanto, en el mundo de la
    producción, todos los sujetos sociales participan y
    cumplen un rol determinado: unos son directivos, otros
    técnicos, y los más, obreros y empleados.
    ¿Qué factor determina la asignación de los
    roles mencionados? El acceso al conocimiento, que es, con la
    democratización de la sociedad, un "derecho universal":
    los más instruidos cumplen funciones de dirección y
    mando y los menos instruidos, las de subordinación y
    dependencia, independientemente de si producen libros o pollo
    frito. En teoría, todos los seres humanos pueden ser
    sabios, instruidos, "cultos"; si no lo son, ello obedece –
    de acuerdo a doctrinas desarrolladas posteriormente – a
    factores de carácter psicológico (mayor o menor
    capacidad intelectual determinada por el famoso "cuociente
    intelectual"), moral
    (debilidad de ciertas facultades espirituales que hacen a unos
    hombres vagos por naturaleza), biológicas (la raza) o,
    finalmente, geográficas (el clima, la
    región, etc.).

    En cierta medida, pues, es el grado de
    instrucción el que asigna diferentes roles a los sujetos
    sociales. Sin embargo, sería un grave error – en el
    que incurre la mayoría de la gente – pensar que por
    el hecho de cumplir funciones de dirección y mando, los
    sujetos correspondientes pertenecen a la categoría de
    intelectuales.

    Cierto es que hay una estrecha relación entre el
    conocimiento y el ejercicio de funciones directivas o, en
    términos más generales, entre saber y poder. No en
    vano, como se dijo, los intelectuales han constituido un grupo
    privilegiado enquistado o, al menos, cercano al poder. Y
    sería un error porque, a poco que meditemos en el asunto,
    repararíamos en el rechazo espontáneo que provoca
    la idea de que un gerente o un
    dirigente político sean considerados como
    tales.

    De hecho, ellos mismos rechazarían tal idea, y
    efectivamente lo hacen, ya sea por considerar peyorativa dicha
    categoría – algún político
    habló de los intelectuales como de "sociólogos
    vagos" – ya sea porque, en tal caso, no habría
    ninguna diferencia entre los mencionados personajes y un
    científico social, por ejemplo. Igualmente, esta
    categorización impediría que las personas que no
    cumplen funciones de dirección sean catalogadas como
    intelectuales. ¿Acaso no puede ser intelectual el obrero
    de una fábrica? Para responderse basta leer la obra tan
    conocida de Antonio Skármeta, El Cartero de
    Neruda
    , para reparar en el hecho de que no existe una
    relación de causa efecto entre el grado de
    instrucción y la función intelectual.

    Salta a la vista que las funciones que cumplen los
    personajes adscritos a tales categorías en nada se
    parecen, por más que unos y otros sean seres
    pensantes.

    De allí que resulte un prejuicio
    ideológico identificar intelectuales con dirigentes,
    basados en el criterio del grado de instrucción. Incluso
    en los partidos
    políticos, cuya naturaleza parecería exigir tal
    identificación, las diferencias son claras. Un dirigente
    no es tal porque sea intelectual, como tampoco un intelectual por
    ser tal puede convertirse en dirigente, aunque eventualmente los
    dos roles puedan conjugarse en una misma persona.

    Es en el seno del movimiento
    obrero de Occidente y también de América
    Latina donde se puede apreciar ciertos casos
    paradigmáticos de identificación de los dos roles
    en una misma persona. Marx, Lenin,
    Trotsky, Lukács, Gramsci, Fidel, el Che, etc. representan
    el prototipo del intelectual revolucionario que es a la vez
    dirigente político. Pero, esos son casos excepcionales; la
    mayoría de intelectuales cumple un rol más modesto,
    pero no por ello menos importante.

    Otro prejuicio ideológico derivado de la organización capitalista de la sociedad
    sería considerar a los intelectuales como una élite
    especializada sin mayor relación con la vida
    práctica, ante quienes la sociedad ha adoptado una doble
    posición: la reverencia o la descalificación.
    Quienes adoptan la primera actitud, lo hacen impulsados
    todavía por los efectos de esa mitificación en
    franca decadencia. La descalificación, en cambio, proviene
    de esa misma mitificación, pero valorada en sentido
    inverso: los intelectuales son esos personajes que, por estar
    alejados de la vida práctica, solo "teorizan" y son
    incapaces de dar soluciones a
    los problemas concretos, opinión que no carece de
    fundamento y hasta es válida mientras no se generalice a
    todo el gremio.

    Los más recalcitrantes consideran a los
    intelectuales como personajes improductivos; no solo que se
    encuentran separados de la vida práctica sino que,
    además, sus productos en nada aportan al progreso material
    de la sociedad, salvo raras excepciones que dicen relación
    a la transformación de los productos
    ideológico-culturales en mercancías.

    El rol de los
    intelectuales

    Es en el seno de la filosofía de la praxis donde
    se ha debatido con mayor interés
    este problema relacionado con el rol de los intelectuales,
    probablemente debido al hecho de que gran parte de los dirigentes
    revolucionarios, desde Marx y Engels, fueron a la vez
    intelectuales.

    Si en el conjunto de la sociedad moderna la
    ubicación de los intelectuales se volvió
    problemática, lo fue más en el seno del movimiento
    obrero y de los partidos que surgieron en representación
    suya. ¿Cuál era y es su rol? ¿Dirigir,
    orientar, impulsar los procesos
    revolucionarios? ¿Formular teorías?
    ¿Criticar a las dirigencias siendo el ojo avizor de los
    dirigidos? Las luchas intestinas dentro del Partido bolchevique,
    gestor de la Revolución
    de Octubre de 1917, y la postura del estado soviético
    frente a los intelectuales – una postura que solo
    reconoció la legitimidad de aquellos que de manera
    incondicional habían adherido a las "teorías"
    oficiales del Partido y del Estado – atestiguan esta
    problematicidad.

