Tradiciones liberales en los Andes: militares y campesinos en la formación del Estado peruano
"No existe una etnohistoria para el siglo XIX peruano",
sentenció el antropólogo Jaime Urrutia desde una
palestra del I Congreso Nacional de Investigación Histórica llevado a
cabo en Lima en 1984. Nunca pude olvidar aquella frase. La
guerra interna
desatada por Sendero Luminoso pasaba por su periodo más
sangriento y Jaime Urrutia había llegado a Lima desde
Ayacucho, su lugar de trabajo por
muchos años y cuna de la violencia
senderista. Urrutia pudo escapar a las amenazas y atentados
contra su vida, que en su condición de profesor
universitario y teniente alcalde de la ciudad de Ayacucho le
inflingieron tanto Sendero Luminoso como el ejército. Pero
otros no fueron tan afortunados. Cientos de campesinos,
mayormente pobres y quechuahablantes, morían o
"desaparecían" cada semana por aquellos años, sin
hacer noticia en las páginas de los más importantes
diarios limeños, sin que el país viera sus rostros
ni conociera sus nombres. La guerra prosiguió por
más de una década y media y hoy se calcula en casi
70.000 el número de muertos.
¿Tenía la afirmación de Urrutia
sobre el siglo XIX algo que ver con la ola de violencia que
entonces remecía el campo ayacuchano? Yo creo que mucho;
que se trataba de un llamado de atención pertinente. Y lo sigue siendo. Al
decir "no existe una etnohistoria para el siglo XIX peruano",
entiendo como su propósito que la sociedad rural
andina no había sido incorporada en los análisis históricos del
período, ya sea porque se la consideraba
historiográficamente irrelevante, o políticamente
inexistente. En tanto fue en el siglo XIX que se sentaron las
bases del Estado republicano que aún nos rige, la
sentencia no dejaba de tener una carga interpelatoria en el
presente.
En los veinte años transcurridos desde entonces
no se puede decir que no haya habido avances. Desde hace
aproximadamente dos décadas el XIX, o el siglo del
nacimiento de las naciones modernas, ha suscitado una suerte de
boom en la historiografía, no sólo peruana sino
latinoamericana y más allá. Cuando Urrutia
formulara su "sentencia" existían ya dos libros, muy
diversos entre sí, que vinculaban a la sociedad campesina
con la forja del Estado decimonónico y la idea de Nación
en los Andes: Nelson Manrique, Las Guerrillas Indígenas en
la Guerra con Chile (Lima: 1981) y Tristan Platt, Estado
Boliviano, Ayllu Andino: Tierra y
Tributo en el Norte de Potosí (IEP: Lima,
1982).1 El reclamo que Urrutia formulara en 1984
constituía una interpelación a los historiadores
peruanos precisamente por la ausencia en el Perú de un
libro
análogo al de Platt, que problematizaba el estudio del
Estado en Bolivia
subrayando el vínculo fiscal con las
poblaciones campesinas, específicamente en el norte de
Potosí. Por su parte, Manrique analizaba la
participación de los campesinos peruanos en la Guerra con
Chile, también tomando como eje una región
específica: la sierra central del Perú
(1879-1885).
El libro de Platt tuvo una gran influencia en el
Perú, alentando una serie de trabajos que enfatizaban la
conexión fiscal entre los campesinos y el
Estado.2 En cambio, el
libro de Manrique, pese a las polémicas que
suscitó, no tuvo mayores émulos, exceptuando los
trabajos que Florencia Mallon estaba realizando paralelamente y
realizara posteriormente sobre el mismo
tema.3
Entre fines de los ochenta y comienzos de los noventa
siguió creciendo el interés
por estudiar los vínculos entre la sociedad rural y el
Estado decimonónico, en buena medida gracias a
antropólogos y sociólogos convertidos en
historiadores. María Isabel Remy, por ejemplo (formada en
las canteras de la sociología, como lo fue el propio Manrique)
planteó la necesitad de estudiar la relación
campesinos-Estado desde la perspectiva del poder local,
un tema que la antropóloga Deborah Poole abordó con
gran sofisticación teórica en sus estudios sobre
las comunidades de la provincia de Chumbivilcas en el Cuzco.
Poole subrayaba el rol central del Estado en la formación
del concepto mismo de
"comunidad",
señalando cómo las comunidades de la puna de
Chumbivilcas, usualmente presentadas como "aisladas", fueron
parte de un engranaje de estructuras
económicas y políticas
en las que participaban gamonales, hacendados y autoridades
locales, vale decir, los agentes locales y regionales del
Estado.4 El rol del Estado en la formación y
transformación de la comunidad campesina desde una
perspectiva diacrónica fue enfatizado más
recientemente por el también antropólogo Alejandro
Diez en su estudio sobre los "procesos de
comunalización" en la sierra de Piura". Finalmente, y
desde un ángulo diferente, otro antropólogo, Mark
Thurner, exploró el imaginario nacional de los campesinos
de la provincia de Huaylas en los albores de la
república.5
Pese a los avances, un ángulo estaba ausente en
la noción de "Estado" manejada por los citados estudios,
que creemos políticamente central tratándose del
siglo XIX: el de su carácter militarizado. No es de
extrañar, por tanto, que el tema de la
participación militar de los campesinos en las contiendas
caudillistas del período post-independiente quedara
relegado. Cuando este tema fue abordado, como en los estudios de
Manrique y Mallon, se tomó como eje un período
bastante más tardío y una invasión externa,
no una guerra civil. Ello no quiere decir que no hubiera avances
en el entendimiento del llamado "Estado caudillista"
(décadas de 1820 a 1840). Pienso principalmente en los
estudios pioneros de Paul Gootenberg.6 Pero su
análisis, indisputablemente sólido, además
de innovador en su cuestionamiento de las premisas dependentistas
que hasta entonces habían caracterizado las
interpretaciones del período, tomaban como único
eje las políticas de mercado y el
accionar diplomático y, por tanto, las bases urbanas de
los caudillos.7 De esta manera, y en contraste con la
historiografía de otros países latinoamericanos,
las bases rurales del Perú caudillista permanecían
virtualmente inexploradas.8
Nuevamente, sería injusto no reconocer que ha
habido avances. En un libro reciente Charles Walker se propuso
precisamente responder a este interrogante tomando como eje al
Mariscal Agustín Gamarra, caudillo cuzqueño que
dominó la escena política entre fines
de 1820 y la década de 1830 y dos veces fue presidente del
Perú. Su estudio, sin embargo, proporciona sólidos
referentes únicamente para las bases gamarristas en el
ámbito urbano, vale decir, la ciudad de Cuzco. En lo que
cabe a la relación de Gamarra con las poblaciones rurales,
las fuentes de
Walker son elusivas, o inexistentes, lo que lo lleva a concluir
que los campesinos "del sur andino" optaron por mantenerse al
margen de las luchas caudillistas, y que los caudillos, en
general, no fueron capaces de crear una base-político
militar entre la población campesina
indígena.9
El presente artículo cuestiona esta interpretación. Bien pudo ser, como sugiere
Walker, que Gamarra, la encarnación del caudillo
militarista, conservador y autoritario, no tuviera éxito
en formar ejércitos de campesinos en el Cuzco y dependiera
principalmente de reclutas. Sin embargo, generalizar esta
hipótesis al "sur andino" y a "los
caudillos" del período post-independencia,
en general, es errado, como trataré de demostrar
aquí. Basándome en un análisis regional de
la guerra civil de 1834 entre el presidente saliente
Agustín Gamarra y el presidente electo Luis José de
Orbegoso (1834), sostendré, en primer lugar, que la
participación campesina en los ejércitos
caudillistas de la post-independencia no fue únicamente
forzada, como es la idea común, sino también
negociada. En segundo lugar, que fueron los caudillos alineados
con el bando autodenominado "liberal", capitaneados por el
general Luis José de Orbegoso en 1834, quienes mostraron
mayores destrezas en ganarse a las poblaciones campesinas, las
mismas que, organizadas en forma de guerrillas, apoyaron este
bando político que entonces luchaba por consolidar su
control sobre el
aparato del Estado. En tercer lugar, quisiera problematizar la
noción de "liberal" y liberalismo en
el período republicano inicial en el Perú. En su
conjunto, el artículo se propone demostrar que la
participación militar de la sociedad rural en la
gestación del Estado republicano en el Perú fue
crucial y no debe ser desestimada.
Para entender la importancia política de la
sociedad rural en la formación del Estado republicano es
necesario reparar que, en los albores de la república,
Lima aún no había logrado consolidar su
hegemonía sobre el resto del país. El breve
experimento de la Confederación Perú-boliviana
(1836-39) fue quizás el desafío más
contundente de una región andina al poderío
político de Lima en este período. Pero no el
único. Pese al funcionamiento de instituciones
legislativas como el congreso, la consolidación de un
caudilllo en el sillón presidencial se lograba por lo
general sólo después de una serie de
campañas militares, las mismas que tenían como
teatro principal
la sierra del país. Durante el período que se
inicia con las guerras de la
independencia y termina con el comienzo de la era del guano
(décadas de 1820 y 1850), el mundo rural se
convirtió en un escenario decisivo del poder
político. El Perú, en otras palabras, no fue ajeno
al proceso de
"ruralización del poder" que, según
Halperín, caracterizó la vida política de
Hispanoamérica después de la
independencia.10
Son varias las razones que hicieron a las sociedades
rurales y, dentro de ellas, a las poblaciones campesinas,
indispensables en el proceso de construcción del Estado nacional. Por un
lado, su contribución fiscal: la "contribución de
indígenas", una readaptación republicana del
tributo indígena colonial que rigió oficialmente en
el Perú hasta 1854, y sobre la cual otros historiadores
han tratado.11 Por otro, su contribución
militar. Después de la independencia, y por siete
décadas consecutivas, el aparato del Estado en el
Perú estuvo controlado por el ejército,
virtualmente la única institución que salió
fortalecida con las luchas de la independencia. No obstante el
funcionamiento paralelo del congreso nacional, el Estado peruano
inicial fue un Estado militarizado. Pero a diferencia de los
Estados militares del siglo XX, caracterizados por la estabilidad
(dada parcialmente por la prescindencia total que estos gobiernos
hicieron del poder
legislativo), los de los albores de la república eran
mucho más vulnerables y políticamente inestables El
faccionalismo político estaba a la orden del día y
el país vivía un estado constante de guerra civil.
