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La modernidad alimentaria. Debates actuales en la Sociología de la Alimentación



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    Resumen.

    El comensal tardo moderno se encuentra en una
    posición ambigua para tomar decisiones sobre lo que debe
    comer o no. Las opciones han aumentado complicando las
    elecciones, y las agencias generadoras de normas no ofrecen
    hoy una orientación inequívoca, sino más
    bien compleja y diversa e incluso contradictoria, sobre
    cómo comer bien. Elegir es cada vez más
    difícil y obliga a contar con criterios de consumo
    alimentario que permitan tomar decisiones sobre lo que es bueno
    para comer. Ese es el marco general sobre el que se discute hoy
    en la Sociología de la alimentación. Para unos las
    tendencias muestran un descalabro en los comportamientos
    alimentarios y una perdida de los referentes normativos sobre lo
    que es una buena alimentación. Otros piensan que la
    desestructuración alimentaria no es tan evidente, pues
    siguen presentes las normas sociales de los grupos de
    referencia que ayudan a tomar decisiones de consumo alimentario
    ajustadas a la norma dietética. Además de este
    debate sobre
    los efectos de la modernidad en la alimentación, desde las
    Ciencias
    Sociales se comienza a reclamar una aproximación
    holista al sistema
    agroalimentario, que permita superar la tradicional ruptura entre
    el campo de la producción y el campo del
    consumo.

    Abstract.

    The characteristic social changes in the modern age have
    also reached food. Choice of what food to eat or not to eat has
    become more complex. Our options have increased, making the
    process of choice more complicated, and the agencies generating
    rules or regulations are not offe-ring us unmistakable
    guidelines, but they are rather offering a wide range of very
    complex options about how to eat well. Food choice is getting
    more and more difficult and it requires us to have clear
    consumption criteria in order to be able to make decisions on
    what is good to eat. That is the general framework on which the
    sociology of food is being discussed nowadays. For some
    sociologists the tendency is going towards a setback in food
    behaviour and a loss of rule referents about what a good intake
    is. On the other hand, others think that the lack of food
    structuring is not so evident, since the social rules of referent
    groups are still present. These social rules help to make
    decisions about food consumption that meet the dietary norm.
    Apart from this debate on the consequences of the modern age on
    food, in the field of Social Studies there has been an increasing
    call for a holistic approach to the agrifood system. This is a
    proposal to try to overcome the traditional breach between the
    field of production and field of consumption.

     

     

    Introducción

    El cuestionamiento de la alimentación como hecho
    social ha dejado de ser hoy un tema de debate entre aquellos
    analistas del comportamiento
    alimentario que se han atrevido a considerar que existen
    suficientes soportes teóricos y empíricos para
    hablar de una Sociología de la Alimentación
    (Mennell, Murcott, van Otterloo, 1992; Poulain, 2002). Esto no ha
    sucedido en España
    aún, pero sí en Francia, con
    una relevante tradición en estudios alimentarios,
    también en el ámbito anglosajón iniciada con
    estudios antropológicos y acompañada, a partir de
    los años ochenta, por la Sociología. En el caso
    español no
    se ha desarrollado específicamente una Sociología
    de la Alimentación (Díaz Méndez, 2002). Los
    trabajos españoles sobre comportamiento alimentario
    realizados por sociólogos se encuentran adscritos a dos
    áreas: a la Sociología del Consumo y a la
    Sociología Rural, con un escaso vínculo entre ellas
    (1). En Francia, Poulain ha aglutinado la diversidad de estudios
    sociales sobre este tema en su libro
    Sociologies de l´alimentation (2002). En el ámbito
    anglosajón, Mennell, Murcott y van Otterloo acuñan
    el término agrupando los trabajos empíricos y
    teóricos en un monográfico de la revista
    Current Sociology, titulado, The sociology of food: eating, diet
    and culture (1992). Vamos a analizar a continuación los
    caminos que han seguido los estudios sociológicos sobre la
    alimentación, un análisis que no sobrepasa los veinticinco
    años y que en el caso español se inicia aún
    más tarde que en el resto de los países.

    Los estudios en el campo de la alimentación desde
    una perspectiva sociológica se centran hoy en conocer
    cuáles son los cambios del comportamiento en el consumo de
    alimentos que
    pueden permitir hablar de lo que ya se conoce como modernidad
    alimentaria. Al hablar de modernidad alimentaria se toma como
    referencia el proceso de
    modernización social planteado por Giddens (1993 y 1994),
    Beck (1996) y Bauman (1996)(2) intentado establecer nexos entre
    los cambios alimentarios y los cambios sociales de lo que se
    conoce por modernidad. Aunque existen matices importantes en el
    propio concepto de
    modernidad (o tardomodernidad), éste se perfila en el
    ámbito alimentario como una tendencia a la
    individualización en las decisiones sobre lo que se come,
    decisiones que se sitúan en un contexto de aumento de las
    posibilidades de elección de los productos
    disponibles. Existen al menos tres debates relevantes que cuentan
    con posturas críticas y confrontadas. El primer debate
    hace referencia al grado de estabilidad o
    desestructuración de la alimentación
    contemporánea. Para unos autores el proceso de cambio social,
    particularmente la modernización de la sociedad, se
    ve reflejado en una desestructuración de los
    comportamientos relativos a la alimentación. Esto es
    resultado del individualismo en las conductas de elección
    sobre cómo alimentarse. Para otros autores, los modelos de
    consumo alimentario son relativamente estables,
    manteniéndose una persistencia relevante por encima de los
    cambios aparentes. Un segundo debate hace referencia a la
    pervivencia o no del factor clase social
    como generador de normas alimentarias. Por un lado, unos autores
    consideran que la modernización de las sociedades
    lleva a un aumento de la disponibilidad de alimentos, y esto va
    asociado a una disminución de las diferencias sociales en
    la dieta. Esto daría lugar a un aumento en la diversidad
    de modelos alimentarios que son resultado de la conjunción
    de criterios de elección individuales diversos, no
    adscritos exclusivamente a las clases
    sociales.

    Por otro lado, hay autores que apuestan por la
    permanencia de una diferenciación social en los consumos
    alimentarios, considerando que se mantienen las diferencias de
    clase dando lugar a patrones de consumo alimentario en función
    del origen social de los consumidores. No se trata, en realidad,
    de dos debates aislados, sino de la interpretación que en su conjunto se hace
    del cambio social y de la modernidad. En estos análisis
    existen, no obstante, importantes coincidencias. Así,
    quienes defienden la desestructuración alimentaria como
    reflejo del proceso de individualización
    característico de la modernidad apuestan por una
    diversidad de pautas alimentarias o modelos plurales en materia de
    alimentación. Estos se apoyan, sobre todo, en los trabajos
    de Beck. En definitiva, la tesis de la
    modernidad alimentaria se sustenta, por un lado, en la
    desestructuración de los comportamientos alimentarios y,
    por otro, en el declive de las clases sociales como
    explicación de las pautas alimentarias de la modernidad.
    Las orientaciones contrarias, preocupadas por el análisis
    de los desequilibrios sociales, las desigualdades y las
    relaciones de poder y
    subordinación, están más próximas a
    la idea de modelos de consumo de clase, donde se pueden observar
    pautas de reproducción social de la desigualdad.
    Apuestan por una visión más conservadora del cambio
    alimentario y se apoyan en los trabajos de Bourdieu. Hay
    además un tercer debate abierto, no ligado exclusivamente
    a la modernidad alimentaria. Este debate hace referencia a la
    necesidad de establecer (o reestablecer) el vínculo entre
    la producción y el consumo, al considerar que los estudios
    sobre alimentación están polarizados: por un lado,
    se estudia el consumo alimentario; por otro, se trabaja sobre la
    producción de alimentos. La preocupación del
    consumidor sobre
    el riesgo en los
    alimentos, y los recientes problemas para
    producción asociados a las crisis
    alimentarias, han forzado este planteamiento. Han puesto de
    manifiesto la necesidad de comprender los procesos
    sociales a lo largo de todo el sistema alimentario para
    aprehender su funcionamiento. Ante esta dualidad se reclama una
    aproximación teórica y metodológica que
    permita ofrecer una visión holista de la cadena
    agroalimentaria. Estas posiciones críticas reclaman un
    salto teórico y metodológico en los estudios sobre
    la alimentación. Se trata más de una propuesta
    analítica que de un debate propiamente dicho. Supone
    aceptar que los trabajos realizados hasta ahora no establecen
    nexos entre estos dos ámbitos y pretende dar un paso
    adelante para lograr unir el nivel macrosocial y microsocial de
    los estudios sobre la alimentación actual.

