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Julio Verne – La vuelta al mundo en 80 días (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6

XXIV

Fácil es comprender lo acontecido a la vista de
Shangai. Las señales
hechas por la "Tankadera" habían sido observadas por el
vapor de Yokohama. Viendo el capitán la bandera de
auxilio, se dirigió a la goleta, y algunos instantes
después, Phileas Fogg, pagando su pasaje según lo
convenido, metía en el bolsillo del patrón John
Bunsby ciento cincuenta libras. Después, el honorable
gentleman, mistresss Aouida y Fix, subían a bordo del
vapor, que siguió su rumbo a Nagasaki y
Yokohama.

Llegado el 14 de noviembre,a la hora reglamentaria,
Phileas Fogg, dejando que Fix fuera a sus negocios, se
dirigió a bordo del "Carnatic", y allí supo, con
satisfacción de mistress Aouida, y tal vez con la suya,
pero al menos lo disimuló, que el francés Picaporte
había llegado, efectivamente, la víspera a
Yokohama.

Phileas Fogg, que debía marcharse aquella misma
noche para San Francisco, se decidió inmediatamente a
buscar a su criado. Se dirigió en vano a los agentes
consulares inglés
y francés, y, después de haber recorrido
inutilmente las calles de Yokohama, desesperaba ya de encontrar a
Picaporte, cuando la casualidad, o tal vez una especie de
presentimiento, lo hizo entrar en el barracón del
honorable Batulcar. Seguramente que no hubiera reconocido a su
criado bajo aquel excéntrico atavío de heraldo;
pero éste, en su posición invertida, vio a su amo
en la galería. No pudo contener un movimiento de
su nariz, y de aquí el rompimiento del equilibrio y
lo que se siguió.

Esto es lo que supo Picaporte de boca de la misma
mistress Aouida, que le refirió entonces cómo se
había efectuado la travesía de Hong-Kong a
Yokohama, en compañía de un tal Fix.

Al oír nombrar a Fix, Picaporte no
pestañeó. Creía que no había llegado
el momento de decir a su amo lo ocurrido; así es que, en
la relación que hizo de sus aventuras, se culpó a
sí propio, excusándose con haber sido sorprendido
por la embriaguez del opio de un fumadero de
Hong-Kong.

Mister Fogg escuchó esta relación con
frialdad y sin responder, y después abrió a su
criado un crédito
suficiente para procurarse a bordo un traje más
conveniente. Menos de una hora después, el honrado mozo,
después de quitarse las alas y la nariz, y de mudar de
ropa, no conservaba ya nada que recordase al sectario del dios
Tingú.

El vapor que hacía la travesía de Yokohama
a San Francisco pertenecía a la compañía del
"Pacific Mail Steam", y se llamaba "General Grant". Era un gran
buque de ruedas, de dos mil quinientas toneladas, bien
acondicionado y dotado de mucha velocidad.
Sobre cubierta se elevaba y bajaba, alternativamente, un enorme
balancín, en una de cuyas extremidades se articulaba la
barra de un pistón y en la otra la de una biela, que,
transfon-nando el movimiento rectilíneo en circular, se
aplicaba directamente al árbol de las ruedas. El "General
Grant" estaba aparejado en corbeta de tres palos, y poseía
gran superficie de velamen, que ayudaba poderosamente al vapor.
Largando doce millas por hora, el vapor no debía emplear
menos de veintiún días en atravesar el
Pacífico. Phileas Fogg estaba, por consiguiente,
autorizado para creer que, llegando el 2 de diciembre a San
Francisco, estaría el 11 en Nueva York y el 20 en Londres,
ganando algunas horas sobre la fécha fatal del 21 de
diciembre.

Los pasajeros eran bastante numerosos a bordo del vapor.
Había ingleses, americanos, una verdadera
emigración de coolíes para América, y cierto número de
oficiales del ejército de Indias, que utilizaban su
licencia dando la vuelta al mundo.

Durante la travesía no hubo ningún
incidente náutico. El vapor, sostenido sobre sus anchas
ruedas, y apoyado por su fuerte velamen, cabeceaba poco, y el
Océano Pacífico justificaba bastante bien su
nombre. Mister Fogg estaba tan tranquilo y tan poco comunicativo
como siempre. Su joven compañera se sentía cada vez
más inclinada a este hombre, por
otra atracción diferente de la del reconocimiento. Aquel
silencioso carácter, tan generoso en suma, le
impresionaba más de lo que creía, y, casi sin
percatarse de ello, se dejaba llevar por sentimientos cuya
influencia no parecía hacer mella sobre el
enigmático Fogg.

Además, mistress Aouida se interesaba
muchísimo en los proyectos del
gentleman. Le inquietaban las contrariedades que pudieran
comprometer el éxito
del viaje, y a veces hablaba con Picaporte, que no dejaba de leer
entre renglones en el corazón de
mistress Aouida. Este buen muchacho tenía ahora en su amo
una fe ciega; no agotaba los elogios sobre su honradez, la
generosidad, la abnegación de Phileas Fogg, y
después tranquilizaba a mistress Aouiuda sobre el
éxito del viaje, repitiendo que lo más
difícil estaba hecho, que ya quedaban atrás los
fantásticos países de la China y del
Japón,
que ya marchaban hacia las naciones civilizadas, y, por
último, que un tren de San Francisco a Nueva York, y un
transatlántico de Nueva York a Londres, bastarían
indudablemente para terminar esa dificultosa vuelta al mundo en
los plazos convenidos.

Nueve días después de haber salido de
Yokohama, Phileas Fogg había recorrido exactamente la
mitad del globo terrestre.

En efecto: el "General Grant"pasaba el 23 de noviembre
por el meridiano 180, bajo el cual se encuentran, en el
hemisferio austral, los antípodas de Londres. De ochenta
días disponibles, mister Fogg había empleado ya
ciertamente cincuenta y dos, y no le quedaban ya más que
veintiocho; pero si el gentleman se encontraba a medio camino en
cuanto a los meridianos, había recorrido en realidad
más de los dos tercios del trayecto total, a consecuencia
de los rodeos de Londres a Adén, de Adén a Bombay,
de Calcuta a Singapore y de Singapore a Yokohama. Siguiendo
circularmente el paralelo 50, que es el de Londres, la distancia
no hubiera sido más que unas doce mil millas, mientras que
por los caprichosos medios de
locomo-

ión, había que recorrer veintieséis
mil, de las cuales el se habían andado ya diecisite mil
quinientas el 23 de noviembre. En lo sucesivo, el camino era
directo, y Fix ya no estaba allí para acumular
obstáculos.

Aconteció también que, en esa misma fecha,
23 de noviembre, Picaporte experimentó suma
alegría. Recuérdese que se había obstinado
en conservar la hora de Londres, en su famoso reloj de familia, teniendo
por equivocadas todas las horas de los países que
atravesaban. Pues bien, aquel día, sin haber tocado a su
reloj, se encontró confon-ne con los cronómetros de
a bordo. Fácil es comprender el triunfo de Picaporte, que
hubiera querido tener delante a Fix para saber lo que
diría.

-¡Ese tunante, que me refería un
montón de historias sobre los meridianos, el sol y la luna!
-repetía Picaporte-. ¡Vaya una gente! ¡Si la
escuchasen, buena relojería habría! Ya estaba yo
seguro que
algún día se decidiría el sol a arreglarse
por mi reloj.

Picaporte ignoraba que, si la muestra de su
reloj hubiese estado
dividida en veinticuatro horas, en vez de doce, como los relojes
italianos, no hubiera tenido motivo ninguno de triunfo, porque
las manecillas de su instrumento, cuando fuesen las nueve de la
mañana, señalarían las de la noche; es
decir, la hora vigésima primera después de
medianoche, diferencia precisamente igual a la que existe entre
Londres y el meridiano, que está a 180 grados.

Pero si Fix hubiera sido capaz de explicar ese efecto,
puramente físico, Picaporte no lo habría
comprendido ni admitido; además de que si en aquel
momento, el inspector de policía se hubiese presentado a
bordo, es probable que Picaporte le ajustara cuentas, y de un
modo muy diferente.

¿Y dónde estaba Fix entonces?

Precisamente a bordo del "General Grant".

En efecto, al llegar a Yokohama, el agente,
separándose de mister Fogg, a quien esperaba encontrar en
el resto del día, se había dirigido inmediatamente
al despacho del cónsul inglés. Allí
encontró el mandamiento que, corriendo detrás de
él desde Bombay, tenía ya cuarenta días de
fecha, mandamiento que le había sido enviado de Hong-Kong
por el mismo "Carnatíc", a cuyo bordo se le creía.
Júzguese del despecho que experimentó el
"detective". El mandamiento ya era inútil. ¡Mister
Fogg no estaba en las posesiones inglesas, y era necesaria una
carta de
extradición para prenderlo!

-¡Corriente! –dijo para sí, después
de pasado el primer momento de ira-. El mandamiento no sirve para
aquí, pero me servirá en Inglaterra. Ese
bribón tiene trazas de volver a su patria, creyendo haber
desorientado a la policía. Bien. Le seguiré hasta
allí. En cuanto al dinero, Dios
quiera que le quede algo, porque en viajes,
primas, procesos,
multas, elefantes y gastos de toda
clase, mi
hombre ha dejado ya más de cinco mil libras por el camino.
En fin de cuentas, el banco es
rico.

Tomada su resolución, Fix se embarcó en el
"General Grant". Estaba a brodo cuando mister Fogg y mistress
Aouida llegaron. Con sorpresa suya, reconoció a Picaporte
bajo su traje de heraldo. Se ocultó al instante en su
camarote, a fin de ahorrar una explicacion que podía
comprometerlo todo, y gracias al número de pasajeros,
contaba con no ser visto de su enemigo, cuando aquel día
se encontró precisamente con él a proa.

