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El amor no es un milagro. "El impulso provoca el comportamiento"



    Uno de los secretos de la vida se llama gen y al
    conjunto de genes se le denomina genoma, el genoma viene a ser
    tal que un código
    de barras impreso con el que se nace, que identifica a los
    individuos de cada especie y que programa muchos
    aspectos de su vida posterior. La trasmisión de la
    información genética
    se realiza de los progenitores hacia su descendencia mediante
    células
    sexuales.

    Los humanos como el resto de los seres vivos, somos
    portadores de genes cuya única finalidad es perpetuarse,
    reproducirse de todas las formas y maneras posibles en
    múltiples combinaciones. La naturaleza
    inventó las fórmulas mas diversas a tal fin y
    siendo conservadora en sus principios,
    cuando una fórmula le funciona desencadena mecanismos para
    fijarla y usarla indefinidamente.

    Los instintos son uno de los mecanismos que pone la
    naturaleza al servicio de
    algunas especies, son impulsos internos anteriores a la
    experiencia. El apareamiento es un mecanismo instintivo mediante
    el cual los humanos, al igual que otras especies animales se
    reproducen, biológicamente es el impulso que trata de
    llevar una célula
    sexual masculina (espermatozoide) hacia la femenina
    (óvulo) con objeto de ser fecundada, por tanto la conducta sexual
    es en origen instintiva.

    En la naturaleza los sexos aparecen con objeto de
    procrear y de ahí los comportamientos sexuales
    diferenciados. Pero la sexualidad
    humana hay que considerarla no sólo dentro de un contexto
    biológico, si no también cultural. Ahora bien,
    aunque resulte controvertido; la reproducción no es una función
    secundaria de la sexualidad humana porque existan el amor y el
    placer, pues eso sería tanto como decir que la alimentación es una
    función secundaria porque existe el arte culinario.
    Los órganos están diseñados con un objetivo
    fundamental, la naturaleza en eso es pragmática, es la
    cultura la que
    puede diversificar sus funciones.

    El celo es la fórmula que emplea la naturaleza
    con objeto de asegurar la reproducción de los mamíferos. El tiempo que
    transcurre entre una ovulación y otra recibe el nombre de
    ciclo estral, y dentro de ese ciclo hay un periodo en el que la
    hembra está receptiva a la cópula, es el celo o
    estro. La iniciativa de la copulación parte de la hembra,
    su fisiología emite diversas señales
    que atraen al macho. Por tanto, la hembra marca los ciclos
    reproductivos engarzada con el resto de ritmos biológicos,
    lo que permite la supervivencia de las especies.

    Las hembras en celo eligen pareja reproductora en base a
    criterios diversos, pero siempre respaldados por respuestas
    cerebrales específicas para evaluar al macho, derivadas de la
    propia selección
    natural de la especie y encaminadas a garantizar la viabilidad de
    la misma. Pero el despliegue de señales de que se vale la
    naturaleza para despertar la atracción de los sexos cuando
    llega la época del celo, diverge del resto en la especie
    humana porque la ausencia de celo femenino altera el procedimiento,
    aunque paradójicamente lo que no sufre alteración
    es la química
    que regula la atracción.

    Así mismo, las relaciones
    sexuales continuas también son una excepción de
    la especie humana, tan singular como que las mujeres carezcan de
    celo. Ambas cuestiones están directamente vinculadas
    entre sí y con otros dos factores que son la monogamia y
    las poblaciones con un número similar de individuos de
    sexo
    diferente. Estos acontecimientos aparentemente azarosos junto con
    otros, perturbarán significativamente la vida de las
    mujeres.

    Entre los factores que pueden modificar los
    comportamientos sexuales y sus alteraciones se podrían
    citar varios, que combinados o no en la especie humana
    determinarían el cambio, y
    entre los que se pueden enumerar como posibles están las
    mutaciones genéticas, la selección natural, la
    cautividad y la manipulación sociocultural de la
    mujer.

