Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Un capítulo de la obra: El emblema




Enviado por Juan



    -¿Y se puede saber para qué quieres un
    avión?

    -Ya te lo he dicho -respondió Hans a Heinrich-.
    Otto quiere salir del país. Pero está atado en el
    laboratorio.

    Hans localizó a Heinrich algo antes de que Otto
    terminara la cena ofrecida por Esther. Hablaban en una
    pequeña habitación del apartamento de Heinrich.
    Hans le pidió desatender por unos minutos a los tres
    individuos con los que se reunía en la sala, que
    más de estar, era el centro de celebración de
    numerosas asambleas y otras tantas conspiraciones. Uno de ellos,
    el de facciones más despiertas y alemán de
    nacimiento, colaboraba esporádicamente con algún
    que otro agente ruso pasándoles la información de la que disponía muy
    de vez en cuando; parecía que había tenido suerte,
    o quizá supo con quien tratar; lo cierto es que los
    tentáculos de la Gestapo no lo habían localizado
    como miembro de la Orquesta Roja, trabajaba por su cuenta. Los
    otros dos tenían aspecto y cuerpo de ser meros peones a
    las órdenes del cabecilla: eran completos negociantes de
    mercancías especiales. Aquella noche discutían la
    viabilidad y los beneficios que obtendrían de la ofensiva
    a una fábrica en donde, con grandes prensas, moldeaban
    unas planchas de las que emergían cascos para soldados y
    algunas piezas para ametralladoras y pistolas.

    -No conozco a ese Otto -dijo Heinrich con
    indiferencia.

    -Pero yo sí, confía en
    mí.

    -Conseguir un avión no es tarea fácil. Y
    la cosa empeora al buscar un modelo tan
    específico para que tu amiguito salga de aquí hasta
    Inglaterra.
    Tendría que ser un bombardero o algo por el estilo. Un
    avión cualquiera no sirve a no ser que lo haga desde la
    costa -la cabeza de Heinrich, sin ningún pelo desde la
    coronilla hasta la frente impidiendo con periódicos
    rasurados que el resto creciera con suficiente longitud, se
    movía categóricamente-; hay cosas que podemos
    hacer. Pero lo siento, esto que me pides es demasiado-
    advirtió desviando la mirada a un lado evitando encontrar
    la de Hans. Éste, cuya sesera lucía revestida por
    completo por un liso y pardo cabello que le permitía
    moldear un peinado que hiciera juego con sus
    facciones cuadradas, se mostraba desesperado. En las
    últimos horas la relativa tranquilidad de la que
    disfrutaba se había trastocado correteando de un lado para
    otro sufriendo penurias, peleando con soldados, apaleando y
    robando a nazis de primera línea, rechazando a bellas
    prostitutas, negociando con ancianos que ganaban sus
    últimos billetes vendiendo armas robadas,
    visitando a enfermos moribundos, haciendo llorar a una mujer que no lo
    merecía, y ahora suplicando a este conspirador que se
    negaba por completo a prestarle un último
    favor.

    -Podemos preguntarle a tus amigos -sugirió en
    aquella pequeña habitación en donde dentro de unas
    pequeñas cajas situadas en una esquina, se guardaban
    cuartillas en las que pretendían imprimir unos panfletos
    de propaganda
    antihitler.

    -No sé por qué te empeñas.
    ¿Cómo crees que podemos conseguir un aparato de
    esas características? Yo me veo incapaz.

    -En un hangar.

    -¡Eso ya lo sé!

    Heinrich se apoyó de brazos cruzados en la pared
    que había a la izquierda de la puerta, siendo
    todavía unos centímetros más alto que Hans.
    Se mantuvo pensativo mientras éste aprovechaba para buscar
    mentalmente otras alternativas.

    -Demasiado difícil. Sería necesario
    planear la operación por lo menos una semana antes. Y es
    lo que estamos haciendo para intentar detener la producción de una
    fábrica.