Picaporte se arrojó al cuello de Fix sin otra
explicación, y, con gran satisfacción de algunos
americanos, que apostaron a su favor, administró al
desventurado inspector una soberbia tunda, que demostró la
alta superioridad del pugilato francés sobre el
inglés.

Cuando Picaporte acabó, se encontró
más tranquilo y como aliviado, Fix se levantó en
bastante mal estado, y mirando a su adversario, le dijo con
frialdad:

-¿Habéis concluido?

-Sí, por ahora.

-Entonces, vamos a hablar.

-Que yo…

-En interés de
vuestro amo.

Picaporte, como subyugado por esta sangre
fría, siguió al inspector de policía, y se
sentaron aparte.

-Me habéis zurrado –dijo Fix-. Bien lo esperaba.
Ahora, escuchadme. Hasta ahora, he sido adversario de mister
Fogg; pero, en adelante, voy a ayudarlo.

-¡Al fin! –exclamó Picaporte-. ¿Lo
creéis hombre honrado?

-No -respondió con frialdad Fix-; lo creo un
bribón… ¡Chist! No os mováis, y dejadme
acabar. Mientras mister Fogg ha estado en las posesiones
inglesas, he tenido interés en detenerlo, aguardando un
mandamiento de prisión. Todo lo he intentado con ese
objeto. He echado detrás de él a los sacerdotes de
Bombay, os he embriagado en Hong-Kong, os he separado de vuestro
amo, le he hecho perder el vapor de Yokohama…

Picaporte seguía escuchando con los puños
separados.

-Ahora -prosiguió Fix-, mister Fogg regresa,
según parece, a Inglaterra. Lo seguiré hasta
allí, pero aplicando, para apartar los obstáculos,
tanto celo como he empleado hasta ahora para acumularlos.
¡Ya lo véis, mi juego ha
cambiado, porque así lo quiere mi interés!
Añado que vuestro interés es igual al mío,
porque sólo en Inglaterra es donde sabréis si
estáis al servicio de un
criminal o de un hombre de bien.

Picaporte había escuchado a Fix con mucha
atención, y se convenció de su buena
fe.

-¿Somos amigos? -preguntó Fix.

-Amigos, no -respondió Picaporte-. Seremos
aliados, y a beneficio de inventario,
porque, a la menor apariencia de traición, os retuerzo el
pescuezo.

-Convenido –~dijo tranquilamente el inspector de
policía.

Once días después, el 3 de noviembre, el
"General Grant" entraba en la bahía de la Puerta de
Oro y llegaba
a San Francisco.

Mister Fogg no había ganado todavía, ni
perdido, un solo día.

XXV

Eran las siete de la mañana, cuando Phileas Fogg,
mistress Aouida y Picaporte pusieron el pie en continente
americano, si es que puede darse ese nombre al muelle flotante en
que desembarcaron. Esos muelles, que suben y bajan con la marea,
facilitan la carga y descarga de los buques. Allí se
arriman los clippers de todas dimensiones, los vapores de todas
las nacionalidades, y esos barcos de varios pisos, que hacen el
servicio del Sacramento y de sus afluentes. Allí se
amontonan también los productos de
un comercio que
se extiende a Méjico, al Perú, a Chile, al Brasil, Europa, Asia y a todas
las islas del Océano Pacífico.

Picaporte, en su alegría de tocar, por fin,
tierra
americana, creyó que debía desembarcar dando un
salto mortal del mejor estilo; pero, al dar en el suelo, que era de
tablas carcomidas, por poco lo atravesó. Desconcertado del
modo con que se había apeado, dio un grito formidable, que
hizo volar una bandada de cuervos marinos y pelícanos,
huéspedes habituales de los muelles movedizos.

Tan luego como mister Fogg desembarcó,
preguntó a qué hora salía el primer tren
para Nueva York. Le dijeron que a las seis de la tarde, y, por
consiguiente, podía emplear un día entero en la
capital de
Califomia. Hizo traer un coche para mistress Aouida y para
él. Picaporte montó en el pescante, y el
vehículo a tres dólares por hora se dirigió
al hotel Internacional.

Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba
con curiosidad la gran ciudad americana: anchas calles; casas
bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo gótico
anglo-sajón; docks inmensos; depósitos como
palacios, unos de madera, otros
de ladrillo; en las calles muchos coches, ómnibus,
tranvías y las aceras atestadas, no sólo de
americanos y europeos, sino de chinos e indianos con que componer
una población de doscientos mil
habitantes.

Picaporte quedó bastante sorprendido de lo que
veía, porque no tenía idea más que de la
antigua ciudad de 1849, población de bandidos,
incendiarios y asesinos, que acudían a la rebusca de
pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se jugaba
el polvo de oro con revólver en una mano y navaja en la
otra. Pero aquellos tiempos habían pasado, y San Francisco
ofrecía el aspecto de una gran ciudad comercial. La
elevada torre del Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias,
dominaba todo aquel conjunto de calles y avenidas cortadas a
escuadra, y entre las cuales había plazas con jardines
verdosos, y después una ciudad china, que parecía
haber sido importada del Celeste Imperio en un joyero. Ya no
había sombreros hongos, ni
camisas coloradas a usanza de los buscadores de
oro, ni indios con plumas; sino sombreros de seda y levitas
negras llevadas por una multitud de caballeros, dotados de
actividad devoradora. Ciertas calles, entre otras, Montgommery
Street, similar a la Regent Street

de Londres, al boulevard de los italianos de
París, al Broadway en Nueva York estaban llenas de
espléndidas tiendas que ofrecían en sus escaparates
los productos del mundo entero.

Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no
le parecía haber salido de Inglaterra.

El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar
especie de "buffet", abierto "gratis" para todo transeunte.
Cecina, sopa de ostras, galletas y Chester, todo esto se
despachaba allí, sin que el consumídor tuviese que
aflojar el bolsillo. Sólo pagaba la bebida, ale, oporto o
jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció
muy americano a Picaporte.

El restaurante del hotel era confortable. Mister Fogg y
mistress Aouida se instalaron en una mesa, y fueron
abundantemente servidos en platos liliputienses, por unos negros
del más puro color de
azabache.

Después de almorzar, Phileas Fogg,
acompañado de mistress Aouida, salió del hotel para
ir a visar su pasaporte en el consulado inglés.
Encontró en la acera a su criado, que le preguntó
si sería prudente, antes de tomar el ferrocarril del
Pacífico, comprar algunas carabinas Enfleld o
revólveres Colt. Picaporte había oído
hablar de los sioux y de los pawnies, que paran los ferrocarriles
como simples ladrones españoles. Mister Fogg
respondió que era precaución inútil; pero lo
dejó en libertad de
obrar como pluguiese, y después se dirigió a la
oficina del
agente consular.

Phileas Fogg no había andado doscientos pasos,
cuando, "por una de las más raras casualidades",
encontró a Fix. El inspector se manifestó
extraordinariamente sorprendido. ¡Cómo!
¡Habían hecho la travesía juntos, sin verse a
bordo! En todo caso, Fix no podía menos de considerarse
honrado con la vista del caballero a quien tanto debía, y
llamándolo sus negocios a Europa, se alegraba mucho de
proseguir su viaje en tan amable
compañía.

Mister Fogg respondió que la honra era suya, y
Fix, que no lo quería perder de vista, le pidió
permiso de visitar con él esa curiosa ciudad de San
Francisco, lo cual fue concedido.

Mistress Aouida, Phileas Fogg y Fix, echaron, pues, a
pasear por las calles, y no tardaron en hallarse en Montgommery
Street, donde la afluencia de la muchedumbre era enorme. En las
aceras, en medio de la calle, en las vías del
tranvía, a pesar del paso incesante de coches y
ómnibus, en el umbral de las tiendas, en las ventanas de
las casas, y aun en los tejados, había una multitud
innumerable. En medio de los grupos circulaban
hombres-carteles, y por el aire ondeaban
banderas y banderolas, oyéndose una gritería
inmensa por todoslados.

-¡Hurra por Kamerfield!

-¡Hurra por Madiboy!

Era un mitin-, al menos, así lo pensó Fix,
que transmitió su creencia a mister Fogg,
añadiendo:

-Quizá haremos bien en no meternos entre esa
batahola, porque sólo se reparten golpes.

-En efecto -respondió Phileas Fogg-; y los
puñetazos, porque tengan el carácter de politicos,
no dejan de ser puñetazos.

Fix creyó conveniente sonreír al
oír esta observación, y a fin de ver sin ser
atropellados, mistress Aouida, Phileas Fogg y él tomaron
sitio en el descanso superior de unas gradas que dominaban la
calle. Delante de ellos, y en la acera de enfrente, entre la
tienda de un carbonero y un almacén de
petróleo, se extendía un ancho
mostrador al aire libre, hacia el cual convergían las
diversas corrientes de la multitud.

¿Y por qué aquel mitin? ¿Con
qué motivo se celebraba? Phileas Fogg lo ignoraba
absolutamente. ¿Se trataba del nombramiento de un alto
funcionario militar o civil, de un gobernador de Estado o de un
miembro del Congreso? Pen-nitido era conjeturarlo, al ver la
animación extraordinaria que tenía agitada a la
población entera.

En aquel momento, hubo entre la multitud un movimiento
considerable. Todas las manos estaban al aire. Algunas de ellas,
sólidamente cerradas, se elevaban y bajaban, al parecer,
entre vociferaciones, maneras enérgicas, sin duda de
formular un voto. Aquella masa de gente estaba agitada por
remolinos que semejaban las olas del mar. Las banderas oscilaban,
desaparecían un momento y reaparecían hechas
jirones Las ondulaciones de la marejada se propagaban hasta la
escalera, mientras que todas las cabezas cabrilleaban en la
superficie como la mar movida súbitamente por un chuasco.
El número de sombreros bajaba a la vista, y casi todos
parecían haber perdido su natural normal.