    Se puede considerar la posibilidad de que entre los
    homínidos primitivos una hembra, por alguna
    alteración genética, naciera sin la
    característica de producir señales delatoras en el
    periodo fértil, conservando sin embargo sus deseos
    sexuales y su capacidad reproductora. Tal suceso
    provocaría que a los machos le pasase desapercibida, pero
    siempre podría darse el caso de que uno de ellos, tal vez
    de los rango inferior la cubriera. Esto permitiría a la
    pareja realizar prácticas sexuales en cualquier momento.
    Algunas de las hijas heredarían esta particularidad con lo
    que se multiplicarán progresivamente. Sin embargo esta
    hipótesis debiera aportar ventajas tales
    que la propia selección natural la premiase eliminando la
    opción anterior. A priori, y aún teniendo en cuenta
    que el celo desaparece en la generalidad de las hembras humanas,
    no parece probable tal conjetura puesto que las posibles ventajas
    no resultan determinantes en el proceso
    reproductivo si no más bien todo lo contrario, ya que
    inhibir señales delatoras de fertilidad va en contra del
    objetivo de procreación y la propia excepcionalidad en la
    naturaleza lo cuestiona.

    La selección natural contempla sin embargo varias
    opciones:

    La naturaleza establece como norma general poblaciones
    con un reducido número de machos respecto al de hembras
    que alcanzan la madurez sexual, porque biológicamente un
    sólo macho produce andanadas suficientes de
    espermatozoides para fecundar el óvulo de varias hembras
    en un sólo día, pero en la especie humana se
    produce un desequilibrio demográfico en algún
    momento de su andadura evolutiva.

    La desproporción causada por una
    superpoblación de machos pudiera surgir por una excesiva
    mortandad de hembras, debido a que aparejado al bipedismo
    aparecieran dos factores nuevos; por un lado la posición
    erguida obliga a los homínidos a adaptar las caderas
    provocando en las hembras reducción del su canal del
    parto, este
    hecho agravado por el simultaneo aumento del tamaño
    craneal de los fetos serían los causantes de un gran
    número de muertes de hembras por parto.

    La evolución llevaría a las hembras a
    parir crías cada vez más prematuras, de hecho
    aún las parimos, y a su vez van sobreviviendo las hembras
    con más amplitud del canal pélvico. Pero
    simultáneamente el desequilibrio de población con merma femenina traería
    consigo disputas enconadas entre los machos imperando la ley del
    más fuerte, no para disputarse un harén, si no para
    conseguir una sola hembra, porque la mortandad pudiera haber
    demediado la población femenina hasta casi igualarla a la
    masculina. El canibalismo es una práctica que parece
    contarse entre las de nuestros antepasados y que surge dentro de
    poblaciones donde aumenta el número de individuos que
    rivalizan por algo vital, la competencia
    desata luchas por el alimento, el territorio, y en este caso por
    las hembras.

    Sin embargo tal desequilibrio en la población
    tuvo muchas oportunidades de corregirse a lo largo del tiempo,
    ¿por qué perdura?: la única
    explicación es que esté fijado en los genes y por
    eso sea aleatorio entre los humanos el numero de nacimientos de
    género
    diferente. La pregunta es, para qué, si un macho garantiza
    la fecundación de muchas hembras. La respuesta
    pudiera encontrarse en que la pareja resultó garante
    eficaz de la especie durante tanto tiempo que se fija
    genéticamente como fórmula efectiva, un
    procedimiento habitual en la naturaleza que es conservadora por
    sistema. Si en
    las nuevas condiciones ambientales que obligan a aquellos
    primates a iniciar el bipedismo y con ello el camino hacia la
    humanidad futura se puede prescindir de los factores ambientales
    tales como que el aumento de temperatura
    puede derivar en un incremento de machos en la descendencia,
    entonces la variante demográfica se debe establecer por la
    eficacia
    biológica misma.

