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Julio Verne – La vuelta al mundo en 80 días (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6

X

Nadie ignora que la India —ese
gran triángulo inverso cuya base está en el Norte y
la punta al Surcomprende una superficie de un millón
cuatrocientas mil millas cuadradas, sobre la cual se halla
desigualmente esparcida una población de ciento ochenta millones de
habitantes. El gobierno
británico ejerce un dominio real
sobre cierta parte de este inmenso país. Tiene un
gobernador general en Calcuta, gobernadores en Madrás, en
Bombay, en Bengala, y un teniente gobernador en Agra.

Pero la India inglesa, propiamente dicha, sólo
cuenta una superficie de cuatrocientas mil millas cuadradas y una
población de ciento a ciento diez millones de habitanes.
Mucho decir es que una notable parte del territorio se haya
librado hasta hoy de la autoridad de
la Reina; y en efecto, entre algunos rajaes del interior, fieros
y terribles, la independencia
india es todavía absoluta.

Desde 1756 -época en que se fundó el
primer establecimiento inglés
en el sitio ocupado hoy por la ciudad de Madrás, hasta el
año en que estalló la gran insurrección de
los cipayos, la célebre Compañía de las
Indias fue omnipotente. Iba agregado a sus dominios poco a poco
las diversas provincias adictas a los rajaes por medio de rentas
que no pagaba o pagaba mal; nombraba un gobernador general y
todos los empleados civiles y militares: pero ahora ya no existe,
y las posesiones inglesas de la India dependen directamente de la
Corona.

Por eso el aspecto, las costumbres, las divisiones
etnográficas de la península, tienden a modificarse
diariamente. Antes se viajaba por todos los antiguos medios de
transporte, a
pie, a caballo, en carro, en carretilla, en litera, a cuestas de
otro, en coach, etc. Ahora unos barcos de vapor recorren a gran
velocidad el
Indus y el Ganges, y un ferrocarril, que atraviesa la India en
toda su anchura ramificándose en su trayecto, pone a
Bombay a tres días tan sólo de Calcuta.

El trazado de este ferrocarril no sigue la línea
recta a través de la India. La distancia a vuelo de
pájaro, no es más que de mil a mil cien millas, y
los trenes, aun con la velocidad media, no emplearían tres
días en el trayecto; pero esta distancia está
aumentada en una tercera parte al menos, por la curva que
describe el camino, elevándose hasta Allahabad, al Norte
de la península.

He aquí, en suma, el trazado del "Great Indian
Peninsular Railway". Partiendo de Bombay atraviesa Salcette,
salta al continente enfrente de Tannab, cruza la sierra de los
Ghats Occidentales, corre al Noroeste hasta Burhampur, surca el
territorio casi independiente de Buidelkund, se eleva hasta
Allahabad, se inclina al Este, encuentra al Ganges en
Benarés, se desvía ligeramente, y volviendo al
Sureste por Burdiván y la ciudad francesa de Chandemagor,
va a formar cabeza de línea en Calcuta.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando los pasajeros
del "Mongolia" habían desembarcado en Bombay y el tren de
Calcuta salía a las ocho en punto.

Mister Fogg se despidió de sus compañeros,
salió del vapor, dio a su criado la orden de hacer algunas
compras, le
recomendó expresamente que estuviera antes de las ocho en
la estación, y con su paso regular, que batía como
el péndulo de un reloj astronómico, se
dirigió a la oficina de
pasaportes.

Por consiguiente, nada pensaba ver de las maravillas de
Bombay, ni la municipalidad, ni la magnífica biblioteca, ni
los fuertes, ni los docks, ni el mercado de
algodones, ni los bazares, ni las mezquitas, ni las sinagogas, ni
las iglesias armenias, ni la espléndida pagoda de
Malebar-Hill, adomada con dos torres poligonales. No
contemplaría ni las obras maestras de Elefanta, ni sus
misteriosas hipogeas, ocultas al sureste de la rada, ni las
grutas kankerias de la isla de Salcette; esos admirables
vestigios de la arquitectura
budista.

¡No, nada! Al salir de la oficina de pasaportes,
Phileas Fogg se fue sosegadamente a la estación, y
allí se hizo servir la comida. Entre otros manjares, el
fondista creyó deber recomendarle cierto guisado de conejo
del país, que le ponderó mucho.

Phileas Fogg aceptó el guisado y lo probó
concienzudamente, pero, a pesar de la salsa, lo halló
detestable.

Llamó al fondista.

-Señor -le dijo mirándole cara a cara-,
¿es esto conejo?

-Sí, milord -respondió descaradamente el
perillán-, conejo de esta tierra.

-¿Y no ha mayado cuando lo han matado?

-¡ Mayado! ¡ Oh, mi lord! ¡ Un conejo!
Os juro…

-Señor fondista -replicó con frialdad
mister Fogg-, no juréis, y acordaos de esto: antiguamente,
en la India, los gatos eran animales
sagrados. Era el buen tiempo.

-¿Para los gatos, milord?

-Y tal vez también para los viajeros.

Después de esta observación, mister Fogg siguió
comiendo con calma.

Algunos instantes después de mister Fogg, el
agente Fix había desembarcado también del
"Mongolia" y se había ido corriendo a vera al director de
la policía de Bombay. Le dio a conocer la misión de
que estaba encargado y su situación respecto del presunto
autor del robo. ¿Se había recibido de Londres una
orden de prisión?… No se había recibido nada. Y
en efecto, la orden no podía haber llegado
todavía.

Fix quedó desconcertado. Quiso conseguir del
director la orden, pero le fue negada. Era asunto que
competía a la
administración metropolitana, siendo ella quien
sólo podía dar legalmente un mandato de
prisión. Esta severidad de principios, esta
observancia rigurosa de la ley, se explica
perfectamente por las costumbres inglesas, que en materia de
libertad
individual no admiten ninguna arbitrariedad.

Fix no insistió, y comprendió que
debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió
no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo
el tiempo que estuviera en Bombay. No tenía duda de que
allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg,
convicción de que participaba Picaporte, lo cual
daría lugar a la llegada del mandato.

Pero desde las últimas órdenes que le
había dado su amo, Picaporte había comprendido que
sucedería, en Bombay lo que en Suez y París, y que
el viaje no terminaría allí y se proseguiría
por lo menos hasta Calcuta y quizá más lejos. Y
empezó a pensar si la apuesta sería cosa formal, y
si la fatalidad no le llevaría a él, que
quería vivir descansado, a dar la vuelta al mundo en
ochenta días.

Entretanto, y después de haber comprado algunas
camisas y calcetines, se paseaba por las calles de Bombay.
Había gran concurrencia, y en medio de europeos de todas
procedencias se veían persas con gorro puntiagudo, bunhyas
con turbantes redondos, sindos con bonetes cuadrados, armenios
con traje largo y parsis con mitra negra.

Era precisamente una fiesta que celebraban los parsis o
gnebros, descendientes directos de los sectarios de Zoroastro,
que son los más industriosos, los más civilizados,
los más inteligentes, los más austeros de los
indios, raza a que pertenecen hoy los comerciantes más
ricos de Bombay. Aquel día celebraban una especie de
carnaval religioso, con procesiones y festejos, en los cuales
figuraban bayaderas vestidas de gasas recarnadas de oro y plata, y
que al son de gaitas y tamtams danzaban maravillosamente, y por
otra parte con perfecta cadencia.

Superfluo es insistir aquí en qué
ceremonias, siendo todo ojos y oídos Picaporte contemplaba
tan curiosas ceremonias para ver y escuchar, y dando a su
fisonomía la facha del papanatas más perfecto que
imaginarse pueda.

Desgraciadamente para él y su amo, cuyo viaje por
poco comprometió, su curiosidad lo llevó más
lejos de lo que convenía.

Después de haber visto ese carnaval parsi,
Picaporte se dirigía a la estación, cuando al pasar
por delante de la admirable pagoda de Malebar-Hill tuvo la
desventurada idea de visitarla por dentro.

Ignoraba dos cosas: primero, que la entrada de ciertas
pagodas hindúes está formalmente prohibida a los
cristianos, y segundo, que aun los mismos creyentes no pueden
entrar sino dejando el calzado a la puerta. Hay que notar
aquí que, por razones de sana política, el gobierno
inglés, respetando y haciendo respetar hasta en sus
más insignificantes pormenores la religión del
país, castiga con severidad a quienquiera que infrinja sus
prácticas.

Picaporte entró sin pensar en lo que
hacía, como un simple viajero, y admiraba el deslumbrador
oropel de la ornamentación bramánica cuando de
repente fue derribado sobre las sagradas losas del pavimento.
Tres sacerdotes con mirada furiosa, se arrojaron sobre él,
le arrancaron zapatos y calcetines y comenzaron a molerlo a
golpes, prorrumpiendo en salvaje gritería.