-Esto es evidentemente un mitin –dijo Fix-, y la
cuestión que lo ha provocado debe ser palpitante No me
extrañaría que se tratase nuevamente la
cuestión del "Alabamá", aunque está
resuelta.

-Tal vez -repitió sencillamente mister
Fog.

-En todo caso –repuso Fix-, hay dos campeones en la
liza: el honorable Kamerfield y el honorable Madiboy.

Mistress Aouida, asida del brazo de Phileas Fogg, miraba
con sorpresa aquella escena tumultuosa y Fix iba a preguntar a
uno de sus vecinos la razón de aquella efervescencia
popular, cuando se pronunció un movimiento más
decidido. Redoblaron los vítores sazonados con injurias.
Los mastiles de las banderas se transformaron en armas ofensivas.
Ya no había manos, sino puños, en todas partes.
Desde lo alto de los coches detenidos y de los ómnibus
interceptados en su marcha, se repartían sendos porrazos.
Todo servía de proyectil. Botas y zapatos
describían por el aire largas trayectorias, y hasta
pareció que algunos revólveres mezclaban con las
vociferaciones sus detonaciones nacionales.

Aquella barahúnda se acercó a la escalera
y afluyó sobre las primeras gradas. Uno de los partidarios
era evidentemente rechazado, sin que los simples espectadores
pudieran reconocer si la ventaja estaba de parte de Madiboy o de
Kamerfield.

–Creo prudente retirarnos –dijo Fix, que no
tenía empeño en que su hombre recibiese un mal
golpe o se mezclase en un mal negocio-. Si se trata en todo esto
de Inglaterra, y nos llegan a conocer, nos veremos muy
comprometidos en el tumulto.

-Un ciudadano inglés… -respondió Phileas
Fogg.

Pero el gentleman no terminó su frase.
Detrás de él, desde aquella terraza precedida de
las gradas, salieron espantosos alaridos. Se gritaba:
"¡Hurra! ¡Hip! ¡Hip! Por Madiboy". Era un
tropel de electores que llegaba a la pelea tomando en flanco a
los partidarios de Kamerfield.

Mister Fogg, mistress Aouida y Fix se hallaron entre dos
fuegos. Era demasiado tarde para huir.. Aquel torrente de hombres
armados de bastones con puño de plomo y de rompe-cabezas,
era irresistible. Phileas Fogg y Fix se vieron horriblemente
atropellados al preservar a la joven Aouida. Mister Fogg, no
menos flemático que de costumbre, quiso defender con esas
armas naturales que la naturaleza ha
puesto en el extremo de los brazos de todo inglés, pero
inutil-

mente. Un enorme mocetón de perilla roja, tez
encendida, ancho de espalda, que parecía ser el jefe de la
cuadrilla, levantó su formidable puño sobre mister
Fogg, y hubiera lastimado mucho al gentleman si Fix, por
salvarlo, no hubiese recibido el golpe en su lugar. Un enorme
chichón se desarrolló instantáneamente bajo
el sombrero del "detective" transformado en simple
capucha.

-¡Yankee! –dijo mister Fogg, echando sobre su
adversario una mirada de profundo desprecio.

-¡English! -respondió el otro.

–Cuando gustéis.

-¿Vuestro nombre?

-Phileas Fogg. ¿Y el vuestro?

-El coronel Stamp Proctor.

Y dicho esto la marejada pasó. Fix había
quedado por el suelo, y se levantó con la ropa destrozada,
pero sin daño de
cuidado. Su paletot de viaje se había rasgado en dos
trozos desiguales, y su pantalón se parecía a esos
calzones que ciertos indios –cosas de moda– no se ponen
sino después de haberles quitado el fondo. Pero, en suma,
mistress Aouida se había librado y Fix era el único
que había salido con su puñetazo.

–Gracias –dijo mister Fogg al inspector tan luego como
estuvieron fuera de las turbas.

-No hay de qué -respondió Fix-, pero
venid.

-¿Adónde?

-A una sastrería.

En efecto, esta visita era oportuna. Los trajes de
Phileas Fogg y de Fix estaban hechos jirones, como si esos dos
caballeros se hubieran batido por cuenta de los honorables
Kamerfield y Modiboy.

Una hora después, estaban convenientemente
vestidos y cubiertos. Y luego, regresaron al hotel
Internacional.

Allí Picaporte esperaba a su amo, armado con
media docena de revólveres puñales de seis tiros y
de inflamación central. Cuando vio a Fix, su
frente se oscureció. Pero mistress Aouida le hizo una
relación de lo acaecido, y Picaporte se
tranquilizó. A todas luces, Fix no era ya enemigo, sino
aliado, y cumplía su palabra.

Terminada la comida, trajeron un coche para conducir los
via « eros y el equipaje a la estación. Al
moni

tar, mister Fogg dijo a Fix:

-¿No habéis vuelto a ver a ese coronel
Proctor?

-No -respondió Fix.

-Volveré a América para buscarlo —dijo
con frialdad Phileas Fogg-. No sería conveniente que un
ciudadano inglés se dejase tratar de esta
suerte.

El inspector sonrió y no respondió. Pero,
como se ve, mister Fogg pertenecía a esa raza de ingleses
que, si no toleran el duelo en su país, se baten en el
extranjero cuando se trata de defender su honra.

A las seis menos cuarto los viajeros llegaron a la
estación, donde estaba el tren dispuesto a
marchar.

En el momento en que mister Fogg iba a entrar en el
vagón, se dirigió a un empleado,
diciéndole:

-Amigo mío ¿no ha habido algunos
disturbios hoy en San Francisco?

-Era un mitin, caballero -respondió el
empleado.

Sin embargo, he creído observar alguna
animación en las calles.

Se trttaba solamente de un mitin organizado para una
elección.

-¿La elección de algún general en
jefe, sin duda? -preguntó mister Fogg.

-No, señor; de un juez de paz.

Después de oír esta espuesta, Phileas Fogg
montó en el vagón, y el tren partió a todo
vapor.

XXVI

"Ocean to Ocean" (de Océano a Océano)
-así dicen los amencanos- y esas tres palabras
debían ser la denominación general de la gran
línea que atraviesa los Estados Unidos de
América en su mayor anchura. Pero, en realidad, el
"Pacific Railroad" se divide en dos partes distintas: "Central
Pacific", entre San Francisco y Odgen, y "Union Pacific", entre
Odgen y Omaha. Allí enlazan cinco líneas
diferentes, que ponen a Omaha en comunicación frecuente con Nueva
York.

Nueva York y San Francisco están, por
consiguiente, unidas por una cinta no interrumpida de metal, que
no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis millas.
Entre Omaha y el Pacífico, el ferrocarril cruza una
región frecuentada todavía por los indios y las
fieras, vasta extensión de territorio que los mormones
comenzaron a colonizar en 1845, después de haber sido
expulsados de lilinois.

Anteriormente se empleaban, en las circunstancias
más favorables, seis meses para ir de Nueva York a San
Francisco. Ahora se hace el viaje en siete
días.

En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de
los diputados del Sur, que querían una línea
más meridional, se fijó el trazado del ferrocarril
entre los 41 y 42 grados de latitud. El presidente Lincoin, de
tan sentida memoria,
fijó, por sí mismo, en el Estado de
Nebraska, la ciudad de Omaha, como cabeza de línea del
nuevo camino. Los trabajos comenzaron en seguida, y se
prosiguieron con esa actividad americana, que no es papelera ni
oficinesca. La rapidez de la mano de obra no debía, en
modo alguno, perjudicar la buena ejecución del camino. En
el llano se avanzaba a razón de milla y media por
día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la
víspera, traía los del día siguiente y
corría sobre ellos a medida que se iban
colocando.

El "Pacific Railroad" tiene muchas ramificaciones en su
trayecto por los estados de Iowa, Kansas, Colorado y
Oregón. Al salir de Omaha, marcha por la orilla izquierda
del río "Platter" atraviesa los terrenos de Laramie y las
montañas Wahsatch, da vuelta al lago Salado, llega a
"Lake-Salt-City", capital de los mormones, penetra en el valle de
la Tuilla, recoite el desierto americano, los montes de Cedar y
Humboldt, el río Humboldt, la Sierra Nevada, y baja por
Sacramento hasta el Pacífico, sin que este trazado tenga
pendientes mayores de doce pies por mil aun en el trayecto de las
montañas Rocosas.

Tal era esa larga arteria que los trenes recorren en
siete días, y que iba a permitir al honorable Phileas Fogg
-así al menos lo esperaba-, tomar el 11, en Nueva York, el
vapor de Liverpool.

El vagón ocupado por Phileas Fogg era una especie
de ómnibus largo, que descansaba sobre dos juegos de
cuatro ruedas cada uno, cuya movilidad permite salvar las curvas
de pequeño radio. En el
interior no había compartimentos, sino dos filas de
asientos dispuestos a cada lado, perpendicularmente al eje, y
entre los cuales estaba reservado un paso que conducía a
los gabinetes de tocador y otros, con que cada vagón va
provisto. En toda la longitud del tren, los coches comunicaban
entre sí por unos puentecillos, y los viajeros
podían circular de uno a otro extremo del convoy, que
ponía a su disposición vagones-cafés. No
faltaban mas que vagonesteatros, pero algún día los
habrá.

Por los puentecillos circulaban, sin cesar, vendedores
de libros y
periódicos, ofreciendo su mercancía, y vendedores
de licores, comestibles y cigarros, que no carecían de
compradores.

