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Tradiciones liberales en los Andes: militares y campesinos en la formación del Estado peruano




Enviado por Cecilia Méndez G.



     

     

    "No existe una etnohistoria para el siglo XIX peruano",
    sentenció el antropólogo Jaime Urrutia desde una
    palestra del I Congreso Nacional de Investigación Histórica llevado a
    cabo en Lima en 1984. Nunca pude olvidar aquella frase. La
    guerra interna
    desatada por Sendero Luminoso pasaba por su periodo más
    sangriento y Jaime Urrutia había llegado a Lima desde
    Ayacucho, su lugar de trabajo por
    muchos años y cuna de la violencia
    senderista. Urrutia pudo escapar a las amenazas y atentados
    contra su vida, que en su condición de profesor
    universitario y teniente alcalde de la ciudad de Ayacucho le
    inflingieron tanto Sendero Luminoso como el ejército. Pero
    otros no fueron tan afortunados. Cientos de campesinos,
    mayormente pobres y quechuahablantes, morían o
    "desaparecían" cada semana por aquellos años, sin
    hacer noticia en las páginas de los más importantes
    diarios limeños, sin que el país viera sus rostros
    ni conociera sus nombres. La guerra prosiguió por
    más de una década y media y hoy se calcula en casi
    70.000 el número de muertos.

    ¿Tenía la afirmación de Urrutia
    sobre el siglo XIX algo que ver con la ola de violencia que
    entonces remecía el campo ayacuchano? Yo creo que mucho;
    que se trataba de un llamado de atención pertinente. Y lo sigue siendo. Al
    decir "no existe una etnohistoria para el siglo XIX peruano",
    entiendo como su propósito que la sociedad rural
    andina no había sido incorporada en los análisis históricos del
    período, ya sea porque se la consideraba
    historiográficamente irrelevante, o políticamente
    inexistente. En tanto fue en el siglo XIX que se sentaron las
    bases del Estado republicano que aún nos rige, la
    sentencia no dejaba de tener una carga interpelatoria en el
    presente.

    En los veinte años transcurridos desde entonces
    no se puede decir que no haya habido avances. Desde hace
    aproximadamente dos décadas el XIX, o el siglo del
    nacimiento de las naciones modernas, ha suscitado una suerte de
    boom en la historiografía, no sólo peruana sino
    latinoamericana y más allá. Cuando Urrutia
    formulara su "sentencia" existían ya dos libros, muy
    diversos entre sí, que vinculaban a la sociedad campesina
    con la forja del Estado decimonónico y la idea de Nación
    en los Andes: Nelson Manrique, Las Guerrillas Indígenas en
    la Guerra con Chile (Lima: 1981) y Tristan Platt, Estado
    Boliviano, Ayllu Andino: Tierra y
    Tributo en el Norte de Potosí (IEP: Lima,
    1982).1 El reclamo que Urrutia formulara en 1984
    constituía una interpelación a los historiadores
    peruanos precisamente por la ausencia en el Perú de un
    libro
    análogo al de Platt, que problematizaba el estudio del
    Estado en Bolivia
    subrayando el vínculo fiscal con las
    poblaciones campesinas, específicamente en el norte de
    Potosí. Por su parte, Manrique analizaba la
    participación de los campesinos peruanos en la Guerra con
    Chile, también tomando como eje una región
    específica: la sierra central del Perú
    (1879-1885).

    El libro de Platt tuvo una gran influencia en el
    Perú, alentando una serie de trabajos que enfatizaban la
    conexión fiscal entre los campesinos y el
    Estado.2 En cambio, el
    libro de Manrique, pese a las polémicas que
    suscitó, no tuvo mayores émulos, exceptuando los
    trabajos que Florencia Mallon estaba realizando paralelamente y
    realizara posteriormente sobre el mismo
    tema.3

     

    Entre fines de los ochenta y comienzos de los noventa
    siguió creciendo el interés
    por estudiar los vínculos entre la sociedad rural y el
    Estado decimonónico, en buena medida gracias a
    antropólogos y sociólogos convertidos en
    historiadores. María Isabel Remy, por ejemplo (formada en
    las canteras de la sociología, como lo fue el propio Manrique)
    planteó la necesitad de estudiar la relación
    campesinos-Estado desde la perspectiva del poder local,
    un tema que la antropóloga Deborah Poole abordó con
    gran sofisticación teórica en sus estudios sobre
    las comunidades de la provincia de Chumbivilcas en el Cuzco.
    Poole subrayaba el rol central del Estado en la formación
    del concepto mismo de
    "comunidad",
    señalando cómo las comunidades de la puna de
    Chumbivilcas, usualmente presentadas como "aisladas", fueron
    parte de un engranaje de estructuras
    económicas y políticas
    en las que participaban gamonales, hacendados y autoridades
    locales, vale decir, los agentes locales y regionales del
    Estado.4 El rol del Estado en la formación y
    transformación de la comunidad campesina desde una
    perspectiva diacrónica fue enfatizado más
    recientemente por el también antropólogo Alejandro
    Diez en su estudio sobre los "procesos de
    comunalización" en la sierra de Piura". Finalmente, y
    desde un ángulo diferente, otro antropólogo, Mark
    Thurner, exploró el imaginario nacional de los campesinos
    de la provincia de Huaylas en los albores de la
    república.5

    Pese a los avances, un ángulo estaba ausente en
    la noción de "Estado" manejada por los citados estudios,
    que creemos políticamente central tratándose del
    siglo XIX: el de su carácter militarizado. No es de
    extrañar, por tanto, que el tema de la
    participación militar de los campesinos en las contiendas
    caudillistas del período post-independiente quedara
    relegado. Cuando este tema fue abordado, como en los estudios de
    Manrique y Mallon, se tomó como eje un período
    bastante más tardío y una invasión externa,
    no una guerra civil. Ello no quiere decir que no hubiera avances
    en el entendimiento del llamado "Estado caudillista"
    (décadas de 1820 a 1840). Pienso principalmente en los
    estudios pioneros de Paul Gootenberg.6 Pero su
    análisis, indisputablemente sólido, además
    de innovador en su cuestionamiento de las premisas dependentistas
    que hasta entonces habían caracterizado las
    interpretaciones del período, tomaban como único
    eje las políticas de mercado y el
    accionar diplomático y, por tanto, las bases urbanas de
    los caudillos.7 De esta manera, y en contraste con la
    historiografía de otros países latinoamericanos,
    las bases rurales del Perú caudillista permanecían
    virtualmente inexploradas.8

    Nuevamente, sería injusto no reconocer que ha
    habido avances. En un libro reciente Charles Walker se propuso
    precisamente responder a este interrogante tomando como eje al
    Mariscal Agustín Gamarra, caudillo cuzqueño que
    dominó la escena política entre fines
    de 1820 y la década de 1830 y dos veces fue presidente del
    Perú. Su estudio, sin embargo, proporciona sólidos
    referentes únicamente para las bases gamarristas en el
    ámbito urbano, vale decir, la ciudad de Cuzco. En lo que
    cabe a la relación de Gamarra con las poblaciones rurales,
    las fuentes de
    Walker son elusivas, o inexistentes, lo que lo lleva a concluir
    que los campesinos "del sur andino" optaron por mantenerse al
    margen de las luchas caudillistas, y que los caudillos, en
    general, no fueron capaces de crear una base-político
    militar entre la población campesina
    indígena.9

    El presente artículo cuestiona esta interpretación. Bien pudo ser, como sugiere
    Walker, que Gamarra, la encarnación del caudillo
    militarista, conservador y autoritario, no tuviera éxito
    en formar ejércitos de campesinos en el Cuzco y dependiera
    principalmente de reclutas. Sin embargo, generalizar esta
    hipótesis al "sur andino" y a "los
    caudillos" del período post-independencia,
    en general, es errado, como trataré de demostrar
    aquí. Basándome en un análisis regional de
    la guerra civil de 1834 entre el presidente saliente
    Agustín Gamarra y el presidente electo Luis José de
    Orbegoso (1834), sostendré, en primer lugar, que la
    participación campesina en los ejércitos
    caudillistas de la post-independencia no fue únicamente
    forzada, como es la idea común, sino también
    negociada. En segundo lugar, que fueron los caudillos alineados
    con el bando autodenominado "liberal", capitaneados por el
    general Luis José de Orbegoso en 1834, quienes mostraron
    mayores destrezas en ganarse a las poblaciones campesinas, las
    mismas que, organizadas en forma de guerrillas, apoyaron este
    bando político que entonces luchaba por consolidar su
    control sobre el
    aparato del Estado. En tercer lugar, quisiera problematizar la
    noción de "liberal" y liberalismo en
    el período republicano inicial en el Perú. En su
    conjunto, el artículo se propone demostrar que la
    participación militar de la sociedad rural en la
    gestación del Estado republicano en el Perú fue
    crucial y no debe ser desestimada.

    Para entender la importancia política de la
    sociedad rural en la formación del Estado republicano es
    necesario reparar que, en los albores de la república,
    Lima aún no había logrado consolidar su
    hegemonía sobre el resto del país. El breve
    experimento de la Confederación Perú-boliviana
    (1836-39) fue quizás el desafío más
    contundente de una región andina al poderío
    político de Lima en este período. Pero no el
    único. Pese al funcionamiento de instituciones
    legislativas como el congreso, la consolidación de un
    caudilllo en el sillón presidencial se lograba por lo
    general sólo después de una serie de
    campañas militares, las mismas que tenían como
    teatro principal
    la sierra del país. Durante el período que se
    inicia con las guerras de la
    independencia y termina con el comienzo de la era del guano
    (décadas de 1820 y 1850), el mundo rural se
    convirtió en un escenario decisivo del poder
    político. El Perú, en otras palabras, no fue ajeno
    al proceso de
    "ruralización del poder" que, según
    Halperín, caracterizó la vida política de
    Hispanoamérica después de la
    independencia.10

    Son varias las razones que hicieron a las sociedades
    rurales y, dentro de ellas, a las poblaciones campesinas,
    indispensables en el proceso de construcción del Estado nacional. Por un
    lado, su contribución fiscal: la "contribución de
    indígenas", una readaptación republicana del
    tributo indígena colonial que rigió oficialmente en
    el Perú hasta 1854, y sobre la cual otros historiadores
    han tratado.11 Por otro, su contribución
    militar. Después de la independencia, y por siete
    décadas consecutivas, el aparato del Estado en el
    Perú estuvo controlado por el ejército,
    virtualmente la única institución que salió
    fortalecida con las luchas de la independencia. No obstante el
    funcionamiento paralelo del congreso nacional, el Estado peruano
    inicial fue un Estado militarizado. Pero a diferencia de los
    Estados militares del siglo XX, caracterizados por la estabilidad
    (dada parcialmente por la prescindencia total que estos gobiernos
    hicieron del poder
    legislativo), los de los albores de la república eran
    mucho más vulnerables y políticamente inestables El
    faccionalismo político estaba a la orden del día y
    el país vivía un estado constante de guerra civil.
    En el Perú, durante los setenta primeros años de
    vida republicana, un solo gobierno, el del
    Mariscal Agustín Gamarra (1829-1833), completó su
    mandato en el tiempo
    legalmente estipulado. Por ese entonces, el ejército
    carecía de un cuerpo profesional y reclutaba a la tropa
    entre la población civil. Fue precisamente en este sentido
    que el Estado caudillista se apoyó abrumadoramente en las
    poblaciones rurales. En otras palabras, sin campesinado no
    había ejército, y sin ejército no
    había Estado. El éxito político-militar de
    los caudillos estaba dado, pues, en buena parte, por su capacidad
    de incorporar a las masas rurales.12