    -Podéis atacar un hangar, destruirlo si
    queréis. ¡Los aviones también cumplen una
    labor importante! Alguno cercano a la costa que cumpla con
    labores de vigilancia marítima sería el blanco
    perfecto.

    Hans hablaba desde el centro de la pequeña
    habitación con las manos dentro de los bolsillos del
    pantalón, que a su vez comenzaba a perder higiene, mirando
    a Heinrich con insistencia procurando persuadirlo y despertar en
    él algún tipo de pena, compasión, o
    remordimiento por los favores que, aunque no fueron numerosos,
    él también le había ultimado en varias
    ocasiones. Precisamente, uno de ellos estaba relacionado con las
    siete cajas que había en la esquina. Fueron varias decenas
    más las que ocultó en su apartamento durante
    más de diez días arriesgando el cuello esperando a
    que dos insidiosos, que aprovechaban su empleo como
    conductores de ambulancia para circular por Berlín con
    total rapidez e impunidad, las
    recogiera para trasladarlas a una vivienda clandestina desde
    donde se distribuirían a cada uno de los miembros del
    movimiento.

    -Piénsalo. Destruir una flota de aviones alemanes
    también es motivo para sentirse repleto de orgullo.
    Serías colaborador directo para que información
    militar secreta salga de los dominios de Hitler.
    Imagínate de lo que sería capaz con un arma tan
    potente en sus manos -le dijo a Heinrich con un tono de voz
    forzadamente lastimoso-. ¡Nos sometería a
    todos!

    Heinrich deambulaba con lentos pasos y expresión
    vacilante tanto como la helada habitación permitía
    en su distancia, con los brazos cruzados, cabizbajo, y
    acariciándose el mentón cuando no lo hacía
    por su lisa y redonda calavera. Entendía que para llevar a
    cabo tal operación era necesario reclutar al menos a una
    docena de hombres con marcado instinto homicida y otro tanto
    suicida, dispuestos a pelear con los soldados que guardaban el
    hangar; y eso costaba dinero, mucho
    dinero. Conseguir tales servicios no
    era una tarea tan factible como mandar a imprimir cientos de
    panfletos en contra de Hitler y repartirlos a los mismos de
    siempre, o incluso irrumpir una noche en la fábrica de
    componentes militares y colocar unos cuantos explosivos en las
    máquinas más significativas. Para
    ello, un vehículo veloz y dos o tres individuos
    medianamente sagaces e inteligentes era más que
    suficiente.

    -Vamos a consultarlo. Salgamos -dijo pocos segundos
    después invitando a Hans a abandonar el cuarto con un
    meneo de cabeza.

    Fueron hasta la sala principal. Allí los otros
    tres fumaban saturándola de un humo que comenzaba a ser
    incómodo para los ojos y las vías respiratorias,
    aunque al parecer, ellos se encontraban a gusto envueltos en tal
    hedionda espesura. Al frente, dos de ellos estaban sentados en
    sendos sillones, y el otro, en una baja silla de madera, lo
    hacía en la derecha.

    -Podríais dejar de fumar un rato
    -prescribió el adusto Heinrich a los tres
    individuos.

    Hans carraspeó y tosió moderada y
    voluntariamente procurando que el gesto se entendiera como
    natural. Los tres captaron la indirecta, y con un acto colmado de
    incomprensible modernidad y
    visión de futuro, apagaron sus cigarros al
    instante.

    El alemán que colaboraba con los rusos, al que
    apodaron "El Enano" por sus escasos ciento cincuenta y dos
    centímetros de altura, cantidad a la que siempre sumaba
    dos o tres unidades cuando algún incauto le preguntaba
    casi atónito en su estupidez, cedió a Hans la silla
    en la que antes consumía cigarros a gran velocidad.

    -Siéntate, camarada -le dijo.

    Heinrich se colocó en el centro de la sala y
    tomó la palabra dirigiéndose a los tres
    malintencionados.