Los viajeros habían salido de la estación
de Oakland a las seis de la tarde. Ya era de noche, noche
fría, sombría, con el cielo encapotado, cuyas nubes
amagaban resolverse en nieve. El tren no andaba con mucha
rapidez. Teniendo en cuenta las paradas, no recorría
más de veinte millas por hora, velocidad que, sin embargo,
permitía atravesar los estados Unidos en el tiempo
reglamentario.

Se hablaba poco en el vagón, y, por otra parte,
el sueño iba a apoderarse pronto de los viajeros.
Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de
policía, pero no le hablaba. Desde los últimos
acontecimientos, sus relaciones se habían enfriado
notablemente. Ya no había simpatía ni intimidad.
Fix no había cambiado nada de su modo de ser; pero
Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y dispuesto a
estrangular a su antiguo amigo, a la menor sospecha.

Una hora después de la salida del tren,
comenzó a caer nieve, que no podía,
afortunadamente, entorpecer la marcha del tren. Por las
ventanillas ya no se veía más que una inmensa
alfombra blanca, sobre la cual, desarrollando sus espirales, se
destacaba el ceniciento vapor de la locomotora.

A las ocho, un camarero entró en el vagón
y anunció a los pasajeros que había llegado la hora
de acostarse. Ese vagón era un coche dormitorio, que en
algunos minutos queda transformado en dormitorio. Los respaldos
de los bancos se
doblaron; unos colchoncitos, curiosamente empaquetados, se
desarrollaron por un sistema
ingenioso; quedaron improvisados, en pocos instantes, unos
camarotes y cada viajero pudo tener a su disposición una
cama confortable, defendida por recias cortinas contra toda
indiscreta mirada. Las sábanas eran blancas, las almohadas
blandas, y no había más que acostarse y dormir, lo
que cada cual hizo como si se hubiese encontrado en el
cómodo camarote de un vapor, mientras que el tren
corría a todo vapor el estado de Califomia.

En esa porción de territorio que se extiende
entre San Francisco y Sacramento, el suelo es poco accidentado.
Esa parte del ferrocarril, llamada "Central Pacific", tomaba a
Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro
del que partía de Omaha. De San Francisco a la capital de
California la línea corría directamente al
Nordeste, siguiendo el río "American", que desagua en la
bahía de San Pablo. Las ciento veinte millas comprendidas
entre estas dos importantes ciudades se recorrieron en seis
horas, y a cosa de medianoche, mientras que los viajeros se
hallaban entregados a su primer sueño, pasaron por
Sacramento, no pudiendo, por consiguiente, ver nada de esta gran
ciudad, residencia de la legislatura
del estado de California, ni sus bellos muelles, ni sus anchas
calles, ni sus espléndidos palacios, ni sus plazas, ni sus
templos.

Más allá de Sacramento, el tren,
después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Aubum
y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las
siete de la mañana cuando pasó por la
estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio
era de nuevo un vagón ordinario, y los viajeros
podían ver por los cristales los pintorescos puntos de
vista de aquel montafíoso país. El trazado del
ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo
unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras
suspendido sobre los precipicios, evitando los ángulos
bruscos por medio de curvas atrevidas, penetrando en gargantas
estrechas, que parecían sin salida. La locomotora,
brillante como unas andas, con su gran fanal, que despedía
rojizos fulgores, su campana plateada, mezclaba sus silbidos y
bramidos con los de los torrentes y cascadas, retorciendo su humo
por las ennegrecidas ramas de los pinos.

Había pocos túneles o ninguno, y no
existían puentes. El ferrocarril seguía los
contornos de las montañas no buscando en la línea
recta el camino más corto de uno a otro punto, y no
violentando a la naturaleza.

Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren
penetraba en el estado de Nevada, siguiendo siempre las dirección del Nordeste. A las doce pasaba
por Reno, donde los viajeros tuvieron veinte minutos para
almorzar.

Desde este punto, la vía férrea, costeando
el río "Humboldt", se elevó durante algunas millas
hacia el Norte, siguiendo su curso; después torció
al Este, no debiendo ya separarse de ese río, antes de
llegar a los montes Humboldt, donde nace casi en la extremidad
oriental del estado de Nevada.

Después de haber almorzado, mister Fogg, mistress
Aouida y sus compañeros volvieron a sus asientos. Phileas
Fogg, la joven Aouida y sus compañeros, confortablemente
instalados, miraban el paisaje variado que se presentaba a la
vista; vastas praderas, montañas que se perfilaban en el
horizonte, torrentes que rodaban sus aguas espumosas. De vez en
cuando aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño
de bisontes, cual dique movedizo. Esos innumerables
ejércitos de rumiantes oponen a veces un obstáculo
insuperable al paso de los trenes. Se han visto millares de ellos
desfilar, durante muchas horas, en apiñadas hileras
cruzando los rieles. La locomotora tiene entoces que detenerse y
aguardar que la vía esté libre.

Y eso fue lo,que en aquella ocasión
aconteció. A las tres de la tarde, la vía
quedó interrumpida por un rebaño de diez o doce mil
cabezas. La máquina, después de haber amortiguado
la velocidad, intentó introducir su espolón en tan
inmensa columna, pero tuvo que detenerse ante la impenetrable
masa.

Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente
los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a
veces formidables mugidos. Tenían una estatura superior a
los de Europa, piernas y cola cortas; con una joroba muscular;
las astas separadas en la base; la cabeza, el cuello y espalda
cubiertos con una melena de largo pelo. No podía pensarse
en detener esta emigración. Cuando los bisontes adoptan
una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de
carne viva que no puede ser detenido por dique alguno.

Los viajeros, dispersados en los pasadizos, estaban
mirando tan curioso espectáculo; pero el que debía
tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había
permanecido en su puesto, aguardando filosóficamente que a
los búfalos les pluguiese dejarle paso. Picaporte estaba
enfurecido por la tardanza que ocasionaba esa aglomeración
de animales. De
buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de
revólveres.

-¡Qué país! -Exclamó-.
¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van
así en procesión, sin prisa ninguna, como si no
estorbasen la circulación! ¡Pardiez! ¡Quisiera
yo saber si mister Fogg había previsto este contratiempo
en su programa!
¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina
al través de ese obstruidor ganado!

El maquinista no había intentado forzar el
obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera
aplastado, indudablemente, a los primeros búfalos atacados
por el espolón de la locomotora; pero, por poderosa que
fuera la máquina, se habría parado en seguida,
dando lugar a un descarrilamiento y a una indefinida
detención del tren.

Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar
después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren.
El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la
vía no estuvo expedita sino al caer la noche. En este
momento, las últimas filas del rebaño atravesaban
el ferrocarril, mientras que las primeras desaparecían por
el horizonte meridional.

Eran, pues, las ocho, cuando el tren cruzó los
desfiladeros de los montes Humboldt, y las nueve y media cuando
penetró en el territorio de Utah, la región del
Gran Lago Salado, el curioso país de los
mormones.

XXVII

Durante la noche del 5 al 6 de noviembre, el tren
corrió al Sureste sobre un espacio de unas cincuen millas,
y luego subió otro tanto hacia el Nordeste,
acercándose al Gran Lago Salado.

Picaporte, hacia las nueve de la mañana,
salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo estaba
frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del
sol, abultado por las brumas, parecía como una enorme
pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en
piezas esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la
aparición de un personaje bastante
extraño.

Este personaje, que había tomado el tren en la
estación de Elko, era hombre de elevada estatura, muy
moreno, de bigote negro, pantalón negro, corbata blanca,
guantes de piel de perro.
Parecía un reverendo. Iba de un extremo al otro del tren,
y en la portezuela de cada vagón pegaba con obleas una
noticia manuscrita.

Picaporte se acercó y leyó en
una de esas notas que el honorable Willam Hitsch, misionero
mormón, aprovechando su presencia en el tren número
48, daría de once a doce, en el coche número 117,
una conferencia sobre
el mormonismo, invitando a oírla a todos los caballeros
deseosos de instruirse en los misterios de la religión de los
"Santos de los últimos días".

Picaporte, que sólo sabía del mormonismo
sus costumbres polígamas, base de la sociedad
mormónica, se propuso concurrir.

La noticia se esparció rápidamente por el
tren, que llevaba un centenar de pasajeros. Entre ellos, treinta
lo más, atraídos por el cebo de la conferencia,
ocupaban a las once las banquetas del coche número 117,
figurando Picaporte en la primera fila de los fieles. Ni su amo
ni Fix habían creído conveniente
molestarse.

A la hora fijada, el hermano mayor William Hitch, se
levantó, y con voz bastante irritada, como si de antemano
le hubieran contradicho, exclamó:

-¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir,
que su hermano Hyrames es un mártir, y que las
persecuciones del gobierno de la
Unión contra los profetas van a hacer también un
mártir de Brigham Young! ¿Quién se
atrevería a sostener lo contrario al misionero, cuya
exaltación era un contraste con su fisionomía, de
natural sereno? Pero su cólera
se explicaba, sin duda, por estar actualmente sometido el
mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados Unidos
acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos
independientes. Se había hecho dueño de Utah,
sometiéndolo a las leyes de la
Unión, después de haber encarcelado a Brigham
Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella
época los discípulos del profeta redoblaron sus
esfuerzos, y aguardando los actos, resistían con la
palabra las pretensiones del Congreso.

Como se ve, el hermano mayor William Hitch hacía
prosélitos hasta en el ferrocarril.

Y entonces refirió, apasionando su
relación con los raudales de su voz y la violencia de
sus ademanes, la historia del mormonismo,
desde los tiempos bíblicos: "Cómo en Israel, un
profeta mormón, de la tribu de José, publicó
los anales de la nueva religión y los legó a su
hijo mormón; cómo, muchos siglos más tarde,
una traducción de ese precioso libro, escrito
en caracteres egipcios, fue hecha por José Smith junior,
colono del estado de Vermont, que se reveló como profeta
místico en 1825; cómo, por último, le
apareció un mensajero celeste, en una selva luminosa, y le
entregó los anales del Señor".