    En el Perú, cuando se habla de
    incorporación militar de las poblaciones rurales al Estado
    caudillista, suele aludirse únicamente a la recluta
    forzosa o "leva", que afectaba desproporcionadamente las
    poblaciones rurales andinas quechua y aymarahablantes. La mayor
    parte de la tropa, de acuerdo a testimonios de la época,
    la componían en efecto campesinos andinos reclutados con
    métodos
    crueles y violentos, los mismos que fueron denunciados por la
    prensa,
    críticos sociales y al menos una obra de ficción de
    la época.13 Pero existía otra forma,
    menos coercitiva y menos conocida, aunque no menos crucial, de
    participación de la población civil en las tareas
    militares del Estado: la guerrilla. Ésta fue una forma de
    lucha fomentada inicialmente por los militares españoles
    para expulsar a las tropas napoleónicas que habían
    invadido la Península Ibérica en el temprano siglo
    XIX; al traerse a América, fue rápidamente adoptada
    por los bandos patriotas en las guerras de la independencia. Las
    guerrillas eran milicias formadas enteramente por poblaciones
    civiles, usualmente campesinas, que actuaban como fuerzas de
    apoyo al ejército, facilitando tareas logísticas,
    habitualmente entorpeciendo las labores del ejército
    enemigo o enfrentándose, si era necesario, directamente a
    él. Sus mandos medios
    podían ser las propias autoridades de los pueblos (en el
    caso de los pueblos campesinos estos eran los "alcaldes de
    indios"), pero también eran nombrados y ratificados por
    los altos jefes de las guerrillas, quienes a su vez eran
    nombrados por los vecinos "notables" de los pueblos involucrados,
    en común acuerdo con jefes "consuetudinarios" de las
    montoneras, como sucedió en 1834 con las guerrillas que
    apoyaron al presidente Orbegoso en la provincia de Huanta. En lo
    que sigue, observaremos este proceso más detalladamente.
    Pero antes valgan unas precisiones sobre el perfil
    histórico de Huanta.

     

    Huanta
    rural

    Entre 1825 y 1828 la provincia de Huanta, ubicada en el
    extremo norte del departamento de Ayacucho, en los andes
    sur-centrales del Perú, se vio convulsionada por una
    rebelión contra la recién instaurada
    república. Bajo el grito de "¡viva el Rey!", una
    alianza de campesinos, arrieros, comerciantes, curas, hacendados
    y oficiales del disuelto ejército español se
    alzó con el propósito de restablecer el gobierno
    español en el Perú. La rebelión fue
    derrotada en 1828 y la alianza monarquista disuelta. Pero los
    campesinos, lejos de mantener su postura realista, se integraron
    rápidamente a las estructuras políticas del Estado
    republicano, alineándose durante la década
    siguiente con los bandos liberales, vale decir, con el presidente
    Luis José Orbegoso (1834-35) primero, y con Andrés
    de Santa Cruz, líder
    de la Confederación Perú-boliviana (1836-39),
    después.

     

    En trabajos anteriores he dado cuenta de las
    múltiples y complejas razones que llevaron a los
    campesinos de las alturas de Huanta, conocidos a veces como
    "iquichanos", a levantarse contra la república, así
    como de su subsiguiente integración al Estado caudillista, y no es
    el caso repetirlas aquí.14 Valga recordar, sin
    embargo, que no estamos frente a una demanda de
    restauración del "antiguo régimen", como fue el
    caso de los campesinos del norte de Potosí estudiados por
    Tristan Platt , quienes se resistieron a los intentos del Estado
    republicano en Bolivia por abolir el tributo indígena a lo
    largo del siglo XIX, en la convicción de que serían
    privados de la protección estatal a sus tierras comunales,
    un derecho adquirido del Estado colonial. La abolición del
    tributo propugnada por los liberales en Bolivia amenazaba con
    romper el "pacto colonial" entre comunidades indígenas y
    Estado, también llamado "pacto tributario".15
    En Huanta, el "pacto" con los españoles tuvo un
    carácter muy distinto. Los huantinos no buscaban defender
    derechos
    corporativos sino más bien ventajas económicas y
    políticas ganadas bajo el reinado "liberal" de los
    Borbones en los últimos decenios de la dominación
    colonial (entre ellas, exoneración de impuestos e
    incentivos
    para colonizar las tierras de ceja de selva); además, se
    oponían al pago del tributo indígena que el Estado
    republicano post-independiente insistía en perpetuar. Ello
    explica en parte por qué los huantinos se alinearon con
    tanta facilidad con los bandos liberales republicanos tras la
    derrota de la sublevación
    monarquista.16

    Todo ello se entiende mejor cuando se observa el universo
    social, demográfico "étnico" de la provincia de
    Huanta. A diferencia de los ayllus (comunidades agrarias y de
    parentesco extenso) norpotosinos, un buen porcentaje de los
    ayllus de Huanta habían perdido sus tierras comunales a
    comienzos del siglo XIX. El 47% de los campesinos que pagaban el
    tributo indígena en 1801 eran tributarios "sin tierras", y
    es muy probable que hacia la década de 1820 este
    porcentaje se hubiera incrementado.17 No tenía,
    pues, sentido un "pacto tributario". En segundo lugar, en Huanta
    el control del recurso productivo más rentable de la
    región, la hoja de coca, no estaba en manos de las
    comunidades (como lo estaban los recursos
    productivos y el comercio en el
    norte de Potosí, según Platt), sino de particulares
    –pequeños y mediados propietarios y hacendados– y su
    comercialización estaba a cargo de arrieros
    que actuaban como agentes particulares, aunque con gran
    ascendencia entre las comunidades. De estos sectores precisamente
    salieron los caudillos campesinos más importantes: Tadeo
    Choque, un "indígena" letrado, con hacienda en la puna, y
    Antonio Huachaca, un arriero iletrado y sin hacienda.
    Además de su ascendente entre los campesinos de comunidad,
    estos individuos, y Huachaca, en particular, se relacionaban con
    los agricultores sin tierra en la ceja de selva y con los
    habitantes de los pueblos más grandes y "urbanos" de
    Huanta, a través de rutas de arrieraje, redes comerciales y
    relaciones de parentesco extenso.18

    La expansión de la hacienda en Huanta no
    anuló el ayllu. Este siguió recreándose al
    interior de las mismas, en los casos en que fueron absorbidos por
    las haciendas. Los ayllus que libraron de ser absorbidos por las
    haciendas, por su parte, permanecieron dispersos entre aquellas.
    Estos patrones de propiedad y
    asentamiento, unidos a la centralidad del comercio de arrieraje
    en Huanta y el dinamismo de la producción de coca en la ceja de selva
    colindante con las punas, donde se concentraban los ayllus,
    propiciaron un mundo de relaciones de "dependencia
    asimétrica" entre comuneros (campesinos de los ayllus o
    comunidades), hacendados, arrieros, peones de hacienda y
    pequeños agricultores (tanto de las tierras altas de
    Huanta como en la ceja de selva), en las que estaban de por medio
    intereses laborales y comerciales y lazos culturales y de
    parentesco de sangre y ritual.
    Este universo de
    relaciones explica en parte el por qué de las alianzas
    entre sectores aparentemente tan disímiles en la
    rebelión "monarquista" de 1826-28 y durante los
    enfrentamientos caudillistas de la
    post-independencia,19 como el caso que estudiaremos en
    profundidad: la guerra civil entre Orbegoso y Gamarra en
    1834.

     

    Las guerrillas de
    1834

    En diciembre de 1833, la presidencia de Agustín
    Gamarra llegaba a su término tras confrontar diecisiete
    conspiraciones y sublevaciones, ocho de ellas sólo en
    1833, incluyendo una en Ayacucho.20 El hecho de que
    Gamarra dejara el gobierno al término legal de su mandato
    podría bien ser considerado un triunfo político,
    dado lo inusual que era entonces para un presidente completar su
    período. Sin embargo, la cantidad de rebeliones y
    conspiraciones que tuvo que enfrentar sugieren que esta
    estabilidad no se logró sin un costo. El 20 de
    diciembre de 1833, la Convención Nacional eligió a
    Luis José de Orbegoso presidente provisional de la
    República, quien poco después tomaría el
    mando.21 Políticamente, contaba con el apoyo de
    los liberales (Luna Pizarro, Gonzales Vigil, F.J.
    Mariátegui, según Basadre), quienes enfatizaban la
    primacía de la ley por sobre la
    voluntad del ejecutivo y la importancia de mantener un adecuado
    balance entre los poderes del Estado, mientras Gamarra, la
    encarnación del militarismo autoritario, fue apoyado por
    conservadores que defendían principios
    autoritarios (Pando, Herrera, Pardo y Aliaga).22 Pese
    a que el bastión de Gamarra era su Cuzco natal, sus
    políticas proteccionistas favorecieron a los comerciantes
    de Lima, quienes lograron mantener un estatus comercial
    privilegiado con Chile durante sus dos
    administraciones.23 Durante su mandato de 1829-33,
    Gamarra estableció una política de prebendas entre
    los militares, la misma que, unida a su célebre
    desdén por la constitución y el congreso, le
    permitió retener el control del Estado, no obstante la
    creciente oposición. Gamarra recompensaba lealtades
    políticas con ascensos y altos salarios, dejando
    a los jefes político-militares de las provincias
    (prefectos y subprefectos) relativa libertad,
    siempre que se mantuvieran sumisos al jefe de Estado. Sus
    métodos llevaron a la formación de lo que Basadre
    ha denominado una "aristocracia militar"; durante su administración, los militares lograron un
    estatus sin precedentes en la vida pública.24 A
    pesar que hacia el final de su mandato Gamarra había
    ganado muchos enemigos, la oligarquía militar que
    él había creado estaba dispuesta a apoyar sus
    intentos subsiguientes por perpetuarse en el poder.

    El 3 de enero de 1834, menos de dos semanas
    después que Orbegoso asumiera la presidencia, Gamarra
    orquestó un golpe que lo depuso y nombró al general
    Pedro Bermúdez jefe provisional del Estado. Pero el golpe
    probó ser altamente impopular, dando lugar a airadas
    protestas en Lima, donde las multitudes llegaron a confrontar al
    ejército en las calles. Tan fuerte llegó a ser la
    movilización popular contra Gamarra que obligó a
    los militares putchistas a abandonar Lima. "Por primera vez, en
    lucha callejera, el pueblo había derrotado al
    ejército",25 sentenció Jorge Basadre,
    quien definió a ésta como la primera
    movilización popular contra el militarismo en la historia del
    Perú.26 El 29 de enero, Orbegoso, que se
    había refugiado en el puerto del Callao, retornaba
    triunfalmente a la capital,
    precedido de un grupo de
    montoneros y entre la algarabía de la
    población.27

