-¿Y se puede saber para qué quieres un
avión?
-Ya te lo he dicho -respondió Hans a Heinrich-.
Otto quiere salir del país. Pero está atado en el
laboratorio.
Hans localizó a Heinrich algo antes de que Otto
terminara la cena ofrecida por Esther. Hablaban en una
pequeña habitación del apartamento de Heinrich.
Hans le pidió desatender por unos minutos a los tres
individuos con los que se reunía en la sala, que
más de estar, era el centro de celebración de
numerosas asambleas y otras tantas conspiraciones. Uno de ellos,
el de facciones más despiertas y alemán de
nacimiento, colaboraba esporádicamente con algún
que otro agente ruso pasándoles la información de la que disponía muy
de vez en cuando; parecía que había tenido suerte,
o quizá supo con quien tratar; lo cierto es que los
tentáculos de la Gestapo no lo habían localizado
como miembro de la Orquesta Roja, trabajaba por su cuenta. Los
otros dos tenían aspecto y cuerpo de ser meros peones a
las órdenes del cabecilla: eran completos negociantes de
mercancías especiales. Aquella noche discutían la
viabilidad y los beneficios que obtendrían de la ofensiva
a una fábrica en donde, con grandes prensas, moldeaban
unas planchas de las que emergían cascos para soldados y
algunas piezas para ametralladoras y pistolas.
-No conozco a ese Otto -dijo Heinrich con
indiferencia.
-Pero yo sí, confía en
mí.
-Conseguir un avión no es tarea fácil. Y
la cosa empeora al buscar un modelo tan
específico para que tu amiguito salga de aquí hasta
Inglaterra.
Tendría que ser un bombardero o algo por el estilo. Un
avión cualquiera no sirve a no ser que lo haga desde la
costa -la cabeza de Heinrich, sin ningún pelo desde la
coronilla hasta la frente impidiendo con periódicos
rasurados que el resto creciera con suficiente longitud, se
movía categóricamente-; hay cosas que podemos
hacer. Pero lo siento, esto que me pides es demasiado-
advirtió desviando la mirada a un lado evitando encontrar
la de Hans. Éste, cuya sesera lucía revestida por
completo por un liso y pardo cabello que le permitía
moldear un peinado que hiciera juego con sus
facciones cuadradas, se mostraba desesperado. En las
últimos horas la relativa tranquilidad de la que
disfrutaba se había trastocado correteando de un lado para
otro sufriendo penurias, peleando con soldados, apaleando y
robando a nazis de primera línea, rechazando a bellas
prostitutas, negociando con ancianos que ganaban sus
últimos billetes vendiendo armas robadas,
visitando a enfermos moribundos, haciendo llorar a una mujer que no lo
merecía, y ahora suplicando a este conspirador que se
negaba por completo a prestarle un último
favor.
-Podemos preguntarle a tus amigos -sugirió en
aquella pequeña habitación en donde dentro de unas
pequeñas cajas situadas en una esquina, se guardaban
cuartillas en las que pretendían imprimir unos panfletos
de propaganda
antihitler.
-No sé por qué te empeñas.
¿Cómo crees que podemos conseguir un aparato de
esas características? Yo me veo incapaz.
-En un hangar.
-¡Eso ya lo sé!
Heinrich se apoyó de brazos cruzados en la pared
que había a la izquierda de la puerta, siendo
todavía unos centímetros más alto que Hans.
Se mantuvo pensativo mientras éste aprovechaba para buscar
mentalmente otras alternativas.
-Demasiado difícil. Sería necesario
planear la operación por lo menos una semana antes. Y es
lo que estamos haciendo para intentar detener la producción de una
fábrica.
-Podéis atacar un hangar, destruirlo si
queréis. ¡Los aviones también cumplen una
labor importante! Alguno cercano a la costa que cumpla con
labores de vigilancia marítima sería el blanco
perfecto.
Hans hablaba desde el centro de la pequeña
habitación con las manos dentro de los bolsillos del
pantalón, que a su vez comenzaba a perder higiene, mirando
a Heinrich con insistencia procurando persuadirlo y despertar en
él algún tipo de pena, compasión, o
remordimiento por los favores que, aunque no fueron numerosos,
él también le había ultimado en varias
ocasiones. Precisamente, uno de ellos estaba relacionado con las
siete cajas que había en la esquina. Fueron varias decenas
más las que ocultó en su apartamento durante
más de diez días arriesgando el cuello esperando a
que dos insidiosos, que aprovechaban su empleo como
conductores de ambulancia para circular por Berlín con
total rapidez e impunidad, las
recogiera para trasladarlas a una vivienda clandestina desde
donde se distribuirían a cada uno de los miembros del
movimiento.