     

    El debate sobre la
    desestructuración alimentaria

    No parece exagerado afirmar que la mayor parte de las
    investigaciones desarrolladas desde una
    perspectiva social en el ámbito de la alimentación
    en las sociedades modernas buscan comprender las transformaciones
    en este sentido. Todos los autores que analizan el comportamiento
    de los individuos respecto al consumo de alimentos afirman que
    hay modificaciones en tales pautas, si bien es verdad que los
    cambios observados son no tratados de
    manera homogénea ni con una misma aproximación
    teórica. Poulain ha realizado un interesante
    análisis del cambio alimentario considerando que se trata
    de un proceso de eliminación o privación de algo.
    Si nos atenemos al prefijo des que define las tendencias que este
    autor describe, la modernidad alimentaria se definiría por
    la desestructuración, la dessocialización, la
    des-institucionalización, la
    des-implantación horaria y la
    des-ritualización (Poulain, 2002: 52). Los cambios
    son detectados en la investigación empírica por tres
    tendencias: la simplificación de la estructura de
    la comida, el aumento de la ingesta fuera del hogar y el aumento
    del número de ingestas. En sus investigaciones realizadas
    a partir de la observación de comportamientos y la
    reconstrucción de jornadas alimentarias de trabajadores
    franceses que utilizan tickets para los comedores laborales (3),
    confirma el fenómeno de la simplificación de los
    platos y la tendencia hacia una estructura basada en una entrada,
    un plato central y un postre (4). Pero además, muestra otro
    ejemplo de desestructuración, el aumento de las ingestas
    diarias fuera del hogar (5). En sus trabajos sobre las jornadas
    alimentarias pone de manifiesto el aumento del picoteo entre
    horas (el grinotage francés o el nibbling
    sajón), en detrimento de las comidas centrales a una hora
    más o menos estable, y una ampliación de los
    horarios de las ingestas. También se constata lo que
    podríamos castellanizar como la vuelta a la fiambrera (le
    retour de la gamella), la comida que se lleva del hogar o se
    adquiere en las proximidades del trabajo y se
    come en el propio lugar de trabajo, práctica que ha ido en
    aumento (Poulain, 2002: 61). Los trabajos españoles
    realizados con estos mismos planteamientos, y que pueden dar
    cuenta del grado de desestructuración alimentaria en estos
    términos, están claramente representados por
    Contreras. Este antropólogo constata estos postulados con
    investigaciones recientes, realizadas en hogares catalanes.
    Coincide con la hipótesis de Poulain sobre la
    simplificación de la estructura alimentaria, y
    también ofrece datos para pensar
    en una extensión del uso de la fiambrera, que permite
    ajustar horario de comida y horario de trabajo (Contreras y
    Gracia Arnaíz, 2004). Contreras (2002) considera que hay
    pruebas para
    hablar de cambio alimentario y de modificaciones en su estructura
    (que en España supondría un plato central
    único y un postre), pero se muestra reticente a considerar
    que esto dé cómo resultado una
    desestructuración o una carencia de normas; apuesta
    más por la aparición de una nueva estructura,
    más compleja eso sí que la precedente. Los trabajos
    de Díaz Méndez, apoyados en una metodología de carácter cualitativo, con entrevistas
    semi-estructruradas a responsables de la alimentación y
    grupos de discusión, no niegan la simplificación en
    la estructura y confirman la existencia de fluctuaciones horarias
    relevantes en las administraciones de las ingestas alimentarias
    tradicionales en España (desayuno, comida, merienda y
    cena) por motivos laborales, escolares y de responsabilidades
    domésticas. Las comidas secundarias (desayuno y merienda)
    retroceden en importancia, y varía también la
    consideración de la comida principal, pues en unos hogares
    ésta es la comida del mediodía, mientras que en
    otros lo es la cena.

    Pero también hay que decir a la luz de los
    trabajos de Díaz Méndez que a estos cambios
    horarios subyace una imagen sobre la
    dieta adecuada, en un sentido amplio, que hace a las personas
    responsables de la comida del hogar realizar ajustes horarios con
    cierto éxito,
    aunque no sin dificultades, para lograr concordar la realidad con
    el imaginario; así quienes afirman comer mal, dan una
    definición de lo que consideran buena alimentación
    similar a la de aquéllos que afirman comer bien
    (Díaz Méndez, 2005).

    Los trabajos en el ámbito francés no han
    sido del todo concluyentes en este sentido, pero han planteado el
    problema de las diferencias entre las prácticas y las
    normas. Las investigaciones de Grignon (1987), realizadas en 1985
    a estudiantes, muestran datos menos concordantes con la
    desestructuración alimentaria apuntada por otros
    investigadores, pues no confirman el aumento del número de
    ingestas realizadas fuera de casa ni la inestabilidad en las
    comidas principales. Los estudiantes, a través de
    cuestionarios autoadministrados en los que se registraba una
    semana de alimentación, y elegidos precisamente por ser
    sujetos con ritmos de comportamientos poco estables (6), no
    mostraban con claridad estas pautas de desestructuración
    alimentaria. Poulain menciona posibles errores
    metodológicos en las investigaciones que no detectan
    cambio alimentario, y considera que los métodos
    declarativos y los cuestionarios autoadministrados seguidos en
    otras investigaciones (en referencia sobre todo a Grignon) pueden
    estar ocultando una parte de la realidad. Investiga la
    adecuación de la norma social a la norma dietética
    (Poulain, 2002: 65): la primera hace referencia a los acuerdos
    sobre la composición estructural de las ingestas
    alimentarias y a las condiciones y los contextos de su consumo;
    la segunda, describe cualidades de lo que se considera una buena
    comida y una comida equilibrada que debe ser la apropiada para
    mantenerse sano (Poulain, 2002: 65). Señala Poulain que el
    a sí mismo dando una respuesta ajustada a la norma cuando
    se le pregunta por lo que come y por lo que considera una buena
    comida; la disonancia entre práctica y norma sería
    para este autor una muestra de la desestructuración
    alimentaria. Este dilema sobre el predominio o no de pautas
    desestructuradoras no hace más que dividir a los
    investigadores; miran los cambios alimentarios centrándose
    más en una u otra explicación y se cuestionan
    mutuamente las metodologías de trabajo. El debate
    está por tanto abierto, aunque algunos autores se han
    atrevido a apuntar que existen intereses ocultos para mantenerlo
    (Grignon, 1993). Para Grignon existe un empeño de la
    agroindustria por favorecer una imagen de
    desestructuración alimentaria. Le interesa al sector
    agroindustrial resaltar socialmente esta tendencia, pues ataca de
    este modo las pautas alimentarias tradicionales, que son el mayor
    obstáculo, a juicio de Grignon, para la expansión
    de la industria
    agroalimentaria. La posibilidad de reducir esta
    confrontación con estudios comparativos se dificulta si
    consideramos las peculiaridades culturales de cada país.
    Así, por ejemplo, y en referencia al eje sobre el que
    giran los citados trabajos de Poulain y Grignon (la
    simplificación de la estructura de las comidas y la
    tendencia a las comidas fuera de casa) podemos constatar que la
    relevancia de los comedores de empresa en
    Francia, explorados para conocer los cambios de estructura, no
    tiene correlato en España. Aquí no serviría
    de referente para mostrar el cambio alimentario ni el comedor del
    trabajo ni el de los estudiantes universitarios. Quizás
    sería más próximo al conocimiento
    de la ingesta y sus cambios el comedor de los colegios, en tanto
    representa la comida considerada normal para las instituciones
    (7). Por otra parte, en España, la comida fuera del hogar
    tiene un componente de sociabilidad (incluso cuando se desarrolla
    en el ámbito laboral) que lo
    aproxima a un comportamiento de ocio más que a un consumo
    estrictamente alimentario. De hecho, los estudios que existen en
    España sobre el aumento del consumo alimentario fuera del
    hogar, y que las estadísticas del MAPA constatan, apuntan a
    un comportamiento muy ligado a la renta, lo que nos retrotrae a
    los componentes de ocio de estas comidas (Rama, 1997) (8). Cabe
    también decir que ni en Francia ni en España se ha
    investigado el grinotage dentro del hogar, es decir, el
    picoteo a lo largo del día que realizan en sus propios
    domicilios las personas que no trabajan fuera del hogar o los
    estudiantes.

    Es previsible que esta práctica esté tan
    extendida como lo está el pincho de media mañana de
    quienes tienen empleo y su
    exploración puede llegar a mostrar que las ingestas
    secundarias no son ni un hábito nuevo ni exclusivamente
    externo al hogar. Puede además poner en duda la
    hipótesis del retroceso de las comidas principales como
    consecuencia de este tipo de aperitivos. Algunos autores han
    considerado también que faltan datos referidos a
    períodos de tiempo largos
    para ver con claridad la estabilidad y el cambio en un
    comportamiento cultural tan arraigado como la alimentación
    (Grignon, 1993). Es evidente que hay que relativizar los datos
    sobre el cambio, pues curiosamente seguimos comiendo con los
    mismos utensilios que en el siglo XVI, cuando aparece el tenedor
    y se deja de comer con los dedos. Y en esas fechas sí se
    produjo un gran cambio: el paso de la comida colectiva, donde
    escudillas y manjares eran comunes, a la individualización
    del cubierto y al distanciamiento entre los comensales, y entre
    éstos y la comida (Neirinck y Poulain, 2001) (9).
    Quizás este cambio tenga similitudes con una tendencia
    menos explorada, y no menos relevante: el proceso de
    individualización en la alimentación.