    En este sentido, no cabe duda que el Estado
    capitalista ha sido relativamente más tolerante con los
    intelectuales que el estado "socialista", lo cual se atribuye
    equivocadamente a la adhesión del primero al supremo
    principio de la libertad. Y digo equivocadamente porque uno y
    otro, en momentos en que se pone en juego la
    estabilidad y permanencia del Estado, son implacables con los
    intelectuales.

    A pesar de ese interés, siempre ha llamado la
    atención el hecho de que los fundadores de
    la filosofía de la praxis, Marx y Engles, no le hayan
    prestado suficiente atención, de tal suerte que aparte de
    encontrarse ciertas alusiones en algunos textos de juventud del
    primero, el tema se encuentra ausente en las obras fundamentales
    del marxismo. Y lo
    propio puede decirse respecto a los temas relacionados con la
    cultura en general, lo que ha alimentado ciedrtas posiciones
    economicistas que reducen el marxismo a la relación entre
    infraestructura y superestructura. Esto parece obedecer a
    factores de carácter histórico. Desde el Manifiesto
    Comunista de 1848 hasta la Revolución
    Rusa de 1917, el movimiento revolucionario internacional
    había experimentado un constante crecimiento,
    habiéndose principalizado la estrategia del
    "asalto al poder", tal como ocurrió en el último de
    los acontecimientos mencionados.

    En el plano de la teoría, esta estrategia
    obligó a los dirigentes a privilegiar las discusiones en
    torno a problemas políticos como el carácter del
    Estado, las alianzas de clases, etc., dejando de lado aquellos
    que dicen relación a la organización de la cultura,
    el papel de los intelectuales, y otros más.

    Entre 1920 y 1930, sin embargo, el movimiento comunista
    internacional es fuertemente atacado por el surgimiento del
    fascismo
    europeo y entra en una etapa de reflujo, especialmente
    después del triunfo de Adolfo Hitler en
    1933. Por otra parte – según lo señala
    Moreano en su ponencia – la estrategia de asalto al poder
    era factible frente a la endeblez de la sociedad civil de
    la Rusia
    prerrevolucionaria. En Occidente, en cambio, la sociedad civil
    burguesa estaba orgánicamente estructurada siendo inviable
    un nuevo proyecto histórico por la vía de las
    armas, como lo
    demostró el intento húngaro de 1924 y ya, mucho
    antes, la Comuna de París. Estos dos factores, la
    debilidad del movimiento comunista frente al fascismo y al
    agotamiento de la vía revolucionaria en Occidente,
    obligaron al movimiento obrero y a los intelectuales marxistas a
    diseñar nuevas estrategias en
    las que se privilegiaron los aspectos
    ideológico-culturales. Antonio Gramsci desarrolla su
    teoría política articulada al concepto de
    "hegemonía", que consiste en la construcción de un
    proceso de dirección en el seno de la sociedad civil (toma
    de la hegemonía) por parte del nuevo bloque
    histórico de la revolución social, dirigido por el
    Nuevo Príncipe, el Partido intelectual orgánico del
    proletariado y las clases subalternas.

    Esa toma de hegemonía, a través de una
    larga guerra de
    trincheras, comprendía la construcción de una nueva
    cultura, un nuevo proyecto ético-espiritual de toda la
    sociedad, fundado en la concepción del mundo de la nueva
    clase
    fundamental, proyecto en el cual los intelectuales juegan un rol
    preponderante. La estrategia de asalto al poder postergó
    los temas relacionados con la educación y la
    organización de la cultura; entre tanto, la evidencia de
    que tal vía se encontraba agotada privilegió la
    estrategia de la "dirección política y cultural"
    (hegemonía).

    Dicho en otras palabras, si la endeblez de la sociedad
    civil rusa, que no estuvo atravesada por los valores
    democráticos de la revolución burguesa de Europa,
    permitió el asalto al poder de los bolcheviques, el
    carácter orgánicamente estructurado de las
    sociedades occidentales exigía un largo proceso de
    educación de los sujetos sociales para ganar legitimidad
    dentro de la sociedad burguesa. Esto es lo que Antonio Gramsci
    denominó la "construcción de una nueva
    hegemonía": la clase obrera debe convertirse en
    "dirigente", con alto prestigio intelectual y moral y con un
    sólido proyecto educativo, aún antes de la toma del
    poder. Naturalmente, en este proceso el rol de los intelectuales
    es decisivo, de donde deriva la atención privilegiada que
    éste y otros pensadores alineados en la filosofía
    de la praxis otorgaron a este tema.

    Las formulaciones gramscianas sobre el intelectual
    orgánico han servido de soporte a nuevas reflexiones en el
    seno del pensamiento crítico. Una de las obras más
    significativas al respecto pertenece a Michael Löwy,
    Para una sociología de los intelectuales
    revolucionarios
    , en la cual el autor analiza a
    profundidad la evolución intelectual de George
    Lukács – marxista húngaro y dirigente
    revolucionario – entre 1909 y 1929, evolución que puede
    considerarse como paradigmática del intelectual
    revolucionario de Occidente. En ella muestra el cambio
    paulatino de Lukács desde un pensamiento
    liberal-burgués hasta la adscripción
    teórico-práctica al proyecto revolucionario del
    proletariado, que por entonces era el sector social que lideraba
    los procesos de transformación política de Europa.
    A partir de esa investigación formula una teoría que
    resulta útil para efectos de esta ponencia.

