- Acción
psicológica - El nacimiento del Estado
Argentino - La trampa del gobierno
militar - Nacionalismo y
patrioterismo - Conclusión
- Bibliografía
Los dos de abril se repiten ritos ya tradicionales que
se están convirtiendo en autóctonos. La
televisión bombardea viejos slogans, aparecen algunas
escarapelas con olor a naftalina y se limpian plazas desusadas y
olvidadas para poner palcos oportunistas y poder agorar
oratorias patrioteras.
Nos acordamos nuevamente que las Malvinas son
argentinas y nos quedamos con el sabor amargo en la boca por lo
que perdimos.
Pero algunas consideraciones son saludables. ¿Las
perdimos? ¿Alguna vez las tuvimos?
¿Estábamos en condiciones de reclamarlas?
¿Estamos?
Echar luz sobre estos
puntos es necesario. Es tiempo de que
perdamos el miedo a la crítica
y la objetividad y dejemos de considerar como traidor a la patria
a aquel que lo haga. Es necesario, primero porque es sano dudar
hasta de nuestras mayores certezas y, segundo, para que el sabor
amargo sea más digerible. Ése es el objetivo de
este escrito.
Esta demostrado que los 2.000.000 Km2 que componen el
actual territorio continental argentino fueron conquistados
partiendo de cero, a través de una lucha armada de
más de cien años, enfrentando toda clase de
enemigos, resistencias y
obstáculos.
Es de destacar el importantísimo papel que cupo a
Buenos Aires y
las Provincias Unidas en el logro de la hegemonía en el
río de la Plata y en la conquista de territorios
sudamericanos para la independencia
y constitución de las repúblicas del
nuevo mundo poniendo en evidencia las conquistas argentinas
realizadas en el curso de dos siglos en las tierras y mares del
lejano sur atlántico y antártico.
Como lo ha enseñado Carlos Escudé en
varios de sus escritos, la población argentina ha estado
sometida desde hace más de setenta años a una
deliberada, persistente e insidiosa acción
psicológica de la misma índole de la que se
practicó sobre los pueblos de Alemania e
Italia bajo
Hitler y
Mussolini, con respecto a las reales e imaginarias
reivindicaciones territoriales de esos países.
En colegios, cuarteles, academias y oficinas; por
radio,
cine, prensa y televisión, desde la infancia hasta
la senectud, se ha martillado y remachado en la cabeza de los
argentinos la doctrina de que a partir de su independencia su
país ha sufrido sucesivas desmembraciones territoriales,
algunas de ellas irreversibles, como las de los territorios que
ocupan Paraguay,
Uruguay y
Bolivia, que
habríamos debido recibir como presuntos herederos
legítimos del Virreinato del Rió de la Plata, y
otras que justificarían hasta el recurso extremo de la
guerra, con su
secuela de muerte,
destrucción, odio y sufrimiento, como las que versan sobre
algunos islotes en la zona del canal de
Beagle caso en el cual estuvimos a punto de ir a la guerra
con Chile en 1978 de no haber sido por la mediación papal
desesperada.
Con menos convicción en cuanto a su efectiva
conquista por las armas, pero con
igual perseverancia, se ha inculcado a los argentinos el articulo
de fe de que son propietarios exclusivos de un vasto sector del
continente antártico, cuya obligatoria inserción
despoja de realismo y
perspectiva a los mapas de la
república cuyo extenso territorio real (es decir, el que
se extiende desde La Quiaca hasta Tierra del
Fuego) queda empequeñecido y descentrado por el
artificioso injerto del descomunal triangulo invertido que se
supone tan argentino como la pampa o los valles
calchaquíes.