    -Señores, este hombre tiene
    algo importante que proponernos. Parece ser que Hitler investiga
    la construcción de un arma utilizando materiales
    radiactivos -se dirigió a Enano que escuchaba en pie,
    junto a Hans, que dejó de mirarlo por el rabillo del ojo
    extrañado por la peculiaridad de su fisonomía
    cuando percibió que Heinrich se dirigía a
    él-. Se trata de un explosivo capaz de aniquilar tal
    cantidad de superficie, que ni él mismo es capaz de
    determinar su verdadero alcance.

    Hans decidió hablar creyendo que Heinrich se
    percató del indiscreto e ingenuo examen visual al que
    sometió al hombre de corta estatura y figura
    insólita: manos y dedos cortos y anchos, cuello
    también escaso y grueso, pómulos excesivamente
    marcados, y cierta malformación en las piernas que
    disimulaba con el risible pantalón sobradamente holgado
    del traje negro.

    -Así es. Están finalizando las investigaciones y
    según creen podrían arrasar Berlín con uno
    de esos artefactos.

    El hombre corto de estatura movía la cabeza
    expresando cierta satisfacción. Los otros dos se rascaron
    la cabeza a la vez, quién sabe si coordinados por alguna
    extraña fuerza que
    también les hacía expresar su
    incertidumbre.

    -Uno de los investigadores, que aquí nuestro
    amigo Hans conoce muy bien, trabaja en Berlín con esos
    llamémosles -hizo un paréntesis introspectivo-;
    ingredientes -señaló después por no tener
    pleno conocimiento
    del tipo de material al que Hans se refería-. Lo que nos
    propone es lo siguiente -movió la cabeza instigando a Hans
    que no dudó en continuar la exposición.

    -Sé que estáis planificando el boicot a
    una fábrica metalúrgica, lo que es digno de
    admiración. Pero lo que os propongo hará mucho
    más daño a
    Hitler.

    -¿De qué se trata? -preguntó uno de
    los que se rascó la sesera. El de barriga alarmantemente
    voluminosa y cuyos zapatos brillaban con escrupulosa testarudez
    por un intento estudiado de transmitir cierta
    posición.

    -Me explico -dijo Hans-: este amigo mío se llama
    Otto. Probablemente reconozcáis su nombre. Es uno de los
    físicos más distinguidos que trabajan bajo la
    sombra de Hitler. Pero éste, según parece, lo
    mantiene con vida porque, parece ser, es la única persona capaz de
    llevar a cabo esas investigaciones. Lo que vengo a decir es que
    quiere salir de país con la información que ha
    conseguido en el laboratorio y entregársela a los
    ingleses.

    -Y entonces nosotros entramos en acción
    -dijo Heinrich-. Al mismo tiempo que
    destruimos algún hangar cercano a la costa, hecho que
    todavía está sin precisar -matizó-, dejamos
    un avión sano para que el amigo de nuestro amigo Hans
    salga del país dirección a Inglaterra.

    Hans se conmovió, lo mínimo, por el
    repentino cambio de
    parecer de Heinrich.

    -¿Pero sabe pilotar? -indagó el hombre de
    la barriga voluminosa y calzado lustroso.

    -No lo sé -respondió Hans
    dirigiéndose a aquel hombre que se hacía llamar
    "Rojo" en los círculos más íntimos, aunque
    afectuosamente lo solían llamar "Gordo"-. He de suponer
    que sí porque fue él quien me pidió
    conseguir un aparato volador, no un billete de tren.

    -Ciertamente eso no nos incumbe -aclaró el hombre
    de corta estatura.

    El otro de los conspiradores, el que se mantenía
    callado y observador, movía el pie derecho cuya misma
    pierna cruzaba sobre la otra, girando entre sus dedos un
    cigarrillo observando el intercambio de ideas de los
    demás. Decidió mantener la boca cerrada y esperar
    el momento adecuado para su intervención.