    La tesis
    más importante de Löwy es que los intelectuales no
    son una clase y, por lo tanto, su posición no se define en
    relación con los medios de
    producción y la estructura económico-social, sino
    una "categoría social". Esto significa lo
    siguiente:

    1. Los intelectuales, en cuanto tales, no son
      productores de bienes y
      servicios, sino creadores de productos
      ideológico-culturales. Independientemente del lugar que
      ocupen en la estructura económico social, todos los
      seres humanos, por el mero hecho de ser tales, pueden crear
      productos ideológico-culturales: ser pintores,
      escultores, poetas o escritores; y quien lo haga cumple una
      función intelectual.
    2. Por fuertes que sean los condicionamientos
      económico-sociales, como la pertenencia a una clase
      social determinada o la posición en la estructura
      productiva, quien se ha definido como intelectual siempre tiene
      la capacidad de optar por los intereses de los opresores o de
      los oprimidos; valer decir, puede elegir entre la alternativa
      de crear productos ideológico-culturales enmarcados en
      los fines de la explotación o en los ideales de
      emancipación y liberación del género
      humano.
    3. No existe, por lo tanto, "inteligentzia" neutra, por
      más que los intelectuales "gocen de una cierta
      autonomía relativa con respecto a las clases
      sociales". Como creadores de productos
      ideológico-culturales expresan las demandas sociales
      desde la perspectiva del proyecto histórico al cual han
      adherido.
    4. Por lo general, los intelectuales se rigen por
      valores
      cualitativos que se desprenden de su sensibilidad estética, de su comportamiento moral o de su comprensión
      teórica. En la medida en que el capitalismo todo lo
      convierte en dinero, en
      mercancía, en valores puramente cuantitativos, los
      intelectuales sienten una aversión casi natural contra
      el capitalismo. Incluso quienes no han adherido al proyecto
      histórico de las clases subalternas, que en
      términos generales se define como "socialismo",
      coinciden con los intelectuales revolucionarios en esta
      aversión, convirtiéndose en críticos del
      sistema y de
      sus formas de poder.

    Estas precisiones conceptuales nos permiten esclarecer
    las confusiones anotadas. Gramsci señalaba. "Todos los
    hombres son intelectuales, pero no todos los hombres cumplen en
    la sociedad la función de intelectuales".

    Con esto quiere decir que todos los hombres, desde la
    máxima autoridad de una empresa
    productiva, hasta el más humilde de los trabajadores
    aportan con su capacidad intelectual, en diferentes niveles y
    condiciones, en la realización de sus tareas.

    Pero, no por cumplir funciones de dirección el
    gerente puede ser catalogado como el "intelectual" de la empresa. Que
    eventualmente pueda ser más instruido que el resto de
    trabajadores – cosa que es por demás obvia dada la
    estructura de clases de la sociedad – no implica que cumpla
    un función intelectual.

    Este ejemplo es válido para todos los espacios
    micro y macrosociales, en los cuales existen funciones de
    dirección y mando y personas que las ejecutan, como parte
    de las necesidades de organización de la sociedad; pero,
    ello no es razón suficiente para catalogar a unos como
    intelectuales (directivos) y a los otros (subordinados) como no
    intelectuales.

    Sin embargo, tanto el gerente como el último
    empleado en la jerarquía empresarial pueden cumplir las
    funciones de intelectual, en la medida en que, independientemente
    de su rol dentro de la empresa, puedan
    crear productos ideológico-culturales; que tales productos
    sean liberadores o alienantes, de buena o de mala calidad, es
    otro problema que no incide en la función
    intelectual.

    Esto permite esclarece la confusión, muy
    frecuente en las organizaciones
    partidarias, que tiende a identificar al dirigente con el rol del
    intelectual. Un dirigente es tal no porque sea intelectual, sino
    porque tiene capacidad de liderazgo,
    cuyo perfil entre otras cosas puede contener una buena
    formación teórica; igualmente, un intelectual no
    por el hecho de ser tal tiene méritos suficientes para
    ejercer las funciones de dirección.

    Por lo tanto, es preciso establecer el rol del
    intelectual en la sociedad. Independientemente de su
    adscripción ideológica, puede decirse que hay algo
    en común en todos los intelectuales: sus más
    profundas motivaciones están dadas por los valores
    ético-culturales. De allí que Jorge
    Castañeda, por ejemplo, atribuye a los intelectuales de
    América
    Latina algunos rasgos distintivos que les confiere un rol,
    más allá de su filiación
    ideológico-partidaria: guardianes de la conciencia
    nacional, críticos en constante exigencia de responsabilidad, baluartes de rectitud, defensores
    de los principios de
    carácter ético-político del humanismo,
    críticos del sistema imperante y de los abusos de poder,
    etc. Sus productos ideológico-culturales están
    fuertemente marcados por esos rasgos.

    El intelectual, pues, cumple una doble función:
    es crítico frente al poder y, al mismo, tiempo es
    constructor de una "nueva e integral concepción del
    mundo". Tal vez este último carácter sea decisivo
    en la diferenciación entre intelectuales de izquierda y de
    derecha: si todos los intelectuales son críticos frente al
    poder y frente a toda clase de atropellos, los primeros se
    encuentran empeñados en la construcción de un nuevo
    mundo de valores; participan activamente en la lucha social con
    esos fines y sus obras son expresión de los valores que
    encarnan los nuevos sujetos sociales. Sea a través de la
    sensibilidad estética o sea a través del
    razonamiento lógico, sea con los instrumentos del arte o con el de
    las ciencias y la filosofía, los intelectuales participan
    en ese gran proyecto de construir una nueva e integral
    concepción del mundo que termine por enterrar la barbarie
    suicida del capitalismo.