    Es Fischler quien nos conecta estos dos escenarios: la
    desestructuración y la individualización,
    asociándola a la modernidad. Fischler (1995) ha deseado
    siempre mantenerse en una postura intermedia en la
    polémica sobre la desestructuración alimentaria,
    aunque cabe decir que es uno de los autores que más la ha
    promovido. Fischler, sociólogo e investigador del Centre
    National de la Recherche Scientifique en Francia, ha tomado la
    riendas de los debates alimentarios: sus trabajos sobre los
    cambios en los hábitos alimentarios en las sociedades
    desarrolladas le han hecho internacionalmente conocido, sobre
    todo por sus posiciones teóricas para entender al comensal
    actual, expresadas en su libro El (h)omnívoro. El gusto,
    la cocina y el cuerpo, publicado en Francia en 1990, y por el
    desarrollo
    teórico del juego
    lingüístico entre gastronomía y gastroanomía
    (artículo publicado en Francia en 1979) que muestra la
    falta de normas en la alimentación contemporánea.
    Fischler habla de un mangeur éternel, un comensal que para
    alimentarse cuenta con tres orientaciones: el pensamiento
    clasificatorio (en esencia, el comensal cuenta con reglas propias
    de su sociedad para tomar decisiones sobre lo que es bueno y lo
    que es malo para comer); el principio de incorporación (el
    comensal integra lo material y lo simbólico del alimento
    que ingiere) y la paradoja del omnívoro (ser
    omnívoros significa que nos movemos entre la
    búsqueda por conocer nuevas fuentes de
    nutrición
    —neofilia—y el riesgo de ingerir una toxina —
    neofobia—) (10). El comensal de hoy no es nuevo, dice
    Fischler; sigue siendo un omnívoro, cuyas
    características biológicas se han forjado con la
    evolución
    humana, un omnívoro que ha sobrevivido a la
    incertidumbre y a la escasez. Pero la
    situación sí es nueva. El comensal moderno vive en
    una sociedad de la abundancia sin carencias alimentarias, a pesar
    de estar preparado para ellas, y debe tomar decisiones sobre la
    forma de alimentarse ante un sinfín de productos nuevos.
    El mayor problema de este comensal no es la incertidumbre, sino
    la elección (Fischler, 1995). Para Fischler, en las
    sociedades modernas se ha modificado la función reguladora
    del sistema culinario del comensal, provocando un debilitamiento
    de las normas, una anomia gastronómica, una falta de
    normas que dificultan la elección de los alimentos, pues
    los dispositivos de regulación social son cada vez menos
    eficaces y no hay criterios unívocos, sino una gama de
    criterios a veces contradictorios (cacofonía alimentaria).
    Afirma este autor que "la autonomía progresa, pero con
    ella progresa la anomia" (1995:206), y considera que el comensal
    moderno, falto de normas y con un mayor campo de decisión,
    vive en un estado de
    ansiedad permanente, pues aspira al equilibrio en
    un entorno de desorden. La comida, por ello, siempre es fuente de
    ansiedad. Fischler abre paso así a otro de los debates
    centrales en las Ciencias
    Sociales al abordar el análisis de la alimentación
    contemporánea, el debilitamiento de las normas
    alimentarias. No se pude afirmar hoy que nos encontremos ante una
    situación de desestructuración alimentaria, aunque
    la polémica sigue enfrentando a sus partidarios con los
    analistas más conservadores. Se puede decir, sin embargo,
    que todos parecen coincidir en la existencia de lo que
    podríamos llamar nuevos sistemas
    alimentarios, que han variado en forma y contenido respecto a los
    sistemas alimentarios anteriores cuya estabilidad era claramente
    mayor.

     

    La vigencia de las clases
    sociales y la proliferación de comportamientos
    alimentarios individuales

    Las tesis sobre la anomia de los comportamientos
    alimentarios en la modernidad hace referencia al peso de las
    clases sociales como variables
    explicativas de las diferencias en el consumo alimentario de la
    población.

    Esta polémica se enmarca dentro de la
    Sociología del Consumo, y si bien no se trata de un debate
    específico del ámbito alimentario, se argumenta
    sobre el peso de las clases sociales en la conformación de
    las pautas alimentarias básicas. En términos
    generales, desde el ámbito de la Sociología del
    Consumo se considera a éste como un proceso vinculado a la
    producción, de tal modo que los cambios en los procesos
    productivos inducen a cambios en las formas de consumo. El acceso
    de los individuos a los medios de
    producción sirve para explicar sus comportamientos, pues
    el consumo está relacionado con la posición social
    (11). Desde esta perspectiva, es la posición en el trabajo, en
    el mundo productivo, lo que confiere identidad
    social. Las desigualdades sociales son desigualdades por el
    diferente acceso a los recursos, ya sean
    de carácter material o simbólico. De este modo, el
    concepto de clase es clave para comprender las desigualdades que
    se producen en la sociedad, aunque en este marco
    teórico también se apoyan quienes realizan
    análisis sobre las desigualdades de género.
    Las referencias a la desigualdad han sido una pauta
    característica de los estudios sobre el comportamiento
    alimentario a lo largo de toda su historia, centrándose
    particularmente en la relación entre hambre y comida. En
    muchos casos, el objetivo era
    constatar las deficiencias de salud y nutrición
    (Sen, 1981); en otros, remarcar alguna forma de desigualdad, como
    los más recientes estudios de género que ponen en
    evidencia las desigualdades en la distribución de alimentos dentro del hogar.
    Murcott, en Gran Bretaña, desde una perspectiva femenista,
    ha realizado análisis sobre las relaciones de hombres y
    mujeres con la comida del hogar. Ha puesto de manifiesto las
    relaciones de poder dentro y fuera del hogar (Murcott, 1982) y ha
    explicado las decisiones de las mujeres sobre la
    alimentación, decisiones en las que priman los gustos y
    preferencias de los otros sobre los suyos propios, en respuesta a
    lo que es socialmente esperado como buenas madres y/o esposas
    (Murcott, 1983). Pero quizás los trabajos más
    característicos de esta orientación sean los ya
    clásicos estudios de Grignon sobre las diferencias entre
    las comidas de ricos y pobres en Francia, realizados en los
    años 80. En estos trabajos se constatan las diferencias
    alimentarias de la población en función de factores
    vinculados a la clase social (Grignon y Gringon, 1980; 1981). Los
    trabajos de Bourdieu son una referencia obligada para quienes
    postulan la pervivencia de las clases sociales. Analizando la
    estructura de consumo y los gastos a
    través de encuestas a la
    población francesa, establece una diferenciación en
    los consumos alimentarios de los empleados, capataces y obreros
    cualificados constatando el efecto de la clase en la
    alimentación (Bourdieu 1998: 180) (12). Las bases de la
    diferenciación entre clases se sustentarían en el
    volumen del
    capital (el
    capital económico y el capital cultural), donde la clase
    obrera se opone a la clase media, y en la estructura del capital,
    donde distintas fracciones de la clase media se oponen entre
    sí. Bourdieu remarca el efecto de la clase sobre la
    alimentación, confirmando la hipótesis de que las
    desigualdades de clase en el consumo alimentario no sólo
    se mantienen, sino que incluso se acrecientan. Lambert, en
    Francia, a partir del análisis de fuentes
    estadísticas oficiales y en la línea de diferentes
    modelos alimentarios de clase, elabora dos modelos alimentarios:
    uno tradicional, gastronomique, dominante hasta épocas
    reciente y en retroceso: y otro moderno, en
    expansión.

    Basándose en los trabajos de Bourdieu en un
    primer paso, y en Elías, plantea las
    características de estos modelos y la tendencia a la
    imitación por parte de las clases populares del modelo
    emergente de las clases intelectuales
    urbanas (1987: 179).