-Piénsalo. Destruir una flota de aviones alemanes
también es motivo para sentirse repleto de orgullo.
Serías colaborador directo para que información
militar secreta salga de los dominios de Hitler.
Imagínate de lo que sería capaz con un arma tan
potente en sus manos -le dijo a Heinrich con un tono de voz
forzadamente lastimoso-. ¡Nos sometería a
todos!
Heinrich deambulaba con lentos pasos y expresión
vacilante tanto como la helada habitación permitía
en su distancia, con los brazos cruzados, cabizbajo, y
acariciándose el mentón cuando no lo hacía
por su lisa y redonda calavera. Entendía que para llevar a
cabo tal operación era necesario reclutar al menos a una
docena de hombres con marcado instinto homicida y otro tanto
suicida, dispuestos a pelear con los soldados que guardaban el
hangar; y eso costaba dinero, mucho
dinero. Conseguir tales servicios no
era una tarea tan factible como mandar a imprimir cientos de
panfletos en contra de Hitler y repartirlos a los mismos de
siempre, o incluso irrumpir una noche en la fábrica de
componentes militares y colocar unos cuantos explosivos en las
máquinas más significativas. Para
ello, un vehículo veloz y dos o tres individuos
medianamente sagaces e inteligentes era más que
suficiente.
-Vamos a consultarlo. Salgamos -dijo pocos segundos
después invitando a Hans a abandonar el cuarto con un
meneo de cabeza.
Fueron hasta la sala principal. Allí los otros
tres fumaban saturándola de un humo que comenzaba a ser
incómodo para los ojos y las vías respiratorias,
aunque al parecer, ellos se encontraban a gusto envueltos en tal
hedionda espesura. Al frente, dos de ellos estaban sentados en
sendos sillones, y el otro, en una baja silla de madera, lo
hacía en la derecha.
-Podríais dejar de fumar un rato
-prescribió el adusto Heinrich a los tres
individuos.
Hans carraspeó y tosió moderada y
voluntariamente procurando que el gesto se entendiera como
natural. Los tres captaron la indirecta, y con un acto colmado de
incomprensible modernidad y
visión de futuro, apagaron sus cigarros al
instante.
El alemán que colaboraba con los rusos, al que
apodaron "El Enano" por sus escasos ciento cincuenta y dos
centímetros de altura, cantidad a la que siempre sumaba
dos o tres unidades cuando algún incauto le preguntaba
casi atónito en su estupidez, cedió a Hans la silla
en la que antes consumía cigarros a gran velocidad.
-Siéntate, camarada -le dijo.
Heinrich se colocó en el centro de la sala y
tomó la palabra dirigiéndose a los tres
malintencionados.
-Señores, este hombre tiene
algo importante que proponernos. Parece ser que Hitler investiga
la construcción de un arma utilizando materiales
radiactivos -se dirigió a Enano que escuchaba en pie,
junto a Hans, que dejó de mirarlo por el rabillo del ojo
extrañado por la peculiaridad de su fisonomía
cuando percibió que Heinrich se dirigía a
él-. Se trata de un explosivo capaz de aniquilar tal
cantidad de superficie, que ni él mismo es capaz de
determinar su verdadero alcance.
Hans decidió hablar creyendo que Heinrich se
percató del indiscreto e ingenuo examen visual al que
sometió al hombre de corta estatura y figura
insólita: manos y dedos cortos y anchos, cuello
también escaso y grueso, pómulos excesivamente
marcados, y cierta malformación en las piernas que
disimulaba con el risible pantalón sobradamente holgado
del traje negro.
-Así es. Están finalizando las investigaciones y
según creen podrían arrasar Berlín con uno
de esos artefactos.
El hombre corto de estatura movía la cabeza
expresando cierta satisfacción. Los otros dos se rascaron
la cabeza a la vez, quién sabe si coordinados por alguna
extraña fuerza que
también les hacía expresar su
incertidumbre.