    Los intelectuales y
    la izquierda partidaria

    Se dijo en páginas anteriores que la
    ubicación del intelectual en las modernas sociedades es
    problemática; y lo es más en el seno del movimiento
    revolucionario de izquierda. En este caso, tal problematicidad
    deriva de la conflictiva relación entre la teoría y
    la práctica, un problema que más allá de los
    ámbitos académicos, en los cuales el propio
    marxismo ha proporcionado matrices
    orientadoras, atañe a la conducción de los procesos
    de transformación social.

    Desde su origen, en el seno de los movimientos de
    izquierda se definieron tradicionalmente dos posiciones
    contrapuestas: la primera, aquella que sostenía que la
    conciencia socialista es producto del
    papel de la inteligencia
    ilustrada que la introduce desde fuera del movimiento de masas, a
    través de la teoría revolucionaria, elaborada por
    la misma intelectualidad proveniente de la burguesía y de
    las capas medias de la sociedad.

    La postura opuesta pensaba que el movimiento de masas es
    susceptible de desarrollar la conciencia de clase y adherir al
    socialismo de manera espontánea, a partir de su propia
    experiencia producto de la lucha, de tal manera que el papel de
    los intelectuales era secundaria, cuando no inútil. Como
    es obvio, la primera postura atribuía a los intelectuales
    – generalmente identificados con la pequeña
    burguesía – un rol determinante, mientras que la
    segunda ponía el acento en el papel de las "masas". Por
    extensión, teoría y práctica tenían
    la supremacía una sobre otra, según el caso.
    Durante mucho tiempo estas tesis fueron tratadas de manera
    antagónica, provocando serias disensiones en el seno de
    los movimientos de izquierda. Las polarizaciones llegaron al
    extremo de situar dos polos de enfrentamiento: los intelectuales
    y teóricos versus los prácticos.

    Estas contradicciones han venido decantándose con
    el tiempo y la discusión, pero están lejos de
    terminar y tampoco puede decirse que ni en las organizaciones de
    izquierda ni entre ciertos intelectuales se haya logrado una
    comprensión cabal sobre el problema.

    Lo que está bastante claro, al menos en
    teoría, es que teoría y práctica son dos
    aspectos de una misma realidad que deben ser tratados con
    espíritu dialéctico, es decir sin buscar
    polarizaciones antagónicas que son expresión de un
    modo metafísico de tratar las cosas. Y lo mismo puede
    decirse de la relación entre los intelectuales y las
    organizaciones partidarias.

    En el caso del Ecuador, el
    origen del Partido Socialista Ecuatoriano estuvo marcado por una
    virulenta oposición a la labor de los intelectuales. En
    1924 se fundó en Quito el grupo Antorcha compuesto por 10
    intelectuales, quienes editaron el
    periódico del mismo nombre, constituyendo la base
    fundamental para la construcción del Partido Socialista
    Ecuatoriano, en 1926.

    Otro grupo no menos importante estuvo constituido por
    dirigentes gremiales de tendencia anarco-sindicalista de
    Guayaquil. Si bien en un principio, los intelectuales de La
    Antorcha y otros que provenían de capas similares,
    tuvieron un peso gravitante en la conformación del
    Partido, pronto vieron desmoronarse sus expectativas, ante las
    maniobras burocráticas de los núcleos comunistas
    que adhirieron incondicionalmente a la Internacional Comunista,
    que impartía sus directivas desde Moscú.
    Éste fue precisamente uno de los temas de
    controversia.

    La adhesión a las 21 tesis programáticas
    de Moscú – que constituía el requisito sine
    qua non para pertenecer a las filas de la Internacional Comunista
    – dividió a los socialistas ecuatorianos y,
    según lo narra Alexei Páez, "en 1927 abandonaron el
    Consejo Central del Partido Angel Modesto Paredes, los hermanos
    Carlos y Jorge Carrera Andrade… Néstor Mogollón y
    Emilio Uzcátegui", nombres que son ampliamente conocidos
    como intelectuales de izquierda cuya gravitación en la
    cultura nacional ha sido reconocida tanto nacional como
    internacionalmente. Tres años después de fundado el
    PSE, las posiciones se radicalizaron en torno al papel de los
    intelectuales dentro del Partido, a quienes la fracción
    comunista acusó de ser los portadores de uno de los
    más nefastos vicios: el intelectualismo, caracterizado por
    "la locura de la
    ilustración, por la bibliofagia insaciable", como se
    expresan en las Actas de la Conferencia del
    CCA de 1929, citado por Páez. La fracción
    comunista, que ganaba terreno al interior del Partido, hizo
    íntegramente suya la política del VI Congreso de la
    IC, caracterizada entre otras cosas por los ataques violentos a
    la "pequeña burguesía intelectual". En muchos de
    los partidos comunistas latinoamericanos, esta política
    terminó en la expulsión de los "intelectuales
    librepensadores".

    Una de las razones de este conflicto la
    esbozamos en páginas anteriores: la toma de
    posición de los intelectuales frente al proyecto
    histórico de las clases subalternas estuvo siempre mediada
    por motivos ético-culturales, es decir por una serie de
    valores que, hoy nos percatamos de ninguna manera
    antagónicos a los ideales ilustrados de la
    burguesía liberal de los siglos XVIII y XIX – lo que
    explica además que los primeros socialistas fueran
    intelectuales provenientes del ala radical del liberalismo
    ; entre ellos, el principal valor
    defendido por los intelectuales – y en esto han coincidido
    con frecuencia los intelectuales de derecha y de izquierda
    – es la libertad en todas sus manifestaciones,
    especialmente la de expresión.

