Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
-¿Qué tienes, amigo? -preguntó
Miguel Strogoff, como ciego al que el menor ruido pone en
guardia.
-¿No has visto … ? -dijo Nicolás, cuyo
sonriente rostro se había ensombrecido
súbitamente.
Después, continuó:
-¡Ah, no! ¡No has podido verlo y eso es una
suerte para ti, padrecito!
-Yo tampoco he visto nada -dijo Nadia.
-¡Tanto mejor, tanto mejor! ¡Pero yo… yo
sí lo he visto!
-¿Pero qué es lo que has visto?
-preguntó Miguel Strogoff.
-¡Una liebre que acaba de cruzarse en nuestro
camino! -respondió Nicolás.
En Rusia, cuando
una liebre cruza la ruta de un viajero, la superstición
popular ve en ello la señal de una desgracia
próxima.
Miguel Strogoff comprendió la agitación de
su compañero, aunque él no compartía de
ninguna manera esta credulidad respecto a las desgracias que
podían acarrear las liebres cruzadas en el camino, por lo
que intentó tranquilizarle diciéndole:
-No hay nada que temer, amigo.
-¡Nada para ti y para ella, ya lo sé,
padrecito, pero sí para mí! -respondió
Nicolás, continuando-: ¡Es el destino!
Y volvió a poner al trote a su
caballo.
Sin embargo, a despecho de tan malos augurios, la
jornada transcurrió sin ningún
incidente.
Al día siguiente, 6 de septiembre, al
mediodía, la kibitka hizo alto en el poblado de
Alsalevsk, tan desierto como toda la comarca de su
alrededor.
Allí, en el suelo de una de
las casas, Nadia encontró dos de esos cuchillos de hoja
sólida que sirven a los cazadores siberianos, y dio uno a
Miguel Strogoff, guardándose el otro para ella,
escondiéndolo entre sus vestiduras.
La kibitka se encontraba sólo a unas
setenta y cinco verstas de Nijni-Udinsk.
Nicolás, durante estas dos jornadas, no pudo
recuperar su buen humor habitual. El mal presagio le había
afectado mucho más de lo que podía creerse, porque
él, que hasta entonces no había podido permanecer
callado ni una hora, se encerraba a menudo en un mutismo del que
Nadia le sacaba con grandes esfuerzos. Estos síntomas
eran, verdaderamente, los de un espíritu muy
apesadumbrado, lo cual se explica cuando se trata de hombres
pertenecientes a las razas del norte, cuyos supersticiosos
antepasados habían sido los fundadores de la mitología septentrional.
A partir de Ekaterinburgo, la ruta de Irkutsk sigue casi
paralelamente al grado de latitud cincuenta y cinco, pero al
salir de Biriusinsk se inclina francamente hacia el sudeste,
cortando a través el meridiano cien, toma el camino
más corto para llegar a la capital de
Siberia oriental, atravesando las últimas estribaciones de
los montes Sayansk, los cuales no son más que una
derivación de la gran cordillera Altai, visible a una
distancia de doscientas verstas.
La kibitka corría sobre esta ruta.
¡Sí, corría! Lo cual manifestaba la prisa que
tenía Nicolás por llegar, ya que no evitaba el
cansar a su caballo. Con toda su resignación fatalista, no
se creería seguro hasta
encontrarse tras las murallas de Irkutsk. Muchos rusos hubieran
pensado como él y más de uno, tirando de las
riendas de su caballo, lo hubiera hecho volver atrás
después del paso de la liebre por su misma
ruta.
Sin embargo, algunas observaciones que hizo
Nicolás, cuya exactitud comprobó Nadia,
transmitiéndoselas a Miguel Strogoff, hacían temer
que sus dificultades no habían terminado
aún.
Efectivamente, el territorio atravesado desde
Krasnoiarsk había sido respetado y sus condiciones
naturales estaban intactas, pero ahora los bosques tenían
señales
de fuego y de hierro y las
praderas que se extendían a los costados de la ruta
estaban devastadas, todo lo cual evidenciaba que un considerable
ejército había pasado por allí.
Treinta verstas antes de llegar a Nijni-Udinsk, los
indicios de la devastación reciente no podían ser
más claros y era imposible atribuirlos a otros que no
fueran los tártaros.
No solamente los campos estaban hollados por los cascos
de los caballos, sino que los bosques se veían talados a
golpe de hacha y las casas esparcidas a lo largo del camino no
solamente estaban vacías, sino que unas aparecían
demolidas en parte y otras medio incendiadas y en sus paredes
podía verse el impacto de las balas.
Se concibe cuáles serían las inquietudes
de Miguel Strogoff. No cabía duda de que algún
cuerpo de ejército tártaro había atravesado
esta parte de la ruta y, sin embargo, era imposible que fuesen
soldados del Emir, porque no habrían podido adelantarse a
él sin que los hubiera localizado. Pero, entonces
¿quiénes eran estos nuevos invasores y a
través de qué camino perdido en la estepa
habían alcanzado la ruta de Irkutsk? ¿A qué
nuevos enemigos iba a enfrentarse el correo del Zar?
Miguel Strogoff no comunicó sus temores a
Nicolás ni a Nadia para no inquietarles. Estaba resullto a
continuar su ruta, mientras un obstáculo infranqueable no
les detuviera. Más tarde ya vería qué es lo
que convenía hacer.
Durante la jornada siguiente, el paso reciente de un
contingente importante de jinetes e infantes se hacía cada
vez más manifiesto. Unas humaredas se levantaban por
encima del horizonte. La kibitka iba con toda
precaución porque algunas casas de los pueblos abandonados
ardían todavía y el incendio no parecía
haber sido provocado más de veinticuatro horas
antes.
En la jornada del 8 de septiembre, la kzbitka se
paró y el caballo se negaba a seguir adelante. Serko
ladraba escandalosamente.
-¿Qué ocurre? -preguntó l-iguel
Strogoff.
-¡Un cadáver! -respondió
Nicolás, lanzándose fuera de la carreta.
Era el cadáver de un mujik, horriblemente
mutilado y frío ya.
Nicolás se santiguó y después,
ayudado por Miguel Strogoff, trasladaron el cadáver a un
lado de la carretera. Hubieran querido darle sepultura decente,
enterrarlo profundamente con el fin de que los animales
carnívoros de la estepa no pudieran devorar sus miserables
restos, pero Miguel Strogoff no quiso perder tiempo.
-¡Partamos, amigo, partamos! -exclamó-.
¡No podemos perder ni una sola hora!
Y la kibitka reanudó su marcha.
Además, si Nicolás hubiese querido rendir
el postrer tributo a todos los cadáveres que iban a
encontrar a partir de entonces sobre la gran ruta siberiana, no
le hubiera sido posible hacerlo. En las proximidades de
Nijni-Udinsk, fueron por veintenas los cuerpos sin vida
extendidos sobre el suelo.
Era preciso, por lo tanto, continuar su camino hasta el
momento en que fuera manifiestamente imposible no caer en manos
de los invasores.
El itinerario, pues, no fue modificado y pudieron ver
cómo la devastación y las ruinas se acumulaban en
cada pueblo. Todas estas aldeas, cuyos nombres indican que han
sido fundadas por exiliados polacos, eran víctimas de
horribles pillajes e incendios. La
sangre de las
víctimas aún chorreaba, pero no podía
saberse en qué condiciones se habían desarrollado
aquellos lamentables acontecimientos, porque no quedaba un solo
ser vivo para contarlo.
Aquel día, hacia las cuatro de la tarde,
Nicolás señaló hacia el horizonte los altos
campanarios de las iglesias de Nijni-Udinsk, que estaban
coronados por altas columnas de vapor, que no eran precisamente
nubes.
Nicolás y Nadia miraban y comunicaban a Miguel
Strogoff el resultado de sus observaciones. Era preciso tomar una
decisión. Si la ciudad estaba abandonada, podían
atravesarla sin riesgo, pero si
por alguna causa inexplicable estaba ocupada por los
tártaros, se imponía un rodeo al precio que
fuera.
-Avancemos con prudencia -dijo Miguel Strogoff-, pero
avancemos.
Recorrieron todavía una versta.
-¡No son nubes, son humaredas! -gritó
Nadia- ¡Hermano, han incendiado la ciudad!
Efectivamente, el incendio era demasiado visible. Las
llamaradas aparecían entre vapores de humo y los
torbellinos de fuego se hacían cada vez más espesos
al elevarse hacia el cielo. Sin embargo, no se veían
fugitivos. Era probable que los incendiarios encontrasen la
ciudad abandonada y la estaban incendiando. Pero ¿se
trataba de tropas tártaras? ¿Serían rusos
que obedecían las órdenes del Gran Duque?
¿Había querido el Gobierno del Zar
que desde Krasnoiarsk y el Yenisei ninguna ciudad ni pueblo
pudiera ofrecer cobijo a los invasores? En lo que
concernía a Miguel Strogoff, ¿qué
debía hacer, detenerse o continuar la ruta?
Estaba indeciso pero, no obstante, después de
haber sopesado los pros y los contras, pensó que
cualesquiera que fuesen las fatigas de un viaje, por la estepa,
sin un camino trazado, era preferible que arriesgarse a caer por
segunda vez en manos de los tártaros. Iba, pues, a
proponer a Nicolás abandonar la gran ruta y, si no era
absolutamente preciso, no recuperarla hasta haber franqueado
Nijni-Udinsk, cuando se oyó un disparo, proveniente de la
derecha. Silbó una bala y el caballo, herido en la cabeza,
cayó muerto.
En el mismo instante, una docena de jinetes se lanzaron
al galope por la ruta, rodearon la carreta y Miguel Strogoff,
Nadia y Nicolás, sin que tuvieran tiempo de darse cuenta
de lo que pasaba, fueron hechos prisioneros y conducidos
rápidamente hacia Nijni-Udinsk.