-Uno de los investigadores, que aquí nuestro
amigo Hans conoce muy bien, trabaja en Berlín con esos
llamémosles -hizo un paréntesis introspectivo-;
ingredientes -señaló después por no tener
pleno conocimiento
del tipo de material al que Hans se refería-. Lo que nos
propone es lo siguiente -movió la cabeza instigando a Hans
que no dudó en continuar la exposición.
-Sé que estáis planificando el boicot a
una fábrica metalúrgica, lo que es digno de
admiración. Pero lo que os propongo hará mucho
más daño a
Hitler.
-¿De qué se trata? -preguntó uno de
los que se rascó la sesera. El de barriga alarmantemente
voluminosa y cuyos zapatos brillaban con escrupulosa testarudez
por un intento estudiado de transmitir cierta
posición.
-Me explico -dijo Hans-: este amigo mío se llama
Otto. Probablemente reconozcáis su nombre. Es uno de los
físicos más distinguidos que trabajan bajo la
sombra de Hitler. Pero éste, según parece, lo
mantiene con vida porque, parece ser, es la única persona capaz de
llevar a cabo esas investigaciones. Lo que vengo a decir es que
quiere salir de país con la información que ha
conseguido en el laboratorio y entregársela a los
ingleses.
-Y entonces nosotros entramos en acción
-dijo Heinrich-. Al mismo tiempo que
destruimos algún hangar cercano a la costa, hecho que
todavía está sin precisar -matizó-, dejamos
un avión sano para que el amigo de nuestro amigo Hans
salga del país dirección a Inglaterra.
Hans se conmovió, lo mínimo, por el
repentino cambio de
parecer de Heinrich.
-¿Pero sabe pilotar? -indagó el hombre de
la barriga voluminosa y calzado lustroso.
-No lo sé -respondió Hans
dirigiéndose a aquel hombre que se hacía llamar
"Rojo" en los círculos más íntimos, aunque
afectuosamente lo solían llamar "Gordo"-. He de suponer
que sí porque fue él quien me pidió
conseguir un aparato volador, no un billete de tren.
-Ciertamente eso no nos incumbe -aclaró el hombre
de corta estatura.
El otro de los conspiradores, el que se mantenía
callado y observador, movía el pie derecho cuya misma
pierna cruzaba sobre la otra, girando entre sus dedos un
cigarrillo observando el intercambio de ideas de los
demás. Decidió mantener la boca cerrada y esperar
el momento adecuado para su intervención.
-La idea es buena -dijo Hans sintiendo como el residuo
del humo se posaba en su garganta-; sería un golpe
perfecto a Hitler, que de muy buena cuenta sé que pretende
hacer bastante daño con los misiles balísticos
-sólo Heinrich sabía a qué se dedicaba para
complacer los deseos del Führer, pese a ello, ese momento no
era el adecuado para explicar de qué posición
gustaba hacer el amor ni de
qué lado prefería coger el sueño por las
noches.
-¿Qué me decís? -preguntó
Heinrich-. ¿Nos interesa?
El hombre que mareaba el cigarro decidió
opinar.
-¿Qué recibimos nosotros a
cambio?
La expresión de Hans se transformó en
confusión. No esperaba esa pregunta, ni tan siquiera
había considerado algo semejante mientras viajaba a aquel
lugar; aunque era completamente cierto que no sabía que
esos tres iban a estar allí. Heinrich se mantuvo en
silencio porque sabía que así eran las cosas: nada
se hacía sin recibir por ello al menos un buen total de
billetes americanos.
-No lo había pensado -contestó
Hans.
El hombre de gran cintura se echó a reír
aprovechando el de poca alzada aquel despiste para encender un
cigarro.
-¡No me digas que vamos a trabajar gratis para tu
amiguito! -exclamó entre risas insultantes el hombre de
zapatos lustrosos cuyas mejillas se habían sonrojado por
el esfuerzo.
Hans miró a Heinrich entendiendo en la
expresión de éste que así eran los negocios. El
concepto de la
palabra favor era algo que había desaparecido de las
mentes de aquellos negociantes que no habían movido un
solo dedo en sus apasionantes vidas salvo para contar billetes,
cargar armas, y llevarse el tenedor y el cigarro a la
boca.
Enano dio una fuerte calada diciendo al
instante:
-Sé cuál podrá ser la moneda de
cambio.
Todos dirigieron sus miradas hacia él. Unos
sabiendo lo que pretendían, y otros, precisamente Hans,
no.