    Warde en Gran Bretaña confirma también que
    la clase social es la variable explicativa de las heterogeneidad
    alimentaria, al menos cuando la referencia es el gasto
    alimentario (13). Las diferencias se dan sobre todo entre la
    clase obrera y la clase media. La clase obrera consume más
    pan, carne, azúcar… aunque la clase media cuenta con
    diferencias intraclase: unos grupos se acercan más a la
    alimentación de la clase obrera en sus preferencias
    alimentarias, otros tienen gustos diferentes (Warde, 1997:
    118)14. En España, el trabajo en esta línea no
    procede del ámbito de la Sociología, sino de la
    Antropología, y está representado,
    entre otros, por Gracia Arnaíz (1997) y por
    González Turmo (1997). A través de diferentes
    investigaciones de carácter cualitativo (15), en
    Cataluña y Andalucía respectivamente, estas
    antropólogas consideran que persisten las diferencias de
    clase en los hábitos alimentarios, y que siguen presentes
    las comidas de ricos y las comidas de pobres (González
    Turmo, 1997), pudiendo afirmarse que la abundancia alimentaria
    reinante en España no garantiza un reparto equitativo de
    los alimentos. Las desigualdades basadas en el origen social son
    visibles si se realizan aproximaciones empíricas que
    permitan constatarlas (Gracia Arnaíz, 2003). Hay autores
    que no han analizado las diferencias alimentarias en
    términos de clase. El autor más representativo de
    esta postura es Mennell (1985), quien postula que la modernidad
    alimentaria trae consigo un aumento de la diversidad y con ello
    un aumento de las decisiones individuales, considerando que en
    este proceso de individualización, también
    planteado por Fischler, disminuyen claramente las diferencias de
    clase. Se da paso a una pluralidad de opciones diversas que se
    plasman en consumos alimentarios plurales. El efecto clase no se
    considera como explicación de la jerarquía de los
    gustos. Algunos autores han puesto en cuestión el propio
    debate. Goody (1995), por ejemplo, plantea que quizás el
    empeño de la Sociología por buscar diferencias de
    clase puede provocar un prematuro determinismo explicativo sobre
    la diversidad. Estas dudas se tienen aún más en
    cuenta si se considera que algunos autores que han seguido las
    orientaciones de Bourdieu constatan un fraccionamiento de las
    clases medias y la aparición de pautas de consumo guiadas
    por criterios, como la salud o la belleza, presentes en todos los
    grupos
    sociales (Warde, 1997). Aunque no deseemos adoptar una
    posición definida en esta polémica, no se puede
    negar la mayor accesibilidad de la población a los
    alimentos, que al ir acompañada de una cierta
    homogeneización en los consumos, hace dudar de que las
    diferencias en la alimentación estén asociadas al
    origen social. Pero también es evidente la persistencia de
    la desigualdad social en el acceso a ciertos alimentos y la
    importancia de los condicionantes socioculturales de grupos e
    individuos a la hora de elegir qué comer, aspectos que se
    hacen más o menos visibles dependiendo, en muchos casos,
    de la metodología de las investigaciones. De nuevo en este
    debate las investigaciones no parecen confirmar ni una clara
    pervivencia de las diferencias de clase ni una apuesta firme por
    su desaparición. Podría decirse que no hay autores
    que nieguen la existencia de comportamientos asociados al origen
    social, pero los resultados empíricos constatan una
    pluralidad de comportamientos o de estilos alimentarios que son
    explicados poniendo más o menos énfasis en ello
    según las posiciones teóricas y
    metodológicas de los distintos investigadores. Se ha
    planteado que las propuestas de Maffesoli representan una nueva
    explicación sobre la diversidad de los comportamientos de
    consumo en las sociedades post-modernas y que pueden suponer una
    ruptura en la dualidad explicativa sobre el peso de las clases
    sociales en la generación de pautas de comportamiento
    estables y diferenciadas por un lado, y el proceso de
    individualización relacionado con la
    homogeneización de comportamientos por otro. En su obra El
    tiempo de las tribus, este autor (Maffesoli, 1990) plantea que la
    dinámica social reflejada en la
    multiplicidad de comportamientos no puede ser comprendida por la
    tendencia al individualismo y por la lógica
    de la búsqueda de identidad postulada por Beck y Giddens.
    Hay un sentimiento de identificación grupal, contrario al
    individualismo, que resulta igualmente identitario. Los
    alimentos, igual que la lengua, son,
    señala Maffesoli, un referente cultural que genera
    sentimientos identitarios. Los grupos presentan a sus miembros un
    conjunto de reglas y pautas predefinidas de comportamiento sobre
    las que orientar el consumo, es decir, nuevas formas de ser y de
    consumir a partir de la disciplina
    impuesta por el grupo donde
    las reglas estéticas son fundamentales para definir el
    estilo de la tribu y su pertenencia a él. Podría
    decirse que estos grupos funcionan como una clase social, con
    modelos de comportamiento claros y estables, pero no son clases,
    sino tribus, grupos sociales más pequeños. Pero
    quizás lo más relevante de la obra de Maffesoli sea
    la conexión que permite establecer entre individuo,
    grupo y entorno. Mediante el término proxemia, Maffesoli
    llama la atención sobre el comportamiento relacional
    de la vida social, y "no sólo la relación
    interindividual, sino también a eso que me liga a un
    territorio, a una ciudad, a un entorno natural, que yo comparto
    con otros (…) "un tiempo que cristaliza en espacio" (1990:
    214). Para Maffesoli se forma un nosotros y esto da lugar a un
    enfoque nuevo sobre la realidad social en tanto en cuanto integra
    las redes de
    relación en el análisis: "la constitución de los microgrupos o de las
    tribus (…) se hace a partir del sentimiento de pertenencia, en
    función de una ética
    específica y en el marco de una red de comunicación" (16) (Maffesoli, 1990: 241).
    El funcionamiento de estos microgrupos tiene un interesante poder
    analítico sobre cómo se produce la realidad social
    a partir del funcionamiento de estas redes de
    comunicación. Entre redes existe una multiplicidad de
    entrelazamientos a través de los que circula la
    comunicación. Sus protagonistas producen, y son
    producto de,
    esta multiplicidad de redes. La red de redes nos remite a un
    espacio en el que las actividades sociales no están
    diferenciadas ni yuxtapuestas, sino "más bien un espacio
    en el que todo esto se conjuga, se multiplica y se desmultiplica,
    formando figuras caleidoscópicas de contornos cambiantes y
    diversificados" (Maffesoli, 1990: 225). Esto ofrece una
    explicación alternativa a la pluralidad de comportamientos
    de la modernidad, que permite contar con la identidad grupal como
    pauta explicativa del comportamiento, y que además combina
    la existencia de un estructura preestablecida con la
    participación de los actores. Todo ello constituye una
    alternativa teórica que va más allá del
    proceso de individualización y de la búsqueda
    individual de la identidad planteada desde algunas de las
    teorías
    sobre la modernidad. El planteamiento teórico de Warde
    integra esta orientación tribalista planteada por
    Maffesoli y realiza una interesante aproximación al
    análisis de la diversidad de pautas alimentarias. Niega,
    en principio, la dominancia de la explicación basada en la
    individualización de los comportamientos alimentarios,
    pues sostiene que en este ámbito sucede lo mismo que en el
    caso del suicidio
    analizado por Durkheim: hay
    una apariencia de comportamiento individual pero se esconde un
    comportamiento claramente social y grupal. Para Warde existen
    fuerzas sociales que van en una doble dirección, contraponiéndose las
    tendencias y actuando sobre los comportamientos alimentarios
    (17): la individualización y la integración comunitaria (18), por un lado,
    y la estilización y la informalización, por otro.
    Para Warde se dan de manera simultánea estas fuerzas. La
    individualización es similar a la idea de modernidad de
    Beck y Giddens y que ha sido trasladada a la alimentación
    por Fischler, un aumento de los espacios y las decisiones
    individuales y una individualización de las elecciones
    alimentarias y sus menús. La integración
    comunitaria consiste en un conjunto de comportamientos tendentes
    a establecer vínculos o ataduras con la comunidad social
    para afirmar sentimientos de identidad. Las culturas regionales,
    y con ellas las lenguas y los alimentos, son generadoras de
    identidad. Por esto se dan comportamientos de valoración
    de lo regional, de aquellos alimentos que llevan asociados
    símbolos culturales que otorgan
    sentimientos de identidad a quienes los consumen.

    Hay otras dos fuerzas contrapuestas que completan el
    análisis: la informatización, por un lado, y la
    estilización, por otro. La primera hace referencia a la
    desestructuración, a la tendencia a la
    desregulación en la nutrición y al descenso de la
    disciplina alimentaria; un proceso similar a la
    gastronomía planteada por Fischler. Y la
    estilización hace referencia al fenómeno denominado
    neotribalismo por Maffesoli (1990), a nuevas formas de disciplina
    relacionadas con los gustos, que aportan nuevas reglas de
    actuación claras y concretas a través de
    prácticas de consumo. Son reglas estéticas propias
    de grupos sociales concretos. Estas cuatro fuerzas sociales
    combinadas dan lugar, para Warde, a diferentes modelos de consumo
    que se corresponden con los cuatro modelos de Durkheim del
    suicidio: integración débil (suicidio
    egoísta), integración fuerte (suicidio altruista),
    regulación débil (suicidio anómico) y
    regulación fuerte (suicidio fatalista). Estos postulados
    permiten plantear explicaciones nuevas sobre la diversidad en los
    modelos de comportamiento alimentario sin huir del grupo ni de la
    individualidad, o combinando ambas. El modelo de Warde muestra
    cuatro pautas de diferenciación en la elección de
    la comida, basadas en la confluencia diversa de las cuatro
    fuerzas sociales antes planteadas (Warde, 1997:42). Conforman una
    tipología de comportamientos de comensales, interesantes
    sobre todo para el campo del consumo alimentario y muy
    útil para comprender la diversidad en la elección
    de los alimentos sin posicionarse ni en la pluralidad (resultado
    de la elección individual que plantean los partidarios de
    la individualización) ni en la inevitable
    adscripción a las clases sociales de los partidarios de la
    reproducción social.

     

    La separación entre la
    producción y el consumo en el campo de la
    alimentación

    Adentrándose en el análisis sobre la
    seguridad
    alimentaria La separación analítica entre la
    producción y el consumo es uno de los aspectos más
    cuestionados de los estudios sociales sobre la
    alimentación contemporánea. Esta
    contraposición ha sido puesta de manifiesto,
    fundamentalmente, por la Sociología Rural. Cabría
    decir que el debate se inicia entre la ciudadanía, y no entre los expertos, pues
    surge a partir de las llamadas crisis alimentarias, que provocan
    fuertes críticas a la manipulación industrial de
    los alimentos (19) y generan una incertidumbre en el consumo que
    repercute en la producción. Los recientes casos de
    alimentos que perjudican la salud humana (20) hacen cambiar la
    percepción del consumidor sobre los
    productores, y éstos comienzan a mirar al consumidor como
    un agente no tan pasivo ni susceptible de manipulación
    como los primeros análisis del consumo y los estudios de
    mercado
    parecían mostrar (21). La seguridad alimentaria, llamada
    así hasta los años 90 para designar las acciones
    tendentes a paliar el hambre en el mundo, aparece ahora con una
    nueva acepción: el riesgo de los alimentos en las
    sociedades con sobreabundancia alimentaria (Millán, 2002).
    La cadena agroalimentaria se cuestiona en todos los niveles, pues
    en todos ellos pueden darse riesgos para
    la salud. Algunos autores han argumentado que la complejidad de
    las relaciones sociales que conlleva la alimentación,
    desde el terreno en el que se produce hasta la mesa en la que se
    consume, ha dado lugar a una separación de los
    ámbitos de la producción y el consumo necesaria
    para su análisis, impidiendo una visión holista del
    sistema agroalimentario. Aún así, se reconoce la
    irrelevancia dada al consumo desde los estudios agrarios
    (Friedland, 2001). En estas aproximaciones teóricas, el
    papel que se le otorga al consumidor, es instrumental y externo,
    ajeno a la cadena agroalimentaria o considerado tan solo en la
    medida en que tiene capacidad económica de compra (Goodman
    y Dupuis, 2002).