    Las 21 tesis programáticas de la Tercera
    Internacional constituían de hecho una camisa de fuerza que
    subordinaba a la militancia ecuatoriana a los dictámenes
    foráneos con la imposición de un modelo
    centralista-burocrático de organización, imperante
    ya en la URSS, y que anulaba toda iniciativa particular de la
    militancia nacional. Cabe señalar que esta adhesión
    de los intelectuales de izquierda a los valores
    ético-culturales del pensamiento ilustrado siempre ha sido
    mirado con sospecha por los ortodoxos, en el marco de su
    concepción maniquea que opone la ideología burguesa a la ideología
    proletaria.

    La pregunta es: ¿por qué si los
    intelectuales, por la propia naturaleza de su oficio, estaban en
    mejores condiciones de posicionarse al interior de las
    organizaciones partidarias, generalmente terminaron aislados y
    hasta desprestigiados? La razón, por desgracia, tiene que
    ver con un estigma de la política nacional, no solo de
    izquierda, en todos los tiempos: en la lucha política no
    se privilegian los instrumentos de la razón, sino la
    violencia
    verbal o física,
    la manipulación, el chantaje y las negociaciones por
    detrás de los bastidores.

    Obedece también, aunque en menor medida, a la
    debilidad teórica de los intelectuales, al menos en la
    etapa de fundación la izquierda latinoamericana.
    Teóricos y prácticos en todo el continente,
    exceptuando a José Carlos Mariátegui, apenas
    conocían los rudimentos del marxismo proporcionado por
    manuales de amplia circulación, provenientes de
    Moscú y Pekín. Parece ser que intelectuales del
    prestigio que adornaba a los fundadores del socialismo
    ecuatoriano, como los mencionados anteriormente, no
    conocían el marxismo y quizá no tenían por
    qué hacerlo: muchos de ellos eran poetas, otros estaban
    animados por motivaciones cercanas al socialismo utópico,
    en tanto que los "prácticos" disponían de
    "Líneas generales de la revolución" que
    podían ser fácilmente adaptadas a la realidad
    ecuatoriana con el maquillaje correspondiente.

    Es en las décadas de los años 60 y 70 que
    la teoría marxista se fortalece en América Latina y
    el Ecuador, aunque casi exclusivamente en los campos de la
    economía y
    las ciencias políticas y sociales; en la filosofía,
    en cambio, acusa una fuerte debilidad. Así y todo, ese
    fortalecimiento constituye un nuevo foco de
    tensión.

    Los intelectuales, que intentan pensar la realidad
    propia con cabeza propia, adoptan actitudes
    críticas frente a las líneas oficiales, que no son
    sino una caricatura de las líneas elaboradas en los
    centros metropolitanos del comunismo
    internacional. Y parecería ser que no son hábiles
    en la maniobra, de tal manera que aún ocupando puestos de
    relevancia no lograron construir bases de poder que sustentara
    sus propuestas.

    Después de la experiencia de los primeros
    intelectuales al interior del Partido Socialista, una de cuyas
    fracciones fundó siete años después el
    Partido Comunista, no se han repetido experiencias tan radicales
    de tensión. La vía ha sido más expedita: un
    brevísimo "juicio verbal sumario" y la expulsión,
    tal como ocurrió durante las mismas décadas en el
    Partido Comunistas Marxista Leninista, en el cual se formaron
    muchos de los prestigiosos intelectuales de izquierda que hoy
    tienen un peso gravitante en la cultura nacional.

    Por su parte, los intelectuales no siempre han tenido
    una actitud positiva frente a las estructuras partidarias, y la
    frecuente acusación de "ultracriticismo" y "teoreticismo"
    no dejan de tener su fundamento. Muchos han adoptado actitudes
    arrogantes, prevalidos de sus conocimientos y el manejo de la
    teoría marxista. Épocas hubo en que los
    intelectuales arrastraron, o pretendieron hacerlo, a las
    organizaciones partidarias a la "discusión teórica
    permanente", especialmente en los claustros universitarios,
    provocando discusiones bizantinas sobre el carácter de la
    formación social ecuatoriana y de la revolución,
    con actitudes dogmáticas que lejos de mostrar una
    predisposición al conocimiento estaban más
    interesadas en imponer su verdad, misma que escondía
    apetitos de poder.

    No fueron pocos los casos en que los intelectuales,
    armados de un discurso
    grandilocuente, provocaron la resistencia de
    las direcciones partidarias compuestas por militantes que no
    habían tenido acceso a la educación universitaria
    y, por tanto, carecían de oportunidades para adquirir una
    "sólida" formación marxista.

    Para muchos de ellos, los manuales de divulgación
    eran el único alimento teórico que
    esclarecía su práctica revolucionaria, cosa que no
    fue comprendida por los intelectuales. Y las confusiones no se
    hicieron esperar: éstos pertenecían a la
    pequeña burguesía, cuyas condiciones
    económico-sociales les habilitaba para ser tales, y
    adolecían de los vicios propios de esta clase.

    Enfrentada a ellos se encontraba el grueso de la
    militancia, que pretendía ser de extracción obrera
    y campesina – y en muchos casos lo era -, que clamaba por
    acciones
    inmediatas y efectivas, liberados de los vicios de la
    pequeña burguesía. Muchos eran mirados con
    admiración y respeto, pero también con sospecha y
    aversión, y lo que debía ser una saludable lucha
    ideológica se convirtió en pugnas irracionales por
    el poder.

    Con la crisis del
    socialismo y sus secuelas, que afectaron fuertemente a los
    partidos de izquierda, estas tensiones no se han resuelto pero,
    al parecer, hoy carecen de importancia. Los intelectuales,
    generalmente sin militancia, constituyen un mundo aparte, y no
    siendo ya la autoridad del marxismo el criterio de
    diferenciación entre revolucionarios y reformistas, hoy
    constituyen un sector disperso y acaso amorfo en el que caben
    posiciones que van desde el marxismo – al menos para
    quienes siguen pensando que ésta es una teoría
    válida para interpretar la realidad – hasta
    posiciones socialdemócratas y liberales progresistas, que
    ante el desencanto del socialismo al menos buscan la
    profundización de la democracia y la defensa de los
    ideales ilustrados de la burguesía del siglo XVIII,
    pasando por los románticos que aun sueñan en las
    armas sin mayor convicción.

