La Revolución de los Sabios – Una alternativa a la propiedad intelectual
- Advertencia al
lector - Introducción
- Conocimiento,
tradición y simonismo - La
resistance - ¿La
revolución hermética? Tendencia actual de las
Ciencias Sociales - De
la mentalidad a la institución - Metafísica
y propiedad intelectual - La sociedad
simonita: de la institución a la
mentalidad - La gran
red: el mercado global del saber - Beneficio y
sacrificio en el intercambio humano - Conocimiento,
mercado y fuerza de trabajo - Algunas notas
sobre la producción industrial en la economía
simonita - Fundamento y
definición de Las Rentas del Trabajo
Intelectual - Un
esbozo de solución práctica a modo de
arbitrio - El
problema ecológico: riesgo estratégico y
expropiación de las generaciones
futuras - La
globalización simonita - Otros
contenidos del derecho de autor - La inviolable
autoría - La
República del Saber - Una
denuncia y un manifiesto. La traición a nuestros
mayores - El
manifiesto: La Revolución de los
Sabios
"En la sociedad del conocimiento, el ignorante es
el único que puede afirmar que es libre: sólo
él es dueño de su
espíritu."
Foto portada: "El diablo devora el alma del
hombre". Fotografía realizada por el autor. Escultura
románica expuesta en el claustro de la Colegiata de Santa
Juliana en Santillana del Mar, Santander,
España.
Advertencia al
lector
No es habitual, lo reconozco, que los ensayistas
expliciten de antemano su orientación ideológica.
Lo común es que el lector se vea en el trance de descubrir
"de que pie cojea" el escritor según avanza en la lectura.
Pero en este caso sumarme a tal costumbre podría llevar a
confusión. Al escribir desde la cosmovisión
socialdemócrata tal y como la comprende Domenico
Settembrini, aquella que "se sitúa entre el socialismo
revolucionario que postula un ataque directo a las estructuras e
instituciones capitalistas y el revisionismo socialista que
acepta sin escrúpulos estas estructuras e instituciones.
La primera embarca al proletario en una revolución y la
segunda lo deja abandonado en la inacción y la
sumisión al sistema, pero la socialdemocracia no acepta
ninguno de los dos extremos", adoptaré, a la hora de
emitir la crítica, una postura contundente, y, sin
embargo, a la hora de realizar propuestas alternativas lo
haré desde una posición más moderada que
transija con una parte considerable del sistema que la
crítica no acepta. Por tanto, las alternativas que
propondré no supondrán una revolución
más allá de la misma circunscripción a la
que se refieran concretamente, aunque, al fin, pretenderán
concurrir a esa corriente que anhela el cambio generalizado,
sereno y progresivo de todo el sistema.
No obstante, es posible que para algunos la
descripción de Settembrini sea en sí una
contradicción, pero nada más lejos de la realidad:
el socialismo democrático, en el momento que acepta
voluntariamente al otro -ya sea liberal, comunista, conservador u
otro- es consciente de que la evolución de las realidades
sociales en un entorno pacífico sólo es posible
bajo el acuerdo de una amplia mayoría.
Por esta razón las soluciones prácticas
deben respetar los principios que las mueven sin olvidar mantener
los pies firmemente pegados a los sillares de reconocimiento
mutuo que conforman el suelo de la gran plaza democrática,
evitando en todo lo posible el enfrentamiento gratuito y, desde
luego, cualquier vestigio de imposición. No debemos
confundir la rotundidad y la seguridad de y en nuestros ideales
con una patente de corso para imponer nuestra voluntad en
los mares de lo práctico. El socialismo lleva sobre su
espalda incontables años de lucha y sabe bien que la
vía hacia lo posible no puede ser el camino del
enfrentamiento sino el del diálogo ideológico, del
intercambio y del mutuo enriquecimiento: la verdad no se
encuentra patentada por nadie, al menos por nosotros no.