    Pero Gamarra no se dio por vencido. Viéndose
    rechazado en Lima, se atrincheró en el interior del
    país, desde donde le declaró la guerra a Orbegoso.
    Ėste entonces preparó sus fuerzas para
    la defensa. A la cabeza de sus ejércitos estaban algunos
    de los mįs prestigiosos veteranos de la
    independencia, los generales Miller y Necochea,
    así como el ex prefecto de Ayacucho, Domingo
    Tristán, otro veterano. Además de su experiencia
    comandando guerrillas, estos generales tenían a su favor a
    las poblaciones civiles, en tanto Gamarra contaba con la fuerza
    militar. Los prefectos de Puno, Cuzco y Ayacucho, y algunos en el
    norte, se mantuvieron fieles a Gamarra; todos eran oficiales del
    ejército. Por su parte, los orbegosistas convocaban a la
    población civil. A mediados de marzo de 1834, las
    guerrillas de Miller habían inflingido una importante
    derrota a las fuerzas de Gamarra en Huaylacucho (en el actual
    departamento de Huancavelica), forzándolas a retirarse
    hacia Ayacucho. Poco después, Domingo Tristán
    reportaba otros éxitos al Ministro de Guerra: más
    de 400 pobladores se habían sumado a la causa orbegosista,
    formando partidas guerrilleras en los pueblos de Viñac (en
    la provincia de Yauyos, en la sierra de Lima) y Chumpamarca (en
    el departamento de Huancavelica), doscientos en cada
    uno.28 Tras los avances orbegosistas, los
    ejércitos de Gamarra enrumbaron a Ayacucho. Los generales
    leales al presidente, conscientes de la tenacidad y destreza
    militar de los campesinos de Huanta, calcularon las ventajas que
    les podría deparar el ganárselos a su causa, ahora
    que las fuerzas de Gamarra se aproximaban a Ayacucho.
    Olvidándose, o pretendiendo olvidarse del desdén
    que hasta entonces varios de ellos mostraran para con los
    campesinos de Huanta, los generales de Orbegoso solicitaron
    diferencialmente su apoyo, como lo demuestran una serie de
    cartas
    dirigidas a sus jefes montoneros. Además de elogiar la
    valentía de de los huantinos, los generales
    insistían en la legitimidad de la causa orbegosista y la
    urgencia de su misión de
    "salvar la nación"
    de las manos del "tirano" Gamarra. El Estado, que a través
    de sus más altos representantes había hecho
    escarnio, hasta hacía poco, de los grados militares que
    los montoneros se arrogaban "en nombre del rey", les
    ofrecía ahora su humilde reconocimiento. La elocuencia de
    estas cartas amerita citarlas más extensamente. En una
    misiva dirigida al montonero Tadeo Choque, el presidente Orbegoso
    escribió:

     

    Señor D. Tadeo Choque:

    Muy señor mio, Aunque V. ha vivido retirado, no
    ha dejado de llegar a su noticia el criminal comportamiento de Gamarra y Bermudes, que
    atacando las leyes hicieron
    una revolución que ha causado inmensos males
    á la Patria. Yo que había sido nombrado
    Presidente de la república, no he podido dejar de hacer
    cuanto há estado a mis alcances para restablecer el
    orden y castigar a los sediciosos. He contado con la
    opinión de los pueblos, cuyo buen sentido los ha hecho
    decidirse por la justicia, y
    estoy seguro que el
    resultado no puede dejar de ser favorable. Es preciso, pues,
    que usted aprobeche esta oportunidad, como lo está
    haciendo para atraerse la gratitud de sus conciudadanos, y
    hacerse acreedor de los premios que la Patria dispensa á
    los que le hacen servicios
    eminentes. Debe V. usar del influjo que tiene entre sus
    paisanos para que obren activamente contra los sediciosos,
    impidiendoles las comunicaciones, privandolos de recursos y
    sorprendiendolos y atacandolos, de modo que no tengan reposo,
    mientras yo marcho con el Ejército que verá muy
    pronto. Espero que V. que otras veces ha manifestado ya su
    valor lo
    emplee ahora que se le presenta una causa tan justa y
    corresponda á las esperanzas de su afecto. SS. L.J.
    Orbegoso.29

    En una carta previa, del
    14 de marzo, el general Blas Cerdeña imploró, por
    su parte, al líder de los campesinos, a aunarse a la lucha
    del Estado contra Gamarra. Cerdeña se refería a
    Huachaca, que era iletrado, como "Señor Mayor Coronel
    Don"; lo urgía a sumarse a las fuerzas para derrotar al
    "tirano" y concluía su carta anunciándole que
    "tendría la satisfacción de saludar a usted y
    conocerle, quien le ofrese [sic] su mas distinguido aprecio.
    Suscribiendose de V. Att. Servidor
    Q.B.S.M., B. Cerdeña".30 Las siglas Q.B.S.M.
    (que besa su mano) no eran más que un formalismo
    cortés de la época, pero hubieran sido impensables
    en esta carta seis años antes tratándose de
    Huachaca. Por su parte, el general Guillermo Miller, que estaba
    familiarizado con los montoneros de Huanta (aunque por haber
    luchado en contra de ellos en las campañas de la
    independencia), los arengó en estos
    términos:

     

    Bravos Iquichanos: Los enemigos de la Nacion, los
    sediciosos Bermudes y Gamarra, huyen despavoridos para vestros
    (sic) paises, escarmentados que hancido (sic) en el puente de
    Huipacha en los dias 24 y 25 [de marzo]. Las tropas victoriosas
    de mi mando los persiguen, y yo que conosco á vosotros,
    que recuerdo vuestro valor; no dudo que haris (sic) todos los
    esfuerzos pocibles para entorpeserles su vergonzosa fuga.
    Coperad pues a su esterminio, y el fruto de vestros (sic)
    trabajos sera el restituir la paz y la tranquilidad que ellos
    han robado, evitandoos tambien los males de la guerra en que
    quieren envolverlos. Os areis dignos de la gratitud de la
    Nación, y de la admiración con que os ha mirado
    vuestro antiguo amigo Guillermo Miller, Lloyla Pampa (sic),
    Marzo 29 de 1834.31

     

    Más impresionante que todas las anteriores
    resulta la carta dirigida
    por el ex prefecto de Ayacucho, general Domingo Tristán, a
    Antonio Huachaca, considerando cuán duramente había
    reprimido el mismo Tristán a los campesinos de Huanta tan
    sólo unos años antes, y cuán profundamente,
    aparentemente, los despreciaba. Tristán, que hasta
    entonces sólo había tenido las palabras más
    crudas de desdén para el caudillo máximo de los
    campesinos de Huanta y sus seguidores, le escribía ahora
    con irreconocible deferencia:

    Sr. Dn. José Antonio Naval [sic] Huachaca. Mi
    querido amigo:

    Nombrado Prefecto de Ayacucho por S.E. el Presidente,
    mi satisfacción es interminable al ir á reunirme
    con ciudadanos tan amantes de la felicidad de su patria, esta
    es la epoca mas brillante que se nos ha presentado para
    esforsarnos, armandonos para destruir á esos malvados
    Gamarra y Bermudes, y sus viles sequaces, muy breve estan
    á esas inmediaciones con quatro ó cinco mil
    hombres, y desapareceran de nosotros todos los traidores. El
    que pone esta en manos de V. instruira de todo quanto sobre el
    particular le tengo dicho. Espreciones a todos nuestros
    queridos amigos, digales V. que todos ocupan mi corazón
    y que solo ancio estrecharlos en sus brasos, su verdadero amigo
    s.s. D. Tristán.32

     

    La carta de Tristán, fechada en Lunahuaná,
    el 4 de marzo de 1834, es la más temprana de la serie que
    hemos citado. Es difícil saber si Huachaca la
    contestó alguna vez. Lo cierto es que a los dos
    días, posiblemente antes de que Huachaca pudiera haberla
    visto (y con seguridad, antes
    que todas las anteriores fueran escritas), él y otros
    jefes montoneros de las punas de Uchuraccay, una hacienda (hoy
    comunidad campesina) que fue cuartel general principal de la
    rebelión monarquista, en común acuerdo con
    autoridades y vecinos de los pueblos de Luricocha y Huanta, ya
    habían apostado por Orbegoso y estaban, más
    aún, alistando sus fuerzas para defenderlo.

     

    Mediante dos bien coordinadas "actas", los montoneros de
    Uchuraccay, de un lado, y las autoridades civiles y vecinos
    "notables" de la villa de Huanta, de otro lado, acordaron nombrar
    al hacendado José Urbina como comandante supremo de sus
    ejércitos. El nombramiento de Urbina se hizo primero por
    los montoneros "General Don José Antonio Naval [sic]
    Huachaca, Coronel Don Tadeo Choque, y Teniente Coronel Don
    Mariano Mendes" mediante acta firmada en "el cuartel de
    Uchuraccay" el 8 de marzo de 1834. Argumentando que los servicios
    del "ciudadano Urbina […] en la defensa de ley Bengadora" eran
    "públicos y notorios", Huachaca y sus asociados en
    Uchuraccay lo proclamaron "Comandante General de [sic]
    Exercito".33 Dos días después, el
    gobernador, un grupo de autoridades municipales y otros "vecinos
    notables" de la villa de Huanta se reunieron en el pueblo
    aledaño de Luricocha para ratificar el nombramiento de
    Urbina como "Comandante en Jefe", efectuado por los "los
    señores Generales, comandantes y demás individuos
    de la punas de Yquicha y Luricocha". Además de reconocer
    la autoridad
    militar de Urbina, las autoridades y vecinos de Huanta lo
    nombraron "Comandante en Jefe de la Provincia" y proclamando su
    confianza ciega en él, lo autorizaron a hacer "todas las
    imbasiones que crea convenientes, oportunas y necesarias para
    destruir y hostilizar a los enemigos [los ejércitos de
    Gamarra que estaban, ya en ese momento, ocupando las ciudades de
    Huanta y Ayacucho]".34 Igualmente, daban su "apoyo
    voluntario… á sostener á toda costa las
    leyes, y á la autoridad competente elegida por la
    Convención Nacional [Orbegoso]… en caso sea
    necesario esponiendo sus vidas e intereses, á fin de
    salvar la nación del peligro que la amenaza".35
    El documento estaba firmado por doce individuos, incluyendo el
    secretario, Rafael de Castro.

    A diferencia de los individuos que firmaron el acta de
    Uchuraccay, la mayor parte de aquellos que suscribieron el
    pronunciamiento de Luricocha no habían estado involucrados
    (al menos no abiertamente) en la sublevación monarquista
    de 1826-28.36 Don José Urbina era un hacendado
    de 28 años y Capitán de las Milicias Cívicas
    de Huanta. En tiempos de la rebelión era regidor de la
    municipalidad de esta ciudad, manteniéndose fiel al
    gobierno37. No obstante, como los testimonios dejan en
    claro, este personaje gozaba, al parecer, de la confianza de los
    ex defensores del Rey, sin distinción de clase:
    montoneros de la punas y "notables" de villa de Huanta. Pese a
    que las actas que nombraban a Urbina comandante supremo de las
    guerrillas enfatizan su autoridad militar, en la práctica
    éste desempeñó una importante función
    financiera. Urbina se convirtió, en efecto, en el
    principal proveedor y coordinador de abastecimientos para las
    guerrillas orbegosistas en Huanta. Por un lado, canalizaba sus
    propios recursos en pro de la adquisición de armas,
    municiones, comida y ropa para la guerrilla, así como los
    honorarios a los soldados, oficiales, mensajeros y espías,
    en el entendimiento de que todo ello le sería luego
    reembolsado por el Estado. Por otro lado, facilitaba los recursos
    de otros proveedores
    para la guerrilla, incluyendo ganado, caballos, coca, comida y
    dinero, con el
    entendimiento de que todo ello habría de ser igualmente
    reembolsado por el Estado (siempre y cuando, claro está,
    triunfara su causa), excepto en el caso de los deudores al
    Estado. El ejército formado por los huantinos para apoyar
    a Orbegoso superó los 4.000 individuos y tuvo un costo de
    3.262 pesos, 519 de los cuales fueron proporcionados en efectivo
    por Urbina y el resto por otros proveedores, en moneda y
    especies.38 Este ejército fue más grande
    que aquel de la rebelión monarquista y operó
    más allá de los límites de
    la provincia de Huanta, aventurándose en la de Huamanga y
    varios pueblos del vecino departamento de
    Huancavelica.