    Ahora bien, el tema central que da origen a estas
    discrepancias tiene que ver con la construcción del
    proyecto histórico del socialismo, cuyo descrédito
    inicial está siendo superado a pasos agigantados. Hay
    teóricos importantes en América Latina que se
    acercan con mayor firmeza a la definición de lo que llaman
    el Socialismo del Siglo XXI. Resulta por demás evidente
    que la definición de este proyecto será obra de la
    acción
    mancomunada de los intelectuales, las militancias partidarias de
    izquierda y los movimientos sociales, todos empeñados en
    encontrar alternativas viables al capitalismo
    neoliberal.

    Por lo tanto, y estando las organizaciones partidarias
    aventajadas en cuanto a organización y definición
    ideológica y programática, son las llamadas a
    definir políticas que permitan incorporar a los
    intelectuales a este proceso de construcción del nuevo
    proyecto histórico de las clases dominadas.

    Importancia de la
    teoría

    Resta un aspecto que merece atención
    privilegiada. A pesar de que en la actualidad no aparece como
    problemática la relación entre la teoría y
    la práctica – al menos no hay vestigios de ello en
    las discusiones tanto académicas como partidarias –
    es necesario hacer alusión a ella porque de su
    comprensión dependen también las políticas
    de alianzas mencionadas anteriormente. Hoy sabemos que la
    oposición entre teoría y práctica es
    insostenible.

    Ni las masas y los sectores subalternos van a adherir
    espontáneamente al proyecto histórico del
    socialismo, ni éste es producto de la reflexión
    teórica de los intelectuales. Como dice Helio Gallardo,
    "La miseria y el hambre abren paso a muchas y variadas reacciones
    en América latina (en Colombia, por
    ejemplo, los sicarios, los matones al servicio de la
    dominación, algunos de los cuadros torturadores de las
    Fuerzas Armadas y de los asesinos y violadores de
    campesinos).

    Pero el socialismo no descansa en una merca
    reacción, sino en una acción independiente de
    resistencia social que exige un sujeto humano", un proyecto
    histórico – se diría – que transforme
    la potencial energía de las masas en acciones libres y
    concientemente dirigidas a un fin. "El socialismso – dice
    Gallardo – no es el nombre de un pretendido instinto de
    libertad y rebeldía", sino un proyecto de existencia,
    alternativo a la existencia que configura la sociedad
    capitalista".

    Ahora bien, todo proyecto histórico se asienta en
    tres coordenadas fundamentales: 1) un pensamiento crítico
    (teoría científica y/o filosófica) que
    demuestre la inviabilidad del sistema que se pretende superar; 2)
    una utopía, entendida como un conjunto de ideas-fuerza que
    impulsan la acción hacia la construcción de un
    futuro posible y deseable; y 3) un sujeto
    histórico.

    Estas tres condiciones se cumplieron en el proyecto de
    la burguesía liberal del siglo XVIII. Durante 300
    años la burguesía sentó las bases
    filosóficas de la sociedad capitalista, cubriendo todos
    los ámbitos del saber, hasta desembocar en la Ilustración como la síntesis
    del ideario de las clases emergentes. Su utopía se
    expresó, en íntima correspondencia con lo anterior,
    en los postulados que guiaron las revoluciones norteamericana de
    1772 y la francesa de 1789: libertad, igualdad,
    fraternidad. Y, naturalmente, durante un lapso histórico
    similar, el sujeto histórico se fue construyendo desde los
    primeros advenedizos asentados en los burgos exteriores a los
    castillos feudales, hasta la plena constitución de la burguesía como
    clase que estuvo en capacidad de liquidar el sistema
    imperante.

    Este proceso fue el producto de la confluencia de varios
    factores: la paulatina elaboración de una nueva
    concepción del mundo, por parte de los ideólogos
    del liberalismo (filósofos y literatos que formularon
    nuevas teorías) que legitimó la acción
    revolucionaria de la burguesía; las luchas sociales que se
    desataron durante varios siglos, acompañada de la
    acción corrosiva de herejes y contestatarios que dieron
    con sus carnes en la hoguera; la larga pero sostenida
    formación de una clase social que se convirtió en
    el sujeto de la revolución burguesa, aparte de la
    transformación paulatina de las condiciones
    económico-sociales por efectos de factores
    difícilmente identificables como causa: el desarrollo
    científico y tecnológico, la crisis del modo de
    producción feudal, etc. Es justamente basado en estas
    experiencias que Gramsci dio particular atención al rol de
    los intelectuales.

    Contrariamente a lo que podría creerse, la
    Revolución
    Francesa no fue el origen sino la culminación del
    proceso de construcción de la nueva sociedad anhelada por
    la burguesía, pensada desde siglos atrás por los
    intelectuales que fundaron una nueva concepción del
    hombre, de la cual se desprendieron los ideales políticos
    que se transformaron en las ideas-fuerza de la revolución,
    libertad, igualdad, fraternidad. Y es probable que dicha
    revolución no habría sido posible si antes no se
    sentaban las bases filosóficas de la misma. La
    burguesía empezó por construir una nueva
    concepción del mundo, antes del "asalto al poder". Algo
    similar ocurrió con la Revolución Rusa, aunque en
    este caso el tiempo que dispusieron los bolcheviques para la
    construcción de la nueva concepción del mundo fue
    escaso, con el agravante de que estaba en auge la novedad del
    liberalismo.