Miguel Strogoff, pese a este inesperado ataque, no
había perdido su sangre fría. No pudiendo ver a sus
enemigos, tampoco podía soñar en defenderse, pero
aunque hubiese podido usar sus ojos, no lo hubiera intentado,
porque significaba ir hacia una muerte cierta.
Pero, si no veía, oía, o podía escuchar lo
que decían los soldados y comprenderlos.
Efectivamente, por la lengua en que
hablaban, reconocio que eran tártaros y, según sus
palabras, procedían del ejército de
invasores.
Lo que Miguel Strogoff supo, tanto por la conversacion
que mantenían en aquel momento ante él, como por
los fragmentos de frases que pudo captar más tarde, era
que estos soldados no estaban directamente bajo las
órdenes del Emir, detenido más allá del
Yenisei, sino que formaban parte de una tercera columna,
especialmente compuesta por tártaros de los khanatos de
Khokhand y de Kunduze, con la cual el ejército de
Féofar-Khan debía reunirse en los alrededores de
Irkutsk.
Por consejo de Ivan Ogareff, y con el fin de asegurar el
éxito
de la invasión en las provincias del este, esta columna,
después de haber franqueado la frontera del
gobierno de Semipalatinsk y pasando por el sur del lago Balkach,
había costeado la base de los montes Altai. Saqueando y
asolando, bajo el mando de un oficial del khanato de Kunduze,
había llegado al curso alto del Yenisei. Allí,
previendo la orden que el Zar diera a Krasnolarsk, para facilitar
la travesía del río a las tropas del Emir, este
oficial había lanzado a la corriente del Yenisei una
flotilla que, bien como embarcaciones o bien como material para
un puente, permitirían a Féofar-Khan lanzarse sobre
la ruta de Irkutsk en la margen derecha del
río.
Después, esta tercera columna había
descendido hasta el valle del Yenisei, siguiendo la falda de las
montañas, y volvió a alcanzar la ruta a la altura
de Alsalevsk. De ahí que, a partir de esta pequeña
ciudad, se acumulasen aquella espantosa cantidad de ruinas que
era el telón de fondo de todas las guerras de los
tártaros.
Nijni-Udinsk acababa de sufrir la suerte común y
aquella columna de cincuenta mil tártaros la había
ya abandonado para ir a tomar posiciones frente a Irkutsk. El
ejército del Emir no debería tardar en darles
alcance.
Tal era, por esas fechas, la grave situación
frente a la que se encontraba esta parte de la Siberia oriental,
completamente aislada, y los defensores de su capital,
relativamente poco numerosos.
Esto fue, pues, lo que averiguó Miguel Strogoff:
la llegada frente a Irkutsk de una tercera columna de invasores y
su próxima reunión con las tropas del Emir y de
Ivan Ogareff. Por consiguiente, el asedio de Irkutsk y,
seguidamente, su rendición, no era más que
cuestión de tiempo, quizá de un corto
plazo.
Se comprende los graves pensamientos que asaltaban a
Miguel Strogoff, el cual desistiría de su empeño si
a lo largo de tantas vicisitudes hubiera perdido todo su coraje y
todas sus esperanzas. Pero nada de eso había ocurrido,
sino que sus labios no murmuraron otra palabra que la
siguiente:
-¡Llegaré!
Media hora después del ataque de los jinetes
tártaros, Miguel Strogoff, Nicolás y Nadia entraban
en Nijni-Udinsk. El fiel perro les seguía de lejos. Pero
los tres prisioneros no debían permanecer en esta ciudad,
que estaba en llamas y abandonada por todos sus
moradores.
Fueron obligados a montar sobre caballos y conducidos
con rapidez; Nicolás, resignado como siempre; Nadia,
siempre con la confianza puesta en Miguel Strogoff y éste,
aparentemente indiferente, pero presto a aprovechar la primera
ocasión que se presentara para escapar.
Los tártaros se habían dado cuenta de que
uno de los prisioneros era ciego y su natural barbarie les
sugirió la idea de burlarse del desafortunado. Para ello
iban a todo galope, pero como el caballo de Miguel Strogoff no
iba guiado por nadie más que por él, iba al albur,
haciendo falsos movimientos que llevaban el desorden al
destacamento, prodigando contra el correo del Zar injurias y
brutalidades que herían el corazón de
la joven y llenaban de indignación a Nicolás. Pero
nada podían hacer, porque no hablaban la lengua
tártara y, además, cualquier intervención
suya hubiera sido brutalmente reprimida.
Esos soldados, pronto encontraron un refinamiento para
su crueldad y tuvieron la idea de cambiar el caballo de Miguel
Strogoff por otro que estuviera ciego. La excusa para el cambio la
dieron las palabras de uno de los jinetes, al cual Miguel
Strogoff había oído
decir:
-¡Puede que no esté ciego, este
ruso!
Esto sucedía a sesenta verstas de Nijni-Udinsk,
entre los pueblos de Tatán y Chibarlinskos.
Montaron, pues, a Miguel Strogoff sobre otro caballo y
poniendo irónicamente las riendas en sus manos, excitaron
al caballo a golpes de látigo, pedradas y gritos hasta que
le lanzaron al galope.
El animal, no pudiendo ver porque estaba ciego como su
jinete, al no ser mantenido en línea recta, tan pronto
tropezaba contra un árbol como se lanzaba fuera de la
ruta, pudiendo producirse un choque o una caída que
tuviera funestas consecuencias.
Miguel Strogoff no protestaba ni dejó escapar una
sola queja. Su caballo se cayó y esperó
tranquilamente a que vinieran a volverlo a montar. Efectivamente,
le pusieron en la silla, continuando aquel juego
sangriento.
Nicolás, ante aquellos malos tratos, no pudo
contenerse y quiso correr en socorro de su compañero, pero
fue detenido brutalmente.
El juego se hubiera prolongado por largo tiempo, con
gran jolgorio de los tártaros, si un accidente más
grave no le hubiera puesto fin.
En cierto momento, en la jornada del 10 de septiembre,
el caballo ciego se desbocó y corrió derecho hacia
un precipicio, de una profundidad de treinta a cuarenta pies, que
bordeaba la ruta.
Nicolás quiso lanzarse en su seguimiento, pero
fue detenido. El caballo iba sin guia y se precipitó en el
barranco con su jinete.
Nadia y Nicolás dieron un grito de espanto…
Debieron de creer que su desgraciado compañero se
había destrozado en la caída.
Cuando acudieron a levantarle, Miguel Strogoff pudo
ponerse de pie sin ninguna herida, pero el desafortunado caballo
se había roto dos piernas y estaba fuera de servicio.
Los tártaros lo dejaron morir allí mismo,
sin siquiera darle el tiro de gracia. Miguel Strogoff fue atado a
la silla de uno de los jinetes, teniendo que seguir a pie al
destacamento.
¡Aun así, no salió de sus labios una
sola queja ni una protesta! Marchó con paso rápido,
casi sin notar los tirones de la cuerda que le sujetaba al
caballo. Era siempre el «hombre de
hierro» del que el general Kissof había hablado al
Zar.
Al día siguiente, 11 de septiembre, el
destacamento franqueaba la población de Chibarlinskoe.
Entonces se produjo un incidente que debía traer
graves consecuencias.
Había llegado ya la noche y los jinetes
tártaros, habiendo hecho un alto, bebieron bastante
encontrándose más o menos borrachos cuando fueron a
reanudar la marcha.
Nadia, que hasta entonces y como por un milagro,
había sido respetada por los soldados tártaros, fue
insultada de pronto y sin que mediara ninguna palabra por uno de
ellos.
Miguel Strogoff no había podido ver ni oír
nada, pero Nicolás vio todos los pormenores.
Entonces, con toda la tranquilidad que le caracterizaba
y sin haber reflexionado el alcance de su acción,
Nicolás fue derecho hacia el soldado y, antes de que
éste pudiera hacer ningún movimiento
para detenerlo, se apoderó de una pistola que llevaba en
las cartucheras de la silla y la descargó a bocajarro
contra el soldado que acababa de insultar a la joven.
Al ruido de la detonación, el oficial que mandaba
el destacamento se apresuró a acudir enseguida.
Los jinetes iban a hacer pedazos al desgraciado
Nicolás, pero entre ellos y la víctima se interpuso
el oficial, el cual dio orden de que se le agarrotase. Así
lo hicieron y, poniéndole atravesado sobre su caballo
partió al destacamento al galope.
La cuerda que ataba a Miguel Strogoff había sido
roída por él y, al recibir el inesperado
tirón que dio el caballo tártaro, guiado por un
jinete medio borracho, se rompió, sin que el soldado
lanzado a una rápida carrera, se diera cuenta.
Miguel Strogoff y Nadia se encontraron solos en medio de
la ruta.
9
Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, libres y solos
una vez más, como lo estuvieron durante el trayecto desde
Perm hasta las orillas del Irtyche. ¡Pero cómo
habían cambiado las condiciones del viaje! Entonces, una
confortable tarenta con sus caballos frecuentemente cambiados y
abundantes paradas de posta bien surtidas les aseguraban la
rapidez del viaje. Ahora iban a pie y ante toda imposibilidad de
procurarse medios de
locomoción, sin recursos e
ignorando de qué modo podrían subvenir a sus
más elementales necesidades. ¡Y todavía les
quedaban cuatrocientas verstas de viaje! Además,
Míguel Strogoff no veía más que a
través de los ojos de Nadia.
En cuanto a ese amigo que les había dado el
destino, acababan de perderle en las más funestas
circunstancias.
Miguel Strogoff se había dejado caer sobre uno de
los lados del camino y Nadia, de pie, esperaba una palabra de
él para reemprender la marcha.
Eran las diez de la noche y hacía tres horas y
media que el sol se
había ocultado tras el horizonte. No había a la
vista ni una casa, ni una choza. Los últimos
tártaros se perdían ya en la lejanía. Miguel
Strogoff y Nadia estaban, pues, absolutamente solos.