    La selección natural escogería a los
    homínidos mejor dotados y adaptados para afrontar el
    cambio de habitat, las ventajas de la marcha bípeda
    están en el control visual
    amplio y la liberación de las manos para la
    manipulación de objetos y por ende para la inteligencia.
    Pero a las hembras de la especie las expone a una
    situación de indefensión sin precedentes; por un
    lado su cuerpo tardará más tiempo en adoptar la
    postura vertical que el del macho, dado que su anatomía debido a la
    maternidad necesitará de mayor plazo de tiempo en el
    proceso de adaptación, lo que trae consigo mayor torpeza
    para escabullirse de los peligros, además de que el
    transporte de
    los hijos, que a cuatro patas se realizaría a la espalda,
    en la posición erguida requiere al menos de un brazo, pues
    las crías prematuras no tienen la fuerza de
    prensión para asirse a sus madres, con lo que las
    posibilidades de supervivencia de las hembras se ven
    también claramente disminuida respecto al
    macho.

    Mientras el primate lejano fue exclusivamente un
    reproductor oportunista dedicado a rivalizar con sus
    congéneres a la hora de promocionar sus genes, la hembra
    cargaba con todo el peso de la crianza sin necesidad de depender
    del macho, sin embargo en la excepcional situación
    podría haber incidido otro factor que también diera
    origen o al menos ser determinante en la elección forzosa
    de la fórmula de la monogamia, porque por propia
    supervivencia el homo erectus se vería obligado a
    formar parejas para garantizar la viabilidad de los
    descendientes; parejas con crías a las que cada macho
    pudiese proteger no sólo de sus semejantes competidores,
    si no de los nuevos peligros de la vida terrena y abastecer de
    alimentos en
    ese medio hostil, familias reunidas en clanes con un
    número reducido de componentes. Conclusión:
    sólo prosperarían aquellos clanes donde el
    número de nacimiento de machos se ve incrementado.
    Selección pura y dura.

    Ahora bien, ese proceso de cambio y adaptación al
    nuevo medio, que tuvo que durar mucho tiempo, al menos un
    millón de años para hacernos una idea, supone
    también tener que superar otros inconvenientes que la
    propia naturaleza tenía controlados allá por el
    entorno arbóreo, entre ellos cuestiones relativas a las
    conductas sexuales para la reproducción, que vienen
    fijadas genéticamente con anterioridad. La pregunta es:
    ¿ cómo pasa ese macho genéticamente
    programado para una poligamia promiscua a una monogamia de
    abstinencia?, sobremanera si los plazos fértiles de las
    hembras se establecen por periodos de crianza de al menos cuatro
    años entre sí para salvaguardarse, porque si una
    hembra embarazada es una presa fácil, transportando
    además una cría en brazos está absolutamente
    indefensa.

    ¿Qué pasaría entonces con aquel
    macho predispuesto a múltiples y frecuentes
    cópulas?. Lo más atinado es deducir que
    sometería a la hembra a copulas indeseadas: el macho
    aprende a desahogar su ardor sexual al margen de las
    señales del celo. De manera que la supervivencia en el
    nuevo medio hostil encuentra en la monogamia la fórmula
    más idónea, si bien la hembra queda relegada a una
    situación dependiente y de sometimiento. Ambas cuestiones
    darían como resultado la practica de relaciones sexuales
    continuadas y consecuentemente la inhibición del celo
    femenino puesto que además de innecesario, el celo pudiera
    alertar a otros machos creando rivalidad y más riesgos
    añadidos.