El francés, vigoroso y ágil, se
levantó con viveza. De un puñetazo y un
puntapié derribó a dos adversarios muy entorpecidos
por su traje talar y lanzándose fuera de la pagoda con
toda la velocidad de sus piernas, dejó muy presto
atrás al tercer indio, que había salido en su
seguimiento amotinando a la multitud.

A las ocho menos cinco, algunos minutos antes de marchar
el tren, sin sombrero, descalzo y habiendo perdido su paquete de
compras, Picaporte llegaba al ferrocarril.

Allí en el andén estaba Fix, que
había seguido a Fogg hasta la estación,
comprendiendo que este tunante se iba de Bombay. Tomó la
inmediata resolución de acompañarlo hasta Calcuta,
y más lejos si preciso fuese. Picaporte no vio a Fix que
estaba en la sombra, pero Fix oyó la relación de
las aventuras que Picaporte estaba brevemente haciendo a su
amo.

-Espero que no os volverá a suceder
-respondió simplemente Phileas Fogg tomando asiento en uno
de los vagones del tren.

El pobre mozo, desconcertado y descalzo, siguió a
su amo sin hablar palabra.

Fix iba a subir en otro vagón, cuando lo detuvo
una idea que modificó súbitamente su proyecto de
partida.

-No; me quedo -dijo-. Un delito cometido
en territorio indio… Ya tengo asegurado a mi hombre.

En aquel momento la locomotora dio un vigoroso silbido,
y el tren desapareció en la oscuridad.

XI

El tren había salido a la hora reglamentaria.
Llevaba cierto número de viajeros, algunos oficiales,
funcionarios civiles y comerciantes de opio y de añil a
quienes llamaba su trafico a la parte oriental de la
península.

Picaporte ocupaba el mismo compartimiento que su amo. Un
tercer viajero estaba en el rincón opuesto.

Era el brigadier general sir Francis Cromarty, uno de
los compañeros de juego de
mister Fogg durante la travesía de Suez a Bombay, que iba
a reunirse con sus tropas acantonadas cerca de
Benarés.

Sir Francis Cromarty, alto, rubio, de cincuenta
años de edad, que se había distinguido mucho en la
guerra de los
cipayos, hubiera verdaderamente merecido a calificación de
indígena. Desde su joven edad habitaba en India y no
había ido sino muy raras veces a su país natal. Era
hombre instruido, que de buena gana hubiera dado informes sobre
los usos, historia y organización del país indio, si
Phileas Fogg hubiese sido hombre capaz de pedirlos. Pero este
caballero no pedía nada. No viajaba, sino que estaba
escribendo una circunferencia. Era un cuerpo grave recorriendo
una órbita alrededor del globo terrestre, según las
leyes de la
mecánica racional. En aquel momento
rectificaba para sus adentros el cálculo de
las horas empleadas desde su salida de Londres, y se hubiera dado
un restregón de manos, a no ser enemigo de movimientos
inútiles.

No había dejado sir Francis Cromarty de reconocer
la originalidad de su compañero de viaje, bien que no lo
hubiera estudiado sino con los naipes en la mano. Tenía,
pues, fundamento para indagar si el corazón
humano que latía bajo aquella corteza, si Phileas Fogg,
poseía un alma sensible
a las bellezas de la naturaleza y a
las aspiraciones morales. Era esto para él cuestión
de ventilar. De todos los seres originales que el brigadier
general había encontrado, ninguno era comparable con ese
producto de
las ciencias
exactas.

Phileas Fogg no había ocultado a sir Francis
Cromarty su proyecto de viaje alrededor del mundo ni las
condiciones en que Jo verificaba. El brigadier general no vio en
esta apuesta más que una excentricidad sin objeto
útil, ni razonable. En el modo de proceder del
extravagante gentleman lo pasaría evidentemente sin hacer
nada ni por sí mismo ni por sus semejantes.

Una hora después de haber salido de Bombay, el
tren, salvando los viaductos, había atravesado la isla
Salcette y corría sobre el continente. En la
estación de Callyan, dejó a la derecha el ramal
que, por Kandallah y Punah, desciende al suroeste de la India, y
luego a la estación de Pauwll. Aquí entró en
las montañas muy ramificadas de los Gahts Occidentales,
sierra con base de basalto, cuyas altas cumbres están
cubiertas de espesos montes.

De vez en cuando, sir Francis Cromarty y Phileas Fogg
cruzaban algunas palabras, y en este momento el brigadier
general, procurando animar una conversación que con
frecuencia languidecía, dijo:

-Hace algunos años, mister Fogg, que
hubiérais tenido aquí un atraso que probablemente
hubiera comprometido vuestro itinerario.

-¿Por qué, sir Francis?

-Porque el ferrocarril terminaba al pie de estas
montañas, que era necesario atravesar en palanquín
o a caballo hasta la estación de Kandallah, situada a la
vertiente opuesta.

-Esta tardanza no hubiera de modo alguno descompuesto el
plan de mi
programa
-respondió mister Fogg-. No he dejado de prever la
eventualidad de ciertos obstáculos.

-Sin embargo, mister Fogg -repuso el brigadier general-,
habéis estado a punto
de cargar con muy mal negocio por la aventura de ese
mozo.

Picaporte, con los pies envueltos en la manta de viaje,
dormía profundamente, sin soñar que se hablaba de
él.

-El gobierno inglés es muy severo con
razón, por ese género de
delitos
-repuso sir Francis Cromarty-. Atiende más que todo a que
se respeten los usos religiosos de los indios, y si hubiesen
agarrado a vuestro criado…

-Y bien, agarrándole, sir Francis
-respondió mister Fogg- le habrían condenado y
después de sufrir su pena hubiera vuelto tranquilamente a
Europa. ¡No
veo por qué ese asunto tendría que perjudicar a su
amo!

Y con esto la conversación se enfrió de
nuevo. Durante la noche, el tren atravesó los Ghats,
pasó por

Nassik, y al día siguiente 21 de octubre,
corría por un territorio casi llano formado por la comarca
del Khandeish. La campiña, bien cultivada, estaba llena de
villorrios, sobre los cuales el minarete de la pagoda reemplazaba
al campanario de la iglesia
europea. Esta región fértil estaba regada por
numerosos arroyuelos, afluentes la mayor parte o subafluentes del
Godavery.

Picaporte, despierto ya, miraba y no podía creer
que atravesaba el país de los indios en un tren del "Great
Peninsular Railway". Esto te parecía inverosímil,
y, sin embargo, nada más positivo. La locomotora, dirigida
por el brazo de un maquinista inglés y caldeada con hulla
inglesa, despedía el humo sobre las plantaciones de
algodón, café,
moscada, clavillo y pimienta. El vapor se contorneaba en
espirales alrededor de los grupos de
palmeras, entre las cuales aparecían pintorescos bungalows
y algunos viharis, especie de monasterios abandonados, y templos
maravillosos enriquecidos por la inagotable ornamentación
de la arquitectura hindú. Después, habia inmensas
extensiones de tierra que se dibujaban hasta perderse de vista;
juncales donde no faltaban ni las serpientes ni los tigres
espantados por los resoplidos del tren y, por último,
selvas perdidas por el trazado del camino, frecuentadas
todavía por elefantes que miraban con ojo pensativo pasar
el disparado convoy.

Durante aquella mañana, más allá de
la estación de Malligaum, los viajeros atravesaron este
territorio funesto tantas veces ensangrentado por los sectarios
de la diosa Kali. Cerca se elevaba Elora con sus pagodas
admirables, no lejos la célebre Aurungabad, la capital del
indómito
Aurengyeb, ahora simple capital de una de las provincias
agregadas del reino de Nizam. En esta región era donde
Feringhea, el jefe de los thugs, el rey de los estranguladores,
ejercía su dominio. Estos asesinos, unidos por un lazo
impalpable, estrangulaban, en honor de la diosa de la Muerte,
víctimas de toda edad, sin derramar nunca sangre y hubo un
tiempo en que no se podía recorrer paraje alguno de aquel
terreno sin hallar algún cadáver. El gobierno
inglés ha podido impedir en gran parte esos asesinatos;
pero la espantosa asociación sigue existiendo y funciona
todavía.

A las doce y media, el tren se detuvo en la
estación de Burhampur, y Picaporte pudo procurarse a
precio de oro
un par de babuchas, adornadas con abalorios.

Los viajeros almorzaron con rapidez y salieron para la
estación de Assurghur, después de haber costeado el
río Tapty, que desagua en el golfo de Caniboya, cerca de
Surate.