-¿Qué harán con nuestro amigo?
-gritó la joven-. ¡Pobre Nicolás!
¡Nuestro encuentro le ha sido fatal!
Miguel Strogoff no respondió.
-Miguel -continuó Nadia-. ¿No sabes que te
ha defendido cuando se burlaban de ti los tártaros, y
arriesgó su vida por mí?
Miguel Strogoff permanecía callado,
inmóvil, con la cabeza apoyada sobre las manos. ¿En
qué pensaba? ¿Aunque no le respondía,
había oído las palabras de la joven?
Sí, las había oído, puesto que
cuando Nadia dijo:
-¿Adónde he de llevarte,
Miguel?
-¡A Irkutsk! -respondió.
-¿Por la gran ruta?
-Sí, Nadia.
Miguel Strogoff seguía siendo el hombre que
había jurado llegar hasta el final de su viaje. Seguir la
gran ruta era ir por el camino más corto. Si la vanguardia de
Féofar-Khan aparecía, tendría tiempo de
lanzarse a través de la estepa.
Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff y
emprendieron el camino.
Al día siguiente por la mañana, 12 de
septiembre, hacían una corta parada los dos
jóvenes, veinte verstas más lejos del lugar de los
recientes sucesos en el pueblo de Tulunovskoe. La villa estaba
incendiada y desierta.
Durante toda la noche, Nadia intentó encontrar el
cadáver de Nicolás, por si acaso había sido
abandonado sobre la ruta, pero fue en vano que buscase entre los
cadáveres que encontraban por el camino, porque su
desafortunado amigo no apareció.
¿No le tendrían reservado aquellos
bárbaros algún cruel suplicio cuando llegasen a
Irkutsk?
Nadia se encontraba agotada por el hambre, así
como su compañero, pero tuvo la buena suerte de encontrar,
en una casa de la villa, una cierta cantidad de carne seca y de
sukbaris, pedazos de pan que, secos por la
evaporación pueden conservar indefinidamente sus
cualidades nutritivas. Miguel Strogoff y la joven cargaron con
todo lo que podían transportar, asegurando así la
comida para varias jornadas y, en cuanto al agua, no
tenían por qué preocuparse en aquellas comarcas
regadas por mil pequeños afluentes del Angara.
Se pusieron otra vez en camino. Miguel Strogoff iba
siempre a paso regular, regulado por el paso lento de su
compañera. Nadia, no queriendo quedarse atrás,
forzaba su marcha. Afortunadamente, su compañero no
podía ver el estado
miserable en que se encontraba reducida.
Sin embargo, Miguel Strogoff lo
presentía.
-Estás al cabo de tus fuerzas, mi pobre
niña -le decía de vez en cuando.
-No -respondía ella.
-Cuando ya no puedas más, yo te llevaré,
Nadia.
-Sí, Miguel.
Durante aquel día fue preciso atravesar el Oka,
pero su curso era vadeable y no ofrecía ninguna
dificultad.
El cielo estaba encapotado y la temperatura
era soportable; pero era de temer que lloviese, lo cual hubiera
aumentado sus miserias.
Efectivamente, cayeron algunos chaparrones, pero por
fortuna fueron de poca duración.
Caminaban siempre igual, cogidos de la mano y hablando
poco. Se detenían dos veces al día y reposaban
durante seis horas por la noche. En unas cabañas
abandonadas, Nadia encontró algunos pedazos más de
esa carne seca, tan abundante en el país, que no cuesta
más que a dos kopeks y medio la libra.
Pero contrariamente a lo que podía ser la
esperanza de Miguel Strogoff, no había una sola bestia de
carga en toda la comarca. Los caballos y camellos fueron muertos
o transportados a otros lugares. No tenían más
remedio que continuar a pie la travesía de esta
interminable estepa.
Las huellas de la tercera columna tártara que se
dirigía hacia Irkutsk eran bien visibles. Aquí un
caballo muerto, allá un carruaje abandonado. Los
cadáveres de los desdichados siberianos iban jalonando
también la ruta, principalmente a la entrada y salida de
las poblaciones. Nadia, dominando su repugnancia, revisaba todos
los cadáveres.
Pero, en suma, el peligro no estaba delante, sino
atrás. La vanguardia del más importante ejercito
del Emir, mandado por Ivan Ogareff, podía a ecer de un
momento a otro. Las barcas transportadas al Yenisei inferior
debían de haber llegado ya a Krasnoiarsk y habrían
servido para atravesar rápidamente el río. El
camino, a partir de allí, estaba ya libre para los
invasores, porque ningun cuerpo de ejército ruso
podía barrerlos entre Krasnoiarsk y el lago Baikal. Miguel
Strogoff, pues, esperaba la llegada de los exploradores
tártaros.
Nadia, en cada parada, subía a algún
promontorio o a cualquier sitio elevado y miraba atentamente
hacia el oeste, pero ninguna nube de polvo señalaba
todavía la aparición de tropas a
caballo.
Después, reanudaban la marcha y cuando Miguel
Strogoff notaba que era él quien arrastraba a Nadia,
hacía más lento su paso. Hablaban poco y
únicamente Nicolás era el objeto de sus
conversaciones. La joven recordaba todo lo que había
significado para ellos aquel compañero de unos
días.
Cuando le respondía, Miguel Strogoff intentaba
dar a Nadia alguna esperanza, de la que no había trazas en
si mismo, porque sabía perfectamente que el infortunado
muchacho no podía escapar a una muerte cierta.
Un día, Miguel Strogoff dijo a la
joven.
-No me hablas nunca de mi madre, Nadia.
¡Su madre! ¡Nadia no quería hablarle
de ella! ¿Por qué aumentar su dolor?
¿Había muerto la vieja siberiana? ¿No
había dado su hijo el último beso al cadáver
de su madre, caído sobre el anfiteatro de
Tomsk?
-¡Háblame de ella, Nadia! -suplicó,
sin embargo, Miguel Strogoff- ¡Me dará tanta
dicha!
Entonces, Nadia hizo lo que ni siquiera había
intentado hasta entonces. Le contó todo lo que les
había sucedido a Marfa y a ella desde su encuentro en
Omsk, donde ambas se habían visto por primera vez,
explicando cómo un extraño instinto la había
impulsado hacia la anciana prisionera, sin conocerla,
prodigándole sus cuidados y recibiendo de la vieja
siberiana una mayor firmeza para afrontar la situación.
Miguel Strogoff, para ella, en aquella época, era
todavía Nicolás Korpanoff.
-¡Lo que hubiera debido ser siempre!
-respondió Miguel Strogoff con la frente
ensombrecida.
Y al cabo de un rato, agrego:
-¡He faltado a mi promesa, Nadia!
¡Había jurado que no verla a mi madre!
-¡Pero tú no has intentado verla, Miguel!
-respondió Nadia-. ¡Fue el azar quien te puso en su
presencia!
-Había jurado que, ocurriera lo que ocurriese, no
me descubriría!
-¡Miguel, Miguel! ¿Viendo el látigo
levantado sobre Marfa Strogoff, cómo podías
resistirlo? ¡No! ¡No hay promesa ni juramento alguno
que pueda impedir a un hijo ayudar a su madre!
-He faltado a mi juramento, Nadia -insistió
Miguel Strogoff-. ¡Que Dios y el Padre me
perdonen!
-Miguel -dijo entonces la joven-, tengo que hacerte una
pregunta. No me respondas, si crees que no debes responderme. De
ti nada puede herirme.
-Habla, Nadia.
-¿Por qué, ahora que la carta del Zar
no está en tu poder, tienes
tanta prisa por llegar a Irkutsk?
Miguel Strogoff apretó más fuertemente la
mano de su compañera, pero no contestó.
-¿Conocías el contenido de la carta antes de
abandonar Moscú? -siguió preguntando
Nádia.
-No, no lo conocía.
-¿Debo pensar, Miguel, que te empuja a Irkutsk
únicamente el deseo de dejarme en manos de mi
padre?
-No, Nadia -respondió con gravedad Miguel
Strogoff-. Te engañaría si te dejara creer que es
así. Voy allí porque mi deber me ordena ir. En
cuanto a conducirte a Irkutsk, ¿no eres tú quien me
conduce a mí ahora? ¿No veo por tus ojos?
¿No es tu mano la que me guía? ¿ No has
devuelto centuplicados los servicios que
te haya podido hacer? Ignoro si la mala suerte dejará de
abrumarnos, pero si algún día tú me das las
gracias por haberte dejado en manos de tu padre, yo te las
daré por haberme conducido a Irkutsk.
-¡Pobre Miguel! -respondió Nadia
emocionada-. ¡No hables así! ¡Ésta no
es la respuesta que yo te pido! Miguel, ¿por qué
tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?
-Porque es preciso que esté allí antes de
que Ivan Ogareff se haga llamar Miguel Strogoff.
-¿Pese a todo?
-¡Pese a todo, llegaré!
Al pronunciar estas últimas palabras, Miguel
Strogoff no hablaba únicamente así por odio al
traidor. Pero Nadia comprendió que su compañero no
se lo decía todo porque no se lo podía
decir.
El 15 de septiembre, tres días más tarde,
ambos llegaron a la aldea de Kuitunskoe, a sesenta verstas de
Tulunovskoe. La joven caminaba con grandes sufrimientos,
sostenida apenas por sus doloridos pies. Pero resistía y
no tenía más que un pensamiento:
«Puesto que no puede verme, seguiré
caminando hasta que me caiga.»
Por otra parte, ningún obstáculo se les
había presentado en esta parte de su viaje; ningún
peligro tuvieron que afrontar esos últimos días de
la ruta, desde la partida de los tártaros.
únicamente muchas fatigas.