    Y cumplió su cometido. A mediados de marzo,
    aprovechando la ausencia del general José María
    Frías, prefecto gamarrista de Ayacucho, los "iquichanos",
    como el ejército de montoneros era constantemente
    referido, tomó la ciudad de Huamanga y luego
    consiguió una serie de triunfos militares que resultaron
    en la total derrota de las fuerzas de Gamarra en
    Ayacucho.39 Estos triunfos coadyuvaron a fortalecer la
    posición de Orbegoso en el nivel nacional. La guerra civil
    culminó –aunque temporalmente– a comienzos de mayo con
    éxito para Orbegoso. Una vez más, el presidente
    provisional hizo una entrada triunfal a la capital de la
    república, entre entusiastas muestras de apoyo.

    Los montoneros de Huanta y la población huantina,
    en general, cumplieron de esta manera un importante papel en
    restaurar a Orbegoso en la presidencia tras el golpe de estado
    de Gamarra, lo que en una terminología más
    próxima al siglo XX equivaldría a decir: restaurar
    el "estado de
    derecho" en el Perú. Naturalmente, su actuación
    les granjeó las simpatías y gratitud del gobierno.
    El 30 de mayo de 1834, Domingo Tristán, convertido
    nuevamente en prefecto de Ayacucho (probablemente en
    compensación por su exitosa campaña militar junto a
    Orbegoso) cursó un oficio al Ministro de Guerra,
    "aplaudiendo la loable conducta y
    servicios que han prestado a la justa causa los ciudadanos
    Huachaca, Mendes y Choque" y expresando su disposición a
    que la prefectura les "preste los ausilios que fueran necesarios
    a estos individuos para que pasen a la capital a presentarse a
    S.E. el Consejo de Gobierno" (subrayado mío,
    C.M.G.)40. Los jefes montoneros, ahora sugerentemente
    llamados "ciudadanos", muy probablemente fueron a reportarse al
    Consejo de Gobierno en Lima, tal como lo sugería
    Tristán, aunque de este encuentro no tenemos prueba. Pero
    lo que sabemos con certeza es que Orbegoso expresó
    públicamente su reconocimiento personal a los
    montoneros. En un viaje a Ayacucho, realizado a fines de 1834,
    Orbegoso visitó la villa de Huanta, donde fue recibido con
    suntuosas celebraciones. En un banquete ofrecido en su honor, el
    presidente se encontró con las autoridades y otros
    "notables" del lugar, y también con los "jefes de los
    iquichanos, a quienes agasajó, y prometió
    encargarse de la educación del hijo
    de Huachaca".41 El día siguiente, al rayar el
    día, mientras se preparaba para enrumbar a Huamanga, el
    presidente, en palabras de su capellán, José
    María Blanco, echó "de menos al indio iquichano
    Huachaca, que desapareció, creyendo sin duda que en
    Ayacucho se le podía hacer algún
    deservicio".42

    Más allá de su valor anecdótico,
    este encuentro entre el jefe montonero y el presidente de la
    república es significativo. El presidente deseaba
    recompensar al montonero, y luego "lo echó de menos". Pero
    el montonero había "desaparecido." Aparentemente, Huachaca
    no deseaba establecer una relación clientelística
    "clásica" con Orbegoso. Probablemente Orbegoso le
    ofreció a Huachaca encargarse de la educación de su hijo
    porque no se hubiera atrevido a ofrecerle –a él, un
    arriero semi-iletrado y quechuahablante de las punas– un alto
    puesto en la administración
    pública o en el ejército (prebendas no poco
    comunes en aquellos días). No cabe duda que Huachaca
    sabía sacar provecho de los gestos de aprecio que le
    prodigaban las más altas autoridades; prueba de ello es el
    titulo de "General" del cual se vanagloriaba y que
    –dícese– le había sido conferido por la Serna,
    último virrey del Perú. Pero ser obsecuente no
    formaba parte de su personalidad,
    y aún si simpatizaba con el presidente, la experiencia le
    había enseñado a desconfiar del elogio
    fácil. Quizá más importante, es probable que
    la benevolente oferta de
    Orbegoso de educar a su hijo no le hubiera parecido especialmente
    halagadora a Huachaca pues llevaba implícita la idea que
    éste no estaba a la altura del reto dada su propia
    condición de hombre
    iletrado. Resulta significativo, a este respecto, que el
    capellán de Orbegoso, José María Blanco, se
    refiriera a Huachaca en términos muy derogatorios, como un
    "ladrón" y un "borracho".43 La oferta del
    presidente a Huachaca de educar a su hijo, en otras palabras,
    llevaba implícito un sentido de jerarquías
    –económicas, intelectuales,
    "culturales" y éticas– que podrían haber resultado
    poco halagadoras para el montonero. Pese a que no hay manera de
    saber lo que realidad sentía Huachaca por el presidente,
    imaginemos la siguiente situación con el fin de reforzar
    nuestra interpretación. ¿Le habría ofrecido
    Orbegoso la misma recompensa a don José Urbina? Muy
    probablemente no, porque en su caso se asumía que la
    educación de su hijo estaría garantizada por el
    estatus social, cultural y económico de Urbina: un
    hacendado, un "vecino notable" y una persona
    económicamente más solvente. En efecto, pese a que
    Urbina no parece haber sido recompensado simbólicamente
    por haber jugado un papel tan prominente en la formación y
    financiamiento
    de la guerrilla orbegosista en Huanta, llegaría, en
    cambio, a asumir el puesto de "apoderado fiscal" de la provincia,
    por expresa recomendación del prefecto Domingo
    Tristán.44

    Pero al margen de lo mucho que Huachaca y sus seguidores
    hubieran apreciado a Orbegoso, lo cierto es que el apoyo que le
    brindaron no surgía únicamente de la expectativa de
    una recompensa paternalista. Todo hace suponer que este apoyo
    respondía a experiencias y entendimientos políticos
    más complejos. En efecto, los huantinos estaban muy al
    tanto de que Orbegoso –no obstante su extracción social
    criolla y aristocrática– se identificaba con los
    liberales. Y los liberales eran en aquel tiempo objeto de burla y
    escarnio por parte de los conservadores, debido a su mayor
    disposición y habilidad para establecer alianzas
    políticas efectivas con los sectores marginales de la
    sociedad, entre ellos bandidos y montoneros.45 En
    segundo lugar, y relacionado con esto, el nuevo gobierno de
    Orbegoso representaba para los huantinos una esperanzadora
    alternativa al "despotismo feudal" que el ex presidente Gamarra
    había instaurado o condonado en Ayacucho.46 En
    efecto, durante la mayor parte de la presidencia de Gamarra, las
    autoridades civiles de Huanta, entre ellos gobernadores y
    funcionarios municipales, eran constantemente acosados, burlada
    su autoridad, o simplemente ignorados por las autoridades
    políticas nombradas por el gobierno central, cabe decir,
    el prefecto o jefe político de un departamento y el
    subprefecto o jefe político de una provincia, que en
    aquellos tiempos eran casi invariablemente oficiales del
    ejército. Precisamente en respuesta al acoso militar, y
    con cierta anterioridad a la guerra civil de 1834, las
    autoridades del concejo municipal de Huanta no vacilaron en
    expresar su repudio a Gamarra a través de actos de
    "desobediencia civil". En 1831, cuando Gamarra viajó a
    Huanta, las autoridades municipales se rehusaron a darle la
    bienvenida, como consecuencia de lo cual se les abrió
    proceso criminal, por el "desacato con que trataron al primer
    Gefe de la Republica sin haber salido á recibirle en su
    ingreso á aquel pueblo ni aun presentandosele siquiera en
    la puerta de su alojamiento."47 Hacia el fin de
    la
    administración de Gamarra, hasta los militares se
    sentían descontentos, y su respuesta fue mucho más
    radical que la de los civiles. En julio de 1833, un grupo de
    soldados y oficiales del Batallón Callao, acantonado en el
    cuartel de Ayacucho, se amotinó, dando muerte al
    prefecto bajo la acusación de que estaba intentando
    manipular una inminente elección presidencial a favor de
    Gamarra.48

    La administración de Orbegoso no duró
    lo suficiente como para permitirnos determinar si su "luna de
    miel" con los montoneros de Huanta hubiera perdurado. En junio de
    1835 Orbegoso cedió sus "poderes presidenciales" al
    Mariscal Andrés de Santa Cruz, en medio de una nueva
    crisis
    política. Mas en el "mundo real" de la política, es
    decir, más allá del ritual y el homenaje, las cosas
    se veían menos auspiciosas para los campesinos gravados
    con la "contribución de indígenas", que muchos
    llamaban aún "tributo". En los altos mandos de la
    administración de Orbegoso, un "doble estándar" era
    el orden del día. Escasamente dos meses tras haber
    Tristán escrito la carta arriba citada a Huachaca, en la
    que lo llamaba "amigo", y a sus seguidores "ciudadanos tan
    amantes de la felicidad de su Patria", y poco después de
    haber aplaudido "la loable conducta y servicios que han prestado
    a la justa causa los ciudadanos Huachaca, Mendes y Choque", el
    mismo Tristán informaba al presidente de su
    frustración al no poder hacer frente a la
    "situación lastimosa del departamento debido a la
    desmoralización (sic) de los Yquichanos, y la
    imposibilidad en que yo me hallo por la falta de fuerza armada
    para reprimir los excesos que diariamente están cometiendo
    estos bárbaros, y cortar en su origen el germen corruptor
    de escándalos que despues pudiera producir funestos frutos
    a la patria".49. En un tono similar, el subprefecto de
    Huanta, Manuel Segundo Cabrera, presentó poco
    después un informe al
    gobierno sugiriendo medidas "para reducir al orden de los pueblos
    de Iquicha"50 e, impotente, lamentaba: "hoy más
    soberbios por los servicios que acaban de prestar a la
    nación, se creen absolutos e intentan pedir entre otras
    gracias (…) que se les exima de la contribución por
    cinco o seis años".51 Más tarde,
    Tristán informaba una vez más a sus superiores
    sobre "la nulidad á la que ha quedado reducida la
    provincia de Huanta por la obstinada resistencia de
    los Yquichanos al pago de sus contribuciones y el mal ejemplo que
    ha cundido en los pueblos circunvecinos".52

    La exoneración de la contribución de
    indígenas fue ofrecida comúnmente a las poblaciones
    campesinas por los jefes militares en campaña durante las
    guerras de la independencia, como una manera de atraerlas a la
    lucha, y continuó siendo empleada durante las guerras
    civiles en la post-independencia. Esta exoneración se
    otorgaba en el entendimiento de que la acción
    militar era una manera alternativa de prestar servicios al
    Estado, o sea, de cumplir con un deber ciudadano; al menos, esto
    es lo que los jefes militares daban a entender a los campesinos.
    Los jefes militares hacían a veces ofertas verbales a los
    campesinos en el campo de batalla, lo cual dificultaba su
    cumplimiento. Al no estar respaldadas por documentos, las
    autoridades fiscales se abstenían de aprobar dichas
    exoneraciones, pese a contar los campesinos con testimonios
    verbales favorables de parte de los propios oficiales que les
    ofrecieron exceptuarlos del tributo.53 Es muy probable
    que este tipo de exoneraciones se hubiera ofrecido durante la
    guerra civil de 1834. Con seguridad, esta política fue
    adoptada por Santa Cruz, aliado de Orbegoso, cuando pugnaba por
    consolidar su control del Perú en el fragor las guerras de
    la Confederación Perú-boliviana. Una
    resolución suprema de noviembre de 1835 exoneraba a las
    comunidades de Huanta del pago de sus contribuciones. El nuevo
    prefecto de Ayacucho, el santacrucista Francisco Méndez,
    instruía así al subprefecto de Huanta: "Haga saber
    a esos balientes que quedan exonerados de la contribución
    personal, mientras observen igual conducta á la que acaban
    de manifestar, escarmentando a los sediciosos [probablemente,
    Gamarristas] que intentaron invadirles".54

    Desde esta perspectiva, la solicitud de los campesinos
    de Huanta de ser exonerados de sus contribuciones y su
    resistencia a pagarlas, no eran los actos unilaterales de
    "obstinación" y "soberbia" que las fuentes oficiales
    describen. Los campesinos no habían inventado la
    política de exoneraciones tributarias; simplemente estaban
    demandando que el Estado cumpliera sus promesas. Dicho de otra
    manera, los campesinos habían asimilado la lógica
    de lo que habría sido una política estatal "de
    facto" para con las masas rurales en los años
    fundacionales de la república, y demandaban consistencia
    política del Estado.