    La aceptación de estas limitaciones ha generado
    en los últimos años estudios orientados a reducir
    la distancia entre la producción y el consumo, intentando
    establecer vínculos entre estos dos ámbitos, que
    difuminen la tradicional separación analítica entre
    ambos, no obstante, y coincidiendo con quienes realizan
    análisis teóricos desde la Sociología Rural
    (Blandford, 1984; Goodman, 2002, Goodman y DuPuis, 2002,) hay
    varias líneas de análisis abiertas. Mintz puede
    considerarse un holista, ya que en su libro Dulzura y poder
    (1985) analiza la cadena agroalimentaria seguida por el
    azúcar, desde la demanda al
    suministro y su consumo. Mintz traza todo el desarrollo de las
    plantaciones de azúcar desde sus inicios en el siglo XVI
    hasta la creación de un mercado de masas de este producto,
    que pasa de ser una rareza a ser consumido y producido
    masivamente. Demuestra en su trabajo que el aumento del consumo
    de azúcar sólo puede ser explicado por una
    combinación de factores, entre los que se encuentran,
    desde los intereses económicos y políticos, hasta
    las necesidades nutricionales o los significados culturales.
    Contradice así el cambio en el consumo planteado como un
    proceso de imitación de las élites, o como una
    necesidad de obtener calorías. Esta aproximación
    sistémica le convierte, en cierto modo, en un precursor de
    los estudios que más adelante intentan explorar las
    relaciones entre producción y consumo. Recientemente Fine
    (1994), citado también como un continuador de esta
    corriente de análisis en la que se plantea el
    conocimiento del sistema agroalimentario a través de
    la exploración de un producto desde la tierra a la
    mesa, aporta ideas interesantes relacionadas con la propiedad de
    la tierra.
    Considera que el sistema agroalimentario depende, en primera
    instancia, de la agricultura y
    que el tipo de propiedad de la tierra y sus cambios a lo largo de
    la historia afectan a toda la cadena. Como a Mintz, se le valora
    a Fine el análisis histórico en la
    comprensión de las prácticas alimentarias, pero se
    cuestiona la verticalidad que realiza de su análisis. En
    la cadena agroalimentaria, Fine señala que la
    relación se establece de abajo arriba, de la planta al
    plato, estableciendo un vínculo causal y determinista de
    la relación entre los diferentes momentos de la cadena.
    Esto no permite aclarar los comportamientos de consumo, y
    además ignora al consumidor, sus gustos y preferencias,
    como orientadores de cambios en la cadena agroalimentaria. En
    esta misma línea histórica del cambio alimentario
    hay un conjunto de trabajos que conectan también la
    producción y el consumo a través de un
    análisis histórico del cambio en los sistemas
    agroalimentarios, aunque con una visión más abierta
    y horizontal.

    Tomaremos como referencia los trabajos de Fonte (1991 y
    1998), Bush (1991) y Blandford (1984). Este análisis se
    sustenta en una visión del cambio social como un proceso
    unilineal de fases sucesivas, que va dando respuesta a las
    diferentes relaciones del hombre con la
    naturaleza.
    Esta visión permite integrar los cambios experimentados en
    la producción y el consumo en los cambios sociales
    acontecidos desde la industrialización hasta la
    actualidad. Desde esta perspectiva histórica, es el cambio
    en la relación con la naturaleza lo que marca la
    diferencia (22). En las sociedades agrarias tradicionales, el
    producto de la tierra es consumido directamente por la persona o grupo
    que lo produce, por lo que podría hablarse de un sistema
    alimentario tradicional. El campesino,
    productor y consumidor a un tiempo, conoce de forma directa las
    características de los productos. Los alimentos son
    consumidos a través de una transformación, no muy
    sofisticada, que se produce en la cocina del grupo. Todos los
    productos en estas sociedades son productos procedentes de la
    tierra y de las actividades realizadas en torno a ella. Se
    trata de pocos productos, asociados fundamentalmente (aunque no
    exclusivamente) a las particularidades del entorno que favorecen
    ciertas producciones y dificultan otras. El criterio de selección
    de los alimentos a consumir responde, en gran medida, a criterios
    de tipo racional asociados a las necesidades alimentarias de
    quien los produce y a las limitaciones de la producción.
    La abundancia y la escasez se alternan, la estación del
    año y el tiempo marcan la pauta de la variedad. A pesar de
    estas limitaciones se dan desigualdades, marcadas no sólo
    por la disponibilidad objetiva de productos sino por el estatus
    del grupo. El sistema agroalimentario en esta fase utiliza
    canales locales de distribución de productos, que combina
    con el intercambio entre parientes y redes sociales. En una fase
    posterior, con un sistema agroalimentario moderno y en una
    sociedad industrial, la relación entre el consumidor y el
    productor se rompe. El consumidor compra productos que son
    elaborados por personas que no conoce y el conocimiento acerca de
    su origen o calidad procede
    de la información que se da en las etiquetas o en
    los establecimientos donde se adquieren. Esta separación
    productor-consumidor se encuentra mediada por un control
    institucional, ahora necesario en tanto en cuanto el consumidor
    debe tener garantía de los productos que consume y no
    conoce, por lo que la legislación garantiza que el consumo
    es fiable y que no perjudica la salud del consumidor. La
    producción sufre cambios importantes: del trabajo familiar
    agrario se llega a las empresas
    agrícolas industrializadas que producen de forma intensiva
    y orientan su producción claramente al mercado. La
    explotación de la naturaleza es un hábito
    legítimo, pero además legitimado, pues la tierra
    puede ser manipulada al antojo del productor, en busca de un
    aumento de productos que el mercado indica de qué tipo han
    de ser. Pero además, los alimentos, tras su
    producción, son trasformados en fábricas y la
    mayoría de ellos llevan algún tipo de proceso
    industrial (aunque sólo sea el envasado o los ingredientes
    añadidos) que los hacen separarse de su procedencia y con
    ello también de su aspecto, de su apariencia. Se
    incorporan ingredientes, algunos de ellos creados artificialmente
    (conservantes y colorantes) y en el progresivo alejamiento del
    producto de su origen se hace necesaria la utilización de
    otros productos que den la apariencia de la naturalidad perdida
    (naranjas a las que se inyecta el color naranja,
    por ejemplo). La apariencia es, como menciona Baudrillard (1984),
    un simulacro de la realidad. Las posibilidades de elección
    se amplían considerablemente en un mercado repleto de
    productos y en el que siempre están disponibles, a la
    venta, para
    cualquier consumidor. La elección genera desigualdades,
    determinadas por las diferencias económicas de quien
    adquiere los productos y aparecen desigualdades nutricionales muy
    marcadas entre distintas sociedades. Puede hablarse
    también de una fase posterior, de una sociedad postmoderna
    o postindustrial, de un sistema agroalimentario tardomoderno. La
    procedencia agraria se pierde en el tiempo (y en el espacio) y la
    industria gana peso frente a la agricultura. La apariencia del
    producto pasa a ser la realidad, aunque curiosamente es cada vez
    menos real (los pollos triturados y recompuestos con forma de
    pollo, serían un buen ejemplo). La producción
    agraria emplea cada vez más las tecnologías para la
    producción y el riesgo de sus efectos comienza a
    vislumbrarse a través de la
    contaminación y la destrucción progresiva e
    irrecuperable de recursos y de biodiversidad.
    En los productos se inicia el etiquetado no ya de los
    ingredientes, sino de los nutrientes (hidratos de carbono,
    calcio) dando así un carácter científico a
    los productos y sustituyendo la falta de conocimiento sobre ellos
    con informaciones especializadas que confirman las bondades de lo
    comprado. Los riesgos también están presentes
    aquí: la contaminación alimentaria no detecta los
    controles y ciertos efectos negativos del consumo de algunos
    productos contaminados ponen de manifiesto el riesgo no
    sólo incontrolado, sino incontrolable. Junto a la variedad
    se encuentra también el riesgo del mercado globalizado. La
    distribución se organiza y se sofistica, la posibilidad de
    comer de todo en cualquier tiempo y lugar hace patente la
    separación entre el origen y el consumo de los productos;
    la elección entre productos es lo más complicado
    para el consumidor, que se ve impedido para realizar una
    decisión basada en motivaciones de tipo racional; el deseo
    empieza a ocupar el lugar de la razón y los motivos para
    consumir se hacen cada vez más complejos y sofisticados.
    La fase siguiente a la descrita ya está en marcha; el
    futuro ya está aquí, dice Ritzer (1996). La
    producción puede ya sobrepasar sus fines alimentarios, de
    tal modo que se puede producir a través de la biotecnología según las necesidades
    de esas apariencias de realidad que hemos creado: se producen
    tomates sin semillas porque son más compactos para el
    consumo, perdiendo con ello su esencia reproductiva (no es
    necesaria, no importa su infertilidad para la producción),
    o incluso se pueden crear alimentos que incorporen un
    antibiótico para una común infección de
    garganta (su uso médico justifica cualquier
    manipulación). Es el control total de la naturaleza, un
    control que supone un alejamiento radical de su origen productivo
    y agrario basado en la elaboración de alimentos para
    satisfacer el hambre de las personas. Desde esta perspectiva se
    considera que el sistema alimentario tradicional es bastante
    simple y el moderno muy complejo, de ahí que se encuentre
    lógica su parcelación analítica. Este
    planteamiento evolutivo del cambio alimentario en la modernidad
    ha sido, sin embargo, cuestionado. Es cierto que se ofrece una
    visión de un cambio homogéneo y lineal en el que no
    parece estar integrada, o al menos no suficientemente
    considerada, la diversidad de comportamientos que se observan en
    la alimentación actual.