También debo llamar la atención sobre ciertas
corrientes -que se autodenominan socialistas- que han confundido
la obligación moral de todo socialista de ser
demócrata antes que socialista, y se han adscrito, en una
huida hacia delante, a la rampante democracia liberal, incapaces
de sostener la tensión del intercambio dialéctico
cotidiano con la derecha. Voluntariamente se sitúan sobre
una tercera vía que no deja de constituir un revisionismo
draconiano, pues no sólo abandona la lucha sino que la
impide, la desarma de toda palabra, de toda ilusión y de
toda esperanza al sustituir el ideal socialista por un ideal
burgués animado, si acaso, con una nubecita de
humanismo a las cinco en punto de la tarde.
Acéptese, por tanto, los contrastes entre la
crítica y los apuntes sobre soluciones prácticas
que presentaré en este libro y, desde luego,
asúmase que tales propuestas no son una
claudicación terciaria sino un intento de
acercamiento no a los principios liberales -cada uno con los
suyos-, sino a las voluntades liberales. La paradoja del
demócrata es que debe renunciar de forma expresa a ver sus
ideas convertidas en realidad en toda su extensión; porque
al fin, realizando una interpretación detenida de la
conocida sentencia de Ovidio gutta cavat lapidem, non vi sed
saepe cadendo, no deja de ser cierto que tanto el agua como
la piedra siempre permanecen. Si no existe esa renuncia previa es
imposible construir la democracia de los ilustrados –de la
duda nace el espíritu transigente y generoso que considera
al hombre por encima de sus ideas-, y nos tendremos que conformar
con la democracia liberal -la del fin de la historia-, mero
instrumento de imposición de la cosmología burguesa
a unas masas a las que se sosiega haciéndolas
partícipes de su misma explotación.
Por otro lado, existe una segunda razón para no
negar la carga valorativa de mis propuestas: son estos ideales
los que me han movido a escribir el ensayo y es desde ellos que
debo escribirlo; cualquier otra posición sería una
falta a la verdad generadora, una negación de las fuentes
que sustraería no el poco valor intelectual que el lector
desee otorgar –si es alguno- a este escrito, sino la
honestidad que en él se pudiera encontrar. Por tanto
hablaré desde el socialismo democrático y a
favor del las Rentas del Trabajo Intelectual y criticaré
el liberalismo y sus normas sobre la propiedad intelectual y el
Derecho de Autor tal y como hoy se enuncian; normas que con
la justificación de "promover el progreso de la ciencia
y de las artes útiles" y proteger a los autores -el
chivo expiatorio- sirven, desde innumerables instituciones, a un
capital que prescinde del único sentido social que se le
podría suponer en un entorno demócrata que es el de
inducir la creación y distribución de riqueza por
su fuerza organizativa y emprendedora aprovechándose del
trabajo de los demás.
Introducción
Los animales no tienen leyes positivas porque no
están unidos por el conocimiento.
Montesquieu
Marx afirmaba que las leyes son los martillos que
esculpen las sociedades. ¿Pero, quién empuña
tan pesado martillo? En la Sociedad Occidental, situados dentro
de los límites de un Orden Constitucional, un Estado de
Derecho y una Democracia Parlamentaria, debemos señalarnos
a nosotros mismos como autores: los ciudadanos libres e iguales
somos escultores de la sociedad en que vivimos. Pero no debemos
olvidar que, tras esta sentencia tan optimista, se esconde una
realidad que no coincide exactamente con el modelo: el camino no
está libre de obstáculos, son muchas las fuerzas
que nos constriñen y cotidianamente debemos enfrentar
innumerables imponderables que aportan una considerable dosis de
contingencia y riesgo a nuestro futuro.
La voluntad de ser se ve influida por las estructuras
sociales del presente, estructuras que son el legado inmediato
del acontecer pasado y que a la par son afectadas por esa
voluntad primera de ser en una intrincada relación causal
entre actores y escenarios construidos que fluyen, y mutuamente
se influyen, en el devenir de la sociedad.
Alcanzar el nivel de control que sobre nuestro destino
gozamos los ciudadanos de Occidente ha sido resultado de factores
ambientales, luchas entre grupos de poder, entre clases sociales,
influencias de algunos grandes personajes y de innumerables
actores anónimos. La misma libertad que gozamos conlleva
el mutuo reconocimiento de la legítima controversia, de la
discusión por determinar que caminos seguir que nos lleva
a una conclusión muy debatida: ser libres, que todos
seamos libres, limita, en apariencia, las posibilidades absolutas
de elección individual en pro del acuerdo colectivo hijo
de la voluntad general.