Es oportuno dar a conocer los pensamientos que ocupaban
entonces el ánimo de Picaporte. Hasta su llegada a Bombay,
había creído y podido creer que las cosas no
pasarían de aquí. Pero ahora, desde que
corría a todo vapor al través de la India, se
había verificado un cambio en su
ánimo. Sus inclinaciones naturales reaparecían con
celeridad. Volvía a sus caprichosas ideas de la juventud,
tomaba por lo serio los proyectos de su
amo, creía en la realidad de la apuesta, y por
consiguiente en la vuelta al mundo y en el maximum de tiempo que
no debía excederse. Se inquietaba ya por las tardanzas
posibles y por los accidentes que
podían sobrevenir en el camino.

Se sentía como interesado en esta apuesta, y
temblaba a la idea que tenía de haberia podido comprometer
la víspera con su imperdonable estupidez. Por eso, siendo
mucho menos flemático que mister Fogg, estaba mucho
más inquieto. Contaba y volvía a contar los
días transcurridos, maldecía las paradas del tren,
lo acusaba de lentitud y vituperaba "in pectore" a mister Fogg
por no haber prometido una prima al maquinista. No sabía
el buen muchacho que lo que era posible en un vapor no
tenía aplicación en un ferrocarril, cuya velocidad
era reglamentaria.

Por la tarde se cruzaron los desfiladeros de las
montañas de Suptur, que separan el territorio de Khandeish
del de Bundeikund.

Al siguiente día, 22 de octubre, respondiendo a
una pregunta de sir Francis Cromarty, Picaporte, después
de consultar su reloj, dijo que eran las tres de la
mañana. Y en efecto, ese famoso reloj, siempre areglado
por el meridiano de Greenwich, que estaba a cerca de setenta
grados al Oeste, debía atrasar y atrasaba en efecto cuatro
horas.

Sir Francis rectificó por consiguiente la hora
dada por Picaporte, a quien hizo la misma observacion que ya le
tenía hecha Fix. Y trató de hacerle comprender que
debía arreglar su reloj por cada nuevo meridiano, y que,
caminando constantemente hacia el sol, los
días eran más cortos tantas veces cuatro minutos
como grados se recorrían. Todo fue inútil. Hubiese
o no comprendido la observación del brigadier general, el
obstinado Picaporte no quiso adelantar su reloj, conservando
invariablemente la hora de Londres. Manía inocente, por
otra parte, y que no hacía daño a
nadie.

A las ocho de la mañana, y a quince millas antes
de la estación de Rothal, el tren se detuvo en medio de un
extenso claro del bosque, rodeado de "bungalows" y de
cabañas de obreros. El conductor del tren pasó
delante de la línea de vagones diciendo:

-Los viajeros se apean aquí.

Phileas Fogg miró a sir Francis Cromarty, que
pareció no comprender nada de esta detención en
medio de un bosque de tamarindos y de khajoures.

Picaporte, no menos sorprendido, se lanzó a la
vía y volvió casi al punto exclamando:

-¡Señor, ya no hay ferrocarril!

-¿Qué queréis decir?
-Preguntó sir Francis Cromarty.

–Quiero decir que el tren no sigue.

El brigadier general descendió al instante del
vagón. Phlleas Fogg lo siguió sin darse prisa.
Ambos se dirigieron al conductor.

-¿Dónde estamos? -Preguntó sir
Francis Cromarty.

-En la aldea de Kholby -respondió el
conductor.

-¿Nos paramos aquí?

-Sin duda. El ferrocarril no está
concluido.

-¡Cómo! ¿No está
concluido?

-No. Falta un trozo de cincuenta millas entre este punto
y Hallahabad, donde se vuelve a tomar la vía.

-¡Sin embargo, los periódicos han anunciado
la apertura completa del ferrocarril!

-¡Qué quereis! Los periódicos se han
equivocado.

-¡Y dais billetes desde Bombay a Calcuta!
-Replicó sir Francis que empezaba a acalorarse.

-Sin duda -replicó el conductor- pero los
viajeros saben muy bien que deben hacerse trasladar de Kholby a
Hallahabad.

Sir Francis Cromarty estaba furioso. Picaporte hubiera
de buena gana acogotado al conductor. Ya no podía
más, no se atrevía a mirar a su amo.

-Sir Francis –dijo sencillamente mister Fogg-, vamos a
discurrir, si lo queréis, el medio de llegar a
Hallahabad.

-Mister Fogg, se trata aquí de una tardanza
absolutamente perjudicial a vuestros intereses.

-No, sir Francis, ya estaba prevista.

-¡Cómo! ¿Sabíais que la
vía?…

-De nigún modo; pero sabía que un
obstáculo cualquiera surgiría tarde o temprano en
el camino. Ahora bien, no hay nada comprometido. Tengo dos
días de adelanto que sacrificar. Hay un vapor que sale de
Calcuta para Hong-Kong el 25 al mediodía. Estamos a 22 y
llegaremos a tiempo a Calcuta.

No había nada que decir ante una respuesta dada
con tan completa seguridad.

Demasiado era cierto que los trabajos del ferrocarril
terminaban allí. Los periódicos son como algunos
relojes que tenían la manía de adelantar, y
habían anunciado prematuramente la conclusión de la
línea. La mayor parte de los viajeros conocían esa
interrupción de la vía, y al apearse del tren se
habían apoderado de los vehículos de todo
género que había en el villorrio, paikigharis de
cuatro ruedas, carretas arrastradas por unos zebús,
especie de bueyes de giba, carros de viaje semejantes a pagodas
ambulantes, palanquines, caballos, etc. Así es que mister
Fogg y sir Francis, después de haber registrado toda la
aldea, se volvieron sin haber encontrado nada.

-Iré a pie –dijo Phileas Fogg.

Picaporte, que entonces se reunía con su amo,
hizo un ademán significativo al considerar sus
magníficas babuchas. Por fortuna había ido
también de descubierta por su parte, y titubeando un poco,
dijo:

-Señor, me parece que he hallado un medio de
transporte.

-¿Cuál?

-¡Un elefante! ¡Un elefante que pertenece a
un indio que vive a cien pasos de aquí!

-Vamos a ver el elefante -respondió mister
Fogg.

Cinco minutos después, Phileas Fogg, sir Francis
Cromarty y Picaporte llegaban cerca, de una choza adherida a una
cerca formada por altas empalizadas. En la choza habia un indio,
y en la cerca, un elefante. El indio introdujo a mister Fogg y a
sus dos compañeros en la cerca.

Allí se encontraron en presencia de un animal
medio domesticado, que su propietario domaba, no para hacerlo
animal de carga, sino de pelea. Con este fin había
comenzado por modificar el carácter naturalmente apacible del
elefante, procurando conducirlo gradualmente a ese paroxismo de
furor llamado "muths" en lengua india,
y esto manteniéndolo durante ti es meses con azúcar
y manteca. Este tratamiento puede parecer poco a
propósrito para obtener semejante resultado, pero no deja
de ser empleado con éxito
por los criadores.

Afortunadamente para Fogg, el elefante en
cuestión llevaba poco tiempo de ese régimen, y el
"muths" no se había declarado todavía.

Kiouni -así se llamaba el animal- podía,
como todos sus congéneres, hacer durante mucho tiempo una
marcha rápida, y, a falta de otra cabalgadura, Phileas
Fogg resolvió utilizarlo.

Pero los elefantes son caros en la India, donde
comienzan a escasear. Los machos que convienen para las luchas de
los circos, son muy solicitados. Estos animales no se reproducen
sino raras veces cuando están domesticados, de tal suerte,
que solamente pueden obtenerlos cazándolos. Por eso
están muy cuidados; y cuando mister Fogg preguntó
al indio si quería alquilarle su elefante, el indio se
negó a ello resueltamente.

Fogg insistió y ofreció un precio excesivo
por el animal, diez libras por hora. Denegación.
¿Veinte libras? Denegación también.
¿Cuarenta libras? Siempre la misma denegación.
Picaporte brincaba a cada puja. Pero el indio no se dejaba
tentar.

Era una buena suma, sin embargo. Suponiendo que el
elefante echase quince horas hasta Allahabad, eran seiscientas
libras lo que producía para su dueño.

Phileas Fogg, sin acalorarse, propuso entonces la compra
del animal y le ofreció mil libras.

El indio no quería vender. Tal vez el
perillán olfateaba un buen negocio.

Sir Francis Cromarty llevó a mister Fogg aparte y
le recomendó que reflexionase antes de excederse Phileas
Fogg respondió a su compañero que no tenía
costumbre de obrar sin reflexión, que se trataba, en fin
de cuentas, de una
apuesta de veinte mil libras, que ese elefante le era necesario,
y que aun pagándolo veinte veces más de lo que
valía, lo poseería.