     

    En síntesis,
    el breve gobierno provisional de Orbegoso fue consciente de la
    necesidad de recompensar a los jefes montoneros de Huanta por los
    servicios prestados al Estado. Pero en relación a los
    campesinos que formaban la masa de guerrilleros, la premisa
    parece haber sido que se limitaron a cumplir su "deber" y, por lo
    tanto, no necesitaban ser recompensados. De este modo, mientras
    por un lado el gobierno llamaba a los campesinos a blandir sus
    armas contra los "enemigos de la nación", por otro les
    exigía sometimiento y obediencia. En la realidad, ambas
    cosas difícilmente vendrían juntas.

    ¿Pero, a qué se refería exactamente
    Domingo Tristán al hablar de los "excesos" cometidos por
    los campesinos de Huanta, en su oficio al presidente citado
    arriba? Allí aludía con certeza a algo más
    que su resistencia al pago de los tributos.
    Probablemente tenía también en mente la
    apropiación del producto de
    los diezmos, que de acuerdo al testimonio del diezmero encargado
    de la zona, los campesinos estaban por recolectar para sí
    mismos. Estos disturbios ocurrieron entre marzo y mayo de 1834,
    es decir, exactamente durante los mismos momentos en que el
    gobierno de Orbegoso convocaba a los campesinos a formar
    guerrillas para combatir a Gamarra y Bermúdez. Manuel
    Santa Cruz de la Vega, a la sazón diezmero en Huanta,
    denunció a los campesinos en los siguientes
    términos: "Los indígenas de Iquicha, autorizados
    por sus corifeos Huachaca, Mendes, Choque y Huamán,
    tomaron todas las arrobas de coca á saco público,
    cuando se alarmaron contra los generales Bermúdez y
    Frías por Marzo último".55 Más
    aún, declaraba: "que las punas de Iquicha no producen sino
    papas y ganado lanar y vacuno, cuyo diezmo en la mayor parte lo
    cobraron los titulados generales, Huachaca, Mendes, Choque y
    Huamán, por decir que los diezmos pertenecían al
    estado, que ellos supuesto que defendian la nacion, tenian
    derecho de echar mano de todos los recursos propios de esta para
    sostener y defender las leyes".56

    Santa Cruz de la Vega describía un escenario
    familiar. Durante la rebelión de 1826-28, los diezmeros
    habían formulado denuncias muy similares respecto a la
    apropiación de los diezmos por parte de los campesinos, y
    también en marzo. Pero en esta ocasión las
    circunstancias políticas y la justificación eran
    distintas. Los campesinos habían tomado las armas no para
    luchar contra el Estado, sino para defenderlo. Un Estado que
    llamándolos "ciudadanos" los había instado a
    armarse para defender a "la patria", la "nación" y sus
    leyes. Su respuesta a Santa Cruz de la Vega respecto de por
    qué se apropiaban de los diezmos era, pues, congruente con
    este llamado. Conscientes de que "los diezmos pertenecían
    al estado", ellos se sentían con derecho a cobrarlos, pues
    como dijeron al diezmero, ellos "defendían la
    nación". Tomando en cuenta que, desde la fundación
    de la república, los campesinos habían
    proporcionado al Estado más de lo que el Estado, a su vez
    les había dado a ellos –ya sea en forma de
    contribución de indígenas, tributo, servicio
    militar e incluso trabajo gratuito–, resulta natural que en
    medio de las conmociones de una guerra en que sus vidas y
    recursos se hallaban comprometidos en la "defensa del Estado",
    alguna apropiación de los diezmos por parte de los
    campesinos ocurriera. Sin embargo, lo que confiere a sus acciones una
    legitimidad aún mayor –y nos obliga a tomar con cautela
    la idea que se trataba de un "saqueo público", como
    insinuaba el diezmero– es el hecho de que el propio Estado
    había autorizado al comandante en jefe de la guerrilla
    orbegosista en Huanta, José Urbina, a echar mano de los
    diezmos, si fuera necesario, para cubrir las necesidades de la
    tropa. Esto es, a todas luces, lo que Urbina aseguraba a Huachaca
    después que un hacendado se quejara de que uno de los
    comandantes de la montonera de Huachaca había
    sustraído varias cabezas de ganado de su hacienda. Urbina
    advirtió a Huachaca que "él y sus tropas
    debían marchar sin perjudicar a los hacendados…
    pues hay provisiones especiales para que se haga uso del producto
    de los diezmos o de algunos deudores del estado para este
    efecto".57

    La "defensa de la ley" fue el otro argumento empleado
    por las montoneras para justificar su apropiación de los
    diezmos. Este lema había sido usado con cierta
    profusión por los generales orbegosistas en su
    campaña proselitista contra Gamarra. Entre todos los lemas
    a los que recurrieron, se trató quizá del
    más asequible al pueblo. Pues a diferencia de las nociones
    de "Estado", "nación" y "patria", que se prestaban a
    interpretaciones más abstractas, la "defensa de la ley"
    apuntaba a un problema muy concreto en el
    contexto de la guerra civil de 1834. En efecto, no se necesitaba
    ser una persona muy educada para identificar a Gamarra como el
    golpista y a Orbegoso como aquél que estaba amparado por
    el derecho. Bastaba prestar un poco de atención a los
    eventos
    nacionales y haber estado expuesto a la arbitrariedad militar a
    nivel local.

     

    Por otro lado, "la defensa de ley" era también un
    lema familiar para los montoneros de Huanta; lo habían
    usado en tiempos de la sublevación monarquista. Una de las
    firmas de Huachaca era, por ejemplo, "Don José Antonio
    Huachaca, Brigadier y General en Jefe de los Reales Exercitos de
    Voluntarios defensores de la ley del Campo de Yquicha". En otra
    versión se puede leer: "José Antonio Abad Guachaca,
    Brigadier y Comandante General de los Reales Ejercitos de la
    División de Reserva Defensoras [sic] de la
    ley".58 Hacia 1834, la firma había
    evolucionado, reflejando las nuevas circunstancias
    políticas y las nuevas causas defendidas por los
    montoneros. Además de despojarse de la alusión a
    "los Reales Ejércitos", la innovación más significativa en los
    títulos de Huachaca en 1834 fue la adición de la
    palabra "ciudadano", un neologismo concomitante con el nacimiento
    de la república, y usado asimismo profusamente por los
    generales orbegosistas para dirigirse a los montoneros. Hacia
    1834, una firma de Huachaca decía: "El Ciudadano J.
    Antonio Nav. [sic] Huachaca, General en Jefe de la Division
    Ristaurador de la Ley de los Balientes y Bravos Equichanos
    defensores de la justa causa".59 Los lemas de
    Huachaca, en este caso, y ello es significativo,
    coincidían con aquellos de un grupo de militares que, con
    el nombre de "La División Vengadora de la Ley", se
    rebelaron contra Gamarra en Ayacucho, en julio de 1833. Esta
    firma particular contenía, por último, las
    expresiones con las que los generales orbegosistas llamaron a los
    montoneros a alzarse en defensa del Estado y contra Gamarra, tal
    como consta en las cartas que hemos citado arriba: "valientes",
    "bravos", "justa causa".

     

    En síntesis, los hechos de la guerra civil de
    1834 revelan la aguda percepción
    de los líderes campesinos de Huanta del proceso
    político nacional; su entendimiento y apropiación
    creativa de la incipiente retórica nacionalista del
    naciente Estado republicano, tanto como su capacidad de forjar
    alianzas efectivas con el Estado, en concierto con los sectores
    urbanos de su sociedad (es decir, los "notables" y autoridades
    municipales de Huanta). Finalmente, queda en evidencia su
    habilidad para movilizar a los campesinos y actuar, al
    unísono con ellos y con los "notables", como una fuerza
    política regional con voz nacional. Los hechos del
    conflicto
    ilustran con gran elocuencia, al mismo tiempo, la rapidez con la
    que el lenguaje
    político generado en las altas esferas de la
    administración del Estado fue apropiado de manera eficaz
    por las poblaciones rurales de Huanta. Aunque mayoritariamente
    iletrados, y en el mejor de los casos haciendo gala de un
    castellano
    rudimentario, los pobladores rurales de Huanta fueron plenamente
    capaces de reclamar, al punto de tomar con sus propias manos, el
    pago al que se consideraban merecedores por haber prestado
    servicios a la "nación" y al Estado en un momento tan
    crítico de su formación.

     

    ¿Un liberalismo con
    rostro social?

    Nuestra primera reflexión de lo hasta aquí
    expuesto se refiere a la importancia de las guerrillas campesinas
    en la gestación del Estado republicano. Estas asumieron
    una importancia proporcional a la fragilidad del aparato del
    Estado, y particularmente del ejército. La guerra civil de
    1834 demuestra claramente que difícilmente el
    Ejército librado a sus solas fuerzas (es decir, oficiales
    y reclutas) hubiese dado abasto para asumir las tareas represivas
    y la defensa del Estado. La participación de la
    población civil a través de guerrillas fue decisiva
    en este enfrentamiento, y pudo serlo en otros. Contra lo
    usualmente aseverado, pues, los campesinos tomaron partido por
    fuerzas políticas nacionales claramente
    identificables.

    La participación de los campesinos en las luchas
    caudillistas les permitió ejercer, en la práctica,
    una forma de ciudadanía, en el sentido más
    limitado del término; es decir, su inclusión, aun
    si momentánea, en la negociación de derechos y obligaciones
    para con el Estado. Digo esto, pues en el terreno de la
    política formal, los requisitos de ciudadanía y
    prácticas electorales resultaban en extremo restrictivos
    como para que los campesinos quechuahablantes pudieran intervenir
    en las decisiones públicas mediante esta vía. Para
    ser ciudadano era menester ser hombre, propietario, no ser
    sirviente doméstico ni esclavo, y ganar determinada
    cantidad de dinero, entre otros requisitos. La
    participación militar daba, en cambio, a las poblaciones
    rurales escasamente educadas y mayoritariamente monolingües
    quechuahablantes, una oportunidad inmediata de servir al Estado,
    proporcionándoles argumentos que ellos sabrían
    capitalizar, como en efecto lo hicieron, al momento de formular
    ulteriores reclamos al Estado.

     

    La historia de las guerrillas que hemos reconstruido no
    pretende negar la historia paralela de la recluta forzosa o la
    leva, es decir, la forma coercitiva de incorporar campesinos al
    ejército, fenómeno que aún aguarda ser
    estudiado. Pero deja en claro que el Estado no podía dar
    por sentado el apoyo campesino:
    tuvo que ganárselo. El reto de la historiografía
    es, pues, determinar en qué momentos y circunstancias
    históricas la participación campesina y de la
    población civil en general –vía guerrillas– fue
    tan intensa y decisiva como en 1834. Sólo así se
    podrá saber si lo que ocurrió aquel año fue
    excepcional, o si es posible establecer secuencias,
    cronologías y paralelos. Por el momento, sin embargo,
    podemos afirmar que si bien el cúmulo de nuestras evidencias
    sobre movilización campesina se refiere a una
    región y un momento específicos, hay razones para
    pensar que se trató de un fenómeno
    cronológica y espacialmente más generalizado.
    Cronológicamente, pues poco después, durante las
    guerras de Confederación Perú-boliviana, los
    huantinos volverían a mostrar su adhesión
    militante, esta vez a Andrés de Santa Cruz, a quien
    Orbegoso cedió el mando del Perú en 1835, y quien
    se convertiría en jefe supremo de la Confederación
    Perú-boliviana (1836-39).60 Espacialmente, pues
    las montoneras que respaldaron a Orbegoso en 1834 se formaron con
    cierto éxito no sólo en Huanta sino en los pueblos
    de la sierra de Lima (Yauyos) y Huancavelica, vale decir, a lo
    largo de la ruta tomada por el ejército orbegosista en su
    trayectoria de Lima a Ayacucho. El apoyo dado a los caudillos
    liberales por las poblaciones rurales no estuvo, pues,
    restringido a una provincia.