-Si tu amigo quiere salir del país es porque ama
su vida -dijo de nuevo dando después otra calada. Hizo una
pausa expulsando el humo lentamente por la nariz, manteniendo la
expectación-. Me pagarán muy bien por esa
información en la Unión
Soviética.
-Pero…
Las palabras de Hans fueron interrumpidas por el hombre
que antes daba vueltas al pito y ahora lo sostenía en su
boca, apagado.
-Las cosas son así. Su vida por unos papeles que
quizá no valgan nada -dijo confiriendo un rápido
moviendo al corto y blanco cilindro que sujetaba
fanáticamente con sus labios-. Tú
decides.
En señal de naciente ansiedad, y mientras los
ocho ojos se hundían en él sin dejar libre ni el
más estrecho ángulo, Hans cogió aire en una breve
y casi convulsiva inspiración. Luego de adivinar como los
otros se deleitaban inmersos en su satisfacción con su
cara de bobo, pretendió mirar a Heinrich buscando algo de
ayuda aceptando al momento la parcial derrota entendiendo que
sería imposible convencer a tan sólo uno de ellos
para que actuara por el único placer de jeringar a Hitler
sin recibir por ello un buen honorario. Sabía que
necesitaba dinero mientras también imaginaba cómo
propondría a Otto la situación: ¿Le
sería indiferente viajar a la Unión
Soviética en vez de a Inglaterra? No lo creía.
Tenía unos vagos conceptos de inglés,
pero el ruso… No sabía tan siquiera como sonaba su
nombre. ¿Estaría dispuesto a ofrecer la
información que muy a su pesar estaba recapitulando a un
país distinto de Inglaterra sin recibir él
también algún dinero extra y además huir sin
ella dirección a otro país? ¿En verdad
sabía pilotar un avión, o conocía a alguien
que lo haría por él?, en ese caso
¿estaría apalabrando con otros y de esta manera
construyendo un ente conspirativo de cierta envergadura?
Especular sobre sus pretensiones no era otra cosa que perder el
tiempo. La única opción factible consistía
en exponerle las circunstancias y aprovechar su debilidad
psicológica para convencerle, sin demasiados
circunloquios, sobre que su vida valía más que
cualquier explosivo de incierta descomunal potencia.
-Creo que estará de acuerdo -dijo sin más
alternativas.
El hombre que sostenía con perceptible
impaciencia el cigarro en sus labios, lo encendió triunfal
diciendo después de dar una chupada profunda y mientras
expulsaba el humo por la boca y la nariz:
-No te decepcionaremos. Sabemos cómo hacer este
trabajo. Y lo
vamos a hacer muy bien.
-Pero tienes que hablar con tu amigo -comentó el
hombre de corta estatura-. ¿Cómo se
llamaba?
-Otto- aclaró Heinrich con semblante serio,
brazos cruzados y mirada lejana.
-¿Entonces así se hará?
-preguntó Hans al hombre de zapatos negros y brillantes y
voluminosa cintura que volvió a encender otro cigarro
dando una fuerte succión que por su expresión
pareció ser bastante grata. Hans comenzó a
incomodarse. Se sentía como una porquería rodeado
de aquellos conspiradores que lo estaban ahumando sin
consideración ninguna; como al pez para conservarlo mejor,
además de dotarlo de un sabroso y característico
sabor antes de su consumo.
-No te precipites -dijo Gordo una vez se levantó
teniéndose que apoyar en uno de los reposabrazos con
listón de madera del escarlata sillón-. Vamos a
formalizar este asunto como es debido -dijo con voz exigida por
el esfuerzo. Abandonó la sala.
Hans, cansado, miró a Heinrich, que al instante
inclinó la cabeza como aconsejándole que
debía seguir los pasos que se estaban estableciendo.
Mientras tanto los otros se recreaban chupada tras chupada. El
que hablaba poco se entretenía en su sillón
maravillándose con los incorpóreos anillos que
formaba con el humo que en escuetas y sonadas contracciones del
gañote expulsaba por el centro de su anular boca; Enano
gustaba de dar breves pero decididos golpecitos al pitillo con su
corto dedo corazón
dejando que la ceniza se desplomara hasta el descuidado suelo. El del
vientre de gran perímetro no tardó en volver
sujetando unos papeles y una pluma. Cogió una de las dos
sillas que había libres, la acercó a la mesa de
madera que había apartada en una pared y se sentó
con tal esfuerzo que pareció en ello le iba la vida. En un
cenicero rebosante apagó el pitillo y empalmó otro
dilapidando incluso más la escasa capacidad pulmonar que
maltrataba sin compasión.