Mister Fogg se acercó de nuevo al indio, cuyos
ojuelos encendidos por la codicia dejaron ver que no se trataba
para él sino de una cuestión de precio. Phileas
Fogg ofreció sucesivamente mil doscientas libras,
después mil quinientas, en seguida mil ochocientas, y por
último dos mil. Picaporte, tan coloradote de ordinario,
estaba pálido de emoción.

A las dos mil libras el indio se
entregó.

-¡Por mis babuchas –exclamó Picaporte-, a
buen precio hay quien pone la carne de elefante!

Arreglado el negocio, ya no faltaba más que
guía, lo cual fue más fácil. Un joven parsi,
de rostro inteligente, ofreció sus servicios.
Mister Fogg aceptó y le prometió una gruesa
remuneración, lo cual no podía menos de contribuir
a redoblar su inteligencia.

Sacaron y equiparon al elefante sin tardanza. El parsi
conocía perfectamente el oficio de "mahut" o cornac.
Cubrió con una especie de hopalanda los lomos del elefante
y dispuso por cada lado dos especies de cuévanos bastante
poco confortables.

Phileas Fogg pagó al indio en billetes de
Banco, que
extrljo del famoso saco. Parecía ciertamente que se
sacaban de las entrañas de Picaporte. Después,
mister Fogg ofreció a sir Francis Cromarty trasladarlo a
la estación de Hallahabad. El brigadier general
aceptó. Un viajero más no podía fatigar al
gigantesco elefailte.

Se compraron víveres en Kholby. Sir Francis
Cromarty tomó asiento en uno de los cuévanos, y
Phileas Fogg en otro. Picaporte montó a horcqiadas sobre
la hopalanda entre su amo y el brigadier general. El parsi se
colocó sobre el cuello del elefante, y a las nueve
salían del villorrio y penetraban por el camino más
corto en la frondosa selva de esas palmeras asiáticas
llamadas plataneros.

XII

A fin de abreviar la distancia, el guía
dejó a la derecha el trazado de la vía cuyos
trabajos se estaban ejecutando. El ferrocarril, a causa de los
obstáculos que ofrecían las caprichosas
ramificaciones de los montes Vindhias, no seguía el camino
más corto, que era el que importaba tomar. El parsi, muy
familiarizado con los senderos de su país,
pretendía ganar unas veinte millas atajando por la selva,
y descansaron en esto.

Phileas Fogg y Francis Cromarty, metidos hasta el cuello
en sus cuévanos, iban muy traqueteados por el rudo trote
del elefante, a quien imprimía su conductor una marcha
rápida. Pero soportaban la situación con la flema
más británica, hablando por otra parte poco y
viéndose apenas el uno al otro.

En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal
y directamente sometido a los vaivenes, cuidaba muy bien,
según se lo había recomendado su amo, de no tener
la lengua entre los dientes, porque se la podía cortar
rasa. El buen muchacho, ora despedido hacia el cuello del
elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un clown
sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa
se reía y bromeaba, sacando de vez en cuando un
terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba
con la trompa, sin interrumpir un solo instante su trote
regular.

Después de dos horas de marcha, el guía
detuvo al elefante y le dio una hora de descanso. El animal
devoró ramas y arbustos después de haber bebido en
una charca inmediata. Sir Francis Cromarty no se quejó de
esta parada, pues estaba molido. Mister Fogg parecía estar
tan fresco como si acabara de salir de su cama.

-¡Pero es de hierro!
-Respondió Picaporte, que se ocupaba en preparar un
almuerzo breve.

A las doce dio el guía la señal de marcha.
El país tomó luego un aspecto muy agreste. A las
grandes selvas sucedieron los bosques de tamarindos y de palmeras
enanas, y luego extensas llanuras áridas. erizadas de
árboles
raquíticos y sembradas de grandes pedríscos de
sienita. Toda esta parte del alto Bundelbund, poco frecuentada
por los viajeros, está habitada por una población
fanática, endurecida en las prácticas más
terribles de la religión india. La dominación de
los ingleses no ha podido establecerse regularmente sobre un
territorio sometido a la influencia de los rajáes, a
quienes hubiera sido difícil alcanzar en sus inaccesibles
retiros de los Vindhias.

Varias veces se vieron bandadas de hindúes
feroces que hacían un ademán de cólera
al observar el rápido paso del elefante. Por otra parte,
el parsi los evitaba en lo posible, considerándolos como
gente de mal encuentro. Se vieron pocos animales durante esta
jornada, y apenas algunos monos que huían haciendo mil
contorsiones y muecas que divertían mucho a
Picaporte.

Entre otras ideas había una que inquietaba mucho
a este pobre muchacho. ¿Qué haría mister
Fogg del elefante cuando hubiese llegado a la estación del
Allahabad? ¿Se lo llevaría? ¡Imposible! El
precio del transporte añadido al de la compra,
sería una ruina. ¿Lo vendería o le
daría libertad? Ese apreciable animal bien merecía
que se le tuviese consideración. Si por casualidad mister
Fogg se lo regalase, muy apurado se vería él,
Picaporte, y esto no dejaba de preocuparle.

A las ocho de la noche ya quedaba traspuesta la
principal cadena de los Vindhias, y los viajeros hicieron alto al
pie de la falda septentrional en un "bungalow"
ruinoso.

La distancia recorrida durante la jornada era de
veinticinco millas, y restaba otro tanto camino para llegar a la
estación de Hallahabad

La noche estaba fría. El parsi encendió
dentro del "bungalow" una hoguera de ramas secas cuyo calor fue muy
apreciado. La cena se compuso con las previsiones compradas en
Kholby. Los viajeros comieron cual gente rendida y cansada. La
conversación, que empezó con algunas frases
entrecortadas, se terminó con sonoros ronquidos. El
guía estuvo vigilando junto a Kiouni, que se durmió
de pie, apoyado en el tronco de un árbol
grande.

Ningún incidente ocurrió aquella noche.
Algunos rugidos de lobos, tigres y de panteras perturbaron alguna
vez el silencio, mezclados con los agudos chillidos de los monos.
Pero los carnívoros se contentaron con gritar y no
hicieron ninguna demostración hostil contra los
huéspedes del "bungalow".

Sir Francis Cromarty dormía pesadamente como un
bravo militar curtido en las fatigas. Picaporte, durante un
sueño agitado, repitió las volteretas de la
víspera. En cuanto a mister Fogg, descansó tan
apaciblemente como si se hubiera hallado en su tranquila casa de
Saville-Row.

A las seis de la mañana se emprendió la
marcha. El guía esperaba llegar a la estación de
Hallahabad aquella misma tarde. De este modo, mister Fogg no
perdería mas que una parte de las cuarenta y ocho horas
economizadas desde el principio del viaje.

Se bajaron las últimas cuestas de los Vindhias
Kiouni seguía su marcha rápida, y hacia
mediodía e guía dio vuelta al villorrio de
Kellengen, situado sobre el Cani, uno de los subafluentes del
Ganges Evitaba siempre los parajes habitados, creyéndose
más seguro en el
campo desierto, donde se encuen

tran las primeras depresiones de la cuenca del gran
río. La estación de Hallahabad estaba a doce millas
al Nordeste. Se hizo alto bajo un bosquecillo de bananos, cuya
fruta tan sana como el pan, y tan suculenta como la crema, dicen
los viajeros, fue muy apreciada.

A las dos, el guía entró bajo la cubierta
de una selva espesa, que debía atravesar por un espacio de
muchas millas. Prefería bajar así a cubierto de los
bosques. En todo caso, no había tenido hasta entonces
ningún encuentro sensible, y el viaje debía
cumplirse al parecer sin accidentes, cuando el elefante, dando
algunas señales
de inquietud, se paró de repente.

Eran entonces las cuatro.

-¿Qué hay? -Preguntó sir Francis
Cromarty quien sacó la cabeza fuera de su
cuévano.

-No lo sé -respondió el parsi prestando
oído a un
murmullo que pasaba por la espesa enramada.

Algunos instantes después el murmullo fue mas
perceptible. Parecía un concierto, distante aún, de
voces humanas y de instrumentos de cobre.

Picaporte se volvía todo ojos y orejas. Mister
Fogg aguardaba pacientemente sin pronunciar una sola
palabra.

El parsi saltó a tierra, ató el elefante a
un árbol y penetró en lo más espeso del
bosque. Algunos minutos después volvió
diciendo:

-Una procesión de brahmanes que vienen hacia
aquí. Si es posible, procuremos no ser vistos.