    Como tercer factor posible desencadenante de la perdida
    del celo se mencionaba la cautividad o cualesquiera formas de
    esclavitud. Si
    bien está demostrado que la cautividad y la domesticidad
    entendidas como modificación drástica de un
    hábitat
    de supervivencia altera muy seriamente la conducta sexual y la
    reproductiva de las hembras de algunas especies y su
    fisiología, cabe tener en cuenta que son
    básicamente las modificaciones de las condiciones del
    hábitat una de las causas de que en algunas especies se
    desdibuje y alteren los ciclos reproductores de las hembras,
    porque una hembra no está programada para procrear cuando
    no tiene garantías de autosupervivencia, ya que si ella
    muere el esfuerzo es baldío. Lo que reafirmaría la
    teoría
    anterior, sin eludir que a lo largo de la historia la psique de la
    mujer fue tan
    maltratada que hasta sus ciclos naturales pudieron sufrir
    alteraciones. La mujer sufre un sometimiento tal que su
    situación encaja dentro de lo que se podría
    considerar un perverso cautiverio, el sexo cautivo, el
    útero cautivo, del que no se libraron reinas ni
    princesas.

    Por otro lado los periodos de esclavitud a que fueron
    sometidos ciertos pueblos a lo largo de la historia refuerzan la
    aparición de conductas negativas y las condiciones de
    inferioridad de las mujeres de esas sociedades, lo
    que aún se puede comprobar en casos de minorías
    étnicas o pueblos acosados por situaciones de guerra
    prolongada.

    Queda por considerar la influencia de la cultura, porque
    la cultura ha dado una vuelta de tuerca al prehistórico
    proceso evolutivo, la manipulación impone en algunos casos
    sutilmente el sometimiento de la mujer, incluso lo dignifica en
    apariencia, surgiendo entonces una conducta sexual codificada
    mediante artificios que normalizan el contacto sexual dentro de
    las propias estructuras
    sociales. Pero la cultura también manipula los instintos
    básicos transformándolos en comportamientos nuevos,
    comportamientos que se superponen a los clásicos de la
    evolución biológica y que en ocasiones modifican
    los factores que la rigen.

    Si en la prehistoria de la
    humanidad se sentó un precedente de alienación de
    las mujeres, que trae consigo la consecuencia de que
    posteriormente a través de la historia la mujer permanezca
    relegada a un segundo plano con la instauración del
    patriarcado, el precio real
    aun se paga, la deuda pende de las mujeres actuales con la
    connivencia de leyes sociales y
    religiosas masculinas en todas las culturas del planeta. La
    contraprestación ha derivado en un régimen de
    propiedad
    siendo comprada, vendida y alquilada.

    Si consideramos acertado afirmar que la evolución
    humana se realiza en sus orígenes sacrificando las
    hembras para conseguir perpetuar la especie, aunque sin descartar
    que los machos corrieran también otros riesgos destinados
    al mismo fin, y que la monogamia distribuye unos papeles que le
    dan al macho supremacía, entonces se puede afirmar que la
    fórmula resultó eficaz para la supervivencia de la
    especie, al menos hasta nuestros días, donde la familia
    monógama es la célula
    social por excelencia y donde aún colean los
    atávicos comportamientos fijados en los genes, es decir
    sustancias químicas y hormonas que
    desencadenan en los individuos, a estas alturas de
    civilización, comportamientos absolutamente
    desconcertantes, donde la razón queda anulada y la
    lógica
    pierde fundamento.

    Pero si esto fue así, ¿con qué
    recompensó la naturaleza el sacrificio de las mujeres?:
    las más optimistas pudieran pensar que con el orgasmo y
    con el amor, como sentimiento sublime y trascendente. Es muy
    posible, aunque habrá discrepancias de que al menos lo
    segundo sea una ventaja real a la luz de las
    evidencias.

    A priori, se puede afirmar que el placer sexual y el
    amor, son artimañas programadas por los genes para
    perpetuarse y que engatusan principalmente al sexo femenino que
    representa la mayor carga y responsabilidad en la transmisión
    genética, es decir la peor parte. El amor surge como
    sentimiento por antonomasia para garantizar la vida de la pareja
    humana, y si bien la sentimentalización del sexo es un
    aporte básicamente femenino, aquellos aspectos relativos
    al cortejo y la seducción que están exclusivamente
    destinados a culminar en el coito son obra masculina, y llegan a
    adquirir dentro de las culturas aspectos muy diversos que
    esconden e incluso distorsionan el objetivo biológico,
    pero que en ningún caso lo invalidan.