    -La idea es buena -dijo Hans sintiendo como el residuo
    del humo se posaba en su garganta-; sería un golpe
    perfecto a Hitler, que de muy buena cuenta sé que pretende
    hacer bastante daño con los misiles balísticos
    -sólo Heinrich sabía a qué se dedicaba para
    complacer los deseos del Führer, pese a ello, ese momento no
    era el adecuado para explicar de qué posición
    gustaba hacer el amor ni de
    qué lado prefería coger el sueño por las
    noches.

    -¿Qué me decís? -preguntó
    Heinrich-. ¿Nos interesa?

    El hombre que mareaba el cigarro decidió
    opinar.

    -¿Qué recibimos nosotros a
    cambio?

    La expresión de Hans se transformó en
    confusión. No esperaba esa pregunta, ni tan siquiera
    había considerado algo semejante mientras viajaba a aquel
    lugar; aunque era completamente cierto que no sabía que
    esos tres iban a estar allí. Heinrich se mantuvo en
    silencio porque sabía que así eran las cosas: nada
    se hacía sin recibir por ello al menos un buen total de
    billetes americanos.

    -No lo había pensado -contestó
    Hans.

    El hombre de gran cintura se echó a reír
    aprovechando el de poca alzada aquel despiste para encender un
    cigarro.

    -¡No me digas que vamos a trabajar gratis para tu
    amiguito! -exclamó entre risas insultantes el hombre de
    zapatos lustrosos cuyas mejillas se habían sonrojado por
    el esfuerzo.

    Hans miró a Heinrich entendiendo en la
    expresión de éste que así eran los negocios. El
    concepto de la
    palabra favor era algo que había desaparecido de las
    mentes de aquellos negociantes que no habían movido un
    solo dedo en sus apasionantes vidas salvo para contar billetes,
    cargar armas, y llevarse el tenedor y el cigarro a la
    boca.

    Enano dio una fuerte calada diciendo al
    instante:

    -Sé cuál podrá ser la moneda de
    cambio.

    Todos dirigieron sus miradas hacia él. Unos
    sabiendo lo que pretendían, y otros, precisamente Hans,
    no.

    -Si tu amigo quiere salir del país es porque ama
    su vida -dijo de nuevo dando después otra calada. Hizo una
    pausa expulsando el humo lentamente por la nariz, manteniendo la
    expectación-. Me pagarán muy bien por esa
    información en la Unión
    Soviética.

    -Pero…

    Las palabras de Hans fueron interrumpidas por el hombre
    que antes daba vueltas al pito y ahora lo sostenía en su
    boca, apagado.

    -Las cosas son así. Su vida por unos papeles que
    quizá no valgan nada -dijo confiriendo un rápido
    moviendo al corto y blanco cilindro que sujetaba
    fanáticamente con sus labios-. Tú
    decides.

    En señal de naciente ansiedad, y mientras los
    ocho ojos se hundían en él sin dejar libre ni el
    más estrecho ángulo, Hans cogió aire en una breve
    y casi convulsiva inspiración. Luego de adivinar como los
    otros se deleitaban inmersos en su satisfacción con su
    cara de bobo, pretendió mirar a Heinrich buscando algo de
    ayuda aceptando al momento la parcial derrota entendiendo que
    sería imposible convencer a tan sólo uno de ellos
    para que actuara por el único placer de jeringar a Hitler
    sin recibir por ello un buen honorario. Sabía que
    necesitaba dinero mientras también imaginaba cómo
    propondría a Otto la situación: ¿Le
    sería indiferente viajar a la Unión
    Soviética en vez de a Inglaterra? No lo creía.
    Tenía unos vagos conceptos de inglés,
    pero el ruso… No sabía tan siquiera como sonaba su
    nombre. ¿Estaría dispuesto a ofrecer la
    información que muy a su pesar estaba recapitulando a un
    país distinto de Inglaterra sin recibir él
    también algún dinero extra y además huir sin
    ella dirección a otro país? ¿En verdad
    sabía pilotar un avión, o conocía a alguien
    que lo haría por él?, en ese caso
    ¿estaría apalabrando con otros y de esta manera
    construyendo un ente conspirativo de cierta envergadura?
    Especular sobre sus pretensiones no era otra cosa que perder el
    tiempo. La única opción factible consistía
    en exponerle las circunstancias y aprovechar su debilidad
    psicológica para convencerle, sin demasiados
    circunloquios, sobre que su vida valía más que
    cualquier explosivo de incierta descomunal potencia.