    Un segundo tema que amerita reflexión es
    precisamente el tema de los liberales. El hecho que los caudillos
    con mayor capacidad de convocatoria entre los campesinos de
    Huanta fueran los liberales nos obliga a repensar tanto la
    noción de "liberal" como el papel de los "liberales" que
    se han venido manejando en los estudios más influyentes
    sobre la formación del Estado peruano en el período
    post-independiente, especialmente los del historiador Paul
    Gootenberg, quien sostuvo que el único proyecto
    político popular de entonces fue el de los
    proteccionistas, que en términos económicos se
    identificaban como nacionalistas y en términos
    políticos como conservadores. "El proteccionismo fue una
    causa decididamente popular, si alguna existió",
    escribió Gootenberg,61 al mismo tiempo que
    sugiere que los liberales destacaron por su elitismo, lo que
    explicaría en parte su fracaso en arrebatar a los
    proteccionistas-conservadores la hegemonía que
    éstos tuvieron en el Estado hasta la década de
    1840. Sostiene Gootenberg: "las elites liberales tempranas no
    mostraron ni por asomo el talento o inclinación de
    satisfacer a los inconformes grupos populares
    [….] como los proteccionistas pudieron e hicieron".
    Más aún, "el fracaso del liberalismo fue un fracaso
    de reaccionarios sociales antisépticos, que no estaban
    dispuestos a considerar el clamor de las clases populares del
    Perú".62 Gootenberg llegó a estas
    conclusiones porque su estudio se limitaba a los ámbitos
    urbanos y porque su análisis del Estado tomaba como
    única variable las políticas de mercado y, como
    método
    principal, la historia diplomática. Sin embargo, cuando
    uno incorpora la sociedad rural y, con ella, la dimensión
    militar del Estado, el panorama se perfila distinto.63
    Caudillos liberales aristocráticos aparecen no sólo
    convocando a campesinos quechuahablantes, previamente
    estigmatizados como realistas, cobardes y moralmente degradados,
    a tomar las armas en defensa del Estado, sino que lo hacen con
    éxito. Cabe entender por qué es necesario
    desprenderse de la noción económica de "liberal" en
    su sentido actual (es decir "neo-liberal") y prestar
    atención a las opciones políticas que se les
    presentaban a las poblaciones en aquel período.

    Orbegoso bien pudo favorecer políticas de mercado
    librecambistas que hoy pueden parecer "antipopulares",
    "políticamente incorrectas" y hasta "imperialistas". Pero
    todo debe entenderse en su contexto. La prédica
    proteccionista que, de acuerdo a Gootenberg, era el "único
    proyecto popular", tenía poco que ofrecer a un lugar como
    Huanta que carecía de industria,
    vivía del comercio interno y tenía, por ende, poco
    que "proteger". Más bien, los planes liberales de
    entonces, es decir, aquellos de la Confederación
    Perú-boliviana con los que se identificó Orbegoso,
    suponían la ruptura de barreras aduaneras con Bolivia y la
    apertura de fronteras comerciales (y políticas) hacia el
    altiplano y la amazonía, la revitalización de la
    minería y
    otras mejoras económicas para el sur andino.
    "Librecambista", en otras palabras, no era pues necesariamente
    sinónimo de "imperialista", o "pro-extranjero". En una
    zona del sur andino suponía también la apertura de
    puertos y mercados,
    fuertemente gravados por las políticas proteccionistas, al
    interior mismo de la región andina. Los comerciantes e
    industriales proteccionistas en Lima y sus caudillos aliados
    tenían poco interés en liberalizar estas fronteras.
    El proyecto proteccionista, no obstante el origen cuzqueño
    de su más conspicuo caudillo militar –Gamarra–, no fue
    diseñado en función a la realidad rural andina sino
    de un pacto de comercio marítimo entre Lima y la costa
    norte peruana y Chile, que excluía a Bolivia. De acuerdo a
    Gootenberg, estas alianzas impidieron, por un lapso de
    aproximadamente dos décadas, que el Perú (y de
    paso, Chile) fueran avasallados por el agresivo imperialismo
    librecambista norteamericano.64

     

    Si Gootenberg está en lo cierto, no cabe duda que
    la postura xenófoba adoptada por Gamarra coadyuvó a
    frenar el entronizamiento en el Perú del imperialismo del
    hemisferio norte y, en este sentido, Gamarra y otros
    proteccionistas pueden pasar a la historia como "héroes
    nacionalistas" (con la importante salvedad de que ese "nacionalismo"
    llevaba implícito un pacto con Chile). Pero el
    imperialismo no era el único frente que definía la
    soberanía del Estado. Si las fronteras
    externas del Estado se definían a través de la
    diplomacia, sus fronteras internas se definían mediante la
    guerra, cuyo escenario por antonomasia fueron los Andes. La
    guerra, entonces, merece ser estudiada como algo más que
    un simple conflicto militar. Más aún cuando, dado
    el carácter no profesional del ejército,
    suponía, o podía suponer, la incorporación
    masiva de ciudadanos rurales en la toma de
    decisiones sobre el rumbo político del país. En
    última instancia (aunque esto tendría que ser
    verificado por un estudio más detenido), pareciera que los
    huantinos que con tan clara determinación unieron fuerzas
    detrás de Orbegoso contra el golpe de Gamarra lo hicieron
    menos contra las políticas comerciales de este
    último que contra su conducción vertical,
    centralista y militarizada del estado. Es decir, en defensa de
    sus incipientes libertades políticas y autonomías
    municipales.

    De todo lo anterior se desprende que el liberalismo
    peruano de las primeras décadas republicanas habría
    tenido un contenido social y un cariz político más
    pronunciado de lo que suele reconocérsele. Lo poco que se
    conoce sobre el tema apunta en esta dirección. Las asociaciones que los
    comentaristas conservadores hacían en la época
    entre los liberales y la "plebe", aunque exageradas, no eran del
    todo infundadas. Testimonios de la época dan cuenta que
    cuando la ciudad quedó virtualmente acéfala en la
    crisis política de 1835, los bandidos y sectores plebeyos
    de Lima vitoreaban a Santa Cruz; otros dan cuenta del apoyo
    popular de Orbegoso.65 Quizá el éxito de
    los liberales en movilizar a los sectores plebeyos tenga que
    rastrearse a las montoneras y guerrillas de la independencia,
    pues, como vimos, varios de los generales orbegosistas contaban
    en su haber con esta experiencia.

    Con todo ello no quiero decir que los liberales de las
    primeras décadas republicanas fueran populistas
    doctrinarios, menos aún "reformadores
    sociales".66 Tampoco tengo en mente el liberalismo
    ilustrado de un Bolívar
    que, no obstante encarnar algunas de las ideas más
    avanzadas de su época –o quizá precisamente por
    ello–, se caracterizó por una evidente falta de
    empatía con la realidad andina. Su desprecio hacia las
    poblaciones indígenas es tristemente
    conocido.67 A diferencia de Santa Cruz, cuyas
    tendencias autoritarias no mermaron su habilidad para apreciar y
    ganarse el aprecio de los campesinos andinos, Bolívar
    nunca consideró a los indios seres políticos sino
    salvajes, un segmento de la humanidad opuesto a lo civilizado.
    Para él, "indio" y "soldado" eran conceptos
    incompatibles.68

    Por tanto, cuando me refiero a un liberalismo con
    "contenido social", pienso en algo más que una simple
    adhesión a los preceptos del liberalismo burgués de
    la época. Me refiero más bien a una mesura frente
    al impulso autoritario, rara aún en la práctica de
    los liberales de entonces, pero en todo caso bien encarnada en la
    gesta popular de Orbegoso contra Gamarra. Esta parece haber sido
    precisamente una de las acepciones más expandidas del
    término "liberal" en la época, usándose
    comúnmente como sinónimo de
    "antimilitarista".69

    En segundo lugar, me refiero a una predisposición
    a, y un relativo éxito en, forjar alianzas con los
    sectores populares. Esta predisposición no parece haber
    sido precisamente el resultado de una toma de "conciencia
    social" por parte de los gobernantes, sino más bien una
    actitud
    instrumental y hasta desesperada ante las circunstancias por las
    que atravesaba el Estado. El Estado liberal buscó en las
    poblaciones rurales bases de apoyo con las cuales ganar sus
    guerras y someter a sus enemigos políticos. No obstante,
    esta actitud implicaba ya una apertura, un reconocimiento
    tácito de que el Estado –y dentro de él, el
    ejército– por sí mismo no se sostendría y
    que tendría que buscar el apoyo del ciudadano
    común. En el terreno práctico, esto supuso que un
    segmento de la sociedad rural asumiera las tareas represivas del
    Estado. Pero al mismo tiempo significó abrir una ventana
    de participación civil en contiendas políticas
    dominadas por los militares. Esta cuota de participación
    civil creó un lazo entre el Estado y las poblaciones
    rurales a través del cual, como dijimos antes,
    éstas negociaban sus derechos y obligaciones para con el
    Estado, vale decir, sus derechos y obligaciones como
    "ciudadanos", en el sentido más elemental.

     

    No se trata aquí de idealizar a los liberales, a
    quienes resulta a veces difícil identificar como una
    alternativa ideológica clara y con cierta continuidad. a
    diferencia de países como Colombia o
    Uruguay,
    México y
    en algún momento Bolivia, la política peruana del
    siglo XIX no se caracterizó por un marcado enfrentamiento
    entre liberales y conservadores, o como en el caso de Argentina,
    entre "unitarios" y "federales". Más bien, los actores
    políticos exhiben con frecuencia en el Perú un
    grado de eclecticismo y "maleabilidad" que inhibe la
    formulación de definiciones tajantes. Como escribió
    Jorge Basadre: "En realidad, no hubo partidos con programas
    expresos, con acción continua y cohesionada, con listas de
    afiliados; pero sí hubo grupos, tendencias aunque bueno es
    advertir que muchas veces ellas fueron fugaces…".70
    Por ello (no obstante mi opción de título) resulta
    más fácil en el Perú detectar "momentos" que
    "tradiciones" liberales y, como será obvio, es uno de esos
    "momentos" que mi estudio ha querido escudriñar. Es
    bastante probable, en efecto, que muchos de los caudillos
    militares que apoyaron a Orbegoso lo hicieran menos por ser
    "liberales" que por ser oportunistas. Pienso en un Domingo
    Tristán. Asimismo, el gobierno de Orbegoso, pese a su
    significativo intento de gratificar a los jefes montoneros de
    Huanta, no siempre supo corresponder en la práctica a esos
    campesinos que habían sacrificado sus vidas y recursos en
    aras del Estado, en circunstancias tan críticas para el
    país. El encuentro, en 1834, entre el líder
    montonero y el presidente de la república fue
    también un desencuentro. Aún así, su
    gobierno posibilitó la incorporación al Estado de
    poblaciones que se pensaba habían quedado al margen del
    mismo y de la sociedad nacional. En otras palabras, este temprano
    "liberalismo", no por hacerse efectivo en el fragor de una guerra
    civil, fue menos significativo o "social".