El guía desató al elefante y lo condujo a
una espesura, recomendando a los viajeros que no se apeasen,
mientras él mismo estaba preparado para montar
rápidamente en caso de hacerse necesaria la fuga.
Creyó que la comitiva de fieles pasaría sin verlo,
porque lo tupido de la enramada lo ocultaba
completamente.

El ruido
discordante de las voces e instrumentos se acercaba. Unos cantos
monótonos se mezclaban con el toque de tambores y
timbales. Pronto apareció bajo los árboles la
cabeza de la procesión, a unos cincuenta pasos del puesto
ocupado por mister Fogg y sus compañeros.
Distinguían con facilidad al través de las ramas el
curioso personal de
aquella ceremonia religiosa.

En primera línea avanzaban unos sacerdotes
cubiertos de mitras y vestidos con largo y abigarrado traje.
Estaban rodeados de hombres, mujeres y niños,
que cantaban una especie de salmodia fúnebre, interrumpida
a intervalos iguales por golpes de tamtam y de
timbales.

Detrás de ellos, sobre un carro de ruedas anchas,
cuyos radios figuraban con las llantas un ensortijamiento de
serpientes, apareció una estatua horrorosa, tirada por dos
pares de zebús ricamente enjaezados. Esta estatua
tenía cuatro brazos, el cuerpo teñido de rojo
sombrío, los ojos extraviados, el pelo enredado, la lengua
colgante y los labios teñidos. En su cuello se arrollaba
un collar de cabezas de muerto, y sobre su cadera, había
una cintura de manos cortadas. Estaba de pie sobre un gigante
derribado que carecía de cabeza.

Sir Francis Cromarty reconoció aquella
estatua.

-La diosa Kali –dijo en voz baja-, la diosa del
amor y de la
muerte.

-De la muerte, consiento –dijo Picaporte-; pero del
amor, nunca. ¡Vaya mujer
fea!

El parsi le hizo seña para que
callara.

Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en
convulsiones, un grupo de
fakires, listados con bandas de ocre, cubiertos de incisiones
cruciales que goteaban sangre, energúmenos
estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún
bajo las ruedas del carro de Jaggernaut.

Detrás de ellos algunos brahmanes, en toda la
suntuosidad de su traje oriental, arrastraban una mujer que
apenas se sostenía.

Esta mujer era joven y blanca como una europea. Su
cabeza, su cuello, sus hombros, sus orejas, sus brazos, sus
manos, sus pulgares, estaban sobrecargados de joyas, collares,
brazaletes, pendientes y sortijas. Una túnica recamada de
oro y recubierta de una muselina ligera dibujaba los contornos de
su talle.

Detrás de esta joven –contraste violento a la
vista- unos guardias, armados de sables desnudos que llevaban en
el cinto y largas pistolas adamasquinadas, conducían un
cadáver sobre un palanquín.

Era el cuerpo de un anciano cubierto de sus opulentas
vestiduras de rajá, llevando como en vida el turbante
bordado de perlas, el vestido tejido de seda y oro, el
cinturón de cachemir adiamantado y sus magníficas
armas de
príncipe hindú.

Después, unos músicos y una retaguardia de
fanáticos, cuyos gritos cubrían a veces el
estrépito atronador de los instrumentos, cerraban el
cortejo.

Sir Francis miraba toda esta pompa con aire
singularmente triste, y volviéndose hacia el guía
le dijo:

-¡Un sutty!

El parsi hizo una seña afirmativa y puso un dedo
en sus labios. La larga procesión se desplegó
lentamente bajo los árboles, y bien pronto desaparecieron
en la profundidad de la selva.

Poco a poco se amortiguaron. Hubo todavía algunas
ráfagas de lejanos gritos, y por último, a todo
este tumulto sucedió un profundo silencio.

Phileas Fogg había oído la palabra
pronunciada por sir Francis Cromarty, y tan luego como la
procesión desapareció, preguntó:

-¿Qué es un sutty?

-Un sutty, mister Fogg -respondió el brigadier
general- es un sacrificio humano, pero voluntario. Esa mujer que
acabáis de ver será quemada mañana en las
primeras horas del día.

-¡Ah, pillos! -Exclamó Picaporte, que no
pudo contener este grito de indignación.

¿Y el cadáver? -Preguntó mister
Fogg.

-Es el del príncipe su marido -respondió
el guía-, un rajá independiente de
Bundelkund.

-¿Cómo? -Replicó Phileas Fogg, sin
que su voz revelase la menor emoción-. ¿Esas
bárbaras costumbres subsisten todavía en la India,
y los ingleses no han podido destruirlas?

-En la mayor parte de la India -respondió sir
Francis Cromarty- esos sacrificios no se cumplen ya;

pero no tenemos ninguna influencia sobre esas comarcas
salvajes, y especialmente sobre ese territorio del Bundelkund.
Toda la falda septentrional de los Vindhias es el teatro de muertes
y saqueos incesantes.

-¡Desgraciada! -Decía Picaporte-.
¡Quemada viva!

-Sí -repuso el brigadier general-, quemada; y si
no lo fuera, no podéis figuraros a qué miserable
condición se vería reducida por sus mismos deudos.
Le afeitarían la cabeza, le darían por alimentos algunos
puñados de arroz, la rechazarían, sería
considerada como una criatura inmunda, y moriría en
algún rincón como un perro sarnoso. Por eso la
perspectiva de esta horrible existencia, impele con frecuencia a
esas desgraciadas al suplicio mucho más que el amor o el
fanatismo religioso.

Algunas veces, sin embargo, el sacrificio es realmente
voluntario, y se necesita la intervencion energica del gobierno
para impedirlo. Así es que, hace algunos años, yo
residía en Bombay, cuando una joven viuda pidió al
gobierno autorizacion para quemarse con el cuerpo del mando. Como
podéis pensarlo, el gobierno la negó. Entonces la
viuda fue a refugiarse al territorio de un rajá
independiente, donde consumó su sacrificio.

Durante la relación del brigadier general, el
guía movía la cabeza, y cuando aquél
concluyó de hablar, éste último
dijo:

-El sacrificio que ha de verificarse mañana al
amanecer no es voluntario.

-¿Cómo lo sabéis?

-Es una historia que todo el mundo conoce en el
Bundelkund -respondió el guía.

-Sin embargo, esa desventurada no parecía oponer
resistencia
–observó sir Francis Cromarty.

-Es porque la han emborrachado con zumo de
cáñamo y de opio.

-¿Pero adónde la llevan?

-A la pagoda de Pillaji, a dos millas de aquí.
Allí pasará la noche aguardando la hora del
sacrificio.

-Y este sacrificio, ¿se
verificará?

-Mañana, con los primeros albores del
día.

Después de esta respuesta, el guía hizo
salir al elefante de la espesura y montó sobre su cuello.
Pero en el momento en que iba a excitarlo con un silbido
particular, nlister Fogg lo detuvo, y dirigiéndose a sir
Francis Cromarty, le dijo:

-¿Y si salvásemos a esa mujer?

-¡Salvar a esa mujer, señor Fogg!
-Exclamó el brigadier general.

-Tengo todavía doce horas de adelanto y puedo
dedicarlas a esto.

-¡Sois entonces hombre de corazón! -Dijo
sir Francis Cromarty.

-Algunas veces -respondió sencillamente Phileas
Fog-, cuando me sobra tiempo.

XIII

El intento era atrevido, lleno de dificultades,
impracticable quizá. Mister Fogg iba a arriesgar su vida o
al menos su libertad, y por consiguiente el éxito de sus
proyectos, pero no vaciló. Tenía además en
sir Francis Cromarty un auxiliar decidido.

En cuanto a Picaporte, estaba preparado y se
podía disponer de él. La idea de su amo lo
exaltaba. Lo sentía con alma y corazón bajo aquella
corteza de hielo, y le iba concibiendo cariño.

Quedaba el guía. ¿Qué partido
tomaría en el asunto? ¿No estaría inclinado
a favor de los indios?

A falta de concurso, era menester cuando menos asegurar
la neutralidad.

Sir Francis Cromarty le planteó la
cuestión con franqueza.

-Mi oficial -respondió el guía-, soy
parsi-; no tan sólo arriesgamos nuestras vidas, sino
suplicios horribles si nos agarran. Miradio, pues.

-Mirado está -respondió mister Fogg-. Creo
que debemos aguardar la noche para obrar.

-Así lo creo también -respondió el
guía.

Este valiente indio expuso entonces algunos pormenores
sobre la víctima. Era una india de célebre belleza
y de raza parsi, hija de ricos comercianes de Bombay.
Había recibido en esta ciudad una educación
absolutamente inglesa y por sus modales y su instrucción
hubiera pasado por europea. Se llamaba Aouida.