    Parece que científicamente se puede afirmar que
    el amor humano dependen de los niveles de sustancias
    químicas tales como la dopamina, neropinefrina y
    serotonina. A su vez la dopamina interviene en los niveles de
    testosterona que es la hormona responsable del deseo sexual en
    ambos sexos. Y en los sentimientos de apego de la pareja animal o
    humana intervienen hormonas tales como la oxitocina y la
    vasopresina. Así que científicamente se puede
    concluir que la química de la reproducción se
    organiza con impulsos que activan la conducta hacia la
    satisfacción de esa necesidad biológica.

    Los genes desatan la química del estímulo
    y la posterior respuesta sexual, controlan los ciclos hormonales
    y alteran el metabolismo
    para reproducirse. Lo curioso es que las mismas sustancias
    químicas que activan el celo en los mamíferos
    desencadenan el amor entre humanos, es decir, en el enamoramiento
    perduran trazas de celo por no decir que es un celo culturizado.
    La química del amor entre los individuos no es más
    que respuestas mutuas a impulsos innatos que provocan
    determinados comportamientos con objetivo predeterminado: el
    coito, la reproducción. El enamoramiento de la pareja
    refleja un celo prolongado que atrae a las partes por un periodo
    determinado de tiempo donde se contempla la gestación y
    crianza de la descendencia y que garantiza unos plazos de fuerte
    atracción sexual que van hasta los dos años, y
    otros tantos de atenuación amorosa por término
    medio, curiosamente aquellos mismos cuatro años que
    nuestras antepasadas establecieron entre celos, entre un embarazo y
    otro.

    La mujer no sólo está receptiva a la
    cópula en el momento de la ovulación cuando es
    más fértil y por tanto probable el embarazo, aunque
    algunos estudios relacionen este momento con una líbido
    alta, si no que puede mantener contacto sexual en cualquier
    momento del ciclo, sin embargo es todavía el enamoramiento
    el mayor desencadenante del deseo sexual femenino, es decir la
    atracción irracional hacia un hombre
    concreto que
    el criterio su psique considera apto incluso contra la
    razón, en la mujer desencadena un proceso hormonal
    destinado a favorecer el contacto.

    Si partimos de la base de que los machos de los
    mamíferos están siempre o casi siempre dispuestos a
    la cópula y es la hembra la que marca los ritmos coitales
    mediante el celo, de igual manera que está comprobado que
    se activan las mismas sustancias químicas en el celo de
    los mamíferos que en el deseo sexual humano, la diferencia
    estriba en que en el caso de los machos incluyendo al
    varón, estas sustancias están activadas de continuo
    o en disposición de estarlo inmediatamente y en el de la
    hembra aparecen periódicamente con el celo y en las
    mujeres con el enamoramiento.

    Por lo tanto se podría afirmar que el amor humano
    es un encelamiento que se prolonga en el tiempo a fin de sacar
    adelante la prole.

    De esta conclusión se pudieran desprender varias
    lecturas: si la naturaleza encontró una fórmula
    eficaz en la pareja primigenia que da como resultado la
    sustitución del periodo concreto de celo, cada dos o tres
    años como nuestros parientes cercanos en que la hembra
    está receptiva, por la "prolongación" del mismo a
    fin de retener al macho con objeto de sacar adelante la
    descendencia, es lógico que la fórmula hubiese
    llegado a nuestros días fijada genéticamente y
    también que la fisiología femenina respondiera con
    ovulaciones continuas al activarse las hormonas destinadas al
    contacto sexual frecuente demandado por el
    hombre.