-Bien, vamos a hacer las cosas como es debido -dijo-.
Cascabel, ven aquí -así llamaban al de los anillos
humeantes que se levantó del sillón, y aprovechando
su gran estatura, se acercó dando tres cortos
pasos.
-Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo de nuevo Gordo,
entregándole la pluma y cambiando un folio de
posición con la palma de la otra mano, la
izquierda.
Cascabel comenzó a escribir en el folio, en pie.
El hombre de gran estómago se volvió con dificultad
sobre la silla dirigiéndose a Hans:
-No dudo que sabrás que en los negocios no es
suficiente con la palabra. Vamos a firmar una especie de acuerdo
donde tú te comprometes a cumplir con tu parte.
¿Queda claro? Es simple formalidad.
Enseguida Hans preguntó confundido por aquella
formalidad.
-¿Un contrato?
-Sí, un contrato -sostuvo Enano con su voz aguda
y penetrante-. Simple trámite, no tienes por qué
preocuparte.
Hans acertó deduciendo que en aquel contrato Otto
debía figurar como parte central y principal del negocio
del que todavía no se había aclarado el más
mínimo detalle.
-No he hablado con Otto. No sé cómo se lo
va a tomar -dijo.
Heinrich se mantenía en silencio.
-¿Tú crees que le sentará mal
formalizar el negocio? -preguntó Gordo después de
dejar caer unos centímetros de ceniza en el repleto
cenicero girándose en la silla tanto como su mantecoso
vientre toleraba-. ¡Le estamos cubriendo las
espaldas!
-¿Y en el caso de que se niegue? -sondeó
Hans.
El sofocado rostro del hombre grueso habló con
tono firme.
-Si dice que no -tosió profunda y ahogadamente en
un par de ocasiones que fueron suficientes para captar la
atención del auditorio. Cascabel
debió dejar de escribir para propinarle unos sonoros
golpes en la espalda. No se alarmó, estaba acostumbrado-;
nos encargaremos -volvió a toser. La cara se
enrojeció y los sanguinolentos ojos casi se salen de sus
ámbitos-; de que cambie de opinión.
-No entiendo -dijo Hans pasmado por la templanza del
resto.
-Con tu firma te comprometes a que Otto entregue esa
documentación. Por supuesto antes de subir
al avión y en la fecha acordada -volvió a decir el
hombre de tos inquietante cuyas vías respiratorias
parecían haberse obstruido por la poca energía con
que sus palabras fluían.
Hans se arrugó la cara con las dos
manos.
-No lo tengo claro, no puedo firmar por
él.
Heinrich decidió apoyarlo.
-Espera Cascabel -dijo levantando la mano izquierda-.
Puedes redactar el contrato, y tú -se dirigió a
Hans-; si quieres puedes llevárselo a Otto. Que lo estudie
con detenimiento y si es de su conformidad que lo firme. Y
vosotros -ahora se dirigió a los otros dos-.
¿Estáis de acuerdo? Gordo, Enano,
¿qué decís?
Los dos se miraron esperando que el otro diera su
consentimiento por ambos. El de gran vientre sacó un
cigarrillo y contestó rascándose la cabeza pitillo
en mano.
-También puede valer. No veo por qué
no.
-¿Y tú, Enano? -preguntó
Heinrich.
-¿Has terminado? -preguntó Enano a
Cascabel que asemejándose a un arco doblado
escribía silente y concentrado sobre la mesa.
-Espera. Una última cláusula
-respondió mientras los otros observaban como movía
la pluma con instruida rapidez sobre el folio que había
garabateado casi por completo.
El hombre de vientre magno volvió a mostrarse
impertinente encendiendo una vez más otro
cigarrillo.
-Sí, ya he terminado -añadió
Cascabel unos instantes después.
-Pues ahora, al final, pon que -el tipo de torneado
abdomen hizo una pausa para intentar ventilarse. Hecho que
provocó que un ligero pitido saliera de su garganta-. Hans
se compromete a que -hizo otra pausa para coger aire.- Otto lea y
firme el presente contrato.