Por todo ello el deseo común de ser no deja, no
puede dejar de constituir la suma de cosmovisiones
individualidades de la cuales emerge el acuerdo en forma de
corrientes ideológicas y movimientos sociales de
pensamiento y acción que a la par influyen y modifican
esas cosmovisiones individuales coadyuvando a su
edificación: la libertad se construye cotidianamente o
sencillamente no existe, por eso es necesario que los ciudadanos
expresemos la objeción, la dispersión y la
diferencia de opinión para provocar el movimiento. Si
permanecen latentes la sociedad se estanca. No es suficiente con
pensar como ciudadanos, sino que se exige de nosotros que obremos
como tales. La ciudadanía es actividad y
participación, ellas generan la dinámica social
como expresión de la libertad, libertad que al fin
legitima la objeción, la dispersión y la diferencia
en búsqueda del cambio social.
Tal legitimidad debe ser la fuerza que filtre el acuerdo
tras la discusión, pero, sin participación,
¿es posible la discusión? Sin discusión,
¿qué legitimidad tendrá el acuerdo? Sin
participación ciudadana la estructura social que permite
hoy en día la praxis de la libertad deviene, aunque
ganada, desperdiciada y al fin destruida. No dilapidemos la
herencia de nuestros mayores: somos hijos de nuestro pasado, y
esto nos hace libres en el presente y responsables del legado de
las generaciones futuras. La coyuntura actual nos debe animar a
aprovechar esta situación históricamente singular.
¿Cuantas generaciones sucumbieron bajo el yugo de la
opresión sin límite? ¿Cuántos
vivieron toda su vida sin una sola oportunidad de libre
elección? ¿Cuántos soñaron con un
pueblo soberano? ¿Cuántos con poseer la libertad
que ha nosotros nos deja tantas veces impasibles? Parece que
olvidamos demasiado pronto el pasado y nos gusta esconder el
miedo a tomar la iniciativa tras la afirmación de que,
como siempre ha sido, nada podemos hacer. Hipócritamente
negamos la libertad para negar la responsabilidad y encontrar una
inconsistente paz dónde dormir el sueño de la
indigencia ciudadana.
No deja de ser cierto que la angustia existencial y la
desesperación son los azotes de la sociedad capitalista
que entre todos construimos, pero en ningún lugar ni
momento de la historia del hombre alguien propuso que vivir en
libertad sea un paseo triunfal sobre el destino. Jamás.
Hasta que los liberales inventaron el fin de la Historia sobre el
que bien podríamos dormir otra siesta de dos mil
años entre pesadillas de opresión y miseria
espiritual.
A veces crece en nosotros la intuición de que el
hombre desea la libertad por encima de todas las cosas, pero que,
una vez alcanzada no sabe que hacer con ella, se aburre enseguida
y la deja olvidada a un lado, como un niño caprichoso que
al fin, después de mucho insistir, consigue aquel
vanamente deseado juguete. Pero se trata de sólo de una
intuición exógena, un lugar común: lo
cierto, en mi opinión, es que la libertad de la que
gozamos también sirve a los que no gustan de ella sino
para sí mismos. Éstos no pierden la oportunidad que
les brindamos para decirnos que tal libertad, la nuestra, la de
todos, no vale para nada. La peor enemiga de la libertad
ciudadana es ella misma, pues nos damos la obligación de
respetar, escuchar y tener muy en cuenta no sólo a quienes
disienten dentro de los mismos ámbitos de la democracia
sino a todos aquellos que no la desean. Por todo ello debemos
cuidarla con diligencia y no olvidar que el enemigo campa a sus
anchas, como nosotros, y por que nosotros así lo
disponemos.