    En la historia más reciente del país hemos
    sido testigos de nuevas iniciativas por parte del ejército
    de ganarse el apoyo campesino: desde el gobierno de Velasco
    (1968-75) hasta (salvando las distancias) la alianza más
    reciente, entre militares y "ronderos" contra la insurgencia
    senderista. Sólo una historia social del ejército,
    o una historia del liberalismo en el Perú, que
    están por hacerse, podrán determinar si existe
    alguna correlación histórica entre estos
    fenómenos y las prácticas de los militares
    liberales del temprano siglo XIX.71

    Para concluir, quizá caben unas palabras para
    justificar el título: "Tradiciones liberales". No estoy
    plenamente convencida de que éstas existieran. No pretendo
    tanto proclamar una certeza cuanto plantear la posibilidad de una
    lectura
    histórica, de la cual si bien no me siento muy segura,
    tampoco creo descabellada. Se ha hablado mucho del Perú
    como un país de "tradición
    autoritaria".72 Pero la verdad, no estoy muy segura
    tampoco que "tradición autoritaria" sea la manera
    más adecuada de expresar la ausencia o precariedad de los
    gobiernos democráticos. Como escribiera Franciso Laso a
    mediados del siglo XIX: "Se dice, generalmente, que en el
    Perú nadie sabe obedecer; pero nosotros creemos más
    justo decir que 'en el Perú no hay quien sepa mandar'".73
    Sea como fuere, estimo, por lógica, que si existió
    o predominó una "tradición autoritaria",
    ésta habría tenido que forjarse en oposición
    a una "tradición liberal" (o "democrática", en
    términos más afines al siglo XX). El hecho de que
    los "momentos" o "tradiciones" liberales en el Perú no se
    conozcan tan bien como los momentos o tradiciones autoritarios no
    quiere decir que no existieran.

    Finalmente, es posible especular que la razón por
    la cual el liberalismo inherente al primer caudillismo haya
    permanecido virtualmente inexplorado en la historiografía
    tenga que ver con el mito de
    Castilla, a quien la historiografía acredita como el
    fundador del Estado moderno peruano. Con Ramón
    Castilla, en efecto, se decretaron medidas inequívocamente
    liberales, como la abolición del tributo indígena y
    la esclavitud
    (1854), y se emitieron nuevos códigos civiles y penales
    que, a más de romper definitivamente con la
    legislación colonial, habrían (en un récord
    de duración histórica) de regir hasta bien entrado
    el siglo XX. En muchos sentidos, pues, la memoria de
    Castilla como un modernizador "liberal" es legítima. Sin
    embargo, paradójicamente, sería en la segunda mitad
    del siglo XIX, es decir, a partir de Castilla, que el liberalismo
    peruano iría perdiendo el "cariz popular" que pudo tener
    en la primera. Los ingresos del
    guano, la fiebre de los
    ferrocarriles, la concentración de la riqueza en la costa,
    los avances
    tecnológicos de fines de siglo y el desarrollo de
    la biología
    al servicio del racismo,
    estrecharían los vínculos de Lima con Europa, paradigma de
    lo "moderno" que se quería emular, mientras la sierra y
    sus "indios" serían concomitantemente imaginados como
    epítome de la postergación y el atraso. Así,
    en la medida en que Lima se acercaba más a Europa, se
    alejaba más de los Andes.74

    La clase política civil que se forja en los 1860,
    representada por el Partido Civil fundado por Manuel Pardo,
    primer presidente civil del Perú (1872-1876), fue uno de
    los productos
    más importantes del proceso de "modernización" del
    Estado iniciado en tiempos de Castilla. Los civilistas, lo
    más cercano que el Perú tuvo a una
    "burguesía" después del primer caudillismo, fueron
    en muchos sentidos "reformadores sociales" y de esta forma
    pudieron tener las mejores intenciones para con los pobladores
    andinos. Pero no pudieron evitar al mismo tiempo sentirse
    distantes de su realidad, de una manera que quizá no se
    sintieron tanto aquellos caudillos militares que para defender la
    soberanía del Estado en los años fundacionales de
    la república no encontraron mejor alternativa que apoyarse
    en campesinos quechuahablantes. Ningún tratamiento
    integral de la política del período debería
    excluirlos.

     

    Notas

    * Publicado en E.I.A.L. Estudios Interdisciplinarios de
    América
    Latina y el Caribe. Volumen 15 –
    Nº 1 – Enero – Junio 2004. Estudios Interdisciplinarios de
    América Latina y el Caribe es una revista
    semestral, con artículos en español,
    portugués e inglés,
    publicada por el Instituto de Historia y Cultura de
    América Latina de la Escuela de
    Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de
    Tel Aviv.

    1. Poco después, el Instituto de Estudios
    Peruanos (IEP) publicaría un libro, basado en una conferencia, con
    un título sugerente, Estados y Naciones en los Andes, dos
    tomos, J. P. Deler, Y. Saint-Geours, compiladores
    (Lima: IEP/ IFEA, 1986).

    2. Por ejemplo, Carlos Contreras, "Estado Republicano y
    Tributo Indígena en la Sierra Central en la post
    independencia". Histórica, XIII, 1989: 517-550;
    Víctor Peralta Ruiz, En Pos del Tributo en el Cusco Rural:
    1826-1854 (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos
    Bartolomé de las Casas (CBC), 1991); Christine
    Hünefeldt, "Circulación y Estructura
    Tributaria, Puno 1840-1890", en Enrique Urbano (comp.), Poder y
    Violencia en los Andes (Cusco: CBC, 1991: 189-210). Con
    anterioridad, Hünefeldt escribió Lucha por la Tierra y
    Protesta Indígena (Bonn: Bonner Ammerikanistische
    Studiens,1982), aunque aquí trata sólo del
    período colonial tardío. Para un estudio más
    reciente sobre el tributo indígena en la etapa colonial
    tardía, ver Núria Sala i Vila, Y se armó el
    tole tole: tributo indígena y movimientos sociales en el
    Virreinato del Perú, 1790-1814 (Ayacucho: Instituto de
    Estudios Regionales José María Arguedas,
    1996).

    3. Por ejemplo, Florencia Mallon, Peasant and
    Nation(Berkeley and Los Angeles: University of California Press,
    1995). Interesantemente, aunque Mallon y Manrique admitían
    la participación campesina para la época de la
    guerra con Chile, pensaban que este no era el caso durante la
    independencia. Este tema fue abordado por Cecilia Méndez
    primeramente en "Los Campesinos, la Independencia y la
    Iniciación de la República", Enrique Urbano
    (comp.), Poder y Violencia…, pp.165-188.

    4. María Isabel Remy, "La sociedad local al
    inicio de la república. Cusco 1824-1850". Revista Andina
    12: 451-484, 1988; Deborah Poole, 1988. "Qorilazos, abigeos y
    comunidades campesinas en la provincia de Chumbivilcas (Cusco)",
    en Alberto Flores Galindo (comp.), Comunidades Campesinas,
    Cambios y Permanencias 2ª edición
    (Chiclayo: Centro de Estudios 'Solidaridad',
    1988); Deborah Poole, "Landscapes of Power in a Cattle-Rustling
    Culture of Southern Andean Peru".
    Dialectical Anthropology 12: 367-98, 1988.

    5. Alejandro Diez, Comunes y Haciendas: Procesos de
    Comunalización en la Sierra de Piura (siglos XVIII al XX)
    (Cusco: CIPCA/CBC, 1998); Mark Thurner, From Two Republics to One
    Divided (Durham and London: Duke University Press, 1997).Para un
    estudio afín a los de Thurner en Ecuador,
    véase Andrés Guerrero, Curagas y tenientes
    políticos: la ley de la costumbre y la ley del estado
    (Otavalo 1830-1875) (Quito:
    Editorial El Conejo, 1990), y su estudio introductorio en
    Andrés Guerrero (comp.), Etnicidades (Quito: FLACSO,
    2000).

    6. Paul Gootenberg, Between Silver and Guano. Commercial
    Policy and the State in Post Independence Peru (Princeton:
    Princeton University Press, 1989). (Princeton: Princeton
    University Press, 1989).

    7. No es que Gootenberg desestimara la historia social,
    pero ésta sólo entraba a tallar en su
    análisis del artesanado urbano.

    8. Para el tema de los sectores rurales en la
    formación del Estado en el siglo XIX en América
    Latina, véase Ariel de La Fuente, Children of Facundo:
    Caudillo and Gaucho Insurgency During the Argentine State
    Formation Process (La Rioja 1853-1870). (Durham: Duke University
    Press, 2000); Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.),
    Caudillismos Rioplatenses (Buenos Aires:
    Eudeba / Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de
    Buenos Aires, 1998); Thomson, Guy P.C. with David LaFrance,
    Patriotism, Politics, and Popular Liberalism in
    Nineteenth-Century Mexico (Wilmington: Scholarly Resources,
    1999); Peter Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of
    Mexico's National State: Guerrero, 1800-1857; Marta Irurozqui
    Victoriano, "A Bala, Piedra y Palo": La Construcción de la
    Ciudadanía Política en Bolivia, 1826-1952 (Sevilla:
    Diputación de Sevilla, 2000). Para un valioso estudio
    comparativo, véase Fernando López-Alves, State
    Formation and Democracy in Latin America, 1810-1900 (Durham: Duke
    University Press, 2000).

    9. "Peruvian caudillos failed to create a mass fighting
    force from the majority of the region's population, indians. The
    indigenous peasantry of the southern Andes resisted fighting in
    the wars that decided the caudillo struggle". Más
    aún, "the indigenous peasantry remained largely detached
    from the caudillo struggle". Charles Walker, Smoldering Ashes
    (Durham: Duke University Press, 2000), 212-213.

    10. Tulio Halperín Donghi, Hispanoamérica
    después de la independencia (Buenos Aires: Paidós,
    1972).

    11. Para un reciente estudio sobre la transición
    entre el tributo colonial y la "contribución de
    indígenas" (y de "castas") republicana, véase
    Carlos Contreras, "Etnicidad y Contribuciones Directas en el
    Perú Después de la Independencia". Ponencia
    presentada en el 51 Congreso Internacional de Americanistas,
    Santiago de Chile, Julio 2003 (ms.). Para un estudio más
    amplio sobre el tributo indígena y el Estado en la primera
    mitad del siglo XIX, véase Víctor Peralta, En pos
    del tributo.

    12. Éste no fue un fenómeno exclusivo del
    Perú. López-Alves ha subrayado recientemente la
    importancia de los "pobres del campo" en la conformación
    de los ejércitos de los Estados hispanoamericanos
    emergentes, enfatizando las diferencias con el caso europeo,
    donde los ejércitos dependían de mercenarios.
    López-Alves, State Formation, 32.

    13. Véase Jorge Basadre, La iniciación de
    la república, tomo I (Lima: Ed. F. & E. Rosay, 1929);
    Francisco Laso, "Croquis Sobre el Carácter Peruano", en
    Franciso Laso, Aguinaldo, Para las Señoras del Perú
    y Otros Ensayos,
    1854-1869, Natalia Majluf (comp.), (Lima: Museo de Arte de
    Lima/IFEA, 2003), 119.

    14. Mi más reciente evaluación
    sobre el tema, en Cecilia Méndez, The Plebeian Republic:
    The Huanta Rebellion and the Making of the Peruvian State:
    Ayacucho, 1820-1850 (Durham: Duke University Press, en
    prensa).