Huérfana, fue casada a pesar suyo con ese viejo
rajá de Bundelkund. Tres meses después
enviudó, y sabiendo la suerte que le esperaba se
escapó, fue alcanzada en su fuga, y los parientes del ra
á, que teníi

an interés en
su muerte, la condenaron a este suplicio, del cual era
difícil que escapara.

Esta relación tenía que arraigar en mister
Fogg y sus compañeros su generosa resolución. Se
decidió que el guía conduciría el elefante
hacia la pagoda de Pillaji, a la cual debía acercarse todo
lo posible.

Media hora después se hizo alto en un bosque a
quinientos pasos de la pagoda, que no podía percibirse,
pero los alaridos de los fanáticos se oían con toda
claridad.

Los medios para llegar hasta la víctima fueron
entonces discutidos. El guía conocía apenas esa
pagoda de Pillaji, en la cual afirmaba que la joven estaba
encarcelada. ¿Podía penetrarse por una de las
puertas cuando toda la banda estuviese sumida en el sueño
de la embriaguez, o sería necesario practicar un boquete
en la pared? Esto no podía decidirse sino en el momento y
en el lugar mismo; pero lo indudable era que el rapto
debía verificarse aquella misma noche, y no cuando la
víctima fuese conducida al suplicio, porque entonces
ninguna intervención humana la salvaría.

Mister Fogg y sus compañeros aguardaron la noche,
y tan luego como llegó la oscuridad, hacia las seis de la
tarde, resolvieron verificar un reconocimiento alrededor de la
pagoda. Los últimos gritos de los fakires se
extinguían. Según su costumbe, aquellos indios
debían hallarse entregados a la pesada embriaguez del
"hag", opio líquido, mezclado con infusión de
cáñamo, y tal vez sería posible deslizarse
entre ellos hasta el templo.

El parsi, guiando a mister Fogg, a sir Francis Cromarty
y a Picaporte, se adelantó sin hacer ruido a través
del bosque. Después de arrastrarse durante diez minutos
por las matas, llegaron al borde de un riachuelo y allí, a
la luz de las
antorchas de hierro impregnadas de resina, percibieron un
montón de leña apilada. Era la hoguera fon-nada con
sándalo precioso y bañada ya con aceite
perfumado. En su parte posterior descansaba el cuerpo embalsamado
del rajá, que debía arder al mismo tiempo que la
viuda. A cien pasos de esta hoguera se elevaba la pagoda, cuyos
minaretes penetraban en la sombra por encima de los
árboles.

-Venid -dijo el guía con voz baja.

Y redoblando las precauciones, seguido de sus
compañeros, se deslizó silenciosamente a
través de las altas hierbas.

El silencio sólo estaba interrumpido por el
murmullo del viento en las ramas.

Muy luego el guía se detuvo en la extremidad de
un claro alumbrado por algunas antorchas. El suelo estaba
cubierto de grupos de durmientes entorpecidos por la embriaguez.
Parecía un campo de batalla sembrado de muertos. Hombres,
mujeres, niños, todo allí estaba confundido.
Algunos había aquí y acullá que dejaban
oír el ronquido de la embriaguez.

En el fondo, entre las masas de árboles, se
alzaba confusamente el templo de Pillaji; pero, con gran despecho
de parte del guía, los guardias del rajá,
alumbrados por antorchas fuliginosas, vigilaban la puerta,
paseándose sable en mano. Podía suponerse que en el
interior los sacerdotes estarían velando
también.

El parsi no se adelantó más porque
había reconocido la imposibilidad de forzar la entrada del
templo, e hizo retroceder a sus compañeros.

Phileas Fogg y sir Francis Cromarty habían
comprendido como él que no podían intentar nada por
aquella parte.

Se detuvieron y hablaron en voz baja.

-Aguardemos -dijo el gobernador generalno son mas que
las ocho todavía, y es posible que esos guardias sucumban
también al sueño.

-Posible es en efecto -respondió el
parsi.

Phileas Fogg y sus compañeros se recostaron,
pues, al pie de un árbol y esperaron.

El tiempo les pareció largo. De vez en cuando el
guía los dejaba e iba a observar. Los guardias del
rajá se huían siempre vigilando a la luz de las
antorchas, y una luz vaga se filtraba por las ventanas de la
pagoda.

Esperaron hasta medianoche. La situación no
cambió. Había fuera la misma vigilancia, y era
evidente que no podía contarse con el sueño de los
guardias. La embriaguez del "hag" les había sido
probablemente ahorrada. Era menester, pues, obrar de otro modo y
penetrar por una abertura practicada en las murallas de la
pagoda. Restaba la cuestión de saber si los sacerdotes
vigilaban cerca de su víctima con tanto cuidado como los
soldados en la puerta del templo.

Después de otra conversación, el
guía estuvo dispuesto a marchar. Mister Fogg, sir Francis
y Picaporte lo siguieron. Dieron una vuelta bastante larga a fin
de alcanzar la pagoda por atrás.

A las doce y media de la noche llegaron al pie de los
muros sin haber hallado a nadie. Ninguna vigilancia
existía por ese lado, pero ni había puertas ni
ventanas.

La noche estaba sombría. La luna, entonces en su
último cuarto, desaparecía apenas del horizonte,
encapotado por algunos nubarrones. La altura de los
árboles aumentaba aún en la oscuridad.

Pero no bastaba haber llegado al pie de las murallas,
sino que era preciso practicar un boquete, y para esta
operación Phileas Fogg y sus compañeros no
tenían otra cosa más que navajas. Por fortuna las
paredes del templo se componían de una mezcla de ladrillos
y madera que no
era difícil perforar. Una vez quitado el primer ladrillo,
los otros seguirían con facilidad.

Se pusieron a trabajar haciendo el menor ruido posible.
El parsi por un lado y Picaporte por otro trabajaban en arrancar
los ladrillos, de modo que pudiera obtenerse un boquete de dos
pies de anchura.

El trabajo
adelantaba, cuando se oyó un grito dentro del templo, y
casi al punto le respondieron desde fuera otros
gritos.

Picaporte y el guía interrumpieron su trabajo.
¿Los habían sorprendido? ¿Se había
dado el alerta?

La prudencia más vulgar les recomendaba que se
fueran, lo cual hicieron al propio tiempo que Phileas Fogg y sir
Francis Comarty. Se ocultaron de nuevo bajo la espesura del
bosque, aguardando que la alarma, si la había, se
desvaneciese, y dispuestos a proseguir la
operación.

Pero, ¡contratiempo funesto! Aparecieron unos
guardias al otro lado de la pagoda, instalándose
allí para impedir la aproximación.

Difícil sería escribir el despecho de
aquellos cuatro hombres interrumpidos en su tarea. Ahora que no
podían llegar hasta la víctima, ¿cómo
la salvarían? Sir Francis Cromarty se roía los
puños. Picaporte estaba fuera de sí y apenas
podía el guía contenerlo. El impasible Fogg
aguardaba sin expresar sus sentimientos.

-¿Ya no resta más que echar a andar?
-Preguntó el briadier general en voz baja.

-No tenemos otro remedio -respondió el
guía.

-Aguardad -dijo Fogg-. Me basta llegar a Hallahabad
antes de mediodía.

-Pero, ¿qué esperáis?
-Respondió sir Francis Cromarty-. Dentro de algunas horas
será de día, y…

-La probabilidad que
se nos va puede aparecer en el supremo momento.

El brigadier general hubiera querido leer en los ojos de
Phileas Fogg.

¿Con qué pensaba contar aquel
inglés frío y calmoso? ¿Quería
precipitarse sobre la joven en el momento del suplicio y
arrebatarla a sus verdugos abiertamete?

Locura hubiera sido, y no podía admitirse que
aquel hombre estuviera loco hasta ese extremo. Sin embargo, sir
Francis consintió en aguardar hasta el desenlace de tan
terrible escena; pero el guía no dejó a sus
companeros en el paraje donde se habían refugi

do, sino que los llevó al sitio que
precedía a la plazoleta donde dormían los indios.
Abrigados nuestros vi

jeros por un grupo de árboles, podían
observar lo que había de pasar sin ser visto.

Entretanto, Picaporte, sentado sobre las primeras ramas
de un árbol, estaba rumiando una idea que primeramente
había cruzado por su mente como un relámpago, y
acabó por incrustarse en su cerebro.

Había comenzado por decir para sí:
"¡Qué locura!" Y ahora repetía: "¿Y
porqué no? ¡Es una probabilidad, tal vez la
única, y con semejantes brutos … !"