En el Perú, durante los setenta primeros años de
vida republicana, un solo gobierno, el del
Mariscal Agustín Gamarra (1829-1833), completó su
mandato en el tiempo
legalmente estipulado. Por ese entonces, el ejército
carecía de un cuerpo profesional y reclutaba a la tropa
entre la población civil. Fue precisamente en este sentido
que el Estado caudillista se apoyó abrumadoramente en las
poblaciones rurales. En otras palabras, sin campesinado no
había ejército, y sin ejército no
había Estado. El éxito político-militar de
los caudillos estaba dado, pues, en buena parte, por su capacidad
de incorporar a las masas rurales.12
En el Perú, cuando se habla de
incorporación militar de las poblaciones rurales al Estado
caudillista, suele aludirse únicamente a la recluta
forzosa o "leva", que afectaba desproporcionadamente las
poblaciones rurales andinas quechua y aymarahablantes. La mayor
parte de la tropa, de acuerdo a testimonios de la época,
la componían en efecto campesinos andinos reclutados con
métodos
crueles y violentos, los mismos que fueron denunciados por la
prensa,
críticos sociales y al menos una obra de ficción de
la época.13 Pero existía otra forma,
menos coercitiva y menos conocida, aunque no menos crucial, de
participación de la población civil en las tareas
militares del Estado: la guerrilla. Ésta fue una forma de
lucha fomentada inicialmente por los militares españoles
para expulsar a las tropas napoleónicas que habían
invadido la Península Ibérica en el temprano siglo
XIX; al traerse a América, fue rápidamente adoptada
por los bandos patriotas en las guerras de la independencia. Las
guerrillas eran milicias formadas enteramente por poblaciones
civiles, usualmente campesinas, que actuaban como fuerzas de
apoyo al ejército, facilitando tareas logísticas,
habitualmente entorpeciendo las labores del ejército
enemigo o enfrentándose, si era necesario, directamente a
él. Sus mandos medios
podían ser las propias autoridades de los pueblos (en el
caso de los pueblos campesinos estos eran los "alcaldes de
indios"), pero también eran nombrados y ratificados por
los altos jefes de las guerrillas, quienes a su vez eran
nombrados por los vecinos "notables" de los pueblos involucrados,
en común acuerdo con jefes "consuetudinarios" de las
montoneras, como sucedió en 1834 con las guerrillas que
apoyaron al presidente Orbegoso en la provincia de Huanta. En lo
que sigue, observaremos este proceso más detalladamente.
Pero antes valgan unas precisiones sobre el perfil
histórico de Huanta.
Entre 1825 y 1828 la provincia de Huanta, ubicada en el
extremo norte del departamento de Ayacucho, en los andes
sur-centrales del Perú, se vio convulsionada por una
rebelión contra la recién instaurada
república. Bajo el grito de "¡viva el Rey!", una
alianza de campesinos, arrieros, comerciantes, curas, hacendados
y oficiales del disuelto ejército español se
alzó con el propósito de restablecer el gobierno
español en el Perú. La rebelión fue
derrotada en 1828 y la alianza monarquista disuelta. Pero los
campesinos, lejos de mantener su postura realista, se integraron
rápidamente a las estructuras políticas del Estado
republicano, alineándose durante la década
siguiente con los bandos liberales, vale decir, con el presidente
Luis José Orbegoso (1834-35) primero, y con Andrés
de Santa Cruz, líder
de la Confederación Perú-boliviana (1836-39),
después.
En trabajos anteriores he dado cuenta de las
múltiples y complejas razones que llevaron a los
campesinos de las alturas de Huanta, conocidos a veces como
"iquichanos", a levantarse contra la república, así
como de su subsiguiente integración al Estado caudillista, y no es
el caso repetirlas aquí.14 Valga recordar, sin
embargo, que no estamos frente a una demanda de
restauración del "antiguo régimen", como fue el
caso de los campesinos del norte de Potosí estudiados por
Tristan Platt , quienes se resistieron a los intentos del Estado
republicano en Bolivia por abolir el tributo indígena a lo
largo del siglo XIX, en la convicción de que serían
privados de la protección estatal a sus tierras comunales,
un derecho adquirido del Estado colonial. La abolición del
tributo propugnada por los liberales en Bolivia amenazaba con
romper el "pacto colonial" entre comunidades indígenas y
Estado, también llamado "pacto tributario".15
En Huanta, el "pacto" con los españoles tuvo un
carácter muy distinto. Los huantinos no buscaban defender
derechos
corporativos sino más bien ventajas económicas y
políticas ganadas bajo el reinado "liberal" de los
Borbones en los últimos decenios de la dominación
colonial (entre ellas, exoneración de impuestos e
incentivos
para colonizar las tierras de ceja de selva); además, se
oponían al pago del tributo indígena que el Estado
republicano post-independiente insistía en perpetuar. Ello
explica en parte por qué los huantinos se alinearon con
tanta facilidad con los bandos liberales republicanos tras la
derrota de la sublevación
monarquista.16
Todo ello se entiende mejor cuando se observa el universo
social, demográfico "étnico" de la provincia de
Huanta. A diferencia de los ayllus (comunidades agrarias y de
parentesco extenso) norpotosinos, un buen porcentaje de los
ayllus de Huanta habían perdido sus tierras comunales a
comienzos del siglo XIX. El 47% de los campesinos que pagaban el
tributo indígena en 1801 eran tributarios "sin tierras", y
es muy probable que hacia la década de 1820 este
porcentaje se hubiera incrementado.17 No tenía,
pues, sentido un "pacto tributario". En segundo lugar, en Huanta
el control del recurso productivo más rentable de la
región, la hoja de coca, no estaba en manos de las
comunidades (como lo estaban los recursos
productivos y el comercio en el
norte de Potosí, según Platt), sino de particulares
–pequeños y mediados propietarios y hacendados– y su
comercialización estaba a cargo de arrieros
que actuaban como agentes particulares, aunque con gran
ascendencia entre las comunidades. De estos sectores precisamente
salieron los caudillos campesinos más importantes: Tadeo
Choque, un "indígena" letrado, con hacienda en la puna, y
Antonio Huachaca, un arriero iletrado y sin hacienda.
Además de su ascendente entre los campesinos de comunidad,
estos individuos, y Huachaca, en particular, se relacionaban con
los agricultores sin tierra en la ceja de selva y con los
habitantes de los pueblos más grandes y "urbanos" de
Huanta, a través de rutas de arrieraje, redes comerciales y
relaciones de parentesco extenso.18
La expansión de la hacienda en Huanta no
anuló el ayllu. Este siguió recreándose al
interior de las mismas, en los casos en que fueron absorbidos por
las haciendas. Los ayllus que libraron de ser absorbidos por las
haciendas, por su parte, permanecieron dispersos entre aquellas.
Estos patrones de propiedad y
asentamiento, unidos a la centralidad del comercio de arrieraje
en Huanta y el dinamismo de la producción de coca en la ceja de selva
colindante con las punas, donde se concentraban los ayllus,
propiciaron un mundo de relaciones de "dependencia
asimétrica" entre comuneros (campesinos de los ayllus o
comunidades), hacendados, arrieros, peones de hacienda y
pequeños agricultores (tanto de las tierras altas de
Huanta como en la ceja de selva), en las que estaban de por medio
intereses laborales y comerciales y lazos culturales y de
parentesco de sangre y ritual.
Este universo de
relaciones explica en parte el por qué de las alianzas
entre sectores aparentemente tan disímiles en la
rebelión "monarquista" de 1826-28 y durante los
enfrentamientos caudillistas de la
post-independencia,19 como el caso que estudiaremos en
profundidad: la guerra civil entre Orbegoso y Gamarra en
1834.
En diciembre de 1833, la presidencia de Agustín
Gamarra llegaba a su término tras confrontar diecisiete
conspiraciones y sublevaciones, ocho de ellas sólo en
1833, incluyendo una en Ayacucho.20 El hecho de que
Gamarra dejara el gobierno al término legal de su mandato
podría bien ser considerado un triunfo político,
dado lo inusual que era entonces para un presidente completar su
período. Sin embargo, la cantidad de rebeliones y
conspiraciones que tuvo que enfrentar sugieren que esta
estabilidad no se logró sin un costo. El 20 de
diciembre de 1833, la Convención Nacional eligió a
Luis José de Orbegoso presidente provisional de la
República, quien poco después tomaría el
mando.21 Políticamente, contaba con el apoyo de
los liberales (Luna Pizarro, Gonzales Vigil, F.J.
Mariátegui, según Basadre), quienes enfatizaban la
primacía de la ley por sobre la
voluntad del ejecutivo y la importancia de mantener un adecuado
balance entre los poderes del Estado, mientras Gamarra, la
encarnación del militarismo autoritario, fue apoyado por
conservadores que defendían principios
autoritarios (Pando, Herrera, Pardo y Aliaga).22 Pese
a que el bastión de Gamarra era su Cuzco natal, sus
políticas proteccionistas favorecieron a los comerciantes
de Lima, quienes lograron mantener un estatus comercial
privilegiado con Chile durante sus dos
administraciones.23 Durante su mandato de 1829-33,
Gamarra estableció una política de prebendas entre
los militares, la misma que, unida a su célebre
desdén por la constitución y el congreso, le
permitió retener el control del Estado, no obstante la
creciente oposición. Gamarra recompensaba lealtades
políticas con ascensos y altos salarios, dejando
a los jefes político-militares de las provincias
(prefectos y subprefectos) relativa libertad,
siempre que se mantuvieran sumisos al jefe de Estado. Sus
métodos llevaron a la formación de lo que Basadre
ha denominado una "aristocracia militar"; durante su administración, los militares lograron un
estatus sin precedentes en la vida pública.24 A
pesar que hacia el final de su mandato Gamarra había
ganado muchos enemigos, la oligarquía militar que
él había creado estaba dispuesta a apoyar sus
intentos subsiguientes por perpetuarse en el poder.
El 3 de enero de 1834, menos de dos semanas
después que Orbegoso asumiera la presidencia, Gamarra
orquestó un golpe que lo depuso y nombró al general
Pedro Bermúdez jefe provisional del Estado. Pero el golpe
probó ser altamente impopular, dando lugar a airadas
protestas en Lima, donde las multitudes llegaron a confrontar al
ejército en las calles. Tan fuerte llegó a ser la
movilización popular contra Gamarra que obligó a
los militares putchistas a abandonar Lima. "Por primera vez, en
lucha callejera, el pueblo había derrotado al
ejército",25 sentenció Jorge Basadre,
quien definió a ésta como la primera
movilización popular contra el militarismo en la historia del
Perú.26 El 29 de enero, Orbegoso, que se
había refugiado en el puerto del Callao, retornaba
triunfalmente a la capital,
precedido de un grupo de
montoneros y entre la algarabía de la
población.27
Pero Gamarra no se dio por vencido. Viéndose
rechazado en Lima, se atrincheró en el interior del
país, desde donde le declaró la guerra a Orbegoso.
Ėste entonces preparó sus fuerzas para
la defensa. A la cabeza de sus ejércitos estaban algunos
de los mįs prestigiosos veteranos de la
independencia, los generales Miller y Necochea,
así como el ex prefecto de Ayacucho, Domingo
Tristán, otro veterano. Además de su experiencia
comandando guerrillas, estos generales tenían a su favor a
las poblaciones civiles, en tanto Gamarra contaba con la fuerza
militar. Los prefectos de Puno, Cuzco y Ayacucho, y algunos en el
norte, se mantuvieron fieles a Gamarra; todos eran oficiales del
ejército. Por su parte, los orbegosistas convocaban a la
población civil. A mediados de marzo de 1834, las
guerrillas de Miller habían inflingido una importante
derrota a las fuerzas de Gamarra en Huaylacucho (en el actual
departamento de Huancavelica), forzándolas a retirarse
hacia Ayacucho. Poco después, Domingo Tristán
reportaba otros éxitos al Ministro de Guerra: más
de 400 pobladores se habían sumado a la causa orbegosista,
formando partidas guerrilleras en los pueblos de Viñac (en
la provincia de Yauyos, en la sierra de Lima) y Chumpamarca (en
el departamento de Huancavelica), doscientos en cada
uno.28 Tras los avances orbegosistas, los
ejércitos de Gamarra enrumbaron a Ayacucho. Los generales
leales al presidente, conscientes de la tenacidad y destreza
militar de los campesinos de Huanta, calcularon las ventajas que
les podría deparar el ganárselos a su causa, ahora
que las fuerzas de Gamarra se aproximaban a Ayacucho.