El más somero análisis histórico revela que estas
afirmaciones dogmáticas, que han ido adquiriendo un
carácter sacro indiscutible, son altamente
cuestionables cuando no directamente falsas. Con respecto al
mito del
desmembramiento, es de lectura
imprescindible el brillante trabajo del
coronel (RE) Rómulo Menéndez "Las conquistas
territoriales argentinas" (Bs. As. 1982), donde se demuestra
acabadamente que, lejos de haber perdido territorio, el actual
estado argentino es el fruto de una persistente y efectiva
acción expansiva que a lo largo de un siglo multiplico por
lo menos tres veces el territorio nacional originario.
El nacimiento del
Estado Argentino
Históricamente, hay que tomar en
consideración, sin mayores ambiciones revisionistas,
¿dónde nace el Estado
Argentino?. La mayoría de los autores nacionales
consideran que, si bien 1853 fue una fecha importante, el Estado
nace en 1862 con Pavón, lo que significó la
anexión de Buenos Aires y la enmienda de la
Constitución.
Pero el Estado que nacía no era consecuencia de la colonia
que se iba. (Incluso recordemos el trabajo que
le costó a esa colonia establecerse y mantenerse en
Malvinas por la famosa Cuestión del Pacífico y la
previa fundación francesa, por más de que eran
aliados en el Pacto de Familia)
El Estado naciente partía de cero. Considerar al Estado
Argentino naciente como mero heredero del saliente es una falacia
que, según Rómulo Menéndez es necesario
evitar.
Por otro lado, la ocupación inglesa fue pública,
conocida, pacífica y con ánimos de
dominación. No hubo respuesta Argentina ni mucho menos
reclamos sino hasta muy entrado el siglo XX. Y vaya otra observación, si bien la por entonces
Sociedad de
Naciones existía, no había mecanismos efectivos ni
reglas claras para elevar ningún reclamo serio, menos si
afectaban a los intereses de las potencias "centrales".
Aún así, la bilateralidad estaba permitida, pero
los reclamos no llegaron.
En cuanto a la ocupación inglesa de Malvinas, se enmarca
en la figura de la Adquisición por Prescripción,
que es un medio derivativo de adquisición territorial ya
desusado y propio de tiempos en los que la explosión de
los medio de comunicación de investigación y de transporte
aún no hacía sentir sus efectos, y en la tierra
quedaba algo de res nulis.
Según esta figura, pasado un determinado período de
tiempo sin haberse efectuado los reclamos pertinentes (en este
caso del joven Estado Argentino), el territorio en
cuestión pasa a manos del ocupante, si se quiere,
interpretando el derecho que tanto no le debe interesar al
"invadido".
La trampa del
gobierno
militar
Todos conocemos que el gobierno militar interno
argentino estaba en franca decadencia. Que la crisis humana
y social también estaba haciéndose
económica, era y es sabido por todos, que la falta de
cohesión interna se hacía sentir a balazos y
torturas.
En este escenario, e intentando un manotón
desesperado, se echó mano a Malvinas, quizás como
se podría haber manipulado otro elemento emotivo. El
gobierno decidió echar mano a un elemento básico de
la política:
la creación y demonización de un enemigo externo
para solucionar faltas de
apoyo y cohesión interna. Y ahí entró
Malvinas. Y ahí entro el eslogan que hoy seguimos
repitiendo los dos de abril.
El proceso fue
simple: se busca un elemento emotivo con algo de base, se lo
multiplica ad infinitum, se utiliza la educación nacional
y la prensa (en un ejemplo claro de lo que en política se
considera como regla de la transfusión), se actúa y
se cohesiona. Si los resultados de la arrojada empresa son
positivos, se jactan de haber interpretado el deseo popular y, si
no lo son, se procede a la victimización y al determinismo
de su gestión. Nuestros militares siguieron el
manual al pie
de la letra.
Por más que la condena pública sea generalizada
para con las gestiones y los gobiernos castrenses argentinos,
seguir postulando que las Malvinas son argentinas es caer en una
justificación que no merecen.