En todo caso, Picaporte no formuló de otro modo
su pensamiento;
pero no tardó en deslizarse con una flexibilidad de
serpiente bajo las ramas inferiores del árbol, cuya
extremidad se inclinaba hacia el suelo.

Pasaban las horas, y bien pronto algunos matices menos
sombríos anunciaron la proximidad del día. La
oscuridad era profunda sin embargo.

Aquel era el momento preciso. Hubo como una
resurrección en la multitud adormecida. Los grupos se
animaron. Había llegado para la desdichada víctima
la hora de la muerte.

En efecto, las puertas de la pagoda se abrieron. Una luz
más viva se escapó del interior. Mister Fogg y sir
Francis Cromarty pudieron percibir la víctima vivamente
alumbrada, que dos sacerdotes sacaban fuera. Hasta les
pareció que, sacudiendo el entorpecmiento de la embriaguez
por un supremo instinto de conservación, la desgraciada
intentaba escaparse de entre sus verdugos. El corazón de
sir Francis Cromarty palpitó, y por un movimiento
convulsivo, asiendo la mano de Phileas Fogg, sintió que
esta mano llevaba una navaja abierta.

En este momento la multitud se puso en movimiento. La
joven habíase caído en aquel entorpecimiento
provocado por el humo del cáñamo. Pasó por
entre los fakires que la escoltaban con sus vociferaciones
religiosas.

Phileas Fogg y sus compañeros lo siguieron,
mezclándose entre las últimas filas de la
multitud.

Dos minutos después llegaban al borde del
río y se detenían a menos de cincuenta pasos de la
hoguera, sobre la cual estaba el cuerpo del rajá. Entre la
semioscuridad vieron a la víctima absolutamente inerte,
tendida junto al cadáver de su esposo.

Después acercaron una tea, y la leña
impregnada de aceite se inflamó inmediatamente.

Entonces sir Francis y el guía retuvieron a
Phileas Fogg, que en un momento de generosa demencia quiso
arrojarse sobre la hoguera…

Pero Phileas Fogg los había ya repelido, cuando
la escena cambió de repente. Hubo un grito de terror, y
toda aquella muchedumbre se arrojó a tierra
amedrentada.

Creyeron que el viejo rajá no había
muerto, puesto que lo vieron de repente levantarse, tomara la
joven mujer en sus brazos y bajar de la hoguera en medio de
torbellinos de humo que le daban una apariencia de
espectro.

Los fakires, los guardias, los sacerdotes, acometidos de
súbito terror, estaban tendidos boca abajo sin atreverse a
levantar la vista ni mirar semejante prodigio.

La víctima inanimada pasó a los vigorosos
brazos que la llevaban sin que les pareciese pesada. Fogg y
Francis habian permanecido de pie; el parsi había
inclinado la cabeza, y es probable que Picaporte no estuviese
menos estupefacto.

El resucitado llegó adonde estaban mister Fogg y
sir Francis Cromarty, y con voz breve, dijo:

-¡Huyamos!

¡Era Picaporte mismo quien se había
deslizado hasta la hoguera en medio del denso humo! ¡Era
Picaporte quien, aprovechando la oscuridad que reinaba
todavía, había libertado a la joven de la muerte!
¡Era Picaporte quien, haciendo su papel con atrevida
audacia, pasaba en medio del espanto general!

Un instante después, los cuatro desaparecieron
por la selva, llevándolos el elefante con trote
rápido. Pero entonces, los gritos, los clamores y una bala
que atravesó el sombrero de Phileas Fogg les
anunció que el ardid estaba descubierto.

En efecto, sobre la inflamada hoguera se destacaba
entoces el cuerpo del viejo rajá. Los sacerdotes,
repuestos de su espanto, habían comprendido que acababa de
efectuarse un rapto.

Al punto se precipitaron al bosque, siguiéndoles
los guardias, que hicieron una descarga general; pero los
raptores huían rápidamente, y en pocos momentos se
hallaron fuera del alcance de las balas y de las
flechas.

XIV

Había tenido buen éxito el atrevido rapto
de Aouída, y una hora después Picaporte se estaba
riendo todavía de su triunfo. Sir Francis Cromarty
había estrechado la mano del intrépido muchacho. Su
amo le había dicho: "Bien", lo cual en boca de este
gentleman equivalía a una honrosa aprobación. A
esto había respondido Picaporte que todo el honor de la
hazaña correspondía a su amo. Para él no
había habido más que una chistosa ocurrencia, y se
reía al pensar que durante algunos instantes, él,
Picaporte, antiguo gimnasta, ex sargento de bomberos,
había sido el viudo de la linda dama, un viejo rajá
embalsamado.

En cuanto a la joven india, no había tenido
conciencia de lo
sucedido. Envuelta en mantas de viaje, se hallaba descansando en
uno de los cuévanos.

Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por
el parsi, corría con rapidez por la selva todavía
oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de
Pillaji, se lanzaba al través de una inmensa llanura. A
las siete se hizo alto. La joven seguía en una
postración completa. El guía le hizo beber algunos
tragos de agua y de
brandy, pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella
debía prolongarse todavía por algún
tiempo.

Sir Francis Cromarty, que conocía los efectos de
la embriaguez, producida por la inhalación de los vapores
del cáñamo, no abrigaba inquietud
alguna.

Pero si el restablecimiento de la joven india no
inquietaba el ánimo del brigadier general, no tenía
igual tranquilidad al pensar en el porvenir. No vaciló,
pues, en decir a Phileas Fogg que si Aouida se quedaba en la
India, volvería a caer inevitablemente en manos de sus
verdugos. Estos energúmenos se extendían por toda
la península, y ciertamente que, a pesar de la
policía inglesa, recobrarían su víctima,
fuese en Madrás, Bombay o Calcuta. Y sir Francis Cromarty,
citaba en apoyo de su dicho un hecho de igual naturaleza que
había ocurrido recientemente. A su modo de pensar, lajoven
no estaría segura sino marchándose del
Indostán.

Phileas Fogg respondió que tendría
presentes estas observaciones. y resolvería.

Hacia las diez, el guía anunciaba la
estación de Hallahabad. Allí arrancaba de nuevo la
interrumpida vía, cuyos trenes recorren en menos de un
día y una noche la distancia que separa a Allahabad de
Calcuta.

Phileas Fogg debía pues llegar a tiempo para
tomar el vapor que partía al día siguiente, 25 de
octubre a mediodía, en dirección a Hong-Kong.

La joven fue depositada en un cuarto de la
estación. Se encargó a Picaporte que fuese a
comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal,
abrigos, etc., lo que encontrase. Su amo le abría
ilimitado crédito.

Picaporte partió al punto y recorrió las
calles de la población. Allahabad es la Ciudad de Dios,
una de las más veneradas de la India, en razón de
estar construida sobre la confluencia de los dos ríos
sagrados, el Ganges y el Jumna, cuyas aguas atraen a los
peregrinos de todo el Indostán. Sabido es, por otra parte,
que, según las leyendas del
ramayana, el Ganges nace en el Cielo, desde donde, gracias a
Brahma, baja hasta la
Tierra.

Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la
ciudad, antes defendida por un fuerte magnífico, que se ha
convertido en prisión de Estado. Ya no hay comercio ni
industria en
esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte,
que buscaba en vano una tienda de novedades, como si hubiera
estado en Regent Street, a algunos pasos de Farmer y Cía,
no halló más que a un revendedor, viejo
judío dificultoso, que le diese los objetos que
necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y
un magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual
no vaciló en dar setenta y cinco libras. Y luego se
volvió triunfante a la estación.

Aouida empezaba a volver en sí. La influencia a
que la habían sometido los sacerdotes de Pillaji, se iba
disipando poco a poco, y sus hermosos ojos recobraban toda su
dulzura hindú.

Cuando el rey poeta, Uzaf Uddaul, celebra los encantos
de la reina de Almehnagra, se expresa así:

"Su brillante cabellera, regulan-nente dividida en dos
partes, sirve de cerco a los contornos armoniosos de sus mejillas
delicadas y blancas, brillantes de lustre y de frescura. Sus
cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del
arco de Kama, dios del amor, y bajo sus pestañas sedosas,
en la pupila negra de sus grandes ojos límpidos, nadan
como en los lagos sagrados del Himalaya los más puros
reflejos de la celeste luz. Finos, iguales y blancos, sus dientes
resplandecen entre la sonrisa de sus labios, como gota de
rocío en el seno medio cerrado de una flor de granado. Sus
lindas orejas de curvas simétricas, sus manos sonrosadas,
sus piececitos arqueados y tiernos como las yemas del lotus,
brillan con el resplandor de las más bellas perlas de
Ceylán, de los más bellos diamantes de Golconda. Su
delgada y flexible cintura que puede abarcarse con una sola mano,
realza la elegante configuración de sus redondeadas
caderas y la riqueza de su busto, en que la juventud en flor
ostenta sus más perfectos tesoros; y bajo los pliegues
sedosos de su túnica, parece haber sido modelada en plata
por la mano divina de Vicvacarma, el escultor eterno."