En aquel momento, algunos oyentes, poco interesados por
la relación retrospectiva del misionero, abandonaron el
vagón; pero William Hitch, prosiguiendo, refirió
"cómo Smith junior, reuniendo a su padre, a sus dos
hermanos y algunos discípulos, fundó la
religión de los Santos de los últimos días,
religión que, adoptada no tan sólo en
América, sino en Inglateffa, Escandinavia y Alemania,
cuenta entre sus fieles, no sólo artesanos, sino muchas
personas que ejercen profesiones liberales; cómo una
colonia fue fundada en el Ohio; cómo se edificó un
templo, gastando doscientos mil dólares, y cómo se
construyó una ciudad en Kirkand; cómo Smith
llegó a ser un audaz banquero y recibió de un
simple exhibidor de momias un papyrus, que contenía la
narración escrita de mano de Abrdhán y otros
célebres egipcios.

Como esta historia se iba haciendo un poco larga, las
filas de oyentes se fueron aclarando, y el público ya no
quedaba reducido más que a unas veinte
personas.

Pero el hermano mayor, sin dársele cuidado por
esta deserción, refirió con detalles "cómo
Joe Smith quebró en 1837; cómo los arruinados
accionistas le embrearon y emplumaron; cómo se le
volvió a ver, más honorable y más honrado
que nunca, algunos años después, en Independencia
en el Missouri, y jefe de una comunidad
floreciente, y que no contaba menos de tres mil
discípulos, y entonces perseguido por el odio de los
gentiles, tuvo
que huir al "Far West americano".

Todavia quedaban diez oyentes, y entre ellos el buen
Picaporte, que era todo oídos. Así supo
"cómo, después de muchas persecuciones, Smith
apareció en lilinois y fundó, en 1839, a orillas
del Mississippi, Nauvoo-la Bella, cuya población se
elevó hasta veinticinco mil almas; cómo Smith fue
su alcalde, juez supremo y general en jefe; cómo en 1843
se presentó a candidato a la presidencia de los Estados
Unidos, y cómo, por último, atraído a una
emboscada en Cartago, fue encarcelado y asesinado por una banda
de hombres enmascarados".

Entonces ya no había quedado más que
Picaporte en el vagón, y el hermano mayor,
mirándole de hito en hito, fascinándole con sus
palabras, le recordó que dos años después
del asesinato de Smith, su sucesor el profeta inspirado, Brigham
Young, abandonando a Nauvoo, fue a establecerse a las orillas del
Lago Salado, y allí, en aquel admirable territorio, en
medio de una región fértil, en el camino que los
emigrantes atraviesan para ir a Califomia, la nueva colonia,
gracias a los principios de la
poligamia del mormonismo, tomó enorme
extensión.

-¡Y por eso -añadió William Hitch-,
por eso la envidia del Congreso se ha ejercitado contra nosotros!
¡Por eso los soldados de la Unión han pisoteado el
suelo de Utah! ¡Por eso nuestro jefe, el profeta Brigham
Young, ha sido preso con menosprecio de toda justicia!
¿Cederemos a la fuerza?
¡Jamás! Arrojados de Vermont, arrojados de Illinois,
arrojados de Obio, arrojados de Missouri, arrojados de Utah, ya
encontraremos algún territorio independiente, donde
plantar nuestra tienda… Y vos, adicto mío
-añadió el hermano mayor, fijando sobre su
único oyente su enojada mirada-, ¿plantaréis
la vuestra a la sombra de nuestra bandera?

No -respondió con valentía Picaporte, que
huyó a su vez, dejando al energúmeno predicar en el
desierto.

Pero, durante esta conferencia, el tren había
marchado con rapidez, y a cosa de mediodía tocaba en la
punta Noroeste del Gran Lago Salado. De aquí podía
abrazarse, en un vasto perímetro, el aspecto de ese mar
interior que lleva también el nombre de Mar Muerto, y en
el cual desagua un Jordán de América. Lago
admirable, rodeado de bellas peñas agrestes, con anchas
capas incrustadas de sal blanca, soberbia sábana blanca de
agua, que
antiguamente cubría un espacio más considerable;
pero, con el tiempo, sus orillas, elevándose poco a poco,
han reducido su superficie, aumentando su profundidad.

El Lago Salado, con unas setenta millas de longitud y
treinta y cinco de altura, está situado a tres mil
ochocientos pies sobre el nivel del mar. Muy diferente del lago
Asfaltites, cuya depresión
acusa mil doscientos pies menos, su salobrez es considerablo, y
sus aguas tienen en disolución la cuarta parte de materia
sólida. Su peso específico es de 1,179, siendo
1,000 la del agua destilada. Por eso allí no pueden
existir peces. Los que
vienen del Jordán, del Weber y de
otros ríos, perecen en seguida; pero no es verdad que la
densidad de
las aguas es tal, que un hombre no pueda sumergirse.

Alrededor del lago, la campiña estaba
admirablemente cultivada, porque los mormones entienden bien los
trabajos de la tierra;
ranchos y corrales para los animales domésticos, campos de
trigo, maiz sorgo;
praderas de exhuberante vegetación; en todas partes setos de
rosales silvestres, matorrales de acacias y de euforbios; tal
hubiera sido el aspecto de esa comarca seis meses más
tarde; pero entonces el suelo estaba cubierto por una delgada
capa de nieve que lo emblanquecía ligeramente.

A las dos, los viajeros se apeaban en la estación
de Odgen. El tren no debía marchar hasta las seis. Mister
Fogg, mistress Aouida y sus dos compañeros tenían,
por consiguiente, tiempo para ir a la Ciudad de los Santos, por
un pequeño ramal que se destaca de la estación de
Odgen. Dos horas bastaban apenas para visitar esa ciudad
completamente americana, y como tal, construida por el estilo de
todas las ciudades de la Unión; vastos tableros de largas
líneas monótonas, con la tristeza lúgubre de
los ángulos rectos, según la expresión de
Víctor Hugo. El fundador de la Ciudad de los Santos, no
podía librarse de esa necesidad de simetría que
distingue a los anglosajones. En este singular país, donde
los hombres no están, ciertamente, a la altura de las
instituciones,
todo se hace cuadrándose; las ciudades, las casas y las
tolderías.

A las tres, los viajeros se paseaban, pues, por las
calles de la ciudad, construida entre la orilla del Jordán
y las primeras ondulaciones de los montes Wahshtch. Advirtieron
pocas iglesias o ninguna, y como monumentos, la casa del Profeta,
los tribunales y el arsenal; después, unas casas de
ladrillos azulados con cancelas y galerías, rodeadas de
jardines, adornadas con acacias, palmera y algarrobos. Un muro de
arcilla y piedras, hecho en 1853, ceñía la ciudad;
en la calle principal, donde estaba el mercado, se
elevaban algunos palacios adornados de banderas, y entre otros,
Lake-Salt-House.

Mister Fogg y sus compañeros no encontraron la
ciudad muy poblada. Las calles estaban casi desiertas, salvo la
parte del templo, adonde no llegaron sino después de
atravesar algunos barrios cercados de empalizadas. Las mujeres
eran bastante numerosas, lo cual se explica por la
composición singular de las familias mormonas. No debe
creerse, sin embargo, que todos los mormones son
polígamos. Cada cual es libre de hacer sobre este
particular lo que guste; pero conviene observar lo que son las
ciudadanas del Utah, las que tienen especial empeño en
sei'¿asadas, porque, según la religión del
país, el cielo mormón no admite a la
participación de sus delicias a las solteras. Estas pobres
criaturas no parecen tener existencia holgada ni feliz. Algunas,
las más ricas sin duda, llevaban un jubón de seda
negro, abierto en la cintura, bajo una capucha o chal muy
modesto. Las otras no iban vestidas más que de
indiana.

Picaporte, en su cualidad de soltero por
convicción, no miraba sin cierto espanto a esas mormonas,
encargadas de hacer, entre muchas, la felicidad de un solo
mormón. En su buen sentido, de quien se compadecía
más era del marido. Le parecía terrible tener que
guiar tantas damas a la vez por entre las vicisitudes de la vida,
conduciéndolas así, en tropel, hasta el
paraíso mormónico, con la perspectiva de
encontrarlas allí, para la eternidad, en
compañía del glorioso Smith, que debía ser
ornamento de aquel lugar de delicias. Decididamente, no
tenía vocación para eso, y le parecía, tal
vez equivocándose, que las ciudadanas de Great-Lake-City
dirigían a su persona miradas
algo inquietantes.

Por fortuna, su residencia en la Ciudad de los Santos,
no debia prolongarse. A las cuatro menos algunos minutos, los
viajeros se hallaban en la estación y volvían a
ocupar su asiento en los vagones.

Dióse el silbido; pero cuando las ruedas de la
locomotora, patinando sobre las vías, comenzaban a
imprimir alguna velocidad al tren, resonaron estos gritos:
¡Alto! ¡Alto!

No se para un tren en marcha, y el que profería
esos gritos era, sin duda, algún mormón rezagado.
Corría desalentado, y afortunadamente para él no
había en la estación puertas ni barreras. Se
lanzó a la vía, saltó al estribo del
último coche, y cayó sin aliento sobre una de las
banquetas del vagón.

Picaporte, que había seguido con emoción
los incidentes de esta gimnástica, vino a contemplar al
rezagado, a quien cobró vivo interés al saber que
se escapaba a consecuencia de una reyerta de familia.

Cuando el mormón recobró el aliento,
Picaporte se aventuró a preguntarle cortésmente
cuántas mujeres tenía para él solo, y del
modo con que venía escapado le suponía una
veintena, al menos.