Así transcurrieron esos tres días, en los
que se hizo bien patente que la tercera columna de invasores
avanzaban rápidamente hacia el este, lo cual era
fácilmente reconocible por las ruinas que dejaban tras su
paso, las cenizas que ya no humeaban y los cadáveres
descompuestos que yacían esparcidos por el
suelo.
Nada se veía aún hacia el oeste. La
vanguardia del Emir no aparecia por parte alguna. Miguel Strogoff
llegó a hacerse las más inverosímiles
suposiciones para explicar ese retraso. ¿Los rusos, con un
contingente suficiente, amenazaban recuperar Tomsk o Krasnolarsk?
¿Aislada de las otras, la tercera columna estaba en
peligro de verse cortada? Si era así, le sería
fácil al Gran Duque defender Irkutsk, y el tiempo ganado
en una invasión era camino adelantado para
rechazarla.
Miguel Strogoff se dejaba llevar por esas esperanzas,
pero bien pronto comprendía que eran quiméricas, y
no contaba mas que consigo mismo, como si la seguridad del
Gran Duque hubiera estado
únicamente en sus manos.
Sesenta verstas separaban Kultunskoe de Kimiteiskoe,
pequeña población situada a poca distancia del
Dinka, tributarlo del Angara. El correo del Zar pensaba con
cierto temor en el obstáculo que significaba este
afluente, de cierta importancia, situado en su camino. Ni
soñar encontrarse con algún transbordador o alguna
barca, y se acordaba, por haberlo atravesado en otros tiempos
más afortunados, que era muy difícil de vadear.
Pero una vez franqueado aquel obstáculo, ningún
río y ningún afluente interponíase ya en su
camino y, después de recorrer otras doscientas treinta
verstas, se hallarían en Irkutsk.
Fueron precisos tres días para llegar a
Kimilteiskoe. Nadia no podía ya con sus piernas.
Cualquiera que fuese su fortaleza moral, su
fuerza
física iba
a derrumbarse. Pero Miguel Strogoff no se daba perfecta cuenta de
esto.
Si no hubiera estado ciego, Nadia le hubiera
dicho:
-Vete, Miguel, déjame en cualquier cabaña
y llega a Irkutsk, cumple con tu misión. Ve
a ver a mi padre y dile dónde estoy, dile que le espero y
los dos juntos sabréis encontrarme. Vete. No tengo
miedo.
Me esconderé de los tártaros. Me
conservaré para ti y para él. Vete, Miguel, ya no
puedo más…
Varias veces, Nadia había tenido que detenerse y
entonces Miguel Strogoff la tomaba en sus brazos y, no teniendo
que preocuparse de la fatiga de la joven, desde el momento en que
la llevaba él, andaba más rápidamente con su
infatigable paso.
El 18 de septiembre, a las diez de la noche, llegaron
por fin a Kimilteiskoe. Desde lo alto de una colina, Nadia
percibió en el horizonte una línea menos oscura que
el resto del paisaje. Era el Dinka, en cuyas aguas se reflejaban
algunos relámpagos sin trueno que iluminaban de vez en
cuando el cielo.
Nadia condujo a su compañero a través de
la arruinada población. Las cenizas de las hogueras
estaban ya frías y era lógico pensar que los
tártaros habían pasado por allí por lo menos
cinco o seis días antes.
Al llegar a las últimas casas, Nadia se
dejó caer sobre un banco de
piedra.
-¿Hacemos un alto ahora? -le preguntó
Miguel Strogoff.
-Ya es de noche, Miguel -respondió Nadia-.
¿No quieres descansar un poco?
-Hubiese querido atravesar antes el Dinka
-respondió Miguel Strogoff-. Hubiera querido dejar entre
nosotros y la vanguardia del Emir este río, ¡pero
tú no puedes ya ni arrastrarte, pobre Nadia!
-Vamos, Miguel -respondió Nadia, tomando la mano
de su compañero y siguiendo adelante.
A dos o tres verstas de allí, el Dinka cortaba la
ruta de Irkutsk. Este último esfuerzo que le pedía
su compañero no podía la joven dejar de llevarlo a
cabo; marcharon, pues, ambos, a la luz de los
relámpagos. Atravesaban entonces un desierto sin límites,
en medio del cual se perdía el pequeño río.
Ni un árbol, ni un montículo sobresalían en
esta vasta planicie, en donde recomenzaba la gran estepa
siberiana.
No soplaba la más ligera brisa y la calma era tan
absoluta que el más leve ruido hubiera podido propagarse a
una distancia infinita.
De pronto, Miguel Strogoff y Nadia se detuvieron, como
si sus pies se hubieran quedado aprisionados en alguna grieta del
suelo.
-¿Has oído? -preguntó
Nadia.
Después, un lamento se dejó oír.
Era un grito desesperado, como la última llamada a la vida
de un ser humano agonizante.
-¡Nicolás, Nicolás! -gritó la
joven, impulsada por algún siniestro
pensamiento.
Miguel Strogoff, que escuchaba, movió la
cabeza.
-¡Ven, Miguel, ven! -dijo Nadia.
Y la joven, que hacía un momento apenas
podía arrastrar sus pies, encontró que de pronto
sus fuerzas volvían a ella bajo el empuje de a violenta
excitación.
-¿Hemos salido del camino? -preguntó
Miguel Strogoff, al sentir bajo sus pies una tupida hierba, en
lugar del polvoriento camino.
-Sí… Sí, es preciso… -respondió
Nadia-. ¡El grito ha partido de allá, de la
derecha!
Unos minutos después estaban solo a una media
versta de la orilla del río.
Dejóse oír un ladrido que, aunque
más débil, venía, ciertamente, de muy
cerca.
Nadia se detuvo.
-¡Si! -dijo Miguel Strogoff-. ¡Es Serko
quien ladra! ¡Ha seguido a su dueño!
-¡Nicolás! -gritó la
joven.
Pero su llamada no obtuvo respuesta.
Únicamente algunas aves de
rapiña tendieron el vuelo y desaparecieron en las
alturas.
Miguel aguzaba el oído y Nadia miraba tratando de
penetrar en las sombras de esta planicie, impregnada de efluvios
luminosos, que centelleaban como hielo, pero no vio nada ni a
nadie.
Y, sin embargo, se oyó nuevamente una voz que
esta vez gritaba con tono lastimoso: «¡Miguel!
»…
Inmediatamente, un perro ensangrentado saltó
hacia Nadia. Era Serko.
¡Nicolás no podía estar lejos!
¡Solamente él había podido murmurar el nombre
de Miguel! ¿Dónde estaba? Nadia ya no tenía
ni fuerzas para llamarlo.
Miguel Strogoff, arrastrándose por el suelo,
buscaba con la mano.
De pronto, Serko lanzó un nuevo ladrido y se
precipitó sobre una gigantesca ave que se había
posado en tierra.
Era un buitre que, cuando Serko se lanzó sobre
él, levantó el vuelo, pero casi inmediatamente
volvió a la carga, atacando al perro… ¡Éste
ladró todavía al buitre… Pero un formidable
picotazo se abatió sobre su cabeza y, esta vez, Serko
cayó sin vida sobre el suelo!
Al mismo tiempo, un grito de horror se escapó de
la garganta de Nadia.
-¡Allí… Allí!
¡Una cabeza sobresalía del suelo! La joven
hubiera tropezado con ella de no ser por la intensa claridad que
el cielo proyectaba sobre la estepa.
Nadia cayó arrodillada al lado de aquella
cabeza.
Nicolás, enterrado hasta el cuello según
la atroz costumbre de los tártaros, había sido
abandonado en la estepa para que muriera de hambre y sed, o
víctima de las dentelladas de los lobos o de los picotazos
de las aves de rapiña. Era un suplicio horrible para la
víctima, que estaba aprisionada en el suelo, cuya tierra
había sido apretada a su alrededor, no pudiéndola
remover porque sus brazos estaban atados al cuerpo, como los de
un cadáver en su ataúd. Vivía en un molde de
arcilla que no podía romper y no podía hacer otra
cosa que implorar la llegada de la muerte, que
tardaba demasiado en venir.
Allí era donde los tártaros habían
enterrado a su prisionero hacía ya tres días…
Tres días llevaba Nicolás esperando aquel socorro
que llegaba demasiado tarde.
Los buitres habían distinguido esta cabeza
destacarse a ras del suelo y el perro había tenido que
defender a su dueño contra las feroces aves.
Miguel Strogoff, valiéndose de su cuchillo,
empezó a remover la tierra para
desenterrar a aquel vivo.
Los ojos de Nicolás, cerrados hasta aquel
momento, se abrieron.
Reconociendo a Miguel y a Nadia,
murmuró:
-¡Adiós, amigos! ¡Estoy contento de
haberos vuelto a ver! ¡Rezad por mí … !
Éstas fueron sus últimas
palabras.
Miguel Strogoff continuó removiendo el suelo que,
al haber sido tan fuertemente apretado, tenía la dureza de
la roca, consiguiendo al fin retirar el cuerpo del infortunado.
Comprobó si su corazón aún latía…
Pero ya había dejado de existir.
Quiso entonces enterrarlo, para que no quedase expuesto
sobre la estepa, en aquel agujero en donde había estado
enterrado en vida, y lo alargó y amplió, de manera
que pudiera ser enterrado muerto. El fiel Serko sería
colocado al lado de su dueño…
En aquel momento se produjo un gran tumulto sobre la
gran ruta, a una distancia de media versta.
Miguel Strogoff escuchó.
Por el ruido, había reconocido que un
destacamento de jinetes avanzaba hacia el Dinka.
-¡Nadia, Nadia! -dijo en voz baja.
Al oír su voz, Nadia dejó de rezar y se
enderezó.
-¡Mira, mira! -le dijo el joven.
-¡Los tártaros! -murmuró
Nadia.
Era, en efecto, la vanguardia del Emir, que desfilaba
con toda rapidez hacia Irkutsk.