    Así el comportamiento de los hombres civilizados
    se encamina a despertar mediante la seducción y el cortejo
    el amor en las mujeres para tener asegurado el contacto sexual
    que es el objetivo biológico de los machos, pero su
    pulsión aún no está completamente
    controlada, la perpetua y arcaica violación a la que
    sometió a la hembra a lo largo de la historia
    continúa activada o cuanto menos latente. Por otro lado,
    sin embargo está el objetivo programado en la
    genética de las mujeres, que es la retención del
    hombre para que garantice su supervivencia y la de los
    descendientes: Al día de hoy, el conflicto que
    se deriva de estas expectativas diferentes es obvio.

    En este orden de cosas, la familia sigue
    siendo la institución básica dentro de la estructura
    social, y la monogamia o la poligamia bastiones del
    patriarcado. La infidelidad, el adulterio y
    los celos resultan así patrimonio del
    macho, la tradición legal del mundo justificó hasta
    el asesinato de la mujer adúltera.

    Pero no resulta menos curioso considerar que los celos
    masculinos pudieran tener un origen evolutivo, ya que
    biológicamente surgirían del mecanismo que alerta
    sobre el riesgo de cuidar
    el ADN de otro en
    detrimento del propio. Sin embargo por el mismo método se
    podría deducir que los celos femeninos se
    asentarían sobre el miedo al abandono emocional y de la
    protección hacia ella y la descendencia. Desde nuestros
    antepasados lejanos, los celos parece que se desencadenan por el
    mismo mecanismo.

    La violencia de
    genero, muy ligada con los celos tiene su origen en la
    posesión del varón sobre la mujer. En casi todas
    las sociedades existe la tendencia masculina a controlar a la
    mujer. Sumar a la devaluación social de la mujer, el
    compendio de comportamientos hostiles aprendidos contra ella,
    más los comportamientos fijados genéticamente, da
    como resultado una situación concreta, fiel reflejo de su
    tiranizada existencia. Parece sin embargo, que hubiera un
    obstáculo insalvable que impide superar la
    traumática realidad y que se localizaría en que
    estos últimos comportamientos, los genéticos, no
    puedan ser modificados con la voluntad porque no alcanzan en
    muchos casos el nivel del consciente masculino y tampoco el
    femenino aunque resulte paradójico, lo que sigue
    suponiendo una lacra de la sociedad
    actual, si bien es cierto que aquellos comportamientos reforzados
    por el aprendizaje
    son los más extremos, porque el aprendizaje y
    la
    educación pueden influir determinantemente para bien o
    para mal en estas conductas.

    Durante siglos los matrimonios de conveniencia se
    formaron por motivos vinculados al interés y
    al poder
    masculino, pero ni la razón moderna ha conseguido
    prescindir de ese mercadeo, aunque
    por supuesto ahora los procedimientos se
    presentan en apariencia dignificados. La instauración del
    matrimonio
    como fórmula legal de la monogamia, la poligamia o la
    poliandria, lleva aparejada una doble moral
    contradictoria que llega a nuestros días: la simbiosis
    matrimonio-prostitución. Cuando la mujer en aquel
    remoto origen, pierde la independencia,
    pierde también un posterior compendio de valores
    sociales, quedando prácticamente relegada a una
    función procreadora y de objeto de placer. La familia
    patriarcal nace con éste desequilibrio.

    El matrimonio monógamo machista encubre una
    variante disimulada de prostitución legalizada, con una
    diferencia que radicaría en el hecho de que las esposas
    cumplen el papel de reproductoras y las prostitutas ofrecen un
    servicio destinado exclusivamente a satisfacer los impulsos
    sexuales de los varones. En el matrimonio polígamo sin
    embargo ambas funciones se conjugan dentro del mismo
    ámbito, la disposición por parte del varón
    de varias esposas supone encontrar la función reproductora
    y la de satisfacción del placer sexual dentro del mismo
    marco legal. En el matrimonio poliándrico es la misma
    mujer, ante la escasez de sexo
    femenino la que asume las diferentes facetas, siendo
    simultáneamente esposa obligada de varios familiares,
    mantiene además relaciones extramatrimoniales forzadas con
    otros hombres, con la única ventaja de ser ella la
    transmisora del linaje, pues no puede ser de otra
    manera.