Olvidándose, o pretendiendo olvidarse del desdén
que hasta entonces varios de ellos mostraran para con los
campesinos de Huanta, los generales de Orbegoso solicitaron
diferencialmente su apoyo, como lo demuestran una serie de
cartas
dirigidas a sus jefes montoneros. Además de elogiar la
valentía de de los huantinos, los generales
insistían en la legitimidad de la causa orbegosista y la
urgencia de su misión de
"salvar la nación"
de las manos del "tirano" Gamarra. El Estado, que a través
de sus más altos representantes había hecho
escarnio, hasta hacía poco, de los grados militares que
los montoneros se arrogaban "en nombre del rey", les
ofrecía ahora su humilde reconocimiento. La elocuencia de
estas cartas amerita citarlas más extensamente. En una
misiva dirigida al montonero Tadeo Choque, el presidente Orbegoso
escribió:
Señor D. Tadeo Choque:
Muy señor mio, Aunque V. ha vivido retirado, no
ha dejado de llegar a su noticia el criminal comportamiento de Gamarra y Bermudes, que
atacando las leyes hicieron
una revolución que ha causado inmensos males
á la Patria. Yo que había sido nombrado
Presidente de la república, no he podido dejar de hacer
cuanto há estado a mis alcances para restablecer el
orden y castigar a los sediciosos. He contado con la
opinión de los pueblos, cuyo buen sentido los ha hecho
decidirse por la justicia, y
estoy seguro que el
resultado no puede dejar de ser favorable. Es preciso, pues,
que usted aprobeche esta oportunidad, como lo está
haciendo para atraerse la gratitud de sus conciudadanos, y
hacerse acreedor de los premios que la Patria dispensa á
los que le hacen servicios
eminentes. Debe V. usar del influjo que tiene entre sus
paisanos para que obren activamente contra los sediciosos,
impidiendoles las comunicaciones, privandolos de recursos y
sorprendiendolos y atacandolos, de modo que no tengan reposo,
mientras yo marcho con el Ejército que verá muy
pronto. Espero que V. que otras veces ha manifestado ya su
valor lo
emplee ahora que se le presenta una causa tan justa y
corresponda á las esperanzas de su afecto. SS. L.J.
Orbegoso.29
En una carta previa, del
14 de marzo, el general Blas Cerdeña imploró, por
su parte, al líder de los campesinos, a aunarse a la lucha
del Estado contra Gamarra. Cerdeña se refería a
Huachaca, que era iletrado, como "Señor Mayor Coronel
Don"; lo urgía a sumarse a las fuerzas para derrotar al
"tirano" y concluía su carta anunciándole que
"tendría la satisfacción de saludar a usted y
conocerle, quien le ofrese [sic] su mas distinguido aprecio.
Suscribiendose de V. Att. Servidor
Q.B.S.M., B. Cerdeña".30 Las siglas Q.B.S.M.
(que besa su mano) no eran más que un formalismo
cortés de la época, pero hubieran sido impensables
en esta carta seis años antes tratándose de
Huachaca. Por su parte, el general Guillermo Miller, que estaba
familiarizado con los montoneros de Huanta (aunque por haber
luchado en contra de ellos en las campañas de la
independencia), los arengó en estos
términos:
Bravos Iquichanos: Los enemigos de la Nacion, los
sediciosos Bermudes y Gamarra, huyen despavoridos para vestros
(sic) paises, escarmentados que hancido (sic) en el puente de
Huipacha en los dias 24 y 25 [de marzo]. Las tropas victoriosas
de mi mando los persiguen, y yo que conosco á vosotros,
que recuerdo vuestro valor; no dudo que haris (sic) todos los
esfuerzos pocibles para entorpeserles su vergonzosa fuga.
Coperad pues a su esterminio, y el fruto de vestros (sic)
trabajos sera el restituir la paz y la tranquilidad que ellos
han robado, evitandoos tambien los males de la guerra en que
quieren envolverlos. Os areis dignos de la gratitud de la
Nación, y de la admiración con que os ha mirado
vuestro antiguo amigo Guillermo Miller, Lloyla Pampa (sic),
Marzo 29 de 1834.31
Más impresionante que todas las anteriores
resulta la carta dirigida
por el ex prefecto de Ayacucho, general Domingo Tristán, a
Antonio Huachaca, considerando cuán duramente había
reprimido el mismo Tristán a los campesinos de Huanta tan
sólo unos años antes, y cuán profundamente,
aparentemente, los despreciaba. Tristán, que hasta
entonces sólo había tenido las palabras más
crudas de desdén para el caudillo máximo de los
campesinos de Huanta y sus seguidores, le escribía ahora
con irreconocible deferencia:
Sr. Dn. José Antonio Naval [sic] Huachaca. Mi
querido amigo:
Nombrado Prefecto de Ayacucho por S.E. el Presidente,
mi satisfacción es interminable al ir á reunirme
con ciudadanos tan amantes de la felicidad de su patria, esta
es la epoca mas brillante que se nos ha presentado para
esforsarnos, armandonos para destruir á esos malvados
Gamarra y Bermudes, y sus viles sequaces, muy breve estan
á esas inmediaciones con quatro ó cinco mil
hombres, y desapareceran de nosotros todos los traidores. El
que pone esta en manos de V. instruira de todo quanto sobre el
particular le tengo dicho. Espreciones a todos nuestros
queridos amigos, digales V. que todos ocupan mi corazón
y que solo ancio estrecharlos en sus brasos, su verdadero amigo
s.s. D. Tristán.32
La carta de Tristán, fechada en Lunahuaná,
el 4 de marzo de 1834, es la más temprana de la serie que
hemos citado. Es difícil saber si Huachaca la
contestó alguna vez. Lo cierto es que a los dos
días, posiblemente antes de que Huachaca pudiera haberla
visto (y con seguridad, antes
que todas las anteriores fueran escritas), él y otros
jefes montoneros de las punas de Uchuraccay, una hacienda (hoy
comunidad campesina) que fue cuartel general principal de la
rebelión monarquista, en común acuerdo con
autoridades y vecinos de los pueblos de Luricocha y Huanta, ya
habían apostado por Orbegoso y estaban, más
aún, alistando sus fuerzas para defenderlo.
Mediante dos bien coordinadas "actas", los montoneros de
Uchuraccay, de un lado, y las autoridades civiles y vecinos
"notables" de la villa de Huanta, de otro lado, acordaron nombrar
al hacendado José Urbina como comandante supremo de sus
ejércitos. El nombramiento de Urbina se hizo primero por
los montoneros "General Don José Antonio Naval [sic]
Huachaca, Coronel Don Tadeo Choque, y Teniente Coronel Don
Mariano Mendes" mediante acta firmada en "el cuartel de
Uchuraccay" el 8 de marzo de 1834. Argumentando que los servicios
del "ciudadano Urbina […] en la defensa de ley Bengadora" eran
"públicos y notorios", Huachaca y sus asociados en
Uchuraccay lo proclamaron "Comandante General de [sic]
Exercito".33 Dos días después, el
gobernador, un grupo de autoridades municipales y otros "vecinos
notables" de la villa de Huanta se reunieron en el pueblo
aledaño de Luricocha para ratificar el nombramiento de
Urbina como "Comandante en Jefe", efectuado por los "los
señores Generales, comandantes y demás individuos
de la punas de Yquicha y Luricocha". Además de reconocer
la autoridad
militar de Urbina, las autoridades y vecinos de Huanta lo
nombraron "Comandante en Jefe de la Provincia" y proclamando su
confianza ciega en él, lo autorizaron a hacer "todas las
imbasiones que crea convenientes, oportunas y necesarias para
destruir y hostilizar a los enemigos [los ejércitos de
Gamarra que estaban, ya en ese momento, ocupando las ciudades de
Huanta y Ayacucho]".34 Igualmente, daban su "apoyo
voluntario… á sostener á toda costa las
leyes, y á la autoridad competente elegida por la
Convención Nacional [Orbegoso]… en caso sea
necesario esponiendo sus vidas e intereses, á fin de
salvar la nación del peligro que la amenaza".35
El documento estaba firmado por doce individuos, incluyendo el
secretario, Rafael de Castro.
A diferencia de los individuos que firmaron el acta de
Uchuraccay, la mayor parte de aquellos que suscribieron el
pronunciamiento de Luricocha no habían estado involucrados
(al menos no abiertamente) en la sublevación monarquista
de 1826-28.36 Don José Urbina era un hacendado
de 28 años y Capitán de las Milicias Cívicas
de Huanta. En tiempos de la rebelión era regidor de la
municipalidad de esta ciudad, manteniéndose fiel al
gobierno37. No obstante, como los testimonios dejan en
claro, este personaje gozaba, al parecer, de la confianza de los
ex defensores del Rey, sin distinción de clase:
montoneros de la punas y "notables" de villa de Huanta. Pese a
que las actas que nombraban a Urbina comandante supremo de las
guerrillas enfatizan su autoridad militar, en la práctica
éste desempeñó una importante función
financiera. Urbina se convirtió, en efecto, en el
principal proveedor y coordinador de abastecimientos para las
guerrillas orbegosistas en Huanta. Por un lado, canalizaba sus
propios recursos en pro de la adquisición de armas,
municiones, comida y ropa para la guerrilla, así como los
honorarios a los soldados, oficiales, mensajeros y espías,
en el entendimiento de que todo ello le sería luego
reembolsado por el Estado. Por otro lado, facilitaba los recursos
de otros proveedores
para la guerrilla, incluyendo ganado, caballos, coca, comida y
dinero, con el
entendimiento de que todo ello habría de ser igualmente
reembolsado por el Estado (siempre y cuando, claro está,
triunfara su causa), excepto en el caso de los deudores al
Estado. El ejército formado por los huantinos para apoyar
a Orbegoso superó los 4.000 individuos y tuvo un costo de
3.262 pesos, 519 de los cuales fueron proporcionados en efectivo
por Urbina y el resto por otros proveedores, en moneda y
especies.38 Este ejército fue más grande
que aquel de la rebelión monarquista y operó
más allá de los límites de
la provincia de Huanta, aventurándose en la de Huamanga y
varios pueblos del vecino departamento de
Huancavelica.
Y cumplió su cometido. A mediados de marzo,
aprovechando la ausencia del general José María
Frías, prefecto gamarrista de Ayacucho, los "iquichanos",
como el ejército de montoneros era constantemente
referido, tomó la ciudad de Huamanga y luego
consiguió una serie de triunfos militares que resultaron
en la total derrota de las fuerzas de Gamarra en
Ayacucho.39 Estos triunfos coadyuvaron a fortalecer la
posición de Orbegoso en el nivel nacional. La guerra civil
culminó –aunque temporalmente– a comienzos de mayo con
éxito para Orbegoso. Una vez más, el presidente
provisional hizo una entrada triunfal a la capital de la
república, entre entusiastas muestras de apoyo.
Los montoneros de Huanta y la población huantina,
en general, cumplieron de esta manera un importante papel en
restaurar a Orbegoso en la presidencia tras el golpe de estado
de Gamarra, lo que en una terminología más
próxima al siglo XX equivaldría a decir: restaurar
el "estado de
derecho" en el Perú. Naturalmente, su actuación
les granjeó las simpatías y gratitud del gobierno.
El 30 de mayo de 1834, Domingo Tristán, convertido
nuevamente en prefecto de Ayacucho (probablemente en
compensación por su exitosa campaña militar junto a
Orbegoso) cursó un oficio al Ministro de Guerra,
"aplaudiendo la loable conducta y
servicios que han prestado a la justa causa los ciudadanos
Huachaca, Mendes y Choque" y expresando su disposición a
que la prefectura les "preste los ausilios que fueran necesarios
a estos individuos para que pasen a la capital a presentarse a
S.E. el Consejo de Gobierno" (subrayado mío,
C.M.G.)40. Los jefes montoneros, ahora sugerentemente
llamados "ciudadanos", muy probablemente fueron a reportarse al
Consejo de Gobierno en Lima, tal como lo sugería
Tristán, aunque de este encuentro no tenemos prueba. Pero
lo que sabemos con certeza es que Orbegoso expresó
públicamente su reconocimiento personal a los
montoneros. En un viaje a Ayacucho, realizado a fines de 1834,
Orbegoso visitó la villa de Huanta, donde fue recibido con
suntuosas celebraciones. En un banquete ofrecido en su honor, el
presidente se encontró con las autoridades y otros
"notables" del lugar, y también con los "jefes de los
iquichanos, a quienes agasajó, y prometió
encargarse de la educación del hijo
de Huachaca".41 El día siguiente, al rayar el
día, mientras se preparaba para enrumbar a Huamanga, el
presidente, en palabras de su capellán, José
María Blanco, echó "de menos al indio iquichano
Huachaca, que desapareció, creyendo sin duda que en
Ayacucho se le podía hacer algún
deservicio".42
Más allá de su valor anecdótico,
este encuentro entre el jefe montonero y el presidente de la
república es significativo. El presidente deseaba
recompensar al montonero, y luego "lo echó de menos". Pero
el montonero había "desaparecido." Aparentemente, Huachaca
no deseaba establecer una relación clientelística
"clásica" con Orbegoso. Probablemente Orbegoso le
ofreció a Huachaca encargarse de la educación de su hijo
porque no se hubiera atrevido a ofrecerle –a él, un
arriero semi-iletrado y quechuahablante de las punas– un alto
puesto en la administración
pública o en el ejército (prebendas no poco
comunes en aquellos días). No cabe duda que Huachaca
sabía sacar provecho de los gestos de aprecio que le
prodigaban las más altas autoridades; prueba de ello es el
titulo de "General" del cual se vanagloriaba y que
–dícese– le había sido conferido por la Serna,
último virrey del Perú. Pero ser obsecuente no
formaba parte de su personalidad,
y aún si simpatizaba con el presidente, la experiencia le
había enseñado a desconfiar del elogio
fácil. Quizá más importante, es probable que
la benevolente oferta de
Orbegoso de educar a su hijo no le hubiera parecido especialmente
halagadora a Huachaca pues llevaba implícita la idea que
éste no estaba a la altura del reto dada su propia
condición de hombre
iletrado. Resulta significativo, a este respecto, que el
capellán de Orbegoso, José María Blanco, se
refiriera a Huachaca en términos muy derogatorios, como un
"ladrón" y un "borracho".43 La oferta del
presidente a Huachaca de educar a su hijo, en otras palabras,
llevaba implícito un sentido de jerarquías
–económicas, intelectuales,
"culturales" y éticas– que podrían haber resultado
poco halagadoras para el montonero. Pese a que no hay manera de
saber lo que realidad sentía Huachaca por el presidente,
imaginemos la siguiente situación con el fin de reforzar
nuestra interpretación. ¿Le habría ofrecido
Orbegoso la misma recompensa a don José Urbina? Muy
probablemente no, porque en su caso se asumía que la
educación de su hijo estaría garantizada por el
estatus social, cultural y económico de Urbina: un
hacendado, un "vecino notable" y una persona
económicamente más solvente. En efecto, pese a que
Urbina no parece haber sido recompensado simbólicamente
por haber jugado un papel tan prominente en la formación y
financiamiento
de la guerrilla orbegosista en Huanta, llegaría, en
cambio, a asumir el puesto de "apoderado fiscal" de la provincia,
por expresa recomendación del prefecto Domingo
Tristán.44
Pero al margen de lo mucho que Huachaca y sus seguidores
hubieran apreciado a Orbegoso, lo cierto es que el apoyo que le
brindaron no surgía únicamente de la expectativa de
una recompensa paternalista. Todo hace suponer que este apoyo
respondía a experiencias y entendimientos políticos
más complejos. En efecto, los huantinos estaban muy al
tanto de que Orbegoso –no obstante su extracción social
criolla y aristocrática– se identificaba con los
liberales. Y los liberales eran en aquel tiempo objeto de burla y
escarnio por parte de los conservadores, debido a su mayor
disposición y habilidad para establecer alianzas
políticas efectivas con los sectores marginales de la
sociedad, entre ellos bandidos y montoneros.45 En
segundo lugar, y relacionado con esto, el nuevo gobierno de
Orbegoso representaba para los huantinos una esperanzadora
alternativa al "despotismo feudal" que el ex presidente Gamarra
había instaurado o condonado en Ayacucho.46 En
efecto, durante la mayor parte de la presidencia de Gamarra, las
autoridades civiles de Huanta, entre ellos gobernadores y
funcionarios municipales, eran constantemente acosados, burlada
su autoridad, o simplemente ignorados por las autoridades
políticas nombradas por el gobierno central, cabe decir,
el prefecto o jefe político de un departamento y el
subprefecto o jefe político de una provincia, que en
aquellos tiempos eran casi invariablemente oficiales del
ejército. Precisamente en respuesta al acoso militar, y
con cierta anterioridad a la guerra civil de 1834, las
autoridades del concejo municipal de Huanta no vacilaron en
expresar su repudio a Gamarra a través de actos de
"desobediencia civil". En 1831, cuando Gamarra viajó a
Huanta, las autoridades municipales se rehusaron a darle la
bienvenida, como consecuencia de lo cual se les abrió
proceso criminal, por el "desacato con que trataron al primer
Gefe de la Republica sin haber salido á recibirle en su
ingreso á aquel pueblo ni aun presentandosele siquiera en
la puerta de su alojamiento."47 Hacia el fin de
la
administración de Gamarra, hasta los militares se
sentían descontentos, y su respuesta fue mucho más
radical que la de los civiles. En julio de 1833, un grupo de
soldados y oficiales del Batallón Callao, acantonado en el
cuartel de Ayacucho, se amotinó, dando muerte al
prefecto bajo la acusación de que estaba intentando
manipular una inminente elección presidencial a favor de
Gamarra.48
La administración de Orbegoso no duró
lo suficiente como para permitirnos determinar si su "luna de
miel" con los montoneros de Huanta hubiera perdurado. En junio de
1835 Orbegoso cedió sus "poderes presidenciales" al
Mariscal Andrés de Santa Cruz, en medio de una nueva
crisis
política. Mas en el "mundo real" de la política, es
decir, más allá del ritual y el homenaje, las cosas
se veían menos auspiciosas para los campesinos gravados
con la "contribución de indígenas", que muchos
llamaban aún "tributo". En los altos mandos de la
administración de Orbegoso, un "doble estándar" era
el orden del día. Escasamente dos meses tras haber
Tristán escrito la carta arriba citada a Huachaca, en la
que lo llamaba "amigo", y a sus seguidores "ciudadanos tan
amantes de la felicidad de su Patria", y poco después de
haber aplaudido "la loable conducta y servicios que han prestado
a la justa causa los ciudadanos Huachaca, Mendes y Choque", el
mismo Tristán informaba al presidente de su
frustración al no poder hacer frente a la
"situación lastimosa del departamento debido a la
desmoralización (sic) de los Yquichanos, y la
imposibilidad en que yo me hallo por la falta de fuerza armada
para reprimir los excesos que diariamente están cometiendo
estos bárbaros, y cortar en su origen el germen corruptor
de escándalos que despues pudiera producir funestos frutos
a la patria".49. En un tono similar, el subprefecto de
Huanta, Manuel Segundo Cabrera, presentó poco
después un informe al
gobierno sugiriendo medidas "para reducir al orden de los pueblos
de Iquicha"50 e, impotente, lamentaba: "hoy más
soberbios por los servicios que acaban de prestar a la
nación, se creen absolutos e intentan pedir entre otras
gracias (…) que se les exima de la contribución por
cinco o seis años".51 Más tarde,
Tristán informaba una vez más a sus superiores
sobre "la nulidad á la que ha quedado reducida la
provincia de Huanta por la obstinada resistencia de
los Yquichanos al pago de sus contribuciones y el mal ejemplo que
ha cundido en los pueblos circunvecinos".52
La exoneración de la contribución de
indígenas fue ofrecida comúnmente a las poblaciones
campesinas por los jefes militares en campaña durante las
guerras de la independencia, como una manera de atraerlas a la
lucha, y continuó siendo empleada durante las guerras
civiles en la post-independencia. Esta exoneración se
otorgaba en el entendimiento de que la acción
militar era una manera alternativa de prestar servicios al
Estado, o sea, de cumplir con un deber ciudadano; al menos, esto
es lo que los jefes militares daban a entender a los campesinos.
Los jefes militares hacían a veces ofertas verbales a los
campesinos en el campo de batalla, lo cual dificultaba su
cumplimiento. Al no estar respaldadas por documentos, las
autoridades fiscales se abstenían de aprobar dichas
exoneraciones, pese a contar los campesinos con testimonios
verbales favorables de parte de los propios oficiales que les
ofrecieron exceptuarlos del tributo.53 Es muy probable
que este tipo de exoneraciones se hubiera ofrecido durante la
guerra civil de 1834. Con seguridad, esta política fue
adoptada por Santa Cruz, aliado de Orbegoso, cuando pugnaba por
consolidar su control del Perú en el fragor las guerras de
la Confederación Perú-boliviana. Una
resolución suprema de noviembre de 1835 exoneraba a las
comunidades de Huanta del pago de sus contribuciones. El nuevo
prefecto de Ayacucho, el santacrucista Francisco Méndez,
instruía así al subprefecto de Huanta: "Haga saber
a esos balientes que quedan exonerados de la contribución
personal, mientras observen igual conducta á la que acaban
de manifestar, escarmentando a los sediciosos [probablemente,
Gamarristas] que intentaron invadirles".54
Desde esta perspectiva, la solicitud de los campesinos
de Huanta de ser exonerados de sus contribuciones y su
resistencia a pagarlas, no eran los actos unilaterales de
"obstinación" y "soberbia" que las fuentes oficiales
describen. Los campesinos no habían inventado la
política de exoneraciones tributarias; simplemente estaban
demandando que el Estado cumpliera sus promesas. Dicho de otra
manera, los campesinos habían asimilado la lógica
de lo que habría sido una política estatal "de
facto" para con las masas rurales en los años
fundacionales de la república, y demandaban consistencia
política del Estado.
En síntesis,
el breve gobierno provisional de Orbegoso fue consciente de la
necesidad de recompensar a los jefes montoneros de Huanta por los
servicios prestados al Estado. Pero en relación a los
campesinos que formaban la masa de guerrilleros, la premisa
parece haber sido que se limitaron a cumplir su "deber" y, por lo
tanto, no necesitaban ser recompensados. De este modo, mientras
por un lado el gobierno llamaba a los campesinos a blandir sus
armas contra los "enemigos de la nación", por otro les
exigía sometimiento y obediencia. En la realidad, ambas
cosas difícilmente vendrían juntas.
¿Pero, a qué se refería exactamente
Domingo Tristán al hablar de los "excesos" cometidos por
los campesinos de Huanta, en su oficio al presidente citado
arriba? Allí aludía con certeza a algo más
que su resistencia al pago de los tributos.
Probablemente tenía también en mente la
apropiación del producto de
los diezmos, que de acuerdo al testimonio del diezmero encargado
de la zona, los campesinos estaban por recolectar para sí
mismos. Estos disturbios ocurrieron entre marzo y mayo de 1834,
es decir, exactamente durante los mismos momentos en que el
gobierno de Orbegoso convocaba a los campesinos a formar
guerrillas para combatir a Gamarra y Bermúdez. Manuel
Santa Cruz de la Vega, a la sazón diezmero en Huanta,
denunció a los campesinos en los siguientes
términos: "Los indígenas de Iquicha, autorizados
por sus corifeos Huachaca, Mendes, Choque y Huamán,
tomaron todas las arrobas de coca á saco público,
cuando se alarmaron contra los generales Bermúdez y
Frías por Marzo último".55 Más
aún, declaraba: "que las punas de Iquicha no producen sino
papas y ganado lanar y vacuno, cuyo diezmo en la mayor parte lo
cobraron los titulados generales, Huachaca, Mendes, Choque y
Huamán, por decir que los diezmos pertenecían al
estado, que ellos supuesto que defendian la nacion, tenian
derecho de echar mano de todos los recursos propios de esta para
sostener y defender las leyes".56
Santa Cruz de la Vega describía un escenario
familiar. Durante la rebelión de 1826-28, los diezmeros
habían formulado denuncias muy similares respecto a la
apropiación de los diezmos por parte de los campesinos, y
también en marzo. Pero en esta ocasión las
circunstancias políticas y la justificación eran
distintas. Los campesinos habían tomado las armas no para
luchar contra el Estado, sino para defenderlo. Un Estado que
llamándolos "ciudadanos" los había instado a
armarse para defender a "la patria", la "nación" y sus
leyes. Su respuesta a Santa Cruz de la Vega respecto de por
qué se apropiaban de los diezmos era, pues, congruente con
este llamado. Conscientes de que "los diezmos pertenecían
al estado", ellos se sentían con derecho a cobrarlos, pues
como dijeron al diezmero, ellos "defendían la
nación". Tomando en cuenta que, desde la fundación
de la república, los campesinos habían
proporcionado al Estado más de lo que el Estado, a su vez
les había dado a ellos –ya sea en forma de
contribución de indígenas, tributo, servicio
militar e incluso trabajo gratuito–, resulta natural que en
medio de las conmociones de una guerra en que sus vidas y
recursos se hallaban comprometidos en la "defensa del Estado",
alguna apropiación de los diezmos por parte de los
campesinos ocurriera. Sin embargo, lo que confiere a sus acciones una
legitimidad aún mayor –y nos obliga a tomar con cautela
la idea que se trataba de un "saqueo público", como
insinuaba el diezmero– es el hecho de que el propio Estado
había autorizado al comandante en jefe de la guerrilla
orbegosista en Huanta, José Urbina, a echar mano de los
diezmos, si fuera necesario, para cubrir las necesidades de la
tropa. Esto es, a todas luces, lo que Urbina aseguraba a Huachaca
después que un hacendado se quejara de que uno de los
comandantes de la montonera de Huachaca había
sustraído varias cabezas de ganado de su hacienda. Urbina
advirtió a Huachaca que "él y sus tropas
debían marchar sin perjudicar a los hacendados…
pues hay provisiones especiales para que se haga uso del producto
de los diezmos o de algunos deudores del estado para este
efecto".57
La "defensa de la ley" fue el otro argumento empleado
por las montoneras para justificar su apropiación de los
diezmos. Este lema había sido usado con cierta
profusión por los generales orbegosistas en su
campaña proselitista contra Gamarra. Entre todos los lemas
a los que recurrieron, se trató quizá del
más asequible al pueblo. Pues a diferencia de las nociones
de "Estado", "nación" y "patria", que se prestaban a
interpretaciones más abstractas, la "defensa de la ley"
apuntaba a un problema muy concreto en el
contexto de la guerra civil de 1834. En efecto, no se necesitaba
ser una persona muy educada para identificar a Gamarra como el
golpista y a Orbegoso como aquél que estaba amparado por
el derecho. Bastaba prestar un poco de atención a los
eventos
nacionales y haber estado expuesto a la arbitrariedad militar a
nivel local.
Por otro lado, "la defensa de ley" era también un
lema familiar para los montoneros de Huanta; lo habían
usado en tiempos de la sublevación monarquista. Una de las
firmas de Huachaca era, por ejemplo, "Don José Antonio
Huachaca, Brigadier y General en Jefe de los Reales Exercitos de
Voluntarios defensores de la ley del Campo de Yquicha". En otra
versión se puede leer: "José Antonio Abad Guachaca,
Brigadier y Comandante General de los Reales Ejercitos de la
División de Reserva Defensoras [sic] de la
ley".58 Hacia 1834, la firma había
evolucionado, reflejando las nuevas circunstancias
políticas y las nuevas causas defendidas por los
montoneros. Además de despojarse de la alusión a
"los Reales Ejércitos", la innovación más significativa en los
títulos de Huachaca en 1834 fue la adición de la
palabra "ciudadano", un neologismo concomitante con el nacimiento
de la república, y usado asimismo profusamente por los
generales orbegosistas para dirigirse a los montoneros. Hacia
1834, una firma de Huachaca decía: "El Ciudadano J.
Antonio Nav. [sic] Huachaca, General en Jefe de la Division
Ristaurador de la Ley de los Balientes y Bravos Equichanos
defensores de la justa causa".59 Los lemas de
Huachaca, en este caso, y ello es significativo,
coincidían con aquellos de un grupo de militares que, con
el nombre de "La División Vengadora de la Ley", se
rebelaron contra Gamarra en Ayacucho, en julio de 1833. Esta
firma particular contenía, por último, las
expresiones con las que los generales orbegosistas llamaron a los
montoneros a alzarse en defensa del Estado y contra Gamarra, tal
como consta en las cartas que hemos citado arriba: "valientes",
"bravos", "justa causa".
En síntesis, los hechos de la guerra civil de
1834 revelan la aguda percepción
de los líderes campesinos de Huanta del proceso
político nacional; su entendimiento y apropiación
creativa de la incipiente retórica nacionalista del
naciente Estado republicano, tanto como su capacidad de forjar
alianzas efectivas con el Estado, en concierto con los sectores
urbanos de su sociedad (es decir, los "notables" y autoridades
municipales de Huanta). Finalmente, queda en evidencia su
habilidad para movilizar a los campesinos y actuar, al
unísono con ellos y con los "notables", como una fuerza
política regional con voz nacional. Los hechos del
conflicto
ilustran con gran elocuencia, al mismo tiempo, la rapidez con la
que el lenguaje
político generado en las altas esferas de la
administración del Estado fue apropiado de manera eficaz
por las poblaciones rurales de Huanta. Aunque mayoritariamente
iletrados, y en el mejor de los casos haciendo gala de un
castellano
rudimentario, los pobladores rurales de Huanta fueron plenamente
capaces de reclamar, al punto de tomar con sus propias manos, el
pago al que se consideraban merecedores por haber prestado
servicios a la "nación" y al Estado en un momento tan
crítico de su formación.
¿Un liberalismo con
rostro social?
Nuestra primera reflexión de lo hasta aquí
expuesto se refiere a la importancia de las guerrillas campesinas
en la gestación del Estado republicano. Estas asumieron
una importancia proporcional a la fragilidad del aparato del
Estado, y particularmente del ejército. La guerra civil de
1834 demuestra claramente que difícilmente el
Ejército librado a sus solas fuerzas (es decir, oficiales
y reclutas) hubiese dado abasto para asumir las tareas represivas
y la defensa del Estado. La participación de la
población civil a través de guerrillas fue decisiva
en este enfrentamiento, y pudo serlo en otros. Contra lo
usualmente aseverado, pues, los campesinos tomaron partido por
fuerzas políticas nacionales claramente
identificables.
La participación de los campesinos en las luchas
caudillistas les permitió ejercer, en la práctica,
una forma de ciudadanía, en el sentido más
limitado del término; es decir, su inclusión, aun
si momentánea, en la negociación de derechos y obligaciones
para con el Estado. Digo esto, pues en el terreno de la
política formal, los requisitos de ciudadanía y
prácticas electorales resultaban en extremo restrictivos
como para que los campesinos quechuahablantes pudieran intervenir
en las decisiones públicas mediante esta vía. Para
ser ciudadano era menester ser hombre, propietario, no ser
sirviente doméstico ni esclavo, y ganar determinada
cantidad de dinero, entre otros requisitos. La
participación militar daba, en cambio, a las poblaciones
rurales escasamente educadas y mayoritariamente monolingües
quechuahablantes, una oportunidad inmediata de servir al Estado,
proporcionándoles argumentos que ellos sabrían
capitalizar, como en efecto lo hicieron, al momento de formular
ulteriores reclamos al Estado.
La historia de las guerrillas que hemos reconstruido no
pretende negar la historia paralela de la recluta forzosa o la
leva, es decir, la forma coercitiva de incorporar campesinos al
ejército, fenómeno que aún aguarda ser
estudiado. Pero deja en claro que el Estado no podía dar
por sentado el apoyo campesino:
tuvo que ganárselo. El reto de la historiografía
es, pues, determinar en qué momentos y circunstancias
históricas la participación campesina y de la
población civil en general –vía guerrillas– fue
tan intensa y decisiva como en 1834. Sólo así se
podrá saber si lo que ocurrió aquel año fue
excepcional, o si es posible establecer secuencias,
cronologías y paralelos. Por el momento, sin embargo,
podemos afirmar que si bien el cúmulo de nuestras evidencias
sobre movilización campesina se refiere a una
región y un momento específicos, hay razones para
pensar que se trató de un fenómeno
cronológica y espacialmente más generalizado.
Cronológicamente, pues poco después, durante las
guerras de Confederación Perú-boliviana, los
huantinos volverían a mostrar su adhesión
militante, esta vez a Andrés de Santa Cruz, a quien
Orbegoso cedió el mando del Perú en 1835, y quien
se convertiría en jefe supremo de la Confederación
Perú-boliviana (1836-39).60 Espacialmente, pues
las montoneras que respaldaron a Orbegoso en 1834 se formaron con
cierto éxito no sólo en Huanta sino en los pueblos
de la sierra de Lima (Yauyos) y Huancavelica, vale decir, a lo
largo de la ruta tomada por el ejército orbegosista en su
trayectoria de Lima a Ayacucho. El apoyo dado a los caudillos
liberales por las poblaciones rurales no estuvo, pues,
restringido a una provincia.
Un segundo tema que amerita reflexión es
precisamente el tema de los liberales. El hecho que los caudillos
con mayor capacidad de convocatoria entre los campesinos de
Huanta fueran los liberales nos obliga a repensar tanto la
noción de "liberal" como el papel de los "liberales" que
se han venido manejando en los estudios más influyentes
sobre la formación del Estado peruano en el período
post-independiente, especialmente los del historiador Paul
Gootenberg, quien sostuvo que el único proyecto
político popular de entonces fue el de los
proteccionistas, que en términos económicos se
identificaban como nacionalistas y en términos
políticos como conservadores. "El proteccionismo fue una
causa decididamente popular, si alguna existió",
escribió Gootenberg,61 al mismo tiempo que
sugiere que los liberales destacaron por su elitismo, lo que
explicaría en parte su fracaso en arrebatar a los
proteccionistas-conservadores la hegemonía que
éstos tuvieron en el Estado hasta la década de
1840. Sostiene Gootenberg: "las elites liberales tempranas no
mostraron ni por asomo el talento o inclinación de
satisfacer a los inconformes grupos populares
[….] como los proteccionistas pudieron e hicieron".
Más aún, "el fracaso del liberalismo fue un fracaso
de reaccionarios sociales antisépticos, que no estaban
dispuestos a considerar el clamor de las clases populares del
Perú".62 Gootenberg llegó a estas
conclusiones porque su estudio se limitaba a los ámbitos
urbanos y porque su análisis del Estado tomaba como
única variable las políticas de mercado y, como
método
principal, la historia diplomática. Sin embargo, cuando
uno incorpora la sociedad rural y, con ella, la dimensión
militar del Estado, el panorama se perfila distinto.63
Caudillos liberales aristocráticos aparecen no sólo
convocando a campesinos quechuahablantes, previamente
estigmatizados como realistas, cobardes y moralmente degradados,
a tomar las armas en defensa del Estado, sino que lo hacen con
éxito. Cabe entender por qué es necesario
desprenderse de la noción económica de "liberal" en
su sentido actual (es decir "neo-liberal") y prestar
atención a las opciones políticas que se les
presentaban a las poblaciones en aquel período.
Orbegoso bien pudo favorecer políticas de mercado
librecambistas que hoy pueden parecer "antipopulares",
"políticamente incorrectas" y hasta "imperialistas". Pero
todo debe entenderse en su contexto. La prédica
proteccionista que, de acuerdo a Gootenberg, era el "único
proyecto popular", tenía poco que ofrecer a un lugar como
Huanta que carecía de industria,
vivía del comercio interno y tenía, por ende, poco
que "proteger". Más bien, los planes liberales de
entonces, es decir, aquellos de la Confederación
Perú-boliviana con los que se identificó Orbegoso,
suponían la ruptura de barreras aduaneras con Bolivia y la
apertura de fronteras comerciales (y políticas) hacia el
altiplano y la amazonía, la revitalización de la
minería y
otras mejoras económicas para el sur andino.
"Librecambista", en otras palabras, no era pues necesariamente
sinónimo de "imperialista", o "pro-extranjero". En una
zona del sur andino suponía también la apertura de
puertos y mercados,
fuertemente gravados por las políticas proteccionistas, al
interior mismo de la región andina. Los comerciantes e
industriales proteccionistas en Lima y sus caudillos aliados
tenían poco interés en liberalizar estas fronteras.
El proyecto proteccionista, no obstante el origen cuzqueño
de su más conspicuo caudillo militar –Gamarra–, no fue
diseñado en función a la realidad rural andina sino
de un pacto de comercio marítimo entre Lima y la costa
norte peruana y Chile, que excluía a Bolivia. De acuerdo a
Gootenberg, estas alianzas impidieron, por un lapso de
aproximadamente dos décadas, que el Perú (y de
paso, Chile) fueran avasallados por el agresivo imperialismo
librecambista norteamericano.64
Si Gootenberg está en lo cierto, no cabe duda que
la postura xenófoba adoptada por Gamarra coadyuvó a
frenar el entronizamiento en el Perú del imperialismo del
hemisferio norte y, en este sentido, Gamarra y otros
proteccionistas pueden pasar a la historia como "héroes
nacionalistas" (con la importante salvedad de que ese "nacionalismo"
llevaba implícito un pacto con Chile). Pero el
imperialismo no era el único frente que definía la
soberanía del Estado. Si las fronteras
externas del Estado se definían a través de la
diplomacia, sus fronteras internas se definían mediante la
guerra, cuyo escenario por antonomasia fueron los Andes. La
guerra, entonces, merece ser estudiada como algo más que
un simple conflicto militar. Más aún cuando, dado
el carácter no profesional del ejército,
suponía, o podía suponer, la incorporación
masiva de ciudadanos rurales en la toma de
decisiones sobre el rumbo político del país. En
última instancia (aunque esto tendría que ser
verificado por un estudio más detenido), pareciera que los
huantinos que con tan clara determinación unieron fuerzas
detrás de Orbegoso contra el golpe de Gamarra lo hicieron
menos contra las políticas comerciales de este
último que contra su conducción vertical,
centralista y militarizada del estado. Es decir, en defensa de
sus incipientes libertades políticas y autonomías
municipales.
De todo lo anterior se desprende que el liberalismo
peruano de las primeras décadas republicanas habría
tenido un contenido social y un cariz político más
pronunciado de lo que suele reconocérsele. Lo poco que se
conoce sobre el tema apunta en esta dirección. Las asociaciones que los
comentaristas conservadores hacían en la época
entre los liberales y la "plebe", aunque exageradas, no eran del
todo infundadas. Testimonios de la época dan cuenta que
cuando la ciudad quedó virtualmente acéfala en la
crisis política de 1835, los bandidos y sectores plebeyos
de Lima vitoreaban a Santa Cruz; otros dan cuenta del apoyo
popular de Orbegoso.65 Quizá el éxito de
los liberales en movilizar a los sectores plebeyos tenga que
rastrearse a las montoneras y guerrillas de la independencia,
pues, como vimos, varios de los generales orbegosistas contaban
en su haber con esta experiencia.
Con todo ello no quiero decir que los liberales de las
primeras décadas republicanas fueran populistas
doctrinarios, menos aún "reformadores
sociales".66 Tampoco tengo en mente el liberalismo
ilustrado de un Bolívar
que, no obstante encarnar algunas de las ideas más
avanzadas de su época –o quizá precisamente por
ello–, se caracterizó por una evidente falta de
empatía con la realidad andina. Su desprecio hacia las
poblaciones indígenas es tristemente
conocido.67 A diferencia de Santa Cruz, cuyas
tendencias autoritarias no mermaron su habilidad para apreciar y
ganarse el aprecio de los campesinos andinos, Bolívar
nunca consideró a los indios seres políticos sino
salvajes, un segmento de la humanidad opuesto a lo civilizado.
Para él, "indio" y "soldado" eran conceptos
incompatibles.68
Por tanto, cuando me refiero a un liberalismo con
"contenido social", pienso en algo más que una simple
adhesión a los preceptos del liberalismo burgués de
la época. Me refiero más bien a una mesura frente
al impulso autoritario, rara aún en la práctica de
los liberales de entonces, pero en todo caso bien encarnada en la
gesta popular de Orbegoso contra Gamarra. Esta parece haber sido
precisamente una de las acepciones más expandidas del
término "liberal" en la época, usándose
comúnmente como sinónimo de
"antimilitarista".69
En segundo lugar, me refiero a una predisposición
a, y un relativo éxito en, forjar alianzas con los
sectores populares. Esta predisposición no parece haber
sido precisamente el resultado de una toma de "conciencia
social" por parte de los gobernantes, sino más bien una
actitud
instrumental y hasta desesperada ante las circunstancias por las
que atravesaba el Estado. El Estado liberal buscó en las
poblaciones rurales bases de apoyo con las cuales ganar sus
guerras y someter a sus enemigos políticos. No obstante,
esta actitud implicaba ya una apertura, un reconocimiento
tácito de que el Estado –y dentro de él, el
ejército– por sí mismo no se sostendría y
que tendría que buscar el apoyo del ciudadano
común. En el terreno práctico, esto supuso que un
segmento de la sociedad rural asumiera las tareas represivas del
Estado. Pero al mismo tiempo significó abrir una ventana
de participación civil en contiendas políticas
dominadas por los militares. Esta cuota de participación
civil creó un lazo entre el Estado y las poblaciones
rurales a través del cual, como dijimos antes,
éstas negociaban sus derechos y obligaciones para con el
Estado, vale decir, sus derechos y obligaciones como
"ciudadanos", en el sentido más elemental.
No se trata aquí de idealizar a los liberales, a
quienes resulta a veces difícil identificar como una
alternativa ideológica clara y con cierta continuidad. a
diferencia de países como Colombia o
Uruguay,
México y
en algún momento Bolivia, la política peruana del
siglo XIX no se caracterizó por un marcado enfrentamiento
entre liberales y conservadores, o como en el caso de Argentina,
entre "unitarios" y "federales". Más bien, los actores
políticos exhiben con frecuencia en el Perú un
grado de eclecticismo y "maleabilidad" que inhibe la
formulación de definiciones tajantes. Como escribió
Jorge Basadre: "En realidad, no hubo partidos con programas
expresos, con acción continua y cohesionada, con listas de
afiliados; pero sí hubo grupos, tendencias aunque bueno es
advertir que muchas veces ellas fueron fugaces…".70
Por ello (no obstante mi opción de título) resulta
más fácil en el Perú detectar "momentos" que
"tradiciones" liberales y, como será obvio, es uno de esos
"momentos" que mi estudio ha querido escudriñar. Es
bastante probable, en efecto, que muchos de los caudillos
militares que apoyaron a Orbegoso lo hicieran menos por ser
"liberales" que por ser oportunistas. Pienso en un Domingo
Tristán. Asimismo, el gobierno de Orbegoso, pese a su
significativo intento de gratificar a los jefes montoneros de
Huanta, no siempre supo corresponder en la práctica a esos
campesinos que habían sacrificado sus vidas y recursos en
aras del Estado, en circunstancias tan críticas para el
país. El encuentro, en 1834, entre el líder
montonero y el presidente de la república fue
también un desencuentro. Aún así, su
gobierno posibilitó la incorporación al Estado de
poblaciones que se pensaba habían quedado al margen del
mismo y de la sociedad nacional. En otras palabras, este temprano
"liberalismo", no por hacerse efectivo en el fragor de una guerra
civil, fue menos significativo o "social".
En la historia más reciente del país hemos
sido testigos de nuevas iniciativas por parte del ejército
de ganarse el apoyo campesino: desde el gobierno de Velasco
(1968-75) hasta (salvando las distancias) la alianza más
reciente, entre militares y "ronderos" contra la insurgencia
senderista. Sólo una historia social del ejército,
o una historia del liberalismo en el Perú, que
están por hacerse, podrán determinar si existe
alguna correlación histórica entre estos
fenómenos y las prácticas de los militares
liberales del temprano siglo XIX.71
Para concluir, quizá caben unas palabras para
justificar el título: "Tradiciones liberales". No estoy
plenamente convencida de que éstas existieran. No pretendo
tanto proclamar una certeza cuanto plantear la posibilidad de una
lectura
histórica, de la cual si bien no me siento muy segura,
tampoco creo descabellada. Se ha hablado mucho del Perú
como un país de "tradición
autoritaria".72 Pero la verdad, no estoy muy segura
tampoco que "tradición autoritaria" sea la manera
más adecuada de expresar la ausencia o precariedad de los
gobiernos democráticos. Como escribiera Franciso Laso a
mediados del siglo XIX: "Se dice, generalmente, que en el
Perú nadie sabe obedecer; pero nosotros creemos más
justo decir que 'en el Perú no hay quien sepa mandar'".73
Sea como fuere, estimo, por lógica, que si existió
o predominó una "tradición autoritaria",
ésta habría tenido que forjarse en oposición
a una "tradición liberal" (o "democrática", en
términos más afines al siglo XX). El hecho de que
los "momentos" o "tradiciones" liberales en el Perú no se
conozcan tan bien como los momentos o tradiciones autoritarios no
quiere decir que no existieran.
Finalmente, es posible especular que la razón por
la cual el liberalismo inherente al primer caudillismo haya
permanecido virtualmente inexplorado en la historiografía
tenga que ver con el mito de
Castilla, a quien la historiografía acredita como el
fundador del Estado moderno peruano. Con Ramón
Castilla, en efecto, se decretaron medidas inequívocamente
liberales, como la abolición del tributo indígena y
la esclavitud
(1854), y se emitieron nuevos códigos civiles y penales
que, a más de romper definitivamente con la
legislación colonial, habrían (en un récord
de duración histórica) de regir hasta bien entrado
el siglo XX. En muchos sentidos, pues, la memoria de
Castilla como un modernizador "liberal" es legítima. Sin
embargo, paradójicamente, sería en la segunda mitad
del siglo XIX, es decir, a partir de Castilla, que el liberalismo
peruano iría perdiendo el "cariz popular" que pudo tener
en la primera. Los ingresos del
guano, la fiebre de los
ferrocarriles, la concentración de la riqueza en la costa,
los avances
tecnológicos de fines de siglo y el desarrollo de
la biología
al servicio del racismo,
estrecharían los vínculos de Lima con Europa, paradigma de
lo "moderno" que se quería emular, mientras la sierra y
sus "indios" serían concomitantemente imaginados como
epítome de la postergación y el atraso. Así,
en la medida en que Lima se acercaba más a Europa, se
alejaba más de los Andes.74
La clase política civil que se forja en los 1860,
representada por el Partido Civil fundado por Manuel Pardo,
primer presidente civil del Perú (1872-1876), fue uno de
los productos
más importantes del proceso de "modernización" del
Estado iniciado en tiempos de Castilla. Los civilistas, lo
más cercano que el Perú tuvo a una
"burguesía" después del primer caudillismo, fueron
en muchos sentidos "reformadores sociales" y de esta forma
pudieron tener las mejores intenciones para con los pobladores
andinos. Pero no pudieron evitar al mismo tiempo sentirse
distantes de su realidad, de una manera que quizá no se
sintieron tanto aquellos caudillos militares que para defender la
soberanía del Estado en los años fundacionales de
la república no encontraron mejor alternativa que apoyarse
en campesinos quechuahablantes. Ningún tratamiento
integral de la política del período debería
excluirlos.
* Publicado en E.I.A.L. Estudios Interdisciplinarios de
América
Latina y el Caribe. Volumen 15 –
Nº 1 – Enero – Junio 2004. Estudios Interdisciplinarios de
América Latina y el Caribe es una revista
semestral, con artículos en español,
portugués e inglés,
publicada por el Instituto de Historia y Cultura de
América Latina de la Escuela de
Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de
Tel Aviv.
1. Poco después, el Instituto de Estudios
Peruanos (IEP) publicaría un libro, basado en una conferencia, con
un título sugerente, Estados y Naciones en los Andes, dos
tomos, J. P. Deler, Y. Saint-Geours, compiladores
(Lima: IEP/ IFEA, 1986).
2. Por ejemplo, Carlos Contreras, "Estado Republicano y
Tributo Indígena en la Sierra Central en la post
independencia". Histórica, XIII, 1989: 517-550;
Víctor Peralta Ruiz, En Pos del Tributo en el Cusco Rural:
1826-1854 (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos
Bartolomé de las Casas (CBC), 1991); Christine
Hünefeldt, "Circulación y Estructura
Tributaria, Puno 1840-1890", en Enrique Urbano (comp.), Poder y
Violencia en los Andes (Cusco: CBC, 1991: 189-210). Con
anterioridad, Hünefeldt escribió Lucha por la Tierra y
Protesta Indígena (Bonn: Bonner Ammerikanistische
Studiens,1982), aunque aquí trata sólo del
período colonial tardío. Para un estudio más
reciente sobre el tributo indígena en la etapa colonial
tardía, ver Núria Sala i Vila, Y se armó el
tole tole: tributo indígena y movimientos sociales en el
Virreinato del Perú, 1790-1814 (Ayacucho: Instituto de
Estudios Regionales José María Arguedas,
1996).
3. Por ejemplo, Florencia Mallon, Peasant and
Nation(Berkeley and Los Angeles: University of California Press,
1995). Interesantemente, aunque Mallon y Manrique admitían
la participación campesina para la época de la
guerra con Chile, pensaban que este no era el caso durante la
independencia. Este tema fue abordado por Cecilia Méndez
primeramente en "Los Campesinos, la Independencia y la
Iniciación de la República", Enrique Urbano
(comp.), Poder y Violencia…, pp.165-188.
4. María Isabel Remy, "La sociedad local al
inicio de la república. Cusco 1824-1850". Revista Andina
12: 451-484, 1988; Deborah Poole, 1988. "Qorilazos, abigeos y
comunidades campesinas en la provincia de Chumbivilcas (Cusco)",
en Alberto Flores Galindo (comp.), Comunidades Campesinas,
Cambios y Permanencias 2ª edición
(Chiclayo: Centro de Estudios 'Solidaridad',
1988); Deborah Poole, "Landscapes of Power in a Cattle-Rustling
Culture of Southern Andean Peru".
Dialectical Anthropology 12: 367-98, 1988.
5. Alejandro Diez, Comunes y Haciendas: Procesos de
Comunalización en la Sierra de Piura (siglos XVIII al XX)
(Cusco: CIPCA/CBC, 1998); Mark Thurner, From Two Republics to One
Divided (Durham and London: Duke University Press, 1997).Para un
estudio afín a los de Thurner en Ecuador,
véase Andrés Guerrero, Curagas y tenientes
políticos: la ley de la costumbre y la ley del estado
(Otavalo 1830-1875) (Quito:
Editorial El Conejo, 1990), y su estudio introductorio en
Andrés Guerrero (comp.), Etnicidades (Quito: FLACSO,
2000).
6. Paul Gootenberg, Between Silver and Guano. Commercial
Policy and the State in Post Independence Peru (Princeton:
Princeton University Press, 1989). (Princeton: Princeton
University Press, 1989).
7. No es que Gootenberg desestimara la historia social,
pero ésta sólo entraba a tallar en su
análisis del artesanado urbano.
8. Para el tema de los sectores rurales en la
formación del Estado en el siglo XIX en América
Latina, véase Ariel de La Fuente, Children of Facundo:
Caudillo and Gaucho Insurgency During the Argentine State
Formation Process (La Rioja 1853-1870). (Durham: Duke University
Press, 2000); Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.),
Caudillismos Rioplatenses (Buenos Aires:
Eudeba / Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de
Buenos Aires, 1998); Thomson, Guy P.C. with David LaFrance,
Patriotism, Politics, and Popular Liberalism in
Nineteenth-Century Mexico (Wilmington: Scholarly Resources,
1999); Peter Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of
Mexico's National State: Guerrero, 1800-1857; Marta Irurozqui
Victoriano, "A Bala, Piedra y Palo": La Construcción de la
Ciudadanía Política en Bolivia, 1826-1952 (Sevilla:
Diputación de Sevilla, 2000). Para un valioso estudio
comparativo, véase Fernando López-Alves, State
Formation and Democracy in Latin America, 1810-1900 (Durham: Duke
University Press, 2000).
9. "Peruvian caudillos failed to create a mass fighting
force from the majority of the region's population, indians. The
indigenous peasantry of the southern Andes resisted fighting in
the wars that decided the caudillo struggle". Más
aún, "the indigenous peasantry remained largely detached
from the caudillo struggle". Charles Walker, Smoldering Ashes
(Durham: Duke University Press, 2000), 212-213.
10. Tulio Halperín Donghi, Hispanoamérica
después de la independencia (Buenos Aires: Paidós,
1972).
11. Para un reciente estudio sobre la transición
entre el tributo colonial y la "contribución de
indígenas" (y de "castas") republicana, véase
Carlos Contreras, "Etnicidad y Contribuciones Directas en el
Perú Después de la Independencia". Ponencia
presentada en el 51 Congreso Internacional de Americanistas,
Santiago de Chile, Julio 2003 (ms.). Para un estudio más
amplio sobre el tributo indígena y el Estado en la primera
mitad del siglo XIX, véase Víctor Peralta, En pos
del tributo.
12. Éste no fue un fenómeno exclusivo del
Perú. López-Alves ha subrayado recientemente la
importancia de los "pobres del campo" en la conformación
de los ejércitos de los Estados hispanoamericanos
emergentes, enfatizando las diferencias con el caso europeo,
donde los ejércitos dependían de mercenarios.
López-Alves, State Formation, 32.
13. Véase Jorge Basadre, La iniciación de
la república, tomo I (Lima: Ed. F. & E. Rosay, 1929);
Francisco Laso, "Croquis Sobre el Carácter Peruano", en
Franciso Laso, Aguinaldo, Para las Señoras del Perú
y Otros Ensayos,
1854-1869, Natalia Majluf (comp.), (Lima: Museo de Arte de
Lima/IFEA, 2003), 119.
14. Mi más reciente evaluación
sobre el tema, en Cecilia Méndez, The Plebeian Republic:
The Huanta Rebellion and the Making of the Peruvian State:
Ayacucho, 1820-1850 (Durham: Duke University Press, en
prensa).
15. El "pacto tributario" funcionó también
en Arequipa (en el sur peruano) en la temprana república,
de acuerdo a Sarah Chambers, "Little Middle Ground: The
Instability of Mestizo Identity in the Andes", in Nancy P.
Appelbaum, Anne S. Macpherson, and Karin Alejandra Rosenblatt
(eds.), Race & Nation in Modern Latin America (Chapel Hill
and London: The University of North Carolina Press), 32-55. Para
una discusión sobre la reacción campesina frente a
la abolición del tributo indígena en el contexto de
Constitución de Cádiz (1812), véase
Christine Hünefeldt, Lucha por la Tierra. Según
Hünefeldt, la reacción varió de región
a región.
16. Méndez, The Plebeian Republic.
17. Ibíd, capítulo 5.
18. Ibíd.
19. Ibíd.
20. Jorge Basadre, Historia de la República del
Perú, tomo I (Lima: Editorial Universitaria, 1983),
278-279.
21. La Convención Nacional fue una entidad creada
para producir una nueva constitución, pero el propio
Gamarra dispuso que nombrara un presidente provisional hasta que
pudieran efectuarse elecciones presidenciales
populares.
22. Según Basadre.
23. Gootenberg, Between Silver and Guano. Gamarra fue
presidente del Perú nuevamente entre 1839 y
1841.
24. Basadre, Historia, tomo I, 276.
25. Ibíd., tomo II, 7.
26. Ibíd., loc. cit. Véase tambíen
Jorge Basadre, La Multitud, la Ciudad y El Campo en la Historia
del Perú (Lima: Mosca Azul, 1980 [1929]), 176-178 y
196-197.
27. Jorge Basadre, La Iniciación, tomo I,
308-314; Basadre, Historia, tomo II, 1-9.
28. Sobre Huaylacucho, véase Gervasio
Álvarez, Guía Histórica, Cronológica,
Política y Eclesiástica del Departamento de
Ayacucho para el Año 1847 (Ayacucho: Imprenta
Gonzales, 1944), 58-59. Para la carta de Tristán, Centro
de Estudios Histórico Militares, Archivo
Histórico Militar del Perú (en adelante,
CEHM-AHMP), leg. 26, doc. 16, 1834. Véase también
AGN, PL 15-437, 1835, cuad. 2, f 12rv y 16r.
29. AGN, PL 15-437, 1835, f. 12r/v. La carta está
fechada en el "Cuartel General en Guancayo a 20 de Abril de
1834". Énfasis mío.
30. Ibíd. f. 7v.
31. AGN, PL-15- 437, 1835, f. 16r. Énfasis
mío.
32. AGN, PL 15-437, 1835 f. 7r.v. Contrástense
estas palabras con aquellas que empleó el mismo
Tristán unos años antes, cuando como prefecto de
Ayacucho trataba de persuadir al ex oficial realista
vasco-francés, Nicolás Soregui, quien estaba
peleando con los rebeldes monarquistas, a dejar las armas:
"Nacido (…) en el pais más ilustrado del mundo",
decía Tristán a Soregui, no puede confundirse con
"esa turba de carneros […] esa turba de borrachos, ladrones y
bestias que solo tienen figura de hombres:
avergüénsese de sociedad tan indigna de un
francés bien educado, acepte usted mi paternal convite
antes que yo empiese a castigar inexorablemente esas fieras
rabiosas e impotentes, que se han propuesto devorar a su misma
Madre" (ADAY, JPI, Causas Criminales, leg. 30, cuad. 573, ff. 39v
y 40r). Con similares argumentos, Tristán había
buscado disuadir al cura Manuel Navarro, acusado también
de complicidad con los campesinos de Huanta: "Aquí
[decía Tristán a Navarro] ninguno está libre
á la voz de un pueblo bárbaro" (ADAY, [date], JPI,
Crim. leg. 30, cuad. 579, "Papeles pertenecientes al Cura
Navarro", f. 18).
33. Ibíd., f. 17r.
34. AGN, PL 15 – 437, f. 19r.
35. Ibíd., ff. 19r/v.
36. Una excepción era el secretario Rafael de
Castro. Otra probable excepción era el gobernador Pedro
Cárdenas, aunque este último puede tratarse de un
homónimo. Véase Méndez, The Plebeian
Republic, capítulo 7.
37. BN, D47, 1828; ADAY, JPI Crim, leg. 30, cuad. 581 f.
15r/v.
38. AGN, PL 15-437, "Cuaderno Primero de Documentos y
Cuentas que
Presenta Don Juan Urbina" y "Don Juan Urbina. Segundo Cuaderno
sobre los Gastos de las
Guerrillas de Huanta", 1835.
39. CEHMP-AHM, 1834, leg. 3, doc. 16, Domingo
Tristán al Ministro de Guerra, Lima, 3 de abril de
1834.
40. CEHMP-AHM, leg. 26, doc. 32, 1834. Énfasis
mío.
41. José María Blanco, Diario del Viaje
del Presidente Orbegoso al Sur del Perú (Félix
Denegri Luna, (comp.) Lima: Pontificia Universidad
Católica del Perú, Instituto Riva Agüero,
1974), 44.
42. Ibíd., 47.
43. Blanco, Diario, 46.
44. AGN, Tributos, Informes, leg.
30, cuad. 62, 1840.
45. Cecilia Méndez G. Incas
Sí, Indios No: Apuntes para el Estudio del Nacionalismo
Criollo en El Perú (Lima: IEP, 2ª ed., 1995).
Véase también Charles Walker, "Montoneros,
Bandoleros, Malhechores: Criminalidad y política en las
primeras décadas republicanas", en Carlos Aguirre y
Charles Walker (comps.), Bandoleros, abigeos y montoneros (Lima:
Instituto de Apoyo Agrario, 1990).
46. Basadre alude al gobierno de Gamarra, tal como era
percibido en Ayacucho, como un "despotismo feudal"; La
Iniciación, tomo I, 236.
47. ADAY, JPI, Crim., leg. 34, "Criminales Contra los
Alcaldes y Demás municipales de Huanta sobre [el] desacato
con que trataron al primer Gefe de la Republica sin haber salido
á recibirle en su ingreso á aquel pueblo ni aun
presentandolese siquiera en la puerta de su aojamiento",
1831.
48. Méndez, The Plebeian Republic, capitulos 2 y
7.
49. CHEMP-AHM, leg. 27, doc. 17, 1834.
50. AGN, OL 232 – 391, Prefecturas, Ayacucho.
51. AGN, PL 14-460, el oficio de Cabrera lleva fecha del
14 de junio de 1834.
52. AGN, OL 240- 265, Prefecturas, Ayacucho,
1835.
53. Méndez, The Plebeian Republic,
capítulo 7.
54. AGN, OL 247-42, Prefecturas, Ayacucho. De Francisco
Méndez, prefecto de Ayacucho al Secretario General de S.E.
el presidente de la República, 28 de noviembre de
1835.
55. ADAY, JPI, Diezmos, leg. 56, cuad. 7, f. 15
r/v.
56. Ibíd., énfasis mío.
57. Citado en Iván Pérez Aguirre,
"Rebeldes Iquichanos 1824-1828" (Tesis de
Bachiller, Ayacucho: Universidad Nacional de San Cristóbal
de Huamanga), 140 (retraducido del inglés).
58. Para la primera versión de la firma,
véase ADAY, JPI, Crim., leg. 30, cuad. 582, f. 13r; para
la segunda, ADAY, JPI, Crim., leg. 30, cuad. 582, f.
11r.
59. Citado en Juan José del Pino, Las
Sublevaciones Indígenas de Huanta 1827-1896. (Ayacucho:
edición del autor, 1955), 29.
60. Méndez, The Plebeian Republic,
capítulo 7.
61. Gootenberg, Between Silver and Guano, 76.
62. Ibíd., 27.
63. No es que Gootenberg deje de lado los métodos
de la historia social, pero sólo los toma en cuenta al
analizar las poblaciones urbanas como los artesanos.
64. Gootenberg, Tejidos, Harinas,
Corazones y Mentes, el imperialismo de libre comercio en
el Perú (Lima, IEP 1989), Gootenberg, Between
Silver.
65. Méndez G., Incas Sí, Indios No;
Walker, "Montoneros". Para fuentes del período ver Manuel
Bilbao, Historia del General Salaverry (Lima: Librería e
Imprenta Gil, 1936 [1853]), y Dean Juan Gualberto Valdivia, Las
Revoluciones de Arequipa (Arequipa: Editorial El Deber, 1956,
[1873]).
66. En materia de
jurisprudencia
y "política
social" no se verían grandes cambios en la
legislación sino hasta la segunda mitad del siglo XIX;
asimismo, en lo que compete a las poblaciones indígenas,
prevalecieron durante la primera mitad del siglo XIX buena parte
de las Leyes de Indias.
67. Ver el elocuente ensayo de
Favre, "Bolívar y los Indios", Histórica 10 (1)
1986: 1-18.
68. Ibíd. y Cecilia Méndez,
"República sin Indios: La Comunidad Imaginada del
Perú", en Henrique Urbano (comp.), Tradición y
Modernidad en los
Andes, (Cusco: CBC, 1992). Para la relación de Santa Cruz
con los campesinos ver, Méndez The Plebeian Republic,
capítulo 7.
69. Véase Emilio Vásquez, La
rebelión de Juan Bustamante (Lima: Editorial Juan
Mejía Baca, 1976), p. 117, y Valdivia, Las revoluciones de
Arequipa.
70. Basadre, Perú, Problema y Posibilidad,
tercera edición (Lima: Banco
Continental, 1979).
71. Sin embargo, ver el solitario y valioso esfuerzo de
Víctor Villanueva, Del Caudillaje Anárquico al
Militarismo Reformista (Lima: Librería-Editorial Juan
Mejía Baca, 1973), entre sus muchos libros.
72. Resulta sintomático que dos libros separados
por treinta años y producidos por intelectuales de
nacionalidades y simpatías políticas muy distintas,
hallan recurrido al mismo título: David Scout Palmer,
Perú, The Authoritarian Tradition (Nueva York: Praeger,
1980), y Alberto Flores Galindo, La Tradición Autoritaria:
Violencia y Democracia en
el Perú (Lima: SUR/APRODEH, 1999).
73. Laso, "Croquis sobre el Carácter Peruano", en
su Aguinaldo, 125.
74. Méndez G., Incas Sí, Indios No. Desde
otra óptica,
pero en congruencia con mi hipótesis, Carlos Contreras
sostiene que mientras se mantuvo la contribución
indígena, el Estado estuvo más vinculado con, y
atento a, la sociedad rural andina; Contreras, "Etnicidad y
Contribuciones Directas". Para un elocuente ejemplo de los
dilemas de los intelectuales civilistas en relación a las
poblaciones indígenas, ver Natalia Majluf, "The Creation
of the Image of the Indian in 19th Century Peru. The Paintings of
Francisco Laso" (Ph.D.
dissertation, Austin: University of Texas Press. 1995). Sobre el
proyecto civilista, ver Carmen McEvoy, Un proyecto nacional en el
Siglo XIX: Manuel Pardo y su visión del Perú (Lima:
Pontificia Universidad Católica del Perú,
1994).
Cecilia Méndez G.
University of California, Santa Barbara