-Simple formalidad. No te preocupes -dijo Enano
dirigiéndose a Hans, que dijo:
-Eso no es necesario.
-¡No te preocupes, sólo atamos cabos!
-comunicó el de ancha cintura, casi ahogado.
Hans suspiró indignado por el avasallamiento a
que lo estaban sometiendo.
-Es necesario -dijo Heinrich-. Si nosotros movemos cielo
y tierra para
conseguirte el avión y luego Otto no aparece que,
¿nos subimos nosotros y visitamos a Churchill?
Hans sintió esas palabras como alta
traición. Esperaba de Heinrich cierto apoyo, por
mínimo que fuera. Con esa actitud
demostraba que era como ellos: un comerciante ansioso por
adquirir cualquier mercancía capaz de traicionar a
cualquiera de su sangre por
hacerse con algo por poco valor que
tuviera.
-Por cierto, quiero que me aclares un tema -dijo Hans a
Heinrich poco después, mientras Cascabel acercaba el
contrato a Gordo que por lo visto, y sin mirarlo, parecía
ser de su agrado, pues lo apartó de su vista con una mano
tal vez alarmado por el irregular estado de su
respiración.
-¿Qué tema?
-Algo que concierne a Joachim.
El rostro de Heinrich se transformó.
Inmediatamente desvió la mirada buscando el papel que
garabateó Cascabel.
-No hay nada que hablar sobre Joachim -dijeron Enano y
su aguda palabra.
-Eso es, no hay nada que hablar sobre nadie
-zanjó Cascabel, que por lo visto era más que el
simple escribiente de la cuadrilla-. Firma aquí -dijo
indicando a Hans el lugar con la punta de la pluma.
-¿Vosotros no firmáis? -preguntó
Hans.
-Después de ti -aclaró Cascabel-. Te
cedemos el honor.
Hans no sabía qué ocurriría
después de garabatear en la cuadrícula que Cascabel
le indicaba. Decidió firmar depositando después la
pluma sobre la mesa.
-Como notario, yo firmaré primero -dijo Cascabel.
Con la pluma dibujó una cruz uniendo después los
dos extremos del sur y del este con una curva enlazada en su
centro -Gordo- dijo.
El hombre de vientre grueso y cara morada cogió
la pluma y dibujó una especie de espiral que giraba hacia
la izquierda finalizando la obra con un punto en el centro-.
Enano -Éste hizo lo propio sellando aquel contrato con una
rúbrica que mostraba la imagen especular
de dos cuatros que al final rodeó con un círculo.
Heinrich no firmó pero tomó la palabra. Se
dirigió a Hans.
-Tienes un día para que Otto lea el papel y firme
en la casilla que le corresponde. Te esperaremos aquí.
Mañana por la noche, si no apareces con el papel y a esta
hora, entenderemos que renuncias a nuestros servicios
¿queda claro?
El hombre de zapatos radiantes desapareció de la
habitación bajándose la bragueta entre
expectoraciones apocalípticas. Por su parte todo el trabajo ya
estaba hecho.
Hans no tenía alternativa.
-¿Mañana por la noche? -preguntó a
Heinrich.
El de manos y dedos breves contestó.
-Sí, mañana. Es tiempo suficiente -dijo
doblando el papel y entregándoselo-. Espero que entiendas
que no es necesario que nosotros guardemos una copia. Confiamos
en ti y en tu amigo.
-Dame -le dijo-. Procuraré encontrarlo. En caso
de que yo no esté aquí mañana por la
noche…
-Sí, sí. Entendemos perfectamente. No te
preocupes -dijo Cascabel moviendo airadamente las manos a la
altura del pecho.
Con aquellas últimas palabras, Hans había
tenido suficiente tiempo como para aborrecer a aquellos
individuos. Por otro lado no tenía alternativa si
quería conseguir el avión que tanto deseaba Otto.
Antes de salir por la puerta, sin despedirse de nadie salvo de
Heinrich procurando no provocar su antipatía por si
volvía con el papel firmado, el de corta estatura
volvió a recordarle, procurando que su voz sobresaliera
entre las toses ahogadas del hombre de anatomía dilatada que
regresaba de haber desaguado parte su descomunal andorga, que el
pago por los servicios eran los papeles sobre las investigaciones
del explosivo.
Referencias:
El emblema. De Juan A. Piñera
Para más información:
Juan