-¡Una, señor! -contestó el
mormón, elevando los brazos al cielo-, ¡una y era
bastante!

XXVIII

El tren, al salir de Great-Lake-City y de la
estación de Odgen, se elevó durante una hora hacia
el Norte hacia el río Veber, después de recorrer
unas novecientas millas desde San Francisco. En esta parte de
territorio, comprendida entre esos montes y las Montañas
Rocosas, propiamente dichas, los ingenieros americanos han tenido
que vencer las más serias dificultades. Así, pues,
en ese trayecto, la subvención del gobierno de la
Unión ha ascendido a cuarenta y ocho mil dólares
por milla, al paso que no eran más que dieciséis en
la llanura; pero los ingenieros, como hemos dicho, no han
violentado a la naturaleza, sino que han usado con ella-la
astucia, sesgando las dificultades, no habiendo tenido necesidad
de perforar más que un túnel de catorce mil pies
para llegar a la gran cuenca.

En el lago Salado era donde el trazado llegaba a su
más alto punto de altitud. Desde aquí su perfil
describía una curva muy prolongada, que bajaba hacia el
valle de Bitter–Creek, para remontarse hasta la línea
divisoria de las aguas entre el Océano y el
Pacífico. Los ríos eran numerosos en esta region
montuosa. Hubo que pasar sobre puentes el Muddy, el Gree y otros.
Picaporte se había tornado más impaciente a medida
que se acercaba el término del viaje, y Fix, a su vez,
hubiera querido haber salido ya de aquella región
extraña. Temía las tardanzas, recelaba los accidentes, y
aún tenía más prisa que el mismo Phileas
Fogg en poner el pie sobre la tierra inglesa.

A las diez de la noche, el tren se detenía en la
estación de Fort-Bridger, de la cual se separó al
punto, y veinte millas más allá entraba en el
estado de Wyoming, el antiguo Dakota, siguiendo todo el valle de
Bitter-Creek, de donde surgen parte de las aguas que forman el
sistema hidrográfico del Colorado.

Al día diguiente, 7 de diciembre, hubo un cuarto
de hora de parada en la estación de Green-River. La nieve
había caído, durante la noche, con bastante
abundancia; pero, mezclada con lluvia, medio derretida, no
podía estorbar la marcha del tren. Sin embargo, este mal
tiempo no dejó de inquietar a Picaporte, porque la
acumulación de las nieves, entorpeciendo las ruedas de los
vagones, hubiera comprometido seguramente el viaje.

-Pero, ¿qué idea –decía para
sí- habrá tenido mi amo para viajar durante el
invierno? ¿No podía aguardar la buena
estación, para tener mayores probabilidades?

Pero en aquel momento, en que el honrado mozo no se
preocupaba más que del estado del cielo y del descenso de
la temperatura,
mistress Aouida experimentaba recelos más vivos, que
procedían de otra muy diferente causa.

En efecto, algunos viajeros se habían apeado y se
paseaban por el muelle de la estación de Green-River,
aguardando la salida del tren. Ahora bien; a través del
cristal reconoció entre ellos al coronel Steam Proctor,
aquel americano que tan groseramente se había conducido
con Phileas Fogg, durante el mitin de San Francisco. Mistress
Aouida, no queriendo ser vista, se echó para
atrás.

Esta circunstancia impresionó vivamente a la
joven. Esta había cobrado afecto al hombre que, por
frío que fuera, le daba diariamente muestras de la
más absoluta adhesión. No comprendía, sin
duda, toda la profundidad del sentimiento que le inspiraba su
salvador, y aunque no daba a este sentimiento otro nombre que el
de agradecimiento, había más que esto, sin
sospecharlo ella misma. Por eso su corazón se
oprimió cuando reconoció al grosero personaje a
quien tarde o temprano quería mister Fogg pedir cuenta de
su conducta.
Evidentemente, era la casualidad sola la que había
traído al coronel Proctor; pero, en fin, estaba
allí, y era necesario impedir a toda costa que Phileas
Fogg percibiese a su adversario.

Mistress Aouida, cuando el tren echó de nuevo a
andar, aprovechó un momento en que mister Fogg dormitaba
para poner a Fix y Picaporte al corriente de lo que
ocurría.

-¡Ese Proctor está en el tren!
–exclamó Fix-. Pues bien: tranquilizaos, señora;
antes de entenderse con el llamado… con mister Fogg,
ajustará cuentas conmigo. Me parece que, en todo caso, yo
soy quien ha recibido los insultos más graves.

-Y además -añadió Picaporte-, yo me
encargo de él, por más coronel que sea.

-Señor Fix -repuso mistress Aouida-, mister Fogg
no dejará a nadie el cuidado de vengarlo. Es hombre, lo ha
dicho, capaz de volver a América para buscar a ese
provocador. Si ve, por consiguiente, al coronel Proctor, no
podremos impedir un encuentro que pudiera traer resultados
depior-ables. Es menester, pues, que no lo vea.

-Tenéis razón, señora
-respondió Fix-, un encuentro podría perderlo todo.
Vencedor o vencido, mister Fogg se vería atrasado,
y…

-Y -añadió Picaporte- eso haría
ganar a los gentlemen del Reform-Club. ¡Dentro de cuatro
días estaremos en Nueva York! Pues bien; si durante cuatro
días mi amo no sale de su vagón, puede esperarse
que la casualidad no lo pondrá enfrente de ese maldito
americano que Dios confunda. Y ya sabremos impedirlo.

La conversacion se suspendió. Mister Fogg se
había despertado y miraba el campo por entre el vidrio manchado
de nieve. Pero más tarde, y sin ser oído de su amo
ni de mistress Aouida, Picaporte dijo al inspector de
policía:

-¿De veras os batiríais con el?

-Todos los medios emplearé para que llegue vivo a
Europa -respondió simplemente Fix, con tono que denotaba
una implacable voluntad.

Picaporte sintió cierto estremecimiento; pero sus
convicciones respecto de la no culpabilidad
de su amo, siguieron inalterables.

¿Y podía hallarse algún medio de
detener a mister Fogg en el compartimento para evitar todo
encuentro con el coronel? No podía ser esto
difícil, contando con el genio calmoso del gentleman. En
todo caso, el inspector de policía creyó haber dado
con el medio, porque a los pocos instantes decía a Phileas
Fogg:

-Largas y lentas son estas horas que se pasan así
en ferrocarril.

-En efecto –dijo el gentleman-, pero van
pasando.

-A bordo de los buques -repuso el inspector
-teníais costumbre de jugar vuestra partida de
whist.

-Sí, pero aquí sería
difícil; no hay naipes ni jugadores.

-¡Oh! En cuanto a los naipes, ya los hallaremos,
porque se venden en todos los vagones americanos. En cuanto a
compañeros de juego, si por casualidad la
señora…

-Ciertamente, caballero -respondió con viveza
Aouida-, sé jugar al whist. Eso forma parte de la educación
inglesa.

-Y yo -repuso Fix-, tengo alguna pretensión de
jugarlo bien. Por consiguiente, haremos la partida a
tres.

-Como gustéis -repuso mister Fogg, gozoso de
dedicarse a su juego favorito aun en ferrocarril.

Picaporte fue en busca del "steward" y volvió
luego con dos barajas, fichas, tantos
y una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego
comenzó. Mistress Aouida sabía bastante bien el
whist, aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas
Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de
luchar con el gentleman.

-Ahora –dijo entre sí Picaporte-, ya es nuestro
y no se moverá.

A las once de la mañana, el tren llegó a
la línea divisoria de las aguas de ambos Océanos.
Aquel paraje, llamado Passe-Bridger, se hallaba a siete mil
quinientos veinticuatro pies ingleses dobre el nivel del mar, y
era uno de los puntos más altos del trazado férreo,
al través de las Montañas Rocosas. Después
de haber recorrido unas doscientas millas, los viajeros se
hallaron por fin en una de esas extensas llanuras que llegan
hasta el Atlántico, y que tan propicias son para el
establecimiento de ferrocarriles.

Sobre la vertiente de la cuenca atlántica se
desarrollaban ya los primeros ríos, afluentes o
subafluentes del North-Platte. Todo el horizonte del Norte y del
Este estaba cubierto por una inmensa cortina semicircular que
forma la porción septentrional de las Montañas
Rocosas, dominada por el pico de Laramia. Entre esa curvatura y
la línea férrea se extendían vastas
llanuras, abundantemente regadas. A la derecha de la vía
aparecían las primeras rampas de la masa montañosa
que se redondea al Sur hasta el nacimiento del Arkansas, uno de
los grandes tributarios del Missouri.

A las doce y media, los viajeros divisaron el puente
Halleck, que domina aquella comarca. Con algunas horas
más, el trayecto de las Montañas Rocosas
quedaría hecho, y, por consiguiente, podía
esperarse que ningún incidente perturbaría el paso
del tren por tan áspera región. Ya no nevaba y el
frío era seco. A lo lejos unas aves grandes,
espantadas por la locomotora. Ninguna fiera, ni oso, ni lobo,
aparecía en la llanura. Era el desierto con su inmensa
desnudez.

Después de un almuerzo bastante confortable,
servido en el mismo vagón, mister Fogg y sus
compañeros acababan de tomar los naipes de nuevo, cuando
se oyeron violentos silbidos. El tren se paró.

Picaporte se asomó a la portezuela y no -vio
nada, ni había estación alguna.

Mistress Aouida y Fix pudieron temer por un momento que
mister Fogg bajase a la vía, pero el gentleman se
contentó con decir a su criado:

-Id a ver lo que es eso.

Picaporte salió, y unos cuarenta viajeros
habían dejado ya sus puestos, entre ellos el coronel Steam
Proctor.