-¡No me impedirán que lo entierre! –dijo
Miguel Strogoff en tono resuelto.
Y continuó su trabajo.
Muy pronto, el cuerpo de Nicolás, con las manos
cruzadas sobre el pecho, fue acostado en la tumba.
Miguel Strogoff y Nadia, arrodillados, rezaron durante
media hora por aquel pobre muchacho, inofensivo y bueno, que
había pagado con la vida su devoción hacia
ellos.
-¡Ahora -dijo Miguel Strogoff, acabando de apretar
la tierra sobre el cadáver-, los lobos de la estepa ya no
podrán devorarlol
Después extendió su mano amenazadora hacia
la tropa de jinetes que pasaba, diciendo:
-¡En marcha, Nadia!
Miguel Strogoff no podía seguir caminando por la
gran ruta, que estaba ya ocupada por los tártaros, y
tenía que andar a través de la estepa, dando un
rodeo para llegar a Irkutsk.
No tenía ya que preocuparse por la
travesía del Dinka.
Nadia no podía dar un paso, pero podía ver
por él, así que, tomándola en sus brazos, se
adentró hacia el sudoeste de la provincia.
Le quedaban todavía por recorrer doscientas
verstas. ¿Cómo las anduvo? ¿Cómo no
sucumbió a tantas fatigas? ¿Cómo pudieron
alimentarse en ruta? ¿Con qué sobrehumana
energía llegó a remontar las primeras estribaciones
de los montes Sayansk? Ni Nadia ni él hubieran podido
decirlo.
Sin embargo, doce días después, el 2 de
octubre, a las seis de la tarde, una inmensa lámina de
agua se extendía a los pies de Miguel Strogoff.
Era el lago Baikal.
10
El lago Baikal está situado a mil setecientos
pies por encima del nivel del mar. Tiene una longitud de
alrededor de novecientas verstas y una anchura de cien. Su
profundidad es desconocida. Según la señora
Bourboulon, aseguran los marineros que navegan por este lago que
quiere que se le llame «señora mar», porque
cuando se oye llamar «señor lago», se enfurece
enseguida.
Sin embargo, según una leyenda que corre por esta
comarca, ningún ruso se ha ahogado jamás en sus
aguas.
Este inmenso depósito de agua dulce, alimentado
por más de trescientos ríos, está encerrado
en un magnífico circuito de montañas
volcánicas. No tiene otra salida para sus aguas que el
río Angara, que después de pasar por Irkutsk, va a
desembocar en el Yenisei, un poco más arriba de la ciudad
de Yeniseisk.
En cuanto a los montes que lo circundan, son un brazo de
los Tunguzes, que derivan del vasto sistema
orográfico de la cordillera Altai.
En esta época los fríos ya se dejan
sentir. En cuanto llega a este territorio, sometido a unas
condiciones climatológicas tan particulares, el
otoño parece que queda anulado por un precoz
invierno.
Eran los primeros días de octubre y el sol ya se
escondía por detrás del horizonte a las cinco de la
tarde, bajando la temperatura de las largas noches por debajo de
los cero grados. Las primeras nieves, que no
desaparecerían hasta el verano, ya teñían de
blanco las cimas vecinas del Baikal. Durante el invierno
siberiano, este mar interior, con una capa de hielo de varios
pies de espesor, se veía cruzado continuamente por los
trineos de los correos y de las caravanas.
Bien sea porque se le falta al respeto
llamándole «señor lago», o por
cualquier otra razón más meteorológica, el
Baikal está sujeto a violentas tempestades y sus olas,
rápidas como las de todos los mediterráneos, son
muy temidas por las balsas, los barcos y los vapores que lo
atraviesan durante el verano.
Miguel Strogoff acababa de llegar al extremo sudoeste
del lago, llevando a Nadia, de la que podía decirse que
toda su vida se concentraba en los ojos. ¿Qué
podían esperarlos dos en aquella parte salvaje de la
provincia, como no fuera morir de agotamiento y de
inanición? Y, sin embargo, ¿qué quedaba por
recorrer de aquel largo camino de seis mil verstas, para que el
correo del Zar llegase a su destino? Nada más que sesenta
verstas desde el lago hasta la desembocadura del Angara y ochenta
verstas desde allí hasta Irkutsk. En total, ciento
cuarenta verstas que significaban tres días de recorrido a
pie para un hombre fuerte y vigoroso.
-Era todavía Miguel Strogoff ese
hombre?
Sin duda, el cielo no quería someterlo a esta
prueba y la fatalidad que se cernía sobre él
parecía querer abandonarlo por un instante. Ese extremo
del Balkal, esa porción de la estepa que crecía
desierta y que, en realidad, lo era en todo tiempo, no lo estaba
entonces.
Unos cincuenta individuos se encontraban reunidos en el
ángulo que forma el extremo sudoeste del lago.
Cuando Miguel Strogoff desembocó por el
desfiladero de las montañas llevando en brazos a Nadia,
ésta los había visto enseguida.
La joven debió de temer por un instante que fuera
un destacamento de tártaros enviado para patrullar las
orillas del lago Balkal, en cuyo caso, la huida seria
imposible.
Pero se tranquilizó pronto y
gritó:
-¡Rusos!
Después de este último esfuerzo, los
párpados de la joven se cerraron y su cabeza cayó
sobre el pecho de Miguel Strogoff.
Habían sido vistos y varios de aquellos rusos
corrían hacia ellos, conduciendo al ciego y a la joven a
la orilla de una pequeña playa en la que había
amarrada una balsa.
La balsa iba a partir.
Estos rusos eran fugitivos de diversa condición,
a los que un interés
común había reunido en esta parte del Baikal.
Empujados por los tártaros, intentaban refugiarse en
Irkutsk y, no pudiendo llegar por tierra, ya que los invasores
habían tomado posiciones frente a la ciudad, en las dos
orillas del Angara, esperaban llegar descendiendo el curso del
río, que atravesaba Irkutsk.
Este proyecto hizo
estremecer el corazón de Miguel Strogoff. Iba a jugar su
última carta; pero tuvo la suficiente fortaleza para
disimular, porque quería guardar su incógnito
más severamente que en ninguna ocasion.
El plan de los
fugitivos era muy sencillo. Utilizarían la corriente de la
orilla superior del Baikal hasta la desembocadura del Angara,
para llegar a la salida del lago y desde ese punto hasta Irkutsk
serían arrastrados por la rápida corriente del
río, que discurre con una velocidad de
diez a doce verstas por hora, pudiendo estar a las puertas de la
ciudad en día y medio.
En aquel lugar no se encontraba ni una sola
embarcación y fue preciso suplirla por una balsa o, mejor
dicho, por un tren de troncos que construyeron, parecido a los
que descienden habitualmente por los ríos siberianos. Un
bosque de pinos que se elevaba sobre la orilla les había
proporcionado el material necesario para aquel aparejo flotante.
Los troncos, atados entre sí con ramas de mimbre, formaban
una plataforma sobre la que podían aposentarse
cómodamente cien personas.
A esta balsa fueron conducido Nadia y Miguel
Strogoff.
La joven había vuelto ya en sí y,
después de comer junto con su compañero las
provisiones que les proporcionaron aquellos fugitivos, se
acostó sobre un lecho de hojarasca, quedando enseguida
profundamente dormida.
Miguel Strogoff no dijo nada de lo ocurrido en Tomsk a
los que le interrogaron, haciéndose pasar por un habitante
de Krasnoiarsk que no había podido llegar a Irkutsk antes
de que las tropas del Emir se hicieran dueñas de la orilla
izquierda del Dinka; agregando que muy probablemente el grueso de
las fuerzas tártaras ya había tomado posiciones
frente a la capital de Siberia.
No podían, pues, perder ni un instante.
Además, el frío se hacía cada vez más
intenso y la temperatura, durante la noche, caía por
debajo de los cero grados, habiéndose formado ya algunos
hielos sobre la superficie del Baikal. La balsa podía
maniobrar fácilmente sobre las aguas del lago, pero no
ocurriría lo mismo en la corriente del Angara, en el caso
de que los tempanos comenzaran a entorpecer su curso.
Por toda esta serie de razones, era preciso que los
fugitivos iniciaran la marcha cuanto antes.
A las ocho de la tarde se largaron amarras y, bajo la
acción de la corriente, la balsa siguió la
línea del litoral. Grandes pértigas manejadas por
aquellos robustos mujiks bastaban para rectificar su rumbo cuando
era preciso.
Un viejo marinero del Baikal había tomado el
mando. Era un hombre de unos sesenta y cinco años, curtido
por las brisas del lago, con una espesa y larga barba blanca
cayéndole sobre el pecho; cubría su cabeza, de
aspecto grave y austero, con un gorro de piel, y
vestía una larga y amplia hopalanda ajustada a la cintura,
que le llegaba hasta los tacones.
El taciturno anciano, sentado a popa, daba las
órdenes por señas y no pronunció ni diez
palabras en diez horas. Por otra parte, toda maniobra se
reducía a mantener la balsa dentro de la corriente que
bordeaba el lago a lo largo del litoral, sin adentrarse en su
interior.
Se ha dicho ya que en la balsa se encontraban rusos de
distinta condición. Efectivamente, a los campesinos
indígenas, hombres, mujeres, ancianos y niños,
se habían unido tres peregrinos, sorprendidos por la
invasión durante su viaje, algunos monjes y un
pope.
Los peregrinos llevaban su báculo y su calabaza
colgando de la cintura e iban salmodiando con voz
plañidera. Uno venía de Ukrania, otro del mar
Amarillo y un tercero de las provincias de Finlandia. Este
último, de avanzada edad, llevaba un pequeño
cepillo, cerrado con un candado, colgando de la cintura, como si
hubiera estado sujeto al pilar de una iglesia. De
las limosnas que recogiera durante su largo y fatigoso viaje,
nada era para él, que ni siquiera poseía la llave
de ese candado, el cual no se abriría hasta su
vuelta.