El caso de las Malvinas exhibe la singularidad de
tratarse del único territorio del cual la Argentina (o de
lo que de ella existía en 1833) haya sido despojada por la
fuerza. Lo
cual no significa que los derechos argentinos sobre
las disputadas ínsulas sean tan terminantes ni decisivos
como nos lo quiere hacer creer la acción
psicológica oficial (y en buena medida lo ha
logrado).
Para quien quiera ilustrarse seriamente sobre este tema,
recomiendo la lectura del
ensayo que le
dedica Carlos Escudé en su libro "La
Argentina vs. las grandes potencias" (Bs. As., 1986) No interesa
aquí el cotejo de los respectivos méritos de las
reclamaciones argentinas y británicas sobre las Malvinas,
sino más bien mostrar cómo una cuestión que,
dentro del conjunto de los problemas
argentinos, es notoriamente marginal y de escasa monta ha sido
magnificada por la propaganda
hasta convertirla en una especie de causa sagrada, de cruzada
redentora en la cual los argentinos deberían estar
dispuestos a derramar hectolitros de sangre y
sacrificar la riqueza nacional en aras de esta especie de Santo
Erial.
A poco que escarbemos encontraremos que el gran lavado
de cerebro colectivo
en esta materia
comenzó hacia 1944, época en la que bajo el manto
protector de una dictadura militar
despistada pero de indudable inspiración autoritaria y
fascista, se había apoderado de la conducción de la
educación
pública y de la propaganda oficial una gavilla de
nacionalistas ultrarreaccionarlos que -en perfecta concordancia
con las fantasías hegemonistas de la casta militar- puso
en practica una gigantesca campaña educativa y
propagandística destinada a crear en la conciencia
colectiva la convicción dogmática de que las
Malvinas "han sido, son y serán argentinas",
proposición que no resiste el más módico
análisis lógico, histórico o siquiera
gramatical, y que es manifiestamente inconciliable con la
realidad de que Gran Bretaña ejerce soberanía sobre el archipiélago
desde 1833, en tanto que España
mantuvo una tenua posesión -que abandonó en 1811-
durante unas cuatro décadas, y la Confederación
Argentina ejerció su posesión en forma asaz
insegura durante sólo cinco años.
El autoritarismo nacionalista no se alimenta de
realidades sino de fantasías que manipula para someter, a
la población a sus designios, generalmente funestos.
Curiosamente, este tipo de campañas que pretende apelar a
los más puros sentimientos patrióticos de la buena
gente (a la vez que a las mas primarias tendencias cavernarias
que todos llevamos adentro, más o menos escondidas), tiene
un nefasto efecto retroalimentador, por el cual sus victimas
iniciales (párvulos en edad escolar, soldados, empleados
públicos, integrantes de muchedumbre) quedan tan
infectados, por el adoctrinamiento, que lo revierten sobre los
dirigentes de la sociedad (maestros, jefes militares, altos
funcionarlos, legisladores), y exigen de éstos
comportamientos acordes con el dogma que les ha sido
inculcado.
A su vez, los dirigentes se sienten presionados y
obligados a actuar en consonancia con la doctrina que ya ha sido
internalizada por la masa de la población, con lo cual se
genera una causación circular de características
sumamente perversas y de una peligrosidad extrema.
Podrá arguirse que esta suerte de adoctrinamiento
presuntamente patriótico es en el fondo inofensivo, y en
todo caso benéfico y hasta necesario en un país
insuficientemente consolidado como nación.
Zarandajas de esta índole son las que condujeron a la
criminal aventura de la ocupación militar de las islas en
1982.
Ni el dictador Galtieri ni sus incubos Anaya y Costa
Méndez se habrían atrevido siquiera a pensar en
tamaña locura, si no fuera porque tenían conciencia
del grado de condicionamiento psicológico del pueblo
argentino, al cabo de décadas de lavado de cerebro masivo
(y del que ellos mismos, seguramente fueron también
victimas).