    Pero no es menos cierto que este planteamiento abre un
    camino no iniciado antes: la consideración de todo el
    sistema agroalimentario en el análisis; donde, desde el
    productor al consumidor, se va reseñando la tendencia de
    cambio y, en cierta medida, cómo unos cambios dan lugar a
    los otros dentro de la misma cadena. Pero, sin duda, el papel del
    consumidor queda difuminado e inserto en procesos globales que le
    quitan protagonismo o que le consideran un mero agente pasivo
    dentro de todo el proceso de desarrollo industrial. La acción
    de los actores parece irrelevante, o sometida a fuerzas que los
    sobrepasan o dirigen. El sistema, o la estructura, domina sobre
    la acción de productores, consumidores y distribuidores
    individualmente considerados. Por eso, quizás sea
    necesario comentar algunos estudios que ofrecen visiones
    complementarias. Los trabajos sobre el comercio justo
    de Raynolds (2002), por poner un ejemplo peculiar, representan
    una buena aproximación para tomar en cuenta al consumidor,
    pues ofrecen instrumentos de análisis de la
    relación entre productor y consumidor. Esta autora estudia
    el comercio del café y
    las luchas de los activistas americanos del comercio justo.
    Muestra cómo se reduce la distancia entre productores y
    consumidores en las transacciones de comercio justo y apuesta por
    unir la producción, el mercado y el consumo a
    través de valores
    compartidos de equidad y
    confianza. Explica cómo las etiquetas de los productos y
    su empaquetado pueden humanizar las relaciones comerciales entre
    productores y consumidores reduciendo la distancia social entre
    ambos. Pero Raynolds constata las dificultades de comercializar
    estos productos por la desigualdad de poder presente en las redes
    de mercado, una desigualdad que difícilmente podrá
    superarse para lograr el empoderamiento de los productores de los
    países del Tercer Mundo. Otro grupo de trabajos que
    refleja la importancia del vínculo entre producción
    y consumo son los relacionados con la implementación de
    las políticas
    y sus efectos sobre la alimentación.

    Con el objetivo de mejorar la nutrición de la
    población y de prevenir enfermedades, se han puesto
    en marcha programas
    alimentarios que han variado en tiempo y lugar. Desde sus
    inicios, los trabajos de la FAO presentan una amplia variedad de
    orientaciones que son reflejo de una diferente concepción
    de lo que es la salud y la enfermedad, así como de lo que
    se entiende por una buena o una deficiente comida. La
    mayoría de estos trabajos se enmarcan en el estudio de
    cómo ciertos modelos dominantes intentan introducirse y
    cambiar las dietas de la población, y llaman la
    atención sobre la creación de estándares
    nutricionales de salud (Douglas, 1984). Este tipo de trabajos
    suele ir acompañado de la constatación del impacto
    cultural que producen en las poblaciones a las que van dirigidos
    (23). En el caso español son numerosos los trabajos que
    ofrecen análisis sobre las variaciones en la demanda de
    productos concretos, incluso podría decirse que la mayor
    parte de los trabajos sobre cambio alimentario en España
    son de este tipo. Enmarcados en la Sociología del Consumo
    y apoyados en las estadísticas oficiales sobre
    alimentación (24), pretenden ofrecer información a
    las empresas o a la
    Administración sobre las variaciones en la compra de
    productos, pero suelen detener ahí su análisis
    (25). Algunos autores se han animado a realizar una
    aproximación al análisis de los actores sociales
    para estudiar el impacto de las políticas agrarias en la
    producción (Garrido Fernández, 2002) (26). Pero ni
    unos ni otros han establecido nexos, quedándose en el
    mundo de la producción unos y en el del consumo los otros.
    En la actualidad se está desarrollando una línea de
    investigación dirigida por Contreras orientada al estudio
    de las relaciones que se producen dentro de las redes
    agroalimentarias. Actualmente, dicho autor se encuentra
    analizando los mecanismos de gestión
    y de transmisión de la información en las crisis
    alimentarias, poniendo de relieve la
    incidencia de la percepción del consumidor sobre los
    riesgos alimentarios y sus efectos sobre el consumo (27). Este
    antropólogo, con un equipo multidisciplinar, ha estudiado
    también el poder de los consumidores sobre la
    producción de productos transgénicos. En este
    trabajo se constata la utilización de información
    interesada por parte tanto de los partidarios del desarrollo de
    los productos transgénicos, como de quienes se oponen a su
    expansión.

    También en Francia se está trabajando en
    esta línea (Merdji y Debucquet, 2001) buscando comprender
    las diferentes respuestas del consumidor hacia la tecnología
    alimentaria planteando hipótesis culturales para explicar
    la mayor o menor aceptación del consumidor hacia los
    productos transgénicos (28). El consumidor aparece como un
    sujeto activo y reflexivo en sus apreciaciones acerca del debate
    sobre los organismos genéticamente modificados. Ha sido
    precisamente su rechazo a esta aplicación
    tecnológica novedosa (los OGM´s) lo que ha motivado
    la mayor parte de las investigaciones, pues ha sorprendido a
    todos la paralización de la expansión de la
    producción de este tipo de cultivos en Europa en
    respuesta a la desconfianza generada en el consumidor. Las
    industrias y los
    poderes públicos se han hecho eco del rechazo del
    consumidor, aunque éste ha estado inmerso en informaciones
    contradictorias procedentes de instituciones diversas. En esta
    incertidumbre, es el poder mediático el que sirve de
    referencia y el que puede hacer variar las opiniones de los
    consumidores, transmitiendo los discursos
    dominantes (y contradictorios) de las instituciones
    públicas y privadas (Díaz Méndez y Herrera
    Racionero, 2004). Las explicaciones no cierran otras
    posibilidades, pues el debate, y las políticas sobre los
    OMG, aún está abierto y en proceso de
    elaboración, pero constituye sin duda un interesante campo
    de análisis sobre el papel que los diferentes actores
    juegan en las decisiones políticas a lo largo de toda la
    cadena agroalimentaria y enmarca un problema nuevo y aún
    no abordado en todas sus dimensiones: la percepción del
    riesgo alimentario. Los trabajos que intentan explorar las redes
    agroalimentarias de principio a fin suponen una
    aproximación analítica de interés
    para conocer más a fondo cuáles son las situaciones
    de riesgo, donde se sitúan y cómo se responde a
    ellas por parte de todos los actores que interactúan a lo
    largo de la cadena agroalimentaria. Sin embargo, a estos trabajos
    se les puede reprochar el haber considerado preferentemente el
    poder como elemento explicativo del funcionamiento de las redes
    agroalimentarias.

    Para unos son las empresas las que tienen la
    última palabra; para otros, son los minoristas o los
    consumidores; no faltando quienes señalan que son las
    administraciones o los medios de
    comunicación los que orientan las decisiones del
    consumidor o del productor generando los cambios que se analizan.
    Lockie (2002) ha planteado esta deficiencia considerando la
    necesidad de dar un giro teórico y metodológico a
    los estudios agroalimentarios. Para ello desarrolla la teoría
    del actor red (ANT) en el
    ámbito de la alimentación.

    Esta teoría se sustenta, según el propio
    Lockie, en el concepto de acción a distancia de Latour y
    en los estudios de Foucault y Law.
    Varios autores coinciden al afirmar que esta corriente
    analítica ha sido abierta por los trabajos de Dixon (1999,
    2002) (29). Dixon inicia la ruptura de la dicotomía
    producción-consumo examinando las cadenas agroalimentarias
    en la carne de pollo australiana. Plantea un modelo
    económico- cultural y pretende averiguar no sólo
    dónde se encuentra el poder, sino también
    cómo va cambiando dentro de esta cadena; de ahí que
    su aportación sea novedosa. Tras esta exploración,
    Dixon realiza unas aportaciones teóricas que sientan las
    bases para el estudio de las interacciones de redes
    agroalimentarias.

    Considera necesario explorar toda la cadena y averiguar
    dónde se añade valor a los
    productos y dónde se mantiene ese valor. Efectivamente
    constata que este valor no se aporta solamente en las redes
    mercantilizadas; de ahí que sea necesario explorar los
    hogares y el intercambio alimentario que se da en ellos, pues el
    valor del alimento también se modifica con su
    preparación. Además, Dixon considera necesario
    analizar los procesos de intercambio de valor simbólico.
    De ahí que considere las nuevas relaciones de autoridad
    procedentes de la autoridad científica y de las industrias
    nutricionales, unas relaciones de autoridad que pueden estar
    modificando el valor simbólico de los alimentos. Se pueden
    desprender de su trabajo dos aspectos decisivos para futuros
    análisis: por un lado, que el valor de los productos no se
    da siempre en el mismo grupo de actores, destacando así el
    valor que confieren a los productos los propios consumidores y la
    importancia que esto tiene para la dinámica de la redes
    agroalimentarias; por otro lado, que los significados que se les
    da a los productos, como un valor más, resalta así
    cómo éstos, aparentemente sin valor monetario,
    cobran valor de mercado. (Dixon, 1999). La cuestión radica
    en averiguar si es posible visibilizar los intercambios de valor
    y significado. Esto es importante en lo que se refiere a los
    intercambios de valor porque no se encuentran siempre en el campo
    de la producción (por ejemplo, se ignora el valor que
    confiere a los alimentos su preparación en los hogares).
    Por otra parte, nos encontramos con que los intercambios de
    significados no se encuentran visiblemente mercantilizados y no
    resulta fácil, por ejemplo, transformar la autenticidad o
    la naturalidad de un producto en dinero. Dixon
    afirma que es posible hacerlo y explora el status
    simbólico del pollo y el valor simbólico
    añadido (trasformado en dinero) de otros productos
    derivados del pollo. Sin embargo, Dixon concluye que el control
    real de la cadena agroalimentaria se encuentra en los
    supermercados minoristas, dejando de nuevo la duda sobre la
    capacidad última del consumidor o el papel de otros
    actores en las redes alimentarias en las que están
    insertos. Resulta, pues, más interesante su
    análisis teórico y la exploración de lo que
    sucede en las redes, que las propias conclusiones a las que
    llega, que caen en el error, ya mencionado, de situar el poder en
    un punto concreto de la
    cadena olvidando el protagonismo de otros actores y de la
    interacción entre ellos. Estos trabajos
    podrían incluirse dentro del paradigma
    accionista, pues en todos ellos se considera el papel de los
    actores en la cadena alimentaria y se intenta, a través
    del análisis del papel de estos actores, entender las
    conexiones entre unas redes y otras.