Los monjes venían del norte del Imperio.
Hacía tres meses que salieron de la ciudad de Arkhangel, a
la que ciertos viajeros, han atribuido el aspecto de cualquier
ciudad oriental. Habían visitado ya las Islas Santas,
cerca de la costa de Carelia; el convento de Solovetsk; el
convento de Troitsa y los de San Antonio y
San Teodosio en Kiev, la antigua
ciudad favorita de los jagallones; el monasterio de Simeonof, en
Moscú; el de Kazan, así como su iglesia de los
Viejos Creyentes, y volvían a Irkutsk con su
hábito, su capuchón y los vestidos de
sarga.
En cuanto al pope, era un sencillo cura de aldea; uno de
esos seiscientos mil pastores del pueblo con que cuenta el
Imperio ruso. Iba tan miserablemente vestido como los propios
campesinos, y es que, en verdad, no era más acomodado que
cualquiera de ellos, porque no teniendo ni rango ni poder en la
Iglesia, precisaba trabajar como cualquiera de ellos su pedazo de
tierra, aparte de bautizar, casar y enterrar. Había podido
sustraer a su mujer e hijos de
las brutalidades de los tártaros, enviándolos a las
Provincias del norte. Él había quedado en su
parroquia hasta el último momento; después se vio
obligado a huir, pero al encontrar cerrada la ruta de Irkutsk no
le quedó más remedio que dirigirse al lago
Baikal.
Estos religiosos, agrupados en la proa de la balsa,
rezaban a intervalos regulares, elevando la voz en medio de la
silenciosa noche y, al final de cada versículo de sus
oraciones, sus labios entonaban el Slava Bogu (Gloria a
Dios).
Durante esta parte de la navegación no se produjo
ningún incidente. Nadia había quedado sumergida en
un profundo sopor y Miguel Strogoff velaba su sueño al
lado de la joven. Sólo a largos intervalos le asaltaba el
sueño y, aun así, su pensamiento estaba siempre
despierto.
Al llegar el día, la balsa, frenada por una
violenta brisa contraria a la dirección de la corriente, se encontraba
todavía a cuarenta verstas de la desembocadura del Angara.
Probablemente no podrían llegar allí antes de las
tres o las cuatro de la tarde. Pero eso no constituía
ningun inconveniente, antes al contrario, porque los fugitivos
descenderían por el río durante la noche y, ocultos
entre las sombras, podrían pasar mas fácilmente
desapercibidos y llegar a Irkutsk.
El único temor que manifestó varias veces
el viejo marinero era el relativo a la formación de
bloques de hielo sobre la superficie de las aguas. La noche
había sido extremadamente fría y se veian numerosos
tempanos deslizarse hacia el oeste bajo el impulso del viento.
Éstos no eran de temer porque no podían desviarse
hacia el Angara, ya que habían sobrepasado su
desembocadura. Pero cabía pensar que si se originaban en
las partes orientales del lago, podrían venir arrastrados
por la corriente y deslizarse entre las dos orillas del
río. Esto podía acarrearles dificultades y posibles
retrasos; puede que hasta algún insuperable
obstáculo detuviera la balsa.
Miguel Strogoff tenía, pues, un inmenso
interés en saber cuál era el estado del lago y si
los témpanos aparecían en gran número. Nadia
se había ya despertado y contestaba a las incesantes
preguntas del correo del Zar, dándole cuenta de cuanto
ocurría sobre la superficie de las aguas.
Pero mientras el intenso frío iba formando
bloques de hielo, otros curiosos fenómenos se
producían en la superficie del Balkal. Unos
magníficos surtidores de agua hirviente brotaban de
algunos de esos pozos arteslanos que la naturaleza
había abierto en el mismo lecho del río. Los
chorros de agua caliente se elevaban a gran altura,
empenachándose de vapores irisados por los rayos del sol,
que el frío condensaba casi al instante. Este curioso
espectáculo hubiera ciertamente maravillado a cualquier
turista que hubiese viajado en plena paz y por puro placer sobre
las aguas de este mar siberiano.
A las cuatro de la tarde, el viejo marinero
señaló la desembocadura del Angara, entre las altas
rocas
graníticas del litoral. Podía distinguirse sobre la
orilla derecha el pequeño puerto de Livenitchnaia, su
iglesia y unas pocas casas edificadas sobre la orilla.
Pero para agravar las circunstancias, los primeros
hielos procedentes del este derivaban ya entre las orillas del
Angara y, por consecuencia, descendían hacia
Irkutsk.
Sin embargo, su número no podía ser
todavía lo suficientemente capaz como para obstruir el
río, ni el frío lo bastante intenso como para
aumentar su tamaño.
La balsa llegó al pequeño puerto y se
detuvo. El viejo marinero había decidido hacer un alto de
una hora con el fin de realizar algunas operaciones
indispensables. Los troncos estaban desunidos y amenazaban
separarse, por lo que era imprescindible volverse a atar
sólidamente a fin de que pudieran resistir la
rápida corriente del Angara.
Durante el verano, el puerto de Livenitchnala es una
estación de llegada Y salida para los viajeros del Baikal,
según se dirijan a Klakhta, última ciudad de la
frontera ruso-china, o
regresen de ella.
Es, pues, un puerto muy frecuentado por los buques de
vapor y por los pequeños barcos de cabotaje del
lago.
Pero en estos momentos Livenitchnaia estaba abandonada.
Sus habitantes no podían quedarse allí porque se
exponían a las depredaciones de los tártaros, que
recorrian ya las dos orillas del Angara. Habían enviado a
Irkutsk la flotilla de barcos que pasan ordinariamente el
invierno en su puerto y, cargados con todo lo que podían
transportar, se habían refugiado a tiempo en la capital de
Siberia oriental.
El viejo marinero, pues, no esperaba recoger nuevos
fugitivos en el puerto de Livenitchnaia,'sin embargo, en el
momento en que se aproximaban a la orilla, dos individuos
salieron corriendo de una casa deshabitada, con toda la rapidez
que les permitían sus piernas.
Nadia, sentada en popa, miraba
distraídamente.
De pronto se le escapó un grito y tomó la
mano de Miguel Strogoff que, al notar el sobresalto de la
muchacha, levantó la cabeza.
-¿Qué tienes, Nadia?
-preguntó.
-Nuestros dos compañeros de viaje,
Miguel.
-¿El inglés
y el francés que encontramos en el desfiladero de los
Urales?
-Sí.
Miguel Strogoff se estremeció, porque
corría peligro de ser desvelado el severo incógnito
del que no quería salir.
Efectivamente, no era a Nicolás Korpanoff a quien
Alcide Jolivet y Harry Blount iban a ver ahora, sino al verdadero
Miguel Strogoff, correo del Zar.
Desde que se separaron en la parada de Ichim, se
había tropezado dos veces con los periodistas. La primera
en el campamento de Zabediero, cuando cruzó la cara de
Ivan Ogareff con un golpe de knut, y la segunda en Tomsk,
cuando fue condenado por el Emir. Sabían, por
consiguiente, a qué atenerse respecto a su verdadera
personalidad.
Miguel Strogoff tomó rápidamente una
decisión.
-Nadia -dijo-, cuando hayan embarcado los dos
extranjeros, ruégales que se sitúen a mi
lado.
Eran, efectivamente, Harry Blount y Alcide Jolivet, a
quienes no el azar, sino la fuerza de los acontecimientos,
había empujado hasta Livenitchnala, como había
empujado también a Miguel Strogoff y a Nadia.
Dijeron que, después de haber asistido a la
entrada de los tártaros en Tomsk, marcharon de allí
antes de la salvaje ejecución con que iba a terminar la
fiesta. No dudaban, pues, que su antiguo compañero de
viaje había sido condenado a muerte e ignoraban que la
sentencia del Emir había sido que le quemaran los
ojos.
Los dos personajes se habían agenciado sendos
caballos, saliendo de Tomsk aquella misma tarde, con el bien
decidido propósito de fechar sus proximas crónicas
desde los campamentos rusos de la Siberia oriental.
Alcide Jolivet y Harry Blount se dirigieron a marchas
forzadas hacia Irkutsk. Esperaban tomarle la suficiente ventaja a
Féofar-Khan y, ciertamente, lo hubiesen conseguido de no
impedírselo la inopinada aparición de esa tercera
columna, llegada de las comarcas del sur por el valle del
Yenisei. Como Miguel Strogoff y Nadia, encontraron el camino
cortado antes de llegar al río Dinka, viéndose en
la necesidad de desviarse hasta el Baikal.
Cuando llegaron a Livenitchnaia encontraron el puerto
completamente abandonado, pero como era imposible entrar en
Irkutsk por ningún otro camino, porque la ciudad estaba
completamente rodeada por el ejército tártaro,
cuando llegó la balsa ya llevaban allí tres
embarazosos días, sin saber qué decisión
tomar.
Los fugitivos les comunicaron sus proyectos y como
ciertamente tenían bastantes probabilidades de que
pudieran pasar desapercibidos durante la noche hasta llegar a
Irkutsk, intentaron la aventura.
Alcide Jolivet se puso inmediatamente en contacto con el
viejo marinero y le pidió pasaje para él y para su
compañero, ofreciéndole pagar el precio que se les
exigiera, fuera cual fuese.
-Aqui no se paga -le respondió con gravedad el
marinero-, se arriesga la vida. Eso es todo.
Los dos periodistas embarcaron y Nadia les vio dirigirse
hacia la proa de la balsa.
Harry Blount era siempre el inglés frío
que apenas le dirigió la palabra durante todo el tiempo
que estuvieron juntos en la travesía de los montes
Urales.
Alcide Jolivet parecía estar un poco mas serio
que de costumbre. Hay que convenir que su seriedad estaba
sobradamente justificada por las circunstancias.