Habría sido inexplicable, de otra manera, el
entusiasmo futbolero con que la clase media y alta Argentina
llenaron la plaza de Mayo para vociferar su delirio ante fatuo
emulo del general Patton. Y, más aún, inimaginable
la psicosis
colectiva que se apoderó de los argentinos, el
triunfalismo vesánico, el patrioterismo de la peor laya y,
en fin, todos los comportamientos colectivos patológicos
de que hicieron derroche los argentinos en esas inolvidables y
abominables jornadas, en las que, al estilo de la plebe romana en
el Coliseo, aullaban de alegría por la
carbonización de soldados Ingleses o por el hundimiento de
barcos "enemigos". Así como aplaudían con
inconsciente safismo el envío de adolescentes
atontados de hambre y de frío, a una muerte despiadada en
medio del barro y de la inmundicia. Quizá el único
acto heroico en todo el repugnante episodio haya sido la
rendición del general Menéndez y la consiguiente
salvación de diez mil soldados.
Por todo lo antes expuesto, es claro que las Malvinas no
son argentinas y que caer en semejante sentencia suena a
fanatismo emotivo, a educación con orejeras. Y sobre todo,
tiende a justificar la locura a la que nuestros
beneméritos estrategas decidieron arrojarse.
Sin embargo, la misma gente que se encoleriza frente a
este enunciado, sabe que casi con seguridad las
Malvinas jamás serán argentinas, pero no
está dispuesta a decirlo públicamente.
¿Porqué? Porque intuye que el balance de
costos y
beneficios personales sería negativo, ya que nadie los
premiaría por decir la verdad, mientras que existe una
minoría activa que los castigaría,
acusándolos de traidores, o quitándoles el voto si
son políticos.
Más aún, saben que enfrentan un
típico dilema del prisionero: si ellos dicen la verdad,
sus adversarios (también ellos convencidos de que las
Malvinas jamás serán argentinas) se
envolverán en la bandera, los acusarán de
traición, y potenciarán los costos de haber dicho
la verdad. Sus adversarios razonan de la misma manera frente a
ellos, y tampoco ellos dicen la verdad. Por lo tanto, la
política exterior argentina sigue persiguiendo una
quimera.
La mayoría de los Constituyentes de 1994
sabían que las Malvinas jamás serán
argentinas, pero debido al dilema del prisionero que enfrentaban,
sancionaron la Cláusula Transitoria Nº 1, que
establece el mandato de intentar recuperar las islas para todo
gobierno argentino. Gracias a ello, ahora todo estadista
argentino que diga la verdad, viola la Constitución por
decirla.
Está demasiado fresco el recuerdo sobrecogedor de
la catástrofe como para que echemos en saco roto la
lección que de ella se deriva. Como igualmente vivido y
cercano está todavía el peligro al que se nos
expuso de ir a una guerra insensata contra Chile por unos
peñascos perdidos en la inmensidad del mar. Actuemos
entonces en consecuencia y lancemos una campaña de
reeducación colectiva, para borrar de las mentes
argentinas todo el conjunto de mentiras, de fantasías y de
malas pasiones que se les ha inculcado durante tanto tiempo por
los gobiernos totalitarios (y aun por los constitucionales, a su
vez condicionados por la misma campaña).
Sólo de esa manera podremos asegurarnos que no se
repitan tan aventuras sangrientas en que nos comprometieron los
autócratas y genocidas del pasado reciente. Las Malvinas
no son argentinas, los pibes que murieron en ellas,
sí.
Menéndez, Romulo Felix, Las Conquistas
Territoriales Argentinas, Ed. Circulo Militar, Argentina, Buenos
Aires, 1982
Escudé, C. La Argentina vs. Las Grandes
Potencias, Ed. Sudamericana, Argentina, Buenos Aires,
1986
Candela Klein,
Estudiante de la carrera de Ciencias
Políticas en la UBA (Universidad De
Buenos Aires)