La dejadez, el miedo a ejercer como ciudadanos
sólo beneficia a quienes buscan su interés por
encima de todas las cosas lejos de los valores humanos que
conforman nuestra conciencia colectiva, conciencia que tardamos
siglos en componer. ¿Dejaremos que se diluya como si
ningún valor tuviera? ¿Permaneceremos escondidos
lamiéndonos las heridas mientras una diminuta
porción de la sociedad hace su voluntad, se abroga todo
beneficio y poder y reconstruye la conciencia de las generaciones
futuras? ¿Cómo será la conciencia de
nuestros hijos si nosotros, que gozamos del más elevado
control sobre el destino del que jamás fue soñado,
obramos como esclavos? Ahora somos libres, ¿no importa la
libertad si conlleva luchar responsablemente por una sociedad
justa? ¿Cuántas razones esgrimimos cotidianamente
para justificar la indolencia e indiferencia individual y
colectiva? ¿Cuántas veces repetimos "no podemos" y
realmente enmascaramos un -muchas veces comprensible pero
jamás aceptable- "no nos atrevemos"?
La indiferencia no cae en saco roto: un coro de voces se
levanta desde infinidad de medios de comunicación, desde
algunos centros políticos, desde ciertas élites
científicas y seudocientíficas para generar la
tendencia: repiten insistentemente que nada podemos hacer, que el
destino es inescrutable, que las cosas son como son, que la
historia ha llegado a su fin y que el hombre sólo es libre
de vivir las cadenas que él mismo se ha puesto. (Es
paradójico: tantas manos invisibles producen un ruido
atronador.)
Aseguran que el poder que gozamos nos fue cedido
voluntariamente por las élites económicas y
estatales, que nada ha sido ganado por la ciudadanía en
sus luchas cotidianas, sino que gozamos de una mera
concesión de los poderosos. Pero es tan ingenuo aceptar
que nos regalaron el poder como negar que intentan
arrebatárnoslo de nuevo por todos los medios a su alcance.
¿Quién nos quiere convencer de que nada podemos
hacer ante el destino? ¿De que somos impotentes? ¿A
quién interesa que la historia se acabe? ¿A
quién que el destino deje de ser construido por ciudadanos
libres de decidir su camino? ¿A quién interesa la
sumisión? ¿Quién busca que nos dejemos de
preguntar por la naturaleza de las cosas? ¿A quién
beneficia el desánimo? ¿Quién sonríe
cuando callamos? ¿Quién cuando permanecemos
postrados en la inacción? Las únicas cadenas que
nos pesan son las de la resignación, que no son
fáciles de romper, más si algunos se empeñan
en hacerlas más pesadas y cortas, pero ciñendo
nuestro interior espiritual es cuestión nuestra hacerlas
añicos, tan pequeños que se confundan con la arena
de los caminos. Pero es urgente, no tenemos todo el tiempo del
mundo, la libertad se esfuma en un instante: apretemos las manos
en torno a las riendas de la sociedad antes de cederlas por dos
mil años más, antes de que se apague nuestra
conciencia, antes de que normas ajenas nos impidan respirar y ya
no seamos responsables, perdida irresponsablemente de nuevo, la
libertad. El martillo escultor aún lo sostiene nuestra
mano, por tanto, nuestro es el presente.
¿Y qué ocurre en el presente? De esto
trata este ensayo. Ocurre que una nueva sociedad se construye.
Algunos la llaman con admiración, quizá con orgullo
contenido, la sociedad del conocimiento, pero jamás en la
historia del hombre se impulsó un cambio social de tales
dimensiones sumergido en tan oscuro océano de
desinformación y desperdicio de conocimientos. La
sensación insuflada en la conciencia colectiva desde los
medios de comunicación de masas es que caminamos hacia un
mundo más justo sostenido por la inmensidad del saber
humano. Sobre el saber, nos dicen, edificamos la sociedad del
siglo XXI, donde el progreso marchando a toda máquina
sobre vías capitalistas se garantiza a través de la
producción de cantidades enormes de nuevos y
revolucionarios conocimientos que activan y reactivan el
crecimiento de la economía, único camino para
asegura el bienestar de la humanidad.
A primera vista parece interesante, desde luego, pero
tal sociedad del conocimiento impone un precio, demanda e inventa
una nueva Institución sin la cual, asegura, no es posible
su desarrollo. La condición sine qua non de la
rutilante sociedad del saber es que las ideas deben ser propiedad
privada, que se puede y se debe comercias con ellas, que son la
mercancía necesaria para los mercados
emergentes.
El proceso de legitimación se encuentra en marcha
y a plena potencia fundamentado en una propuesta central: nos
aseguran que las ideas deben ser propiedad privada para proteger
a los autores, científicos y artistas que generan los
nuevos conocimientos motor de la nueva sociedad; que no hay otro
camino posible, ni alternativa para recompensar su trabajo, ni
posible vuelta atrás, ni esperanza de cambio futuro. Tal
suposición, que no desea admitir contestación
alguna, se inyecta pausadamente, en dosis muy pequeñas,
dentro de la conciencia colectiva, ablandándola,
domándola, sometiéndola al nuevo bocado y espuela
con la parsimonia propia de un experto domador de caballos.
Desean que aceptemos la existencia de una propiedad –dicen
que especial- que niega la libertad de todo hombre de aprender lo
que se le antoje por el camino que quiera con la sola
limitación de sus capacidades y su voluntad, que niega la
libertad del hombre de vivir de acuerdo a cuanto conozca y se
gane de acuerdo a ello la vida con dignidad, que niega que seamos
propietarios de nuestra alma desde la propiedad universal de la
conciencia humana.
Nos inoculan la sumisión a una propiedad tan
especial que sólo sirve para que otros se apropien en
exclusiva de nuestras ideas, pensamientos y sueños. Pero
quizá sea el momento de efectuarse algunas preguntas:
¿La propiedad intelectual es coherente con la naturaleza
del conocimiento? ¿A quién beneficia principalmente
que las ideas sean legalmente propiedad privada? ¿Son
incontestables los argumentos que se esgrimen para justificar tan
enorme expropiación universal? ¿Qué fuerzas
se han puesto en movimiento para que aceptemos la patentecomo un
derecho natural? ¿Cuáles son los planteamientos
utilitaristas en su defensa? ¿Quiénes son puestos
al frente, como títeres, para que reciban las
críticas de la mayor parte de la sociedad que no acepta
tales pretendidos derechos? ¿Quiénes se esconden
tras los títeres, sin responsabilidad, pero
guardándose el título de todos los nuevos haberes
resultantes de la expropiación? Y por otro lado,
¿en qué marco histórico se intenta imponer
tal Institución? ¿Qué la ha provocado?
¿Cuáles son sus consecuencias inmediatas y a largo
plazo? ¿Qué aceptemos la propiedad privada de las
ideas conlleva un cambio tan profundo de la sociedad tal y como
insinúo? En otro orden de cosas: ¿es posible la
idea de inteligencia colectiva si privatizamos las ideas?
¿Planeamos sobre la desintegración final y
apoteósica de la idea del ser humano como unidad que
comparte un destino común sobre la Tierra? Si dejamos de
compartir las ideas, ¿qué nos queda por privatizar?
Y en el terreno de las relaciones de producción:
¿Afecta la propiedad intelectual a las relaciones de
producción propias del capitalismo? ¿De qué
forma? ¿La propiedad intelectual supone una fractura entre
el trabajador tradicional y el nuevo trabajador del conocimiento?
¿Y entre el simonita y el capitalista? ¿Qué
ocurre con la competencia y el libre mercado? Son muchos los
interrogantes, pero se pueden resumir en dos:
¿Quiénes son los simonitas y qué quieren de
nosotros? Y lo que es aún más importante:
¿Por qué razón vamos a dejar que nos
impongan su dictado? ¿Acaso no existen
alternativas?
Es hora de enfrentarse a la propiedad intelectual y a la
cosmología simonita como productoras de nuevas realidades
sociales. La llamada sociedad del conocimiento se levanta poco a
poco generando contradicciones y fracturas sociales desconocidas
hasta el momento, pero nos encontramos algo despistados y
buscamos las razones de muchos problemas de esta nueva sociedad
en cuestiones que son neutras, que no contienen ideología
ni expresan, en sí, los intereses de grupo alguno, -como
es el caso de la tecnología de la información-, y
que de por sí no determinan el ser de la
sociedad, olvidando que observamos las consecuencias del
debe ser aplicado a los diferentes instrumentos; debe
ser que por fuerza sí contiene
ideología.
Un instrumento, una herramienta cualquiera no puede ser
valorada moralmente, pero sí se puede valorar moralmente
la ley que administre su uso. Ingentes trabajos sobre el estado
de la técnica y la tecnología predisponen nuestro
análisis hacia un continuismo sobre la tendencia
común a cuestionar la herramienta y se abandona el camino
de inquirirnos sobre los aspectos que prescriben su uso.
Además, tengamos en cuenta que, en algunas ocasiones, y
muy a pesar del sistema democrático, las leyes no son
generadas por la voluntad general sino que tal y como argumentaba
Trásimaco en La República de Platón,
de facto nos vienen impuestas por los intereses de uno u otro
grupo de poder. Éste no es el ideal general, ni la norma
que debamos construir en la realidad democrática
cotidiana, pero es lo indudablemente cierto en algunos casos
particulares; por esto, si los resultados del juego no nos
gustan, en vez de mirar con ademán inquisitorio a las
herramientas, sería aconsejable analizar las reglas del
juego, la ideología de las cuales emanan y los grupos de
interés que las promueven. La sociedad del siglo XXI se
enfrenta a problemas inéditos porque existen normas
inéditas, porque se desea, al menos por una parte de la
sociedad, jugar a nuevos juegos que benefician sólo a esa
reducida parte de los jugadores.
En este ensayo me referiré concretamente, como he
dicho, al juego de la propiedad intelectual. Lejos de asumir la
perfección de estas normas realizaré una
crítica de las mismas, pues considero que no se debe
comprender la sociedad de la información -que se
estructura bajo estas normas que administran el conocimiento-
como un hecho inamovible referido a un estado de la
técnica y la tecnología: vivimos una versión
de esta sociedad, y, desde luego, la propiedad intelectual no es
el menor de los factores que entran en su
conformación.
La sociedad industrial del XVIII evolucionó en
los siglos XIX y XX hasta llegar al Estado del Bienestar sin
arrinconar la tecnología propia de cada siglo, sino
variando sólo las relaciones de producción, en
definitiva, variando las normas que rigen tales relaciones. Si
bien admito que Marx no se equivocaba en su momento -cuando
afirmaba que las leyes que administran el sistema de
producción son posteriores a la aparición del mismo
sistema, siendo las leyes quienes, legitimándolo, prestan
el acabado final a la bien esculpida realidad social- en el caso
del nuevo sistema de producción fundamentado en la
propiedad intelectual esto no es posible, pues la ley es el mismo
sistema generador.
Además este sistema deja de constituir
estrictamente un sistema de producción para serlo
sólo de generación de beneficios: el papel de la
producción pasa a segundo término, es un aspecto
residual que tiende, en el modelo ideal, a valor próximo a
cero. La fuerza de trabajo deja de ser necesaria para el capital
y la sociedad sufre una fuerte sacudida, pues la necesidad de
producir riqueza para obtener beneficio se desvanece de forma
proporcional a las regalías y tempos otorgados a la
patente, el copyright y otras formas monopolísticas que
tienen como objeto el conocimiento humano reificado y
posteriormente simonizado. Entretejido con el sistema
capitalista brota el nuevo sistema simonita; nos
encontramos, por tanto, en una fase de transición hacia la
nueva economía del conocimiento que cambiará la faz
de la sociedad.
Pero la gravedad del asunto no nos debe desanimar, sino
todo lo contrario; recordando a Aristóteles: "la
justicia es algo social, es el orden de la sociedad
cívica" por eso podemos aspirar a una sociedad futura
distinta, más justa, aprovechando las oportunidades que la
tecnología nos brinda solamente con variar la
orientación que a su estructura de uso le demos desde la
norma: para variar el orden de una bastará, en parte, con
modificar la otra.
La misma artificialidad del sistema de propiedad
intelectual es su debilidad y la oportunidad histórica que
debemos aprovechar para modificar lo que entre todos consideremos
oportuno: la economía simonita se desarticula con un
sencillo Decreto de Ley. Por tanto, en este ensayo trataré
de la rectificación a la que aconsejo someter los Derechos
de Autor para alcanzar una sociedad más justa; justicia a
la cual jamás debemos renunciar porque,
"¿cabría mayor absurdo que pensar que los seres
inteligentes fuesen producto de una ciega
fatalidad?"
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