    Ahora bien, el complejo teórico elaborado por el
    liberalismo, desde la Filosofía hasta las Ciencias
    Naturales pasando por la Economía y la
    Sociología, fue útil – y en ese sentido
    verdadero – para explicar los fenómenos humanos y
    naturales; sin embargo, en la medida que buscaban la
    liberación de una clase social, gran parte de sus
    contenidos se convirtió en ideológico. Como
    señaló Marx en El Capital, la
    libertad y la igualdad son conceptos que a la larga sirvieron
    para funcionalizar la explotación capitalista.

    También en el socialismo la teoría devino,
    en gran parte, en ideología, a pesar de su
    propósito de liberar al proletariado y con él a
    toda la humanidad. Estos dos ejemplos solo muestran que la
    teoría es algo más complejo de lo que solemos
    pensar, y que no se reduce a la relación entre pensadores
    o teóricos y prácticos. El problema es cómo
    se construye la teoría, quiénes la construyen y
    para qué.

    Si el socialismo entraña la aspiración a
    liberar no solo a una clase social sino a toda la humanidad, debe
    existir alguna certeza de que la conciencia de ese
    propósito no se obnubile y la nueva sociedad no se
    transforme en otro mecanismo de dominación.

    Y la única certeza proviene de los instrumentos
    proporcionados por la razón para ejercitar una permanente
    reflexión sobre la realidad, lo cual supone concebir a la
    teoría como una actividad orientada a esclarecer el
    proceso histórico.

    El sociólogo chileno Helio Gallardo, intentando
    superar la dicotomía entre teoría y
    práctica, decía que "una teoría que no solo
    se distanciara o emancipara de lo empírico sino que se le
    opusiera y lo enfrentara como "modelo ideal" o "deber ser"… es
    no solo imposible, sino políticamente autodestructivo". El
    proyecto histórico de las clases subalternas no puede
    concebir la teoría como especulación ("que solo
    mira y reflexiona una cosa, sin tocarla"). "Lo teórico se
    encuentra en una relación productiva, favorable y
    necesaria, con las regiones y aspectos prácticos y
    experiencias de lo real-social"; es decir, la teoría se
    encuentra siempre en un proceso de "articulación
    constructiva" con lo experiencial.

    De esta apreciación, y haciendo uso de otros
    aportes del pensamiento occidental, podríamos decir que la
    teoría cumple una triple función, entre
    otras:

    En primer lugar, elimina la conciencia
    ideológica, que es el conjunto de falsas representaciones
    que sobre la sociedad y su propia identidad se
    hacen los individuos, aceptando como naturales las condiciones de
    la dominación. Como diría el filósofo checo
    Karel Kosík, destruir el mundo de la
    "pseudoconcreción", es decir la cotidianidad en la cual
    las representaciones y fantasías, producto de la
    inserción en un mundo opaco encubierto por los valores de
    la dominación, son asumidas como verdades. El mundo en el
    cual la explotación, la dominación y la enajenación encuentran fáciles
    explicaciones trascendentes o fatalistas que conducen a la
    inercia, es decir al conformismo y la
    resignación.

    En segundo lugar, la teoría cumple una
    función epistemológica. "Puesto que las cosas no se
    presentan al hombre directamente como son y el hombre no posee la
    facultad de penetrar de un modo directo e inmediato en la esencia
    de ellas, la humanidad tiene que dar un rodeo para poder conocer
    las cosas y la estructura de ellas", a través de la ciencia y
    la filosofía.

    Solo cuando la burguesía logró –
    hasta donde le fue posible – "penetrar en la esencia de las
    cosas" mediante la ciencia y la
    filosofía, pudo afinar su proyecto histórico,
    transformar políticamente la sociedad y potenciar el
    desarrollo material y espiritual de la humanidad, cuyos
    resultados, por desgracia, se orientaron en provecho de una
    minoría, no por culpa de la ciencia sino de la estructura
    socio-económica del capitalismo.

    En tercer lugar, al "hacer referencia a una
    acción política transformadora exigida socialmente
    por el pensar" y hacerlo de una manera clarificadora y
    consistente, provoca no solo la adhesión pasiva sino la
    participación activa en las luchas por la
    transformación social. Mientras más claro se
    presente a la conciencia la posibilidad de trascender el proyecto
    histórico de las clases dominantes, mayores probabilidades
    existen de generar una práctica revolucionaria.

    La idea de que las masas se mueven solo por sus
    reivindicaciones materiales es
    falsa; aunque no con la misma intensidad que los intelectuales,
    ellas también se mueven por valores; de hecho, los
    movimientos sociales gestados en las últimas
    décadas se movilizan por reivindicaciones que rebasan las
    exigencias económicas: la defensa de los derechos humanos,
    del medio
    ambiente; contra la discriminación racial, por la
    afirmación de la identidad cultural, etc.

    El punto es que la alianza entre los intelectuales y la
    izquierda debe enfocarse con el propósito de construir lo
    que Gramsci denominó la hegemonía, es decir la
    construcción de una nueva cultura ética-política que anteponga los
    intereses del conjunto de la humanidad a los intereses materiales
    de los grupos o las
    clases, bajo la dirección de las clases subalternas y
    dominadas, articuladas en un nuevo bloque
    histórico.