    -Creo que estará de acuerdo -dijo sin más
    alternativas.

    El hombre que sostenía con perceptible
    impaciencia el cigarro en sus labios, lo encendió triunfal
    diciendo después de dar una chupada profunda y mientras
    expulsaba el humo por la boca y la nariz:

    -No te decepcionaremos. Sabemos cómo hacer este
    trabajo. Y lo
    vamos a hacer muy bien.

    -Pero tienes que hablar con tu amigo -comentó el
    hombre de corta estatura-. ¿Cómo se
    llamaba?

    -Otto- aclaró Heinrich con semblante serio,
    brazos cruzados y mirada lejana.

    -¿Entonces así se hará?
    -preguntó Hans al hombre de zapatos negros y brillantes y
    voluminosa cintura que volvió a encender otro cigarro
    dando una fuerte succión que por su expresión
    pareció ser bastante grata. Hans comenzó a
    incomodarse. Se sentía como una porquería rodeado
    de aquellos conspiradores que lo estaban ahumando sin
    consideración ninguna; como al pez para conservarlo mejor,
    además de dotarlo de un sabroso y característico
    sabor antes de su consumo.

    -No te precipites -dijo Gordo una vez se levantó
    teniéndose que apoyar en uno de los reposabrazos con
    listón de madera del escarlata sillón-. Vamos a
    formalizar este asunto como es debido -dijo con voz exigida por
    el esfuerzo. Abandonó la sala.

    Hans, cansado, miró a Heinrich, que al instante
    inclinó la cabeza como aconsejándole que
    debía seguir los pasos que se estaban estableciendo.
    Mientras tanto los otros se recreaban chupada tras chupada. El
    que hablaba poco se entretenía en su sillón
    maravillándose con los incorpóreos anillos que
    formaba con el humo que en escuetas y sonadas contracciones del
    gañote expulsaba por el centro de su anular boca; Enano
    gustaba de dar breves pero decididos golpecitos al pitillo con su
    corto dedo corazón
    dejando que la ceniza se desplomara hasta el descuidado suelo. El del
    vientre de gran perímetro no tardó en volver
    sujetando unos papeles y una pluma. Cogió una de las dos
    sillas que había libres, la acercó a la mesa de
    madera que había apartada en una pared y se sentó
    con tal esfuerzo que pareció en ello le iba la vida. En un
    cenicero rebosante apagó el pitillo y empalmó otro
    dilapidando incluso más la escasa capacidad pulmonar que
    maltrataba sin compasión.

    -Bien, vamos a hacer las cosas como es debido -dijo-.
    Cascabel, ven aquí -así llamaban al de los anillos
    humeantes que se levantó del sillón, y aprovechando
    su gran estatura, se acercó dando tres cortos
    pasos.

    -Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo de nuevo Gordo,
    entregándole la pluma y cambiando un folio de
    posición con la palma de la otra mano, la
    izquierda.

    Cascabel comenzó a escribir en el folio, en pie.
    El hombre de gran estómago se volvió con dificultad
    sobre la silla dirigiéndose a Hans:

    -No dudo que sabrás que en los negocios no es
    suficiente con la palabra. Vamos a firmar una especie de acuerdo
    donde tú te comprometes a cumplir con tu parte.
    ¿Queda claro? Es simple formalidad.

    Enseguida Hans preguntó confundido por aquella
    formalidad.

    -¿Un contrato?

    -Sí, un contrato -sostuvo Enano con su voz aguda
    y penetrante-. Simple trámite, no tienes por qué
    preocuparte.