    La mujer ha sido y aún es víctima de todo
    tipo de atropellos, el débito conyugal representa
    claramente el sometimiento sexual de la prostituta legal, y tal
    fue el abuso, que hasta el Derecho canónico
    determinó que negarse a él podía ser pecado
    mortal, para la mujer, claro. Fuera del matrimonio la
    prostitución ilegal representa el desahogo justificado del
    macho, evitando con ésta actividad el riesgo de
    violación para el resto de mujeres por la supuesta
    incontinencia sexual de unos hombres que siguen desfogando
    ardores abusando no sólo de mujeres, si no también
    de niños y
    niñas. La prostitución
    infantil
    y la misma pornografía en espacios ultramodernos como
    Internet dan una
    ligera idea de la magnitud del problema que arrastran.

    De lo que se deduce que mientras la satisfacción
    de los impulsos sexuales constituya una de las necesidades
    más fuertes de los varones humanos, existirá la
    prostitución en sus diversas facetas y por tanto la
    esclavitud sexual para el género femenino. Da igual que
    históricamente el ejercicio de la prostitución
    estuviera sacralizado, siempre estuvo al servicio del
    varón, y representa en todas sus variantes una forma de
    explotación y de violencia
    contra las mujeres, relegándolas a la condición de
    mercancías al servicio sexual de los hombres y de sus
    instintos trasnochados a cambio de sustento, favores, status,
    precio a fin de cuentas. Preciosa
    es la que tiene buen precio.

    En la actualidad parece que nuestra cultura ha
    sintetizado la sexualidad en el orgasmo: el sexo mecanizado
    centrado en la satisfacción inmediata. Ésta
    fórmula desvinculada de sentimientos obedece a un
    patrón masculino que a priori aunque equipare los sexos
    pierde el plano afectivo de las relaciones, pero si la mujer
    consigue desprenderse de la secuela y atávica necesidad de
    prolongar en el tiempo la relación amorosa,
    conseguirá que el estímulo cerebral pueda
    desencadenar un comportamiento sexual similar al del
    varón.

    El orgasmo como razón primordial de la
    satisfacción erótica para hombres y mujeres
    sería ventajoso y liberador, teniendo en cuenta que el
    goce femenino fue reprimido, censurado y castigado llegando hasta
    nuestros días, donde de manera encubierta la mujer sigue
    marginada, siendo sometida a auténtico martirio, no
    sólo llevando el burka, y padeciendo la ablación
    del clítoris, si no que las modernas operaciones de
    estética con animo de permanecer atractivas
    sexualmente desde el prisma de la demanda
    machista, los implantes de silicona para realzar encantos con el
    mismo objetivo, los aberrantes tacones, tintes, pintura y
    maquillaje, tiranizan su vida por requerimiento sexual del
    varón.

    La imposición es tan sutil que resulta hasta
    difícil que las propias mujeres sean consciente del
    atropello, como parecen así mismo ignorar las razones a
    que obedece semejante automaltrato de tan asumida como tienen la
    conducta del sometimiento.

    Los valores sociales como el prestigio, la riqueza, o el
    estatus sustituyen culturalmente los requisitos de nuestras
    primitivas antepasadas que consideraban las cualidades
    físicas y la inteligencia imprescindibles para la
    procreación. Aún así de la misma manera que
    los hombres siguen eligiendo parejas jóvenes y con
    atributos de aparentemente bien dotadas para la maternidad
    (representadas actualmente con artificiosos reclamos sexuales de
    silicona, adornos y maquillaje), las mujeres siguen valorando al
    hombre valiente y varonil, (aunque los músculos procedan
    de aparatos de gimnasio y no del esfuerzo por la
    supervivencia).