    Pero adolecen de las mismas deficiencias planteadas en
    los análisis accionistas desde la sociología: unos,
    son más favorables a considerar el peso de la estructura
    sobre el actor; y otros, de éste sobre
    aquél.

    Creemos que Guthman da un paso más. Realiza una
    aportación significativa en la línea de lo que ella
    misma denomina enfoque de la cadena alimentaria (30), apuntando
    en una dirección distinta a la de los trabajos hasta
    aquí mencionados, aunque inserta en el estudio de las
    redes de actores. El trabajo de Guthman explora las redes que se
    establecen en el mercado de productos orgánicos, y busca
    conocer la forma en que se modelan las redes de producción
    y consumo, conectando al consumidor, sus deseos y preocupaciones,
    con las prácticas alimentarias de producción,
    procesamiento y distribución. A partir de un consumo
    emergente, como el de los productos ecológicos, es posible
    comprender las influencia de unos actores sobre otros dentro de
    las redes en las que se establecen vínculos. Se
    desvía del análisis del poder de los actores para
    explorar la forma en que se mercantiliza el gusto, concretamente
    el gusto del consumidor hacia los pro- ductos ecológicos,
    para resaltar las transformaciones que se dan en las
    políticas de consumo. En este proceso va poniendo de
    manifiesto la forma en que los gustos hacia ciertas comidas van
    dando valor a los productos y afectando a la distribución
    de los mismos. Explora también la contradicción que
    existe entre ciertos significados de los productos
    ecológicos y el freno que estos significados suponen para
    su mercantilización. Concluye que este bloqueo sólo
    se puede resolver reelaborando los significados de los productos
    ecológicos; por eso plantea que los significados de estos
    productos han sido desestabilizados para aumentar el mercado
    ecológico. Guthman explora el gusto, pues lo considera la
    puerta de entrada del consumo (31), y lo hace pensando que las
    explicaciones desde la teoría del actor red son
    insuficientes, entre otras cosas por privilegiar el papel de los
    actores y dejar en segundo plano el proceso de
    mercantilización (32) de los productos. En definitiva
    retoma el debate sociológico sobre el poder de la agencia
    y la estructura, considerando que esta teoría se excede en
    el papel que da a la agencia y olvida el sustrato estructural
    para el funcionamiento del sistema social. Pero Guthman opta por
    una visión de consenso, en la que desarrolla lo que
    podríamos llamar un modelo constructivista del gusto.
    Explora los gustos que no han pasado al mercado, pero que
    considera los más relevantes a la hora de analizar el
    consumo: el gusto por la reflexión, donde el valor
    simbólico que se añade es el conocimiento; el gusto
    por la distinción, cuyo valor simbólico es lo
    estético; el gusto por la simplicidad donde el valor es la
    transparencia. Analiza como hemos indicado, el gusto por los
    productos orgánicos, para ejemplificar el funcionamiento
    de estos gustos y sus simbolismos (Guthman, 2002: 299). Apoya sus
    explicaciones en las oposiciones planteadas por Warde (1997:55),
    quien identifica cuatro contradicciones que ofrecen valores para
    legitimar la elección de la comida (33). Al situar la
    comida orgánica en este mapa de oposiciones o antinomias
    de Warde, Guthman conecta los gustos con los productores haciendo
    intermediar el gusto en la propia cadena agroalimentaria.
    Constata así que los significados atribuidos a los
    alimentos producen importantes tensiones en la política
    económica de la producción ecológica por
    varios motivos: para conservar estos significados la comida
    ecológica tiene que ser escasa, una característica
    contrapuesta a la generalización de productos
    ecológicos; para satisfacer las necesidades de
    transparencia y simplicidad y para privilegiar el esmero sobre la
    comodidad, se ofrecen menos oportunidades a los productores para
    incorporar valor añadido; traer la comida orgánica
    al mercado de masas contradice su exclusividad y a la vez crea un
    tipo de competencia
    contra la que se revelan los productores; además,
    añade Guthman, la preocupación medioambiental que
    sustenta el consumo ecológico enfrenta a la naturaleza y a
    la técnica y crea problemas de mercantilización. En
    definitiva, y sin entrar a discutir el modelo de esta autora, su
    trabajo constituye sin duda un buen ejemplo de la relación
    entre producción y consumo, que, sin ignorar la
    importancia de las redes implicadas en la cadena agroalimentaria,
    sugiere mirar hacia el consumidor, resaltando cómo la
    mediación de los gustos tiene implicaciones sobre
    cómo se produce, dónde se produce y cómo se
    come la comida. Tanto la perspectiva de Guthman, como las
    visiones de la red de actores antes mencionadas, hacen referencia
    a los significados de los alimentos y al valor no mercantilizado
    que a lo largo de la cadena alimentaria se le va dando y quitando
    a la comida. Estas últimas explicaciones reposan
    además en la interacción que se establece entre los
    actores, y no sólo en el poder de unos sobre otros como
    las explicaciones precedentes. Suponen una posibilidad
    interesante de establecer nexos entre los niveles macrosociales y
    microsociales, afrontando el estudio de la alimentación
    desde una visión global antes ignorada. 33 Warde, en la
    parte segunda de su libro (1997), establece estas cuatro
    antinomias: novedad frente a tradición; salud frente a
    exceso; ahorro frente
    a derroche; comodidad frente a esmero (estos términos
    hacen referencia a su sentido específico en la
    contraposición propuesta por la autora en el texto
    original, la traducción literal sería
    posiblemente poco explicativa). Explica varias claves sobre los
    gustos. En el gusto por la reflexión se hace referencia a
    las etiquetas de los productos como medio de
    mercantilización del conocimiento y se explica que median
    a la hora de decidirse por un producto, atenuando las diferencias
    entre optar por la comodidad o por una comida esmerada. El gusto
    por la distinción está asociado a la escasez, y
    cuenta con valores simbólicos relacionados con la estética y donde se comercia con
    significados sobre lo que es diferente, excepcional y de calidad.
    El gusto por la simplicidad está relacionado con el gusto
    por la evitación: los comensales son reacios al riesgo y
    quieren transparencia en la comida, quieren conocerla. Lo
    adulterado y elaborado es contrario a lo simple y se asocia a la
    industrialización de los productos. Se apuesta por una
    comercialización directa, siendo la cocina
    casera la garante final de la simplicidad; el cuidado se
    añade como valor simbólico añadido por la
    propia mano de obra de la elaboración.

     

    Conclusiones

    La Sociología de la Alimentación ha tenido
    carácter propio en el ámbito anglosajón y en
    el francófono desde los años ochenta y cuenta en
    estos países con importante seguidores que han abierto
    líneas de investigación sólidas a lo largo
    de los últimos veinticinco años. Sus trabajos
    constatan el avance del conocimiento en este campo, siendo una
    muestra de ello el hecho que se haya superado el debate inicial
    sobre el retraso de la Sociología en el campo alimentario
    o de que no se discuta la necesidad de una Sociología de
    la Alimentación. En España, las cosas son de otro
    modo. La mayoría de los trabajos que realizan una
    aproximación sociológica a la alimentación
    son de carácter empírico y se insertan en el campo
    de la Sociología del Consumo. Los sociólogos
    españoles seguimos intentando justificar la necesidad de
    realizar una aproximación sociológica a la comida
    que permita avanzar en el análisis teórico y que
    enmarque las investigaciones que hoy hacen sociólogos,
    antropólogos, economistas, historiadores y nutricionistas.
    Esto no quiere decir que no existan trabajos en esta
    línea, sino que las investigaciones que se realizan
    están adscritas a otras áreas de la
    Sociología con mayor tradición. Al margen de este
    distanciamiento de la Sociología española se
    constata hoy la preocupación por conocer los aspectos
    sociales del comportamiento alimentario en todos los
    países de nuestro entorno y los trabajos existentes dan
    muestra de ello. Hemos presentado aquí un recorrido por
    estos trabajos apoyándonos en los debates actuales. Esta
    aproximación no es la única posible, pero da cuenta
    del estado de los estudios sociales sobre la alimentación,
    de su importancia tanto teórica como empírica, y
    abre posibilidades para la realización de propuestas de
    investigación. Los debates sobre la alimentación
    contemporánea responden a la preocupación sobre las
    consecuencias del cambio en la sociedades actuales, sobre
    cómo se están produciendo los cambios y qué
    dirección están tomando éstos.

    No es por ello extraño que los hayamos enmarcado
    todos ellos en lo que se conoce como modernidad alimentaria,
    aunque no exista un acuerdo unánime sobre esta
    acepción. Los partidarios de la desestructuración
    alimentaria se oponen a quienes consideran que hay estabilidad en
    los comportamientos; siendo todos ellos bastante extremos, ambas
    posiciones esconden una visión del cambio social finalista
    y endocéntrico en la que la evolución, antes o después, nos
    conduce hacia un futuro predecible, de la mano de la modernidad
    social. Las tendencias, asociadas al proceso de
    industrialización y modernización, no son,
    probablemente, ni tan seguras, ni tan unidireccionales, ni tan
    homogéneas como apuntan algunos y es poco probable que la
    comida caliente en grupo vaya a dar paso inevitablemente a la
    soledad de la bandeja frente al televisor. Del mismo modo, la
    negación del cambio parece esconder un miedo al declive de
    ciertos comportamientos de carácter tradicional,
    vinculados con el pasado, y una añoranza de un grupo, el
    familiar, que ya poco tiene que ver con las nuevas formas de
    familia.