Pero sin toda esa amplificación poética
basta decir que Aouida, la viuda del rajá de Bundelkund,
era una hermosa mujer en toda la acepcion europea de la palabra.
Hablaba inglés con suma pureza, y el guía no
había exagerado al afirmar que esa joven parsi
había sido transformaa por la
educación.

Entretanto, el tren iba a dejar la estación de
Aliahabad. El parsi estaba esperando. Mi ster Fogg le pagó
lo convenido, sin darle un penique de más. Esto
asombró algo a Picaporte, que sabía todo lo que
debía su amo a la adhesión del guía. El
parsi había en efecto arriesgado voluntariamente la vida
en el lance de Pillaji, y si más tarde los indios llegasen
a saberlo, con dificultad se libraría de su
venganza.

Quedaba también por ventilar la cuestión
de Kiouni. ¿Qué harían de un elefante que
tan caro había costado?

Pero Phileas Fogg había adoptado ya una
resolución.

-Parsi -dijo al guía-, has sido servicial y
adicto. He pagado tu servicio, pero
no tu adhesión. ¿,Quieres ese elefante? Es
tuyo.

Los ojos del guía brillaron.

-¡Es una fortuna lo que Vuestro Honor me da!
-exclamó.

-Acéptala -respondióle mister Fogg-; y
aún seré deudor tuyo.

-Enhorabuena –exclamó Picaporte-. Toma, amigo
mío, Kiouni es animal animoso Y valiente.

Y yendo hacia el elefante le ofreció algunos
terrones de azúcar, diciendo:

-¡Toma, Kiouni, toma, toma!

El elefante exhaló algunos
gruííidos de satisfacción, y luego
tomó a Picaporte por la cintura y lo levantó hasta
la altura de su cabeza. Picaporte, sin asustarse, hizo una
caricia al animal que lo volvió a dejar suavemente en
tierra, y al apretón de trompa del honrado Kiouni
respondió un apretón de manos del honrado
mozo.

Algunos instantes después, Phileas Fogg, sir
Francis Cromariy y Picaporte, instalados en un confortable
vagón, ctiyo mejor asiento iba ocupado por Aouida,
corrían a todo vapor hacia Benarés.

Ochenta millas lo más separaban a esta ciudad de
Allababad, las cuales se recorrieron en dos horas.

Durante el trayecto, la joven recobró por entero
los sentidos, quedando disipados los vapores embriagadores del
"hang".

¡Cuál fue su asombro al encontrarse en el
ferrocarril, en aquel compartimento, vestida a la europea y en
medio de viajeros que le eran completamente
desconocidos!

Principiaron sus compañeros prodigándole
cuidados y reanimándola con algunas gotas de licor; y
después el brigadier general le refirió lo
ocurrido. Insistió sobre la decisión de Phileas
Fogg que no había vacilado en comprometer su vida para
salvarla, y sobre el desenlace de la aventura debida a la audaz
imaginación de Picaporte.

Mister Fogg dejó hablar sin decir una palabra.
Picaporte, avergonzado, repetía que la cosa no
merecía tanto.

Aouida dio gracias a sus libertadores con una
efusión expresada con las lágrimas más que
por sus palabras. Sus hennosos qios, mejor que sus labios, fueron
los intérpretes de su reconocimiento. Y después,
llevándola su pensamiento a las escenas del "sutty", y
viendo sus miradas esa tierra indígena donde tantos
peligros la amenazaban, fue acometida de un estremecimiento de
terror.

Phileas Fogg comprendió lo que pasaba en el
ánimo de Aouida, y para tranquilizarla le ofreció
con mucha frialdad conducirla a Hong-Kong, donde viviría
hasta que este asunto se olvidase.

Aouida aceptó la oferta con
reconocimiento. Precisamente residía en Hong-Kong uno de
sus parientes, parsi como ella, y uno de los principales
comerciantes de la ciudad, que es completamente inglesa, aun
cuando se halla en las costas de China.

A las doce y media el tren se detenía en la
estación de Benarés. Las leyendas
Brahamánicas afin-nan que esta ciudad ocupa el sitio de la
vetusta Casi, que estaba antiguamente suspendida en el espacio
entre el cenit y el nadir, como la tumba de Mahoma. Pero en la
época actual, más positiva, Benarés, la
Atenas de la India, según los orientalistas, descansaba
prosaicamente sobre el suelo, y Picaporte pudo por un momento
entrever sus casas de ladrillo y sus chozas de cañizos,
que le dan un aspecto absolutamente desairado sin color local
alguno.

Allí debía detenerse sir Francis Cromarty.
Las tropas con las cuales tenía que reunirse estaban
acampadas algunas millas al norte. El brigadier general se
despidió de Phileas Fogg, deseándole todo el
éxito posible y expresando el voto de que repitiese el
viaje de un modo menos original y más provechoso. Mister
Fogg estrechó ligeramente los dedos de su companero. Los
cumplidos de Aouida fueron más afectuosos. Nunca
olvidaría ella lo que debía a sir Francis Cromarty.
En cuanto a Picaporte, fue honrado con un buen apretón de
manos de parte del brigadier general. Conmovido, le
preguntó cuándo podría prestarle
algún servicio. Después se separaron.

Desde benarés, la vía férrea
seguía en parte el valle del Ganges. A través de
los cristales del vagón, y con un tiempo sereno,
aparecían el paisaje variado de behar, montañas
cubiertas de verdor, campos de cebada, maíz y
trigo, ríos de estanques poblados de aligatores verdosos,
aldeas bien acondicionadas y selvas que aun conservaban la hoja.
Algunos elefantes y cebús de protuberancia iban a
bañarse a las aguas del río sagrado; y
también, a pesar de la estación adelantada y de la
temperatura,
ya fría, se veían cuadrillas de indios de ambos
sexos, que cumplían piadosamente sus santas abluciones.
Esos fieles enemigos encarnizados del budismo, son
sectarios fervientes de la religión brahmánica que
se encama en tres personas: Vishma, la divinidad solar; Shiva, la
personificación divina de las fuerzas naturales; y Brahma,
el jefe supremo de los sacerdotes y legisladores. ¡Pero con
qué ojo Brahma, Shiva y Vishma debían considerar a
esa India, ahora britanizada, cuando algún barco de vapor
pasaba silbando y turbaba las aguas consagradas del Ganges,
espantando a las gaviotas que revoloteaban en la superficie, a
las tortugas que pululaban en sus orillas y a los devotos
tendidos a lo largo de sus márgenes!

Todo este panorama desfiló como un
relámpago, y con frecuencia una nube de vapor blanco
ocultó sus pormenores. Apenas pudieron los viajeros
entrever el fuerte de Chunar, a veinte millas al sur de Benazepur
y sus importanes fábricas de agua de rosa; el sepulcro de
lord Cornwallis, que se eleva sobre la orilla izquierda del
Ganges; la ciudad fortificada de Buxar, Putna, gran
población industrial y mercantil, donde existe el
principal mercado del opio de la India; Monglar, ciudad,
más que europea, inglesa como Manchester o Birmingham,
nombradas por sus fundiciones de hierro y sus fábricas de
armas blancas, y cuyas altas chimeneas parecían tiznar con
su negro humo el cielo de Brahma, ¡verdadera mancha en el
país de los sueños!

Después llegó la noche, y en medio de los
rugidos de los tigres, osos y lobos que huían ante la
locomotora, el tren pasó a toda velocidad y no se vio nada
ya de las maravillas de Bengala, ni Golconda, ni las ruinas de
Gour, ni Mounshedabad, que antes fue capital, ni Burdwan, ni
Hougly, ni Chandemagor, ese punto francés del territorio
indio, donde se hubiera engreído Picaporte al ver ondear
la bandera de su patria.

Por último, a las siete de la mañana,
llegaron a Calcuta. El vapor que salía para Hong-Kong no
levaba el áncora hasta mediodía.

Según su itinerario, debía llegar a la
capital de las Indias, el 25 de octubre, veintitrés
días después de haber salido de Londes, y llegaba
el día fijado. No tenía pues, ni adelanto, ni
atraso. Desgraciadamente, los días ganados entre Londres y
Bombay, quedaban perdidos, del modo que se sabe, en la
travesía de la península indostánica; pero
es de suponer que Phileas Fogg no lo sentía.

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