    15. El "pacto tributario" funcionó también
    en Arequipa (en el sur peruano) en la temprana república,
    de acuerdo a Sarah Chambers, "Little Middle Ground: The
    Instability of Mestizo Identity in the Andes", in Nancy P.
    Appelbaum, Anne S. Macpherson, and Karin Alejandra Rosenblatt
    (eds.), Race & Nation in Modern Latin America (Chapel Hill
    and London: The University of North Carolina Press), 32-55. Para
    una discusión sobre la reacción campesina frente a
    la abolición del tributo indígena en el contexto de
    Constitución de Cádiz (1812), véase
    Christine Hünefeldt, Lucha por la Tierra. Según
    Hünefeldt, la reacción varió de región
    a región.

    16. Méndez, The Plebeian Republic.

    17. Ibíd, capítulo 5.

    18. Ibíd.

    19. Ibíd.

    20. Jorge Basadre, Historia de la República del
    Perú, tomo I (Lima: Editorial Universitaria, 1983),
    278-279.

    21. La Convención Nacional fue una entidad creada
    para producir una nueva constitución, pero el propio
    Gamarra dispuso que nombrara un presidente provisional hasta que
    pudieran efectuarse elecciones presidenciales
    populares.

    22. Según Basadre.

    23. Gootenberg, Between Silver and Guano. Gamarra fue
    presidente del Perú nuevamente entre 1839 y
    1841.

    24. Basadre, Historia, tomo I, 276.

    25. Ibíd., tomo II, 7.

    26. Ibíd., loc. cit. Véase tambíen
    Jorge Basadre, La Multitud, la Ciudad y El Campo en la Historia
    del Perú (Lima: Mosca Azul, 1980 [1929]), 176-178 y
    196-197.

    27. Jorge Basadre, La Iniciación, tomo I,
    308-314; Basadre, Historia, tomo II, 1-9.

    28. Sobre Huaylacucho, véase Gervasio
    Álvarez, Guía Histórica, Cronológica,
    Política y Eclesiástica del Departamento de
    Ayacucho para el Año 1847 (Ayacucho: Imprenta
    Gonzales, 1944), 58-59. Para la carta de Tristán, Centro
    de Estudios Histórico Militares, Archivo
    Histórico Militar del Perú (en adelante,
    CEHM-AHMP), leg. 26, doc. 16, 1834. Véase también
    AGN, PL 15-437, 1835, cuad. 2, f 12rv y 16r.

    29. AGN, PL 15-437, 1835, f. 12r/v. La carta está
    fechada en el "Cuartel General en Guancayo a 20 de Abril de
    1834". Énfasis mío.

    30. Ibíd. f. 7v.

    31. AGN, PL-15- 437, 1835, f. 16r. Énfasis
    mío.

    32. AGN, PL 15-437, 1835 f. 7r.v. Contrástense
    estas palabras con aquellas que empleó el mismo
    Tristán unos años antes, cuando como prefecto de
    Ayacucho trataba de persuadir al ex oficial realista
    vasco-francés, Nicolás Soregui, quien estaba
    peleando con los rebeldes monarquistas, a dejar las armas:
    "Nacido (…) en el pais más ilustrado del mundo",
    decía Tristán a Soregui, no puede confundirse con
    "esa turba de carneros […] esa turba de borrachos, ladrones y
    bestias que solo tienen figura de hombres:
    avergüénsese de sociedad tan indigna de un
    francés bien educado, acepte usted mi paternal convite
    antes que yo empiese a castigar inexorablemente esas fieras
    rabiosas e impotentes, que se han propuesto devorar a su misma
    Madre" (ADAY, JPI, Causas Criminales, leg. 30, cuad. 573, ff. 39v
    y 40r). Con similares argumentos, Tristán había
    buscado disuadir al cura Manuel Navarro, acusado también
    de complicidad con los campesinos de Huanta: "Aquí
    [decía Tristán a Navarro] ninguno está libre
    á la voz de un pueblo bárbaro" (ADAY, [date], JPI,
    Crim. leg. 30, cuad. 579, "Papeles pertenecientes al Cura
    Navarro", f. 18).

    33. Ibíd., f. 17r.

    34. AGN, PL 15 – 437, f. 19r.

    35. Ibíd., ff. 19r/v.

    36. Una excepción era el secretario Rafael de
    Castro. Otra probable excepción era el gobernador Pedro
    Cárdenas, aunque este último puede tratarse de un
    homónimo. Véase Méndez, The Plebeian
    Republic, capítulo 7.

    37. BN, D47, 1828; ADAY, JPI Crim, leg. 30, cuad. 581 f.
    15r/v.

    38. AGN, PL 15-437, "Cuaderno Primero de Documentos y
    Cuentas que
    Presenta Don Juan Urbina" y "Don Juan Urbina. Segundo Cuaderno
    sobre los Gastos de las
    Guerrillas de Huanta", 1835.

    39. CEHMP-AHM, 1834, leg. 3, doc. 16, Domingo
    Tristán al Ministro de Guerra, Lima, 3 de abril de
    1834.

    40. CEHMP-AHM, leg. 26, doc. 32, 1834. Énfasis
    mío.

    41. José María Blanco, Diario del Viaje
    del Presidente Orbegoso al Sur del Perú (Félix
    Denegri Luna, (comp.) Lima: Pontificia Universidad
    Católica del Perú, Instituto Riva Agüero,
    1974), 44.

    42. Ibíd., 47.

    43. Blanco, Diario, 46.

    44. AGN, Tributos, Informes, leg.
    30, cuad. 62, 1840.

    45. Cecilia Méndez G. Incas
    Sí, Indios No: Apuntes para el Estudio del Nacionalismo
    Criollo en El Perú (Lima: IEP, 2ª ed., 1995).
    Véase también Charles Walker, "Montoneros,
    Bandoleros, Malhechores: Criminalidad y política en las
    primeras décadas republicanas", en Carlos Aguirre y
    Charles Walker (comps.), Bandoleros, abigeos y montoneros (Lima:
    Instituto de Apoyo Agrario, 1990).

    46. Basadre alude al gobierno de Gamarra, tal como era
    percibido en Ayacucho, como un "despotismo feudal"; La
    Iniciación, tomo I, 236.

    47. ADAY, JPI, Crim., leg. 34, "Criminales Contra los
    Alcaldes y Demás municipales de Huanta sobre [el] desacato
    con que trataron al primer Gefe de la Republica sin haber salido
    á recibirle en su ingreso á aquel pueblo ni aun
    presentandolese siquiera en la puerta de su aojamiento",
    1831.

    48. Méndez, The Plebeian Republic, capitulos 2 y
    7.

    49. CHEMP-AHM, leg. 27, doc. 17, 1834.

    50. AGN, OL 232 – 391, Prefecturas, Ayacucho.

    51. AGN, PL 14-460, el oficio de Cabrera lleva fecha del
    14 de junio de 1834.

    52. AGN, OL 240- 265, Prefecturas, Ayacucho,
    1835.

    53. Méndez, The Plebeian Republic,
    capítulo 7.

    54. AGN, OL 247-42, Prefecturas, Ayacucho. De Francisco
    Méndez, prefecto de Ayacucho al Secretario General de S.E.
    el presidente de la República, 28 de noviembre de
    1835.

    55. ADAY, JPI, Diezmos, leg. 56, cuad. 7, f. 15
    r/v.

    56. Ibíd., énfasis mío.

    57. Citado en Iván Pérez Aguirre,
    "Rebeldes Iquichanos 1824-1828" (Tesis de
    Bachiller, Ayacucho: Universidad Nacional de San Cristóbal
    de Huamanga), 140 (retraducido del inglés).

    58. Para la primera versión de la firma,
    véase ADAY, JPI, Crim., leg. 30, cuad. 582, f. 13r; para
    la segunda, ADAY, JPI, Crim., leg. 30, cuad. 582, f.
    11r.

    59. Citado en Juan José del Pino, Las
    Sublevaciones Indígenas de Huanta 1827-1896. (Ayacucho:
    edición del autor, 1955), 29.

    60. Méndez, The Plebeian Republic,
    capítulo 7.

    61. Gootenberg, Between Silver and Guano, 76.

    62. Ibíd., 27.

    63. No es que Gootenberg deje de lado los métodos
    de la historia social, pero sólo los toma en cuenta al
    analizar las poblaciones urbanas como los artesanos.

    64. Gootenberg, Tejidos, Harinas,
    Corazones y Mentes, el imperialismo de libre comercio en
    el Perú (Lima, IEP 1989), Gootenberg, Between
    Silver.

    65. Méndez G., Incas Sí, Indios No;
    Walker, "Montoneros". Para fuentes del período ver Manuel
    Bilbao, Historia del General Salaverry (Lima: Librería e
    Imprenta Gil, 1936 [1853]), y Dean Juan Gualberto Valdivia, Las
    Revoluciones de Arequipa (Arequipa: Editorial El Deber, 1956,
    [1873]).

    66. En materia de
    jurisprudencia
    y "política
    social" no se verían grandes cambios en la
    legislación sino hasta la segunda mitad del siglo XIX;
    asimismo, en lo que compete a las poblaciones indígenas,
    prevalecieron durante la primera mitad del siglo XIX buena parte
    de las Leyes de Indias.

    67. Ver el elocuente ensayo de
    Favre, "Bolívar y los Indios", Histórica 10 (1)
    1986: 1-18.

    68. Ibíd. y Cecilia Méndez,
    "República sin Indios: La Comunidad Imaginada del
    Perú", en Henrique Urbano (comp.), Tradición y
    Modernidad en los
    Andes, (Cusco: CBC, 1992). Para la relación de Santa Cruz
    con los campesinos ver, Méndez The Plebeian Republic,
    capítulo 7.

    69. Véase Emilio Vásquez, La
    rebelión de Juan Bustamante (Lima: Editorial Juan
    Mejía Baca, 1976), p. 117, y Valdivia, Las revoluciones de
    Arequipa.

    70. Basadre, Perú, Problema y Posibilidad,
    tercera edición (Lima: Banco
    Continental, 1979).

    71. Sin embargo, ver el solitario y valioso esfuerzo de
    Víctor Villanueva, Del Caudillaje Anárquico al
    Militarismo Reformista (Lima: Librería-Editorial Juan
    Mejía Baca, 1973), entre sus muchos libros.

    72. Resulta sintomático que dos libros separados
    por treinta años y producidos por intelectuales de
    nacionalidades y simpatías políticas muy distintas,
    hallan recurrido al mismo título: David Scout Palmer,
    Perú, The Authoritarian Tradition (Nueva York: Praeger,
    1980), y Alberto Flores Galindo, La Tradición Autoritaria:
    Violencia y Democracia en
    el Perú (Lima: SUR/APRODEH, 1999).

    73. Laso, "Croquis sobre el Carácter Peruano", en
    su Aguinaldo, 125.

    74. Méndez G., Incas Sí, Indios No. Desde
    otra óptica,
    pero en congruencia con mi hipótesis, Carlos Contreras
    sostiene que mientras se mantuvo la contribución
    indígena, el Estado estuvo más vinculado con, y
    atento a, la sociedad rural andina; Contreras, "Etnicidad y
    Contribuciones Directas". Para un elocuente ejemplo de los
    dilemas de los intelectuales civilistas en relación a las
    poblaciones indígenas, ver Natalia Majluf, "The Creation
    of the Image of the Indian in 19th Century Peru. The Paintings of
    Francisco Laso" (Ph.D.
    dissertation, Austin: University of Texas Press. 1995). Sobre el
    proyecto civilista, ver Carmen McEvoy, Un proyecto nacional en el
    Siglo XIX: Manuel Pardo y su visión del Perú (Lima:
    Pontificia Universidad Católica del Perú,
    1994).

     

    Cecilia Méndez G.


    University of California, Santa Barbara

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