    Hans acertó deduciendo que en aquel contrato Otto
    debía figurar como parte central y principal del negocio
    del que todavía no se había aclarado el más
    mínimo detalle.

    -No he hablado con Otto. No sé cómo se lo
    va a tomar -dijo.

    Heinrich se mantenía en silencio.

    -¿Tú crees que le sentará mal
    formalizar el negocio? -preguntó Gordo después de
    dejar caer unos centímetros de ceniza en el repleto
    cenicero girándose en la silla tanto como su mantecoso
    vientre toleraba-. ¡Le estamos cubriendo las
    espaldas!

    -¿Y en el caso de que se niegue? -sondeó
    Hans.

    El sofocado rostro del hombre grueso habló con
    tono firme.

    -Si dice que no -tosió profunda y ahogadamente en
    un par de ocasiones que fueron suficientes para captar la
    atención del auditorio. Cascabel
    debió dejar de escribir para propinarle unos sonoros
    golpes en la espalda. No se alarmó, estaba acostumbrado-;
    nos encargaremos -volvió a toser. La cara se
    enrojeció y los sanguinolentos ojos casi se salen de sus
    ámbitos-; de que cambie de opinión.

    -No entiendo -dijo Hans pasmado por la templanza del
    resto.

    -Con tu firma te comprometes a que Otto entregue esa
    documentación. Por supuesto antes de subir
    al avión y en la fecha acordada -volvió a decir el
    hombre de tos inquietante cuyas vías respiratorias
    parecían haberse obstruido por la poca energía con
    que sus palabras fluían.

    Hans se arrugó la cara con las dos
    manos.

    -No lo tengo claro, no puedo firmar por
    él.

    Heinrich decidió apoyarlo.

    -Espera Cascabel -dijo levantando la mano izquierda-.
    Puedes redactar el contrato, y tú -se dirigió a
    Hans-; si quieres puedes llevárselo a Otto. Que lo estudie
    con detenimiento y si es de su conformidad que lo firme. Y
    vosotros -ahora se dirigió a los otros dos-.
    ¿Estáis de acuerdo? Gordo, Enano,
    ¿qué decís?

    Los dos se miraron esperando que el otro diera su
    consentimiento por ambos. El de gran vientre sacó un
    cigarrillo y contestó rascándose la cabeza pitillo
    en mano.

    -También puede valer. No veo por qué
    no.

    -¿Y tú, Enano? -preguntó
    Heinrich.

    -¿Has terminado? -preguntó Enano a
    Cascabel que asemejándose a un arco doblado
    escribía silente y concentrado sobre la mesa.

    -Espera. Una última cláusula
    -respondió mientras los otros observaban como movía
    la pluma con instruida rapidez sobre el folio que había
    garabateado casi por completo.

    El hombre de vientre magno volvió a mostrarse
    impertinente encendiendo una vez más otro
    cigarrillo.

    -Sí, ya he terminado -añadió
    Cascabel unos instantes después.

    -Pues ahora, al final, pon que -el tipo de torneado
    abdomen hizo una pausa para intentar ventilarse. Hecho que
    provocó que un ligero pitido saliera de su garganta-. Hans
    se compromete a que -hizo otra pausa para coger aire.- Otto lea y
    firme el presente contrato.

    -Simple formalidad. No te preocupes -dijo Enano
    dirigiéndose a Hans, que dijo:

    -Eso no es necesario.

    -¡No te preocupes, sólo atamos cabos!
    -comunicó el de ancha cintura, casi ahogado.

    Hans suspiró indignado por el avasallamiento a
    que lo estaban sometiendo.

    -Es necesario -dijo Heinrich-. Si nosotros movemos cielo
    y tierra para
    conseguirte el avión y luego Otto no aparece que,
    ¿nos subimos nosotros y visitamos a Churchill?