El francés se había ya instalado en la
proa de la balsa cuando notó que una mano se apoyaba en su
hombro. Se volvió y reconoció a Nadia, la hermana
de aquel que era, no Nicolás Korpanoff, sino Miguel
Strogoff, correo del Zar.
Iba a escapársele un grito de sorpresa cuando la
joven llevó un dedo a sus labios, indicándole
silencio.
-Vengan -les dijo Nadia.
Y, con aire de
indiferencia, haciendo a Harry Blount una señal para que
le siguiera, se fueron tras la joven.
Pero si la sorpresa de los periodistas había sido
grande al encontrarse con Nadia sobre la balsa, su asombro no
tuvo límites cuando reconocieron a Miguel Strogoff, al que
no creían vivo.
Cuando se le aproximaron, el correo del Zar
permaneció completamente inmóvil.
Alcide Jolivet se volvió hacia la
joven.
-No les puede ver, señores –dijo Nadia-. Los
tártaros le quemaron los ojos. Mi pobre hermano
está ciego.
Un vivo sentimiento de piedad se reflejó en los
rostros de Alcide Jolivet y su com-pañero.
Segundos después estaban ambos sentados junto a
Miguel Strogoff, estrechando su mano y esperando a que
hablara.
-Señores -dijo Miguel Strogoff en voz baja-,
ustedes no deben saber quién soy ni qué he venido a
hacer en Siberia. Les pido que mantengan mi secreto. ¿Me
lo prometen?
-Por mi honor -respondió Alcide
Jolivet.
-Por mi fe de caballero -agregó Harry
Blount.
-¿Podemos serle útiles en algo?
-preguntó el francés-. ¿Quiere usted que le
ayudemos a cumplir su misión?
-Prefiero llevarla a cabo solo -respondió Miguel
Strogoff.
-¡Pero esos miserables le han quemado los ojos!
—dijo Alcide Jolivet.
-Tengo a Nadia y sus ojos me bastan.
Media hora más tarde, la balsa, después de
haber largado amarras del puerto de Livenitchnaia, se
introducía en el río.
Eran las cinco de la tarde y estaba cerrándose la
noche. Sería una noche muy oscura y, sobre todo, muy
fría, porque la temperatura estaba ya por debajo de los
cero grados.
Alcide Jolivet y Harry Blount habían prometido
guardar el secreto a Miguel Strogoff, pero, sin embargo, no le
abandonaron. Estuvieron conversando en voz baja y el ciego
completó las noticias que
tenía con las que pudieron proporcionarle los dos
periodistas, con lo que pudo hacerse una idea bastante exacta de
la situación.
Era cierto que los tártaros rodeaban Irkutsk y
que las tres columnas invasoras se habían reunido ya. No
podía dudarse de que el Emir e Ivan Ogareff estuvieran
frente a la capital.
Pero ¿por que mostraba el correo del Zar tanta
prisa por llegar a Irkutsk, ahora que ya no podía entregar
al Gran Duque la carta imperial y el hermano del Zar ni siquiera
le conocía?
Alcide Jolivet y Harry Blount no comprendieron esto
más de lo que lo comprendía Nadia.
Por lo demás, no se habló del pasado hasta
el momento en que Alcide Jolivet creyó que era un deber
decir a Miguel Strogoff:
-Nosotros le debemos nuestras excusas por no haberle
estrechado la mano cuando nos despedimos en la parada de
Ichim.
-Estaban en su derecho al creerme un cobarde.
-En cualquier caso -agregó Alcide Jolivet-,
azotó usted magníficamente la cara de ese
miserable. ¡Llevará la marca mucho
tiempo!
-No, no mucho tiempo -contestó sencillamente
Miguel Strogoff.
Media hora después de la salida de Livenitchnaia,
Alcide Jolivet y Harry Blount estaban al corriente de las duras
pruebas por
las que habían tenido que atravesar Miguel Strogoff y su
supuesta hermana. No Podían hacer otra cosa que admirar
sin reservas aquella energía y aquel valor, que
únicamente quedaban igualados por la devoción de la
muchacha.
Pensaron de Miguel Strogoff exactamente lo mismo que
había dicho de él el Zar, en Moscú:
«En verdad, es un hombre.»
La balsa se deslizaba con rapidez entre los bloques de
hielo que arrastraba la corriente del Angara.
Un panorama móvil se desplazaba lateralmente
sobre las dos orillas del río y por una ilusión
óptica
parecía que era aquel aparejo flotante el que estaba
inmóvil ante la sucesión de pintorescas vistas.
Aquí las altas fallas graníticas,
extrañamente perfiladas; allá abruptos desfiladeros
por donde discurría algún río torrencial;
algunas veces, un largo portalón con una ciudad humeante
todavía; después, unos amplios bosques de pinos que
proyectaban brillantes llamaradas. Pero si los tártaros
habían dejado huellas de su paso por todas partes, no se
les veía aún, ya que esperaban agruparse más
estrechamente en los alrededores de Irkutsk.
Durante este tiempo los peregrinos continuaron rezando
en voz baja y el viejo marinero, esquivando los bloques de hielo
que se les echaban encima, mantenía imperturbable la balsa
en el centro de la rápida corriente.
11
Tal como era de prever, dado el estado del tiempo, una
profunda oscuridad envolvía toda la comarca a las ocho de
la tarde. Era luna nueva y, por tanto, el disco dorado no
aparecía en el horizonte. Desde el centro del río
las orillas eran invisibles y los acantilados se
confundían a poca altura con las espesas nubes que apenas
se desplazaban. Algunas ráfagas de aire, que venlan a
veces del este, parecían expirar en el estrecho valle del
Angara.
La oscuridad favorecía en gran medida los
proyectos de los fugitivos. En efecto, aunque los puestos
avanzados de los tártaros estuvieran escalonados sobre
ambas orillas, la balsa tenía muchas probabilidades de
pasar desapercibida.
Tampoco era verosímil que los asediadores
hubieran bloqueado el río más arriba de Irkutsk,
porque sabían que los rusos no podían recibir
ninguna ayuda proveniente del sur de la provincia.
No obstante, dentro de poco sería la misma
naturaleza la que estableciera esa barrera, cuando el frío
cimentase los hielos acumulados entre las dos orillas.
A bordo de la balsa reinaba un absoluto
silencio.
Las voces de los peregrinos no se habían dejado
oír desde que se adentraron en el curso del río.
Todavía rezaban, pero sus rezos sólo eran murmullos
que en forma alguna podían llegar hasta la
orilla.
Los fugitivos, tendidos sobre la plataforma, apenas
rompían con sus cuerpos la línea horizontal del
agua. El viejo marinero, acostado en proa cerca de sus hombres,
se ocupaba únicamente de apartar los bloques de hielo,
maniobra que hacía en el más completo
silencio.
Estos bloques a la deriva, si no llegaban más
adelante a constituir un obstáculo infranqueable,
favorecían a los fugitivos. Efectivamente, el aparejo,
aislado sobre las aguas libres del río, hubiera corrido un
serio peligro, caso de ser localizado incluso a través de
la espesa oscuridad, mi ntras que de esta forma podía
confundirse con esas masas móviles de todos los
tamaños y formas, y el rumor que producía la rotura
de los bloques al chocar entre ellos cubría cualquier otro
ruido sospechoso.
A través de la atmósfera se
propagaba un frío que hacía sufrir cruelmente a los
fugitivos, quienes sólo podían abrigarse con unas
cuantas ramas de abedul. Se apretaban unos contra otros con el
fin de soportar mejor la baja temperatura, que durante aquella
noche llegaría a los diez grados bajo cero. El poco viento
que soplaba, enfriado al atravesar las montañas del este,
mordía las carnes.
Miguel Strogoff y Nadia, tendidos en popa, soportaban
los crecientes sufrimientos sin formular una queja. Alcide
Jolivet y Harry Blount, situados junto a ellos, resistían
como mejor podían aquellos primeros asaltos del invierno
siberiano. Ni unos ni otros hablaban ahora, ni siquiera en voz
baja. Por lo demás, la situación les
absorbía por completo. A cada instante podía
producirse un incidente, sobrevenir un peligro, hasta una
catástrofe de la que no saldrían
indemnes.
Miguel Strogoff, siendo un hombre que esperaba llegar
pronto al final de su largo viaje, parecía estar
singularmente tranquilo. Además, hasta en las más
graves coyunturas, su energía no le había
abandonado jamás. Entreveía ya el momento en que
podría, por fin, permitirse pensar en su madre, en Nadia y
en sí mismo. No temía más que una
última desgracia: que la balsa fuese totalmente detenida
por una barrera de hielo antes de haber llegado a Irkutsk. No
pensaba más que en esto pero, por lo demás, estaba
absolutamente decidido, si no había más remedio, a
intentar cualquier supremo golpe de audacia.
Nadía, gracias al efecto bienhechor de varias
horas de reposo, había recuperado sus fuerzas
físicas, que el sufrimiento había podido quebrantar
algunas veces, sin haber nunca abatido su energia moral.
Pensaba también que en el caso de que Miguel Strogoff
hiciera un nuevo esfuerzo para llegar a su meta, ella
tenía que estar con él para guiarle. Pero, a medida
que iban acercándose a Irkutsk, la imagen de su
padre se dibujaba con mayor nitidez en su espíritu. Lo
veía en la ciudad sitiada, lejos de los seres queridos,
pero -y de esto Nadia no abrigaba ninguna duda- luchando contra
los invasores con todo el ardor de su patriotismo.