El tren se había parado ante una señal
roja, y el maquinista, así como el conductor, altercaban
vivamente con un guardavía que habia sido enviado al
encuentro del convoy por el jefe de Medicine-Bow, la
estación inmediata. Tomaban parte de la discusión
algunos viajeros que se habían acercado, y entre otros, el
referido coronel Proctor, con altaneras palabras e imperiosos
ademanes.

Picaporte oyó decir al
guardavía:

-¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de
Medicine-Bow está resentido y no aguantaría el peso
del tren.

El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba
sobre el torrente, a una milla del sitio donde se había
parado el tren. Según el guardavía, muchos alambres
estaban rotos, y el puente amenazaba ruina, siendo imposible
arriesgarse y pasarlo. El guadavía no exageraba al
afirmarlo y es preciso tener en cuenta que, con los
hábitos de los americanos, cuando son ellos prudentes,
sería locura no serlo.

Picaporte, que no se atrevía a contárselo
a su amo, estaba oyendo lo que decían, quieto como una
estatua y apretando los dientes.

-¡Me parece –exclamó el coronel Proctor-
que no vamos a estar aquí criando raíces en la
nieve!

-Coronel -respondió el conductor-, hemos
telegrafiado a la estación de Omaha para pedir un tren,
pero es probable que no llegue a Medicine-Brow antes de seis
horas.

-¡Seis horas! –dijo Picaporte.

-Sin duda. Además, bien necesitaremos ese tiempo
para llegar a pie a la estación.

-Pero si no está más que a una milla
–dijo un viajero.

-En efecto; pero al otro lado del río.

-Y ese río, ¿no puede pasarse con
barca?

-Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias.
Es un raudal y tendremos que dar un rodeo de diez millas al Norte
para hallar un vado.

El coronel echó una bordada de temos,
pegándola con la compañía y con el
conductor, mientras que Picaporte, furioso, no estaba muy lejos
de hacer coro con él. Había un obstáculo
material, contra el cual habían de estrellarse todos los
billetes de banco de su amo.

Además, el descontento era general entre los
viajeros, quienes, sin contar con el atraso, se veían
obligados a andar unas quince millas por la llanura nevada. Hubo,
pues, alboroto, vociferaciones, gritería, y esto hubiera
debido llamar la atención de Phileas Fogg, a no estar
absorto en el juego.

Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de
lo que pasaba, y se dirigía al vagón con la cabeza
baja cuando el maquinista, verdadero yankee llamado Foster, dijo,
levantando la voz:

-Señores, tal vez hay un medio de
pasar.

-¿Por el puente? –dijo un viajero.

-Por el puente.

-¿Con nuestro tren? -preguntó el
coronel.

-Con nuestro tren.

Picaporte se detuvo, y devoraba las palabras del
maquinista.

-¡Pero el puente amenaza ruina! –dijo el
conductor.

-No importa -respondió Foster-. Creo, que,
lanzando el tren con su máxima velocidad, hay probabilidad de
pasar.

-¡Diantre! –exclamó Picaporte.

Pero cierto número de viajeros fueron
inmediatamente seducidos por la proposición que gustaba
especialmente al coronel Proctor. Este cerebro
descompuesto consideraba la cosa como muy practicable. Se
acordó de que unos ingenieros habían concebido la
idea de pasar los ríos sin puente, con trenes
rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin de cuentas,
todos los interesados en la cuestión se pusieron de parte
del maquinista.

-Tenemos cincuenta probabilidades de pasar -decía
otro.

-Sesenta -decía otro.

-Ochenta… ¡Noventa por ciento!

Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba dispuesto
a intentarlo toda para pasar el Medicine-Creek; pero la tentativa
le parecía demasiado americana.

-Por otra parte -pensó-, hay otra cosa más
sencilla que ni siquiera se le ocurre a esa gente. Caballero
-dijo a uno de los viajeros-, el medio propuesto por el
maquinista me parece algo aventurado, pero…

-¡Ochenta probabilidades! –respondió el
viajero, que le volvió la espalda.

-Bien lo sé -respondió Picaporte,
dirigiéndose a otro-, pero una simple
reflexión.

-No hay reflexión, es inútil
-respondió el americano, encogiéndose de hombros-,
puesto que el maquinista asegura que pasaremos.

-Sin duda, pasaremos; pero sería quizá
más prudente…

-¡Cómo prudente! –exclamó el
coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra
oída por casualidad-. ¡Os dicen que a toda
velocidad! ¿Comprendéis? ¡A toda
velocidad!

-Ya sé, ya comprendo –repetía Picaporte,
a quien nadie dejaba acabar-; pero sería, si no más
prudente, puesto que la palabra os choca, al menos más
natural…

-¿Quién? ¿Cómo?
¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése
con su natural? -gritaron todos.

Ya no sabía el pobre mozo de quién hacerse
oír.

-¿Tenéis acaso miedo? -le preguntó
el coronel Proctor.

¡Yo miedo! ~-exclamó Picaporte-. Pues bien;
sea. Yo les enseñaré que un francés puede
ser tan americano como ellos.

-¡Al tren, al tren! -gritaba el
conductor.

-¡Sí, al tren! -repetía Picaporte-:
¡Al tren! ¡Y al instante! ¡Pero nadie me
impedirá pensar que hubiera sido más natural pasar
primero el puente a pie, y luego el tren!…

Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie
hubiera querido reconocer su conveniencia.

Los viajeros volvieron a los coches: Picaporte
ocupó su asiento sin decir nada de lo ocurrido. Los
jugadores estaban absortos en su whist.

La locomotora silbó vigorosamente. El maquinista,
invirtiendo el vapor, trajo el tren para atrás durante
cerca de una milla, retrocediendo como un saltarin que va a tomar
impulso.

Después de otro silbido, comenzó la marcha
hacia delante; se fue acelerando, y muy luego la velocidad fue
espantosa. No se oía la repercusión de los
relínchos de la locomotora, sino una aspiración
seguida; los pistones daban veinte golpes por segundo; los ejes
humeaban entre las cajas de grasa. Se sentía, por decirlo
así, que el tren entero, marchando con una rapidez de cien
millas por hora, no gravitaba ya sobre los rieles. La velocidad
destruía la pesantez.

Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el puente.
El tren saltó, por decirlo así, de una orilla a
otra, y el maquinista no pudo detener su máquina desbocada
sino a cinco millas más allá de la
estación.

Pero apenas había pasado el tren, cuando el
puente, definitivamente arruinado, se desplomaba con
estrépito sobre el Medicine-Bow.

XXIX

Aquella misma tarde, el tren proseguía su marcha
sin obstáculos, pasaba el fuerte Sanders, trasponía
el paso de Cheyenvoy, llegaba al paso de Evans. En este sitio
alcanzaba el ferrocarril el punto más alto del trayecto, o
sea ocho mil noventa y un pies sobre el nivel del Océano.
Los viajeros ya no tenían más que bajar hasta el
Atlántico por aquellas llanuras sin límites,
niveladas por la naturaleza.

Allí empalmaba el ramal de Denver, ciudad
principal de Colorado. Este territorio es rico en minas de oro y
de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado
allí su domicilio.

Se habían recorrido mil trescientas ochenta y dos
millas desde San Francisco, en tres dias y tres noches, cuatro
noches y cuatro días debían bastar, según
toda la previsión, para llegar a Nueva York. Phileas Fogg
se mantenía, por consiguiente, dentro del plazo
regiamentario.

Durante la noche se dejó a la izquierda del
campamento de Walbab. El "Lodge-Pole-Crek" discurría
paralelamente a la vía, siguiendo sus aguas la frontera
rectilínea común a los Estados de Wyoming y de
Colorado. A las once entraban en Nebraska, pasaban cerca de
Sedgwick, y tocaban en Julesburgh, situado en el brazo meridional
del río Platte.

Allí fue donde se inauguró el "Union
Paciflc", el 23 de octubre de 1867, cuyo ingeniero jefe fue el
general J. M. Dodge, y donde se detuvieron las dos poderosas
locomotoras que remolcaban los nuevos vagones de convidados,
entre los cuales figuraba el vicepresidente Tomás C.
Durant. Allí dieron el simulacro de un combate indio;
allí brillaron los fuegos artificiales, en medio de
ruidosas aclamaciones: allí, por último, se
publicó, por medio de una imprenta
portátil, el primer número del "Rail-way-Pioneer".
Así fue celebrada la inauguración de ese gran
ferrocarril, instrumento de progreso y de civilización,
trazado a través del desierto y destinado a enlazar entre
sí ciudades que no existían aún. El silbato
de la locomotora, más poderoso que la lira de
Anfión, iba a hacerlas surgir muy en breve del suelo
americano.

A las ocho de la mañana, el fuerte Mac Pherson
quedaba atrás. Este punto dista trescientas cincuenta y
siete millas de Omaha. La vía férrea seguía
por la izquierda del brazo meridional del río Platte. A
las nueve, se llegaba a la importante ciudad de North-Platte,
contruida entre los dos brazos de ese gran río, que se
vuelven a reunir alrededor de ella para no formar, en adelante
ya, más que una sola arteria, afluyente considerable cuyas
aguas se confunden con las del Missouri, un poco más
allá de Omaha.

Mister Fogg y sus compañeros proseguían su
juego, sin que ninguno de ellos se quejase de la longitud del
camino. Fix había empezado por ganar algunas guineas que
estaba perdiendo, no siendo menos apasionado que mister Fogg.
Durante aquella mañana, la suerte favoreció
singularmente a éste. Los triunfos llovían, por
decirlo así, en sus manos En cierto momento,
después de haber combinado un golpe atrevido, se preparaba
a jugar espadas, cuando detrás de la banqueta salió
una voz diciendo:

-Yo jugaría oros

Mister Fogg, mistress Aouida y Fix, levantaron la
cabeza. El coronel Proctor estaba junto a ellos.