    Hans sintió esas palabras como alta
    traición. Esperaba de Heinrich cierto apoyo, por
    mínimo que fuera. Con esa actitud
    demostraba que era como ellos: un comerciante ansioso por
    adquirir cualquier mercancía capaz de traicionar a
    cualquiera de su sangre por
    hacerse con algo por poco valor que
    tuviera.

    -Por cierto, quiero que me aclares un tema -dijo Hans a
    Heinrich poco después, mientras Cascabel acercaba el
    contrato a Gordo que por lo visto, y sin mirarlo, parecía
    ser de su agrado, pues lo apartó de su vista con una mano
    tal vez alarmado por el irregular estado de su
    respiración.

    -¿Qué tema?

    -Algo que concierne a Joachim.

    El rostro de Heinrich se transformó.
    Inmediatamente desvió la mirada buscando el papel que
    garabateó Cascabel.

    -No hay nada que hablar sobre Joachim -dijeron Enano y
    su aguda palabra.

    -Eso es, no hay nada que hablar sobre nadie
    -zanjó Cascabel, que por lo visto era más que el
    simple escribiente de la cuadrilla-. Firma aquí -dijo
    indicando a Hans el lugar con la punta de la pluma.

    -¿Vosotros no firmáis? -preguntó
    Hans.

    -Después de ti -aclaró Cascabel-. Te
    cedemos el honor.

    Hans no sabía qué ocurriría
    después de garabatear en la cuadrícula que Cascabel
    le indicaba. Decidió firmar depositando después la
    pluma sobre la mesa.

    -Como notario, yo firmaré primero -dijo Cascabel.
    Con la pluma dibujó una cruz uniendo después los
    dos extremos del sur y del este con una curva enlazada en su
    centro -Gordo- dijo.

    El hombre de vientre grueso y cara morada cogió
    la pluma y dibujó una especie de espiral que giraba hacia
    la izquierda finalizando la obra con un punto en el centro-.
    Enano -Éste hizo lo propio sellando aquel contrato con una
    rúbrica que mostraba la imagen especular
    de dos cuatros que al final rodeó con un círculo.
    Heinrich no firmó pero tomó la palabra. Se
    dirigió a Hans.

    -Tienes un día para que Otto lea el papel y firme
    en la casilla que le corresponde. Te esperaremos aquí.
    Mañana por la noche, si no apareces con el papel y a esta
    hora, entenderemos que renuncias a nuestros servicios
    ¿queda claro?

    El hombre de zapatos radiantes desapareció de la
    habitación bajándose la bragueta entre
    expectoraciones apocalípticas. Por su parte todo el trabajo ya
    estaba hecho.

    Hans no tenía alternativa.

    -¿Mañana por la noche? -preguntó a
    Heinrich.

    El de manos y dedos breves contestó.

    -Sí, mañana. Es tiempo suficiente -dijo
    doblando el papel y entregándoselo-. Espero que entiendas
    que no es necesario que nosotros guardemos una copia. Confiamos
    en ti y en tu amigo.

    -Dame -le dijo-. Procuraré encontrarlo. En caso
    de que yo no esté aquí mañana por la
    noche…

    -Sí, sí. Entendemos perfectamente. No te
    preocupes -dijo Cascabel moviendo airadamente las manos a la
    altura del pecho.

    Con aquellas últimas palabras, Hans había
    tenido suficiente tiempo como para aborrecer a aquellos
    individuos. Por otro lado no tenía alternativa si
    quería conseguir el avión que tanto deseaba Otto.
    Antes de salir por la puerta, sin despedirse de nadie salvo de
    Heinrich procurando no provocar su antipatía por si
    volvía con el papel firmado, el de corta estatura
    volvió a recordarle, procurando que su voz sobresaliera
    entre las toses ahogadas del hombre de anatomía dilatada que
    regresaba de haber desaguado parte su descomunal andorga, que el
    pago por los servicios eran los papeles sobre las investigaciones
    del explosivo.

    Referencias:

    El emblema. De Juan A. Piñera

    Para más información:

     

    Juan

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter