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La construcción de la identidad israelí: Génesis, problemáticas y contradicciones de una idea. El caso del nacionalismo judío (página 3)




Enviado por Andr�s Criscaut



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Partes: 1, , 3

  • UNA MEZCLA DE COLONIALISMO Y
    COLONIZACIÓN

En el momento del nacimiento del Sionismo, los Imperios
poseían una base ideológica y política que
consideraba a varios de los pueblos bajo su influencia como
"menores" o "inmaduros". Estos necesitaban de "tutores" para
acceder un día, quizás, a su mayoría de
edad. Esta fue la visión y el tratamiento del Mandato
británico en medio Oriente, avalada por el nuevo sistema
instaurado por la flamante Sociedad de
Naciones en 1920: "algunas comunidades que en otro tiempo
pertenecían al imperio otomano, han alcanzado tal grado de
desarrollo que
su existencia como naciones independientes puede reconocerse
provisionalmente, a condición de que los consejos y la
ayuda de un mandatario guíen su administración hasta el momento en que sean
capaces de gobernarse por su cuenta" (citado por Gresh, 2002,
pág.33). Londres sólo entendían por aquel
entonces que el llamado "derecho de los pueblos" significaba una
única alternativa: el derecho de elegir la tutela colonial,
como ocurrió luego del desmembramiento del Imperio Otomano
y de su reparto (Laurens, 2003).

Pero a partir del siglo XX comienza a formarse en
Palestina un gobierno paralelo
al británico que instaura un fuerte tinglado de organizaciones
partidarias nucleadas en torno a una
Agencia Judía. Esta abogaba por una campaña de
fundrising filantrópico internacional entre las
comunidades judías y los gobiernos y tenía por
finalidad la instauración de un Hogar o Estado
judío en Palestina. Teniendo en cuenta el poder
organizativo y político de esta estructura
puede decirse que el aparato estatal judío como tal ya
existía virtualmente desde fines de los años
treinta. Esto, junto a la casi inexistencia de instituciones
palestina, fue uno de los argumentos utilizados por los
dirigentes sionistas para rechazar las propuestas de crear un
país binacional antes de 1948.

En este contexto fue crucial la impregnación
bíblica de la cultura
religiosa británica y estadounidense, y especialmente en
sus respectivos establishments, lo cual facilitaría
la aceptación de la tesis
mesiánica sionista. Durante la era victoriana se dio una
profunda fiebre pro
sionista en medios
literarios y publicaciones protestantes. La llamada
Cuestión de Medio Oriente estaba muy presente en el
ambiente
cultural y político con la restauración de
Sión, exacerbada por la moda
romántica de la época (un ejemplo son algunos de
los textos del escritor George Eliot), la
cual legitimaba con un halo místico y civilizador la empresa
colonial británica en Palestina.

En una carta de Herzl a
Cecil Rhodes (uno de los principales artífices de la
política colonial británica en África) ya se
vislumbraba el proyecto de la
empresa
sionista: "se lo ruego, escríbame diciendo que ha
examinado mi programa y que lo
aprueba. Se preguntará por qué me dirijo a Ud., lo
hago porque mis planes son planes coloniales".

Existen importantes puntos de contacto entre la
experiencia sionista y la del colonialismo europeo. Si bien en el
caso del Sionismo falta un elemento esencial que caracteriza al
colonialismo: un centro imperial o estatal al cual afluyen los
beneficios económicos obtenidos en las "colonias", los
inmigrantes judíos
en Palestina introdujeron un modo de producción distinto al de la población local y establecieron un sistema
de relaciones asimétrico con la economía del lugar.
Por lo general, la empresa colonial sionista no estuvo apoyada ni
protegida por un Estado-nación
determinado, sino por importantes filántropos y
empresarios judíos de la diáspora.

En su etapa inicial, este tipo de colonización no
tuvo rasgos colonialistas propiamente dichos (como la conquista
territorial, la explotación económica y el dominio de los
centros de poder). Más aún, hubo muy pocos
elementos del tipo de "colonización de
explotación", basado en privilegios brindados por las
autoridades gubernamentales y la explotación de recursos
naturales y humanos con fines lucrativos como principal
actividad de los colonos.

En cambio, la
colonización judía en Palestina coincide con el
tipo de "colonización poblacional", basada, por un lado,
en la inmigración de una comunidad
étnico-cultural a un nuevo territorio, a la sazón
con población autóctona, que es menos desarrollado
y moderno desde el punto de vista tecnológico y, por el
otro, en la creación de un sistema comunitario-colonizador
separado, con características distintas a la del sistema
comunitario de la población local. Las inversiones
judías en Palestina, al menos en la época
considerada, no brindaron ganancias y resultaron sumamente
improductivas y de bajo nivel tecnológico. El flujo de
capitales era unidireccional y, contrariamente a los casos de
explotación económica, desde el exterior hacia el
interior de la colonia.

En Palestina la tierra era
escasa, por eso el historiador Baruch Kimmerling (1983,
pág. 57) agrega: "La colonización sionista es la
única que eligió su destino territorial no de
acuerdo con parámetros de abundancia de tierras
disponibles, ni de su valor y su
calidad, o la
riqueza natural del territorio, su accesibilidad política
y la posibilidad de vivir en paz con sus habitantes, sino de
acuerdo con una ideología que era una mezcla de religión, nacionalismo
moderno, liberalismo y
socialismo".
La persistencia de la idea bíblica de un Eretz
Israel
, pese a los diversos proyectos y
propuestas "territorialistas" mucho más viables y
prometedoras, demostraron el peso simbólico de esta zona
en la construcción del imaginario del movimiento
sionista.

Desde el punto de vista religioso, la tierra
adquirida, "recuperada", era así enajenada para el resto
de la eternidad: la tierra prometida dejaba de ser una promesa.
Pero este argumento tenia sus implicancias más laicas ya
que así se consolidaba que la propiedad no
volviera a manos no judías. La utilización de mano
de obra árabe, y hasta el cultivo rentado del suelo a los
árabes, estaban estrictamente prohibidos, quedando
así automáticamente desplazados del sistema
económico, cerrando incluso el retorno del árabe
aún como jornalero.

Se perpetró entonces un doble juego de
vincular el trabajo
judío y la tierra, y la sistemática
exclusión de la mano de obra árabe mucho más
rentable. El incipiente sector industrial mostró el mismo
mecanismo ya que la Confederación General de los
Trabajadores Judíos de la Tierra de Israel, la
Histadrut, tampoco aceptaba que el sector privado tomara
mano de obra judía (Avodah Ivrith en hebreo). De
esta manera, el conflicto se
tiñó de un sentido social y clasista al verse cada
vez más ensanchadas las asimetrías entre
judíos y árabes. Como irónicamente
aclaró Weizmann, los árabes siempre consideraron a
los judíos personas peligrosas, no porque ellos explotaran
a los fellahes, sino precisamente porque no los
explotaban (cfr. Weizmann, 1949). Esta extraña amalgama
colonial que plantea aún hoy el Sionismo son dos caras de
una misma moneda: la idea no sólo de que "el pueblo"
judío "subía" a Israel porque tenía una
tierra que heredar, sino también porque existían
otros a quienes había que desheredar, "bajar" de la
historia y del
suelo.

Este particular sincretismo del nacionalismo
judío permite ver la lucha del Sionismo por crear un
Estado, no como parte de los movimientos nacionalistas
anticoloniales, ya que su objetivo final
no aspiraba a eliminar el sistema imperialista británico
de por sí, sino en adaptarlo a un programa mucho
más judaizado y atractivo para sus adeptos, pero
que ya estaba meticulosamente planificado como una empresa
colonial.

La relación entre la comunidad judía
de los Estados Unidos y
el Estado de
Israel resulta un tema sumamente interesante, lleno de
percepciones, mitos y
contradicciones. La idea de la Tierra Prometida, en una sociedad
con una marcada inclinación al pensamiento
religioso o místico como es la norteamericana, ha jugado
un gran desempeño tanto en la intensidad como en la
calidad de su relación con el proyecto
sionista.

Este proceso ya se
encontraba candente al otro lado del Atlántico desde antes
del siglo XX. En 1897 se celebró la Conferencia de
Montreal en donde las principales personalidades judías de
América, a instancias del rabino Isaac
Meyer Wise, desaprobaron la lectura
política que estaba haciendo el Sionismo de los textos
sagrados: "Desaprobamos totalmente toda iniciativa dirigida a la
creación de un Estado judío. Las tentativas de este
género
evidencian una concepción errónea de la misión de
Israel. Afirmamos que el objetivo del judaísmo no es
político ni nacional, sino espiritual". En Pittsburgh, ya
una década antes de la aparición del libro de El
Estado (Judío/de los Judíos)
de Herzl, los
rabinos americanos reformistas declararon oficialmente: "Nos
consideramos no tanto una nación
como una comunidad religiosa, por lo tanto no consideramos
ningún aspecto del retorno a Palestina ni la
restauración de ninguna de las leyes sobre el
estado judío" (Sachar, 1996, págs.
52-53).

Un factor crucial para comprender esta
relación es ver cómo la comunidad judía
norteamericana siempre interpretó su judaísmo como
un aspecto integral de su "norteamericanidad". En las
últimas décadas del siglo XIX, y más
precisamente en Chicago, comenzó a encenderse el debate entre
los primeros sionistas estadounidenses y sus opositores. Los
Caballeros de Sión y la Sociedad Sionista de Chicago
recibieron un fuerte revés por parte de Emil G. Hirsch, de
la Congregación del Sinaí, quien aclaró que
"nosotros, los judíos modernos, no queremos una
restauración nacional en Palestina (…) este país
en donde vivimos es nuestra Palestina (…) y no retrocederemos
para formar una nacionalidad
propia". Conocedor del destino de miles de judíos de
Europa oriental
que llegaban a las costas estadounidenses, su preocupación
también residía en que el nacimiento de un
movimiento nacional judío podría disparar la
acusación de una lealtad dual de la comunidad
judía, o quizás algo peor.

El rabino David Philipson, en el American
Israelite
, también compartía este temor al
reafirmar la identidad
judía desde una postura netamente religiosa: "no existe
una nación judía, sólo una comunidad
religiosa judía (…) los judíos en América
sólo serán distinguidos nada más que por su
vida religiosa". Para ellos la "Sionmanía" era una especie
de delirio de ese "Julio Verne judío" llamado Herzl
(Sachar, 1996, pág. 42). Sin ir más lejos,
actualmente el Departamento de Estado no considera el concepto de
"pueblo judío" como un principio de derecho
internacional. Es interesante ver la compleja trama entre
espiritualidad, imaginario y política del Sionismo
estadounidense, la proyección mítico-religiosa que
realiza el judío norteamericano sobre Israel como un
reservorio de tradición y observancia y cómo
ésta gravita en la vida y la sociedad israelí.
Según resalta Friedmann (1988, pág. 204): "la
generosidad del contribuyente norteamericano se agotaría
si Israel se volviera un estado laico".

En este caso, la diferencia histórica
planteada entre el apoyo británico, primero, y
estadounidense luego de mediados del siglo XX al proyecto
sionista/israelí no es casual. Con la Declaración
Baltimore, ya bajo el padrinazgo de Estados Unidos, en donde
antes se leía en la Declaración Balfour "refugio
nacional judío en Palestina" ahora aparece un claro
"Estado judío en Palestina".

La imagen que
proyectaban los cinco millones de judíos norteamericanos
sobre Palestina se vieron reflejadas en las tensas negociaciones
del mismo gobierno estadounidense con respecto a la
proclamación del Estado israelí. Tras la Segunda
Guerra, y ante
la evidencia del genocidio perpetrado por los nazis y los
refugiados judíos que aún quedaban en Europa, el
proyecto sionista cobró un insospechado valor
político, y por sobre todo moral, ante la
comunidad internacional. Mientras Inglaterra
intentaba preservar cierto tipo de influencia en el mundo
árabe, Estados Unidos comenzaba a ampliar su influencia en
Medio Oriente.

La política estadounidense hacia Palestina
mostró un importante viraje con el cambio de administración. Como aclaró el
asistente presidencial David K. Niles: "tengo serias dudas de que
Israel haya llegado a ser un Estado si Roosevelt hubiera vivido"
(Sachar, 1996, pág. 255). Harry Truman mostró un
mayor apoyo al proyecto sionista, en especial presionando al
Reino Unido por lograr el acceso de más de 100.000
refugiados judíos europeos a Palestina. Sin embargo la
óptica
estadounidense estaba motivada principalmente hacia los intereses
nacionales en Medio Oriente: básicamente apoyar la
creación de un Estado judío pero sin perder la
amistad y
el
petróleo árabes. En 1947 las
compañías norteamericanas manejaban el 42% de las
reservas de la zona, mayormente en Arabia Saudita, pero
también en Kuwait, Bahrein e Irak.

De hecho la explotación petrolera
estadounidense en el Golfo Pérsico se duplicó
durante la guerra. Los grupos de
presión sionistas llevaron al extremo su presión
para la instauración de Israel, mientras que los
petroleros buscaban incrementar sus ganancias. "El proceso por el
cual los sionistas han logrado el apoyo estadounidense para la
división de Palestina (…) demuestra la necesidad
vital de una política exterior que se base en los
intereses nacionales más que en los intereses
particulares" aclaraba Kermit Roosevelt, ex ejecutivo de una
empresa petrolera.

El secretario de Defensa de Truman, James
Forrestal compartía esta preocupación:
"ningún grupo en este
país (en alusión a los sionistas) debe influir
nuestra política hasta el punto de que ponga en peligro
nuestra seguridad
nacional". La Guerra
Fría recién comenzaba, y la enemistad de los
árabes pronto podría hacer que se volcaran al
área de influencia soviética. Sin embargo los
sionistas estadounidenses presionaban formidablemente a
Washington a través de su poderosa American Zionist
Emergency Council (AZEC). Truman dijo: "jamás pensé
que podría ser tan presionado, y la Casa Blanca un
objetivo de propaganda tan
preciso como lo fue en aquellos años", mientras que el
Subsecretario de Estado, Robert Lovett, admitía que "nunca
en mi vida he sido sujeto a tanta presión como lo fui
durante los últimos días del debate de la
división de Palestina en las Naciones Unidas"
(Sachar, 1996, pág. 291). Evidentemente la estructura de
propaganda y lobby
sionistas fueron ampliamente más prácticas que las
amenazas o reprimendas políticas
del mundo árabe. Finalmente el Estado de Israel se
creó, y pese a eso, durante 25 años, hasta la
crisis de
octubre de 1973, nunca hubo una seria interrupción de
flujo de petróleo de oriente a Europa o a los
Estados Unidos.

Pero el judío norteamericano, así
como la sociedad estadounidense, siempre vieron los conflictos y
al mundo entero como algo distante y poco tangible. Desde su
nacimiento en 1948 hasta 1964, sólo 15.000 judíos
norteamericanos y canadienses emigraron a Israel. Estos dos
países por lo general han financiado a través de
mecenas una inmigración europea de corte
específicamente religiosa, administrada por rabinos
hasídicos u ortodoxos y que sustentan un pensamiento
místico que en definitiva replica y actualiza en suelo
israelí una nueva estructura de ghetto rodeado de
un mundo hostil. Por lo general, muchas de las colonias
religiosas de los territorios ocupados están integradas
por este tipo de inmigrante o por judíos árabes que
funcionan como punta de lanza de la colonización ilegal
del gobierno israelí.

Uno de los principales debates, especialmente en
el Sionismo estadounidense, es el que gira en torno a la
"centralidad" de Israel con respecto a la diáspora. Nunca
se produjo una migración
masiva de judíos de EE.UU. ni de Canadá, su apoyo
siempre fue más financiero que en recursos
humanos, proveniente de una clase media y
media alta totalmente asimilada y que no percibe a Israel desde
otra óptica que no sea de valor religioso,
histórico y tradicionalista. Para ellos su "judaicidad" es
interpretada a través del prisma de su
"norteamericanidad". La estructura política multinacional
de los Estados Unidos, que no es un Estado nacional propiamente
dicho en el sentido europeo del término, en el cual
conviven muchos grupos de
interés
que mantienen una fuerte relación con sus países de
origen, vuelven "natural" la relación y el apoyo de la
comunidad judía al Estado de Israel/Tierra Prometida. De
ahí el chiste reduccionista que dice que un sionista es un
judío que quiere enviar a otro a Palestina con el dinero de
un tercero.

No es menor el apoyo económico presentado
por los poderosos grupos evangelistas fundamentalistas
estadounidenses a la derecha israelí, apoyo basado
principalmente en la idea antisemita que profetiza que en la
víspera de la segunda venida de Cristo los judíos
deberán o convertirse al cristianismo o
sufrir el exterminio definitivo.

  • DEMASIADOS NACIONALISMOS PARA TAN POCA
    TIERRA

Más allá de las promesas, la
colonización judía tuvo que adaptarse a la realidad
de la región, y esta realidad incluía una
población autóctona palestina que comenzaba a tomar
conciencia de la
nueva moda nacionalista del momento.

A diferencia de las otras variantes del
nacionalismo árabe, el nacionalismo palestino estuvo
marcado por una fuerte impronta anti sionista y de antagonismo
judeo-árabe más que como una lucha contra la
metrópoli dominadora. En este sentido el Sionismo
sirvió como una suerte de amortiguador ya que era para los
ojos árabes la "punta de lanza" de la dominación
europea sobre Palestina.

Este nacionalismo se asentó sobre la base de una
sociedad polarizada entre terratenientes (efendis) y
campesinos (fellahs), ambos enmarcados dentro de una
fuerte tradición agraria feudal y carente de una
burguesía moderna. A su vez, su marcado carácter tribal no permitió el
desarrollo de un movimiento político independiente y
crítico de los dos clanes que tradicionalmente dominaron
la escena política del nacionalismo palestino.

Así el partido más poderoso, el Partido
Árabe Palestino, era casi un patrimonio de
la familia de
los Huseini, enfrentado al otro clan de los Nachachibi
(emparentados con la monarquía jordana hachemita) y su Partido
de la Defensa Nacional.

El espectro se completaba con el Partido de la Reforma
de los Jalidi, el Bloque Nacional de algunos notables de la
ciudad de Napluse, y el Partido del Congreso de la juventud
árabe, de una rica familia de
Ramleh.

Lo paradójico de esta dirigencia árabe fue
que, si bien tomó un carácter abiertamente
antisionista (y por ende receptivos al pensamiento alemán
de corte racista y antibritánico), a su vez fue la
principal responsable de vender la mayor parte de las tierras
palestinas a la incipiente estructura administrativa sionista del
Consejo Nacional y la Agencia Judía.

Esta organización familiar de los partidos e
instituciones palestinas nunca pudo estructurarse en un sistema
político dinámico. Así quedó
demostrado en el momento en que Gran Bretaña
abandonó su mandato, cuando los dirigentes palestinos
quedaron muy lejos de haber consolidado una estructura
administrativa tan versátil y adaptable como la sionista
que ocupara los puestos vacantes. Durante el caos que se produjo
cuando las tropas británicas dejaron el protectorado en
1948, los judíos rápidamente pudieron aprovechar su
larga experiencia de autogobierno ocupando las estructuras
administrativas y de control dejadas
por las autoridades coloniales. "Los huseini y los nachachibi, la
elite e intelectualidad política de los palestinos, fueron
unos de los primeros en buscar refugio en los países
vecinos, justo en el momento en que los palestinos más lo
necesitaban", aclara el historiador Howard Sachar (1996,
pág. 309) en su libro.

Pero es preciso ver que la capacidad organizativa y
estatal de los judíos tuvo su clara contraparte en la
contrastante ausencia y disolución de la comunidad y las
instituciones árabes de la región. La plataforma
sionista siempre tuvo en cuenta que el resurgir del nuevo
israelí debía realizarse a expensas del eclipse de
la antigua identidad de las poblaciones autóctonas
palestinas. En 1948, tras la aprobación por parte de la
ONU de la
partición del mandato británico y los armisticios
anglo-jordanos de la primera guerra árabe-judía,
técnicamente el concepto de Palestina dejó
de existir: gran parte del territorio pasó a transformarse
en el Estado de Israel, y lo que actualmente se conoce como
Cisjordania y Gaza fueron anexados respectivamente al Reino
Hachemita de Jordania y a Egipto.

Ante la realidad de que "…el futuro Estado
árabe de Palestina fue liquidado por un acuerdo entre la
potencia
mandataria abdicante y el reciente Estado soberano de
Transjordania" (Schwadran, 1959, pág. 246), el movimiento
de formación nacional palestino tuvo que rever y adaptar
sus objetivos y
estrategias. Por
tal motivo, el nacionalismo palestino se cristalizó en el
imaginario árabe como el único movimiento de
liberación nacional independiente y libre de cualquier
tutela de los Estados árabes.

Para las nuevas generaciones simbolizó una suerte
de David árabe solitario y perseguido que luchaba contra
un desproporcionado Goliat imperialista y occidental.
Quizás uno de estos momentos de mayor auge, y de
cristalización interna, se dio luego de la derrota de
1967, año que marcó el fin de todos los intentos
panarabistas previos. Fue en ese momento cuando el Movimiento de
Liberación Palestina (Fatha), fundado por Yasser
Arafat entre otros, pudo cooptar la
Organización para la Liberación de Palestina
(OLP), la cual respondía al presidente egipcio Gamal
Abd-el-Nasser. En aquel entonces los palestinos y sus dirigentes
asumieron profundamente su identidad y su destino, y dejaron de
estar en función de
los intereses y el apoyo de los gobiernos de los demás
países árabes.

Desde la premisa de "una tierra sin pueblo para un
pueblo sin tierra", una de las bases del Sionismo
consistió en aplicar una política de
obliteración o de dilatación de la identidad
palestina, así como de su narrativa nacional. A la vez que
fomentaban una propaganda exterior de captación y
homogenización de los judíos de la diáspora,
los sionistas aplicaban una intensa campaña de
desarticulación de la población local.

La misma poderosa y efectiva maquinaria de state
building
pero utilizada en un sentido diametralmente opuesto
con la población árabe local. El proceso de
desarabización no se llevó a cabo desde un
punto de vista simplemente físico, sino también
discursivo, aplicando una importante ingeniería de borrado y
resignificación de la memoria
palestina. Los 160.000 palestinos desplazados entre los
años 1948 y 1952 pasaron a ser clasificados con el
eufemismo de ausentes presentes, lo cual permitió
legalizar el despojo de todas las tierras palestinas con la
Ley de las Propiedades Ausentes de 1950. Esta
política de la negación y del olvido iría
acompañada de un programa presentado por Shamail Kahane,
un alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores
israelí a principio de los ’50.

En su Propaganda entre los refugiados con el fin de
quitarles las ilusiones de regresar a Israel
puede leerse:
"…ayudarse de las fotos que
servirían para ilustrarles [a los refugiados] de manera
tangible que no hay sitio donde volver. Los refugiados fantasean
con que sus casas, sus muebles y sus pertenencias están
intactas, por lo que sólo necesitan volver y reclamarlos.
Sus ojos deben ser abiertos para que vean que sus hogares han
sido demolidos, sus propiedades perdidas y que lo último
que están dispuestos a hacer los judíos que han
ocupado su lugar es renunciar al mismo". Si a esto le sumamos la
política de "… la reconstrucción acelerada de
antiguos nombres geográficos y la hebraización de
los topónimos árabes" (Laor, 1995, pág. 132)
el ser palestino se vuelve un hecho difícil
de encontrar o definir. Hasta podría decirse que es
imposible separar el hecho de que la creación de Israel
tiene como imagen reflejo la no-creación de un Estado
palestino, que la construcción del israelí
es parte de la deconstrucción del palestino como
tal. La imposibilidad, aún hoy, de poder marcar en el mapa
qué es Palestina demuestra la persistente actualidad de
este meticuloso programa de borrado e
indefinición.

  • CANTIDAD, MÁS QUE CALIDAD

Más allá de estas vicisitudes, la
plataforma sionista ha sido ampliamente exitosa en sus
principales lineamientos. La existencia del Estado de Israel es
un hecho tan indiscutible como legítimo, pero el mismo se
encuentra sumergido en un dilema demográfico. Para poder
seguir su obstinado carácter como esa suerte de
democracia con reservas, de etnocracia de
carácter exclusivamente judío, el mismo Israel
debería desprenderse de toda la población
árabe, o abandonar sus ambiciones étnicas para
siempre.

A partir de 1949, la relación poblacional entre
judíos y árabes era de un 18% contra el 82%
respectivamente. A raíz de la invasión de 1967 de
Gaza y Cisjordania la población bajo la
administración israelí se incrementó casi
tres veces y medio, sumando a casi un millón de
árabes dentro de las nuevas fronteras de facto.
Actualmente la población total dentro de Israel y los
territorios ocupados es de 6.716.000, de los cuales el 77% son
judíos y el 19% árabes entre otros. No obstante, la
verdadera bomba de tiempo demográfica está en la
tasa de natalidad de 3,4% de los árabes contra el 1,4% de
los judíos.

En el 2020 se calcula que vivirán en esta zona
15,1 millones de personas, dónde los judíos
serán sólo una minoría de aproximadamente
6,5 millones. Es evidente que ante estos números no hay
"Ley de
Retorno" alguna que atraiga nuevos contingentes masivos de
judíos de la diáspora y que reviertan esta
situación. Por tal motivo la única forma de seguir
manteniendo el carácter judío del Estado es
lisa y llanamente una separación física que convalide
esta segregación ilícita. Así, un nuevo
"Muro de Hierro" no es
más que la concretización de una lógica
de larga data llevada a cabo en la región; la resultante
material de una política de Estado diametralmente opuesta
al concepto abierto de una democracia
basada en la ciudadanía.

Es evidente que el problema nunca radicó en la
existencia de Israel como tal, sino en su condición y
continuidad como Estado judío. La dialéctica
del Estado de Israel, y lo que posibilita su identidad, es,
precisamente, el retorno de los judíos de todo el
mundo, así como el no retorno de los refugiados
árabes a Palestina.

  • CONCLUSIÓN

A la luz de estos
debates y contradicciones, no sorprende lo paradigmático
de que el mismo gobierno de Israel niegue la propia identidad
nacional de sus compatriotas. Las tarjetas de
identidad israelíes no dicen que su portador es
"israelí", sino "judío". En la entrada de
"Nación" el Ministerio del Interior admite 140
nacionalidades, algunas bien definidas como ruso,
alemán o argentino, y otras mucho más
imprecisas como cristiano, musulmán,
católico, árabe o druso, de corte
puramente religioso o étnico. No hay un criterio
válido, pero lo que es seguro es que ni
israelí, y menos aún palestino,
están contemplados como válidos. Desde el desajuste
que produce este paradigma, la
realidad es que el ciudadano israelí sigue aún sin
saber su gentilicio y su identidad, si el judaísmo es una
nación o una religión, o si su país es una
democracia o una teocracia.

Un punto de inflexión se dio en 1949 cuando
se puso definitivamente un punto final a "la cuestión
judía": el "ser israelí" eliminó esa
atávica ambivalencia planteada por el "ser judío",
marcando claramente un mojón entre esta nueva nacionalidad y
la potencialidad de la misma que aguarda a toda la
diáspora. En 1982 el profesor de la
Universidad de
Tel Aviv, Benjamín Cohen, le respondió a
Vidal-Naquet: "… El mayor éxito
del Sionismo no es otro que este: la
desjudaización… de los judíos"
(Garaudy, 1996, pág. 10). El judío pasó a
ser todo aquel que puede, y debe, ser israelí. El
desafío ahora radica en que ellos mismos comiencen por
reconocerse.

De esta manera, hasta que no se resuelva esta
problemática, la de entender al judaísmo dentro de
un parámetro universal y amplio de justicia, y
desvinculado de toda rigidez étnica y nacionalista (en el
peor sentido chovinista y segregacionista del término), el
enfoque y la relación del Estado de Israel, tanto en el
ámbito interno como externo, seguirá siendo
conflictiva.

Un estilo tradicional de nación
quizás ya no sea el modelo a
seguir en el fanatizado y sofisticado conflicto israelí /
palestino. Israel se encuentra en la búsqueda no ya de
definir límites
fronterizos fijos, sino de poner mojones en la fluctuante
divisoria de identidades de sus mismos ciudadanos. El gran
interrogante radica en cómo equilibrar dos factores
aparentemente contradictorios y autoexcluyentes: el ser una
democracia, y al mismo tiempo mantener su carácter como
Estado judío.

Las palabras de Hannah Arendt, pronunciadas ya
durante el exterminio de los judíos en Europa, siguen
planteando las mismas preguntas de hoy: "el Sionismo
tendrá que afrontar varias preguntas en un futuro no muy
lejano. Para responderlas de una manera sincera, con un sentido
político y de responsabilidad, el Sionismo tendrá que
reconsiderar completamente su arsenal de doctrinas obsoletas. No
será fácil salvar a los judíos o salvar a
Palestina en el siglo XX, y la utilización de
categorías y métodos
del siglo XIX lo harán aun más improbable. Si el
Sionismo se empecina en mantener su ideología sectaria, y
continúa con su "realismo"
miope, estarán apostando la pequeña oportunidad que
un pequeño pueblo aún tiene en este mundo no
demasiado bello que nos toca vivir" (Arendt, 1944, pág.
163).