    Las situaciones son nuevas, y no se puede negar que el
    comensal tardomoderno se encuentra en una posición ambigua
    para tomar decisiones sobre lo que debe comer o no. Las opciones
    han aumentado, complicando de este modo las elecciones, y las
    agencias generadoras de normas no ofrecen hoy una
    orientación inequívoca, sino más bien
    compleja y diversa, e incluso contradictoria, sobre cómo
    comer bien. Elegir es cada vez más difícil y obliga
    a contar con normas propias y a elaborar criterios de consumo
    alimentario que permitan tomar una dirección correcta
    sobre lo que es bueno para comer. Cabe pensar que la
    informalización da lugar a comportamientos
    desestructuradores, pues la falta de normas de conducta que
    ayuden a elegir puede generar un caos que lleve a comportamientos
    sin pautas. Pero no parece que nos encontremos ante una sociedad
    que deja de comer a diario, o que sólo ingiere para
    satisfacer el hambre o por capricho, sino que seguimos captando
    pautas regulares en la alimentación que nos retrotraen a
    una forma más o menos estable de organizar nuestras
    elecciones alimentarias: parece que elegimos con una relativa
    consistencia y que detrás del caos aparente no hay sino un
    desconocimiento del orden existente. Sea por la presencia de
    normas culturales que siguen siendo determinantes en la
    elección, sea por la construcción activa y reflexiva de estas
    normas por parte del comensal ante esta situación de
    novedad e incertidumbre, sea por la actualización de
    normas pasadas y acciones presentes, el comensal elige dando
    lugar a patrones de comportamiento que tienen una relativa
    estabilidad. Y es aquí donde surge el segundo debate
    referido al origen de estos patrones alimentarios. Si para unos
    las clases siguen siendo claves para ver de dónde surge el
    patrón de conducta alimentaria, para otros la diversidad
    es tan plural en sus manifestaciones como en su
    conformación. Y el debate continúa. Un grupo muy
    relevante de autores franceses se muestran partidarios de seguir
    avanzando en la exploración de las diferencias
    alimentarias para comprender la diversidad de los patrones de
    consumo. Para ellos, el origen social es generador de
    diferencias, que se traducen en desigualdades basadas en el lugar
    que se ocupa en la jerarquía social, en el ámbito
    de la producción. El comportamiento alimentario
    sería el resultado de la reproducción de pautas de
    comportamiento y las preferencias alimentarias ponen en evidencia
    la pertenencia a un grupo; hay un interés entre los
    individuos por adaptarse a las normas del grupo al que pertenecen
    y los sistemas de clase (así como los de género)
    operan dentro del aparente pluralismo gastronómico,
    según algunos autores. El cambio vendría
    aquí de la mano de la emulación de las
    élites: se buscarían nuevas formas de
    alimentación y se modificarían los gustos con el
    objetivo de parecerse a aquellos grupos situados por encima en la
    escala social.
    Parece que esta consideración del cambio alimentario ha
    sido bien fundamentada teóricamente, pero en algunos casos
    las diferencias interclase e intraclase no son tan evidentes y
    cabe preguntarse por la existencia de variables que operan como
    orientadores de la conducta al margen del grupo. Las diferencias,
    y con ellas las desigualdades, se difuminan en una sociedad que
    aparece diversa, plural.

    Es cierto que en sociedades de suficiencia alimentaria
    como la nuestra (algunos dirían de sobreabundancia
    alimentaria), la presencia de grupos sociales con menor acceso a
    los recursos es menos visible al no ser el hambre un problema
    social prioritario. Lo más visible es la pluralidad de
    comportamientos que parecen responder a una elección
    individual. Variables, como la salud o la estética,
    orientan la elección de los alimentos mostrando una
    diversidad de patrones de comportamiento que hacen dudar del
    poder del grupo en la regulación de los gustos y fuerzan a
    pensar en elecciones individualizadas. Pero esta diversidad no es
    ni tan individualizada ni tan amplia y se pueden detectar gustos
    con una relativa estabilidad o pautas alimentarias regionales o
    nacionales consistentes, lo que puede estar escondiendo la
    presencia de normas vinculadas a grupos de referencia nuevos o al
    menos distintos a los tradicionales. No hay un comportamiento
    caótico ni ultradiverso, sino normas procedentes de grupos
    con los que se comparten ciertos valores y que orientan ciertos
    estilos de vida; quizás nuevas tribus, que pueden estar en
    el trasfondo de la diversidad y que siguen orientando la conducta
    y ofreciendo normas. El debate también sigue
    abierto.

    Hemos comentado, aunque brevemente, algunas de las
    críticas metodológicas planteadas a los estudios
    sobre la alimentación. Al repasar las distintas
    investigaciones sobre la comida, hemos visto que se ha pasado de
    la exploración cuantitativa de los comportamientos,
    generalmente a través de fuentes oficiales, hacia trabajos
    cualitativos que buscan contestar a los interrogantes que se
    derivan de los primeros. En estos momentos, tanto en
    España como en el resto de los países de nuestro
    entorno, las aproximaciones cualitativas y las cuantitativas en
    las investigaciones alimentarias conviven con una armonía
    mucho mayor de la que es habitual en la Sociología.
    Quizás esto se deba a la aceptación de la
    complejidad de abordar la alimentación, pues todos los
    investigadores, desde sus inicios, constatan que en el estudio de
    este hecho social es preciso seguir orientaciones
    multicisciplinares para acercarse con una cierta garantía
    a su conocimiento. A la lectura de
    antropólogos y sociólogos, a la necesidad de
    recurrir a historiadores, a la inevitable aproximación
    económica sobre el consumo de alimentos, se
    acompaña la aceptación, con una gran apertura de
    miras, de las metodologías cualitativa y cuantitativa.
    Pero también esta visión de un comportamiento
    complejo y de difícil análisis ha iniciado las
    crítica
    sobre la forma de estudiar todo el proceso seguido por el
    alimento desde la tierra a la mesa. Ante la pregunta de
    cuál es la razón para que los análisis
    sociales sobre los sistemas agroalimentarios se hayan centrado en
    la producción olvidando el consumo, la respuesta no es
    específica de este ámbito y puede ampliarse a otras
    áreas. Se ha estudiado más la producción por
    ubicarse el poder en este ámbito. Los consumidores han
    sido tratados como agentes pasivos del desarrollo, sin capacidad
    de acción ni de decisión, y por tanto sin poder.
    Las corrientes estructuralistas, con su particular visión
    del cambio social ajeno a los actores, han favorecido la
    consolidación de esta perspectiva, que ignora el papel del
    consumidor y que ignora las interacciones entre los actores de
    uno y otro ámbito. Y aunque algunos análisis
    más recientes han comenzado a considerar la relevancia de
    los gustos de los consumidores en la orientación de la
    producción, a este consumidor se le ha tratado como un ser
    irreflexivo o caprichoso, sujeto a los dictados de la publicidad. Con
    frecuencia, los trabajos sobre los gustos y preferencias de los
    consumidores están orientados a conocerlos (o a
    manipularlos) y son tratados como un elemento ajeno al proceso
    productivo, que interesa exclusivamente en el acto mismo de
    compra. Visto así, su poder, si lo tuviere, nacería
    del papel económico que ejerce en el sistema a
    través de la compra de los productos. En el ámbito
    agrario, la separación entre la producción y el
    consumo es igualmente perniciosa. El producto parece salir de la
    tierra sin pensar en el plato, aunque el giro hacia la calidad de
    los productos o la revitalización de las producciones
    locales ha vuelto la mirada a los vínculos entre la
    producción y el consumo. Además, tanto las
    políticas agrarias como los debates públicos sobre
    la seguridad de los alimentos, han visibilizado para el
    consumidor el otro extremo de la cadena agroalimentaria, ya
    perdido en el tiempo. Las propuestas que hemos explorado
    aquí apuntan a la necesidad de ampliar el análisis
    de la cadena agroalimentaria a aspectos ocultos hasta ahora, pero
    que son decisivos para comprender la conexión entre el
    productor y el consumidor. Parece necesario estudiar las
    relaciones de poder que encierra la cadena agroalimentaria y ver
    de qué modo este poder orienta las decisiones de unos y
    otros. No se puede tampoco dejar a un lado todo lo que no
    está mercantilizado y que sin embargo aporta valor a los
    productos; por ello parece necesario estudiar los intercambios
    simbólicos, como la elaboración de las comidas, o
    los significados que se les dan o se les quitan a los alimentos a
    lo largo de toda la cadena. Estas orientaciones abren
    también la puerta para estudiar la relevancia de la
    información científica sobre nutrición como
    fuente de autoridad que afecta tanto a la producción como
    al consumo, y que incluso media entre estos dos ámbitos.
    La noción de red aporta una nueva dimensión al
    análisis, ya que nos introduce en las interrelaciones
    entre las personas y los objetos, una aproximación
    necesaria para explorar toda el recorrido seguido por la comida,
    desde la tierra al plato. Se trata, dicen, de reabrir las cajas
    negras, lo que se da por supuesto y no se cuestiona, pero que
    además está cerrado por los propios actores. La
    producción y el consumo, que habían aparecido hasta
    ahora como categorías diferenciadas de la vida social,
    encuentran aquí un punto de confluencia al investigar
    sobre los nodos, los puntos centrales de conexión, dentro
    de un sistema de redes interconectadas entre sí. Son
    muchas las preguntas abiertas, aún no contestadas, que
    abren caminos de análisis de gran interés para
    conocer los aspectos sociales de la alimentación desde la
    tierra al plato. Hasta ahora son pocos los trabajos que han
    logrado unir los niveles microsociales con los macrosociales y
    las propuestas teóricas son tan complejas que no parece
    que sea sencillo abordarlas empíricamente. Pero
    están planteando lagunas en los estudios actuales sobre la
    alimentación que ya no es posible ignorar por más
    tiempo. Parece un buen momento para que la Sociología
    española se abra camino en el ámbito de la
    alimentación y comience a dar respuestas a algunos
    interrogantes.

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