Steam Proctor y Phileas Fogg se reconocieron en
seguida.

-¡Ah! Sois vos, señor inglés
–exclamó el coronel-; ¡sois vos quien quiere jugar
espadas!

-Y que las juega -respondió con frialdad Phileas
Fogg, echando un diez de ese palo.

-Pues bien; me acomoda que sean oros
–replicó el coronel Proctor con irritada voz,
haciendo ademán de tomar la carta jugada,
y añadiendo:

-No sabéis ese juego.

-Tal vez seré más diestro en otro –dijo
Phileas Fogg, levantándose.

-¡Sólo de vos depende ensayarlo, hijo de
John Bull! -replicó el grosero personaje.

Mistress Aouida había palidecido, afluyendo toda
su sangre al corazón. Se había asido del brazo de
Phi leas Fogg, que la repelió suavemente. Picaporte iba a
echarse sobre el americano, que miraba a su adversario con el
aire más insultante posible, pero Fix se había
levantado, y yendo hacia el coronel Proctor, le dijo:

-Olvidáis que es conmigo con quien debéis
entenderos, porque no sólo me habéis injuriado,
sino golpeado.

-Señor Fix –dijo Fogg-, perdonad, pero esto me
concierne a mí solo. Al pretender que yo hacía mal
en jugar espadas, el coronel me ha injuriado de nuevo, y me
dará una satisfacción.

-Cuando queráis y donde queráis
-respondió el americano-, y con el arma que
queráis.

Mistress Aouida intentó en vano detener a mister
Fogg. El inspector hizo inútiles esfuerzos para hacer suya
la cuestión. Picaporte quería echar al coronel por
la portezuela, pero una seña de su amo lo contuvo. Phileas
Fogg salió del vagón, y el americano lo
acompañó a la plataforma.

–Caballero –dijo mister Fogg a su adversario-, tengo
mucha prisa en llegar a Europa, y una tardanza cualquiera
perjudicaría mucho mis intereses.

-¿Y qué me importa? -respondió el
coronel Proctor.

–Caballero -dijo cortésmente mister Fogg-,
después de nuestro encuentro en San Francisco,
había formado el proyecto de
volver a buscaros a América, tan fuego como hubiese
terminado los negocios que me llaman al antiguo
continente.

-¡De veras!

-¿Queréis señalarme sitio para
dentro de seis meses?

-¿Por qué no seis años?

-Digo seis meses, y seré exacto.

-Esas no son más que pamplinas o al instante, o
nunca.

–Corriente. ¿Vais a Nueva York?

-No.

-¿A Chicago?

-No.

-¿A Omaha?

–Os importa poco. Conocéis
Plum-Creek?

-No.

-Es la estación inmediata, y allí
llegará el tren dentro de una hora; se detendrá
diez minutos, durante los cuales se pueden disparar algunos
tiros.

-Bajaré en la estación de
Plum-Creek.

Y creo que allí os quedaréis
-añadió el americano con sin igual
insolencia.

-¿Quién sabe, caballero? -respondió
mister Fogg, y entró en su vagón tan calmoso como
de costumbre.

Allí el gentleman comenzó por tranquilizar
a mistress Aouida, diciéndole que los fanfarrones no eran
nunca de temer. Después rogó a Fix que le sirviera
de testigo en el encuentro que se iba a verificar. Fix no
podía rehusarse y Phileas Fogg prosiguió,
tranquilo, su interrumpido juego, echando espadas con perfecta
calma.

A las once, el silbato de la locomotora, anunció
la aproximación a la estación de Plum-Creek. Mister
Fogg se levantó, y, seguido de Fix, salió a la
galería. Picaporte le acompañaba, llevando un par
de revólveres. Mistress Aouida se había quedado en
el vagón, pálida como una muerta.

En aquel momento, se abrió la puerta del otro
vagón, y el coronel Proctor apareció también
en la galería, seguido de su testigo, un yanqui de su
temple. Pero, en el momento en que los dos adversarios iban a
bajar a la vía, el conductor acudió
gritando:

-No se baja, señores.

-¿Y por qué? -preguntó el
coronel.

-Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se
para.

-Pero tengo que batirme con el señor.

-Lo siento -respondió el empleado-, pero
marchamos al punto. ¡Ya suena la campana!

La campana sonaba, en efecto, y el tren proseguió
su camino.

-Lo siento muchísimo, señores –dijo
entonces el conductor-. En cualquier otra circunstancia hubiera
podido serviros. Pero, en definitiva, puesto que n habéis
podido batiros en esta estación., ¿quién os
impide que lo hagáis aquí?

-Eso no convendrá tal vez al señor –dijo
e coronel Proctor con aire burlón.

-Eso me conviene perfectamente -respondió Phileas
Fogg.

-Dicididamente estamos en América -pensó
para sí Picaporte-, y el conductor del tren es un
caballero de buen mundo.

Y pensando esto, siguió a su amo.

Los dos adversarios y sus testigos, precedidos de
conductor, se fueron al último vagón del tren,
ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les
preguntó si querían dejar un momento libre sitio a
dos caballeros, que tenían que arreglar un negocio de
honor.

¡Cómo no! Muy gozosos se mostraron los
viajeros en complacer a los contendientes, y se retiraron a la
galería.

El vagón, que tenía unos cincuenta pies de
largo, se prestaba muy bien para el caso. Los adversarios
podían marchar uno contra otro entre las banquetas y
fusilarse a su gusto. Nunca hubo duelo más fácil de
arreglar. Mister Fogg y el coronel Proctor, provistos cada uno de
dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos
los encerraron. Al primer silbido de la locomotora debía
comenzar el fuego. Y luego, después de un transcurso de
dos minutos, se sacaría del coche lo que quedase de los
dos caballeros.

Nada más sencillo, a la verdad; y tan sencillo,
por cierto, que Fix y Picaporte sentían su corazón
latir hasta romperse.

Se esperaba el silbido convenido, cuando resonaron de
repente unos gritos salvajes, acompañados de tiros que no
procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los
disparos se escuchaban, al contrario, por la parte delantera y
sobre toda la línea del tren; en el interior de
éste se oían gritos de furor.

El coronel Proctor y mister Fogg, con revólver en
mano, salieron al instante del vagón, y corrieron adelante
donde eran más ruidosos los tiros y los
disparos.

Habían comprendido que el tren era atacado por
una banda de sioux.

No era la primera vez que esos atrevidos indios
habían detenido los trenes. Según su costumbre, sin
aguardar la parada del convoy, se habían arrojado sobre el
estribo un centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace
un clown al saltar sobre un caballo al galope.

Estos sioux estaban armados de fusiles. De aqui las
detonaciones, a que correspondían los viajeros, casi todos
armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre
la máquina. El maquinista y el fogonero habían sido
ya casi magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el tren,
había abierto la introducción del vapor en lugar de
cerrarla, y la locomotora, arrastrada, corría con una
velocidad espantosa.

Al mismo tiempo los sioux habían invadido los
vagones. Corrían como monos enfurecidos sobre las
cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a
cuerpo con los viajeros. El furgón de equipajes
había sido saqueado, arrojando los bultos a la via. La
gritería y los tiros no cesaban.

Sin embargo, los viajeros se defendían con valor.
Ciertos vagones sostenían, por medio de barricadas, un
sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados con una
velocidad de cien millas por hora.

Desde el principio del ataque, mistress Aouida se
había conducido valerosamente. Con revólver en
mano, se defendía heroicamente; tirando por entre los
cristales rotos, cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte
sioux, heridos de muerte,
habían caído a la vía, y las ruedas de los
vagones aplastaban a los que se caian sobre los rieles desde las
plataformas.

Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de
rompecabezas, yacían sobre las banquetas.

Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de
duración, y tenía que tenninar en ventaja de los
sioux si el tren no se paraba. En efecto, la estación de
Fuerte Kearney no estaba más que a dos millas de
distancia, y una vez pasado el fuerte y la estación
siguiente, los sioux serían dueños del
tren.

El conductor se batía al lado de mister Fogg,
cuando una bala lo alcanzó. Al caer
exclamó:

-¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco minutos
en pararse!

-¡Se parará! -dijo Phileas Fogg, que quiso
echarse fuera del vagón.

-Estad quieto, señor -le gritó Picaporte .
Yo me encargo de ello.

Phileas Fog,-, no tuvo tiempo de detener al animoso
muchacho, que, abriendo una portezuela, consiguió
deslizarse debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha
continuaba y las balas se cruzaban por encima de su cabeza,
recobrando su agilidad y flexibilidad de clown,
arrastrándose colgado por debajo de los coches, y
agarrándose, ora a las cadenas, ora a las palancas de
freno, rastreándose de uno a otro vagón, con
maravillosa destreza, llegó a la parte delantera del tren
sin haber podido ser visto.

Allí, colgado por una mano entre el furgón
y el ténder, desenganchó con la otra las cadenas de
seguridad; pero a
consecuencia de la tracción, no hubiera conseguido
desenroscar la barra de enganche, si un sacudimiento que la
máquina experimentó, no la hubiera hecho saltar, de
modo que el tren, desprendido, se fue quedando arás,
mientras que la locomotora huía con mayor velocidad. El
corrió aún durante algunos minutos; pero los frenos
se manejaron bien, y el convoy se detuvo, al fin, a menos de cien
pasos de la estación de Kearney.

Allí, los soldados del fuerte, atraídos
por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no los
habían esperado, y antes de pararse completamente el tren,
toda la banda había desaparecido.

Pero cuando los viajeros se contaron en el andén
de la estación, reconocieron que fantaban algunos, y entre
otros el valiente francés, cuyo denuedo acababa de
salvarlos.

 

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