    Desde este punto de vista, las fronteras que separan al
    intelectual del activista terminan por anularse. "El nuevo modo
    de ser del intelectual – dice Gramsci – ya no puede
    consistir en la elocuencia, motora exterior y momentánea
    de los afectos y las pasiones, sino en su participación
    activa en la vida práctica, como constructor, organizador,
    "persuasivo permanentemente" no como simple
    orador…"

    Sin embargo, cuando la teoría es considerada como
    "base segura" para la acción o como fuente doctrinal de la
    identidad de un grupo – a la manera cómo operan el
    cristianismo y las religiones en general -, se
    desvirtúa su función, pierde su capacidad de
    interlocución, reproduciendo los mismos esquemas de la
    dominación: los teóricos (autoridad), los sabios,
    los intelectuales, los forjadores de la "teoría" toman las
    decisiones y "conducen" a las masas; éstas, como un
    obediente rebaño, se dirigen por el camino trazado por
    aquellos.

    Si la teoría no es una doctrina, el problema es
    cómo se construye; y la respuesta es: en diálogo
    permanente con los actores sociales tanto del presente como del
    pasado, mediante el empleo del
    acervo conceptual y metodológico de la cultura universal
    para pensar la realidad y sus proyecciones; mediante la interacción constante y el diálogo
    permanente entre intelectuales, dirigentes, líderes
    políticos y actores sociales; a través de la
    participación activa y sistemática en el proceso de
    las luchas sociales

    De allí que los espacios más fecundos para
    la construcción de la teoría han sido precisamente
    los foros democráticos en los cuales todos tiene derecho a
    decir su palabra de vida, a denunciar las injusticias del
    sistema, pero también a proponer alternativas. Solo
    así se salvan las abismales e interesadas diferencias
    entre intelectuales y no intelectuales, entre dirigentes y
    dirigidos, entre líderes y masas.

    No es, por tanto, inocua la organización de foros
    nacionales e internacionales que convoquen a los intelectuales,
    como un sector independiente, a debatir con rigurosidad los
    problemas y expectativas de la sociedad, los mecanismos de
    construcción de los nuevos sujetos sociales, las
    características del nuevo proyecto histórico, etc.,
    superando los foros académicos que se limitan a los
    diagnósticos económico-sociales.

    Ciertamente, este tipo de eventos no es común, al
    menos en el Ecuador, en gran parte por los prejuicios
    ideológicos señalados a lo largo de este trabajo:
    unos piensan que, por estar especulando lejos de la realidad, los
    intelectuales no tienen nada que aportar; otros piensan que solo
    las organizaciones partidarias tienen el privilegio de discutir,
    a puertas cerradas, en Asambleas y Congresos – en el mejor
    de los casos – temas relacionados con la
    construcción del nuevo proyecto histórico. Por
    desgracia, sucede que estos foros particulares no son el espacio
    adecuado para tales discusiones porque, a la postre, terminan
    privilegiando asuntos coyunturales, como la elección de
    nuevos dirigentes – o la reelección de los antiguos
    que es lo más común – y cuando se trata de
    líneas programáticas y de estatutos, la pobreza
    teórica es alarmante.

    Conclusiones

    A modo de conclusión, señalemos algunas
    ideas fundamentales:

    Las condiciones objetivas impuestas por la
    democratización, aunque limitada, de las sociedades
    occidentales, tienden a eliminar el mito de los intelectuales
    como gestores de una actividad especialísima en
    confrontación con las actividades
    prácticas.

    El tratamiento a-crítico de la relación
    entre los intelectuales y los no intelectuales ha generado
    confusiones que tienden a disociar la producción
    intelectual y la práctica cotidiana, desvalorizando en
    unos casos las tareas intelectuales, consideradas como mera
    especulación; y en otros, sublimizando los productos
    culturales.

    Según algunos representantes del pensamiento
    crítico, los intelectuales no son una clase sino una
    categoría social, cuya definición no se determina
    por su ubicación en la estructura productiva sino por la
    función social que cumplen en tanto creadores de productos
    ideológico-culturales. Tienen, por lo tanto, una
    autonomía relativa que les permite una adscripción
    al proyecto histórico de las clases subalternas a
    través de motivaciones ético-culturales, más
    que económicas.

    La relación entre los intelectuales y las
    estructuras partidarias, especialmente de los partidos
    comunistas, ha sido tensa y conflictiva debido a la
    sobrevaloración de la "práctica" que ha
    caracterizado la concepción de aquellos. En el marco del
    pensamiento crítico, partidos e intelectuales deben ser
    considerados como sectores diferenciados que tiene su propia
    identidad, pero de ninguna manera opuestos, de tal manera que hay
    que tender puentes entre los dos sobre la base de una correcta
    interpretación de la unidad dialéctica entre
    teoría y práctica.

    En el marco de la construcción de un nuevo
    proyecto histórico, la presencia de una teoría, y
    específicamente de una teoría radical, es
    ineludible, si se quiere impulsar la transformación
    social.

    La producción de la teoría no es producto
    exclusivo de los intelectuales sino de la creación de
    espacios de reflexión y diálogo entre éstos
    y los actores sociales. Los intelectuales deben acercarse
    más a los movimientos sociales y nutrirse de sus
    experiencias, de su espíritu transformador y, al mismo
    tiempo, éstos deben promover un diálogo con la
    ciencia y la filosofía de aquellos para juntos construir
    el nuevo proyecto histórico.

    Bibliografía

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    comunismo en América Latina
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    Moreano, Alejandro,

    Páez, Alexéi, El origen del la
    izquierda en el Ecuador
    , ediciones Abya-Yala, Quito,
    2001.

    Quito, 4 de febrero de 2005.

     

     

    Datos del autor:

    Marcelo Villamarín C.,

    Doctor en Filosofía. Profesor de
    Pensamiento moderno y Pensamiento contemporáneo en la
    Escuela de
    Filosofía de la Pontificia Universidad
    Católica del Ecuador, Quito. Director editorial de la
    empresa Radmandí, Proyectos
    Editoriales de Quito.

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