En tal sentido las palabras de crítico
literario Homi K. Bhabha también son aclaratorias: "los
líderes políticamente más avanzados perciben
que (para el conflicto palestino-israelí) un estilo
tradicional de nación no será nunca el que ellos
podrán construir" (Fernández Bravo y
Garramuño, 2000, pág. 228). De esta manera pueda
finalmente llevarse a la práctica uno de los mayores
valores del
Sionismo: crear un lugar y un refugio pacífico para los
judíos. Y no como contradictoriamente está
ocurriendo hoy, el de ser Medio Oriente esa zona del planeta en
donde un judío tiene más probabilidades de morir en
forma violenta.

Si este conflicto ha persistido durante tanto
tiempo es porque posee todos los elementos para mantenerse. Ha
sido funcional, y probablemente hoy lo sea más que nunca,
a cualquier contexto moderno de construcción de
identidades, de psicologías de masas y de estereotipos y,
por ende, de divergencias. Porque sostiene, trasciende y resiste
cualquier tipo de lectura e
interpretación. Porque es funcional como
excusa de control, a la nueva luz de la dialéctica del
"amo y el esclavo", de la seguridad y del terrorismo,
del nosotros y del ellos, de la incertidumbre y la vacuidad de
las creencias y filiaciones que rigen a esta nueva Aldea
Global.

Este conflicto de larga data puede verse como el
inicio de los nuevos conflictos post Guerra Fría. La
novedad es que la política internacional actual se rige
por la misma lógica y juega con los mismos recursos que
afectaron y afectan a esta región: el corte ya no es la
confrontación este-oeste, ni norte-sur, sino más
bien una alquimia con dimensiones y aristas sociales mucho
más complicadas. La política internacional se ha
mediorientalizado en una suerte de neo medievalismo de
grandes sectores y bolsones de riquezas contenidos dentro de un
marco de protección y seguridad militar. Un mito que
sostiene y avala la creencia de un mundo de fortalezas en un
océano de amenazas, de un poder difuso centrado en
inequidades, expoliaciones, arbitrariedades y
desposesiones.

La vida, encasillada en el discurso del
miedo, del terrorismo y de la seguridad, del ellos y del
nosotros, es una antigua canción en los oídos
israelíes y palestinos. Y si hasta hace poco esto
podía sonar para el resto del mundo como algo irracional y
distante, a partir de ahora habrá que comenzar a entender
y degustar estos tipos de disonancias. Ya nos lo dijo Arafat a
los argentinos en forma muy clara y enérgica luego de la
irrupción de esta nueva lógica del terrorismo
internacional en la realidad sudamericana.

Hasta podría pensarse que en el
sueño de Eretz Israel se concentra la semilla de
uno de los proyectos nacionales más justos del mundo; la
ambición de una población que sabe mejor que
ninguna lo que es el sufrimiento, la exclusión y la
persecución. La fantasía de un territorio
verdaderamente libre de cualquier tipo de injusticia. Pero este
sueño de Eretz Israel no es la realidad del Estado
de Israel, una realidad que ha hecho de la región un lugar
donde perdura uno de los conceptos más arcaicos y letales
de lo que es una "Nación". Una sociedad que, preocupada
por la Historia, la Memoria, el
Olvido y el Exterminio, muestra que no
hay mejoría ni enseñanza histórica alguna cuando se
trata de segregaciones, matanzas o deportaciones. Sin embargo no
es cuestión de resignarse y de creer que las
víctimas de hoy serán los victimarios del
mañana, que la violencia del
pasado sólo puede redimirse a través de la
violencia del presente.

Lo importante hoy es buscar una nueva alternativa
de nacionalismo en esta zona, dejar atrás los viejos
modelos,
especialmente los de corte étnico, y buscar una Democracia
verdaderamente pluralista, abarcativa e incluyente. Nuevamente es
la dirigencia israelí la que lleva la delantera, la que
detenta los recursos, y la que se arriesga a olvidar nuevamente
los motivos indiscutiblemente humanos de sus
orígenes.

Si bien puede ser que un optimista sea un
pesimista desinformado, también es verdad que poseer
más elementos y enfoques de análisis permite seguir viendo que en un
callejón sin salida la única y mejor salida sigue
siendo, hasta ahora, el mismos
callejón.●

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Andrés Criscaut

Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales (FLACSO)

Maestría en Relaciones Internacionales

Noviembre de 2005

Partes: 1, 2, 3
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