Por fin, si el cielo les favorecía, dentro de
pocas horas estaría en sus brazos, transmitiéndole
las últimas palabras de su madre, y ya nada les
separaría jamás. Si el exilio de Wassili Fedor no
había de acabarse, su hija se quedaría exiliada con
él. Pero, por un impulso natural irreprimible, el
pensamiento de Nadia se volvió hacia aquel al que ella
debía el poder ver a su padre, a ese generoso
compañero, ese «hermano» el cual, una vez
rechazados los tártaros, regresaría a Moscú
y puede que ya no volviera a verlo… En cuanto a Alcide Jolivet
y Harry Blount, no tenían más que un mismo y unico
pensamiento: que la situación era extremadamente
dramática y que, bien descrita, les iba a proporcionar una
de las crónicas más interesantes.
El inglés pensaba, pues, en los lectores del
Daily Telegraph, y el francés en los de su
prima Magdalena, pero en el fondo, ambos estaban visiblemente
emocionados.
«¡Tanto mejor! -pensaba Alcide Jolivet-.
¡Es necesario conmoverse para conmover! ¡Creo que hay
un célebre verso a proposito para esto, pero, al diablo si
sé … !
Y sus ejercitados ojos trataban de penetrar las sombras
que envolvían el río.
Sin embargo, grandes resplandores rompían a veces
las tinieblas e iluminaban los grandes macizos de las orillas,
dándoles un fantástico aspecto. Se trataba de
algún bosque en llamas o de alguna ciudad todavía
ardiendo, siniestra representación de los cuadros del
día en contraste con la noche.
El Angara se iluminaba entonces de una margen a la otra
y los hielos se convertían en otros tantos espejos que
reflejaban la luz de las llamas en todas direcciones y de todos
los colores,
desplazándose siguiendo los caprichos de la
corriente.
La balsa, confundida con uno de esos cuerpos flotantes,
pasaba desapercibida.
El peligro no estaba allí.
Pero un peligro de otra naturaleza amenazaba a los
fugitivos. Éstos no podían preverlo y, sobre todo,
no podían hacer nada por evitarlo.
Fue a Alcide Jolivet a quien el azar eligio para
localizarlo; véase en qué
circunstancias:
El periodista estaba acostado sobre la parte derecha de
la balsa, habiendo dejado que su mano rozase la superficie del
agua. De pronto, fue sorprendido por la impresión que le
produjo el contacto de la corriente en su superficie.
Parecía ser de consistencia viscosa, como si se tratase de
aceite
mineral.
Alcide Jolivet, corroborando con el olfato lo que
había sentido con el tacto, ya no se equivocaba.
¡Era, con seguridad, una capa de nafta
líquida que la corriente arrastraba sobre la superficie
del agua!
¿Flotaba realmente la balsa sobre esta sustancia
tan eminentemente combustible? ¿De dónde
procedía la nafta? ¿Había sido derramada en
la superficie del Angara por un fenómeno natural, o
debía servir como ingenio destructor puesto en
práctica por los tártaros? ¿Querían
incendiar Irkutsk por unos medios que las leyes de la
guerra no
justificaban jamás entre naciones civilizadas?
Tales fueron las preguntas que se hizo Alcide Jolivet,
pero creyó que no debía poner al corriente de este
incidente a nadie más que a Harry Blount, y ambos
estuvieron de acuerdo en que no debían alarmar a sus
compañeros de viaje revelándoles el nuevo peligro
que les amenazaba.
Como se sabe, el subsuelo de Asia central es
como una esponja impregnada de hidrocarburos
líquidos. En el puerto de Bakú, sobre la frontera
persa; en la península de Abcheron, sobre el mar Caspio;
en Asia Menor; en China; en Yug-Hyan y en el Birman, los
yacimientos de aceites minerales brotan
a millares en la superficie de los terrenos. Es el
«país del aceite», parecido al que lleva ese
mismo nombre en Norteamérica.
Durante ciertas fiestas religiosas, principalmente en
Bakú, los indígenas, adoradores del fuego, lanzan a
la superficie del mar la nafta líquida, que flota gracias
a que tiene una densidad inferior
a la del agua. Después, una vez que llega la noche, cuando
la mancha mineral se ha esparcido por el Caspio, la inflaman para
admirar aquel incomparable espectáculo de un océano
de fuego ondulado a impulsos de la brisa.
Pero lo que en Bakú no es mas que una
diversión, en las aguas del Angara sería un mortal
desastre si, intencionadamente o por imprudencia, una chispa
inflamara el aceite, el incendio se propagaría más
allá de Irkutsk.
En cualquier caso, sobre la balsa no era de temer
ninguna imprudencia pero sí que había que temer los
incendios que se propagaban por las dos orillas del Angara,
porque bastaba que una brasa o una chispa cayera en el río
para incendiar aquella corriente de nafta.
Se comprende los temores de Alcide Jolivet y Harry
Blount, los cuales, en presencia de aquel nuevo peligro se
preguntaban si no sería preferible acercar la balsa a una
de las orillas, desembarcar y esperar los
acontecimientos.
-En cualquier caso -dijo Alcide Jolivet-, cualquiera que
sea el peligro, yo sé de uno que no va a
desembarcar.
Al decir esto aludía a Miguel
Strogoff.
Mientras tanto, la balsa se deslizaba rápidamente
entre los bloques de hielo, cuyo número aumentaba cada vez
más.
Hasta entonces no habían divisado ningún
destacamento tártaro sobre las márgenes del Angara,
lo que indicaba que la balsa no había llegado
todavía a la altura de los puestos más avanzados.
Sin embargo, hacia las diez de la noche, Harry Blount
creyó distinguir numerosos cuerpos negros que se movian en
la superficie de los témpanos. Aquellas sombras saltaban
de un bloque a otro y se aproximaban
rápidamente.
-¡Tártaros! -pensó.
Y deslizándose hacia el viejo marinero, situado
en proa, le mostró aquel sospechoso movimiento.
-No son más que lobos –dijo-. Los prefiero a los
tártaros, pero será preciso que nos defendamos, y
sin hacer ruido.
En efecto, los fugitivos tuvieron que luchar contra esos
feroces carniceros a los que el hambre y el frío lanzaban
a través de la provincia. Los lobos habían olido a
los fugitivos de la balsa y pronto los atacaron.
Se veían precisados a luchar contra esas bestias,
pero no podían emplear armas de fuego,
porque las posiciones tártaras podían encontrarse
muy cerca de allí. Las mujeres y los niños se
agruparon en el centro de la balsa, y los hombres, unos armados
con pértigas, otros con cuchillos y la mayor parte con
palos, se vieron obligados a rechazar a los asaltantes. Ellos no
dejaban oír un solo grito, pero los aullidos de los lobos
desgarraban el aire.
Miguel Strogoff no había querido permanecer
inactivo y se había tendido en el costado de la balsa
atacado por la jauría de carniceros. Sacando su cuchillo,
cada vez que un lobo se ponía a su alcance, su mano
sabía hundirle la hoja en la garganta.
Harry Blount y Alcide Jolivet no permanecieron pasivos y
desplegaron una gran actividad, secundados con todo coraje por
sus compañeros balsistas.
Toda esta matanza de lobos se desarrollaba en silencio,
aunque varios de los fugitivos no habían podido evitar
graves mordeduras de los atacantes.
Sin embargo, la lucha no parecía tener un final
inmediato. La jauría de lobos se renovaba sin cesar, por
lo que era preciso que la orilla derecha del Angara estuviera
infestada de esos animales.
-¡Esto no terminará nunca! -dijo Alcide
Jolivet.
Y, de hecho, media hora después del comienzo del
asalto, los lobos corrían a centenares por encima de los
bloques de hielo.
Los fugitivos, extenuados por el cansancio, se
debilitaban visiblemente y estaban perdiendo la batalla. En ese
momento, un grupo de diez
lobos de gran tamaño, enfurecidos por la cólera
y el hambre, con los ojos brillantes como ascuas en la sombra,
invadieron la plataforma de la balsa. Alcide Jolivet y su
compañero se lanzaron en medio de aquellos temibles
animales, y Miguel Strogoff, arrastrándose hacia ellos,
iba ya a intervenir en la desigual lucha cuando, de pronto, se
produjo un cambio de frente.
En varios segundos, los lobos hubieron abandonado, no
sólo la balsa, sino también los bloques de hielo
esparcidos por el río. Todos, aquellos cuerpos negros se
dispersaron y pronto se hizo patente que habían alcanzado
la orilla derecha del río a toda velocidad.
Es que los lobos necesitan las tinieblas para actuar y
en aquel momento, una intensa claridad iluminaba todo el curso
del Angara.
Se trataba de la iluminación de un inmenso incendio. La
villa de Poshkavsk ardía enteramente. Esta vez los
tártaros estaban allí, rematando su obra. A partir
de aquel punto, ocupaban las dos orillas del río hasta
Irkutsk.
Los fugitivos llegaban, por tanto, a la zona más
peligrosa de su travesía, y todavía se encontraban
a treinta verstas de la capital.
Eran las once y medía de la noche y la balsa
continuaba deslizándose en medio de los hielos, con los
cuales se confundía totalmente; pero de vez en cuando
llegaban hasta ella grandes chorros de luz, por lo que los
fugitivos tuvieron que aplastarse contra la plataforma, no
permitiéndose el menor movimiento que pudiera
traicionarlos.
El incendio del pueblecito se operaba con una violencia
extraordinaria. Sus casas, hechas de madera de
pino, ardían como teas y eran ciento cincuenta las que
ardían a la vez. A las crepitaciones del incendio se
mezclaban los aullidos de los tártaros. El viejo marinero,
tomando como punto de apoyo los témpanos cercanos a la
balsa, había conseguido acercarla hacia la orilla derecha,
separándola a una distancia de tres o cuatrocientos pies
de las playas encendidas de Poshkavsk.
Sin embargo, los fugitivos eran muchas veces iluminados
por las llamas, y podían ser localizados si los
incendiarios no hubiesen estado tan absortos en la
destrucción de la villa. Pero se comprenderá
cuáles debían de ser los temores de Alcide Jolivet
y Harry Blount, cuando pensaban en aquel líquido
combustible sobre el que flotaba la balsa.
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