    Por mucho que el inconsciente lo esconda todo ello se
    articula por la necesidad primordial de reproducirse, si bien es
    cierto que puede suplantarse el atractivo físico por el
    del personaje con relevancia social, artística o
    económica, éste último a fin de cuentas es
    el mayor garante desde hace muchos siglos de la viabilidad de sus
    descendientes.

    Si la conducta fuese evolutiva, igual que la vida, las
    actuales formas de relación sexual aún
    estarían absolutamente condicionadas en el sentido que
    venimos aludiendo, pues la mayor parte de los contactos siguen
    teniendo como objetivo satisfacer al varón y esta
    prerrogativa existe porque valiéndose de artes torticeras
    a la mujer hasta nuestros días se la continua manipulando,
    prevaleciendo todavía y fuera de contexto la
    hegemonía del macho cavernícola.

    La mujer ha ido arañando parcelas de
    independencia y recuperando la autoestima a
    muy alto precio y las generaciones progresistas apuestan por la
    pareja equilibrada, la mujer asume de nuevo la familia
    monoparental como una alternativa no sólo forzosa, que lo
    es en muchos casos, si no también de libre
    elección.

    Pero durante siglos los poderes constituidos, religiosos
    o políticos, han educado en una moral represora hacia el
    sexo femenino, utilizando supersticiones y tabúes, miedos
    y culpa arbitrariamente contra las mujeres, sin embargo en la
    actualidad la cultura aporta también un margen de libertad, las
    leyes cambian, disponemos de anticonceptivos y de nuevos ingredientes que se
    sintetizan en estímulos mentales que ligados a la
    imaginación pueden desencadenar en la mujer la libido
    instantánea, lo que nos acerca al sexo emancipado y
    placentero. Por primera vez después de la revolución
    agrícola del neolítico la mujer recupera
    posiciones, pero no nos engañemos, los genes no se han
    culturizado.

    El origen de la humanidad y el de la cultura son el
    mismo, la manipulación del entorno desencadena ambos
    procesos
    aparejados. No se pretende aquí dilucidar si el sexo
    masculino es la consecuencia de agregar un cromosoma (Y) al gen
    femenino, pero sí se puede afirmar que hubo un matriarcado
    primordial en nuestro origen mas lejano, en aquel entorno
    arbóreo donde los recursos
    alimenticios vegetales estaban al alcance de todos.

    El asunto es que en el suelo el
    cazador-recolector se erigió con el poder político
    y social y el sujeto carnívoro instaura la virilidad, la
    falocracia. La figura del guerrero precede a la del cazador
    reforzándola en el mismo extremo hasta nuestros
    días, y por el momento los alcances de ese proceso son
    impredecibles, porque sin entrar en detalles exhaustivos sobre
    una cultura concreta, se puede generalizar que el compendio de
    creencias, religiones, educación, las artes
    y hasta las ciencias
    esconden estrategias
    reproductivas, y ese mismo compendio de conocimientos,
    habilidades y riquezas que constituyen el bagaje cultural son el
    resultado de una estrategia de
    supervivencia, consecuencia así mismo de otra estrategia
    reproductiva arcaica. Parece que la teoría del gen
    egoísta no anda muy lejos.

    El aporte cultural por otro lado, ha provocado una
    dicotomía entre la mente y la biología que reporta
    desajustes y alteraciones en los individuos y por ende en las
    sociedades. Así, el proceso parece avocado a culminar en
    eugenesia, seleccionando deliberadamente nuestros propios genes,
    como ya se seleccionan los de otras especies. Pero incluso
    ahí, in vitro, los genes no dejan de instrumentalizarnos,
    porque su único objetivo es replicarse a cualquier
    precio.

    Con todo y con eso, quizá sea la ciencia la
    única encargada de restituir la dignidad a las
    mujeres.

     

     

    Datos de la autora:

    Rosa Martínez Suárez

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